EN EL CAMINO DE BRIGHTON (Richard Middleton)
Publicado en
enero 24, 2017
Muy despacio había escalado el sol las colinas blancas y duras hasta iluminar, olvidando la siempre misteriosa ceremonia del amanecer, un deslumbrante universo nevado. Una intensa helada había caído durante la noche, y las aves que se movían ateridas de un lado a otro casi no dejaban testimonio de su paso en los senderos plateados. En ciertos sitios, las abrigadas cuevas formadas por los setos aliviaban la monotonía de blancura que estaba cubriendo el coloreado suelo, y en lo más alto se confundían las tonalidades del cielo, yendo desde el anaranjado al azul intenso, y de éste color a un celeste tan blanquecino que invitaba a imaginar una ligera pantalla de papel. Un aire gélido y mudo no cesaba de soplar en los campos, para que las ramas de los árboles desprendiesen un fino polvillo de nieve; sin embargo, no tenía la fuerza suficiente para mover los gruesos setos. Más allá del horizonte, el sol se diría que era capaz de elevarse con mayor rapidez, y a medida que lo hacía, su calor intentaba vencer la frialdad del viento sin conseguirlo.
Es posible que fuera el impulso de pasar del frío al calor el motivo por el que aquel vagabundo fue arrancado de su sueño. La verdad es que luchó unos momentos contra la nieve que le cubría, de la misma forma que un hombre normal se revuelve molesto entre las sábanas que le aprisionan. Por último, quedó sentado con los ojos totalmente abiertos y el cerebro lleno de preguntas.
—¡Dios mío! Durante unos minutos creí estar en mi dormitorio —se dijo pensando en voz alta, sin dejar de contemplar el paisaje desolador—, cuando me parece que no me he movido de aquí desde hace varias horas.
Intentó desperezarse y, al poco rato, se levantó con el mayor cuidado, se quitó parte de la nieve que cubría su ropa y creyó que era el momento de entrar en acción. El viento le obligaba a temblar, lo que llevó a comprender que había permanecido demasiado tiempo durmiendo en un lecho blanquecino y helado.
«De todas las maneras estoy vivo —pensó, sin que esto consiguiera darle ánimo—. Debo felicitarme por haber abierto los ojos... ¿Acaso es una desgracia? No resulta excesivamente agradable regresar a un mundo cubierto de nieve». Levantó la cabeza y se quedó contemplando las colinas que brillaban contra el azul, igual que en las postales de los Alpes que había coleccionado siendo un niño. «Esto he de interpretarlo, de no equivocarme —meditó trágicamente—, como que me quedan unos cuantos kilómetros de camino. Quizá sean más de cincuenta. Sólo Dios puede saber lo que anduve ayer. Recuerdo que lo estuve haciendo hasta que me desplomé exhausto. Calculo que me habré distanciado de la ruta de Brighton unos quince kilómetros. ¡Condenada nieve, condenado Brighton y condenado todo el mundo!».
Mientras tanto, el sol continuaba su ascensión. Una realidad que al vagabundo le impulsó a comenzar a andar sin prisas, tomando como referencia el camino que le situaba dando la espalda a las colinas.
«Me provoca una gran tristeza, o acaso sea alegría, saber que fue el sueño lo que me venció... ¿Debo considerarlo una rendición feliz o una tragedia?». Sus ideas parecían estarse ordenando de una forma racional, a medida que escuchaba el ruido de sus pasos en forma de un acompañamiento rítmico. Creyó que no merecía la pena buscar una respuesta a su pregunta. Era suficiente con seguir avanzando creyendo que el calor era su mejor aliado.
Acababa de dejar atrás tres piedras miliares cuando vio a un muchacho, que se había agachado para encender un cigarrillo. Como le sorprendió que no fuese abrigado en aquel paisaje cubierto de nieve, donde podía sufrir una pulmonía, se le quedó mirando.
—¿Piensa seguir por este camino, señor? —preguntó el muchacho con un tono desagradable.
—Es lo que me propongo —respondió el vagabundo, aunque maldita las ganas que tenía de hablar.
—Ah, pues no me vendrá mal acompañarle durante un rato, en el caso de que usted no vaya muy de prisa. A estas horas de la mañana pesa más la soledad.
El caminante movió la cabeza en un gesto de aprobación, y el joven empezó a andar a su lado; pero cojeaba.
—He cumplido los dieciocho años —contó de la forma más natural—. Es posible que a usted le haya parecido más joven, como les sucede a los demás.
—Supuse que tendrías unos quince.
—Todos se confunden. Llegué a los dieciocho en agosto. Hace seis años que estoy caminando. En cinco ocasiones me fugué de casa siendo un crío; y siempre me detuvo la policía y me devolvió con mi familia. Le confiaré que la Justicia no se ha portado bien conmigo. He de decirle que ahora no cuento con un hogar al que regresar.
—A mí me sucede lo mismo —confesó el vagabundo, con ln naturalidad propia de una charla intranscendente.
—¡Olí, ahora me doy cuenta de lo que es usted! —exclamó el muchacho, con la voz un poco extenuada—. Un hombre de negocios que se haya en la bancarrota. Su vida resulta más complicada que la mía.
El vagabundo echó un vistazo a la figura delgada del jovencito, que cojeaba a su lado, y decidió caminar a menos velocidad.
—Llevo mucho menos tiempo andando que tú —aceptó.
—Por el paso que lleva se diría que piensa llegar a algún sitio donde le esperan. Pero no se le nota cansado. ¿Tan seguro está de poder encontrar un lugar confortable?
El caminante se quedó pensativo.
—No estoy muy seguro de lo que voy a encontrar al final —respondió con tristeza—. Lo que importa es no perder la esperanza.
—Eso lo decimos todos en los primeros días o semanas —replicó el muchacho—. Lo que importa es localizar un lugar donde se pueda comer. Le aconsejo que nunca vaya a Londres, porque es cierto que allí hace menos frío que aquí; pero es imposible encontrar algo de comer. Las veces que he estado por allí, tuve que marcharme sin probar bocado.
—Es posible que no supieras recurrir a la persona o al lugar adecuado. En esa ciudad vive mucha gente. Alguien debe conocer la caridad...
—¡Qué va! Los campesinos si que son más generosos —afirmó el joven con el convencimiento del experto—. Fíjese, anoche mismo me dejaron dormir gratis en una granja. Pude descansar junto al calor que despedían las vacas. Esta mañana el granjero me dijo que debía marcharme; pero me entregó un pedazo de tocino y un pan, diciendo que yo tenía que crecer. Creo que mi edad y tamaño físico son una ventaja... En Londres sólo encuentras un plato de sopa en el Embankment; sin embargo, en cuanto te descubre la policía, te echa a patadas.
—Ahora recuerdo que acababa de anochecer cuando me desplomé en el camino, sobre la nieve... Allí he debido estar durmiendo hasta el amanecer... ¿No consideras un milagro que aún esté vivo?
El muchacho le examinó con una mirada maliciosa, no exenta de picardía.
—¿Qué le hace creer que sigue con vida? —preguntó.
—El lugar donde nos encontramos...; además, siento frío y hambre... —respondió el vagabundo, sin dejar de cavilar.
—Me parece que usted tiene una idea muy equivocada de la realidad —comentó el muchacho—. Las gentes como nosotros hemos de superar esta prueba. Un largo período de hambre, sed, cansancio y frío. Igual que unos perros sin amo. Mejor diré que como unos vagabundos, a los que si alguien les ofrece un trabajo, se sienten enfermos hasta en las tripas. ¿Cree usted que yo soy un chico fuerte? Admito que tengo muy poca estatura para mi edad; pero debe considerar que llevo caminando casi seis años... ¿Me ve usted como un ser vivo? Le confesaré que me ahogué mientras me bañaba en Maerguete; meses después, un gitano me mató con una lanza por intentar quitarle un poco de comida: me atravesó la cabeza con el acero; y en dos ocasiones me quedé helado en la nieve, como usted anoche; y en este mismo camino que ahora recorremos me aplastó un automóvil; y, sin embargo, aquí me encuentro, caminando en dirección a Londres, porque esa es la ruta que debo recorrer... ¡Claro que estoy muerto! Debo reconocer que ya no podemos eludir nuestro destino, por mucho que lo pretendamos...
El joven necesitó hacer una pausa por culpa de un acceso de tos, y el vagabundo se detuvo para esperar a que se recuperara.
—Tú necesitas un abrigo más que yo, Tommy —ofreció—. Será mejor que te deje el mío. Esa tos tuya es bastante mala.
—¡Váyase al infierno! —gritó el chiquillo, a la vez que comenzaba a chupar un cigarrillo—. Me encuentro de maravilla. No olvide que le estaba hablando del camino. Usted no sabe todavía lo que esto significa; pero terminará por comprenderlo y, lo más importarte, por aceptarlo. Todos los que vamos por él hemos muerto. Tarde o temprano nos sentimos muy cansados, lo que no quita para que sigamos avanzando. Es imposible dejar de hacerlo. Durante el verano se disfruta del aire perfumado, del polvo del heno y del viento caliente, que alivia el agotamiento y facilita la respiración. También puedes despertarte en las mañanas tumbado en la hierba humedecida por el rocío... No ocurre lo mismo durante el invierno, como aprecia usted ahora mismo... Fatal destino el nuestro...
De repente cayó hacia adelante, y el vagabundo debió abrazarlo para que no tomase contacto con el suelo.
—Me siento muy enfermo —musitó el joven—. Pero he de seguir caminando, aunque me consuma la fiebre... Quizá me muera de nuevo... Pero despertaré en el mismo camino...
Entonces el vagabundo miró a un lado y a otro del paisaje, sin contemplar edificios ni señales de vida. No obstante, mientras sujetaba al chico en mitad del sendero, vio llegar un automóvil. Se detuvo a corta distancia, aunque no se oyera el sonido de los frenos.
—¿Qué sucede? —preguntó fríamente el conductor, asomando la cabeza por la ventanilla delantera—. Soy médico.
Se fijó en el rostro del muchacho y pareció estar escuchando la dificultosa respiración.
—Es pulmonía —diagnosticó—. Hay que llevarle al hospital. Usted puede venir, si lo desea.
El vagabundo supuso que eso le haría perder el tiempo y movió la cabeza en una negativa.
—Prefiero seguir andando —contestó.
El chico cojo le dedicó un guiño apenas perceptible mientras era introducido en el automóvil.
—A pesar de todo usted y yo nos volveremos a encontrar al otro lado de Reigate —anunció con gran seguridad—. Yo nunca me equivoco en estos casos.
Pronto el coche desapareció en la blanquecina carretera.
El vagabundo cubrió toda la mañana caminando sobre la nieve fundida. Al mediodía pidió un mendrugo en una choza y le dejaron ocupar el granero para que se lo comiera. En aquel lugar hacía calor. Después de alimentarse frugalmente, se quedó dormido sobre el heno. Se hallaba todo oscuro en el momento que despertó. De inmediato volvió a recorrer los anegados caminos.
Unos dos kilómetros más allá de Reigate, una frágil figura salió de la oscuridad.
—¿Verdad que usted sigue este sendero, señor? —preguntó una voz afónica, lo que no impedía que fuese reconocible—. Creo que voy a acompañarle un rato, siempre que usted no camine muy deprisa. La soledad no es la mejor compañera a estas horas.
—¡Pero tú sufriste una pulmonía ayer...! —exclamó el vagabundo, aterrorizado.
—Claro que sí. He muerto de nuevo en Crawley esta mañana —dijo el muchacho con la mayor naturalidad.
Fin
Richard Barham Middleton nació en Staines, Middlesex (Inglaterra) en 1882. Miembro de una familia en la que pesaba la inmensa fama de Richard Harrius Barham, autor de la famosa obra Inglodsby Legends, puede decirse que fue obligado a entregarse a la literatura. Sin embargo, escribió muy poco, debido al excesivo tiempo que dedicaba a construir sus argumentos. La mayoría fueron cuentos de los temas más variados y algunas poesías. Como a otros grandes autores, la fama le llegó póstumamente.
Quienes conocían a Middleton, se asombran de que un personaje tan melancólico fuera capaz de escribir unas historias tan llenas de vitalidad como El buque fantasma. Aunque la melancolía, junto a una gran dosis de ironía, no exenta de fatalismo, se encuentra en el relato que ofrecemos a continuación.
Richard Middleton falleció en 1911 mientras estaba en Bruselas. Se desconocen las causas que le llevaron a suicidarse aplicándose cloroformo, cuando sólo contaba veintinueve años.