DIOS EN LA MESA DE OPERACIONES
Publicado en
enero 23, 2017
Un eminente cirujano del cerebro explica cómo sus experiencias con el órgano más misterioso y complejo del cuerpo humano han fortalecido su fe en Dios.
Por el Dr. Robert White (doctor en medicina y en filosofía, es catedrático y director adjunto de neurocirugía en la Universidad Case Western Reserve, en Cleveland (Ohio), además de director del servicio de neurocirugía en el Hospital General Metropolitano de la misma ciudad. Su obra como investigador científico fue descrita en el artículo "Desconcertantes investigaciones médicas", publicado en SELECCIONES de mayo de 1977).
LA NIÑA era en verdad encantadora: seis años de edad, excepcionalmente bella, inteligente, dichosa. Pero los estudios médicos mostraban un voluminoso tumor en el cerebro. Al operar encontré el hemisferio marcadamente abultado por un enorme quiste asociado con el tumor. Me puse a trabajar en aquella masa, llena de líquido, y, cuando menos lo esperaba, sobrevino el desastre: el hemisferio sufrió de pronto un colapso y los gruesos vasos de su superficie se rompieron inundando de sangre mi campo operatorio.
Mis ayudantes y yo luchamos para restañar aquella copiosa hemorragia, pero era evidente que estábamos perdiendo la batalla; el pesimismo se apoderó de nosotros. Comprimí los vasos sangrantes con los dedos y torundas de algodón en un desesperado intento de cohibir la hemorragia. Finamente logré mi propósito, pero no me atrevía a quitar los dedos; lo único que podía hacer era orar mientras aplicaban una trasfusión a la pequeña.
Durante la espera me sentí terriblemente incapaz y humilde. ¿Quién era yo para persistir en tan formidable tarea, para pensar que a mí, y sólo a mí, correspondía extirpar el horrible tumor en el cerebro de aquella niña, en el tejido que sirve de substrato anatómico a sus más elevadas funciones, a su maravillosa personalidad, su brillante intelecto, su memoria, sus emociones, su libre albedrío? La región que operábamos era la morada de su ser, era ella misma.
Pasó media hora. En la sala de operaciones reinaba una pesada tensión, no por silenciosa menos terrible. Ninguno de los allí presentes, incluyéndome a mí, creía que pudiera yo levantar los dedos sin que brotara otro torrente de sangre. Seguí oprimiendo y rogando a Dios que me diera fuerza y resistencia en las manos.
Y de pronto, casi en un abrir y cerrar de ojos, sentí un inmenso alivio. Supe que había hecho todo lo que estaba en mí hacer y me invadió la serena certidumbre de que podía seguir adelante. De alguna manera, Dios se hallaba en la sala con nosotros. Con extremo cuidado y gran lentitud fui disminuyendo la presión de los vasos, un dedo tras otro. No hubo sangrado hasta que dejé de oprimir con el último de ellos; entonces brotó de nuevo el líquido de un vaso pequeño, pero fue fácil cohibirlo.
Tuve que trabajar durante cuatro horas y media para extirparle el tumor. Casi no me aparté del lado de la niña durante la semana que siguió a la operación. Las heridas cicatrizaron bien; no hubo hemorragia posoperatoria ni déficit funcional, ni quedó ninguna lesión cerebral. En todo sentido, el resultado de la operación fue satisfactorio, y hoy la chiquilla es una adolescente feliz y normal.
En 1974 operé a un muchacho que había tenido dos copiosas hemorragias cerebrales. Los estudios que se le hicieron revelaron la existencia de un pequeño tumor situado en el seno mismo del tejido cerebral. Las zonas hemorrágicas se encontraban gravemente infectadas y el enfermo cayó en estado de coma; se estaba muriendo. En ambos hemisferios cerebrales le colocamos tubos de avenamiento y literalmente le lavamos la cavidad craneana con soluciones frías de antibióticos en una técnica revolucionaria ideada por nosotros. Más tarde pusimos al chico en un aparato de respiración artificial y le redujimos la temperatura corporal.
La lucha contra la muerte se prolongó varias semanas. Yo rezaba constantemente, no sólo por el enfermo y por sus padres, sino también para pedir la fortaleza que tanto necesitábamos todo el equipo de médicos en aquel trance lamentable y agotador. Y luego, casi imperceptiblemente y por razones que aún no llego a comprender, se inició una lenta mejoría. Después de dos semanas le quitamos la manta enfriadora. Tras otras dos pudimos prescindir de la máquina para respirar, y más tarde le retiramos las cánulas de drenaje del cerebro. Luego, en mis entrevistas diarias con sus desconcertados padres, comencé a sugerir la posibilidad de que su hijo pudiera sobrevivir, aunque incapaz de llevar una vida que se pareciera en nada a una existencia normal. Sin embargo, y sin que haya una explicación plausible, el muchacho siguió mejorando.
Cuando lo dimos de alta, pude describir su estado como el de un espástico con grave retraso mental; de todos modos, mucho menos grave de lo que nos habíamos atrevido a esperar.
Al cabo de varios meses los padres me trajeron al chico para que yo le hiciera un reconocimiento. Y aún persiste mi asombro por los resultados de mi exploración: era en todos aspectos un niño completamente normal; un muchacho feliz y activo. Aún está ahí el tumor, en el seno de su masa encefálica (y mantenemos una actitud vigilante), pero en cuatro años no ha causado trastornos de ninguna clase ni ha aumentado de volumen.
Con mi relato no pretendo dar la impresión de que he sido testigo de milagros, pues no lo creo así. Cierto que muchas veces he visto situaciones de extremo peligro en el quirófano (varias de ellas al parecer desesperadas), y sin embargo, para asombro mío, el paciente sobrevivió y se recuperó. Pero no encuentro nada "milagroso" en tales éxitos. Estoy convencido de que no se hubieran logrado de no haber mediado los mejores esfuerzos combinados de todos los profesionales de la medicina que colaboraron. Con todo, eran tan abrumadoramente grandes las probabilidades de fracaso que, creo, el éxito no se habría logrado sin ayuda de la Providencia al tomar las decisiones y al ejecutar las técnicas mismas.
Muchos investigadores parecen perder la fe a medida que aumentan sus conocimientos científicos. A mí me ha ocurrido lo contrario. Las experiencias con mis pacientes y mi labor de investigación neurológica para desentrañar los misterios del cerebro no han hecho sino aumentar mi temor reverente ante el encéfalo. Y todo lo que sé y lo que he vivido me ha llevado a la ineludible conclusión de que existe un Supremo Intelecto, autor y guía de la increíble relación que existe entre el alma y el cerebro, algo que trasciende a nuestra capacidad de comprensión.
Basta ponerse a reflexionar en el portento que es ese maravilloso órgano del cerebro humano. La más perfeccionada computadora que el hombre llegue a construir no será sino un pálido remedo de la complejidad, la eficiencia y el rendimiento de trabajo de esa masa gelatinosa cuyo peso no excede los 1400 gramos. Con su complicada topografía de pequeñas eminencias y estrechos surcos marcados con una red de líneas rojas y azules, no hay grandes diferencias que nos permitan distinguir un cerebro humano de otro por su solo aspecto. Pero en algún sitio de esa masa hay algo que hace de todos y cada uno de nosotros un ser único. Porque el cerebro contiene la mente, la esencia de cada persona. Y de la vinculación que hay entre cerebro y mente, de la relación entre ese continente y su contenido, la ciencia sabe muy poco.
Estoy convencido de que en el cerebro reside el espíritu humano, el alma. Y por eso el cerebro es para mí algo sagrado. Sin embargo, no es inmune a lesiones y enfermedades, y a veces nos vemos obligados a penetrar en sus estructuras más íntimas para extirpar tumores, detener hemorragias y combatir infecciones. Trabajar en este órgano me parece una tarea casi religiosa, que exige las habilidades más perfeccionadas. Y para realizar mi labor necesito apoyarme en creencias muy sólidas.
Recuerdo un esplendoroso día de primavera de hace mucho tiempo, cuando me llamaron para consulta a un hospital de veteranos de guerra; el enfermo era un hombre de poco más de 30 años con un tumor maligno en el cerebro. El cuarto del paciente estaba lleno de tarjetas, hechas en casa, en las que le deseaban un pronto restablecimiento. En muchas de ellas se veían fotografías de una hermosa niña de pelo negro, y se repetía una y otra vez la misma petición: "Alíviate pronto, papá", "Regresa a casa pronto", "Te echo muchísimo de menos". Pero cuando estudié la historia clínica de aquel paciente y después de haberlo explorado, supe que jamás regresaría a su hogar.
Me sentí profundamente deprimido. Y me resultaría imposible soportar momentos tan amargos como aquel si no estuviera seguro de que mi mente no es capaz de comprender el misterio, si no tuviera la fe de que el paciente y todas las personas relacionadas con él de alguna manera actúan conforme a los designios de un Ser Superior; que en un determinado momento son ellos los protagonistas de un intenso drama que se escenifica en el tiempo y el espacio y en el cual a todos y cada uno de nosotros nos ha sido asignado un papel importante.
Para mí la práctica de la medicina y la fe religiosa están indisolublemente ligadas. Rezo mucho, sobre todo antes de efectuar una operación y después de terminarla. Orar me produce una gran satisfacción, pues me siento apoyado por inagotables recursos que necesito y deseo.
Entre mis colegas conozco a muchos hombres sabios y buenos que parecen plenamente satisfechos con la explicación matemática y química de los hechos de la conciencia, y que creen, además, que lo hoy inexplicable llegará a aclararse con el continuo progreso de la ciencia. Sin embargo, a mí me parece fuera de toda razón y lógica la tesis de que la vida humana no es más que una concurrencia fortuita de la compleja biología molecular y la actividad eléctrica.
Desde un punto de vista estrictamente científico, me parece que el binomio cerebro-mente humana queda tan por encima de todo cuanto la ciencia ha llegado a desarrollar, que es preciso suponer un Intelecto Superior-Creador para explicar la singularidad e individualidad del ser humano. Por mucho que lleguemos a saber del cerebro, jamás explicaremos satisfactoriamente el espíritu. Y para mí resulta imposible dejar de creer que en el principio hubo una inteligencia autora de tal maravilla. No puedo aceptar la hipótesis de que en casuales instantes del tiempo se hayan formado por puro azar entidades tan sustanciales como son la inteligencia, la personalidad, la memoria y el organismo humano.
Asimismo me parece ilógico suponer que, al morir el cerebro, esas potentes entidades de la inteligencia, la personalidad y la memoria dejen sin más de existir. Juzgo mucho más razonable creer que nuestra esencia escapa de su continente, el cerebro, que ya no puede sustentarla, para encontrar substrato en una nueva dimensión. Respecto a lo que le ocurra a nuestra esencia después de la muerte del cerebro, ni siquiera me atrevo a especular en torno a ello. Lo único que sé afirmar es que a mí la lógica me lleva de manera ineludible a la fe: la fe en que la singularidad, la individualidad, del ser humano radica en ese concepto que llamamos alma.