BRECHA DE MISILES (Charles Stross)
Publicado en
enero 24, 2017
1. Amenaza de bombardeo
Gregor está alimentando a las palomas cuando la alarma comienza a sonar.
Al principio no le presta ninguna atención a un hombre vestido con traje oscuro, delgado, de unos cuarenta y tantos años, hombros encorvados y piel muy blanca. En ese momento los pájaros acaparan toda su atención. Gregor permanece de pie junto a un sendero de asfalto rodeado por hierba húmeda, que parece haber sido rociada con polvo de hormigón, y busca el último puñado de migas de pan duro en el bolsillo exterior de su gabardina. Las palomas de ciudad, sucias, tiznadas de hollín y con patas malformadas, empujan a las palomas torcaces de cuello blanco, picotean y se abalanzan sobre ellas por los pedazos de pan. Gregor no sonríe. Lo que para él es un puñado de pan, constituye un asunto de vital importancia para los pájaros, una cuestión de supervivencia. Gregor medita acerca de esa lucha aviar por la supervivencia y su analogía con la condición humana. Todo es cuestión de recursos limitados y de una ubicación crucial; de la intervención de agentes, situados más allá del entendimiento propio de sus cerebros de ave, que les brindan manjares por los que pelearse. Entonces las sirenas antiaéreas comienzan a sonar.
Las palomas se dispersan por las copas de los árboles con un estrépito de alas. Gregor se endereza y mira a su alrededor. Ni se trata de una única sirena ni de un ensayo de ataque aéreo. Un policía montando en bicicleta pedalea por el sendero en dirección a él, agitando una mano en su dirección.
—¡Eh, usted, póngase a cubierto!
Gregor se gira y le entrega su identificación personal.
—¿Dónde está el refugio más cercano?
El agente de policía señala en dirección a unos aseos públicos ubicados a unos treinta metros.
—En ese sótano de allí. Si no consigue adentrarse en él, tendrá que cobijarse tras el muro oriental y si le pilla al descubierto, agáchese y resguardese en el punto más bajo que vea a su alcance. ¡Ahora márchese!
El policía vuelve a subirse en su bicicleta boneshaker y se aleja por el camino antes de que Gregor logre articular una respuesta. Con una sacudida de cabeza, camina hacia los aseos públicos hasta internarse en ellos.
Es la mañana de un día laborable a comienzos de primavera, y el guarda de los aseos parece tomarse la urgencia como un comentario personal sobre la limpieza de la porcelana de sus sanitarios. Salta de arriba abajo con inquietud y empuja a Gregor escalera de caracol abajo hasta el refugio, como si fuera un gnomo bajito ataviado con un uniforme azul que abastece su despensa.
—¡Tres minutos! —grita el gnomo—. ¡Agárrese fuerte en tres minutos!
Hoy en día hay tanta gente que lleva uniformes en Londres, medita Gregor, que es casi como si creyeran que si desempeñan correctamente su papel en tiempos de guerra, lo inefable se ajustará a sus expectativas de un enemigo humanamente comprensible.
Un estrépito doble rasga el aire sobre el parque y resuena hasta llegar al hueco de la escalera. Será la salida de aviones interceptores de la RAF o de la USAF desde la gran base de cazas situada cerca de Hanworth. Gregor echa un vistazo a su alrededor. Ve a un par de jardineros zafios, sentados en los bancos de madera en el interior del túnel de hormigón del refugio y a un sujeto vestido con traje, uno de esos tipos con mala fama que trabaja en el centro financiero de Londres. Está apoyado contra la pared y juguetea malhumorado con un cigarrillo mientras lanza una mirada de odio hacia las señales de PROHIBIDO FUMAR.
—Menudo fastidio, ¿eh? —dice gruñendo mientras mira en dirección a él. Una leve sonrisa se dibuja en el rostro de Gregor, quien responde «no sabría decirle» con un acento húngaro que traiciona su estatus de refugiado. (Otro estruendo sónico sacude los urinarios e indica así el paso de más cazas). El hombre de negocios de mala cara debe ser su contacto, Goldsmith. Le echa un vistazo al contador del refugio. El indicador del dial gira lentamente en señal de la ausencia de radón y lluvia radiactiva. Es momento de entablar una conversación trivial, una especie de acicalamiento de primates verbal:
—¿Sucede a menudo?
El empresario bravucón se relaja y ríe para sus adentros. Habrá etiquetado a Gregor como a un visitante de tierras lejanas, seguramente de los nuevos dominios de la OTAN en el extranjero donde han acomodado a la última oleada de refugiados expulsados por los comunistas. Al fijarse en la copia de The Telegraph en posesión de Gregor, así como del estampado a rayas de su corbata, el hombre de negocios se habrá dado cuenta de que Gregor supone algo más para él.
—Usted debería saberlo, ha tardado lo suyo en llegar aquí. ¿Viene a menudo para visitar la primera línea del frente?
—Estoy aquí con ustedes en este búnker —exclama Gregor encogiéndose de hombros—. En una superficie circular no existe primera línea. Con cautela, se sienta en el banco frente al empresario. —¿Un cigarrillo?
—Si no le importa. El hombre de negocios toma prestada la pitillera de Gregor con un gesto triunfal. Una vez aceptado ese simbólico ofrecimiento de paz, ambos permanecen sentados en silencio durante varios minutos, a la espera de descubrir si se trata de la llamada a escena para la Cuarta Guerra Mundial o solamente de su avance.
Una nota distinta se propaga hasta el hueco de la escalera, es el tono gorjeador que indica vía libre. Los bombarderos soviéticos han vuelto a casa después de haberle hecho cosquillas de nuevo a la cola achaparrada del león desgreñado. El gnomo de los aseos corre hacia el hueco de la escalera agitando los brazos hacia ellos como si fuera un molino:
—¡Está prohibido fumar en el búnker nuclear! —grita—. ¡Fuera de aquí! ¡Largo, he dicho!
Gregor regresa a Regent’s Park para terminar de deshacerse de las migas de pan duro y llevar el contenido de su pitillera de vuelta a la oficina. El empresario aún no lo sabe, pero va a ser arrestado y su camarilla de ingleses nacionalistas/neutralistas recluida. Mientras tanto, Gregor será llamado de nuevo a Washington DC. Esta es su última visita, al menos en conexión con esta misión en particular. Se avecinan tiempos difíciles para las palomas torcaces.
2. El viaje
Es una noche sin luna y el remolino teñido de rojo de la Vía Láctea yace bajo el horizonte. Hay demasiada oscuridad para leer el periódico, pues la única iluminación con la que se cuenta es la luz deslumbradora de los pinchazos blancos y rojizos de Lucifer.
Maddy es lo suficientemente mayor como para recordar una época en la que la noche era distinta, la oscuridad acechaba el paraíso y la Vía Láctea era un jirón hilado y marchito esparcido por medio cielo. Una época en la que las ominosas esferas soviéticas emitían pitidos y canturreaban a su paso por el horizonte que se doblaba, cuando pi dominaba la geometría, la astronomía tenía sentido y los hombres serios con gafas de concha y acento alemán pensaban en ir a la Luna. Dos de octubre de 1962, ese el día en que todo cambió, el momento en que la vida dejó de tener sentido. (Por supuesto había perdido todo sentido por primera vez unos días antes, cuando los U—2 sobrevolaron los emplazamientos de misiles en Cuba, pero había diferencias entre la locura de una política arriesgada — léase los golpes en la mesa de Naciones Unidas que Kruschev dio con su zapato al grito de «¡os enterraremos!»— y la posterior ensoñación de una Tierra plana, la destrucción de la Historia y la inmersión total en esta pesadilla de geografía revisionista).
Pero volvamos al aquí y ahora, Maddy se encuentra sentada en la cubierta de un transatlántico en su viaje de alguna parte a ninguna, enfadada porque Bob está emborrachándose con los muchachos de la cubierta F, gastándose de nuevo la preciada subvención que les fue concedida. Hay demasiada oscuridad para leer la hoja informativa diaria del barco (titulares borrosos mimeografiados, procedentes de un mundo que ya empieza a desvanecerse con el despertar del barco). Pasarán al menos dos semanas hasta la próxima recalada (que acontecerá en un depósito de reabastecimiento en algún punto de lo que los topógrafos de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica denominaban, en una muestra de ingenio sin precedentes, el Océano Profundo) y Maddy está aburrida como una ostra.
Cuando se apuntaron para conseguir los billetes de embarque a fin de emigrar, Bob había bromeado: «¿Un viaje de seis meses? ¡Después de unas vacaciones así nos alegraremos de volver a trabajar!». Pero, de alguna manera, la absoluta enormidad de la situación no caló hasta la cuarta semana sin vista a tierra. En esas cuatro semanas atravesaron lentamente una extensión de océano superior al Pacífico y solamente se detuvieron en dos ocasiones a repostar de barcazas herrumbrosas. Sin embargo, solo llevaban recorrida una sexta parte del viaje hasta el continente F—204, Nueva Iowa, inmersos como la mayor de las incongruencias en el océano que sustituyó los horizontes del mundo el 2 de octubre de 1962. Dos semanas después cruzaron Los Radiadores, que se abren paso desde las profundidades oceánicas hasta la estratosfera, aletas negras tan altas como el Everest que peinan con sus dedos las corrientes acuosas. Más allá de ellos, el calor tropical del Pacífico daba paso al frío subártico del Océano Profundo. Al navegar entre ellos, el barco quedaba reducido a las proporciones de una cucaracha que avanzaba lentamente por un cañón situado entre rascacielos. Maddy le había dedicado una mirada a estos guardianes del océano interplanetario, se había estremecido y retirado después a su estrecho camarote, en el que había permanecido durante los dos días que tardaron en rebasar los bloques y navegar fuera de ellos.
Hasta que Maddy le regañó, Bob no dejó de hablar sobre el hecho de que los científicos de la ANOA seguían tratando aún de comprender de qué materiales estaban compuestos los bloques. Bob parecía no entender que representaban los barrotes de una celda. Lo que él veía como un canal navegable tan ancho como el Canal de la Mancha y una puerta hacia el futuro, Maddy lo interpretaba como un indicio de que su vida pasada había llegado a su fin.
Ojalá su padre y Bob no hubieran discutido. Ojalá su madre no hubiera intentado discutir con ella sobre Bob. Apoyada en la barandilla, Maddy suspira y un instante después se lleva un susto tremendo cuando un hombre desconocido se aclara la garganta detrás de ella.
—Disculpe, no pretendía importunarla.
—No pasa nada —contesta Maddy tratando de ocultar su irritación. —Ya iba a abandonar la cubierta.
—Lástima, hace una noche preciosa —afirma el desconocido, que se gira y sitúa un maletín sobre la barandilla para manipular los pestillos—. No hay ni una nube a la vista, perfecto para observar las estrellas—. Maddy se fija en él. Tiene pelo corto, una ligera panza y el rostro preocupado de un hombre de treinta y tantos. Absorto en algo parecido al trípode de un fotógrafo, el desconocido no mira hacia atrás.
—¿Es un telescopio? —le pregunta ella a la vez que observa el aparato cilíndrico y achaparrado contenido en el estuche.
—Sí—. Se produce una pausa incómoda. —Me llamo John Martin. ¿Y usted?
—Maddy Holbright—. Algo en su actitud insegura hace que se sienta a gusto—. ¿Va usted también a los asentamientos? No le había visto por aquí.
John endereza el trípode, tensa las juntas de las patas y las atornilla hasta que quedan fijas.
—No soy un colono, sino un investigador. Dispongo de cinco años, con todos los gastos pagados, para investigar un nuevo continente—. Con cuidado, levanta el cuerpo del telescopio y lo coloca sobre la plataforma. Después, procede a apretar los tornillos. —Se supone que tengo que apuntar al cielo con este artilugio y realizar observaciones regulares. En realidad soy entomólogo, pero hay tantas cosas que hacer que supongo que quieren que me convierta en un factótum.
—Así que le hacen cargar con un telescopio, ¿no? Creo que nunca he conocido a un entomólogo.
—Un cazador de bichos con telescopio es algo bastante inesperado— confiesa John mostrándose de acuerdo con ella.
Intrigada, Maddy lo observa mientras atornilla el visor en su sitio, después saca un cuaderno de notas y anota algo.
—¿A qué está mirando?
—Hay una buena vista de S-Doradus desde aquí —dice mientras se encoge de hombros—. Ya sabes, Lucifer y sus dos pequeños ángeles.
Maddy echa un vistazo al violento alfiler de luz, pero retira los ojos antes de que pueda quemarle. Es una estrella, pero brilla lo suficiente como para ahuyentar las sombras hasta una distancia de medio año luz.
—¿Los discos?
—Sí —saca el cuerpo de una cámara de su bolsa, una Bronica rechoncha y vieja, de antes de que los soviéticos se tragaran toda Alemania y Suiza. Con cuidado la enrosca sobre el visor del telescopio—. El Instituto quiere que tome una serie de fotografías de ellos, nada glamuroso, tan sólo lo mejor que este reflector de ocho pulgadas pueda hacer, a lo largo de seis meses, asó que acoto la posición del barco en el mapa. Hay un telescopio más grande en la bodega para cuando llegue, y hablan sobre enviar un astrónomo de verdad uno de estos días, pro mientras tanto quieren fotografías de noventa y cinco mil kilómetros a través del disco. Para el paralaje, de modo que puedan descubrir cómo de rápido se mueven los discos.
—Los discos —parecían abstracciones distantes para ella, pero el entusiasmo de John era difícil de ignorar—. ¿Crees que serán como… eh... aquí? —ella no dice como en la Tierra, todo el mundo sabe que esto ya no es la Tierra. No del modo en que solía serlo.
—Quizá —se entretiene durante un minuto con un carrete de fotos—. Hay oxígeno en sus atmósferas, sabemos eso. Y son lo suficientemente grandes. Pero aunque están a un año luz más cerca que las estrellas, sigue siendo demasiado lejos para los telescopios.
—O los cohetes lunares —dice ella ligeramente melancólica—. O los sputniks.
—Si esas cosas siguieran funcionando—. La película está dentro, John inclina el telescopio y lo dirige hacia el primero de los discos, a un par de grados de Lucifer (los discos son invisibles al ojo desnudo; él usa el telescopio para ver la luz reflejada de ellos)—. ¿Te acuerdas de la Luna? —pregunta mirándola.
Maddy se encoge de hombros.
—Sólo era una niña cuando ocurrió, pero vi la Luna, algunas noches. Y durante el día también.
—No como los niños de hoy en día. Diles que solíamos vivir en una gran esfera rodante, y te mirarán como si estuvieras loco.
—¿Qué es lo que creen que les dirá las velocidades de los discos? —pregunta ella.
—Si tienen tanta masa como este; de qué podrían estar hechos. Qué podrían decirnos acerca de quiénes los hayan construido —se encoge de hombros—. No me preguntes, sólo soy un cazador de insectos. Estos asuntos son mucho más grandes que los bichos—. Se ríe quedamente—. Hay todo un mundo nuevo allí afuera.
Ella asiente con seriedad y entonces lo ve realmente por primera vez.
—Sí, supongo que lo es.
3. Arriesgarse a ir
—Dígame camarada coronel, ¿qué sintió en realidad?
El camarada coronel se ríe incómodo. Tiene cuarenta y tres años y conserva su aspecto delgado y aniñado, aunque lleva consigo una melancolía silenciosa como si fuera su nube de tormenta particular.
—Estaba muy ocupado todo el tiempo, —dice mientras se encoje de hombros en un gesto de autodesprecio—. No tenía tiempo para pensar en mí. Una órbita duraba sólo noventa minutos, ¿qué esperaba? Si de verdad quiere saberlo, Gherman es su hombre. Él tuvo más tiempo.
—Tiempo. —Su interrogador suspira y echa su silla hacia atrás apoyándola sobre dos patas. Es muy vieja, una valiosa Queen Anne auténtica, un regalo a algún que otro zar muchos años antes de la Revolución de Octubre—. Menudo chiste. Noventa minutos, dos días, eso es lo que tuvimos antes de que ellos nos cambiaran las reglas.
—¿«Ellos», camarada presidente? —El coronel parecía desconcertado.
—Quienes sean. —El ligero movimiento de mano del presidente enmarca medio horizonte de la ricamente panelada oficina del Kremlin—. Menudo chiste. Quien quiera que fueran, al menos nos evitaron una buena paliza en Cuba por culpa de la sabandija de Nikita. —Hace una pausa y después juguetea con el vaso de vino que descansa, medio vacío, ante él. El coronel también tiene un vaso, pero el suyo está lleno de mosto, en consideración con sus problemas pasados—. Los «quienes sean» a los que me refiero son, por supuesto, los hermanos socialistas de las estrellas que nos han traído hasta aquí. —Sonríe sin ganas, su rostro se arruga como el morro del tiburón cuando huele sangre en el agua.
—Hermanos socialistas. —El coronel esboza una sonrisa dudosa, se pregunta si se tratará de una broma, y de ser así, si le estará permitido compartirla. Sigue sin estar seguro de por qué el primer ministro lo está entrevistando en su oficina privada—. ¿Sabemos algo de ellos, señor? Es decir, se supone que yo…
—Es igual. —Aleksey hace un ruido con la nariz, restando importancia a las preocupaciones del coronel—. Sí, se le permite saberlo todo en lo referente a este asunto. El problema es que no hay nada que saber, y eso me preocupa a mí, Yuri Alexeyevich. Inferimos intencionalidad, el funcionamiento de un motor de una historia mayor, pero la dialéctica se mantiene muda a este respecto. He consultado a los expertos, les he pedido que lean las entrañas de los pollos, pero ninguno es capaz de hacer otra cosa que repetir como un loro el dogma pre—evento: «cualquier especie capaz de hacernos lo que ocurrió aquel día ¡sin duda debe haber cultivado el Comunismo auténtico, camarada primer ministro! ¡Mire lo que hizo por nosotros!» (Eso lo dijo Schlovskii, por cierto.) Y sí, miro y veo seis ciudades en las que nadie puede vivir, naves que se niegan a mantenerse en el cielo, y un paisaje que Sakharov y ese atajo de listillos intelectuales no saben cómo explicarme. Hay jodidos milagros, maravillas y portentos en el cielo, como una galaxia de la que se supone que formábamos parte y ahora es un millón de años más vieja, y muestra enormes rasgos de construcción en ella. En nuestro mundo racional no hay sitio para milagros y maravillas, y le está provocando úlceras estomacales al camarada secretario general, Yuri, al camarada secretario general, ¿lo sabía?
El coronel se puso derecho en su silla, anticipando la frase final chistosa: es un hecho sabido por todos a lo largo y ancho de la URSS que cuando Brezhnev dice «rana», el primer ministro croa. Y allí está él, en el despacho del primer ministro, observando a ese mismo hombre, Aleksey Kosygin, presidente del Consejo de Ministros, el tercer hombre más poderoso de la Unión Soviética, respirando profundamente.
—Yuri Alexeyevich, lo he traído hoy aquí porque quiero que colabore en el bienestar del estómago de Leonid Illich. Usted es aviador y un héroe de Unión Soviética, y lo que es más importante, es lo suficientemente listo como para realizar el trabajo y lo suficientemente joven como para completarlo, no como los viejos que abarrotan Stavka. (Y va a llevar más de una vida catalogarlo, acuérdese de lo que le digo.) También es, disculpe mi franqueza, tan útil como una quinta rueda en su puesto actual: hemos de enfrentarnos a la realidad, y lo cierto es que ninguno de los pájaros de Korolev volverá a volar jamás, ni siquiera con el impulsor de bomba atómica ese en el que han estado trabajando. —Kosygin suspira y se estira en su asiento—. Sencillamente no hay razón para mantener el Centro de Formación de Cosmonautas. Se ha redactado un borrador de decreto y se aprobará la semana que viene: se va a poner fin al programa de cohetes tripulados y el cuerpo de cosmonautas será reasignado a otras tareas.
El coronel se sobresaltó.
—¿Es eso absolutamente necesario, camarada presidente?
Kosygin vacía su vaso de vino, y decide pasar por alto la crítica implícita.
—No tenemos recursos para malgastarlos. Pero, Yuri Alexeyevich, toda esa formación no está perdida. —Esboza una sonrisa de lobo—. Tengo nuevos mundos para que los explores, y una nave nueva para que lo hagas.
—Una nave nueva. —El coronel asiente y repite aturdido—. ¿Una nave?
—Bueno, no es un puñetero caballo, —dice Kosygin. Desliza una fotografía brillante a lo ancho de su papel secante hacia el coronel—. Los tiempos han avanzado. —El coronel parpadea confuso mientras trata de encontrarle sentido a la cosa que aparece en el centro de la fotografía. El primer ministro observa su rostro, divertido para sus adentros: la primera reacción de todo el mundo ante la cosa de la fotografía es la misma, confusión.
—No estoy seguro de entenderlo, señor…
—Es bastante sencillo: está entrenado para explorar nuevos mundos. Sin usar los cohetes no se puede. Los cohetes jamás entrarán en órbita. He logrado que a los astrónomos les de un ataque de nervios intentando explicarme el por qué, pero todos coinciden en el punto clave: los cohetes no nos sirven para esto. Hay algo que no va bien con la gravedad, dicen que incluso aplasta las estrellas que caen. —El presidente golpea con un dedo carnoso la fotografía—. Pero usted lo puede hacer con esto. Nosotros lo hemos inventado y no los condenados americanos. Se llama Ekranoplano, y ustedes, los chicos de los cohetes, van a dejar de ser cosmonautas varados y van a aprender a hacerlo volar. ¿Qué piensa, coronel Gagarin?
El coronel silba sin melodía entre dientes: por fin ha entendido la proporción. Parece un barco volador con alas recortadas y motores de reacción pegados a ambos lados de la cabina del piloto, pero ningún barco ha escapado jamás con un refuerzo de MiG—21 en la parte de atrás.
—¡Es más grande que un crucero! ¿Funciona con energía nuclear?
—Por supuesto. —La sonrisa del presidente se desvanece—. Cuesta tanto como esos cohetes para la Luna de Sergei, coronel. Intente que no se le caiga.
Gagarin levanta la vista, sorpresa y temor visibles en su rostro.
—Señor, me siento honrado, pero…
—No lo esté. —Lo interrumpe el presidente—. Iba a ser ascendido de todos modos. La posición que viene con él le proporcionará tantos honores como esa primera órbita. Una segunda oportunidad en el espacio, si lo prefiere. Pero no puede fallar: el coste es impensable. No es su pellejo el que pagará las consecuencias, es toda nuestra nación racionalista. —Kosygin se inclina hacia delante con vehemencia—. Ahí fuera, en algún lugar, hay seres tan avanzados que pelaron la Tierra como si fuera una uva y la emplataron en este disco, o peor, nos copiaron hasta el nivel atómico y nos duplicaron como una de esas máquinas Xerox americanas. Sin embargo, no somos sólo nosotros. Sabe que existen otros continentes y océanos. Creemos que algunos también deben estar habitados, es lo único que tiene sentido. Su misión es llevar el Sergei Korolev, la primera nave de su clase, en un viaje histórico de cinco años de duración. Se aventurará donde ningún otro hombre de la Unión Soviética ha llegado jamás, explorará nuevos mundos y buscará nuevas gentes, y establecerá relaciones fraternales socialistas con ellos. Sin embargo, su principal objetivo es descubrir quién construyó esta ratonera gigante de mundo, y por qué nos trajeron a aquí, e informarnos antes de que los americanos se enteren.
4. Comité de proceso
Los cerezos florecen en Washington DC, y Gregor suda con el calor del verano. Se ha hecho al frío relativo de Londres y este cambio de clima al que está poco acostumbrado lo ha desorientado. El jet—lag es ya algo del pasado, una pequeña muestra de misericordia, pero sigue habiendo ajustes que hacer. Como el disco es plano, la fuente de luz diurna, llamas solares procedentes de un disco de acumulación en el interior del agujero axial, como lo llaman los científicos, y que no significa nada para la mayoría de la gente, crece y encoje lo mismo sin importar dónde se encuentre la persona.
Hay un edificio de oficinas de cemento de estilo años sesenta con una sala de conferencias amueblada en ocre oscuro y naranja, sillas cromadas y grabados de Kandisky en las paredes: todo muy setentero. Gregor espera fuera de la sala hasta que suena el timbre y la recepcionista levanta la vista de detrás de la máquina de escribir IBM y dice:
—Ya puede pasar, le esperan.
Gregor entra. Es uno de los gajes del oficio, pero en ningún caso el peor, en su línea de trabajo.
—Siéntese. —Es Seth Brundle, el jefe de la división de Gregor, un funcionario de aspecto gris, más experto en dar puñaladas por la espalda en la oficina que en asesinatos de campo oportunos. Su tapadera, como la de Gregor, es un puesto aparentemente inofensivo en la Oficina de Valoración Tecnológica. En realidad, tanto él como Gregor trabajan para otra agencia del gobierno, aunque la supuesta tarea es la misma: identificar las amenazas tecnológicas y acabar con ellas antes de que emerjan.
Brundle no está solo en la sala. Procede a hacer las presentaciones:
—Greg Samsa es nuestro jefe de estación en Londres y especialista en inteligencia científica. Greg, este es Marcus.
El alemán calvo de rostro delgado con el traje elegante asiente con la cabeza y sonríe desde detrás de sus gafas de concha.
—Consultor civil. —Gregor desconfía a primera vista. Marcus es un desertor, un antiguo espía de la Stasi antes de las purgas de Brezhnev a mediados de los sesenta. Lo que proporciona una apariencia interesante a esta reunión.
—Murray Fox, de Langley.
—Hola, —dice Gregor, a la vez que se pregunta qué especie de loca masa política crítica está intentando montar Stone. Los equipos padre de Langley y Brundle ni siquiera se hablan, por decirlo suavemente.
—Y otro especialista civil, el doctor Sagan —Greg asiente mirando al doctor, un tipo delgado de brillantes ojos marrones y pelo largo estilo hippie—. Greg tiene algo que decirnos en persona —dice Brundle—. Algo muy interesante de lo que se enteró en Londres. Sin citar fuentes, por favor, Greg.
—Sin citar fuentes —repite Gregor. Coge una silla y se sienta. Ahora que está aquí supone que tendrá que ejercer el rol que Brundle le asignó en el informe confidencial que leyó durante en el largo vuelo a casa—. Noticias de una fidedigna fuente Inteligencia afirman que los rusos tienen —se pone el puño en la boca y tose—. Disculpe—. Echa una mirada a Brundle—. ¿Podemos hablar de la COLECCIÓN RUBÍ?
—Todo está aclarado —dice Brundle secamente—. Por eso pone ‘comisión mixta’ en el encabezado.
—Ya veo. Mi invitación era algo tajante—. Gregor reprime un suspiro que parece decir, sólo me topo con asuntos urgentes; ¿cómo se supone que voy a saber lo que va a pasar y quien sabe qué?— ¿Entonces, qué hacemos aquí?
—Piense en ello como una puesta en común de lo que sabemos —dice Fox, el hombre de la CIA. No parece muy entusiasmado.
—Estamos aquí para averiguar qué es lo que está pasando con la ayuda de ciertos recursos de Inteligencia provenientes del otro lado del Telón.
El Doctor Sagan, que había estado escuchando en silencio con la cabeza inclinada como si de un inteligente mirlo se tratara, levanta una ceja.
—¿Sí? —pregunta Brundle.
—Yo, ehm, ¿le importaría explicármelo? Es la primera vez que asisto a uno de estos comités.
La primera vez, sin duda, piensa Gregor. Es un milagro que Sagan haya superado la investigación previa a la candidatura: es demasiado amigo de esos astrónomos rusos que están claramente controlados por el Primer Departamento de la KGB. Por supuesto se ha manifestado totalmente a favor de los objetivos de la política extranjera actual, que va totalmente en contra de los valores de la administración McNamara.
—Un CAB es una comisión mixta que depende directamente de la Oficina Central de Información compuesto por una élite de expertos provenientes de la Comunidad de Inteligencia —Gregor lo recita en un tono aburrido—. Dejando a un lado los detalles, formamos parte de un consejo de sabios que está por encima de los procedimientos burocráticos y responde ante la Oficina de Tecnología, que hace de intermediario con el director de la Central de Inteligencia. El objetivo no es reflejar la agenda de ningún departamento, si no ser un nexo que dé sinergia a nuestras lateralidades. Se formó tras el fiasco de Cuba para asegurarse que nunca volvamos a encontrarnos en ese tipo de callejón sin salida por culpa de cualquier tipo de pensamiento de grupo accidental. Una de las reglas del proceso del CAB es que tiene que incluir al menos un disidente: a diferencia de los rojos nosotros sabemos que no somos perfectos—. Gregor le lanza una mirada a Fox, que toma la acertada decisión de permanecer callado.
—Oh, ya veo —dice Sagan no muy convencido. Y con más fuerza: —¿entonces por eso estoy aquí? ¿Es esa la única razón por la que me habéis sacado de Cornell?
—Por supuesto que no, Doctor —afirma Brundle mirando mal a Gregor. El desertor de Alemania del Este, Wolff, mantiene un silencio petulante que parece decir “Estoy por encima de todo esto”. —Estamos aquí para encontrar recomendaciones políticas que nos permitan abordar el tema principal. El complejo tema principal.
—Los Constructores —dice Fox—. Estamos aquí para determinar que opciones tenemos en caso de que aparezcan y realizar recomendaciones sobre el curso de acción apropiado. Se les ha elegido por su experiencia en el, ehm, el SETI.
Sagan le mira no muy convencido.
—Pensaba que eso era obvio— dice.
—¿Eh?
—No tenemos elección —explica el joven profesor con una sonrisa irónica—. ¿Puede un nido de termitas negociar con una superpotencia nuclear?
Brundle se echa hacia delante.
—¿Esa no es una posición algo radical? Tiene que haber cierta capacidad de maniobra. Sabemos que esto es una construcción artificial, pero presumiblemente los constructores siguen vivos. Incluso aunque la piel se les haya vuelto verde y tengan seis ojos.
—Dios mío —Sagan se echa hacia delante con la cara sobre las manos. Un momento después Gregor se da cuenta de que se está riendo.
—Disculpe —Gregor echa un vistazo alrededor. Es el desertor alemán, Wolff, o como se llame. —Herr Profesor, ¿podría explicarme que es lo que encuentra tan divertido?
Un momento después Sagan se reclina, mira al techo y suspira.
—Imaginen por un momento un colosal disco de vinilo. El interior de su agujero tiene un radio de media unidad astronómica —ciento cincuenta millones de kilómetros—. El radio del perímetro exterior es desconocido, pero probablemente ronde las dos UAs y media, trescientos setenta y cinco millones de kilómetros. El grosor del disco también se desconoce —las ondas sísmicas son reflejadas por una capa rígida similar a un espejo que se encuentra a unos mil trescientos kilómetros de profundidad— pero estimamos una altura de trece mil kilómetros suponiendo que su densidad sea similar a la de la Tierra. La gravedad de la superficie también es similar a la de nuestro planeta, y teniendo en cuenta que hemos sido trasladados aquí y sobrevivido es evidente que se trata de un entorno favorable para nuestro tipo de vida. La única diferencia parece ser el desmesurado tamaño.
El astrónomo se sienta y continúa.
—¿Alguno de ustedes, caballeros, tiene idea de lo ridículamente poderoso que es quienquiera que haya construido esta estructura?
—¿A qué se refiere con ridículamente poderoso? —pregunta Brundle, más interesado que molesto.
—Un colega mío, Dan Alderson, hizo el primer análisis. Creo que habrían hecho mejor en traerle a él, francamente. De todas maneras, déjeme detallar varios puntos: El primero es la velocidad de escape. —Sagan levanta un dedo huesudo—. La gravedad en un disco no disminuye en función de la ley cuadrática inversa, tal y como lo haría con un objeto esférico como el planeta del que provenimos. Tenemos una gravedad similar a la de la Tierra, pero para escapar o alcanzar la órbita necesitaríamos muchísima más velocidad. Como doscientas veces más, de hecho. Cohetes que pueden alcanzar la Luna simplemente caen del cielo tras quedarse sin combustible. Segundo punto: —otro dedo—. El área y la masa del disco. Si tiene dos caras su superficie es igual a la de miles y miles de millones de Tierras. Estamos atrapados en el centro de un océano lleno de continentes alienígenas, pero no tenemos garantías de que este entorno hospitalario sea otra cosa que un diminuto oasis en un mundo desconocido.
El astrónomo hace una pausa para servirse un vaso de agua y mirar alrededor de la mesa.
—Para ponerlo en perspectiva, caballeros, este mundo es tan grande que, sí una de cada cien estrellas tuviera un planeta como la Tierra, esta estructura por si sola podría albergar a la población de toda nuestra galaxia. Su tamaño es tan colosal como el de cincuenta mil soles. Es, claramente, imposible: fuerzas físicas todavía desconocidas evitan que se desmorone rápidamente y se convierta en un agujero negro. La fuerza repulsiva, cualquiera que sea, es lo bastante fuerte como para sostener el peso de cincuenta mil soles: piensen en ello por un momento, caballeros.
En ese momento Sagan mira a su alrededor y se percata de las miradas perplejas. Se ríe entre dientes.
—Lo que quiero decir es, que esta estructura escapa a las leyes de la física tal y como las entendemos. Al estar claro que existe, podemos llegar a algunas conclusiones, comenzando por el hecho de que nuestro entendimiento de la física es incompleto. Bueno, eso no es nuevo: sabemos que no poseemos una teoría que lo unifique todo. Einstein estuvo treinta años buscando una, y no la encontró.
»Pero, en segundo lugar —por un momento parece cansado y envejecido—. Solíamos pensar que podríamos llegar a entendernos con cualquier criatura extraterrestre con la que entráramos en contacto: Que serían gente como nosotros, aunque con tecnología más avanzada. Creo que esa es la mentalidad bajo la que todavía estamos trabajando. En el 61 llevamos a cabo una lluvia de ideas durante una conferencia, intentando hacernos una idea de lo grande que podría llegar a ser un proyecto de ingeniería que permitiera a cualquiera viajar por el espacio. Freeman Dyson, de Princeton, propuso algo más grande de lo que ninguno de nosotros hubiera imaginado: algo que necesitaba que nos imagináramos el desmantelamiento de Júpiter y su conversión en un lugar habitable.
»El disco es aproximadamente cien millones de veces más grande que la esfera de Dyson. Y eso sin tener en cuenta el factor tiempo.
—¿Tiempo? —Repite confuso Fox, de Langley.
—Tiempo. —Sagan sonríe de forma algo mecánica—. No estamos precisamente cerca de nuestra galaxia originaria, y quien sea que nos ha desplazado hasta aquí no ha podido alterar las leyes de la física lo suficiente como para violar los límites de la velocidad. A velocidad luz se tardaría aproximadamente 160.000 años en cruzar la distancia entre el lugar donde vivíamos hasta nuestro actual emplazamiento, en la Pequeña Nube de Magallanes. El tiempo que hemos fijado, incidentalmente, midiendo la distancia a las estrellas variables Cefeidas que conocemos una vez fuimos capaces de medir el desplazamiento hacia el rojo de la luz y el hecho de que algunas cambiaban su frecuencia lentamente y ya parecían haber cambiado mucho; es según nuestra mejor estimación ochocientos mil años, con un margen de error de doscientos mil. Es aproximadamente cuatro veces más del tiempo que lleva existiendo nuestra especie, caballeros. Somos fósiles, un experimento arqueológico o alguna cosa así. Los que nos abdujeron no nos consideran sus iguales, si no sujetos de un vasto experimento. Un experimento del cual desconozco el propósito. Tengo algunas conjeturas, pero...
Sagan se encoge de hombros y se queda en silencio. Gregor mira a Brundle, que niega suavemente con la cabeza. No deberíamos decir según qué. Gregor asiente. Sagan podría darse cuenta de que está en la misma habitación que un espía de la CIA y un desertor de Alemania del Este, pero aún no necesita saber nada del Servicio de Alienación.
—No lo pongo en duda —dice Fox, dejando caer las palabras como piedras en el vacío silencio. —Pero debemos abordar una cuestión, ¿qué vamos a decirle al director de la CIA?
—Sugiero —dice Gregor —que comencemos revisando la COLECCIÓN RUBÍ—. Le hace un gesto a Sagan. —Entonces, cuando estemos metidos en materia, puede que nos hagamos una mejor idea de la información útil que podemos transmitirle al director.
5. Carne de cañón
Madeleine y Robert Holbright son de los últimos inmigrantes en desembarcar en el nuevo mundo. Mientras ella echa un vistazo al brillante al blanco lateral del transatlántico, el horizonte parece girar alrededor de su cabeza, desembocando en un nuevo y extraño estasis tras seis meses de mar
Nuevo Iowa ni es plano ni es nuevo: escarpados acantilados se ciernen a ambos lados del almacén anti—naturalmente grande (excavado en la roca por cortesía de General Atomics). Un raíl funicular movido por engranajes transporta a Maddy, Robert y sus cuatro baúles a través del acantilado de más de mil metros de altura hasta la meseta y la ciudad portuaria de Fort Eisenhower, y desde allí hasta el campamento de orientación.
Maddy es callada y retraída, pero Bob, no totalmente consciente de la situación, habla constantemente de oportunidades y trabajos y sobre hacerse con un trozo de tierra para construir una casa.
—Es el nuevo mundo —acaba diciendo—: ¿por qué no estás emocionada?
—El nuevo mundo —repite Maddy, resistiendo el impulso de decir algo tajante. Mira por la ventana mientras el tren asciende por la ladera del acantilado hasta que la ciudad se hace visible. Aunque ciudad no es la palabra correcta, ya que implica solidez y permanencia. El Fuerte Eisenhower tiene menos de cinco años, una herida leucémica infligida al paisaje por el Cuerpo de Ingenieros. El edificio más alto es la mansión del gobernador, de tres plantas. Desde un punto de vista arquitectónico es como si mezclara el Salvaje Oeste con la Era de los Radares, sencillas casas de pino contrastan con los grandes compartimentos grises de hormigón llenos de misiles Patriot apuntando hacia el mar para disuadir la inevitable invasión de las hordas comunistas.
—Es tan plano.
—Las colinas más cercanas están a más de trescientos kilómetros de aquí, pasada la planicie costera. ¿Es que no has mirado el mapa?
Ella ignora su pequeña indirecta mientras el tren chirría y cruje en su ascenso por el acantilado. Finalmente, con un resuello asmático, se detiene junto a un andén de madera, agonizando con un regüeldo de vapor condensado. Una hora más tarde, agotados y sudorosos, se encuentran en la entrada de un edificio anodino de láminas de madera. Hay un amplio vestíbulo con una fila de mesas, un grupo aburrido que parece la administración colonial británica y gente que avanza de una posición a otra con un montón de papeles en las manos, respondiendo a preguntas en voz baja y recibiendo sellos oficiales. Los aspirantes a colonialistas se arremolinan como ganado angustiado entre las montañas de equipaje al fondo de la habitación. Maddy y Robert esperan en la cola, incómodos en el calor húmedo de la tarde, escuchando fragmentos de conversación: « ¿País de procedencia?... ¿Estudios?...Sí, ¿pero cual fue su último trabajo?» Religión y raza (casi una cuarta parte de las personas presentes en el hall son refugiados de la India o Pakistán, o de algún otro lugar perdido para siempre en el misterioso Oriente) parecen obsesionar a los oficiales.
—¿Robert? —susurra ella.
—Todo irá bien —le dice él con falsa seguridad, apropiándose el rol de su padre, intentando aparentar ser el cabeza de familia. Ella le mira de soslayo, arrebatándole lo que le queda de confianza. Entonces, les llega el turno.
—¿Nombre?, ¿pasaporte?, ¿país de origen? —el tipo del bigote es brusco, y parece aburrido e irritado por el calor.
Robert le sonríe:
—Robert y Madeleine Holbright, de Canadá —dice ofreciéndole los pasaportes.
—Ajá —Los oficiales someten los documentos a una inspección a la americana—. ¿Qué estudios tiene?, ¿qué hacía en su último trabajo?
—Yo…eh, trabajaba media jornada en un garaje, mientras estudiaba en la universidad. Hacía el último año de carrera en Toronto, Ingeniería Estructural, pero no hice los exámenes finales. Maddy…Maddy es paramédico diplomada.
El oficial fija su mirada en ella:
—¿Tiene experiencia? ¿Ha trabajado en ello?
—¿Qué? Eh… no. Me acabo de licenciar —el repentino interrogatorio la pone nerviosa.
—Ajá —el oficial hace una críptica anotación junto a sus nombres en una enorme lista, una lista que se le sale del escritorio y cae colgando hacia el tosco suelo—. ¡Siguiente! —les devuelve los pasaportes y un par de tarjetas y les hace una señal para que se dirijan hacia la hilera de mesas.
Alguien ha ocupado ya su lugar en la cola cuando Maddy puede leer las tarjetas. La suya dice: “APRENDIZ DE ENFERMERA”. Robert se queda mirando la suya, diciendo:
—No, ¡esto está mal!
—¿Qué pasa, Bob? —mirando sobre su hombro en el momento que alguien lo empuja a un lado. Su tarjeta dice: “OBRERO” (trabajador no cualificado); pero no tiene tiempo de leer el resto.
6. Diario del Capitán
Yuri Gagarin se saca los zapatos de una patada, se afloja la corbata, y se reclina en su asiento.
—Hace más calor que en la dichosa Cuba —se queja.
—Usted ha estado en Cuba, ¿no jefe? — su compañero, aún de pie, sirve un vaso de té helado y se lo pasa al joven teniente coronel antes de prepararse el suyo.
—Sí, gracias Misha —el antiguo primer cosmonauta sonríe cansino—. Antes de la invasión. Siéntate.
Misha Gorodin es el único hombre en la nave al que pueda importarle un pimiento que el capitán le ofrezca o no un asiento, pero lo agradece de todos modos: con un poco de respeto se llega muy lejos…y su disposición alegre y actitud amistosa lo diferencian bastante de otros cabronazos con los que Misha ha tenido que lidiar antes de él. Hay un tipo de oficial que piensa que porque seas un zampolit1 ya está por encima de ti. Pero Yuri no funciona así: en cierto modo es el prototipo del nuevo hombre soviético, el progreso personificado. Lo que le hace la vida más fácil, porque Yuri es uno de los pocos comandantes navales a los que no ha de preocuparle lo que piensen de él sus oficiales políticos, y las cosas podrían tornarse mucho más difíciles sin el engrasado del respeto que ayude a girar ese engranaje. Además, Yuri también es comandante del único buque de guerra operado por el Cuerpo de Cosmonautas, una rama de las Tropas Estratégicas de Cohetes, otra apabullante excepción al protocolo militar estándar. En cierto modo, este destino parece querer romper todas las reglas…
1. Comisario político de la antigua URSS. Normalmente destinado a enseñar los principios del Partido a un destacamento militar. (N. del E.)
— ¿Y cómo era eso, jefe?
—Un calor del demonio. Húmedo, como este. Hermosas mujeres, pero un montón de camaradas morenos que no se duchaban con la debida frecuencia: todo muy alegre, pero no podías evitar mirar al mar por encima del hombro. ¿Sabías que allí había una base americana, incluso ya por aquel entonces? Guantánamo. Ahora ya no tienen la base, pero dejaron todos los escombros —por un momento Gagarin parece sombrío—. Hijos de puta.
—Los americanos.
—Sí, jodiendo de ese modo una pequeña isla indefensa, simplemente porque a nosotros ya no podían tocarnos. ¿Te acuerdas cuando tuvieron que repartir pastillas de yodo entre los niños? Y eso no era Leningrado o Gorki, la nube de residuos radioactivos: era La Habana. Yo creo que no querían admitir lo mal que estaba la cosa.
Misha da un sorbo al té.
—Nos salvamos de milagro —al carajo con la moral, por lo menos es aceptable admitir eso delante del comandante, en privado.
Misha había tenido acceso a algunos de los informes de la KGB sobre la capacidad nuclear de los Estados Unidos de entonces, y se le hiela la sangre al pensarlo; mientras Nikita fanfarroneaba exagerando las defensas nucleares de la Rodina, los americanos ocultaban la verdadera magnitud de su arsenal: de sí mismos y frente al resto del mundo.
—Sí. Las cosas se estaban poniendo bien feas, de eso no hay duda: de no despertarnos por aquí, ¿quién sabe lo que hubiera podido pasar? Por aquel entonces nos superaban en potencia armamentística. No creo que fueran conscientes de ello — se disipa la oscura expresión de la cara de Gagarin. Se queda mirando tras la portilla abierta, la única que abre en una cabina privada, y sonríe —: pero esto no es Cuba.
El cabo que se eleva sobre la bahía es testigo de ello: no hay isla tropical en la Tierra que pudiera cobijar una vegetación tan extraña. O tales ruinas
—Desde luego que no. Pero, ¿y qué me dice de las ruinas? —pregunta Misha, apoyando su vaso de té sobre la mesa de mapas.
—Sí —Gagarin se inclina hacia delante—, quería hablar con usted de eso. Ciertamente, la exploración está en línea con nuestras órdenes, pero estamos un poco cortos de arqueólogos con experiencia, ¿cierto? Vamos a ver: estamos a cuatrocientos setenta mil kilómetros de casa, seis zonas climáticas principales, cinco continentes, y va a pasar todavía mucho tiempo antes de que tengamos colonos por aquí, ¿no es cierto? —se detiene con delicadeza—. Y eso, aunque fueran fundamentados los rumores sobre la reforma del sistema penal.
—Ciertamente, estamos ante una elección difícil —concuerda Misha amistoso, ignorando a propósito el último comentario del capitán—. Pero podemos dedicarle algo de tiempo. No hay nadie ahí fuera, al menos dentro del rango del vuelo de reconocimiento de ayer. Yo apostaría por la prudencia del teniente Checkhov: es un hombre de una disposición excelente.
—No veo como podríamos marcharnos sin examinar las ruinas, pero tenemos recursos limitados y, en todo caso, no quiero hacer nada que provoque que la Academia nos llame la atención. Nada de cavar en busca de tesoros hasta que lleguen los lumbreras.
Gagarin canturrea desentonado por un momento, y a continuación se da una palmada en el muslo.
—Creo que haremos algunas grabaciones para la fiesta de cumpleaños del camarada secretario general. Primero aseguraremos un perímetro alrededor de la playa, le daremos a esos malditos spetsnazplaya, le daremos a esos malditos spetsnazplaya, le daremos a esos malditos spetsnaz
2. Fuerzas militares especiales de la URSS. (N. del T.)
—A mi me parece del todo lógico, camarada general —dijo el comisario político asintiendo para sí.
—Entonces, eso ya es una orden, pero iremos sobre seguro. Que no hayamos visto ningún rastro de asentamiento activo, no quiere decir que no haya aborígenes merodeando por el bosque.
—¡Cómo la última pandilla de lagartos! —Misha frunció el ceño—. ¡Pequeños cabrones púrpura!
—¡Los terminaremos convirtiendo en comunistas ejemplares! —insistió Yuri—¡Un brindis por que hagamos buenos comunistas de los hijoputa de los pequeños lagartos morados con cerbatanas que disparan a los comisarios políticos en el culo!
Gagarin sonríe malicioso y Gorodin sabe cuando le están tomando el pelo a propósito y convoca un guiño a sus ojos mientras alza su vaso para el brindis.
—¡Y por los venenos que no funcionen con el ser humano!
7. Discografía
ADVERTENCIA:
«La siguiente película informativa está clasifica como COLECCIÓN RUBÍ. De no encontrarse en posesión de estas dos acreditaciones, COLECCIÓN y RUBÍ, abandone el auditorio y persónese inmediatamente ante el oficial de seguridad de la proyección. La divulgación a personas no autorizadas es un delito federal castigado con una sanción de hasta diez mil dólares o una pena de cárcel de hasta veinte años. Tienen treinta segundos para despejar el auditorio e informar al oficial de seguridad».
VOZ EN OFF:
«Océano: la última frontera».
«Durante doce años, desde el trascendental día en el que descubrimos que habíamos sido trasplantados a este mundo plano, nos enfrentamos a la inmensidad de un océano que continúa hasta donde se pierde la vista. Enfrentándonos además a la posibilidad de que el comunismo acabe propagándose a nuevos continentes inexplorados, nos hemos comprometido con una estrategia de exploración y contención».
IMAGEN:
Un cohete Atlas se eleva lentamente sobre la plataforma de lanzamiento, disparando un reguero de llamas de su cola… se eleva por encima de la torre de lanzamiento y desaparece en el cielo.
CORTE A:
Una cámara montada sobre la nariz del cohete, apuntando hacia atrás a lo largo de su flanco. La Tierra se queda atrás, desenfocada en la distancia azul. Lentamente, el cielo tras el cohete se va oscureciendo, pero la Tierra sigue ocupando gran parte de la visión del objetivo. Cae el anillo del motor de la primera fase, dejando el motor principal ardiendo con una llama de color azul pálido: ahora es reconocible el contorno de la costa californiana. Ahora Norteamérica se reduce visiblemente. Finalmente un perfil distinto, extraño, aparece ante la vista, como un sistema de cifrado en una extraña secuencia de comandos. El impulsor sale ardiendo y queda atrás, y la cámara derribada captura la luz del sol que se refleja en la superficie de la fase superior del cohete Centauro al prender el motor, empujándolo más alto y más rápido.
VOZ EN OFF:
«No tenemos escapatoria».
CORTE A:
Un meteorito cruza arañando el vacío cuenco azul del cielo; desacelerando, desplegando paracaídas.
VOZ EN OFF:
«En 1962, este cohete hubiera consumido una carga útil de dos toneladas para todo el trayecto hasta el espacio exterior. Eso era cuando vivíamos en nuestro planeta, una esfera achatada. La vida en un disco resulta distinta: mientras que la atracción gravitatoria en cualquier lugar de la superficie es constante, nos vemos incapaces de salir de ella. De hecho, todo lo que lancemos hacia arriba volverá a caer. Ni siquiera un cohete nuclear puede escapar a ello: según el científico del JPL Dan Alderson, para abandonar el disco de Magallanes sería necesaria una velocidad de escape de más de 2.500 kilómetros por segundo. Esto se debe a que la masa de este disco es muchas veces mayor que el de una estrella; en realidad, tiene una masa cincuenta mil veces superior a nuestro propio Sol».
«¿Qué es lo que impide que colapse en una esfera? Nadie lo sabe. Los físicos especulan que la misma quinta fuerza que impulsó la expansión temprana del universo —se refieren a ello como “quinta esencia”— ha sido aprovechada por los creadores del disco. Pero la cruda verdad es, nadie está seguro de ello. Tampoco entendemos cómo llegamos aquí, cómo en un abrir y cerrar de ojos, algo fuera de toda comprensión, pelara los continentes y océanos de la Tierra, como una piel de uva, para a continuación verterlos sobre este extraño disco».
CORTE A:
Un mapa. Los continentes de la Tierra desplegados: — Las Américas a un lado, Europa, Asia y África al este. Más allá de la cadena de islas de Indonesia, Australia y Nueva Zelanda se aferran solitarias al borde del abismo que es el océano.
El mapa hace un barrido lateral hacia la derecha: Aparecen extraños continentes nuevos, con sus costas irregulares, que entran deslizándose en el campo visual. Son enormes. Algunos incluso más grandes que Asia y África juntas, pero la mayoría son más pequeños.
VOZ EN OFF:
El Movimiento cambió la geopolítica para siempre. Aunque preservamos la topografía superficial de nuestros continentes, debajo de la discontinuidad de Mohorovicik (bajo la corteza superficial) y en el profundo lecho marino, varios fragmentos de un material desconocido fueron introducidos a modo de separadores. Las distancias entre puntos separados por las profundidades del océano cambiaron inevitablemente, pero éste no fue a nuestro favor. Después del Movimiento, el balance de poder táctico se mantuvo casi igual que antes. La trayectoria de nuestros misiles, que estaban diseñados estratégicamente para cubrir grandes vuelos circulares (ya que pasaban por encima de la capa polar y bajaban hasta el Imperio Comunista) fue distorsionada y extendida, de manera que los objetivos enemigos quedaron fuera de su alcance. Aunque nuestros bombarderos tripulados aún podían llegar hasta Moscú reabasteciéndose durante el vuelo, los cambios en el mapa los hubieran obligado a atravesar miles de kilómetros de espacio aéreo hostil. El Movimiento hizo que toda nuestra planificación estratégica quedara obsoleta. Si los británicos hubiesen estado dispuestos a mantenerse firmes, quizás hubiésemos prevalecido, pero mirando atrás, lo que nos tocó a nosotros, también le tocó a los soviéticos, y es difícil condenar a los británicos por negarse a absorber al completo la fuerza del inevitable bombardeo soviético.
En retrospectiva, la única razón que evitó que todo esto terminara en un completo desastre para nosotros fue el hecho de que los soviéticos se encontraban en el mismo caos que nosotros. Pero ahora el fantasma del comunismo domina Europa occidental: Las naciones de la Unión Europea, supuestamente independientes, están tan esclavizadas por Moscú como los estados pertenecientes al Pacto de Varsovia. Lo único que nos ofrece un poco de tracción geopolítica sobre el continente rojo es el estado de emergencia británico, y debemos presumir que también ellos se verán obligados a llegar a un acuerdo con la Unión Soviética.
CORTE A:
Un avión plateado con alas delta en pleno vuelo. Estas alas, cortas, su morro puntiagudo, y la escasez de ventanas, indican que el avión no lleva tripulación. Lo impulsa un único gran motor en la cola, con un tubo de escape que brilla al rojo vivo. Debajo, sus residuos, imposibles de detectar, se dispersan al tiempo que, desde nuestro punto de vista, un caza remonta sobre su armazón para obtener una visión clara del fuselaje.
VOZ EN OFF:
El disco es inmenso. Tan enorme que desafía la cordura. Algunos estiman que su superficie es superior a la de mil millones de Tierras. La exploración con medios tradicionales es inútil, de ahí el despliegue de aviones NP—101 Perséfone teledirigidos, como el que aquí vemos en un vuelo de prueba sobre un F—42 continental. El NP—101 es un derivado del misil nuclear D—SLAM Plutón utilizado para labores de reconocimiento. El misil es el esqueleto de la fuerza de disuasión que empleamos a partir de El Movimiento. El NP—101 es más lento que el D—SLAM, pero mucho más fiable. El D—SLAM está diseñado para misiones de ataque cortas dentro del territorio soviético, el NP—101 está diseñado para misiones de larga duración que pueden abarcar todo el mapa. En una práctica promedio, el NP—101 vuela a tres veces la velocidad del sonido durante casi un mes. Viajando ochenta mil kilómetros por día, puede penetrar millones de kilómetros en territorio desconocido antes de girar y regresar a la base. Está equipado con cámaras de reconocimiento de gran mapeado que graban dos imágenes cada mil segundos, y su sofisticado ordenador digital es capaz de recoger toda la variada información que capta a través de su conjunto de sensores, lo que nos permite reconstruir una imagen precisa de partes remotas del disco. Alcanzarlas con nuestras naves nos tomaría años, o incluso décadas. Con una resolución capaz de detallar cada milla náutica, el programa NP—101 ha sido un éxito rotundo. Nos ha permitido trazar mapas de nuevos territorios que nos tomaría años alcanzar en persona.
Al final de la misión, el NP—101 deja caer su última cápsula de película y se aleja volando hacia el centro de un océano deshabitado para soltar los residuos de su reactor nuclear de manera segura, lejos de casa.
CORTE A:
Una diana. El centro es un círculo negro con una estrella dentro; alrededor hay un platillo circular, del mismo tamaño que un vinilo de 45 rpm.
VOZ EN OFF:
Esto es un mapa del disco. Este es el área que hemos explorado hasta la fecha, usando el programa NP—101.
(Un punto apenas más grande que un grano de arena se ilumina sobre la superficie del disco exterior.)
Ese punto de luz tiene un radio de un millón de kilómetros, cinco veces la distancia que solía separar la Tierra de la Luna (para atravesar el radio del disco, un NP—101 tendría que viajar en modo Mach Tres durante casi diez años). No estamos totalmente seguros de dónde se ubica exactamente el punto sobre la superficie del disco. Nuestro cohete especial más avanzado, el Nova—Orion bloque dos, es apenas capaz de levantarse dos grados por encima del plano del disco. Este es el nivel de conocimiento de los alrededores, extraído de las cámaras de rastreo continental del Proyecto Orión:
(Un área de tres centímetros alrededor del primer punto de luz se ilumina en color rosa—salmón, sobre la superficie del disco exterior).
Claro que, a una altitud de cientos de miles de kilómetros, ninguna cámara es capaz de discernir señales de infiltración comunista en nuevos continentes; a lo sumo puede encontrar transmisiones de radio o hacer un análisis espectroscópico de los gases atmosféricos en tierras distantes, para buscar gases característicos del desarrollo industrial, como los clorofluorocarbonos y óxidos de nitrógeno.
Esto nos hace vulnerables a sorpresas desagradables. Nuestro análisis estratégico a largo plazo indica que, casi con toda seguridad, no estamos solos en el disco. Además de los comunistas, debemos considerar la posibilidad que, quien quiera que construyera esta estructura monstruosa, sin duda una de las maravillas del universo, también podría vivir aquí. Debemos reflexionar sobre sus intenciones al traernos a este lugar. También están las culturas aborígenes descubiertas en los continentes F—29 y F—364, ambas puestas en cuarentena. Si algunas de las masas de tierra contienen habitantes aborígenes, debemos especular que también han sido transportados al disco, de la misma manera en que lo fuimos nosotros, con algún propósito que desconocemos. Es posible que sean genuinos habitantes de la edad de piedra, o los supervivientes de una civilización avanzada incapaz de sobrevivir la transición a este entorno. ¿Cuál es la probabilidad de que exista una o más civilizaciones alienígenas más grandes y avanzadas que la nuestra? ¿Los reconoceríamos si los viésemos? Ahora que los otros mundos están tan cerca que es posible alcanzarlos con una lancha bien equipada, sin hablar de las posibilidades de exploración con naves impulsadas por fuerza nuclear, ¿cómo podemos estimar las probabilidades de encontrarnos con hombrecitos verdes hostiles? Astrónomos como Carl Sagan y Daniel Drake estiman que la probabilidad es alta… Tan alta, de hecho, que creen que hay numerosas civilizaciones con esas características en el espacio.
No estamos solos. Sólo podemos especular las razones de haber sido traídos aquí por los abductores, pero podemos estar seguros de que encontrarnos con una civilización alienígena avanzada y hostil es solo cuestión de tiempo. Esta cinta informativa continuará con una visión general de nuestras preparaciones estratégicas para el primer contacto, los posibles escenarios en los que creemos que esta contingencia puede ocurrir, utilizando a la Unión Soviética como un ejemplo de superpotencia ideológicamente hostil…
8. Carrera y oposiciones
Después de dos semanas, Maddy está segura de que se está volviendo loca.
A ella y a Bob les han asignado una pequeña casa prefabricada (poco más que una cabaña, aunque cuenta con electricidad y agua corriente) en las afueras de la ciudad. Él obtuvo un puesto en las obras residenciales, para trabajar construyendo más edificios. Y esto es lo más cerca que han estado del éxito, porque después de una petición cuidadosamente controlada, Bob fue ascendido, y pasó de ser simplemente mano de obra, a ser un aprendiz de supervisor. Un ascenso del que está increíblemente orgulloso porque le confirma que venir a este lugar fue la decisión correcta.
Maddy, en cambio, tiene más que problemas para conseguir trabajo. El hospital del distrito no tiene vacantes. No la necesitan, y no la necesitarán hasta que llegue el próximo cargamento de colonos, a menos que quiera hacer las maletas y dedicarse a deambular por los asentamientos aislados del interior. El gobernador decretó que establecerán un nuevo asentamiento el próximo año, de un tamaño parecido al de la ciudad, pero tierra adentro, cerca de los campamentos mineros de las afueras del desierto Hoover. Cuando eso suceda necesitarán médicos para el nuevo hospital. Por ahora, Maddy es como una rueda de repuesto, porque es una chica de ciudad, en crianza y en temple, y no está dispuesta a aceptar un trabajo en el interior si puede evitarlo.
Maddy pasa la primera semana y gran parte de la segunda tratando de averiguar si hay algo en lo que pueda ocupar su tiempo. No es la única mujer joven en esa situación. Aunque oficialmente no hay desempleo, y la administración de la colonia tiene bastante trabajo para mantener ocupados a los colonos, también hay una gran escasez de puestos de trabajo para tripulación de ambulancias, o para cualquier otra cosa que Maddy pudiera hacer. Para su carrera, la situación es como un regreso a los cincuenta. ¿Joven, mujer, y ambiciosa? Muchos cargos ni siquiera existen aquí en los límites de la civilización, y muchos otros están ocupados o son inaccesibles. A donde sea que mire, Maddy descubre madres arreando una imposible hilera de niños, con las mejillas rojas de tanta preocupación y cansancio. Bob quiere tener hijos y Maddy no está preparada para eso. Pero sus alternativas son mínimas.
Al final, Maddy decide revisar las ofertas de empleo en el tablón de anuncios del exterior del ayuntamiento. Algunas de ellas son legales, y al menos un par son tremendamente peculiares. Una capta su atención: Se necesita ayudante de campo para investigación biológica. ¿Podría ser yo?, piensa, y sale a buscar una puerta a la que llamar.
Cuando encuentra la puerta, una de madera sin tratar que está empezando a decolorarse bajo la fuerte luz del sol colonial, y llama, John Martin abre y parpadea con curiosidad ante la luz.
—¿Hola? —pregunta.
—¿Está buscando un ayudante de campo?
Maddy lo mira fijamente. Es el entomólogo, ¿verdad? Recuerda sus manos sobre el telescopio en la cubierta del barco. Aquel viaje, comparado con el grisáceo presente al que la había transportado, está asumiendo ya una falsa pátina romántica en sus recuerdos.
—¿Yo? Oh… Sí, sí. Entra.
John retrocede hasta el interior de la casa (otra de esas casuchas que son todas iguales, coloniales, familiares y prácticas) y le ofrece asiento en lo que solía ser la sala de estar. La habitación está ocupada casi completamente por una mesa de trabajo, un escritorio, y una alta cajonera de muestras fabricada en madera. Hay un extraño olor a rancio, como a telarañas viejas y a garrafas agujereadas de formol. John camina por su estudio, ligeramente trastornado por la inesperada compañía. Maddy piensa que hay algo conmovedor y entrañable en él, como en los sujetos de sus estudios.
—Siento el desorden, pero no recibo muchas visitas. Así que, uhm, ¿tienes experiencia en el sector?
Maddy no duda.
—Ninguna en absoluto, pero me gusta aprender —le explica, inclinándose hacia delante—. Antes de marcharnos era paramédico. En la universidad, estuve estudiando Biología, pero tuve que dejarlo a mediados del segundo año. Había pensado matricularme en la Facultad de Medicina más tarde, pero supongo que aquí no podrá ser. En cualquier caso, en el hospital no hay vacantes, así que tengo que encontrar otra cosa. ¿Qué hace exactamente un ayudante de campo?
—Destrozarse los pies. —El entomólogo le sonríe con la boca torcida—. ¿Tienes experiencia en el laboratorio? ¿O en el trabajo de campo?
Maddy asiente con vacilación, un gesto por el que John deduce su exigua experiencia universitaria.
—Tengo un continente entero por explorar, y solo un par de manos: estamos abarcando demasiado, ahí fuera —continúa el hombre—. Afortunadamente, la NSF me ha concedido una subvención para que contrate a un ayudante. Su trabajo será ser mi fiel sirviente: ayudarme con el carro del equipo, tomar muestras, realizar algunas tareas sencillas, muy sencillas, en el laboratorio, y cosas así. Oh, y sería un punto a favor que estuviera interesado en entomología, botánica, o en algo remotamente relacionado con el tema. Es raro, pero por aquí no hay mucha gente de ciencias desempleada. ¿Sabes algo de química?
—Algo, pero no soy bioquímica —dice Maddy, con cautela, y mira con curiosidad el abarrotado despacho—. ¿Qué se supone que estás haciendo?
John suspira.
—Un reconocimiento básico de todo el continente. Nadie, absolutamente nadie, se ha molestado siquiera en echar un vistazo a la ecología de los insectos locales. Prácticamente no hay vertebrados; no hay pájaros, ni lagartijas… Pero, en nuestro hogar, el número de especies de escarabajos es mayor que el de todas las demás familias unidas, y este lugar no es diferente. ¿Sabías que nadie ha muestreado el interior en un radio de más de ochenta kilómetros? Lo único que estamos haciendo es construir casuchas a lo largo de la costa, y abrir canteras un par de kilómetros tierra adentro. En el interior podría haber cualquier cosa, cualquier cosa.
Maddy se da cuenta de que John, cuando se entusiasma, comienza a gesticular, agitando las manos a su alrededor frenéticamente. Asiente y sonríe, intentando animarlo.
—Gran parte de lo que estoy haciendo es el tipo de cosas que se hicieron en el siglo dieciocho y diecinueve. Tomar muestras, dibujarlas, anotar su hábitat y sus hábitos alimenticios, ver si puedo descubrir su ciclo vital, e intentar descubrir quién se relaciona con quién. Construir un árbol de familia. Oh, también tengo que hacer lo mismo con la vegetación, ¿sabes? Y quieren que vigile de cerca el resto de discos alrededor de Lucifer. “Buscar señales de inteligencia”, signifique lo que signifique eso; supongo que en la comunidad astronómica hay un puñado de fracasados que se sienten francamente ofendidos porque, quienes construyeron este disco y nos trajeron aquí, no aterrizaron en el césped de la Casa Blanca y se presentaron formalmente. Será mejor que te lo diga ahora: aquí hay suficiente trabajo para mantener ocupado a un ejército de zoólogos y botánicos durante un siglo; podrías comenzar tu doctorado aquí, si quisieras. Yo solo estaré aquí durante cinco años, pero mi sucesor no pondrá objeciones en contratar a un ayudante residente con experiencia… Lo difícil será mantener la concentración. Uh, puedo hacer que te concedan una ayuda para la subsistencia del excedente presupuestario del gobernador general, y que la NSF se lo reembolse, pero no será mucho. ¿Serían suficientes veinte dólares de Truman a la semana?
Maddy piensa durante un momento. Los dólares de Truman (la moneda provisional local) no valen demasiado, pero tampoco hay mucho en lo que gastarlos. Y de todos modos, Rob gana suficiente para los dos. Y un doctorado… Eso sería mi billete de vuelta a la civilización, ¿no?
—Supongo que sí —dice, sintiéndose aliviada: después de todo, hay algo para lo que es útil, además de para criar a la siguiente generación. Intenta dejar a un lado la visión de sí misma, distinguida y no demasiado mayor, aceptando con gratitud un puesto de profesora en una universidad de prestigio—. ¿Cuándo empiezo?
9. En la playa
Las primeras impresiones de Misha sobre el inquietantemente familiar continente extraterrestre son un opresivo calor húmedo, y el hedor de las medusas en descomposición.
El Sergei Korolev, un enorme visitante aerodinámico de otro mundo, flota anclado en la desembocadura del río. Unas gruesas aletas sobresalen cerca de la superficie del agua, como un hidroavión con las alas cortadas: las gigantescas turbinas atómicas Kuznetsov montadas en góndolas sobre las botavaras, a cada lado de su elevada parte posterior, junto a las catapultas de lanzamiento y recuperación de sus cazabombarderos parásitos MiG, en la popa de la amplia curva del puente del Ekranoplano. Junto a la superficie del agua hay una escotilla abierta: un grupo de spetsnaz está ocupado cargando su equipo en el navío amerizado que los llevará al pequeño campamento de la playa. Misha, que está junto a la orilla, deja de mirar la gigantesca nave de efecto suelo y observa a su capitán, que está mirando tierra adentro con una ligera expresión de preocupación.
—Esos árboles están demasiado cerca, ¿no? —dice Gagarin, con la estupidez cuidadosamente estudiada que lo había caracterizado durante los primeros y peligrosos años tras la caída de su patrón, Khrushchev.
—De eso es precisamente de lo que se está ocupando el comandante Kirov —contesta Gorodin, poniendo un contrapunto al humor sardónico del coronel general.
Efectivamente, figuras imprecisas vestidas con el uniforme verde oliva de combate están entre los árboles, tendiendo cuidadosamente cable de detonación y alarmas en un arco alrededor de la cabeza de playa. Gorodin mira a la izquierda, donde un par de soldados con rifles de asalto están haciendo guardia, escudriñando la jungla atentamente.
—Yo no me preocuparía demasiado, señor.
—Estaré más tranquilo cuando el perímetro exterior sea seguro. Y cuando consiga una explicación racional sobre esto para el camarada secretario general.
El humor de Gagarin se evapora: se gira y camina por la playa hacia la enorme tienda que han montado para protegerse del calor del mediodía. La franja de sólida luz solar (lo que aquí pasa por luz solar) ha alcanzado ya su máxima extensión, y deslumbra como una barra de acero candente que atravesara el disco. Algunos de los más supersticiosos lo llaman “el Eje del Cielo”. Parte del trabajo de Gorodin es desestimar tales desvaríos poco empíricos.
El toldo de la tienda está recogido hacia atrás: en su interior, Gagarin y Misha encuentran al comandante Suvurov y al académico Borisovitch inclinados sobre un mapa. El equipo de filmación científica (un grupo de cuestionables civiles de la agencia TASS) están atareados en una esquina, preparando latas de película.
—Ah, Oleg, Mikhail. —Gagarin les dedica una profesional y fotogénica sonrisa—. ¿Algún avance?
Borisovitch, un tipo ligero de hombros caídos que parece más un conserje que un científico mundialmente conocido, se encoge de hombros.
—General, estábamos hablando sobre ir juntos al yacimiento arqueológico. ¿Le gustaría venir con nosotros?
Misha mira el mapa sobre su hombro: está dibujado con lápiz y hay un horrible montón de espacio en blanco, pero el esbozo de lo que han inspeccionado hasta ahora les resulta inquietantemente familiar, lo suficiente para mantenerlos un sinfín de noches sin dormir incluso antes de desembarcar. Alguien ha garabateado un dragón enroscado en una esquina especialmente desocupada del vacío.
—¿Cómo es de grande ese sitio? —pregunta Yuri.
—No lo sé, señor. —El comandante Suvurov gruñe audiblemente, como si la falta de una información concreta sobre las ruinas alienígenas fuera una afrenta personal—. Aun no hemos encontrado el final. Pero concuerda con lo que ya sabemos.
—El reconocimiento aéreo… —Mikhail tose con delicadeza—. Si me permitiera hacer otro vuelo podría contarle más, general. Creo que sería posible definir los límites de la ciudad aproximadamente, pero los arboles hacen que sea difícil confirmarlos.
—Si tuviera suficiente combustible de aviación le dejaría hacerlo —le explica Gagarin pacientemente—. Un helicóptero puede consumir su propio peso en combustible durante un día de reconocimiento, y tenemos que transportarlo todo desde aquí a Arcángel. De hecho, cuando volvamos a casa dejaremos allí la mayor parte de nuestros aviones, para poder llevar más combustible en el siguiente viaje.
—Lo comprendo —responde Mikhail, aunque no parece satisfecho—. Como dice Oleg Ivanovitch, no sabemos hasta dónde llegan las ruinas. Pero creo que, cuando las vea, comprenderá por qué tenemos que volver. Nadie había encontrado nunca algo como esto.
—Viejo capitalista… —Misha sonríe ligeramente—. Supongo que no.
—Es lo que cabe esperar —dice Borisovitch, encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, tenemos que traer arqueólogos. Y un espectrómetro de masas para la datación de carbono. Y otras cosas. —Su rostro se encoge en una mueca de insatisfacción— ¡Ya estaban aquí cuando nosotros aun vivíamos en cuevas!
—Salvo que nosotros no estábamos —dijo Gagarin entre dientes. Misha simuló no darse cuenta.
Cuando salieron de la tienda de campaña, los soldados ya habían llevado los dos vehículos de exploración BRDM a la orilla. Los dos enormes tanques blindados provistos de ruedas reposaban en la playa como monstruosos anfibios recién salidos de algún mar primigenio. Gagarin y Gorodin están sentados en la parte trasera del segundo vehículo con el académico y el equipo de filmación; en el primer BRDM les acompaña la escolta de las fuerzas especiales, la cual mantiene un solemne silencio mientras el convoy emite un gran estruendo y cruje por la playa ascendiendo la empinada colina y luego descendiendo hasta el valle donde se encuentran las ruinas.
Los dos vehículos blindados se detienen y se abren las puertas. Todos agradecen la suave brisa que mitiga el calor infernal del interior. Gagarin se encamina hacia los restos más cercanos de un muro de mediana altura, y permanece de pie, con las manos en las caderas, mirando el páramo.
—Hormigón —dice Borisovitch, sosteniendo un trozo no pedregoso que ha cogido de los pies de la muralla para que Yuri lo vea.
—Así es —responde asintiendo Gagarin—. ¿Tienes idea de lo que era?
—Aún no.
El equipo de filmación ya ha empezado a grabar mientras desciende por un amplio bulevar entre hileras de escombros desmoronados.
—Sólo el hormigón ha resistido, aunque está prácticamente hecho caliza. Es viejo.
—Hmm.
El primer cosmonauta le da la vuelta al pilar del muro y baja hasta la capa de cimientos que hay detrás de él, mirando alrededor con interés.
—Aquí hay una columna interior, cuatro paredes… Están gastadas, ¿no te parece? Y eso que parece una mancha de color rojo. ¿Acero reforzado? ¿Has encontrado alguno intacto?
—Todavía no, señor —responde Borisovitch—. Aún no hemos mirado por todos lados, pero…
—En efecto —responde Gagarin rascándose el mentón sin darse cuenta—. ¿Es imaginación mía o es que todas las paredes son más bajas por este lado?
Señala al norte, al fondo del desperdigado laberinto de escombros.
—Tiene razón, señor. Aunque no tengo ninguna teoría al respecto.
—No me digas.
Gagarin camina en dirección al norte desde las ruinas del edificio pentagonal y mira alrededor.
—¿Eso era una carretera?
—En su momento sí, señor. Tenía nueve metros de ancho, pero parece que quedó tapada entre las casas, si es que lo que se ven eran casas y eso una carretera.
—Nueve metros
Gorodin y el académico aligeran el paso para seguirle mientras se dirige carretera arriba.
—Curiosa mampostería, ¿no te parece, Misha?
—Sí, señor. Curiosa mampostería.
Gagarin se detiene bruscamente y se arrodilla.
—¿Por qué estará rajada de esa manera? Mira, hay arena ahí abajo. ¿Y esto qué será? ¿Cristal? Parece como si estuviese derretido. Ah, tectitas.
—¿Cómo dice, señor?
Borisovitch se inclina hacia delante.
—Es extraño.
—¿Qué es? —pregunta Misha, pero antes de recibir una respuesta tanto Gagarin como el investigador ya se han levantado y se dirigen hacia otro edificio.
—Mira. La pared norte.
Gagarin ha encontrado otro trozo de muro, un pilar gastado de más de un metro de altura; no parece nada satisfecho.
—Señor, ¿se encuentra bien? —pregunta Misha mirándole fijamente. Luego observa que el académico también guarda silencio y parece sumamente confuso—. ¿Qué sucede?
Gagarin extiende un dedo y señala al muro.
—Sólo puedes verle si miras con suficiente atención. ¿Cuánto tardará en borrarse, Mikhail? ¿Cuántos años nos hemos perdido?
El académico se lame los labios.
—Unos dos mil años por lo menos, señor. El hormigón se recupera con el tiempo, pero tarda mucho en convertirse en caliza. Además, hay que tener en cuenta el proceso de desgaste. Pero la erosión de la superficie…, sí, eso podría fijar la imagen del flash. Quizá. Debería preguntar a unos cuantos colegas cuando regresemos.
—¿Qué sucede? —repite el representante político aturdido.
El primer cosmonauta sonríe sin ninguna gana.
—Misha, más vale que cojas tu contador Geiger y mires si las ruinas aún están calientes. Parece como si no fuésemos las únicas personas en el disco con un problema geopolítico…
10. Hemos estado aquí antes
Brundle, finalmente, se ha tomado la molestia de alejarse con Gregor para explicarle qué sucede; a Gregor no parece hacerle ninguna gracia.
—Siento que vinieras sin saber nada —dice Brundle—, pero pensé que sería mejor que lo vieras con tus propios ojos.
Habla con un deje de la región central y una falta de entusiasmo que sus compañeros consideran a veces un signo de sicopatología subyacente.
—¿Ver el qué? ¿Qué tiene de particular? —pregunta tajantemente Gregor—. ¿Qué tiene de particular?
Gregor tiene la costumbre de repetir las frases, aunque cambia de entonación cuando se siente molesto. Es lo bastante humano como para saber que es una mala costumbre, pero le resulta difícil contener ese acto reflejo.
Brundle se detiene en el sendero y mira alrededor para asegurarse de que nadie puede oírlos. El bulevar está casi vacío hoy y sólo una húmeda brisa agita el agua del estanque.
—Dime qué piensas.
Gregor piensa por un momento, luego reúne todos sus conocimientos de la lengua local; es un buen ejercicio.
—Los muchachos de la casa grande están solicitando una Junta Aeronáutica Civil. Eso significa que alguien se ha pasado de listo y se ha dado cuenta de que tienen problemas más serios que los soviéticos les den una patada. Algo ha sucedido para que sepan que necesitan emplear una táctica para tratar con los abductores. Va en contra de la doctrina, por eso necesitamos tomar medidas urgentes al respecto antes de que empiecen a hacer las preguntas adecuadas. Algo les ha alterado, algo secreto, alguna Inteligencia humana del otro bando, quizá. ¿Será ese tal Gordievsky? Sin embargo, aún no saben realmente lo que significa estar aquí. Sagan, ¿su presencia significa lo que imagino?
—Sí —responde Brundle lacónicamente.
—¡Dios santo!
Con un nuevo acto reflejo Gregor se quita las gafas y las limpia nerviosamente con la corbata antes de ponérselas de nuevo.
—¿Solamente a él o hay alguien más? —pregunta dejando la frase sin terminar; ¿solamente a él tenemos que silenciar?
—Hay alguien más.
Brundle suele hablar con la boca torcida cuando se siente nervioso y, por su actual expresión, Gregor deduce que está bastante molesto.
—Sagan y sus amigos de Cornell han utilizado el receptor de Arecibo para escuchar a los vecinos, algo que no anticipamos. Ahora solicitan permiso para emitir una señal a las zonas más cercanas de los demás discos. Directamente, más o menos; “habladnos”. Sagan, por desgracia, es muy conocido y eso ha llamado la atención de nuestros principales superiores. Mientras tanto, los soviéticos han encontrado algo que les asusta. La CIA no se enteró por los medios usuales, sino que contactó con el Departamento de Estado a través de la embajada y supieron que estaban asustados.
Brundle se detiene por un momento. Luego añade:
—Sagan y sus muchachos no lo saben, por supuesto.
—¿Por qué nadie les ha pegado un tiro? —pregunta fríamente Gregor.
Brundle se encoge de hombros.
—Congelamos sus fondos justo a tiempo. Si les pegamos un tiro, alguien podría darse cuenta. Todo podría estropearse mientras intentábamos ocultarlo. Ya conoces el problema; es una sociedad semiabierta, controlada de forma inadecuada. Un puñado de astrónomos se reúne por propia iniciativa, en una conferencia académica o en cualquier otro sitio, y decide gastar un par de miles de dólares del dinero concedido para investigación del Instituto Tecnológico para establecer comunicaciones con el disco más cercano. ¿Cómo se supone que vamos a controlar esas cosas?
—Cerrando todos los radiotelescopios. O a punta de pistola si es necesario. No obstante, creo que un corte de energía o un comité del Congreso serían tan efectivos como la presión.
—Es posible, pero no disponemos de los mismos recursos que los soviéticos. Además, esa es la razón por la que he enviado a Sagan a la Junta . Es una ciudad Potemkin, ya me entiendes, para convencer a todos con los que contactó que algo se está haciendo, pero debemos pensar en cómo callarle.
—Sagan es el líder de ese grupo de “habladnos, dioses alienígenas”, creo.
—Sí.
—Bien —responde Gregor. Luego medita lo que va a decir cuidadosamente y añade—: Asumiendo que aún esté limpio y sin contaminar, podemos cambiarle o congelarlo. Si vamos a cambiarlo, tenemos que hacerlo con una razón convincente. Utilizarle para evangelizar la comunidad astronómica y así hacerla callar o llevarla por la dirección equivocada. Como Heisenberg y el programa de armamento nuclear nazi —chasquea los dedos—. ¿Por qué no le decimos la verdad? ¿O al menos algo parecido para ensombrecer el asunto completamente?
—Porque es miembro de la Federación de Científicos Americanos y, por tanto, no creerá nada de lo que le contemos sin una confirmación externa —masculla Brundle por una de las comisuras de sus labios—. Ese es el problema de utilizar una agencia gubernamental para nuestra tapadera.
Caminan en silencio durante un minuto.
—Creo que sería muy peligroso infravalorarle —comenta Gregor—. Podría sernos muy útil pero fuera de control resulta muy peligroso. Si no podemos mantenerlo callado, es posible que sea necesario recurrir a la violencia física. Además, con la cantidad de colonias que ya se han implantado no podemos estar seguros de que las recuperaremos todas.
—Analiza su alcance de su conocimiento —dice Brundle de forma abrupta—. Quiero una comprobación real. Te comentaré las novedades cuando hayas terminado la lista.
—De acuerdo —Gregor se queda pensando un minuto—. Veamos. Lo que todo el mundo sabe es que entre las cero tres quince y doce segundos y trece segundos Hora Zulú, el dos de octubre del sesenta y dos, todos los relojes se detuvieron, los satélites desaparecieron, el mapa estelar cambió, diecinueve aviones comerciales y cuarenta y seis naves en marcha terminaron mostrando problemas irreversibles y se vieron transportados de una esfera en la Vía Láctea a un disco que suponemos está en alguna parte de la Pequeña Nube de Magallanes. Entretanto, la galaxia de la Vía Láctea (suponemos que se trata de ella) ha cambiado notablemente. Montones de estrellas carentes de metales, indicios de ingeniería cósmica macroscópica, ese tipo de cosas. La explicación pública es que los visitantes detuvieron el tiempo, pelaron la Tierra y con ella recubrieron el disco: Por suerte, aún discuten sobre si la explicación es la, cómo llamarla, hipótesis de la copia de Minsky o ese tal Moravec con su teoría de la simulación digital.
—Por supuesto —Brundle le da una patada a un adoquín con desgana—. Y bien. ¿Cuál es el análisis consecuente?
—Bien, más tarde o más temprano se van a volver peligrosos. Tienen la predisposición histórica a cometer errores teológicos, a creer en un gran creador omnipotente y en un motivo para su existencia. Si comienzan a especular sobre las intenciones de una inteligencia trascendente, es probable que se planteen finalmente si su presencia aquí es o no síntoma del deseo de Dios de probar las circunstancias de su propio nacimiento. Después de todo, tenemos pruebas de ¿cuántas especies tecnológicas en el disco?, ¿diez millones?, ¿doce? En algunos casos, duplicadas muchas veces. Pueden atar cabos con su concepto de destino manifiesto y concluir que, de hecho, están abocados a la creación de Dios. Lo cual es una conclusión que, desde nuestro punto de vista, no deseamos que alcancen. Por así decirlo, los teólogos no son buenos compañeros.
—Sí, así es —dice Brundle pensativo y, a continuación, se ríe nerviosa y silenciosamente para sí durante un momento.
—Esta no es la primera vez que han evitado que se lancen montones de bombas H. Es algo inusual en las civilizaciones de primates. Si siguen haciéndolo, podrían resultar peligrosos.
—Peligrosos es algo relativo —dice Brundle. Vuelve a reír para sí. Algo se mueve dentro de su boca.
—¡No hagas eso! —dice Gregor bruscamente. Echa un vistazo alrededor de forma instintiva pero no ocurre nada.
—Estás histérico —Brundle frunce el ceño—. Deja de preocuparte tanto. No nos queda mucho aquí.
—¿Nos han destinado a otro lugar? ¿O que preparemos un ataque de esterilización?
—Aún no —Brundle se encoge de hombros. —Debemos investigar más, antes de poder tomar una decisión. Los soviéticos han descubierto algo en su programa de exploración tripulado. El Korolev tuvo suerte.
—Ellos… —Gregor se pone tenso—. ¿Qué han descubierto?— Él sabe lo del gran Ekranoplano propulsado por energía nuclear, el dragón caspio, que atraviesa los siete océanos en busca de nuevos mundos que conquistar. Incluso sabe lo de la pequeña flota que intentan construir en Arcángel, el costoso importe de la misma. Pero esto es nuevo—. ¿Qué han descubierto?
Brundle muestra una forzada sonrisa de oreja a oreja.
—Encontraron ruinas. Después, pasaron ocho semanas trazando un mapa de la costa. Han confirmado lo que han descubierto, enviaron las fotografías al Departamento de Estado, detalles del estudio, todo—. Brundle gesticula ante el monumento a la Guerra de Cuba, la enorme columna de granito que preside el bulevar, con su sombra apuntando hacia el Capitolio.
—Han encontrado Washington D. C. en ruinas. A doscientos veinticinco mil kilómetros en aquella dirección— señala en dirección norte—. No son unos inútiles totales y es la primera vez que han encontrado uno de sus propios parientes transferidos. Puede que estén bien encaminados para comprender la verdad pero, por suerte, nuestros camaradas de Moscú tienen esa parte del asunto bajo control. No obstante, le comunicaron su hallazgo a la CIA antes de que se pudiera ocultar, lo que conlleva ciertos quebraderos de cabeza.
»Debemos asegurarnos de que nadie de por aquí se pregunta por qué. Así que quiero que empieces tratando con Sagan.
11. El bote de recolección
Es mediodía y la ondeante calima hace que el horizonte se enturbie en la distancia. Maddy intenta no moverse demasiado: las palmas proyectan sombras imperfectas y puede sentir cómo queman sobre su pálida tez los rayos de luz. Suspira suavemente mientras levanta y saca de la parte de atrás del Land Rover la pesada bolsa de tela con muestras: John la necesitará en seguida, en cuanto haya terminado de fotografiar lo que aparentan ser nidos de termitas. Es su tercer viaje de campo juntos, su escapada más lejana en zona interior, y ya se está acostumbrando a trabajar con John. Es sorprendentemente fácil llevarse bien con él porque está tan absorto en su trabajo que está, por fortuna, libre de expectativas sociales. Si no supiera que es lo mejor, incluso podría bajar la guardia y empezar a pensar en él como un amigo y no como en un empleador.
El calor la hace evadirse en sus pensamientos: intenta recordar qué prendió la mecha de su pelea más reciente con Bob, aunque ahora parece algo distante e irrelevante (como el hogar, como Bob discutiendo con su padre, como su precipitada boda por lo civil y la furtiva vista con el consejo de emigración). Todo lo que tiene sentido en este momento es el sofocante calor, el resplandor carente de luz solar, John con su cámara trabajando fuera bajo el sol del mediodía donde sólo los perros locos y los ingleses se atreven a ir. Ah, era la colada. ¿Quién iba a hacer la colada mientras Maddy estaba fuera en un viaje de campo que duraba dos días? Bob parecía pensar que le hacía un favor a ella haciéndose él mismo la comida y llevando su ropa a lavandería pública tan usada por solteros. (Algún año próximamente se comprarían una lavadora, pero todavía no…). Bob parecía pensar que estaba siendo muy generoso al no ponerse celoso públicamente de que ella tuviera un trabajo que la tuviera fuera de casa con un hombre que tenía fama de soltero. Bob parecía pensar que era un tipo de hombre liberado y progresista por tragar con una esposa que había leído a Betty Freidan y que no se depilaba las axilas. Que te jodan, Bob, piensa ella con cansancio y tira de la pesada asa de la bolsa de muestras sobre su hombro y gira la cabeza en la dirección de John. Habrá tiempo de solucionar las cosas con Bob más adelante. Por el momento, tiene trabajo que hacer.
John se inclina sobre la maltrecha cámara, mirando con atención a través del visor en busca de... algo.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
—Las falsas termitas suben por aquí —dice con gesto serio—. ¿Ves las entradas?— Estas falsas termitas son lo que han venido a investigar (nadie las ha visto cerca de la ciudad, pero son muy visibles en cuanto uno se aventura en la planicie polvorienta). Ella examina la base del montículo de las termitas, un monte de arcilla cocida en el suelo que parece albergar vida.
Hay pequeños orificios en forma de tubería, casi túneles, que emergen de la base del montículo y pequeñas falsas termitas negras que danzan al salir y entrar de los orificios en hileras interminables. Lo de pequeñas es relativo, son casi tan grandes como ratones. —No las toques —le advierte.
—¿Son venenosas? —pregunta Maddy.
—No lo sé, pero no quiero averiguarlo estando a esta distancia del hospital. El caso es que aquí no hay vertebrados —se encoge de hombros—. Sabemos que resultan venenosas para otros insectos.
Maddy pone en el suelo la bolsa con las muestras.
—Pero no parecen haber mordido, o matado a alguien, o lo que sea.
—No que sepamos—. Levanta la solapa de la bolsa y ella se estremece, en un súbito escalofrío, imaginando huesos blanqueados que yacen sin enterrar entre las hierbas de las planicies interiores donde no vivirá ser humano alguno en siglos—. Es fundamental andarse con ojo aquí fuera. Podríamos desaparecer durante días sin que nadie se diera cuenta y una patrulla de búsqueda no tendría por qué encontrarnos, incluso con el plano del viaje que archivamos.
—De acuerdo —ella observa cómo él saca un bote de recolección vacío y una etiqueta, y cuidadosamente apunta la fecha y hora, distancia y dirección, con el jalón en el centro del Fuerte Eisenhower como referencia. Cincuenta y ocho kilómetros. Para lo que vale, bien podrían encontrarse en otro planeta.
—¿Estás recogiendo muestras?
—Por supuesto —responde él mirando hacia atrás. A continuación, introduce su mano en el bolsillo lateral de la bolsa y saca un par guantes gruesos, que comienza a ponerse, y una pala—. ¿Podrías poner la bolsa en el suelo por allí?
Maddy examina el interior de la bolsa y se arrodilla junto al montículo de falsas termitas. Está llena de botes con etiquetas en blanco, zonas de cuarentena infranqueables y cuidadosamente separadas para especies improbables. Mira hacia atrás. John está ocupado con el montículo de las falsas termitas. Ha seccionado cuidadosamente la parte superior: en el interior, la tierra es una masa retorcida de… Cosas. Cosas negras, cosas blancas como trozos de cuerda y carne de una sustancia vegetal semipodrida que huele a húmedo y a humus. Examina el montículo con delicadeza mediante la pala, en busca de algo.
—¡Mira! —le dice por encima de su hombro—. ¡Es una reina!
Maddy se apresura.
—¿De veras? —le pregunta. Al seguir con la mirada donde apunta su dedo, puede ver algo del tamaño de su antebrazo izquierdo, blanco y brillante. Se mueve espasmódicamente mientras expulsa algo redondo. Puede sentir cómo le sube una arcada. —¡Puaj!
—Sólo es una madre feliz —dice John con calma. Baja la pala, la sitúa bajo la reina y la eleva sobre el bote (y con ella toda una serie de parásitos, cortesanos y guardaespaldas emparentados). Inclina, agita y enrosca la tapa en su sitio. Maddy se queda mirando fijamente el caos que se produce en el interior. ¿Cómo será ser una falsa termita, secuestrada de repente e introducida en un falso hogar? ¿Cómo será ver el sol en una bombilla, ocuparte de tus asuntos, poniendo huevos a ciegas y buscando y comiendo hojas bajo la mirada de coleccionistas inescrutables? Se pregunta si Bob lo entendería si intentara explicárselo. John se levanta y baja el bote de cristal hasta la bolsa de muestras y, entonces, se detiene.
—Ay —dice y se quita el guante izquierdo.
—Ay —vuelve a decir más lentamente—. Se me ha escapado una pequeña. Maddy, el botiquín. Atropina y neostigmina.
Ella le mira a los ojos, pupilas contraídas en el resplandor del mediodía, y se abalanza sobre el Land Rover. El botiquín, de color verde aceituna con una cruz roja encuadrada en un círculo blanco, parece burlarse de ella: se lo lleva apresuradamente a John, que ahora está sentado con calma en el suelo junto a la bolsa de muestras.
—¿Qué necesitas? —le pregunta.
John intenta señalar pero la mano con el guante le tiembla incontrolable. Intenta quitárselo pero los músculos hinchados se resisten a los intentos de aflojar el guante.
—Atropina… —Un tubo blanco con una flecha roja en un lateral: ella lee rápidamente la etiqueta y, a continuación, lo presiona contra su muslo y siente como un resorte explota dentro de él. John se tensa e intenta ponerse de pie con la jeringuilla automática colgando de su pierna. Se tambalea hacia el Land Rover con la pierna estirada y se desploma en el asiento del copiloto.
—¡Espera! —le pide ella, e intenta tocar su muñeca. —¿Cuántas te han mordido?
Vuelve los ojos.
—Sólo una. Idiota de mí. Ni rastro de vertebrados—. Se reclina—. Voy a aguantar. Tu formación en primeros auxilios…
Maddy le quita el guante, dejando al descubierto dedos que parecen enfurecidas salchichas rojas: pero no puede encontrar la herida de la mano izquierda, no puede encontrar nada por lo que aspirar el veneno. John respira con dificultad y se retuerce: necesita ir al hospital pero está al menos a cuatro horas en coche y no puede cuidar de él mientras conduce. Así que le vuelve a poner una jeringuilla cargada con atropina en la pierna y espera con él cinco minutos mientras lucha por respirar guturalmente, a lo que le sigue la adrenalina y cualquier cosa que se ocurre que pueda ser buena para tratar un shock anafiláctico.
—Llévanos de vuelta —consigue resollar entre jadeos enfisémicos—. A las muestras también.
Tras colocarle en la camilla del vehículo, se abalanza sobre el montículo de falsas termitas con la lata de gasolina de reserva. Esparce la mayor parte de la gasolina sobre él, tosiendo por el olor: tapa el bidón y lo aparta del montículo. A continuación, prende una cerilla y la lanza parpadeante al desordenado reino insectívoro. Con un ruido sordo el gas inflamable deja la colina en llamas: pequeñas formas se retuercen y crujen bajo un cielo vacío de un azul sólo interrumpido por el penetrante resplandor de S Doradus. Maddy no se queda a mirar. Arrastra la pesada caja de muestras hasta el Land Rover, la carga en el maletero junto a John, y huye de vuelta a la ciudad tan rápido como puede.
Ya se ha alejado unos quince kilómetros cuando se acuerda de la cámara, que olvidó allí, en ciclópeo aislamiento, observando fijamente los abrasados restos de la colonia muerta.
12. De camino a casa
El estruendoso sonido terrestre del gran barco retumba suavemente según avanza por la interminable extensión del Océano Dzerzhinsky a casi trescientos nudos, de regreso a casa, al fin. Misha está sentado en su cuchitril —como oficial político de a bordo se merece un despacho propio— trabajando en su informe con ayuda de un vaso de schnapps de pera polaco. Las ondas de radio no penetran el aire mucho más allá de unos pocos miles de kilómetros, por muy potentes que sean los transmisores; en la Tierra solían mandar señales más allá de la ionosfera o de la Luna, pero esto aquí no funciona —los otros discos están demasiado lejos para poder usarlos como repetidores—. Existe una cadena de boyas transmisoras que se desplazan a toda velocidad por el océano a intervalos de dos mil kilómetros, pero el mantenimiento del equipo es ruinoso, muy caro de construir, y nadie se plantea ni en broma extender cables bajo el océano sobre un millón de kilómetros de fondo marino. El problema de Misha es que la expedición, él mismo incluido, está, de hecho, atrapada en el siglo dieciocho, sin ni siquiera el telégrafo para conectar con la civilización —lo cual te mete en un buen lío cuando traes noticias que harán que el Politburó se cague del susto. Quisiera desesperadamente endosarle esto a un mando superior, pero en lugar de ello es su nombre y sólo su nombre el que aparecerá en la cabecera.
—Cabrones. ¿Por qué no pudieron darnos uno o dos misiles de señales? —Se traga lo que queda del schnapps y carga su exclusiva y muy secreta máquina de escribir con un nuevo juego de hojas y papel carbón.
—Porque pesaría demasiado, Misha —le contesta el capitán justo detrás de su hombro izquierdo, haciéndole sobresaltar y golpearse la cabeza en un armario colgado.
En cuanto cesa el aluvión de injurias de Misha y las risitas de Gagarin, el hombre del Partido coloca cuidadosamente la pila de hojas escritas a máquina boca abajo sobre su mesa de despacho e invita educadamente con un gesto al capitán a entrar en su oficina.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor? ¿Y qué quiere decir con eso de que pesan demasiado?
Gagarin se encoge de hombros.
—Ya lo estuvimos considerando. Evidentemente, podríamos colocar una grabadora y un transmisor en un ICBM y lanzarlo a veinte mil kilómetros. El problema es que caería de nuevo en una hora aproximadamente. La manera más rápida de lanzar ese mensaje tendría un coste de diez rublos por carácter; y más aún, incluso un misil ligero pesaría lo mismo que toda nuestra carga explosiva. Quizá en diez años—. Se sienta—. ¿Qué tal le va con ese informe?
Misha suspira.
—¿Cómo voy a explicarle a Brezhnev que los americanos no son los únicos cabrones con bombas de hidrógeno allí fuera, que hemos encontrado el nuevo mundo y que el nuevo mundo es exactamente como el viejo mundo, excepto por el hecho de que brilla en la oscuridad y que los únicos comunistas que hemos encontrado hasta ahora son termitas con armas?— Su rostro refleja un instante todo ese agotamiento—. Ha sido un placer conocerle, Yuri.
—¡Vamos, vamos! No puede ser tan malo —. El temperamento habitualmente optimista de Gagarin se ve ensombrecido.
—Intente usted encontrar la forma de soltarles la noticia—. Tras identificar el primer conjunto de ruinas, mandaron uno de sus MiG fuera, equipado con cámaras y combustible: a unos mil kilómetros tierra adentro sobrevolaba el mismo siniestro panorama de aniquilación nuclear infligida a una civilización extranjera: ruinas de aeropuertos, ferrocarriles, ciudades, fábricas. Una topografía familiar con un aspecto poco familiar.
Esto fue Nueva York —una vez, miles de años antes de que un gigante estampara el fondo de la isla de Manhattan en el lecho oceánico— y esto fue una vez Washington D.C. Evidentemente había nuevos rascacielos, pero el posterior reconocimiento en barco por la costa apenas les hizo falta para asegurarse de que lo que estaban mirando era el mismo continente de aquel antiguo enemigo capitalista, miles de años y millones de kilómetros más allá de una guerra nuclear.
—Estamos huyendo como un perro que ha visto al diablo sobrevivir, con la esperanza de que no nos vea y nos siga hasta casa para convertirnos en un nuevo gorro de invierno.
Gagarin frunce el ceño.
—¿Puedo? —Señala la botella de schnapps de pera.
—Es usted mi invitado—. Misha sirve un vaso al primer cosmonauta y a continuación llena el suyo—. Abre ciertos conflictos ideológicos, Yuri. Y nadie quiere ser el portador de malas noticias.
—¿Ideológicos como…?
—Ahhh. —Misha bebe un trago—. Bueno, hasta ahora hemos evitado la aniquilación nuclear y la invasión por parte de las fuerzas del terror reaccionario durante la Gran Guerra Patriótica, pero fue por los pelos. Ahora bien, la doctrina establece que cualquier especie alienígena lo suficientemente avanzada como para viajar en el espacio ha debido descubrir casi con toda seguridad el socialismo, si no el comunismo, ¿verdad? Y que los enemigos del socialismo desean destruir el socialismo, y apropiarse de sus recursos. Pero lo que hemos visto aquí es la prueba de algo de otra índole. Esto era América. De esto se deduce que en algún lugar cercano hay un continente que fue el hogar de otra Unión Soviética, hace dos mil años. Pero esta América ha sido barrida del mapa, y no hay pruebas evidentes de la presencia de nuestros antiguos hermanos soviéticos y no han colonizado esta otra América. ¿Qué puede significar esto?
Gagarin frunce el entrecejo.
—¿También están muertos? Quiero decir, que los americanos alternativos acabaron con ellos en un acto de agresión imperialista y colonialista pero no sobrevivieron a su traición— añade apresuradamente.
Misha arquea los labios en un amago de sonrisa y dice:
—Mejor preocúpese en adoptar la terminología correcta antes de ver a Brezhnev, camarada.
—Sí, no se equivoca en los hechos, pero hay algunas conclusiones a tener en cuenta. No ha habido ninguna explotación colonial. Así que o bien los autores de los hechos también fueron exterminados, o bien quizás… bueno, abre la puerta a numerosas y peligrosas interpretaciones. Porque si el Nuevo Hombre Soviético no ha levantado su hogar en los alrededores, implica que algo debió ocurrirles, ¿no? ¿Dónde están todos los verdaderos comunistas? Si resulta que se toparon con alienígenas hostiles, entonces…bueno, la teoría dice que los alienígenas deberían ser buenos hermanos socialistas. Con la teoría y diez rublos podrías comprarte una botella de vodka en este caso Algo no va muy bien en nuestro entendimiento de la dirección que toma la Historia.
—Supongo que no hay ni que plantearse que haya algo que no sepamos —añade Gagarin en el silencio que se instala, casi como un pensamiento tardío.
—Efectivamente. Eso es una cortina de incertidumbre detrás de la cual podemos escondernos, espero—. Misha deja el vaso sobre la mesa y estira los brazos detrás de la cabeza, con los dedos entrelazados hasta hacer crujir los nudillos—. Antes de irnos, nuestros agentes nos informaron que habían recibido unas señales en América desde… maldita sea, no debería decirle esto sin autorización. Haga como que no le he dicho nada—. Vuelve a fruncir el ceño.
—Habla como si tuviera oscuros pensamientos —le contesta Gagarin para provocarle.
—Sí tengo pensamientos oscuros, camarada Coronel General, muy pero que muy oscuros pensamientos. Nos hemos estado comportando como si este territorio que ocupamos fuera sólo un nuevo tablero de juego geopolítico, ¿me equivoco? Sabiendo perfectamente que hermanos socialistas de los confines del universo nos trajeron aquí para salvarnos de la locura del agresor imperialista, o que cualquier otra población que nos encontremos sea de bárbaros o de buenos comunistas, hemos caído en un patrón de tiempos antiguos: expandiéndonos en todas las direcciones, sin límites, adueñándonos de este destino tan evidente. ¿Pero qué pasaría si hubiera límites? No una alambrada o una línea en la arena, sino algo más sutil. ¿Por qué la Historia nos pide que triunfemos? Lo único que sabemos es la correcta forma de vivir de los humanos en un mundo humano, con una sociedad industrial. Pero esto no es un mundo humano. ¿Y qué pasaría si se trata de un mundo en el cual no estamos destinados a triunfar? ¿O qué pasaría si las mismas circunstancias que hicieron surgir el Marxismo no fueran más que transitorias, en la escala más amplia? ¿Qué pasaría si hubiera —perdóneme usted— un Dios materialista? Sabemos que estamos viviendo en nuestro propio lejano futuro. ¿Por qué un poder lo suficientemente grande como para construir este disco nos mandaría aquí?
Gagarin asiente con la cabeza.
—No existen límites, amigo mío —dice con un tono ligeramente condescendiente—. Si los hubiera, ¿realmente cree que habríamos llegado tan lejos?
Misha pega un furioso puñetazo sobre su mesa.
—¿Por qué cree que nos pusieron en un lugar donde sus preciados misiles no funcionan? —le pregunta—. ¡Suba a más altura, y con el impulso de la potencia de un solo misil podría estar a mitad de camino de cualquier sitio! Pero aquí abajo tenemos que abrirnos paso a través de la atmósfera. ¡No podemos escapar! ¿Considera usted esto un regalo de un amigo a otro?
—Creo que tiene una forma un poco paranoica de pensar —insiste Gagarin—. Eso sí, no digo que usted no tenga razón, pero quizá esté usted un poco alterado. Encontrar esas ciudades bombardeadas nos afectó a todos, creo.
Misha se asoma a la portilla del tamaño de la de un avión.
—Creo que aquí hay algo más que eso. No somos únicos, camarada; hemos estado aquí antes. Y todos morimos. Somos un puñetero duplicado, Yuri Alexeyevich, en un marco que abarca mucho más que esto. Y me asusta lo que decidirá hacer el Politburó cuando se rindan a la evidencia. O lo que los americanos harán…
13. La última cena
Hay algo de reconfortante para Gregor en volver a Manhattan, tras todas esas plazas desprotegidas y esas paranoicas panorámicas de la capital. Desgraciadamente, no se quedará mucho tiempo —al fin y al cabo está en una misión de Brundle— pero se dejará confortar todo lo posible con los profundos cañones de piedra y el vaivén de millones de personas en sus decididos recorridos a nivel del suelo. La Gran Manzana, como siempre, es una bulliciosa colmena de infinitas redes de información que guían con determinación a cada uno de sus ocupadísimos trabajadores en sus tareas. Al llegar al cruce de Lexington con el número 100 de la calle Este, Gregor nota como se le dilata la nariz. Hay un restaurante italiano que Brundle le recomendó cuando entregó a Gregor sus informes. “Sus espaguetis al polpette están de muerte”, le dijo Brundle. Seguramente sea cierto, pero lo que es indiscutible es que sólo se encuentra a un par de manzanas de las oficinas del Anexo de Exobiología del Campus Cornell de Nueva York, de donde Sagan es jefe de departamento.
Gregor abre la puerta y mira a su alrededor. Un camarero se fija en él.
—¿Mesa para uno?
—Para dos. Estoy esperando a… —Gregor ve a Sagan sentarse en una mesa reservada al fondo del restaurante y le saluda vacilante con la mano—. Ya está aquí.
Gregor saluda a Sagan con un movimiento de cabeza y le sonríe mientras se sienta junto al profesor. El camarero se acerca y le entrega un menú.
—¿Ha pedido ya?
—Acabo de llegar. —Sagan sonríe con reserva—. No estoy muy seguro del motivo de esta reunión, Sr., eh, Samsa, ¿verdad? —Está claro que cree haber entendido el chiste, un error típico de un hombre brillante como él.
Gregor deja que su labio inferior se crispe.
—Créame. Preferiría que no fuera necesario —dice de forma totalmente sincera—. Pero el ambiente en DC no está como para averiguar nada ni para hacer planes a largo plazo; quiero decir, nosotros actuamos bajo las limitaciones establecidas por el procedimiento político. Tenemos que responder ciertas preguntas, y no se nos anima a aparecer con otras nuevas. Así que lo me gustaría hacer solamente es tener una charla informal y relajada sobre cualquier asunto que crea que merece la pena considerar. Acerca de nuestra situación, quiero decir. En caso de que pueda abrir nuevas vías deberíamos investigar que no se encuentran en el mapa ahora mismo.
Sagan se inclina hacia delante.
—Todo eso está muy bien —dice mostrándose de acuerdo— pero estoy un poco confuso acerca del propio procedimiento político. Todavía no hemos establecido contacto con ninguna inteligencia no humana. Pensaba que se suponía que su comité iba a evaluar nuestras opciones políticas para cuando por fin tuviera lugar el contacto. Suena como si me estuviera diciendo que ya tenemos una política, y que está buscando la forma de averiguar si realmente es viable. ¿Tengo razón?
Gregor le mira.
—No puedo confirmarlo ni desmentirlo —responde al cabo, lo que es cierto—. Pero si quiere hacer alguna conjetura puedo también discutirla o callarme como un muerto cuanto se acerque demasiado —añade, con los músculos de sus ojos arrugándose de manera cómplice.
—Ajá —Sagan le devuelve la sonrisa de forma infantil. —Lo pillo—. Su sonrisa desaparece bruscamente. —Déjeme adivinar. La política está basada en la DMA3, ¿verdad?
3. Destrucción Mutua Asegurada (n. del T.)
Gregor se encoge de hombros y después mira a ambos lados como advertencia: el camarero se está acercando.
—Tomaré un vaso de Casa Roja —dice, haciendo que el tipo se marche lo más rápido posible—. La disuasión presupone comunicación, ¿no cree? —pregunta Gregor.
—Cierto —Sagan coge su cuchillo y lo hace girar de forma distraída entre el índice y el pulgar—. Pero es como los idiotas, con perdón, de nuestros líderes electos tratan las amenazas, y no les veo respondiendo al uso de herramientas por parte de no—humanos como a cualquier otra cosa—. Mira a Gregor—. Déjeme ver si lo he pillado. Su comité me ha expulsado porque en realidad ha habido un contacto entre inteligencias humanas y no humanas, o al menos ha habido alguna señal de que existen inteligencias no humanas ahí fuera. La política existente para tratar con ellos fue diseñada en algún momento de los sesenta bajo la influencia de la resaca producida por la guerra de Cuba y, básicamente, recoge la hipótesis conservadora de que los extraterrestres son soviéticos con la piel verde y el único lenguaje que hablan es de la aniquilación nuclear. Ahora la política está tan arruinada como parece, pero nadie sabe cómo sustituirla porque no hay datos sobre las inteligencias no humanas. ¿Tengo razón?
—No puedo ni confirmarlo ni desmentirlo —dice Gregor.
Sagan suspira.
—De acuerdo. Haga lo que le plazca—. Cierra su carta—. ¿Está listo para pedir?
—Eso creo —Gregor le mira—. Los espaguetis al polpette están realmente buenos aquí— añade.
—¿De verdad? —pregunta Sagan sonriendo—. Entonces los probaré.
Piden, y Gregor espera a que el camarero se aleje antes de continuar.
—Suponga que hay una raza alienígena ahí fuera. Más de una. Sabe lo de las múltiples copias de la Tierra. Las inhabitadas. Hemos estado aquí antes. Ahora vamos a ver... suponga que los extraterrestres no son como nosotros. Algunos de ellos son primates tribales reconocibles que utilizan herramientas hechas de metal, colonias completas de criaturas marinas que se comunican mediante ultrasonidos. Pero los otros —la mayor parte de ellos— son insectos sociales que utilizan una ingeniería biológica sorprendentemente avanzada para cultivar lo que necesitan. Hay algunas pruebas de que han colonizado algunas Tierras vacías. Son agresivos y territoriales, y son tan diferentes que... Bueno, una de las posibilidades es que no tienen mentes conscientes excepto cuando las necesitan. Controlan su propio código genético y crean organismos vivos a medida para cualquier trabajo que quieran hacer. No hay pruebas de que quieran hablar con nosotros, y sí de que han despojado algunas de esas Tierras vacías de su población humana. Y dado su, hum, ecosistema descentralizado y su ingeniería biológica, las soluciones políticas convencionales no funcionan. Las militares, quiero decir.
Gregor mira atentamente el rostro de Sagan mientras éste describe el escenario. Hay un leve enfriamiento en las mejillas del exobiólogo cuando sus arterias periféricas se contraen con una sacudida: sus pupilas se dilatan y la tasa de respiración se incrementa. Agrias feromonas comienzan a fluir por sus glándulas sudoríparas y los órganos de los senos nasales de Gregor responden a ellas.
—¿Está bromeando? —pregunta a medias Sagan. Parece decepcionado por algo.
—Ojalá lo estuviera —Gregor hace aparecer una leve sonrisa y exhala un aliento cargado de oxitoxinas y otros mensajeros péptidos que se han adaptado al metabolismo humano. En la cocina el chef que sustituye temporalmente al de siempre (de baja por una enfermedad producida por envenenamiento alimenticio) está preparando el plato de Sagan. Los humanos son criaturas de hábitos: una vez llegue la comida, el astrónomo se la comerá disfrutando de los buenos alimentos. (Vaya una vergüenza para el chef). —No son como nosotros. SETI da por sentado que las inteligencias no humanas son conscientes y están dispuestas a la comunicación con los humanos y, de hecho en eso los humanos son los diferentes. La especie humana sólo lleva por aquí la tercera parte de un millón de años, y solo ha fabricado herramientas de metal y construido asentamientos durante los últimos diez mil años. ¿Y si el defecto para con las especies inteligentes está en medirlas en millones de años? ¿Y si desarrollan fuertes mecanismos de defensa para evitar que otras especies se instalen en su territorio?
—Es increíblemente deprimente —admite Sagan después de pensar un minuto—. No estoy seguro de creerlo sin ver más pruebas. Esto es por lo que queríamos utilizar el transmisor de Arecibo para enviar un mensaje, ¿sabe? Los otros discos están lo bastante lejos como para estar seguros sea lo que sea lo que manden de vuelta: posiblemente no puedan lanzarnos misiles, no con una velocidad de escape de la superficie de treinta dos mil kilómetros por segundo, y si envían mensajes desagradables podemos taparnos las orejas con los dedos.
El camarero llega y desliza el entrante frente a Sagan.
—¿Por qué dice eso? —pregunta Gregor.
—Bueno, por un lado, esto no explica el disco. No podríamos hacer nada como eso; Supongo que esperaba que tendríamos alguna idea de quién lo hizo. Pero desde el punto de vista de lo que me cuenta, colonias de insectos con biotecnología avanzada…eso no suena posible.
—Tenemos cierta información sobre eso —Gregor sonríe de forma tranquilizadora—. Por el momento, lo importante es reconocer que las especies que están en el disco apenas tienen nuestro conocimiento tecnológico y científico. Deles más o menos un par de cientos de años.
—Oh —Sagan se anima un poco.
—Sí —continúa Gregor—. Pero de todas formas tenemos cierta información, aunque no puedo nombrar nuestras fuentes. Ha observado cambios en la estructura de la galaxia tal como la recordamos. ¿Cómo definiría eso?
—Hmm —Sagan está ocupado con un bocado de deliciosas albóndigas aliñadas con tetradotoxinas—. Es claramente una civilización Kardashev de tipo III, que aprovecha la energía de toda la galaxia. ¿Qué más?
Gregor sonríe.
—Ah, estos rusos, ¡obsesionados con el carbón y la producción de acero! Esta es la era de la información, Doctor Sagan. ¿A qué se parecerían los recursos informativos de una galaxia si se pudieran utilizar? ¿Y para qué los utilizaría una civilización inimaginablemente avanzada?
Sagan parece quedarse mudo por un momento, con el tenedor a la mitad de camino de su boca, cargado con una promesa mortal.
—No veo… ¡ah! —Sonríe, terminando su bocado y asiente—. ¿Debo asumir que vivimos en una reserva natural? ¿O quizás en un experimento arqueológico?
Gregor se encoge de hombros.
—Los humanos son animales unidos al tiempo —explica—. Por lo que parece haber un factor común en todas las demás especies inteligentes que utilizan herramientas y que hemos podido caracterizar: parecen entender su pasado como una guía para su futuro. Tenemos fuentes que han…piense en el juego del teléfono estropeado. La creencia que está más ampliamente extendida es que el disco fue fabricado por los entes que vemos trabajar reestructurando la Galaxia, para albergar su, ah, experimentos ontológicos. Para ver su pasado más lejano, antes de convertirse en lo que quiera que sean, y para decidir si el camino por el que han aparecido era inevitable o el resultado de una baja probabilidad. Es el otro lado de ecuación de Drake, si así le gusta más.
Sagan se estremece.
—¿Me está diciendo que sólo somos…recuerdos? ¿Ecos del pasado reconstruidos y repetidos en algún momento inimaginable del futuro? ¿Toda esta monstruosa broma de un experimento cósmico es sólo un entretenimiento?
—Sí, Doctor Sagan —dice Gregor con dulzura—. Después de todo, el disco no es tan grande comparado con la totalidad de la galaxia, ¿no cree? Y yo no diría que el entretenimiento no es importante. ¿Ha pensado alguna vez en nuestra propia infancia? ¿Y se ha preguntado si el tú que se sienta aquí frente a mí hoy era el inevitable producto de su educación? ¿O podría haber sido alguien completamente distinto: un piloto de avión, por ejemplo, o un banquero? Por otra parte, ¿podía alguien más haberse convertido en usted? ¿Qué conjunto de circunstancias se combinan para producir a un astrónomo y a un exobiólogo? ¿Por qué un Dios no debería albergar la misma curiosidad?
—Es decir, que está hablando de introspección, con un propósito. La civilización galáctica quiere ver su propio nacimiento.
—La mente de colmena galáctica —Gregor se tranquiliza, divertido ante lo fácil que es tratar con Sagan—. Recuerde, la información es la llave. ¿Por qué el nivel de inteligencia humana debería ser el nivel más alto? —Durante todo el tiempo continúa exhalando oxitoxina y otros neurotransmisores péptidos que atraviesan la mesa hacia Sagan—. No permita que estas especulaciones le echen a perder la comida— añade como observación, más que como una orden implícita.
Sagan asiente y vuelve a utilizar los cubiertos.
—Esto induce bastante a la reflexión —dice, mientras lleva lleno de agradecimiento el primer bocado hacia sus labios—. Si esto se basa en la inteligencia pura…bueno, me preocupa. Incluso si es una conclusión, tengo que meditar sobre ello. Realmente, no había seguido estas líneas de pensamiento.
—Estoy seguro de que si hay una amenaza extraterrestre, la derrotaremos —le asegura Gregor mientras mastica y traga la albóndiga aliñada con neurotoxinas en salsa de tomate. Y sólo por un momento está contento de relajarse con el lujo de la verdad—. Déjeme todo a mí y veré cómo hacer llegar sus preocupaciones a las personas adecuadas. Después haremos algo con su plato y todo saldrá de la mejor manera posible.
14. Pronóstico reservado
Maddy visita con regularidad a John en el hospital. Al principio por una natural combinación de compasión y aguda culpabilidad; John está bastante solo en este continente de mentiras, estando social y profesionalmente aislado, y Maddy se autoconvence de que lo está ayudando a sentirse en contacto con la gente, motivándolo para recuperarse. También es por la necesidad del trabajo que ella sigue realizando en el laboratorio, incluso alimentando a los blancos horrores retorcidos en el vivero lleno de tierra en ausencia de John; y finalmente por aburrimiento. No es que Bob esté mucho en casa; las obligaciones de su trabajo a menudo lo llevan a nuevos lugares de construcción de una punta a otra de la costa. Y cuando está en casa discuten constantemente hasta las tantas, sacando a relucir las costras de su relación con la resentida amargura de una pareja que hace cincuenta años que se ha dado cuenta de la falsedad de su relación. Así que ella escapa para visitar a John y se dice a sí misma que lo hace para mantener su espíritu arriba mientras él aprende a usar las prótesis.
—No deberías culparte —le dice una tarde cuando se da cuenta de que ella lo mira fríamente—. Si no hubieras estado allí habría muerto. Ninguno de los dos podía saberlo.
—Bien —Maddy da un respingo cuando él se levanta; levanta las anillas hasta su cara y empuja con suavidad los agarres antes de alcanzar un vaso de agua—. Así no… —pero cambia el sentido de la frase en la mitad— …es más fácil de manejar.
—Todo lo que tenemos que hacer es afrontarlo —dice con autoridad, antes de volver a relajarse contra la pila de almohadas. Está mucho mejor ahora que cuando llegó por primera vez, delirando, con la mano inflamada y ennegrecida; pero los efectos secundarios del veneno de las falsas termitas lo han debilitado de otras maneras—. Quisiera saber por qué esas cosas no viven cerca de la costa. Quiero decir, si lo hicieran, nunca nos habríamos molestado por el lugar. Después del primer desembarco, quiero decir—. Frunce el ceño—. Si pudieras preguntar en la oficina del supervisor de la colonia si hay algún registro relevante, podría ayudar.
—El supervisor no es de mucha ayuda—. Es un eufemismo. El supervisor es una especie de retroceso; la última vez que fue a su oficina para preguntar acerca de los mapas de la meseta del noreste le preguntaron si su marido aprobaba que correteara por ahí de esa manera—. Quizá cuando estés fuera de aquí puedas ir tu—. Acerca la silla hasta el borde de la cama.
—El doctor Smythe dice que la próxima semana, seguramente el lunes o el martes —John parece frustrado.
—Las agujas y los alfileres seguirán allí—. No es sólo su brazo derecho, amputado bajo el codo y remplazado por una tosca mezcla de relleno y muelles de acero; el veneno se extendió y algunos de sus dedos del pie también tuvieron que ser amputados. Estaba cerca de morir cuando Maddy llegó al hospital, cuatro horas después del mordisco. Ella sabe que le salvó la vida, que si él hubiera ido sólo casi con toda probabilidad habría muerto; entonces, ¿por qué se siente tan mal por ello?
—Te pondrás bien —insiste Maddy, cubriéndole la mano izquierda con la suya—. Ya lo verás—. Sonríe alentadora.
—Eso espero —durante un momento John la mira; después agita la cabeza lentamente y suspira. Agarra la mano con los dedos, se notan débiles, y ella puede sentirlos estremecerse por el esfuerzo—. Déjame a Jonhson a mi—. Necesito preparar un informe urgente sobre las falsas termitas antes de que alguien más sea picado.
—¿Crees que supondrán mucho problema?
—Mortal—. Cierra los ojos durante unos segundos—. Tenemos que mapear la distribución de su población. Y decírselo a la oficina del gobernador general. Conté doce montículos en una media hectárea, pero era una muestra aislada, y no se puede extrapolar. También necesitamos saber si tienen un comportamiento de enjambre, como una marabunta, o las abejas. Entonces podremos empezar a investigar qué tipo de insecticidas los dejan fuera de combate. Si el gobernador quiere empezar a desarrollar asentamientos satélite el próximo año, necesita saber qué esperar. De otro modo la gente podría acabar herida—. O muerta, asiente Maddy en silencio.
John tiene mucha suerte de estar vivo: El doctor Smythe comparó su condición con la de un paciente que vio una vez mordido por una serpiente de cascabel; y ese fue un solo mordisco de una pequeña falsa termita. Si el interior continental está lleno de esas cosas, ¿qué vamos a hacer? Se pregunta Maddy.
—¿Has visto algún signo de la alimentación de su majestad? —pregunta John, irrumpiendo en su tren de pensamiento.
Maddy se estremece.
—Las hojas del árbol tortuga descienden a buen ritmo —dice con tranquilidad—. Y ha dado a luz a dos obreras desde que la trajimos. Ellas mastican las hojas hasta desmenuzarlas, y después la regurgitan para ella.
—¿De verdad? ¿Se la dan directamente con sus mandíbulas?
Maddy cierra los ojos con fuerza. De esto es de lo que ella realmente esperaba que John no le preguntara.
—No —dice débilmente.
—¿De verdad? —John parece curioso.
—Creo que será mejor que lo veas por ti mismo—. Porque no hay ninguna maldita posibilidad de que le cuente acerca de las cucharas de madera que las falsas termitas obreras han creado a partir de las ramas del árbol tortuga, o del ritual de alimentación, y de lo que le hicieron al abejorro que llegó a la entrada del falso termitero a través de la alambrada.
Él tenía que verlo por si mismo.
15. Rushmore
El Korolev es enorme para una máquina volante, pero bastante pequeño en términos náuticos. Yuri está bastante contento con eso. Es un luchador de corazón, y no puede soportar las tonterías de la Marina. Aun así, está bastante lejos de los MiG—17 con los que obtuvo el título. No tiene una cabina de piloto, o siquiera una cabina de control… tiene un puente, como un barco, con los pilotos, ingenieros de vuelo, navegantes y observadores sentados en herradura alrededor de la silla del capitán. Cuando ruge a través del mar apenas a diez metros sobre el nivel de las olas, y a casi quinientos kilómetros por hora, se agita y sacude hasta que la visión de la tripulación se nubla. El gran reactor que alimenta las turbinas en la cola ruge, y los detectores de neutrones en la mampara tras ellos emite un tic—tac como si fuera un reloj mortal: el resto de la tripulación está amontonada bajo el morro, con tanto blindaje entre ellos y la sala de máquinas como es posible. Es un viaje de nudillos blancos, y Yuri tiene dificultades para resistir la necesidad de flexionar sus manos, agarrar el timón y tirar de él hacia sí. El océano no es amigo del aviador, y pasar rozando sobre esta infinita extensión gris entre continentes del tamaño de planetas fuerza a Gagarin a enfrentarse al hecho de que no es, por instinto, un marino.
Hace dos días que viajan fuera de la nueva—vieja Norte América, cuarenta mil kilómetros más cerca de casa, y aun así a semanas de distancia, pese a que están acortando por la esquina de su camino de exploración parabólica. La fatiga se acumula cuando se sienta al lado de Misha, visiblemente marchito después de su turno de doce horas, y se ata el cinturón.
—¿Algo que reportar? —pregunta.
—No me gusta el aspecto del océano ahí fuera —dice Misha. Indica con la cabeza la estación de navegación que está a la izquierda de Gagarin: Shaw, el alférez irlandés, los ve y saluda.
—¿Permiso para informar, señor? —Gagarin asiente—. Nos hemos encontrado con la demarcación de una termoclina que sugiere otro muro de radiación, esta vez circunvalando mares que no están en las cartas. A ojo diría que estamos en el curso a casa, pero no hemos cartografiado esta ruta y la superficie del agua se está volviendo mucho más fría. En cualquier momento deberíamos avistar los Radiadores, y a partir de entonces deberíamos empezar a mantener un ojo en el tiempo.
Gagarin suspira: explorar nuevos e incógnitos océanos parecía casi romántico al principio, pero ahora es una tarea peligrosa, aunque rutinaria.
—¿Han mantenido el remolque en altitud? —pregunta.
—Sí, señor —responde Misha. El remolque es básicamente una cometa con radares, arrastrado a lo largo de la parte trasera del Korolev durante un kilómetro de cable para advertirles de obstáculos—. No ha mostrado nada…
Justo en ese momento uno de los operadores del radar alza una mano y levanta tres dedos.
—Corrección, Radiadores a la vista, rango trescientos, conexión… de acuerdo, vamos a verlos.
—Mantengan el rumbo —anuncia Gagarin—. Vamos a disminuir a doscientos una vez que veamos con claridad los Radiadores, hasta que sepamos a dónde nos dirigimos—. Se apoya en el costado izquierdo, mirando sobre el hombro de Shaw.
La siguiente hora es desagradablemente interesante. Mientras se acercan a las aletas del muro de radiación, el agua y el aire sobre ella se calman. La densa atmósfera ayuda a la elevación generada por el Korolev, lo cual es bueno, pero empieza a ser imprescindible, lo que es malo. El cielo se vuelve gris y lóbrego, y la lluvia cae en láminas que martillean en las ventanillas acorazadas del puente, como metralletas. El viaje se vuelve racheado y lleno de saltos, hasta que Gagarin ordena que dos de las turbinas delanteras arranquen, sólo por si acaso bajasen demasiado. Los enormes motores del jet engullen fuel y normalmente están apagados en vuelo de crucero, usados tan sólo para despegues rápidos y situaciones extraordinarias. Pero perforar un frente glacial y una tormenta no es tan usual en vuelo por lo que a Gagarin concierne, y la pesadilla que todos los conductores del Ekranoplano afrontan se torna en un monstruoso océano a velocidad de crucero.
Al poco los navegantes identifican un camino entre las dos aletas de radiación, y Gagarin lo autoriza. Está empezando a relajarse mientras los enormes monolitos suben por encima de las nubes grises cuando uno de los pilotos de vigilancia grita:
—¡Icebergs!
—¡Maldita sea! —Gagarin se sienta derecho—. ¡Enciendan todos los motores! ¡Máxima potencia en ambos reactores! ¡Alerones menores a noventa grados y sáquenos de aquí! —Encara a Shaw con el semblante gris—. Recojan la cometa de radar ahora.
—Mierda —Misha comienza a invertir interruptores en su consola, incluso los dobles para control de daños central—. ¿Icebergs?
El enorme efecto suelo hace que la embarcación de bandazos y ruja mientras el tercer piloto comienza emitir gases calientes por el tubo de escape de las turbinas al ponerse en marcha los otro doce motores. Probablemente les queden menos de seis horas de combustible, y lleva quince minutos con todos los motores salir del agua, pero Gagarin no quiere arriesgarse a encontrarse con un iceberg con el efecto suelo. El Ekranoplano puede funcionar como un enorme, pesado y desgarbado hidroavión si tiene que hacerlo; pero no tiene potencia de motor para hacerlo sólo con los reactores, o para elevarse por encima de montañas flotantes de hielo. Y chocar contra un iceberg no está en los planes de Gagarin.
La lluvia inunda el techo del puente, y ahora el cielo empieza a oscurecerse aún más, los enormes muros de los Radiadores abultan entre el crepúsculo a ambos lados. La lluvia es gélida, las gotitas se congelan, llenando las alas del Korolev con una letal pátina de hielo.
—¿Qué pasa con los calefactores superiores? —pregunta Gagarin—. ¡Vamos!
—Estamos en ello, señor —comenta el piloto número cuatro. Momentos después la peligrosa lluvia se transforma en granizo, tableteando y retumbando, pero sobre todo sin posibilidades de adherirse a las superficies de vuelo y acumularse haciendo que el peso vuelque la nave—. Creo que vamos a …
Una muralla blanca y espectral aparece en la distancia, martilleando hacia las ventanillas del puente como un tren desbocado. El estómago de Gagarin se sacude.
—¡Arriba, arriba! —el primer y el segundo pilotos forcejean con los controles del sistema hidráulico mientras el morro del Korolev se alza casi diez grados, sacudiéndose el efecto suelo—. ¡Vamos!
Lo consiguen.
El iceberg emerge de la oscuridad de la tormenta y el mar como el límite del mundo; cincuenta metros de alto y tan masivo como una montaña, está incrustado entre la abertura de las aletas de los Radiadores. Billones de toneladas de banquisa se extienden inmóviles sobre el agua, rechinando y gimiendo por la tensión, como si tocasen el infinito. El Korolev patina sobre el frente superior del iceberg, con la quilla apenas a diez metros y continua ascendiendo laboriosamente hacia el cielo oscurecido. Los ojos resplandecientes de sus reactores dejan cicatrices en el hielo bajo ellos. Llegan al mar abierto más allá de las aletas de los radiadores, y aunque la superficie congelada bajo ellos es un espacio de blancor, también está libre de montañas de hielo.
—Apaguen los motores del tres al catorce —ordena Gagarin una vez que recupera suficiente control para controlar las convulsiones de su voz—. Llévenos abajo hasta treinta metros, teniente. Meteorología, ¿cómo es nuestra situación?
—Ártica o peor, camarada general—. La metereóloga, una mujer de Minsk con la cara picada agita la cabeza—. La temperatura en el exterior es de menos treinta, la presión alta—. La lluvia y el granizo se han desvanecido junto a los radiadores, el mar, y la luz, de modo que ya casi ha anochecido.
—Ajá. Misha, ¿qué opinas?
—Creo que acabaremos formando parte de este congelador, señor. Permiso para volver a desplegar la cometa de radar.
Gagarin entorna los ojos en medio de la oscuridad.
—Teniente, manténganos estables a doscientos. Misha, sí, vuelve a colocar el radar. Necesitamos ver adónde nos dirigimos.
Las siguientes tres horas son a la vez tediosas y tensas. Hay más oscuridad y hace más frío que en un apartamento de Moscú en invierno durante un apagón eléctrico. Abajo un mar de hielo que se extiende de horizonte a horizonte, resquebrajándose, crujiendo y haciéndose añicos, formando una inmensa V que crece bajo la estela de presión del Korolev. Las ruinas espectrales de la Vía Láctea se extienden en lo alto, teñidas de rojo y agitadas por influencias alienígenas. Misha supervisa el relanzamiento del radar y pasa el testigo al Comandante Suvurov antes de erguirse con rigidez y bajar al agitado cuarto de la tripulación. Gagarin se ciñe a realizar informes rutinarios cada cuarto de hora, asegurándose de saber qué hace todo el mundo. La tripulación del puente de mando va y viene según sus cambios de turnos regulares. Es rutina. Con ella un aburrimiento mortal. Entonces:
—Señor, recibo una señal. Permiso para informar.
—Adelante —Gagarin realiza un gesto afirmativo al oficial—. ¿Dónde?
—Rumbo cero, de horizonte a horizonte, hay una cresta que se alza diez metros sobre la superficie. Parece una recalada, a uno sesenta y acercándose. Ah, hay un claro y otra recalada más distante a treinta y cinco grados, la cima se alza hasta doscientos metros.
—Será un acantilado. —Gagarin frunce el ceño. Se siente exhausto, su cerebro embotado por el esfuerzo de tomar decisiones constantes tras seis horas en la línea de fuego y más de dos días con esta progresión aplastante y atronadora. Mira a su alrededor—. Comandante, haga llamar al Coronel Gorodin. Helm, ponga rumbo a cero treinta y cinco. Echaremos un vistazo al claro para ver si es una ensenada natural. Si se trata de una masa continental, también deberíamos echar una ojeada antes de continuar nuestro camino a casa.
Durante la siguiente hora se adentran en la noche, moderando la velocidad y rellenando los espacios vacíos del mapa radar de la costa. Es una frontera inhóspita, inhumanamente fría, con una altiplanicie interior. En efecto, hay dos cabos, dos promontorios que sobresalen en la costa a cada lado de una bahía amplia y profunda. En uno de los promontorios y a lo largo de la bahía se yerguen colinas. Algo llama la atención de Gagarin por su extraña familiaridad. Si pudiera recordar qué es… ¿Otro eco de la Tierra? Pero hace muchísimo, demasiado frío, una profunda frialdad antártica. Y él no conoce la costa de Zemlya, la miríada de ensenadas del Paso del Noroeste donde los submarinos navegan en patrullas de vigilancia eternas para defender la frontera de la Rodina.
Una tenue luz que anuncia el alba tiñe de gris las heladas cimas al tiempo que el Korolev navega lentamente entre los cabos, separados por varios kilómetros, dirigiéndose hacia la amplia bahía abierta. Gagarin alza sus binoculares y escanea la distante costa. Hay estructuras, ¡líneas rectas!
—¿Otra civilización en ruinas? —pregunta en un susurro.
—Quizá, señor. ¿Cree que alguien podría sobrevivir con este tiempo?
La temperatura ha caído otros diez grados en el frío precrepuscular, aunque el Ekranoplano se mantiene caliente por el flujo de sus dos reactores de aviación Kuznetsov.
—¡Ajá!
Gagarin comienza a barrer la costa norte. De pronto el Comandante Suvurov se pone en pie.
—¡Señor! ¡Allí!
—¿Dónde? —Gagarin gira la cabeza hacia él. Suvurov está temblando de rabia, de miedo o de algo más. También ha sacado sus binoculares.
—¡Allí! En la ladera sur.
—Donde… —Sujeta sus binoculares al tiempo que la luz del amanecer se vierte sobre el tocón derruido de un rascacielos inmenso.
Detrás hay una ladera, una falla irregular donde la tierra se ha alzado unos cien metros. Huele a antigüedad, una antigüedad magnificada por las esculturas del promontorio. Aquí está lo que la expedición lleva buscando todo este tiempo: la prueba de que no están solos.
—Dios mío —Misha, estupefacto, maldice en lenguaje políticamente incorrecto.
—Marx —dice Gagarin, estudiando los rasgos marcados de la cabeza más cercana—. Ya he visto esto antes, este tipo de cosa. Los americanos tienen un monumento conmemorativo similar. Monte Rushmore, así lo llaman.
—¿Te refieres a la Isla de Pascua? —pregunta Misha—. Esculturas abandonadas por gente que desapareció.
—¡Tonterías! Mirad allí, ¿aquél no es Lenin? Y Stalin, por supuesto. —Reconocible aunque el famoso bigote estuviera resquebrajado y la mitad se hubiera despeñado por el acantilado—. Pero, ¿quién es el que está al lado?
Gagarin ajusta sus binoculares para enfocar la cuarta cabeza. Por algún motivo parece estar menos erosionada que las otras, como si la hubieran añadido en el último momento, quizá en algún tipo de declaración demencial sobre la salud mental de los desaparecidos escultores. Las dos antenas se han roto tiempo atrás y una de las mandíbulas está dañada, pero el rostro sin ojos todavía es reconociblemente inhumano. La cabeza insectil se dirige al océano helado, un enigma en el borde de un continente insular devastado.
—Creo que hemos encontrado a los hermanos socialistas —murmulla Gagarin dirigiéndose a Misha, con una voz tan baja que apenas se elevaba sobre ruido de fondo de la cabina de vuelo—, y ¿sabe?, algo me dice que no queríamos hacerlo.
16. Error antrópico
La estación seca de verano se prolonga indefinidamente y Maddy cada vez pasa más tiempo en la casa laboratorio de John, limpiando y haciéndose la comida, manteniendo al día los cuadernos del laboratorio y alimentando a los especímenes vivos. Por las tardes visita a John en el hospital y le ayuda a redactar sus informes. Perder su mano derecha ha sido un gran golpe: está aprendiendo por sí solo a escribir de nuevo, pero su escritura es lenta e infantil.
Para ella es preferible pasar horas extra en el laboratorio que soportar los silencios vacíos e incómodos de la casa prefabricada de dos habitaciones que comparte con Bob. La mitad del tiempo Bob está fuera realizando visitas de campo a ranchos y canteras lejanos, mientras que la otra mitad trabaja hasta muy tarde. Al menos eso es lo que él dice. Maddy tiene sus sospechas. Bob se enfada si ella no está allí para cocinar, Maddy se irrita cuando él espera que ella limpie y ya han dejado de practicar sexo. Su relación se está yendo rápidamente a pique, secándose y marchitándose en el árido calor continental, hasta el punto de que trabajar en el salón de John entre jaulas, terrarios de cristal y libros hace sentirse a Maddy protegida. Se ha acostumbrado a pasar más tiempo allí, trabajando de verdad a deshoras, y cuando Bob está fuera, se queda a dormir en el sofá de mimbre del comedor.
Un día, más de un mes más tarde de lo esperado, el Dr. Smythe finalmente decide que John está lo suficientemente recuperado para volver a casa. Es embarazoso que Maddy no esté allí la tarde en la que finalmente John recibe el alta. Está en el salón, mecanografiando un informe sobre una subespecie del árbol tortuga y sus conocidos parásitos, cuando la mosquitera da un golpe y se abre la puerta principal.
—¿Maddy?
Ella grita sin poder evitarlo.
—¡John! —Se levanta de la silla para ayudarle con la maltrecha maleta que el taxista ha medio ayudado a dejar en la entrada.
—Maddy. —John sonríe con cansancio—. Echaba de menos estar en casa.
—Entra. —Maddy cierra la mosquitera y sube la maleta por las escaleras. John está extremadamente delgado, apenas la sombra del entomólogo ligeramente entrado en carnes que ella había conocido en el transatlántico de la colonia—. Tengo un montón de cosas para que leas, pero no hasta que estés más fuerte. No quiero que te sobreexcedas y mandarte de nuevo al hospital.
—Eres un ángel. —Se levanta desconcertado en su propio salón, mirando alrededor casi como si hubiera esperado no volver a verlo otra vez—. Estoy deseando ver las termitas.
Maddy se estremece repentinamente.
—Yo no. Sígueme.
Sube la escalera con la maleta, sin mirar atrás. Empuja la puerta de la única habitación habitable, ya que él ha utilizado la otra para almacenar muestras, y tira la maleta sobre el tosco tocador. Ya ha estado allí antes, primero para recoger ropa de John cuando estaba en el hospital y después para limpiar y asegurarse de que no había arañas venenosas merodeando por los rincones. Huele a alcanfor y a recuerdos polvorientos. Se gira hacia él.
—Bienvenido a casa —sonríe tentativamente.
John echa un vistazo alrededor.
—Has estado limpiando.
—No mucho. —Maddy siente el calor en su rostro.
John sacude la cabeza.
—Gracias.
A ella no se le ocurre qué decir.
—No, no, no es eso. Si no hubiera estado aquí habría estado… —John arrastra los pies. Ella parpadea, sintiéndose estúpida y ridícula—. ¿Tienes sitio para un inquilino? —pregunta finalmente.
John mira a Maddy, que no consigue mantener el contacto visual. Está yendo mal, no era lo que ella quería.
—¿Las cosas van mal? —pregunta John, ladeando la cabeza y mirándola fijamente—. Perdóname, no pretendía entrometerme.
—No, no, está bien —Maddy inspira—. Este continente acaba con todo. Bob no ha vuelto a ser el mismo desde que llegamos, o más bien he sido yo. Necesito poner tierra de por medio entre nosotros, durante un tiempo.
—Oh.
—Oh. —Maddy se queda en silencio un momento—. Puedo pagar el alquiler.
Es una excusa, una racionalización transparente y no completamente cierta, pero John evita que se adentre en una mentira mayor porque tropieza, consigue estabilizarse por sí mismo con su brazo derecho, que todavía no está completamente curado, y Maddy se encuentra con el peso de John sobre su hombro mientras que él masculla dolorido.
—¡Ay!, ¡ay!
—¡Lo siento! ¡Lo siento!
—No has sido tú. —Consiguen llegar a la cama y Maddy le ayuda a sentarse a su lado—. Casi me he desmayado. Me siento inútil. No soy ni la mitad del hombre que era.
—Yo no diría eso —dice Maddy de forma ausente, sin comprender bien a lo que John se refiere. Acaricia su mejilla, resbaladiza por el sudor. El pulso de su cuello es fuerte—. Todavía te estás recuperando. Creo que te han mandado a casa demasiado pronto. Vamos a meterte en la cama, descansas durante un par de horas y después buscamos algo que comer. ¿Qué me dices?
—No debería necesitar que me cuiden —John protesta débilmente mientras que Maddy se arrodilla y le desata los zapatos—. No necesito…enfermera. —Pasa sus dedos por el cabello de Maddy.
—Esto no tiene nada que ver con enfermeras.
Dos horas más tarde, el paciente va a la deriva en los límites del sueño, claramente agotado por su tratamiento físico y la presión de volver a casa. Maddy yace enroscada contra su hombro, mirando al techo. Se siente tranquila y en paz por primera vez desde que llegó aquí. Ya no se trata de Bob, ¿no? Se pregunta a sí misma. No se trata de lo que esperen de mí. Se trata de lo que quiero, de encontrar mi lugar en el universo. Siente como su cara se distiende en una sonrisa. De verdad, por un momento, parece como si todo el universo girara a su alrededor en una sincronía majestuosa.
John resopla ligeramente, se sobresalta y se pone en tensión. Maddy se da cuenta de que se ha despertado.
—Qué curioso —dice él tranquilamente y aclara su garganta.
—¿Qué ocurre? Por favor, no estropees esto —le ruega ella.
—No esperaba esto. —Se mueve junto a ella—. No esperaba gran cosa de nada.
—¿Es eso bueno? —pregunta Maddy, tensa.
—¿Aún quieres quedarte? —pregunta vacilante—. Maldición, no quería que sonase como si…
—No, no importa —se enrolla a su alrededor, entonces aparece un pequeño, casi inaudible, aunque persistente golpeteo que les llega a través de las paredes interiores de la casa—. Joder —dice ella quedamente.
—¿Qué es eso? —John comienza a sentarse.
—Son las termitas.
John escucha atentamente. El golpeteo continúa errático, ahora viene, ahora se va, estallando con un traqueteo explosivo.
—¿Qué están haciendo?
—Lo hacen unas dos veces al día —confiesa Maddy—. La puse en la pecera número dos con montones de tierra y hojas y una rejilla en lo alto. Cuando empiezan a alborotar, las alimento.
—Tengo que ver eso —John parece sorprendido.
Las paredes comienzan a sonar de nuevo. Maddy ahoga un suspiro: ahora no es por ella, es por las malditas falsas termitas. Cualquier pensaría que son el centro del universo y ella sólo está allí para alimentarlas.
—Vamos a echar un vistazo entonces —John ya se ha levantado, intentando coger su camisa tirada con las prótesis—. No te preocupes —le dice ella— ¿quién se va a dar cuenta, los insectos?
—Creo que… —la mira, desconcertado— …lo siento, olvídalo.
Ella baja las escaleras con suavidad, deteniéndose cada poco para asegurarse de que él la sigue sin problemas. El golpeteo sigue, haciéndose más audible. Abre la puerta del cuarto de servicio y enciende la luz.
—Mira.
El enorme acuario de paredes de cristal está encima de la mesa. Está forrado con montones de tierra basta y apisonada y en lo alto hay pilas de ramas desnudas y virutas. Está cerca el atardecer y a través de la luz filtrada por las ventanas puede ver a las falsas termitas moviéndose por la superficie de la enlodada cúpula que se abomba sobre la cámara de la reina. Un grupo de ellas recoge un curioso grupo de ramas rectas: mientras mira, las lanzan contra el cristal como un ariete contra la muralla de un castillo. Una pausa, entonces las recogen y vuelven a lanzarlas. Son grandes para ser insectos, cinco centímetros de largo: mucho más grandes que las que se amontaban en las afueras.
—Que extraño —Maddy las mira con atención—. Han crecido desde ayer.
—¿Han? Un momento, ¿recogiste trabajadoras, o…?
—No, tan sólo la reina. Ninguno de estos bichos tiene más de un mes.
Las termitas han terminado de golpear el cristal. Forman dos filas a cada lado de la madera, apuntando con sus cabezas a los enormes, monádicos mamíferos más allá de la barrera alienígena. Mirándolas de cerca Maddy se da cuenta de otros signos de cambios morfológicos: la creciente complejidad de sus dedos, los bultos en la parte trasera de sus cabezas. ¿También está cambiando la reina? Se pregunta, brevemente turbada por visiones de inteligencias malignas surgiendo de debajo de la superficie del vivario, cómo podría escapar a la luz de la luna.
John continúa detrás de Maddy, y la aprieta contra sus brazos. Ella tirita.
—Me da la impresión de que estuvieran mirándonos.
—Pero no tiene que ver con nosotros, ¿verdad? —le susurra en el oído—. Vamos, todo lo que ocurre es que las has entrenado para sonar una campana para que los experimentadores les den una golosina. Piensan que el universo está hecho a su conveniencia. Los insectos son estúpidos, tan solo un montón de reflejos condicionados. Vamos a alimentarlos y a volver a la cama.
Los dos humanos salen y suben las escaleras juntos, cogidos del brazo, dejando inadvertidos los planes de la furiosa colmena aborigen para escapar.
17. Siempre es Primero de Octubre
Gregor se sienta en un banco del Paseo Marítimo, contemplando la Estatua de la Libertad a través del río. Lleva una bolsa con pan duro y lo lanza a la bandada de palomas que picotea al lado de sus pies. Son las tres menos seis minutos en la tarde del Primero de Octubre, de un año irrelevante. De hecho, es demasiado tarde. Así es como siempre termina, aunque la brisa marina y la luz de sol son inesperados bonos de pago.
Las palomas se empujan y persiguen unas a las otras mientras deja caer otro pedazo de mendrugo en el pavimento. Por una vez no ha tenido que molestarse en dejarlo empapado toda la noche en una solución al 5% de fenol. Esto es algo así como un almuerzo gratis, si eres una paloma en el lugar equivocado en el momento equivocado. Él va a morir pronto, y si alguna de las palomas sobreviven agradecerán los restos.
No hay mucha gente alrededor, así que cuando el jadeante tipo trajeado de media edad llega a su campo de visión, corriendo como si estuviera persiguiendo su cartera perdida, Gregor lo avista inmediatamente. Es Brundle, que parece ligeramente patético cuando se mueve como hombre—colmena. Gregor agita una mano con indecisión y Brundle cambia la dirección.
—Llego tarde —jadea, pateando las palomas hasta que vuelan para hacerle sitio al otro lado del banco.
—¿En serio?
Brundle asiente con la cabeza.
—Deberían llegar sobre el horizonte en unos cinco minutos.
—¿Cómo lo has diseñado? —Gregor no está particularmente interesado, pero la cháchara técnica servirá para pasar los segundos restantes.
—Ataque de hombre—en—el—medio4, ramificado por todos sus servicios de inteligencia—. Brundle parece satisfecho de sí mismo—. Comprendiendo su especialización de castas lo hace más fácil. Hace dos semanas le dijimos al Directorio Principal Soviético que MacNamara estaba usando el programa NP—101 como tapadera para un ataque preventivo. Al mismo tiempo conseguimos que la Administración Nacional Oceánica incrementara su frecuencia de mapeado, y dirigimos el incremento de la actividad soviética a una de nuestras fuentes en el Comando Estratégico del Aire. No lleva mucho tiempo conseguir que las colmenas
4 Es un ataque (usado habitualmente en criptografía) en el que el enemigo adquiere la capacidad de leer, insertar y modificar a voluntad, los mensajes entre dos partes sin que ninguna de ellas conozca que el enlace entre ellos ha sido violado. (N. del T.) humanas sean un hervidero de respuestas positivas.
Por supuesto, ni Brundle ni George están usando palabras para su incriminatorio intercambio. Sus cuerpos fenotípicamente humanos encubren algunas útiles modificaciones, encapsulados tumores nudosos de su neuroectodermo que protegen los delicados tejidos de sus diseñadores, circuitos neuronales que poseen capacidades que los genetistas humanos ni siquiera han imaginado. Un visitante de una sociedad humana más avanzada podría empezar a charlar excitadamente acerca de nanomáquinas de fase acuática y radiopaquetes neuronales de banda ancha, pero nadie en este soleado día del Nueva York de 1979 más un millón piensa en esas cosas. Aún piensan que el universo pertenece a su especie, primates de cráneo cerrado, sociales pero no eusociales. Brundle y Gregor lo saben bien. Son trabajadores de un orden mayor, cuidadosamente diseñados para su tarea específica y aunque parecen humanos no hay más humanidad que la que ve el ojo. Ni siquiera Gagarin podría conjeturarlo, un individualista atrapado en la maquinaria de una colmena política utópica. Las termitas de Nuevo Iowa y huéspedes de los otros continentes Galápagos en el disco no son el futuro, pero son una mejor aproximación que cualquier cosa que los humanos hayan conseguido, incluso aquellos especímenes planetarios que han modificado su propio genoma para implementar con éxito verdaderas sociedades eusociales. Las mentes grupales no tienden a cometer errores antrópicos.
—Así que se terminó, ¿no? —pregunta Gregor en voz alta, en el artificial discurso al que los humanos están constreñidos.
—Sí. En cualquier momento.
Las sirenas de ataque aéreo comienzan a gemir. Las palomas se asustan, saliendo despavoridas en una nube de pánico blanco.
—Oh, mira.
La entidad detrás de los ojos de Gregor mira fijamente a través del río, esperando mientras sus tumores llaman a casa. Siempre divaga sobre estas últimas horas antes del fin de la misión —un tiempo de destrucción en el que la información se pierde— pero al menos recuerda el resto. Como hacen las hifas de la enorme red de rizomas que se expanden bajo el banco del parque, emitiendo lentos pensamientos vegetales y transmitiendo sus vivaces recuerdos monádicos hacia su madre por medio de la ingeniería fúngica trenzada que enhebra el profundo lecho oceánico. La próxima versión de él será creada conociéndolo casi todo: la lucha por contener los molestos y duros primates con su insistente paranoia individualista, la consternación de tener que esterilizar cuidadosamente los pocos ilustrados como Sagan…
Los humanos no son útiles. El futuro pertenece a las inteligencias grupales, a las mentes colmena. Incluso las falsas termitas, nativas de aquel lugar, tiene más con qué contribuir. Y Gregor, con sus teratomas y su ausencia de extremidades, tiene más con que contribuir que la mayoría. La cultura que lo ha enviado, y a otro millón de infiltrados antropomórficos, comprende bien eso: será recompensado y propagado, su genoma y memeoma preservados por el colectivo mientras elimine sistemáticamente otra epidemia de humanidad. El colectivo progresa en su camino de ocupar un décimo del disco, o al menos de mantenerlo limpio de forma de vidas competitivas. Con el tiempo abrirán negociaciones con sus vecinos en los otros discos, uniéndose al proceso de moldear una conciencia distribuida que será el primitivo eco de la vasta y ramificada inteligencia que gira a lo lejos en el firmamento. Y esta vez, sabiendo por qué está naciendo, el nuevo Dios tendrá un nivel de autoconocimiento prohibido a sus progenitores.
Gregor espera con ansia ser uno de los recuerdos de la mente colmena: es un destino que ninguno de estos humanos podrá conocer más que de segunda mano, filtrado a través de sus sensibilidades eusociales. Hasta el punto que le molesta considerar el tema, cree que es una decepción. Él puede estar aquí para ayudar a exterminarlos, pero no es resentimiento personal: es más como verter gasolina sobre un hormiguero engorroso que ha aparecido en el patio equivocado. La obligación lo irrita y reniega en voz alta, dirigiéndose a Brundle:
—Si se dieran cuenta de lo a fondo que han sido infiltrados, o qué pesimamente sus propias individualidades los defraudan…
Resplandores por encima del océano, destellos rubíes reflejados desde los delgados jirones de nubes estratosféricas.
—Puede que aprendan a cooperar algún día. Como nosotros.
Más resplandores, acercándose mientras el frente nuclear se desarrolla.
Brundle asiente.
—Pero entonces ya no serán humanos. Y en cualquier caso será demasiado tarde. Un millón de años tarde.
Un parpadeo demasiado brillante para verlo, propagándose más rápido que la velocidad de sus señales nerviosas pone punto final a la conversación. Segundos después, la onda expansiva arrastra sus cenizas sobre el cemento emblanquecido del banco. Muy lejos a través del disco, el juego del mono y la hormiga continúa; pero en este momento, en este lugar, el dilema ha sido resuelto. Y no hay vencedores humanos.
Fin
*Premio Locus
De Novela Corta 2007*
Título Original: Missile Gap
© Charles Stross 2006
© Traducción: Raúl Gonzálvez
Grupo AJEC - Ficcionbooks
ISBN: 978-84-15156-39-0