EL FIN DE LA RAZA (Lester del Rey)
Publicado en
enero 05, 2017
Hwoogh se rascó el espeso pelo que cubría su estómago y contempló como el Sol trepaba por encima de la colina. Se golpeó en el pecho sin muchos ánimos, rugió con timidez y terminó gruñendo hasta callarse. En su juventud, había rugido y golpeado con vigor para ayudar a alzarse al dios, pero ahora no valía la pena. Nada valía la pena. Encontró un grano de sal del sudor seco debajo de su pelo, se lo metió en la boca y volvió a dormirse.
Pero el sueño no acudía. En el otro lado de la colina había gran agitación y alguien golpeaba un tambor con un rítmico latido. El viejo hombre de Neanderthal gruñó y se tapó las orejas con las manos, pero no pudo ahogar el canto de bienvenida al Sol. Otra de las ideas de los Charlatanes.
En otros tiempos, aquel fue un mundo, agradable, lleno de gente peluda que gruñía llena de satisfacción; gente que un hombre podía comprender. Había caza por todas partes y las cavernas estaban llenas del humo de las hogueras. Él había jugado con los pocos jóvenes que nacían, aunque cada año menos niños llegaban para ocupar su puesto en la tribu, y había crecido para alcanzar la virilidad, lleno de orgullo en su fuerza. Pero aquello fue antes de que los Charlatanes convirtieron el valle en uno de sus campos de caza.
Antiguas tradiciones, medio explicadas, medio comprendidas, hablaban de la tierra en los tiempos pasados cuando sólo su gente cruzaba la ancha tundra. Habían llenado las cavernas y salido a cazar en manadas demasiado grandes para que ningún animal pudiera resistirlas. Y los animales bullían en la tierra, empujados hacia el Sur por la Cuarta Época Glacial. Luego el Gran Frío había vuelto y los tiempos se hicieron difíciles. Una gran parte de su tribu había muerto.
Pero muchos sobrevivieron y cuando la atmósfera se hizo de nuevo más caliente y seca, la tribu volvió a resurgir, antes de la llegada de los Charlatanes. Después — Hwoogh se agitó inquieto —, por alguna razón que él no comprendía, los Charlatanes se apoderaron de más y más tierra, mientras su gente retrocedía y disminuía ante ellos. El padre de Hwoogh le dijo una vez que su pequeño grupo en el valle era todo lo que quedaba de la antes poderosa raza de Neanderthal, y que aquel era el único lugar en la gran planicie de la Tierra adonde rara vez llegaban los Charlatanes.
Hwoogh tenía ya veinte años cuando los vio por primera vez, unos hombres altos, de largas piernas, de pies ágiles y agudos ojos, caminando por todas partes como si fuesen los dueños de la tierra, haciendo ruido con la boca sin cesar. En el verano de aquel año, habían plantado sus tiendas de pieles al otro lado de la colina, lejos de las cavernas, e hicieron magia para propiciar a sus dioses. También había magia en sus armas y los animales caían fácilmente ante ellos. La gente de Hwoogh retrocedió, vigilándoles con temor, odiándoles vagamente, hasta que finalmente se acercaron para pedir limosna y robar lo que podían. Una vez, un joven macho había matado al niño de un Charlatán y había sido apaleado y luego expulsado de la tribu, para morir por ello. Después de aquello, existió una tregua entre los Cro-Magnon y los Neanderthal.
Ahora, toda la gente de Hwoogh había desaparecido, excepto él, sin dejar ningún niño. Siete años habían pasado desde que el hermano de Hwoogh se encamó en un rincón oscuro de la caverna para enviar su último aliento en el largo viaje a reunirse con sus antepasados. Siempre fue débil y sin vigor, pero era el único amigo que le quedaba a Hwoogh.
El viejo se revolvió en la cama de hojas y deseó que volviese Keyoda. Quizás le traería algo de comida de los Charlatanes. Ahora ya no valía la pena salir a cazar, cuando los Charlatanes ya habían partido para matar a todas las presas fáciles. Era mejor que un hombre durmiese siempre, ya que el sueño era la única cosa agradable que le quedaba en aquel mundo que le rechazaba; hasta la bebida que los Cro-Magnons hacían de raíces machacadas le producía fuerte dolor de cabeza al día siguiente.
Se retorció dando vueltas en la cama cerca de la entrada de la caverna, gruñendo irritado. Una mosca zumbó por encima de su cabeza provocándole y Hwoogh hizo un ágil gesto. La sorpresa iluminó su rostro cuando sus dedos se cerraron encima del insecto y se lo tragó con un momentáneo destello de placer. No era tan bueno como los gusanos que se encontraban en el bosque, pero así y todo ara un bocado exquisito.
El dios del sueño se había marchado y aunque tratase de engañarle quedándose quieto y roncando estaba seguro que no volvería. Hwoogh se incorporé y se quedó sentado encima de sus talones. Hacía semanas que quería fabricar una nueva punta para su tosca lanza, y se levantó para deambular por la cueva en busca de materiales adecuados. Pero su voluntad se debilitaba a medida que se aproximaba al trabajo y al fin se quedó inmóvil, contemplando el pequeño arroyo debajo de la caverna y las algodonosas nubes que cruzaban el cielo, sin pensar en nada. Era la primavera agradable y el Sol le calentaba;
El dios del Sol volvía a adquirir vigor, ahuyentando a las frías nieblas del valle. Durante muchos años, Hwoogh adoró al dios como algo suyo, pero ahora parecía adquirir vigor sólo para los Charlatanes. Mientras el dios estuvo enfermo, la gente de Hwoogh fue poderosa; ahora que su larga enfermedad terminó, los Cro-Magnons se extendían por los bosques como las pulgas en su espalda.
Hwoogh no podía comprenderlo. Quizás el dios estaba irritado con él, ya que las ideas de los dioses son incomprensibles. Gruñó de nuevo, deseando tener a su lado a su hermano, quien sabía más de esas cosas.
Keyoda escaló la escarpa delante de la cueva, interrumpiendo sus reflexiones. Traía migajas de comida del pueblo de tiendas y los restos de una pierna de caballo, que Hwoogh agarró en el acto para destrozar la carne con sus fuertes dientes. Sin duda los Charlatanes tuvieron buena presa el día anterior, ya que eran tan generosos con sus regalos. Gruñó un saludo hacia Keyoda, quien se había sentado al sol en la entrada de la caverna, frotándose la espalda.
Keyoda era tan repulsiva como casi todos los Charlatanes para Hwoogh, con sus largas piernas y cortos brazos y su postura erecta. Hwoogh recordó con un suspiro a las jóvenes hembras que conoció en los días de su pasada juventud; eran hembras hermosas, de cuerpo corto y cuadrado, bien musculadas, de cuello casi inexistente y de agradables frentes estrechas. Siempre se maravilló Hwoogh de que las mujeres Cro-Magnon con sus lisos rostros desprovistos de colmillos pudieran encontrar esposos, pero sin embargo era así.
Keyoda no lo había encontrado, desde luego, y en el caso de ella Hwoogh encontraba la justificación de su lógica. Había ocasiones cuando casi sentía simpatía hacia ella y a su manera era bondadoso con la mujer. Cuando Keyoda era una niña, había sufrido un accidente y su espalda quedó inutilizada para realizar el pesado trabajo que le corresponde a la esposa. Despreciada por los miembros de su tribu, poco a poco se acostumbró a ser tolerada como un paria en su propia tribu. Cuando encontró a Hwoogh por primera vez, la hospitalidad del hombre de Neanderthal llenó de agradecimiento a la mujer. Los Charlatanes eran nómadas que seguían a los grandes rebaños hacia el Norte durante el verano y en dirección Sur en el invierno, moviéndose siempre con las estaciones, pero Keyoda se quedó con Hwoogh en su caverna e hizo para él las pocas tareas que eran necesarias en la pobre vivienda. Hasta un medio-hombre como Hwoogh era preferible a no tener ninguno y el hombre de Neanderthal era bueno para ella.
—¿Hwunkh?— preguntó Hwoogh. Con su estómago repleto se sentía mejor dispuesto hacia el mundo en general.
—Oh, salieron a cazar y me permitieron recoger las sobras... ¡a mí, que he sido la hija de un jefe!... como hacen siempre. — La voz de Keyoda fue antaño aguda y llena de vitalidad, pero el cansancio de los años llenos de fracasos había embotado el timbre de su voz.
—Pobre, pobre Keyoda— piensan en la tribu —, dejemos que coja lo que quiera, siempre que no sea algo que nosotros necesitemos. Toma. — Keyoda extendió hacia Hwoogh una tosca lanza, con una piedra apenas trabajada en la punta, con el triángulo desigual —. Uno de ellos me ha dado esto... no se parece en nada a las que ellos usan, pero es tan buena como las que tú puedas hacer. Uno de sus hijos se está practicando en la construcción de lanzas.
Hwoogh la examinó; era buena, admitió, muy buena, y la punta de piedra estaba firmemente asegurada en el ástil. Hasta los muchachos, con sus ágiles dedos y sus pulgares que podían retorcer en todos sentidos, podían hacer mejores armas que él; sin embargo, muchos años antes, Hwoogh era famoso en su tribu por la perfección de su trabajo en las armas de pedernal.
Se puso en pie lentamente, mientras hacía el signo de caza. La forma de su mandíbula y la disposición de su lengua, junto con el poco desarrollado lóbulo frontal izquierdo de su cerebro, hacían muy rudimentario su lenguaje, y por lo tanto Hwoogh ayudaba a sus monosílabos guturales y labiales con gestos que Keyoda comprendía con facilidad. Ella se encogió de hombros e hizo un gesto de despedida, mientras empezaba a roer uno de los huesos.
Hwoogh empezó a vagar por las cercanías sin grandes ánimos, consciente del hecho de que era un hombre viejo. Pero vagamente sabía que la vejez no debió llegar hasta dentro de muchas nieves; no era el número de inviernos, sino alguna otra cosa lo que le convertía en un viejo, algo que podía sentir sin comprenderlo. Se dirigió hacia los campos de caza, con la esperanza de encontrar algo que no necesitase mucho esfuerzo para ser capturado. Los desdeñosos regalos de los Charlatanes eran amargos a su paladar.
Pero el Sol-dios se alzó hasta el techo de su caverna azul sin que Hwoogh tropezase con el más pequeño animal. Dio media vuelta para regresar y en una de las cuevas del sendero encontró a un grupo de Cro-Magnons que volvían a su campamento con el cuerpo de un reindeer atado a una pértiga que dos de ellos llevaban encima de los hombros. Todos se pararon para gastarle bromas y gritarle un saludo burlón.
—¡No te canses, Peludo! — se pavonearon, con voces claras y alegres Hemos capturado a toda la caza que hay por aquí. Vuélvete a tu cueva y duerme.
Hwoogh se encorva un poco más y se apartó a un lado, arrastrando detrás de él la lanza inútil. Uno de los que formaban el grupo se acercó a él corriendo ágilmente. A veces Legoda, el hechicero y artista de la tribu, parecía casi sentir amistad por él, y ésta era una de tales ocasiones.
—Fue mi presa, Peludo — dijo con tolerancia —. La última noche hice una potente magia de reindeer y el animal cayó con mi primera lanza. Ven a mi tienda y te regalaré una pierna. Keyoda me enseñó una nueva canción que aprendió de su padre y quiero pagarle ese servicio.
¡Piernas, costillas, huesos! Hwoogh estaba cansado de los trozos de carne exterior. Su cuerpo reclamaba con ansia el alimento más delicado de las entrañas y el hígado. Hacia días que toda su piel le picaba, llena de manchas rojizas, y sentía que necesitaba las suculentas partes interiores para curarse; en otras ocasiones, siempre le hicieron bien. Lanzó un gruñido, medio agradecimiento y medio irritación y continuó su camino. Legoda lo agarró por un brazo, reteniéndole.
—No, quédate, Peludo. A veces me has traído suerte, como en aquella ocasión en que encontramos el ocre brillante que necesitaba para mis pinturas. En el campamento habrá bastante carne para todos. ¿Por qué quieres seguir persiguiendo la caza?— Y cuando vio que Hwoogh vacilaba, su voz se hizo más insistente, no por bondad, sino por un repentino deseo de imponer su voluntad —. Los lobos corren muy cerca de aquí y uno solo no es suficiente contra la manada. Partiremos el reindeer en el campamento tan pronto como lleguemos. ¡Te dejaré escoger el trozo que más desees!,
Hwoogh gruñó una malhumorada conformidad y empezó a seguir al grupo de Cro-Magnons a unos pasos de distancia. Las limosnas de los Charlatanes eran amargas para él, pero el hígado era siempre hígado... si Legoda cumplía su palabra. Ahora iban cantando la áspera canción del Sendero, trotando con facilidad bajo la carga del reindeer, mientras que él los seguía con dificultad por la rapidez de su paso.
Cuando se acercaron al pueblo de los nómadas, sus tiendas de toscas pieles y humeantes fuegos despedían un acre olor que irritó el olfato de Hwoogh. El olor de los Cro-Magnons de largas piernas era bastante desagradable sin necesidad de añadirle la sucia emanación del campamento y el hedor de los fuegos de boñigas. Hwoogh prefería el olor a rancio de su húmeda cueva.
Una nube de niños se extendió delante de los cazadores, gritando de rabia al ver que no pudieron tomar parte en una cacería tan fácil. Cuando vieron al hombre de Neanderthal, lanzaron un aullido de júbilo y cargaron contra él, tirándole palos y piedras y saltando delante de él en fingidos ataques. Hwoogh se estremeció encogiéndose, amenazándoles con su lanza y lanzando espantables gruñidos. Legoda se echó a reír.
—En verdad, oh Peludo Chokanga, tu voz debería hacerlos huir llenos de miedo. Pero ya puedes ver que no te temen. ¡Fuera de aquí, piojos de dos patas! ¡Fuera, digo! — El enjambre retrocedió ante su voz autoritaria y quedó detrás de ellos, siempre gritando. Hwoogh los miró preocupado, pero sabía que mientras Legoda no cambiase de parecer, estaba a cubierto de sus travesuras.
Legoda estaba de excelente humor, riendo y bromeando con las mujeres del campamento hasta que su joven esposa salió y los hizo callar. La joven se lanzó hacia el reindeer con su cuchillo de pedernal en la mano y las otras mujeres se reunieron con ella.
—Heya — advirtió Legoda — Chokanga, el Peludo, tiene derecho a escoger el trozo que quiera. Mi palabra, se lo ha dado.
—¡Oh, hombre tonto! — Hubo escarnio en la voz de ella y en la mirada que lanzó hacia Hwoogh —. ¿Desde cuándo tenemos que alimentar a las bestias de las cavernas y a los peces del río? Estás loco, Legoda. Deja que él mismo cace su comida.
Legoda la pinchó en el trasero con la punta de su lanza, mientras sonreía.
—Sí, sabía que ibas a protestar. Pero a pesar de todo, nosotros debemos a esa gente muchas cosas... éste era su campo de caza cuando nosotros no éramos más que cachorros, luchando para llegar hasta esta lejana tierra. ¿Qué daño hay en darle comida a un anciano?— Se volvió hacia Hwoogh e hizo un gesto con la mano. —Mira, Chokanga, mi palabra es buena. Llévate lo que desees, pero cuida de que no sea más de lo que tu barriga y la de Keyoda puedan comer esta noche.
Hwoogh se dejó caer al lado de la pieza para levantarse casi en el acto con el hígado y las suculentas y dulces grasas de las entrañas. Con un agudo grito de rabia la compañera de Logoda se lanzó hacia él, pero el hechicero de la tribu la contuvo.
—¡No, ha hecho bien! Sólo un estúpido escogería las costillas cuando el corazón de la carne estaba al alcance de su mano. ¡Por los dioses de mi padre, que yo mismo pensaba comerme este hígado! ¡Oh, Peludo, me has quitado la comida de mi propia boca, pero te aprecio más por ello! Vete, antes de que Heya te alcance.
Mañana, pensó Hwoogh, era posible que Legoda le azuzase los niños sucios y traviesos del campamento, por su acto de esta tarde, pero el mañana estaba en otra cueva del Sol. Emprendió un trotecillo hacia la izquierda, rodeando la colina, mientras los furiosos insultos de Heya y el tranquilo buen humor de Legoda seguían sus pasos. Un trozo de hígado colgaba del montón de carne que apretaba contra su pecho y Hwoogh empezó a masticarlo mientras corría. Keyoda estaría contenta, ya que casi siempre era ella la que tenía que mendigar la comida para los dos.
Con estos pensamientos volvió un poco la propia estimación de Hwoogh. ¿Acaso fue más listo que el propio Legoda y escapaba del campamento con el mejor trozo de la presa? ¿Es que alguna vez Keyoda consiguió algo semejante cuando fue al pueblo de los Charlatanes? Bien, todavía podía aprender algo del astuto cerebro del viejo Hwoogh.
Desde luego que los Charlatantes estaban todos locos; sólo unos tontos podían hacer lo que había hecho Legoda... Pero aquello no debía importarle. Apretó con satisfacción el hígado y grasa contra su pecho y sonrió con una sensación de bienestar. Hwoogh no era uno de esos que miran en la boca del caballo que les han regalado.
El fuego se había convertido en una masa de rojizos y medio apagados carbones cuando Hwoogh llegó a la cueva y Keyoda estaba tendida en la única cama, roncando fuertemente, el rostro encendido. Hwoogh olió el aliento de ella y sus sospechas se vieron confirmadas. De algún modo que él no sabía, Keyoda había bebido del agua de fuego de los Charlatanes y su sueño estaba embotado por el estupor de la borrachera. El la empujó rudamente con el pie y la mujer se sentó con los ojos inyectados en sangre.
—Oh, de modo que ya has vuelto. Bien, has traído hígado y grasa! Pero eso no cayó nunca ante la punta de tu lanza; has estado en el pueblo y lo has robado. Oh, espera hasta que te agarren! — Pero de todos modos, se lanzó con avidez hacia la carne, y puso unas ramas en el fuego para asar el hígado sobre las llamas.
Hwoogh le explicó lo sucedido lo mejor que supo, y la mujer pudo comprender el sentido de sus gestos. —¿De modo que fue así? Vaya, ese Legoda, siempre con sus bromas e ideas raras, y que sea mi propio sobrino...
La mujer sacó el hígado del fuego, aún medio crudo, y los dos se pusieron a comer con avidez, mientras ella reía y maldecía a la vez. Hwoogh señaló a la nariz rojiza de Keyoda e hizo un gesto de desagrado.
—¿Bien, que te importa si lo hice?— El licor endurecía el tono de sus palabras —. Ese inútil del hijo del jefe ha venido aquí.a pedirme que le cuente historias. Y para conseguir soltar mi vieja lengua me ha traído el brebaje hecho de raíces. ¡Ah, qué historias he podido contarle esta tarde... y algunas de ellas eran verdaderas! — Hizo un gesto hacia una tosca vasija de barro—. Creo que lo ha robado, ¿pero qué nos importa a nosotros? Bebe, Peludo. No todos los días podemos beber el agua de fuego.
Hwoogh recordó los dolores de cabeza producidos por sus anteriores experimentos, pero olfateé la vasija con curiosidad y la fuerza del agua mágica lo dominó. Aquello llevaba la esencia de la juventud, el fuego que devolvía la vida a sus piernas y los recuerdos a su mente. Se llevó la vasija a la boca, casi ahogándose mientras el ardiente líquido le corría por la garganta. Keyoda le quitó el recipiente de las manos antes de que pudiera terminar la bebida y apuró los últimos sorbos.
—¡Ah, esa bebida hace desaparecer el dolor de mi espalda y que la sangre corra con fuerza por mis venas! — Ella se tambaleó ligeramente y empezó a cantar los fragmentos de una antigua canción.
—¡Siempre haces igual! que no puedes aprender a no: beberlo todo de una vez? De este modo la bebida no dura tanto y habrás perdido el conocimiento antes de que puedas sentir bienestar.
Hwoogh se tambaleó cuando el alcohol se apoderó de su cerebro y sus rodillas se doblaron aún más de lo acostumbrado. La cama se levantó para golpearle en el rostro, su cabeza estaba llena de moscardones que zumbaban alegremente y las paredes de la caverna giraban locamente a su alrededor. Rugió un desafío a la caverna, mientras Keyoda reía.
—¡Eh! Al oírte aullar cualquiera pensaría que eres el último Chokanga que quedaba en la Tierra. Pero no lo eres... ¡no, no lo eres!
—¿Hwunkh?— Aquello le preocupé. Por lo que Hwoogh sabía, no había otros como él en ningún lugar. Hizo un gesto para agarrarla, sin conseguirlo, pero ella cayó al suelo y se apretó contra él, su aliento ardiente contra su rostro.
—¿Eh? Bien, es la verdad. El muchacho me lo ha dicho. Legoda encontró tres de ellos, iguales a ti, dice, en las tierras del Este, hace tres primaveras. Tendrás que preguntárselo a él... yo no sé nada más. — Keyoda se revolvió en la cama de hojas, gruñendo palabras incoherentes, mientras él trataba de asimilar la noticia. Pero la bebida era demasiado fuerte para su cabeza y pronto estuvo roncando al lado de la mujer.
Keyoda se había marchado al pueblo cuando se despertó y el Sol tenía el largo de una lanza por encima del horizonte. Hwoogh buscó un trozo del hígado del día anterior, pero su sabor no era tan bueno como antes y su estómago protestó vigorosamente rechazando la comida. Se apoyó, en la pared de la caverna hasta que su cabeza pudo dominar su cuerpo y luego bajó hasta el arroyo para calmar el demonio de la sed que se había apoderado de él durante la noche.
Pero tenía algo que debía hacer, algo que medio recordaba de lo sucedida la noche anterior. ¿Acaso Keyoda no le había hablado respecto a otros de su raza? Sí, tres de ellos, y Legoda conocía la historia. Hwoogh vaciló, recordando que se había burlado de Legoda el día antes; el joven podía estar irritado contra él. Pero se sentía dominado por una poderosa curiosidad y había un extraño anhelo en su corazón. Legoda tendría que decirle lo ocurrido.
Con cierta repugnancia, regresó a la caverna y buscó en un agujero que era un secreto aún para Keyoda. Sacó sus tesoros, mirándolos con reverencia, mientras escogía los mejores. Eran brillantes conchas y piedras de colores, un collar de piedras toscamente pulidas que perteneció a su padre, emblema de su virilidad, trozos de pieles y otras cosas con las que pensaba hacerse adornos para él cuando tuviese tiempo. Pero el deseo de saber era más fuerte que el orgullo de so posesión; dejó caer su tesoro en una mano y marchó en dirección el pueblo.
Keyoda estaba hablando con las mujeres, murmurando las frases acostumbradas que usaba para mendigar comida y Hwoogh bordeó el campamento buscando al joven artista. Finalmente encontró al Charlatán en un lugar poco alejado del pueblo, haciendo extraños gestos con dos palos. Se acercó con precaución, pero Legoda oyó el rumor de sus pasos.
—Acércate, Chokanga y contempla mi nueva magia. — La voz del joven estaba llena de orgullo, sin rastro de resentimiento ni amenaza. Hwoogh suspiró con alivio y se acercó lentamente.
—Acércate, no tengas miedo. ¿Crees que estoy arrepentido del regalo que te hice ayer? No, aquello fue culpa de mi propia estupidez. Ahora, mira.
Le tendió los dos palos y Hwoogh los tocó con precaución. Uno era largo y flexible, atado por las dos puntas con una tira de cuero y el otro una pequeña lanza con unas plumas atadas en la base del ástil. Hwoogh gruñó una pregunta.
—Una lanza mágica, Peludo, que vuela de mi mano como si tuviera alas y puede matar un animal más allá del alcance de las otras lanzas.
Hwoogh tosió. La lanza era demasiado pequeña para que pudiera matar otra cosa que los pequeños roedores del bosque y el palo más grande ni siquiera tenía una punta de piedra afilada. Pero contempló como el joven unía el palo más pequeño al otro atado por el cuero y tiraba hasta doblarlo. Hubo un agudo chasquido y la pequeña lanza voló por el aire, lejos, hasta enterrar su punta en la blanda corteza de un árbol que estaba a más de dos lanzas de distancia. Hwoogh quedó impresionado.
—Sí, Chokanga, esta es una nueva magia que aprendí en el Sur el año pasado. Allí hay muchos que la usan y con ella pueden lanzar la punta más lejos y con mayor precisión que con una lanza de tamaño normal. ¡Un solo hombre puede matar tanta caza como tres provistos sólo de lanzas!
Hwoogh gruñó; los Charlatanes ya habían matado toda la buena caza, y todavía buscaban nuevas magias para aumentar su poder. Extendió la mano con curiosidad y Legoda le dio el palo más largo y otra flecha, enseñándole cómo debía hacerlo. De nuevo se produjo el agudo «twaang» y la cuerda de cuero le golpeó con fuerza la muñeca, pero el arma siguió un curso errático, fallando el árbol por varios pasos, Hwoogh devolvió el palo, su esperanza desaparecida... Aquella magia no era para él. Sus rígidos pulgares hacían muy difícil el manejo de la nueva arma.
Ahora, pensó, mientras el joven jefe estaba satisfecho de su superioridad, era una buena ocasión para mostrarle sus tesoros. Hwoogh los extendió en el suelo e hizo gestos a Legoda, quien le miró pensativo.
Sí — concedió el Charlatán —. Algo de esto tiene valor y otros pueden servir para hacer bonitos adornos para las mujeres. ¿Qué es lo que quieres... más carne, o una de las nuevas armas? Tu estómago se llenó ayer... y con mi bebida, que me robaron, creo, aunque no te culpo de eso. El muchacho ya ha sido castigado. Y esta arma no te servirá de nada.
Hwoogh relinchó y gruñó, retorciéndose en su lucha por expresarse, mientras el joven seguía mirándole. Poco a poco, sus deseos se hicieron claros para el otro hombre, en parte gracias a sus gestos y en parte gracias a las preguntas que le hacía el Cro-Magnon. Por fin Legoda se echó a reír.
—¿De modo que sientes la llamada de los de tu raza, anciano?— Empujó el tesoro hacia Hwoogh, excepto una piedra de brillante colores. — No quiero engañarte, Chokanga, y sólo tomaré esta piedra como signo de nuestra amistad, por el aprecio que te tengo. — Su sonrisa era burlona mientras se guardaba la piedra en una bolsa que colgaba de su cintura.
Hwoogh se sentó sobre sus talones, mientras Legoda se apoyaba en un gran peñasco y empezaba la historia. —Es muy poco lo que puedo decirte, Peludo. Hace tres años tropezamos con una familia de tu raza... un macho y una hembra, con un niño. Huyeron de nosotros, pero acampamos cerca de su caverna y tuvieron que volver. No les hicimos ningún daño y a veces les dimos comida, permitiendo que nos acompañasen en la caza. Pero estaban delgados y débiles, demasiado perezosos para cazar su propio alimento. Cuando volvimos al año siguiente, habían muerto, y en verdad creo que eres el último de tu raza.
Legoda se rascó la cabeza pensativo.
—Tu gente muere con demasiada facilidad, Chokanga; tan pronto como encontramos a alguno de los vuestros y tratamos de ayudarle, dejan de salir a cazar y se convierten en mendigos. Y luego pierden todo interés en la vida, enferman y mueren. Pienso que vuestros dioses han sido vencidos por los nuestros.
Hwoogh gruñó su resignación ante el destino, mientras Legoda recogía su arco y sus flechas para regresar al campamento. Pero había una extraña expresión en el rostro del hombre de Neanderthal que no escapó a los ojos del joven. Reconociendo el sufrimiento en los ojos de Hwoogh, Legoda puso una mano en el hombro del viejo y le habló con un tono de compasión.
—Por esta razón no quiero que te falte nada, Peludo. Cuando tú hayas partido también, ya no quedará nadie de los tuyos y mis hijos se reirán y dirán que miento cuando les cuente la historia de tu raza ante la hoguera del festín. Cada vez que yo derribe una presa, no te faltará comida.
Legoda se alejó por el sendero que llevaba hasta la tienda de su familia, mientras Hwoogh se volvía lentamente hacia su caverna. La seguridad de tener el alimento necesario debía alegrarle, pero sólo servía para aumentar su abatimiento. Vagamente comprendió que Legoda le trataba como a un niño, o como a uno a quien el dios-Sol había tocado con la locura.
Hwoogh escuchó los gritos y las risas de los muchachos cuando rodeaba la colina y por un instante vaciló antes de continuar. Pero el amor a lo que le pertenecía estaba bien desarrollado en su cerebro y apresuró el paso, sombrío. Los muchachos no tenían nada que hacer cerca de su caverna.
Eran de todas edades y tamaños, gritando y persiguiéndose en un loco desorden. Les estaba prohibido acercarse al lado de la colina donde vivía Hwoogh, pero ahora que habían infringido la norma juntos, procuraban divertirse todo lo que podían. El fuego de Hwoogh estaba esparcido por el costado de la colina hasta el arroyo y los muchachos estaban ahora ocupados destrozando su pequeña provisión de pieles y armas.
Hwoogh lanzó un salvaje aullido y corrió, su lanza horizontal a su lado. Al oírle, los niños se volvieron, saltando de la entrada de la caverna y reuniéndose en un apretado grupo.
—Márchate de aquí, Feo! —Uno de ellos empezó a cantar —. ¡Vete a espantar a los lobos! Hombre Feo, hombre Feo. ¡Ah, ah, ah!
Hwoogh se lanzó encima de ellos, blandiendo su lanza, pero los chicos se apartaron de su paso, con su ágil carrera, deslizándose con facilidad de entre sus dedos. Uno de los muchachos mayores extendió una pierna y le hizo caer sobre el suelo rocoso. Otro de ellos, corrió con agilidad y valentía y le arrancó la lanza de la mano y luego le golpeó con ella mientras aún se encontraba en el suelo. Desde la época del primer primate erecto, la innata crueldad había evolucionado muy poco en los niños.
Hwoogh lanzó un aullido, se puso en pie torpemente y cargó contra ellos. Pero todos se escapaban de su alcance. Las niñas bailaban a su alrededor, burlándose de él, mientras cantaban: —El Hambre Feo no tiene madre, el hombre Feo no tiene mujer, hombre Feo, hombre Feo, ah, ah, ah. — Enloquecido. Hwoogh consiguió agarrar a uno de los muchachos, lo sacudió salvajemente y lo tiró al suelo, donde el niño se quedó inmóvil y silencioso, el rostro blanco. Hwoogh sintió una momentánea sensación de satisfacción al comprobar su fuerza. Luego alguien le tiró una piedra.
El viejo hombre de Neanderthal se encontró atado con cuerdas de cuero cuando recobró el conocimiento y tres de los muchachos estaban sentados encima de su pecho, golpeando el suelo con sus talones al ritmo de un canto de victoria. Tenía un sordo dolor en el pecho y sus brazos y pecho hinchados en los lugares donde le habían golpeado rudamente. Gruñó impotente, intentando levantarse y los hizo caer de encima suyo, pero las cuerdas eran demasiado fuertes para que pudiera libertarse. Estaba capturado, a merced de sus enemigos, con la misma certeza que si estos fuesen hombres adultos.
Durante muchos años los muchachos habían sido enemigos suyos, desde el día que descubrieron que el irritar a Hwoogh era una agradable ocupación que servía para aliviar el tedio de la vida del campamento. Ahora que la victoria era suya, se dedicaban a castigar al vencido con método e inteligencia.
Mientras las niñas le ensuciaban el rostro con barro blando que sacaron del arroyo, los muchachos recorrieron la caverna y desgarraron las pieles que cubrían el cuerpo de Hwoogh. La pequeña bolsa donde guardaba sus tesoros apareció en las manos de los niños, que hicieron una pausa para repartirse aquella riqueza. El hombre de Neanderthal aulló, enloquecido de dolor y furia.
Pero cierta medida de cordura volvía a imperar entre los muchachos ahora que la violencia de la lucha había terminado y Kechaka, el hijo mayor del jefe, contempló a Hwoogh con cierta duda en sus jóvenes ojos.
—Si los mayores se enteran de lo que hemos hecho —murmuró desalentado — nos castigarán por ello. No les gustará que hayamos molestado al viejo Hombre Feo.
Uno de sus compañeros hizo una mueca.
—¿Por qué tienen que enterarse? De cualquier modo no es un hombre, sino un animal ¿no ves el pelo que cubre su cuerpo? Tiremos al Hombre Feo al río, limpiemos la caverna y escondamos estos tesoros. ¿Quién sabrá lo sucedido?
Varios de ellos protestaron, pero sin gran energía, porque el pensar en el castigo que les esperaba añadía valor a la, idea. Kechaka asintió por fin en silencio y todos se dedicaron a disimular los destrozos que habían hecho en el interior de la caverna. Con ramas que recogieron por allí cerca, eliminaron las huellas de sus pies, dejando sólo el rastro que conducía al arroyo.
Hwoogh se retorció y luchó en sus brazos cuando cuatro de ellos le levantaron del suelo; las ataduras que le sujetaban se aflojaron algo, pero no lo suficiente para que pudiera soltarse. Con cierta satisfacción, observó que el muchacho a quien había golpeado pasaba por su lado tosiendo y gimiendo violentamente, pero aquello no le ayudaba en nada a zafarse de su presente situación. Los muchachos penetraron en el curso del arroyo con obstinada determinación y luego le dieron un fuerte empujón que le lanzó entre dos aguas hacia el centro de la corriente. Cubierto por la espuma y medio sofocado, luchó contra las rápidas aguas, mientras trataba de romper sus ligaduras. Los pulmones le quemaban por la falta de aire y la corriente le sacudió violentamente; la obscuridad empezó a adueñarse de su cerebro.
Con un último y desesperado esfuerzo Hwoogh consiguió romper las tiras de cuero que le sujetaban y empujó con los pies hacia la superficie, aspirando el aire con ansiedad. Siempre fue desagradable para él encontrarse en medio de las aguas, pero podía nadar, en cierto modo, y ahora se dirigió hacia la orilla con las pocas fuerzas que le restaban. Los muchachos ya daban la vuelta a un recodo del sendero y estuvieron fuera de su vista cuando por fin pudo salir del arroyo, echando de menos el fuego apagado que ahora le hubiese calentado. Se dirigió con paso vacilante hacia la caverna y se dejó caer en la cama de hojas, completamente empapado.
¡Él, que fue un poderoso guerrero, vencido por una jauría de granujas Cro-Magnon! Apretó los puños salvajemente y gruñó con voz sorda, pero nada podía hacer. ¡Nada! La inutilidad de sus esfuerzos le atravesó el cerebro como un cuchillo ardiente. Hwoogh no era más que un viejo y las lágrimas que corrían por sus peludas mejillas eran las amargas y dolorosas lágrimas que sólo puede verter un anciano. Keyoda volvió tarde aquel día y se puso a maldecir en voz chillona cuando vio que el fuego había desaparecido, pero su tono se hizo compasivo cuando le vio encogido en su cama, mirando con ojos apagados a la pared de la caverna. Los ojos de la mujer cayeron sobre las últimas huellas que los muchachos olvidaron borrar y maldijo de nuevo con un vigor que era casi juvenil antes de dirigirse hacia Hwoogh.
—¡Vamos, Peludo, levántate y quítate estas pieles mojadas! — Las manos de ella tenían cierto cariño en su gesto mientras trataban de aflojar los nudos que sujetaban las húmedas pieles, pero Hwoogh la apartó con un gesto —. Te pondrás enfermo, tendido encima de estas pocas hojas mojado como estás. Quítate estas pieles y volveré al pueblo para buscar fuego. ¡Esos malditos chicos! ¡Espera a que se entere Legoda!
Viendo que no había nada que él le permitiera hacer para ayudarle, Keyoda emprendió el regreso hacia el campamento de los Cro-Magnons. Hwoogh se levantó unos momentos para cambiarse las pieles y luego volvió a acostarse. ¿Qué le importaba morir? Gruñó un poco cuando Keyoda volvió con el fuego y encendió de nuevo la hoguera, pero rehusó tocar los trozos de apetitosa carne que ella había mendigado en el campamento y se volvió hacia la pared para caer en un sueño lleno de pesadillas.
Hacía mucho que el Sol había salido cuando se despertó y encontró que Legoda y Keyoda estaban en la caverna, sentados a su lado mientras hablaban en voz baja. Tenía mucho dolor de cabeza y debilidad en todo su cuerpo y tosió sordamente. Legoda le dio unos golpecitos en la espalda.
—Descansa, Peludo. El demonio de la enfermedad que quema la garganta y congestiona la nariz se ha apoderado de ti, pero este es un demonio al que podemos vencer, ¡si hubieras visto como castigamos a los muchachos! Yo, personalmente, me ocupé de este asunto y esta mañana ninguno de ellos se siente mejor que tú. Antes de que vuelvan a molestarte, el Sol será comido por la Luna.
Keyoda le acercó una marmita con un guisado de hígado y riñones hervidos, pero Hwoogh la apartó a un lado. Aunque el dolor de su cabeza parecía haber disminuido, sentía un peso enorme en la boca del estómago y no tenía apetito. Le parecía que todos los muchachos que le habían atacado estaban ahora sentados encima de su pecho y le ahogaban con su peso.
Legoda sacó un pequeño tambor pintado y empezó a hacer poderosa magia para ayudar a Hwoogh a vencer su enfermedad, bailando delante del viejo hombre de Neanderthal y sacudiendo con todas sus fuerzas la calabaza mágica que disipaba todos lo dolores. Pero pronto comprendió que el demonio que poseía al viejo Hwoogh era muy poderoso. Por fin el joven jefe se detuvo y decidió marcharse de nuevo al campamento, mientras Keyoda se sentaba encima de una piedra para vigilar al enfermo. La mente de Hwoogh estaba pesada y llena de sombras y su corazón parecía un trozo de plomo dentro de su pecho. Ella le apartó las moscas de su rostro, cubriendo sus ojos con un trozo de piel curtida, mientras canturreaba a media voz una vieja melodía con la que las madres Cro-Magnons hacían dormir a sus pequeños.
Hwoogh volvió a dormirse, con un sueño agitado por visiones de innumerables Charlatanes que se burlaban de él sin descanso, mientras la fiebre congestionaba su pecho y hacía palpitar sordamente sus sienes. Pero cuando Legoda volvió aquella noche, el hechicero juró que estaría sano al cabo de tres días.
—Déjale dormir y dale de comer, oh, Legoda. El demonio de la enfermedad le abandonará pronto. Mira, casi no existe ya la señal donde le golpeó la piedra.
Keyoda le alimentó lo mejor que supo, obligándole a que tragase la carne que mendigaba para él en el campamento de los Cro-Magnons. Trajo agua fresca del arroyo cada vez que él gemía atormentado por la sed y bañó su cabeza y pecho mientras él dormía. Pero los tres días pasaron y Hwoogh no recobró la salud. La fiebre era un poco más alta y el resfriado un poco peor que los que había vencida muchas veces en otras ocasiones. Pero esta vez Hwoogh no parecía vencerlo como debiera.
Legoda volvió de nuevo, trayendo consigo alimentos y su magia, pero tampoco sirvieron de nada. Mientras, las sombras de la noche cayeron delante de la entrada de la caverna, Legoda sacudió la cabeza y habló en voz baja a Keyoda. Hwoogh despertó de su estupor y escuchó tratando de comprender el sentido de sus palabras.
—Está cansado de vivir, Keyoda, hermana de mi padre. — El joven se encogió de hombros —. Mira, está tendido ahí, sin resistirse a la enfermedad. Cuando un hombre no desea vivir, no puede vencer a la muerte.
—¡Ahhh l — Su voz aguda sonó irritada —. ¿Dónde está el hombre que no quiere vivir si puede hacerlo? Eres un tonto, Legoda.
—No. Su raza se cansa fácilmente de la vida, Keyoda. La razón de ello, yo no la conozco. Pero se necesita muy poco para hacerles morir. — Observando que Hwoogh le escuchaba, se acercó al hombre de Neanderthal —. Chokanga, abandona tus pesares y come un poco más de la carne de la vida. Aún puede ser buena para ti, si quieres. He aceptado tu regalo como signo de amistad y mantendré mi palabra. Siéntate al lado de mi hoguera y no vayas más a cazar; yo atenderé a tus necesidades como lo haría con mi propio padre.
Hwoogh gruñó débilmente. Seguir siempre detrás de las tiendas de los nómadas, comer de las presas de Legoda, mientras los demás le miraban como algo extraño, un medio hombre. Legoda era bueno, compasivo y cariñoso en la simpatía que sentía por el viejo, pero los otros se burlarían de él. Y si Hwoogh tenía que morir, ¿quién lloraría su partida? Keyoda le olvidaría pronto y ni un solo Chokanga se hallaría a su lado para enseñarles los ritos funerarios.
Los viejos amigos de Hwoogh habían regresado a su lado en medio de sus sueños, para confortarle y mostrarle los campos de caza de su juventud. Había oído los gruñidos y aullidos de las muchachas de su propia raza y ellas le estaban esperando. Aquel mundo estaba vacío de Charlatanes, un mundo donde un hombre podía aún hacer grandes cosas y matar sus propias presas, sin escuchar la incesante risa de los Cro-Magnons. Hwoogh suspiró suavemente. Se sentía cansado, demasiado cansado para que le importase lo que iba a suceder.
El sol se hundió detrás de la colina y las nubes se tiñeron de vivo color rojo. Keyoda estaba llorando en algún lugar, muy lejana y Legoda seguía golpeando su tambor y murmurando sus invocaciones mágicas. Pero la vida estaba vacía, yerma del fruto del orgullo.
El Sol se escondió debajo del horizonte y Hwoogh suspiró de nuevo, enviando su último aliento a reunirse con los fantasmas de su raza.
Fin