Publicado en
enero 02, 2017
En septiembre de 1977 Billy Graham, su esposa Ruth y un cuerpo de colaboradores evangelistas visitaran Hungría durante una semana por invitación del Consejo de Iglesias Libres de aquel país, asociación formada por ocho iglesias de diferentes confesiones. Fue la primera cruzada cristiana efectuada detrás de la Cortina de Hierro, y Graham llevó un diario de sus actividades, del cual extractamos las impresiones que siguen.
Por el Reverendo Billy Graham.
Sábado 3 de septiembre. Una delegación de superiores ecleiásticos fue a recibirnos en el aeropuerto de Budapest, encabezada por el reverendo Sandor Palotay, presidente del Consejo de Iglesias Libres. Inmediatamente tuvimos la impresión de encontrarnos entre amigos y muy poco después me hallé en terreno para mí familiar: el de una rueda de prensa. Entre los periodistas allí presentes vi algunos cuyo rostro me era conocido, pues el gobierno húngaro había concedido visados a buen número de corresponsales occidentales.
Durante el recorrido del aeropuerto al centro de la ciudad, el aspecto que presentaba Budapest me pareció decididamente moderno. Uno de los compañeros de nuestro equipo estuvo aquí hace 15 años y recordaba que había pocos edificios modernos y escaseaban los automóviles particulares. En la actualidad se ven muchas nuevas construcciones y las calles aparecen atestadas de vehículos.
Domingo 4 de septiembre. Nos levantamos temprano para pasar un día que resultó rico en sorpresas y que dedicamos a la predicación del Evangelio. Celebramos nuestro oficio inicial en un Campamento de la Juventud Bautista situado en Tahi, 55 kilómetros al noroeste de la capital húngara. No se había publicado ningún, anuncio en los periódicos y nos habían dicho que sólo unas 3000 personas asistirían a tos oficios al aire libre. No obstante, a todo lo largo del empinado camino de tierra que conducía al campamento vimos que iban, a pie, ancianos y jóvenes, algunos vestidos con ropa dominguera, otros con trajes campesinos. El lugar destinado para los oficios estaba en la falda de una colina de suaves laderas, y con asombro observamos que había gente sentada sobre la hierba en toda la extensión del claro hasta donde alcanzaba la vista. Más tarde nos enteramos de que los asistentes fueron cuando menos 15.000. Centenares de ellos habían acampado desde la noche anterior y muchos procedían de otros países de Europa Oriental. Supieron de esta celebración por haberse corrido la voz.
Habían levantado una sencilla plataforma de postes hendidos a la mitad, sobre la cual caía un sol abrasador. Mi sermón giró en torno al versículo 16 del capítulo III del Evangelio de San Juan, que habla del amor de Dios a todos nosotros, independientemente de las circunstancias de cada uno. A la terminación de mi homilía, al invitar a mis oyentes a alzar la mano en alto si eran sinceros en su deseo de seguir a Jesucristo, millares de manos se levantaron por toda la ladera.
Almorzamos excelentes platos húngaros en un hotel que miraba al Danubio y, después, a bordo de un barco fluvial, disfrutamos de un placentero viaje de regreso a Budapest. Navegando corriente abajo, veíamos deslizarse ante nuestros ojos, lentamente, las pintorescas aldeas, las verdes granjas, las torres de las iglesias. Al aproximarnos a la ciudad, el edificio del Parlamento, el castillo Real y la catedral de San Matías, inundados de luz, destacaban sobre la capital, que comenzaba a oscurecer.
Nos dirigimos inmediatamente a la iglesia bautista de la calle del Sol para celebrar el oficio vespertino. El atrio y aun la calle se encontraban atestados de gente que no había conseguido entrar. Los altavoces hacían llegar el oficio a los que quedaron afuera, e incluso a otros templos también repletos. A pesar de que la ceremonia fue larga y de que hacía calor en la iglesia colmada, todos los asistentes se mostraron atentos, ansiosos de escuchar el Evangelio. Me conmovieron especialmente las sencillas pero elocuentes palabras del obispo Tibor Bartha de la Iglesia Reformada (Presbiteriana) de Hungría, quien luego me habló con entusiasmo, en inglés, de nuestra común fe en Jesucristo.
Concluido el oficio, se oyeron por todo el templo chasquidos suaves, como si la gente los hiciera con la lengua. Después supimos que los produjeron al apagar docenas de magnetófonos.
Lunes 5 de septiembre. Hoy nos reunimos con un grupito de dirigentes judíos que nos relataron su historia y nos hablaron de la actual situación de los judíos húngaros. Aquel fue un encuentro a la vez informativo y hondamente conmovedor. Los judíos de Hungría sufrieron mucho durante la Segunda Guerra Mundial (se calcula que perecieron unos 500.000), pero hoy son muy respetados y no tienen los problemas que atormentan a los judíos de otras sociedades.
Por la tarde fuimos a visitar a Su Excelencia Imre Miklos, secretario de Estado y presidente de la oficina estatal para asuntos eclesiásticos, que funciona como enlace entre el gobierno y las iglesias nacionales. Le hablé con franqueza de mi fe en Jesucristo y de cómo me convencí de que sólo Dios puede resolver los problemas fundamentales del corazón humano y de la sociedad. El señor Miklos me contestó haciéndome relación de su propia conversión al comunismo. Se había criado en el seno de una familia que asistía regularmente a la iglesia, pero ya de niño llegó a la conclusión de que la Iglesia, con ser muy poderosa, es indiferente a las penalidades de los pobres. "Soy", concluyó, "comunista, marxista y ateo".
Aunque estaba en resuelto desacuerdo con su filosofía, acabé admirándole por su celo. Movía a la reflexión el conocer a alguien que se ha alejado de la fe por causa de los cristianos que no observan las enseñanzas del Maestro.
Martes 6 de septiembre. Esta mañana nos trasladamos en automóvil a la ciudad de Debrecen, en la Hungría oriental, no lejos de la frontera con Rumania. En el camino hicimos alto en la granja colectiva de Hortobágy. Allí, en una posada con cuatro siglos de existencia, nos obsequiaron con tazas de auténtico goulash húngaro, cocinado en una olla enorme a fuego directo. Nuestros anfitriones insistieron en que me calase el tradicional sombrero pastoril, negro y de ala ancha, y me cubriera con una capa de piel de oveja que me bajaba hasta los tobillos (lo cual mantuvo muy ocupados a los fotógrafos de la prensa). Asimismo, me regalaron una bota de vino labrada a mano.
—Gracias —contesté—. La llenaré con vino bautista.
—¡Pero, Dr. Graham! —objetó nuestro anfitrión— ¡Eso no es más que agua!
Por la noche prediqué en una iglesia en Debrecen, y me hicieron objeto de la misma amistosa acogida que recibí en Budapest. Al parecer, la gente no quería que la velada terminase. Los húngaros gustan de que los oficios se prolonguen. Es frecuente que se celebren tres cada domingo: de mañana, tarde y noche, y que cada uno dure varias horas.
Miércoles 7 de septiembre. Un día más de gran actividad, incluida una reunión con los dirigentes del Consejo Ecuménico de las Iglesias de Hungría, que comprende a todos los grupos protestantes. En otro tiempo las iglesias húngaras gozaban de una posición privilegiada, pero ya no es así bajo un régimen secular de carácter socialista. El obispo Bartha reconocía que las iglesias en Hungría han de ser más evangelizadoras, trabajar activamente para llegar hasta los incrédulos. Por mi parte, esbocé las diferencias entre sus circunstancias y las nuestras y señalé lo que podríamos aprender unos de otros. Resulta difícil expresar los sentimientos de amor y de mutua dedicación que experimentamos todos en esta reunión.
Terminada aquella sesión, partimos en auto para Pécs, población situada a varias horas de viaje hacia el sur, próxima a la frontera de Yugoslavia. Allí hablamos con el obispo Joseph Cserhati, prominente eclesiástico católico romano que se refirió a los problemas y las oportunidades de su iglesia. En Hungría hay gran número de católicos, y la rivalidad entre ellos y los protestantes es muy poca. Unos y otros saben que tienen muchos más lazos en común que razones de disensión.
En Hungría los creyentes gozan de libertad para orar en los templos. Cierto que ha habido motivos de tirantez entre las diversas iglesias y el Estado, y que los hay aún, pero en años recientes el gobierno ha reconocido el derecho de las iglesias a su existencia. El obispo Cserhati me explicó que su iglesia ha aceptado la imposibilidad de derrocar al gobierno, y que este a su vez ha comprendido que no podrá destruir a la iglesia.
Los húngaros pueden obtener Biblias sin mayor dificultad, y en la iglesia bautista de Pécs observé esa misma noche que muchos de los presentes abrían su Biblia y seguían el texto de los pasajes de las Sagradas Escrituras a que dábamos lectura. También en esta ocasión el templo se encontraba atestado, y el coro era de los mejores que he oído.
Jueves 8 de septiembre. Hoy me invitaron a dirigir la palabra a los asistentes a una sesión conjunta de diversos seminarios teológicos. Hablé a los atentos estudiantes de la tarea de hacer llegar el Evangelio a los incrédulos.
Por la tarde nos recibió el primer ministro delegado de Hungría, el honorable Gyorgy Aczel, considerado el más distinguido de los teóricos marxistas del país, quien nos manifestó su interés por conocer las impresiones que este nos había causado. "Visiten ustedes cuantos sitios quieran", nos dijo. "Vayan a las fábricas, las tiendas, los domicilios particulares; hagan las preguntas que quieran". Sinceramente, hubiera querido aprovechar su ofrecimiento, pero nuestro tiempo ha estado tan ocupado que no hemos podido pasear ni hacer visitas particulares.
A nuestro regreso al hotel nos esperaban los reporteros de varias publicaciones húngaras y, tras un intercambio de preguntas y respuestas, un periodista me dijo con sincero calor. "Hay muchos creyentes en Hungría, Dr. Graham. Yo soy uno de ellos". Durante aquella semana recibí varias impresiones semejantes. Cuando visitamos la granja colectiva Hortobágy, el martes, uno de los trabajadores del lugar me asió del brazo y exclamó: "¡Soy creyente!" Y vi que tenía los ojos húmedos. En otra ocasión, en el estacionamiento de un restaurante, se me acercó un hombre y me dijo: "¡Yo creo en Dios!" ¿Cuántas personas como él habrá en Hungría ?
Viernes 9 de septiembre. Celebramos el último de nuestros oficios públicos en la iglesia bautista de la calle del Sol, donde prediqué el domingo anterior. En esta ocasión hablé del cambiante mundo en que vivimos e hice hincapié en que sólo Dios no cambia jamás. Dios es inmutable. Al pasear la vista por aquella multitud de rostros que tenía ante mí, tuve la certeza de que muchos de los presentes habían conocido la constancia del Señor en horas de prueba y aflicción.
Sábado 10 de septiembre. Nuestro avión partió de Budapest a la hora señalada. Nunca he pasado una semana tan rica en sucesos.¿Qué habíamos logrado? Creo que alcanzamos nuestras metas: prediqué el Evangelio, me reuní con eminentes eclesiásticos húngaros y vi con mis propios ojos cómo vive la iglesia cristiana en una sociedad comunista, y por último hice lo que pude para tender puentes de entendimiento mutuo.
No habían faltado ciertas lecciones inesperadas. Comprobé que la iglesia de Jesucristo puede existir en casi cualquier sociedad. Quizá no sea una sociedad que aliente a la religión, pero Dios tiene su pueblo y sus fines.
Adquirí una nueva perspectiva de la universalidad del Evangelio. Las necesidades del corazón humano son invariables. El comunismo no es capaz de satisfacer esas necesidades del espíritu, como tampoco lo es por sí sólo ningún otro sistema político o económico. Únicamente Dios puede satisfacer los más profundos anhelos del corazón del hombre.