LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS (Charles Carr)
Publicado en
enero 02, 2017
PRÓLOGO
Por Miguel Masriera.
En este volumen COLECCIÓN NEBULAE presenta a sus lectores una novela de aventuras interplanetarias, LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS (en inglés «Salamander War»), de un autor que hasta ahora no había figurado en nuestra colección, Charles Carr. Esta obra es interesante bajo varios aspectos: en primer lugar es una muestra típica de la producción inglesa de esta clase de novelas, aunque de su autor no conozcamos más que otra, «Colonos del espacio». El lector tendrá, pues, ocasión de apreciar en ella los matices que la distinguen de otras novelas, también escritas en lengua inglesa, pero por autores norteamericanos o imbuidos por el espíritu de este país.
De los ingleses puede decirse, aunque suene a paradoja, que hasta su fantasía es realista. Ésta es la historia de un conflicto imaginario, en el que se lucha bajo el cielo sin sol de un lejano planeta, Bel, donde tan sólo una pequeña parte de su superficie es habitable por seres humanos. Es aquí donde unos colonos procedentes de la Tierra o, mejor dicho, los últimos emigrantes de ella cuando las condiciones de vida se hicieron imposibles, son atacados por una plaga de seres habitantes en la zona tórrida que soportan (como la leyenda quiere, sin razón, que las soporten las salamandras) temperaturas muy elevadas. Los hombres han construido en esta su nueva morada, que tan sólo en parte dominan, unas plantas industriales para producir el oxígeno necesario para que el aire sea respirable: es la primera condición para la posibilidad de su subsistencia y naturalmente las salamandras, que no quieren compartir el dominio del planeta con los intrusos procedentes de la Tierra, atacan principalmente a estas instalaciones porque saben que son los centros vitales de sus enemigos. Son las incidencias de esta lucha terrible las que se narran en esta novela; es la epopeya de unos restos de humanidad que combate por su persistencia.
No son las salamandras los únicos riesgos con que tiene que enfrentarse el puñado de hombres recién llegados a Bel y decidido a afrontar cara a cara la lucha por la vida; tiene que enfrentarse también con los enemigos, más o menos encubiertos, que tiene en su propio campo y que son la mayoría de los primeros hombres que, hace muchos años ya, llegaron a Bel, han olvidado todas las tradiciones de la Tierra y se resignan, con fatalismo suicida, a ceder el planeta a sus ígneos moradores. Estos hombres, resignados a su aniquilamiento, encubren su actitud con un fanático pacifismo o con unos principios de una religión mal interpretada. En algún momento de la acción llega incluso a confundírseles con los «intelectuales», dando a la palabra un sentido peyorativo de antítesis a «hombres de acción». Por esto, a esta novela, si se le quiere buscar una filosofía, hay que considerarla como una defensa del realismo.
Quizá por esto mismo no se pierde en vaguedades literarias ni en estudios psicológicos demasiado profundos, sino que se ajusta en todo momento a las normas de la acción. Como ésta es viva, la novela resulta interesante y esperamos complazca a nuestros queridos lectores.
1
―¡Más! ―gritó excitado―. ¡Más!
Allí, sobre una de las verdes colinas de la Tierra, estuvo de pie un día, fuertemente agarrado a la mano de su madre, contemplando cómo los brillantes rastros de luz, uno detrás de otro, se elevaban en el cielo y estallaban en estrellas de colores que admiraba mientras descendían perezosamente hasta el suelo. Hubo otros fuegos de artificio, pero los cohetes eran los que más le gustaban y por ellos gritaba:
―¡Más! ¡Más! ―hasta que el espectáculo terminó y se lo llevaron de allí, aún protestando.
Al día siguiente había vuelto para buscar en el suelo hasta encontrar las cápsulas vacías, unos sencillos cilindros de cartón empapados ahora por el rocío, ennegrecidos y con un olor acre a pólvora quemada.
Para él la atracción de tales escenas no disminuyó al hacerse mayor. Cuando era estudiante universitario fue en varias ocasiones a contemplarlas. Inclusive después de graduarse y de conseguir su primer destino en una nave interplanetaria había acudido para verlo. En aquella ocasión le acompañó una muchacha. ¿Cómo se llamaba? Molly… ése era el nombre. Estuvieron de pie entre la muchedumbre, cogidos del brazo, contemplando el espectáculo organizado para celebrar la victoria en la Tercera Guerra Mundial. No hacía mucho tiempo, aunque todo aquello estaba ahora muy lejos de él.
Mientras recordaba aquellos momentos, el ayudante de ingeniero Taylor casi llegó a olvidar el amenazador presente. Estaba tendido en su colchoneta: era un hombre joven, viril y atezado. En la semiobscuridad casi no llegaba a distinguir el techo de su tienda metálica en forma de media esfera. A través de una amplia ventana se veían las estrellas en arracimados grupos sobre el lado obscuro del planeta; por la ventana del lado opuesto podía distinguir la nave espacial Colonizador, cuyo largo viaje terminó allí. Permanecía enhiesta como un esbelto monumento, más allá del campamento de tiendas metálicas construido por el centenar de tripulantes de la nave sobre los terrenos inexplotados que les asignaron los propietarios del planeta.
Permaneció completamente inmóvil, evocando aquella distante visión, contemplando de nuevo aquellos cohetes que no eran parte de los motores interplanetarios con los que su profesión le había familiarizado, sino objetos de pasajera pero brillante belleza. Su cuerpo permanecía inmóvil, pero su mente seguía inquieta. En el planeta Bel, el sueño era desconocido. No obstante, el descanso físico era aún necesario, especialmente para los recién llegados, y el capitán Lyon había dispuesto que se respetasen los períodos de reposo. Taylor descubrió que durante estos periodos podía sumirse en un estado de somnolencia que a veces era reparador. Esta vez, sin embargo, había incurrido en algún error. Su mente conjuraba una y otra vez extraños e inquietantes recuerdos que estarían mejor olvidados.
Pero ¿cómo olvidar aquellas horas pasadas con Molly? Su recuerdo tenía una viveza especial, porque para él fueron las últimas que pasó en la Tierra. Poco después, se elevó al cielo en la primera etapa de un viaje que terminó aquí, en Bel. Y para Molly, como para todos los demás que se quedaron en la Tierra, terminaron para siempre las épocas de fiesta y de victoria. Hubo el día final de la derrota, cuando todo el Globo se encendió como un gigantesco castillo de fuegos artificiales, una insana ofrenda al genio del Hombre destructor. Ahora no era más que una muerta escoria que giraba siempre alrededor del Sol, mientras vientos estériles soplaban erráticos sobre su superficie, levantando grandes nubes de polvo negro.
Taylor suspiró y llenó los pulmones de aquel aire rarificado. ¿Por qué tenía que pensar en tales cosas?
Para huir de sus pensamientos trató de seguir los eslabones del razonamiento. ¿Fue la analogía entre los distintos tipos de cohetes lo que atrajo aquellos recuerdos, o la que había entre los quemados trozos de cartón y…?
Pero no fue aquel el camino que le llevó a recordar las últimas horas pasadas en la Tierra. No, fue la luz… la luz crepuscular. Estaba seguro de ello.
Allí en la Tierra siempre se hacía una pausa, un emocionante período de suspenso mientras el cielo se obscurecía, aunque aún era demasiado claro para empezar con los fuegos de artificio. Durante aquel tiempo de impaciente espera, mientras las sombras se adueñaban de la tierra, aún podían contemplarse los rostros con claridad. Dentro de un momento empezaría el espectáculo.
Aquella era la razón. La luz de Bel tenía la misma claridad grisácea, pero el crepúsculo era eterno. En la zona templada del planeta se vivía siempre a media luz. Uno podía ver claramente en el exterior, pero dentro de las tiendas era necesaria la luz artificial para poder trabajar.
Bel era ahora su hogar, un planeta seleccionado para colonizar, debido a que en una estrecha franja de su superficie las condiciones necesarias para la vida se aproximaban mucho a las de la extinta Tierra. El hombre, sus animales y sus plantas podían vivir allí. Los elementos químicos existían más o menos en las mismas proporciones que en la Tierra. La gravedad era ligeramente inferior, de modo que casi no se necesitaba período de aclimatación.
Pero existían extrañas diferencias, una de las cuales era la imposibilidad de dormir. Los niños se convertían en adultos en un tiempo equivalente al de tres años terrestres. En la franja ocupada por la raza humana no se conocía el día ni la noche. A uno de sus lados tenían un hemisferio de noche eterna, mientras que al otro había el otro hemisferio, donde siempre era de día: el lado helado, y el ardiente.
«Sin sueños», pensó Taylor, «y casi sin alegría de vivir». La risa ya había desaparecido entre los graves pioneros suizos que la tripulación del Colonizador encontró ocupando aquel planeta. Sus incansables cerebros habían progresado hasta alcanzar enorme capacidad mental. El cortés desprecio de los suizos hacia los recién llegados era algo evidente para todos y fue una amarga experiencia para Taylor y sus compañeros. Taylor se torturó con la idea de que se les trataba como una tribu de salvajes, encerrados en aquella especie de campo de concentración lejos de Una, la capital del planeta.
Le resultaba una humillación el tener que depender de aquellos impasibles técnicos y científicos hasta para obtener el aire que respiraba. Su gran sistema de Centrales productoras de oxígeno enriquecía la pobre atmósfera del planeta y la convertía en respirable sin agotadores esfuerzos. Pero hacía unos días que la situación había cambiado.
Lo peor de todo era el darse cuenta de lo poco que sabía sobre lo ocurrido más allá de los límites del campamento. Durante las últimas doscientas horas la respiración se convirtió en más y más difícil. Sería más soportable si conociese la razón del cambio.
Combatió denodadamente contra el terror que se adueñaba de él, inhalando profundamente y a intervalos regulares. Era ridículo dejarse arrastrar por el pánico, ya que la falta de oxígeno no era realmente notable a menos que se realizasen esfuerzos físicos. La proporción de oxígeno en el aire se reduciría lentamente; no podía desaparecer de repente. Y disponían de caretas y cilindros de oxígeno si las cosas llegaban a un extremo en que fuesen necesarios.
Contaban también con la personalidad y el carácter de Lyon, su capitán. No había duda que no permitiría que el desastre cayera sobre su gente, sin antes luchar con todas sus fuerzas.
Las esperanzas y los temores de Taylor oscilaban con movimiento pendular. Eso era cierto, pensó, pero ¿qué podía hacer Lyon, si no sabía la causa de aquel aire empobrecido? Además, las fuerzas de Lyon podían haberse disipado. Durante mucho tiempo su brillante intelecto y su enérgica personalidad no habían hecho más que vegetar, como todos los demás.
Pero no cabía duda de que el peligro que les amenazaba habría despertado la vasta energía del capitán. De otro modo, ¿para qué envió al técnico en jefe Kraft a Una en el avión de enlace? No podía ser más que para enterarse de las causas del fallo en el suministro de oxígeno y para saber si se trataba de un accidente pasajero o de algo más serio.
Taylor oyó un estridente silbido allá arriba en el cielo, que se iba aproximando. Levantó los ojos y vio los rastros que dejaban los motores del avión a reacción en la rarificada atmósfera y un destello plateado que se movía a gran velocidad. Los rayos del Sol, que nunca tocaban el suelo de su campamento, iluminaron las alas del aparato, que volaba a gran altura.
De modo que Kraft regresaba. Tenía que encontrarse a bordo de aquel aparato. Pronto sabrían cuál era el destino que les aguardaba.
2
Tan pronto como salió de su tienda pudo ver el avión. Describía ahora un circulo sobre el campamento, preparándose para aterrizar. Mientras lo miraba, tropezó con una gran masa animal que cedió blandamente bajo su peso.
Era un shug, una cosa vermicular, uno de los ejemplares adultos sin duda, porque medía unos tres metros de largo por casi un metro de alto. Las estúpidas criaturas generalmente se mantenían apartadas del centro del campamento, dedicándose a pastar tranquilamente entre los altos helechos. Sin duda aquél se había extraviado entre las tiendas. Su hambriento morro resoplaba levemente en su instintiva búsqueda de alimento.
Los shugs eran unos animales inofensivos, aunque a veces habían derribado las tiendas al tratar de encaramarse en ellas. Taylor puso la mano a un lado del ojo único y de múltiples facetas; esa era la forma más rápida de hacer apartarse a un shug. La gran bestia giró dócilmente hacia el lado contrario a aquella obstrucción visual.
Taylor dejó que el shug se arrastrase lentamente hacia los pastos. Sin embargo, el incidente le había costado unos cuantos minutos. Se apresuró en dirección al campo de aterrizaje y pronto se dio cuenta de la diferencia en sus energías causada por la falta de oxígeno. Se detuvo, aspirando aire en grandes bocanadas, y luego continuó más lentamente.
El avión ya estaba allí cuando llegó. Pratt, el mecánico de guardia en el campo, ayudó a abrir la puerta.
―Casi no puedo respirar ―anunció Taylor―. ¡Qué magnífico país!
Pero la falta de oxígeno no disminuía el buen humor de Pratt.
―¡Bienvenido al hogar, jefe! ―escuchó Taylor que decía. Y luego que continuaba―: No, pollo, no me refiero a usted.
Porque el primero que apareció en la portezuela del aparato fue el piloto, un hombre joven, ágil y bien musculado. Probablemente su edad no pasaba de cincuenta mil horas, pero la madurez se alcanzaba rápidamente en Bel. Aquel hombre tenía el aspecto corriente entre los suizos nacidos en el planeta: muy inteligentes, pero secos y tristes. Usaba una corta túnica de lana sujeta a la cintura.
El piloto no hizo ningún caso de Taylor ni de Pratt y se dirigió por encima del hombro a alguien que estaba detrás de él.
―No ver a nadie ―dijo con acento gutural. Evidentemente procedía de una familia de habla germana.
Kraft apareció al lado del joven piloto. Era robusto, de media edad y bastante calvo. Usaba un buzo de una pieza, que constituía el uniforme de los hombres del Colonizador.
―Están en el período de descanso ― indicó.
―¡Descanso! ―dijo el piloto con un tono despreciativo.
Su desprecio no se dirigía hacia su pasajero. Kraft, como técnico jefe del campamento, era respetado aun entre los científicos de Una. Pero Kraft se indignó ante la implicación de que su gente era perezosa. Taylor se dio cuenta de que se volvía hacia el piloto con una irritada respuesta a punto de estallar. Pero el científico cambió de idea y en vez de ello se dirigió a Taylor.
―Tengo que ver a Lyon en el acto ―dijo, mientras descendía del avión.
Kraft se volvió y dio las gracias al piloto. Pratt, respirando ruidosamente, estaba cargando en el avión unos cuantos pesados bultos que hicieron un ruido metálico al golpear el suelo.
―Ya tiene la ropa sucia a bordo, amigo ― jadeó Pratt―. Ya verá cómo no pesa nada.
―¿Qué cosa habla? ―el piloto se inclinó para tocar el contenido de uno de los sacos―. Pero… éste no ser ropa sucia, sino cilindros de oxígeno.
―Me habré equivocado, pollo ―Pratt mantuvo la seriedad en su rostro, pero guiñó un ojo a Taylor al pasar por su lado.
Aún antes de que Kraft y Taylor llegasen a la oficina de Lyon, el avión ya había despegado y se elevaba para el vuelo de regreso a Una.
Kraft abrió la puerta de la tienda semiesférica que servía de oficina a Lyon y Taylor vio que su interior estaba brillantemente iluminado. El capitán Lyon estaba allí con el primer oficial Harper y el ingeniero jefe de máquinas, Loddon. Lyon, vigoroso y enérgico a pesar de su cabello blanco, tenía un rostro grave y lleno de amargura. Levantó la mirada al entrar Kraft y se dio cuenta de la presencia del joven ingeniero que le acompañaba.
―¡Taylor!
―¿Señor?
―Busque a Hyde y dígale que venga aquí con usted.
―Sí, señor.
Taylor encontró a Hyde, el médico, en la tienda que ocupaba con su esposa Eleanor y su hijo, nacido hacía sólo tres mil horas.
―¿Para qué me busca Lyon? ―preguntó Hyde.
Era un hombre joven de aproximadamente la misma edad que Taylor y siempre parecía estar contento. Las responsabilidades del matrimonio y de la paternidad en las extrañas condiciones del planeta no parecían pesar sobre él.
―Kraft acaba de regresar de Una.
Hyde dejó escapar un suave silbido.
―Quizás ahora sabremos lo que está sucediendo con el oxígeno. Supongo que sabe que fue por eso que Lyon envió a Kraft a la capital.
―Me lo imaginaba.
―De manera que Lyon quiere celebrar una reunión. ¿Va a asistir usted a ella, Taylor?
―No lo sé. Me dijo que regresara junto con usted.
En efecto, Lyon invitó a Taylor a que se quedara, cuando llegaron a la tienda. En total eran seis hombres los que se sentaron a la mesa. El rostro de Harper no reflejaba ninguna expresión. Loddon sonreía jovialmente, mostrando el tercer juego de dientes que le habían salido. El ingeniero era mucho más viejo de lo que parecía, pero la aceleración experimentada durante el viaje a Bel le había rejuvenecido extrañamente.
Lyon daba instrucciones a Harper.
―No debemos permitir que se extienda el pánico, ¿comprende? Usted nos puede ayudar, Hyde. A todos nos falta el aire, pero eso no nos matará. Si alguien se queja, puede decirles que pueden imaginarse que se encuentran en una montaña de las de la Tierra.
―Una montaña bastante alta ―dijo Hyde―. La falta de oxígeno es equivalente a una altura de cinco mil metros.
―Aunque sea así, podemos soportarlo.
―A menos que la situación empeore.
―Kraft puede decirnos lo que hay al respecto ―dijo Lyon―. Bien, Kraft, ¿de qué pudo enterarse? Ha estado mucho tiempo fuera.
―Es cierto ―admitió Kraft―. Fue algo inevitable, señor. Los aviones, los coches, todo marcha más despacio a causa de la falta de oxígeno. Nosotros también funcionamos más despacio. Además, no estuve en Una durante todo este tiempo. Me llevaron a una de sus Centrales de oxígeno…
―¿Sí? ―preguntó Lyon―. ¿Qué es lo que encontró? ¿Cuál es la causa de la reducción en el contenido de oxígeno del aire? ¿Va esto a continuar, o la situación mejorará?
―Por lo que pude enterarme, señor, puedo decir que la situación se mantendrá estacionaria durante cierto tiempo. Luego el oxígeno volverá a disminuir. Pero más tarde tenemos razones para esperar que el suministro será de nuevo normal.
―¿Puedo decir eso a nuestra gente? ―preguntó Lyon―. No quiero que vivan en este constante temor, pero si les doy noticias esperanzadoras debo estar seguro de que son ciertas.
―Lo comprendo, señor ―dijo el científico―. Creo que debe ser muy cauto en cualquier declaración que haga. Déjeme explicarlo. En la actualidad la gente de Una tiene varias Centrales de oxígeno fuera de servicio, pero conseguirá que vuelvan a funcionar por cierto tiempo.
―¿Por qué sólo por cierto tiempo?
―Porque la razón del fallo no fue una causa mecánica. Las Centrales han agotado su materia prima, el material fisionable. Han vencido la dificultad por el momento sacando materiales de las existencias de las otras Centrales.
Kraft hizo una pausa. Pero Lyon comprendió en el acto la importancia de las palabras del técnico jefe.
―¿Es que no cuentan con más existencias?
Kraft asintió.
―Obtienen los materiales fisionables de las minas situadas en el borde del lado ardiente del planeta. Las minas se han agotado. Tengo que decir que se están preparando para penetrar más profundamente en las tierras ardientes. Deben existir muchos yacimientos de mineral en esas tierras, y se encontrarán en un estado mucho más manejable donde las temperaturas son muy elevadas. Pero no será fácil el llegar hasta allí.
―¿Y mientras tanto?
―En el peor de los casos, señor, podemos vivir en grandes cámaras de aire acondicionado.
―Podemos existir en esa forma ― dijo Lyon secamente―. No sería vivir. ¿Y qué sucederá con las plantas y los animales de la Tierra que los suizos han cultivado y criado? Toda esa parte de su trabajo será destruida.
―En efecto, y por esta razón están dispuestos a arriesgarse todo lo necesario para conseguir mantener el suministro de oxígeno en la zona templada.
―¿Existe semejante riesgo, Kraft? Si saben dónde pueden obtener el material fisionable…
―En parte es una cuestión de las altas temperaturas en el lado ardiente. Es insoportable para los humanos sin protección adecuada.
―Entonces deben fabricar el equipo aislante conveniente.
―Ya lo han hecho, señor. Han preparado los vehículos y los aviones necesarios y están ultimando los preparativos para una gran expedición. Se van a poner en marcha cuanto antes, y yo marcharé con ellos.
―Contando con mi permiso ―le recordó Lyon.
―Con su permiso, desde luego, señor ― respondió Kraft―. Lo que quiero decir es que me han invitado a acompañarles.
―Entonces, ¿la dificultad en el suministro de oxígeno está en camino de ser resuelta?
Kraft vaciló un momento.
―Existe otra cosa―dijo―. Yo no lo he tomado muy en serio, pero he hablado con los hombres que organizan la expedición y temen…, están preocupados por las salamandras.
―¿Las cosas que viven en el lado ardiente? ―Lyon hizo un gesto de escepticismo.
―La gente de Una jura que existen, señor.
―Supongo entonces que respiran gases volcánicos y se alimentan de lava. Creeré en las salamandras sólo cuando las vea, Kraft.
3
―Estoy considerando ―dijo Lyon― la posibilidad de enviarle a Una junto con Kraft.
―¿Para marchar con la expedición, señor? ―preguntó Taylor con excitación.
―Quizás, si tienen sitio para usted. Es muy posible que el número de expedicionarios sea limitado. Pero no es por eso por lo que quiero enviarle a Una; Kraft tendrá mucho trabajo y no podrá preocuparse de todos los detalles. Su misión sería la de ayudarle, actuar de secretario y colaborador.
―¿Cree que yo pueda desempeñar ese trabajo?
―No, pero no tiene por qué preocuparse por eso. Kraft se las podrá arreglar solo fácilmente. ―Lyon se irritó, como le sucedía a menudo últimamente; con su cabello blanco y la frente surcada por una profunda arruga vertical, parecía viejo―. Los ingenieros de máquinas casi no han tenido nada que hacer últimamente. Aunque eso puede aplicarse a todos nosotros, supongo.
―Ya que lo ha mencionado, señor, puedo decir que tenemos más trabajo que de costumbre. Ha sido necesario comprobar todas las máscaras y los cilindros de oxígeno, y…
―Es verdad, pero durante el viaje trabajamos más duro que ahora, ¿no le parece? No se preocupe por eso, Taylor. Si fuese necesario, el joven Pítt puede ocupar el puesto de usted mientras esté en Una. La cuestión es si desea hacerse cargo de esa misión. Si no es así, puedo fácilmente encontrar a otro.
―Desde luego que lo deseo, señor. Me gustaría ayudar a Kraft, y el cambio de ambiente será algo agradable.
―Tiene razón en eso ―una sonrisa vagó por un momento en los severos labios de Lyon―. Diré a Kraft que venga aquí.
Ninguno de los dos pronunció una palabra más hasta que el técnico jefe llegó a la tienda de Lyon.
―Taylor irá a Una con usted ―dijo Lyon―. Me dijo usted antes que necesitaría un ayudante.
―Gracias, señor ―dijo Kraft―. Su ayuda será muy conveniente.
―Espero que a ambos les guste el viaje ―gruñó Lyon―. A los demás, la espera no nos parecerá tan divertida. Quisiera que me fuera posible ir personalmente ―añadió inquieto―. Pero Leblanc no me ha invitado y, desde luego, tiene razón en no hacerlo. Usted es un científico y éste es un trabajo para científicos, o, por lo menos, lo parece por ahora. ¿Cuándo debe llegar el próximo avión?
―Dentro de treinta horas ―dijo Taylor.
―Bien, entonces deben empezar a prepararse. No hablen de nuestros planes a nadie, excepto Harper o Loddon. Eso es todo.
Taylor hizo sus preparativos para el viaje a Una. Cuando estuvieron terminados, regresó a su trabajo a las órdenes del ingeniero Loddon.
En el campamento se continuaba operando normalmente; las reparaciones mecánicas necesarias y la producción de energía para alumbrado y calefacción tenían que ser mantenidas. Los campos de grano y las huertas de verduras debían seguir cuidándose. Pero no se podía ocultar el hecho de que la falta de oxígeno ocupaba los pensamientos de todos. Nadie podía dejar de preocuparse por ello. El contenido en oxígeno de la atmósfera se mantuvo al mismo nivel, pero sólo por unas horas. Luego volvió a descender, lenta, muy lentamente.
Los adultos más jóvenes de la pequeña comunidad eran los que experimentaban menos dificultades para respirar. Aún podían vivir y trabajar sin oxígeno artificial, pero trabajaban mucho más despacio y sus períodos de descanso tenían que ser más largos. Los mayores tenían que colocarse a cortos intervalos las máscaras de oxígeno para recuperar su ritmo vital. Loddon improvisó la mayor parte de las máscaras utilizando los cascos y los cilindros de los trajes espaciales, que se guardaban cuidadosamente almacenados en el Colonizador. Aún después de satisfacer todas las peticiones de máscaras, Loddon siguió construyendo aparatos de respiración artificial. Finalmente, pudo informar a Lyon que se contaba con una máscara para cada hombre, mujer y niño existente en el campamento.
―Ya va siendo hora de que usted también se ponga una máscara, ¿no le parece? ―le sugirió Lyon, aunque su propia respiración era entrecortada.
Loddon sonrió alegremente.
―Yo seré el último que la necesite.
Se sentía orgulloso de su rejuvenecido organismo. La aceleración del viaje espacial produce a veces resultados extraños en los seres humanos. El ingeniero jefe de máquinas terminó el viaje con una magnífica cabellera negra, todos los dientes le volvieron a salir y sus órganos internos quedaron igualmente restaurados y frescos.
―Tendremos que pensar en los más jóvenes entre los niños. Aunque crecen muy rápidamente, los que son muy pequeños no pueden respirar dentro de una máscara de oxígeno.
―Pueden arreglárselas solos a las dos mil horas ―contestó Loddon―. Es maravillosa la forma en que se desarrollan. El bebé de Hyde es el único que necesitará un aparato especial.
Ya se contaba con una tienda plástica para oxígeno, construida para el hijo del doctor y de Eleanor Hyde, geóloga de la expedición. Dentro de aquella tienda la criatura pasaba la mayor parte de las horas y crecía rápidamente.
Loddon verificó los cilindros de oxígeno de que disponían. Le informó a Lyon que tenían los suficientes para las necesidades previsibles, y que todos estaban en perfecto estado.
―De todos modos ―dijo Lyon―, pediré a Una que nos envíen más cilindros.
―Es posible que prefieran volver a llenar los que tengamos vacíos ―contestó Loddon―. El avión de enlace podría transportarlos.
―Es cierto ―admitió Lyon―. Hágalo así. Y ahora, déjeme explicarle otra cosa: es posible que necesitemos una cámara de aire acondicionado.
Loddon lo miró sorprendido.
―Pensé que el fallo en el suministro era sólo temporal.
―Me gusta estar preparado para cualquier contingencia ―dijo Lyon―. Pero no divulgue nuestro propósito.
―Desde luego, señor ―replicó Loddon; parecía preocupado e intranquilo―. ¿De qué tamaño debemos construir esa cámara?
―Lo suficiente para que todos podamos meternos dentro. Espero que la situación no llegue a hacerse peor, pero si llegara el caso, siempre será un alivio el poder quitarse las máscaras y respirar normalmente por unas horas.
―Podríamos utilizar uno de los hangares mayores y cerrarlo herméticamente ―sugirió Loddon―. Luego se pueden colocar unas compuertas de aire en el túnel de entrada y…
―No es esa la idea que me había formado.
―También podríamos usar el Colonizador, señor ―Loddon hizo un gesto indicando el lugar donde se levantaba la enorme espacionave, esbelta como una ahusada torre―. Eso sería más económico y eficiente; su construcción es la más adecuada para nuestro propósito y las máquinas de acondicionamiento de aire siguen…
―La cámara debe ser subterránea ―dijo Lyon―. Y poco visible. Bien oculta.
―¡Un refugio! ―exclamó Loddon―. ¿Contra qué debemos refugiarnos, señor? ¿Ataques aéreos? Si quisiera decirme sus verdaderas ideas, sería de gran ayuda para mi trabajo.
―Construya simplemente una cámara subterránea con un buen sistema de renovación y suministro de aire, en medio del campamento. Hasta que esté terminada, podemos decir que vamos a construir una Central propia para la producción de oxígeno.
Loddon empezó a hacer trabajar duro a sus hombres, todo lo duro que les permitían sus pulmones faltos de aire. Mientras se ocupaban en aquella tarea todo iba bien; pero durante sus períodos de descanso, en los que no podían dormir, muchos de los hombres pensaban y se sentían llenos de temores.
Pero el miedo había desaparecido de la mente de Taylor. Tenía muchas otras cosas en qué ocupar sus pensamientos. Esperaba que pronto se encontraría en una situación privilegiada y en medio del curso de los acontecimientos. Podría ver con sus propios ojos cómo se hacía la historia.
La excavación para la cámara subterránea en el centro del campamento empezó aún antes de que Kraft y él se marchasen a Una. Taylor no llegó a creer ni por un momento la versión oficial que Loddon dio como contestación a todas las preguntas que se le hicieron; sabía que la colonia de Lyon no estaba en situación de poder construir su propia Central productora de oxígeno. Pero los otros hombres parecieron aceptar sin discusiones la razón que se les dio para justificar su nueva y agotadora labor.
Loddon improvisó máquinas excavadoras con piezas de vehículos inutilizados; pero una vez extraída la tierra, ésta tenía que ser transportada a mano. Después de unas cuantas horas de ocuparse en este trabajo, Pratt dejó oír una protesta llena de buen humor, pero con el aliento entrecortado.
―¡Puf! Creo que lo mejor será que conserve el oxígeno que me queda en el cuerpo antes que tener que sudar de este modo para poder fabricar más.
Entre los anhelantes obreros se levantó un murmullo de risas. Loddon comprendía perfectamente a sus hombres. Pratt era un humorista reconocido y el jefe ingeniero dejó que las risas se apagasen antes de dirigirse al mecánico para recomendarle que no malgastase hablando el poco oxígeno de que disponía.
Taylor sintió cómo su propio rostro se llenaba de una desacostumbrada y casi dolorosa sonrisa. Pensó que la risa les hacía bien a todos ellos, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que ahora era muy rara vez cuando les veía reír o siquiera sonreír. Su vida era sombría y gris como la luz de aquella región de Bel. Sí, ya era hora que pudiese cambiar de ambiente, aunque sólo fuese por unos cuantos días.
Lyon no fue al campo de aterrizaje a despedir a sus dos enviados, y lo hizo deliberadamente: no quería llamar la atención de su gente ni que sospecharan la urgencia de su misión. Pero antes de que se marchasen reclamó su presencia en la oficina.
―¿Regresarán dentro de cien horas? ―preguntó.
―Tengo entendido que será bastante más, señor ―dijo Kraft.
Lyon hablaba ahora con cortas frases. Hasta él parecía experimentar alguna dificultad con su respiración mientras hablaba.
―En este momento le envidio, Kraft. Y a usted también, Taylor. Me gustaría unirme a la expedición personalmente. Espero con ansiedad tener noticias de ustedes y enterarme de cuanto hayan visto y vivido.
―Espero que la expedición sea un éxito, señor.
―Sí, no podemos continuar en esta situación. Quizás puedan ver alguna de esas fabulosas salamandras…
La última frase de Lyon parecía ser una broma de despedida, pero Kraft le contestó seriamente.
―Si es que en realidad existen, señor. Pero estoy casi convencido de que se trata de alguna especie de alucinación.
Taylor esperaba disfrutar de todos los detalles de su vuelo en el avión de enlace. El piloto advirtió a sus dos pasajeros que el vuelo sería de mayor duración que de costumbre, ya que la reducción de oxígeno del aire influía en el rendimiento de los motores de reacción. Pero la cabina disfrutaba de un sistema de presión artificial y calefacción para los vuelos a gran altura, con aire de contenido de oxígeno normal. Taylor se dispuso a respirar libremente, por lo menos, durante el viaje.
Cuando estuvieron en pleno vuelo, Taylor se inclinó en su asiento mirando por delante de su reservado al piloto y trató de ver las indicaciones de los instrumentos. No había duda de que volaban más bajo que de costumbre, pero aún tenían la suficiente altura para ver más allá de la franja de perpetuo crepúsculo que rodeaba el planeta. Sentado en el lado derecho del avión podía contemplar, a través de una pequeña ventanilla de plástico transparente, la obscuridad del hemisferio helado. En el lado izquierdo las ventanillas estaban completamente tapadas, pero sabía que, si se descorrían las cortinillas, la cabina se llenaría con la áspera y casi insoportable luz del sol de Bel.
Un observador que estuviese colocado directamente debajo de ellos en las sombras, podría ver el fuselaje y las alas del aparato brillar como si fuesen de plata: un mensajero alado de esperanza.
Kraft permaneció callado, sumido en sus pensamientos. Después de dirigirle una mirada que no recibió contestación, Taylor respiró profundamente un par de veces y se arrellanó en su asiento, mientras los recuerdos acudían en tropel a su mente. Recordaba los vuelos realizados en la Tierra, cuando había podido ver un cinturón de crepúsculo semejante desplazándose sobre Europa. Y en sus viajes en la nave correo de la Luna, lo había visto mucho más claramente. La sombra se movía, lo que no sucedía aquí en Bel. Aún desde las estaciones en los satélites artificiales pudo seguir su marcha sobre la superficie de la Tierra, que giraba lentamente.
Se preguntó qué podía haber ocurrido con los satélites artificiales cuando los enloquecidos militaristas desencadenaron las fuerzas que eliminaron hasta el menor vestigio de vida sobre la faz de la Tierra. ¿Habría llegado el fabuloso incendio hasta las órbitas de los satélites, haciéndolos caer sobre la ardiente Tierra? ¿Era posible que sus tripulaciones hubiesen sobrevivido al desastre? Pero… ¿durante cuánto tiempo?
La proa del aparato que los conducía se inclinó hacia tierra; se preparaban ya para el aterrizaje en el activo aeropuerto de Una. Muy lejos, recortada su silueta por el brillante cielo del lado ardiente, Taylor pudo distinguir una de las catedrales de producción de oxígeno. La perdió de vista casi inmediatamente, mientras el aparato continuaba su lento círculo descendente. Unos cuantos minutos más tarde las ruedas se posaron suavemente sobre la pista de aterrizaje.
Kraft se levantó rápidamente y salió el primero del aparato. Se olvidó la cartera de documentos en el asiento, y Taylor la llevó junto con la suya. Tan pronto como se abrió la puerta volvieron a experimentar la ya familiar dificultad para respirar, incomodidad de la que se habían visto libres durante su viaje. Los dos hombres iban vestidos como de costumbre, con los buzos blancos de una pieza usados por los habitantes del campamento del Colonizador. Unos cuantos curiosos, vestidos con la túnica corta de todos los suizos, se los quedaron mirando sorprendidos. Taylor se sintió impaciente mientras esperaban al lado del aparato. Nadie parecía ocuparse de ellos, y creyó observar una especie de fría superioridad en la forma en que los demás le miraban.
Una muchacha alta y morena que hablaba con el piloto se dirigió ahora hacia Kraft.
―¿Usted es Kraft, el científico del campamento del Colonizador? ―preguntó, y al acabar de hablar su respiración era ya entrecortada.
―Sí.
―Nesina ―dijo ella, presentándose.
―Éste ―dijo Kraft― es mi ayudante Taylor.
Nesina miró al otro hombre con preocupación.
―Sólo le esperábamos a usted ―dijo a Kraft―. No creímos que iban a venir dos personas. Pero ante todo debo decirle que se presente a Camisse, el jefe de la expedición, en cuanto haya recogido su equipo. Tenemos mucho que hacer.
―Entonces necesitaré la ayuda de Taylor más que nunca ―replicó Kraft―. No dudo que podrá acomodarlo con nosotros.
La muchacha pareció indecisa antes de contestar.
―Vengan conmigo ―fue todo lo que dijo, por fin.
Caminaron lentamente en dirección a unas construcciones de poca altura. Detrás de los edificios, fuera de las pistas, estaba estacionado un grupo de vehículos de aspecto extraño.
―¿Son estos los que han preparado para la expedición? ―preguntó Kraft―. Sí, deben serlo ―continuó, sin esperar la contestación de la muchacha ―. Aquellas son las excavadoras ―dijo, señalándolas a Taylor―. Y esos otros son los transportes; todos van provistos de orugas, como puede ver, y están blindados y recubiertos de material aislante. Y aquellos aviones…
―Esos también están dispuestos para participar en la expedición ―dijo Nesita―. Lo hemos concentrado todo aquí.
―¿Los aviones podrán llevar todo ese blindaje? ―preguntó Kraft, dudoso.
―Sí ―contestó ella―. Pero sólo volarán los pilotos. No llevan pasajeros.
―¿Para qué servirán los aviones? ―preguntó Taylor.
―Reconocimiento ―dijo Kraft―, y enlace, si fuese necesario ―añadió.
Antes de entrar en el edificio al que les había conducido Nesina, Kraft señaló con un gesto a un vehículo que parecía más ligero y rápido que los otros.
―El vehículo destinado al mando y control, supongo.
―Sí. Usted viajará en ése ―dijo la muchacha.
―No es muy grande ―comentó Kraft.
Una vez dentro del edificio, un empleado que parecía muy ocupado explicó a Kraft que debía procurarse un equipo completo especial para el viaje, incluso un traje refrigerado. Kraft parecía nervioso y no hizo mucho caso de las palabras de aquel hombre.
―Taylor, aquí tenemos algo que usted podría hacer por mí ―dijo―. Procúrese todas estas cosas; no tengo tiempo de ocuparme de ello ahora. Busque la habitación que me hayan asignado y déjelo todo allí. Mientras tanto, Nesina me acompañará a ver a Camisse.
Alguien le dijo a Taylor dónde debía dirigirse y se encaminó al departamento de aprovisionamiento, donde le entregaron el equipo completo para Kraft. El traje refrigerado era una prenda muy pesada, por el blindaje de que estaba provista. Era completamente hermético y disponía de un casco metálico y de un cilindro de aire comprimido.
―Ahora puede entregarme mi traje ―pidió esperanzado a la mujer que estaba detrás del mostrador.
―No tengo instrucciones de entregarle más que un equipo ―respondió ella.
En la salida Taylor encontró de nuevo a Nesina.
―Le acompañaré a las habitaciones de Kraft ―dijo ella.
El espacio destinado al científico consistía en un pequeño cubículo, apenas capaz para una sola persona.
―No tenemos mucho espacio libre ―explicó la muchacha―. Todos los miembros de la expedición se alojan aquí. Todo está ocupado.
Taylor dejó el equipo encima de la cama y puso la maleta de Kraft encima del montón.
―¿Adonde puedo ir yo? ―preguntó.
―No hay alojamiento reservado para usted, pero puedo llevarlo a mi casa.
Él contempló el grave rostro de ella, sorprendido.
―Es usted muy amable, pero debo quedarme aquí. Kraft me necesita.
―Estará ocupado por mucho tiempo; podemos volver cuando haya comido. Lo siento, pero la organización es muy detallada y no le esperábamos a usted.
Taylor la siguió, pensando que no le resultaría fácil sumarse a los expedicionarios.
4
La casa de Nesina estaba a alguna distancia del aeropuerto y se dirigieron hacia allí en uno de los pequeños e incómodos coches que se usaban para viajes cortos por la ciudad. Taylor observó durante el trayecto que muchas de las personas que circulaban por las calles llevaban máscaras de oxígeno. Aparentemente sólo lo hacían las personas de mayor edad. Los jóvenes caminaban lentamente, economizando sus energías, pero sus rostros aparecían cansados y muchos de ellos parecían agotados.
―Da la impresión de que no podrán soportarlo durante mucho tiempo ―dijo Taylor.
―Eso sólo es debido a la falta de oxígeno que experimentamos. Pero nuestra resistencia va en aumento. Supongo que ya conoce nuestra campaña para eliminar completamente los períodos de descanso…
Él asintió, contemplando a los viandantes de aspecto enfermizo con horror, aunque no permitió que se descubriera en su expresión.
―Todo nuestro tiempo estará dedicado al trabajo y al desarrollo de nuestra capacidad mental ―continuó ella con orgullo―, de manera que nuestra inteligencia se elevará individual y colectivamente hasta su punto máximo. Las presentes dificultades con el suministro de oxígeno han entorpecido el proceso, pero muy pronto lo continuaremos. Será un gran avance para nuestra raza, ¿no cree?
―Parecen desdichados ―dijo él, sin poder reprimirse.
Ella movió la cabeza sin comprenderle. Taylor pensó, irritado: «No quiere discutir conmigo. Me considera como un ser de una raza inferior. Sin embargo, ¡qué destino el suyo! Una vida de trabajo perpetuo y sin descanso».
La casa de Nesina no era más que varias habitaciones en uno de los grandes edificios para viviendas situados en el centro de la capital. Ella le presentó a sus padres, quienes aceptaron su presencia sin demostrar gran curiosidad. Parecían personas cansadas, grises y desvaídas.
El contraste entre ellos y su hija era notable. Nesina era vigorosa y de una personalidad brillante. Era curioso el pensar que, en términos de años terrestres, no tendría más que cuatro años de edad y que durante todo el año anterior ya había estado en estado de casarse. Poseía ya la ficha que todos los adultos debían llevar consigo, en la que se indicaba su clasificación física, mental y psicológica y su categoría social. Un matrimonio que no fuese adecuado, o bien con un varón que no perteneciese a su misma clase, era algo en lo que no se podía ni pensar.
Todos comieron juntos, aunque la conversación fue casi inexistente. Luego los padres de Nesina se retiraron para volver a su trabajo, y Nesina acompañó a Taylor al punto de reunión de la expedición.
―¿Le gusta mi casa? ―le preguntó durante el camino; había algo expectante y confuso en su pregunta.
Él pensó que en aquellas habitaciones no había nada para que pudieran darle el nombre de hogar, pero asintió gravemente y le dio las gracias por su hospitalidad.
Encontraron a Kraft, que les aguardaba en su habitación.
―Salimos dentro de seis horas ―les dijo en cuanto llegaron.
―¿Podré ir con usted? ―preguntó Taylor excitado.
―¿Qué? Oh, no, eso será imposible. Todos esos transportes y excavadoras sólo pueden llevar su dotación, y en las cabinas no hay espacio material para ningún pasajero.
―Pero en el vehículo de control…
―Sólo tienen sitio para mí, sin contar a Camisse y a los tripulantes. ―Kraft pareció no observar la desilusión que se reflejaba en el rostro de Taylor, o por lo menos no hizo ningún comentario―. Ahora clasificaré las notas que he hecho ―continuó el científico, apresurado― y podré dictarle mi informe para que sea transmitido a Lyon.
El informe fue muy largo, y la mayor parte de él era demasiado técnico para que Taylor comprendiese todo su significado.
―Debo marcharme ―dijo Kraft en cuanto terminó de dictarle―. Guarde esos papeles hasta que vuelva. Y si no vuelvo, entonces entréguelos a Lyon personalmente.
―De acuerdo ―dijo Taylor―. Necesitará su equipo ―recordó a Kraft.
El científico recogió el traje refrigerado, pero se olvidó el casco. Taylor echó a correr detrás de él para entregárselo.
Junto con Kraft, le fue posible acercarse al vehículo de control, que estaba provisto de orugas; pero su blindaje era tan completo y las mirillas de observación tan pequeñas, que no pudo ver nada de su interior. Camisse, el jefe de la expedición, se acercó corriendo procedente de la columna de transporte. Era un hombre moreno y nervioso, que hacía trabajar duro a sus hombres con el ejemplo. Al cabo de unos cuantos minutos ordenó que todos los hombres de la expedición se reunieran en una gran sala de conferencias.
Philippe Leblanc, el presidente, subió al estrado y pronunció unas palabras de aliento y despedida. Taylor se encontró separado de Kraft y desde uno de los extremos de la sala sólo pudo captar unas cuantas freses sueltas: «El material es esencial para el bienestar y progreso de nuestra comunidad…, contamos con todas las garantías de éxito que la ciencia puede facilitarnos…, ocasión histórica…, regreso garantizado».
Las dotaciones subieron a sus cabinas, los motores arrancaron con fuertes rugidos, las orugas sinfín empezaron a girar y la expedición al lado ardiente del planeta marchó en fila india.
Taylor contempló la partida, sintiéndose irritado y desilusionado. Vio a Nesina a unos pasos de distancia y se reunió con ella.
―¿Cuándo salen los aviones? ―preguntó.
―De acuerdo con el plan establecido, ninguno de los aparatos despegará hasta dentro de sesenta horas, cuando la expedición ya se encuentre en la tierra ardiente.
―Supongo que tendremos noticias de ellos mucho antes ―observó él―; Kraft me dijo que me mantuviese en contacto con ustedes.
―Dispondré lo necesario para tenerle enterado del desarrollo de la expedición.
―Gracias. Creo que ahora habrán muchos alojamientos vacíos, ¿no es cierto? ¿Podré conseguir uno de ellos?
Hasta aquel momento ella le había hablado serenamente, con voz tranquila. Ahora pareció insegura y herida por las palabras de él.
―¿Quiere venirse a vivir aquí? ¿Es que no le gusta mi casa?
―No es por eso.
―Pero ha dicho que…
―Es usted muy amable, pero no quiero causar molestias ni a usted ni a sus padres.
―¿Molestias? No nos molesta ―pareció muy aliviada―. Tengo que venir aquí todos los días, y usted puede venir conmigo.
Taylor aceptó la invitación por pura cortesía, pero muy pronto se felicitó de haberlo hecho. Las horas de espera o inactividad hubiesen sido insoportables sin los viajes regulares a la capital. Sentía envidia de la muchacha, cuyas horas estaban ocupadas por su trabajo administrativo.
Los primeros informes de rutina recibidos de la expedición no le dieron gran trabajo. Envió un radiomensaje a Lyon: «Continúa avance sin novedad. Taylor». Después de aquello no tuvo nada que hacer excepto esperar que Nesina terminase su trabajo y le llevase a Una para comer.
La comida transcurrió también sin novedad; era suficiente en cantidad, científicamente compensada, pero no muy apetitosa. Cuando terminó los padres de ella se retiraron, pero la muchacha tenía algo que hacer y se puso a coser una de sus túnicas. No habían hablado mucho durante la comida, porque la falta de oxígeno no invitaba a la conversación excepto cuando era necesario. Taylor se reclinó confortablemente en uno de los sillones. Se sentía tranquilo y satisfecho mientras contemplaba los negros cabellos de Nesina y su expresión absorta mientras cosia.
―Es usted hermosa ―dijo bruscamente.
―¿For qué dice eso? ―Ella parecía sorprendida, pero no enojada.
―Es la verdad.
―Bien, pero ¿y mi mente? ¿Qué piensa de ella?
―Creo que tiene un intelecto espléndido.
―Eso me gusta más ―respondió ella, solemnemente―. Mi intelecto no es espléndido, pero desde luego está por encima del promedio corriente.
―Desde luego, eso es lo único que importa.
Se sintió arrepentido de haber pronunciado aquellas palabras. Era muy fácil la ironía cuando ella se mostraba completamente seria.
―¿Cómo puede decir eso? ―exclamó ella. Él aún no la había visto indignada―. ¡Mucho más importante es la psico…!
Un zumbido penetrante la interrumpió. Nesina se dirigió al radioteléfono colocado encima de una mesita y descolgó el auricular.
―Tenemos que regresar a la oficina ―dijo al cabo de un momento―. Acaban de recibir noticias importantes.
Permanecieron en silencio durante todo el camino, pero al acercarse a su destino, Taylor contó los aparatos que componían el grupo de aviones con blindaje antitérmico.
―Dos de ellos se han marchado ya ―dijo.
Una vez en las oficinas, Nesina consiguió una copia del último mensaje de Camisse. Empezaba con la longitud y latitud del lugar donde se encontraba, y la intensidad de la temperatura exterior, que era la más elevada que se había registrado hasta entonces.
―¿Ha visto? ―dijo la muchacha―. Han encontrado varias vetas de material fisionable y los primeros transportes estarán de regreso aquí dentro de unas cuarenta horas.
―E indican la existencia de minas más ricas a algunos kilómetros de distancia. Parece que continúan avanzando ―dijo Taylor.
El final del mensaje era muy confuso.
―Deben estar en movimiento ―sugirió Nesina―, y eso significa posible interferencia estática en la radio. Pero ahora tienen aparatos de patrulla encima de ellos; éstos podrán traernos los mensajes si es necesario.
Esperaron juntos durante varias horas, pero no llegó ningún otro mensaje. Taylor envió un radio a Lyon, quien seguía esperando en el campamento, y luego acompañó a Nesina a su casa. Se sentía preocupado, aunque no podía explicar la causa de su angustia. Sin embargo, Nesina aparentemente creía que el éxito de la expedición estaba ahora asegurado.
―Pronto el aire volverá a ser normal y estimulante. Entonces progresaremos en todas partes. Será algo magnífico, ¿no le parece?
Taylor nunca la había visto tan radiante, y un segundo más tarde la muchacha estaba en sus brazos y él la besaba. Ella le respondió torpemente; luego, con un grito de horror, se separó de él y se quedó mirándole con los ojos muy abiertos y angustiados.
―Estaba tan bella ―dijo él―, que…
Le costó unos minutos comprender que la muchacha no necesitaba ni pedía sus excusas. Lo que la había asombrado era su propia reacción, aunque al mismo tiempo se sentía fascinada por sus sentimientos.
―No puedo comprenderlo ―dijo Nesina―. Cuando me tenía en sus brazos, sentí que… Sin duda se trata de una sensación atávica. Y sin embargo, no había nada en mi análisis psicológico que indicase la presencia de cualquier peligro…
―Quisiera ―dijo él― que dejara de hablar de sí misma como algo que puede ser desmontado en piezas en un laboratorio.
Ella movió la cabeza con reprobación.
―Hágalo de nuevo ―ordenó.
―No, Nesina. ¿Cómo podría hacerlo… ahora?
―Debe volver a hacerlo.
Él la atrajo de nuevo a sus brazos contra su voluntad y volvió a besarla, esta vez sin emoción. No se sorprendió al comprobar que ella permanecía inerte en sus brazos; pero la muchacha pareció perversamente satisfecha con su experimento.
―Gracias ―dijo ella cuando se separaron―. Ahora ha sido mucho mejor. Esta vez he mantenido un control completo de mi mente. Ha sido muy fácil. Antes debió ser una especie de accidente.
―A mí me gustó más el accidente ―replicó él irritado―, aunque fuese atávico. Pero ya que parece contenta, eso es lo que importa, ¿no cree? Quizás sería mejor que regresáramos a la oficina.
―Yo iré ―dijo la muchacha―, pero usted debe descansar.
―Conforme. Se siente maternal, ¿no es cierto?
―Desde luego. Todas las mujeres tenemos un sentido…
―Claro ―admitió rápidamente―. Tiene todo el derecho de sentirse como una madre para mí. Después de todo, su edad no debe ser más de una décima parte de la mía.
La idea le hizo reír. Ella dio un paso atrás en una forma que demostró claramente que no estaba acostumbrada a aquellas explosiones de alegría.
―Lo siento, Nesina ―dijo él―. Me he portado rudamente con usted hace un momento.
―No tiene importancia ―le aseguró ella, solemnemente―. Por un momento me sentí preocupada, pero después pude concentrarme en el control psíquico y conseguí el éxito. Me siento satisfecha por ello.
―Sí, se refleja en su rostro ―dijo él con tal énfasis que, antes de marcharse, la muchacha se detuvo delante de un espejo y estudió su aspecto gravemente.
A Taylor le pareció que veía en ella una nueva expresión, tal como no había visto en ninguno de los otros habitantes de Una. Quizás ella también se dio cuenta de algún cambio, porque había un destello de sorpresa en sus ojos al despedirse para regresar al aeropuerto.
Una vez solo, Taylor se tendió en una de las camas, pero le fue imposible conseguir el descanso mental, porque siguió pensando en Nesina. Aquella muchacha le había impresionado en grado sumo. Era mucho más hermosa que cualquiera de las mujeres de su campamento; probablemente era la más hermosa de Una. Pensó que era posible que no hubiese reído en toda su vida.
«¿Qué es lo que ha sucedido?», pensó intranquilo. No debía dejarse influenciar. Ella no era más que una científico, aunque muy hermosa. ¡Oh, aquello no tenía ya remedio!
Pero siguió inquieto.
Su período de descanso no le proporcionó ningún bienestar. Se alegró cuando el zumbador sonó de repente, unas cuantas horas más tarde. Cuando llegó al aparato pudo escuchar la voz de Nesina, que le llamaba urgentemente:
―Debe venir cuanto antes, Taylor. Ya le he enviado un coche.
―¿Hay más noticias?
―Sí.
―¿Son buenas?
Hubo una pequeña pausa.
―El mensaje es muy corto ―contestó ella―, pero creo que son malas noticias. Podrá juzgar por usted mismo al llegar aquí.
Cuando arribó a las oficinas del aeropuerto, fue más la atmósfera general lo que le hizo pensar en un desastre, que los cortos y casi indescifrables mensajes que le dejaron leer.
―«Ataque» ―leyó en voz alta―. ¿Qué puede significar eso?
―Un error, posiblemente ―sugirió Nesina―. La radio funciona muy mal. Quizás se refieren a algún accidente. Estamos esperando a los aviones, que nos traen información más completa.
Después de aquello, la radio permaneció muda por largo rato. Algo más tarde pudieron escuchar el zumbido de un avión: volaba muy bajo y aterrizó pesadamente, dando varios saltos hasta que se detuvo. Un grupo de hombres y mujeres corrieron hacia el aparato, junto con Taylor y Nesina, pero sólo permitieron a unos cuantos oficiales acercarse a la cabina. El piloto saltó al suelo y casi cayó. Se enderezó rápidamente y corrió hacia la cola del avión, inclinándose para examinarla. Luego un pequeño grupo de personas le rodeó. Unos minutos más tarde le llevaron hacia la torre de control del aeropuerto.
―Lo llevan al hospital ―dijo Nesina, que había podido escuchar las instrucciones dadas por el jefe del campo.
El piloto pasó muy cerca de ellos. Su rostro estaba pálido y tenía los ojos muy abiertos. Murmuraba algo en voz baja y Taylor pudo escuchar lo que decía:
―Tenía que ocurrir. Al final sucedió. Y a pesar de todo, era algo imposible…
―¿Qué ha sucedido? ―preguntó Taylor―. ¿Qué estuvo mirando?
Se acercó, repartiendo empujones, hasta la cola del aparato. Cerca del timón de profundidad el metal estaba agrietado y torcido, pero los daños no eran tan graves como para afectar el vuelo normal del avión.
5
Después de un largo período de suspenso, empezaron a llegar de nuevo por radio mensajes de la expedición. Nesina se dirigió a la sala de comunicaciones y cuando regresó estaba llorando.
―No pude conseguir una copia de ese último informe ―dijo―. Está muy cortado y confuso. Creo que han tenido muchas pérdidas.
―¿Kraft también? ―preguntó Taylor.
―No. Por lo menos, sigue vivo. Eso es todo lo que puedo decir ahora.
―Pero, ¿qué ha sucedido?
Ella se secó los ojos y luego apretó el brazo de él con un gesto amistoso y consolador.
―Nadie lo sabe con exactitud. Debemos tener paciencia y esperar.
Él se quedó allí con ella esperando, olvidándose de comer y de descansar. Los otros aviones fueron volviendo uno a uno y trajeron noticias del paso de la expedición que regresaba hacia Una. Del resto de los informes de los pilotos, Taylor no pudo enterarse. Siguó otra espera, mientras se extendían vagos rumores de «muertos y heridos» y «los sobrevivientes».
―Están llegando ―dijo Nesina, después de una de sus frecuentes visitas a la torre de control―. Venga conmigo.
Ella le llevó por unas escaleras hasta el tejado de la torre, que dominaba completamente la llanura que les rodeaba, y pudieron ver en la distancia la columna que se aproximaba lentamente.
―Más de la mitad todavía no pueden verse ―dijo Taylor.
―Esos son todos transportes. No hay ninguna de las excavadoras ―añadió Nesina.
―Por lo menos, el vehículo de control está ahí. Debo ir a su encuentro. En él vendrá Kraft.
Taylor no pensó en la falta de oxígeno mientras corría hacia las pistas de estacionamiento. La carrera lo agotó completamente, y cuando llegó le latía dolorosamente el corazón y tenía los ojos tan nublados que a duras penas pudo reconocer en el primer hombre que descendió al suelo a Camisse, el jefe de la expedición.
―¡No haga comentarios! ―le gritó alguien como aviso, y Camisse partió en el acto en un coche que le esperaba.
Taylor se estaba recobrando ya. Vio cómo una ambulancia se acercaba al vehículo de control. Por la puerta que Camisse había dejado abierta sacaban en aquel momento a un hombre con la cabeza y el torso vendados. No podía caminar, y lo depositaron en el acto en una camilla. Las vendas no llegaban a cubrir completamente aquella cabeza calva que Taylor conocía tan bien.
―¡Kraft! ―gritó Taylor instintivamente, y dio un salto hacia delante; vio cómo el técnico jefe se movía ligeramente y abría los ojos.
―Taylor ―dijo Kraft, con una sonrisa dolorida―. Lléveme al campamento. Debo hablar con Lyon. Sáqueme de aquí.
Los ojos se volvieron a cerrar y Kraft se sumió en la inconsciencia.
Lyon dirigió una sonrisa a Taylor cuando el joven ingeniero entró apresuradamente en su oficina. Aquella sonrisa dio ánimos a Taylor. Enfrentado con las dificultades de la situación en la que se encontraban, Lyon parecía haber abandonado su irritación y malhumor habitual. De nuevo volvía a ser el frío y competente jefe a quien Taylor recordaba haber conocido durante el viaje del Colonizador. El joven pensó que quizás la causa de ello fuese que desde que llegaron a Bel no se presentó ningún problema que necesitase el uso de todas las capacidades de Lyon; los formidables motores que formaban su mente y su voluntad habían estado parados. Ahora marchaban de nuevo a plena carga, y sólo quedaba esperar que el problema no fuese superior a las fuerzas del mismo Lyon.
―¿Y bien? ―dijo el capitán―. ¿Dónde está Kraft?
Estaba trabajando a la luz de una pequeña lámpara colocada encima de su mesa de despacho. Ahora encendió todas las luces de su oficina a fm de poder ver el agitado rostro de Taylor.
―Ha regresado, señor ―dijo Taylor―. Yo lo he traído.
―Quiero verle.
―Deseaba venir, señor, pero ha tenido un accidente. Todavía no se encuentra bien, de manera que pensé…
―¿Qué ha ocurrido, Taylor?
―No lo sé exactamente, señor. He tratado de enterarme. En Una dicen…, las historias que cuentan son tan increíbles…, no podía creerlo…
―Serénese ―dijo Lyon―. Cuénteme sólo aquello de que esté seguro.
―Kraft estaba casi inconsciente cuando regresaron del lado ardiente ―empezó Taylor.
―¿Qué tenía?
―Estaba abrasado.
―¿Abrasado? ¿Y eso es todo lo que sabe?
―No quise interrogarle, señor, en vista del estado en que se encontraba. Pero ahora está mejor, y parece deseoso de presentar su informe.
―Entonces lo mejor será que vayamos a verle ―dijo Lyon levantándose―. ¿Ya le ha visto el doctor Hyde?
―Sí, señor. Le envié a buscar apenas llegamos.
―Bien ―dijo Lyon, y se dirigió en compañía de Taylor hacia la tienda del científico.
El doctor se marchaba ya cuando ellos llegaron, y Lyon le detuvo para hacerle unas preguntas.
―Tiene varias y extensas quemaduras ―dijo Hyde―. Pasará algún tiempo antes de que pueda moverse. Y ha sufrido un trauma mental casi tan grave como el físico.
―¿Puede hablar? Necesitamos saber lo ocurrido.
Hyde asintió.
―Sí. Está impaciente por verle, señor. Creo que se sentirá aliviado después de decir lo que tenga que informar. Es posible que su mente descanse entonces y me sea más fácil el tratarle de sus heridas.
―Gracias ―dijo Lyon, y entró en la tienda de Kraft.
Taylor, que le seguía, pudo darse cuenta en la penumbra del interior de la habitación que los vendajes del científico habían sido renovados. La figura yacente en la cama se agitó y les habló:
―No encienda la luz, por favor ―dijo Kraft―. Mis ojos…
―Naturalmente ―dijo Lyon, con animación―. Póngase cómodo y cuénteme todo lo que ha pasado. Tengo que admitir que tengo curiosidad por conocer más detalles de su viaje.
Lyon acercó una silla a la cabecera de la cama, de modo que el científico no tuviera que esforzarse para hacerse oír. Taylor encontró un taburete y se sentó al lado de Lyon. Si Kraft sentía dolores, como se podía suponer, hacía todo lo posible por disimularlo. Parecía sereno, y después de unos momentos presentó su informe en forma clara y concisa. Al principio habló con calma, pero hacia el fin de su narración se mostró muy agitado e hizo muchos gestos con los brazos.
―Ya sabe que estoy abrasado, señor ―empezó―. Fueron las salamandras las que me quemaron.
―¿Es posible, Kraft? Y, sin embargo, usted dudaba de la existencia de las salamandras.
―Mucho más que dudar, señor. No podía creer que existieran en realidad. No podía admitir que fuesen un peligro real. Bien, ahora ya creo en ellas. Ya no tengo ninguna duda. ―Suspiró profundamente, y continuó―: Los suizos organizaron perfectamente su expedición. Disponían de muchos tractores remolques, y aviones concienzudamente blindados y refrigerados. La luz de sol me hizo el efecto de un tónico cuando salimos de la zona crepuscular. Más adelante, la luz y el calor se hicieron opresivos. Antes de transcurrir cincuenta horas encontramos grandes depósitos de material fisionable. Algunos de los hombres tuvieron que abandonar la relativa seguridad de los vehículos con el fin de tomar muestras sobre el terreno. Las excavaciones y la explotación de los depósitos superficiales pueden hacerse desde las mismas cabinas de los tractores y de las máquinas, pero la localización de las vetas y la orientación de las excavaciones tienen que hacerse por hombres a pie sobre el terreno.
»De modo que unos cuantos hombres de las dotaciones de las excavadoras descendieron al suelo. Llevaban trajes refrigerados, pero éstos son muy pesados, de manera que esa parte del trabajo transcurrió muy lentamente.
―¿Qué tal era el calor? ―preguntó Lyon―. Recuerdo que Leblanc me dijo una vez que era suficiente para derretir el plomo.
―Es posible, en el punto de mayor temperatura ―dijo Kraft―, quizás en el mismo Polo. Aun así… bien, sólo son suposiciones. Nadie ha estado allí para comprobarlo. Pero nosotros estábamos muy lejos de ese punto. Hacía mucho calor, desde luego; demasiado calor para que se pueda vivir allí sin contar con protección adecuada.
»Yo no viajé con las excavadoras. Me cedieron un sitio en el vehículo de control, con el jefe de la expedición. Había muchos aparatos de comunicaciones en el interior de aquel remolque y durante las primeras horas aquello me pareció bastante interesante, con todos los informes y las órdenes que se recibían y transmitían constantemente. Pero al fin toda la columna se detuvo. Podía ver parte de lo que sucedía en el exterior por las mirillas de observación; allí estaban aquellos hombres vestidos con gruesos y torpes trajes refrigerados, moviéndose lentamente sobre el terreno, mientras seguían tomando muestras. Cuando encontraban algo que les parecía especialmente interesante lo llevaban a las excavadoras para que fuese analizado. Un par de aviones volaban encima de nosotros, en grandes círculos. Todo parecía estar muy pacífico, y siguió del mismo modo durante largo tiempo, por lo que empecé a aburrirme.
Kraft dejó escapar una amarga risa a través de sus hinchados labios.
―Esa fue la última vez que me sentí aburrido ―dijo―. Después… bien, parecieron escoger el depósito más rico en contenido del material fisionable y las grandes excavadoras empezaron a funcionar. El mineral era rápidamente transferido a los grandes transportes. Esos vehículos pueden construirse muy grandes, porque sólo es necesario proteger y aislar la cabina del conductor. Los primeros transportes que cargaron emprendieron el regreso seguidamente. El resto de los vehículos permanecían inmóviles, formando un gran semicírculo detrás de las excavadoras. En el vehículo de control donde yo me hallaba, parte de la dotación se dedicó a hacer observaciones con la brújula y los demás instrumentos a fin de fijar exactamente la situación de aquel depósito de mineral.
»Y entonces, sin previo aviso… las salamandras nos atacaron. Fué uno de los hombres que estaban fijando la posición quien dio la alarma. Estaba mirando a través de un periscopio, cuando de repente reclamó la presencia del jefe. En el mismo instante uno de los aviones empezó a llamarnos por la radio, para avisarnos de que podían ver cierto movimiento en el suelo cerca de nosotros. Los detalles eran confusos, de manera que sólo sirvió para aumentar el pánico… No, todavía no era pánico…, pero aquello aumentó la confusión en el interior del vehículo de control.
»E1 jefe… un hombre llamado Camisse… empezó a dar órdenes a su gente, reagrupando las excavadoras y dando instrucciones de que aumentasen la velocidad a los transportes que ya habían cargado. Todos parecían muy ocupados, excepto yo. Me habían invitado como observador, pero no tenía nada para observar… no se veía nada por allí cerca, y Camisse monopolizaba el único periscopio de que disponíamos. Empecé a mirar a través de una de las mirillas de observación, pero no pude ver nada.
»No fue hasta más tarde que vi a una de las salamandras. Y aún entonces…
―¿Cómo son? ―preguntó Lyon.
Taylor se inclinó hacia delante para no perder la respuesta de Kraft.
―Esa es la pregunta importante, ¿no es cierto? Debo tratar de dar una respuesta cierta. Sin embargo, es algo difícil de explicar. Mi vista no es muy buena, y la luz era deslumbradora. El sol me cegaba después de la penumbra a la que estamos acostumbrados aquí. La mirilla de observación también produce cierta distorsión en la visión, porque el cristal es muy grueso y curvado. Y las salamandras están rodeadas de una atmósfera que parecen llevar consigo… una atmósfera que parecía… ¿cómo puedo explicarlo?
―¿Incandescente? ―sugirió Lyon.
―No, no es eso. No es incandescente, sino temblorosa, como el gas alrededor de una llama. Aunque no había llamas…
La voz de Kraft se desvaneció. Respiró profundamente antes de continuar.
―Temo que no me explico claramente. Pero, ¿qué puedo decir? Aquella cosa se movía en posición vertical. Me hizo pensar no precisamente en un ser humano, sino más bien en la silueta de un hombre. Parecía insubstancial, aunque no cabe duda de que debe estar formada de algo material…
Lyon habló al detenerse Kraft de nuevo:
―No se aproxima a la descripción de un shug. Teníamos entendido que la salamandra, si existía, no era otra cosa que la adaptación del shug a la zona ardiente, ¿no es eso?
―Es posible que sea así ―contestó Kraft―. Un shug adaptado para altas temperaturas no tendría tejidos ni músculos. Es probable que no tuviera otra cosa que un leve caparazón o esqueleto…, lo bastante ligero para permitirle enderezarse y trasladarse en posición vertical. Sí, las cosas que he visto podrían ser básicamente shugs.
»El único ejemplar que he podido ver claramente se movía bastante aprisa, a la velocidad aproximada de un hombre corriendo. Parecía deslizarse. Sin embargo fueron algunos de los hombres de las excavadoras los que pudieron verlos mejor.
―¿Qué dijeron?
―Nada importante. Sólo pude escuchar una parte de las conversaciones por radio, y entonces las dotaciones informaban que estaban siendo atacadas. Naturalmente, en aquellos momentos no se preocuparon mucho en estudiar o describir las salamandras.
―No ―dijo Lyon―, es natural. Pero más tarde, cuando regresaron a Una…
―No regresaron ―replicó Kraft amargamente―. Hablo de los hombres que iban en las excavadoras. El vehículo de control estaba a unos doscientos metros de las grandes máquinas, en una ligera elevación del terreno por encima de las rocas y la lava, se podría decir que al descubierto. Pero en medio de aquella confusión saqué la impresión de que las salamandras concentraban su ataque en las excavadoras. Escuché una voz que gritaba por la radio: «Están atacando la torreta». Luego escuchamos un silbido y un grito y no pudimos volver a establecer contacto con aquella dotación. Uno de los aviones hizo una pasada muy baja, y el piloto informó que la cabina metálica de aquella excavadora estaba cortada como con un soplete de oxiacetileno. Aquello sólo podía significar que todos los hombres que iban dentro estaban muertos. Tenían trajes refrigerados y cascos para todos ellos, pero no tuvieron tiempo de utilizarlos.
»Camisse estaba excitado y confuso, pero lleno de valor. Hizo todo lo que pudo para organizar sus fuerzas y para conseguir que las excavadoras huyeran, y aún tuvo tiempo de ordenar a todos los que íbamos en el vehículo de control que nos colocásemos los trajes antitérmicos y que tuviésemos los cascos a mano.
―¿Intentaron usar los fusiles radiónicos? ―preguntó Lyon.
―¡Fusiles radiónicos! ―repitió con amargura Kraft―. No había una sola arma en toda la columna. Ya conocen sus principios: son pacifistas, no creen en las armas. Pero hubo una cosa que Camisse intentó hacer para dominar a las salamandras. Casi no pude creerlo cuando escuché cómo daba la orden. Tenía mi traje a medio colocar, y me quedé sentado con la parte superior del antitérmico alrededor de la cintura, olvidado completamente. Tenían uno de esos hipnotizadores que usan como policías… los Guardianes de la Ley, los llaman. No se por qué había sido incorporado a la expedición. Pero el caso es que estaba allí, en una de las excavadoras, y Camisse le ordenó que…
―¿Que hipnotizase a las salamandras? ―exclamó Taylor incrédulo.
―¡Qué locura! ―murmuró Kraft―. Pero todos parecían locos en aquellos momentos. Sí, eso fue lo que Camisse ordenó, y aquel hombre le obedeció. Parecía extraordinariamente sólido con su casco y su traje antitérmico, comparado con aquellas vagas y temblorosas siluetas. Levantó los brazos, empezando los pases corrientes. No obtuvo ningún resultado. Supongo que igual podría tratar de influir en una ascua ardiente. Debió perder la confianza en sí mismo en aquel momento, porque dio media vuelta y trató de correr hacia uno de los grandes remolques. Pero la salamandra que estaba más cerca de él se le acercó y pareció envolverle. Fue como un abrazo, pero algo grotesco y horrible. El hombre cayó inmediatamente y la salamandra se dirigió hacia la excavadora más próxima, que ya estaba en marcha, aumentando rápidamente de velocidad. La gran máquina pasó entre nosotros y la salamandra y entonces se detuvo. Ya no volvió a moverse. Y todas las demás excavadoras se detenían del mismo modo, una a una.
»Camisse estaba a punto de desfallecer; tenía la voz ronca de tanto gritar por el micrófono. Se estaba ya preparando para abandonar el campo, y no puedo culparle por ello. Ya no podía hacer otra cosa que reunirse con los transportes. Lo último que hizo antes de huir fue ordenar a uno de los aviones que volase bajo donde había caído el hipnotizador, para ver si aquel hombre aún seguía vivo. Mientras Camisse daba esta orden volví a mirar al exterior, y vi otras cosas que ciertamente no eran salamandras.
―¿Se refiere a criaturas vivas? ―preguntó Lyon.
―No lo sé. Lo dudo. No tenían materia visible…, o por lo menos muy poca. Se movían lentamente sobre el terreno, y sin embargo daban la sensación de velocidad. ¿Conoce cómo se desplazan los torbellinos de polvo que se forman en el desierto? Su velocidad relativa al terreno es a menudo bastante baja, pero al mismo tiempo giran sobre sí mismos a gran velocidad. Estas cosas eran algo parecido, pero sólo pude distinguirlas porque tenían un índice de refracción distinto. Su temperatura interior debe ser aún más alta que la del medio ambiente.
―¿Torbellinos de fuego? ―sugirió Taylor.
―Sí, ese es un nombre adecuado. Uno de ellos se deslizó por el costado de una excavadora y la máquina empezó a lanzar humo y a arder. Luego nosotros nos pusimos en movimiento, con los motores a toda velocidad para alcanzar a los transportes. Durante los primeros cientos de metros nos vimos sacudidos fuertemente por las desigualdades del terreno, pero después encontramos un camino más llano.
»Camisse ordenó al conductor que redujese la velocidad para observar los movimientos del avión. El piloto hizo más de lo que le habían ordenado, puesto que aterrizó muy cerca de donde yacía el cuerpo de aquel hombre. Debió acercarse lo suficiente para poder verle desde la cabina del aparato, porque poco después escuchamos su informe por la radio. «Está muerto», dijo el piloto. «Su traje está destrozado y su cuerpo aparece negro, chamuscado».
»Camisse empezó a hablar, pero en aquel momento vio algo que le hizo gritar desesperado en el micrófono: «¡Elévese, rápido! Uno de ellos está muy cerca de su avión. ¡No! ¡No lo busque! Si llega hasta el aparato…». Pude ver a través del cristal de observación lo que sucedía: aquella solitaria salamandra se deslizaba hacia el avión posado en el suelo. En el mismo momento en que parecía que iba a llegar hasta el avión, el piloto consiguió poner en marcha sus motores a reacción y empezó a apartarse. Sin embargo, la salamandra pareció ganar terreno por un instante. Pero sólo fue un momento. Luego ya no la vi más; había desaparecido envuelta en las llamas del escape de los reactores.
»Creo ―continuó Kraft, lentamente― que el chorro del escape desintegró a la salamandra. Si no estoy equivocado, entonces esas cosas son vulnerables. Mi idea es usar lanzallamas de alta temperatura contra ellas; puede tener algún valor. He pensado en ello desde entonces.
»Pero en aquel momento no tenía tiempo de pensar en otra cosa excepto en que éramos atacados. Estaba mirando como se elevaba el avión, cuando algo pasó delante de la mirilla de observación; fue en aquel momento cuando pude ver claramente a una salamandra. Aunque sus formas eran vagas… inclusive vistas a corta distancia, no había duda de que tenía vida y voluntad propia. Creo que el movimiento atrae a las salamandras. Las excavadoras no se movían, pero tenían en funcionamiento los brazos movibles y las palas de extracción. Nuestro vehículo no fue molestado durante todo el tiempo que permaneció inmóvil. Ahora que estábamos en movimiento llegó esa salamandra.
»La mirilla de observación es muy frágil comparada con el blindaje antitérmico del vehículo. En el cristal de observación teníamos nuestro punto más vulnerable, pero la salamandra pasó por delante y desapareció de nuestra vista. Aquel fue un momento horrible, cuando no pudimos ver lo que aquella cosa estaba haciendo. Pero no tuvimos que esperar por mucho tiempo. Escuché un ruido seco, como de desgarro. Entonces me acordé de mi traje refrigerado y me apresuré a colocar los brazos dentro de las mangas. Mientras lo estaba haciendo el blindaje metálico del costado opuesto al lado donde yo me encontraba se hundió hacia dentro y se abrió completamente. Un soplo ardiente penetró por la abertura y me abrasó.
»No puedo recordar exactamente lo que sucedió a continuación. Creo que llegué a abrocharme el traje, aunque demasiado tarde, y alguien me colocó el casco en la cabeza. Parece ser que conseguimos desprendernos de la salamandra y dejarla atrás; aparentemente hay un límite para su velocidad. Nos encontramos poco después con los transportes. Una hora más tarde, Camisse hizo alto y reorganizó la columna para el regreso.
―¿Les siguieron las salamandras? ―preguntó Lyon.
―No. Por lo menos, no volvimos a verlas. Pasé muy mal rato después de aquello, porque el traje antitérmico me oprimía las quemaduras. Cuando estuvimos lo bastante cerca de la zona templada para poder sacarme el traje, me desvanecí. Y de este modo llegamos a Una, con la pérdida de las excavadoras y de todas sus dotaciones.
La voz de Kraft era ahora más débil. Estaba muy cansado, pero se incorporó con un esfuerzo y habló con vigor.
―Es posible que Taylor le haya dado la impresión de que sufrimos un desastre.
―Pero no fue así. No sabía lo suficiente para… ―protestó Taylor.
―No fue un desastre ―continuó Kraft―. El propósito de la expedición era conseguir material fisionable. Lo obtuvimos.
―A un precio muy caro ―comentó Lyon secamente.
―Pero lo obtuvimos ―insistió Kraft―. Trajimos bastante material para hacer funcionar todas las Centrales productoras de oxígeno por largo tiempo. Pronto podrán comprobar la diferencia en el aire. La respiración será más fácil de nuevo.
―Sí ―dijo Lyon―, pero al fin tendrán que volver para obtener más de ese material, si es que las salamandras se lo permiten.
―La próxima vez ―replicó Kraft― estarán mejor preparados. Llevarán mejores blindajes, armas radiónicas…
Lyon se puso en pie.
―La situación no me gusta ―dijo―. Nuestros pacíficos amigos de Una han empezado una guerra. Sí, una guerra. Han invadido el territorio de las salamandras, y eso es igual a una declaración de hostilidades. Me parece peligroso el creer que nuestro lado puede prepararse y que las salamandras no lo harán.
―Pero es que entonces usted cree que tienen inteligencia…
―¿Por qué no? Sólo hago suposiciones, pero en la guerra no es prudente el creer que el enemigo es más estúpido que nosotros.
―Sin embargo… ¡esas cosas! ―protestó Kraft, mientras Taylor contemplaba a los dos hombres; a Lyon, erguido y victorioso en la semiobscura habitación y a Kraft, vendado y tendido en su cama.
―Quisiera estar equivocado ―continuó Lyon―, pero las salamandras parecen haber reaccionado rápidamente. Usted cree que los hombres de Leblanc pueden esperar a iniciar la próxima operación cuando lo crean conveniente. ¿No es esa una idea peligrosa?
―No me parece que…
―Supongamos que las salamandras toman la iniciativa. La última expedición parece haberles irritado. ¿Quién sabe lo que puede suceder? Espero ―añadió Lyon sombríamente― que Leblanc tomará precauciones.
Kraft suspiró.
―Todo esto está fuera de mi comprensión. No había pensado en que…
―No se preocupe por eso ―dijo Lyon rápidamente―. No es su problema. Le estoy agradecido por haber ido con la expedición y por traernos este aviso. Siento el no poder darle las gracias públicamente. Debe comprender que lo mejor será que nuestra gente no sepa nada de todo esto, por ahora.
―Le he dicho algo a Hyde ―interrumpió Kraft, intranquilo.
―Hyde tendrá que callarse ―replicó Lyon―. ¡Taylor!
―Sí, señor.
―Recuerde que esta orden se aplica también a usted. El resultado de la expedición es que la proporción de oxígeno en el aire aumentará hasta volver a su grado normal. ¿Estoy en lo cierto al decir esto, Kraft?
―Sí, señor.
―Entonces eso es todo lo que la gente del campamento debe saber. ¿Comprende, Taylor?
―Sí, señor.
6
Lyon había cedido la mayor parte de la dirección administrativa del campamento a Harper, el primer oficial. Unas doscientas horas más tarde, los técnicos e ingenieros fueron llamados a una reunión que se celebraría en la oficina de Harper. Kraft aún no podía abandonar la cama, pero ya se encontraba en situación de aconsejar a sus subordinados.
―¿Estamos todos aquí? ―preguntó Harper.
Uno de los técnicos dijo que Wells, el segundo de Kraft, estaba recibiendo instrucciones de su jefe. Mientras esperaban, Taylor estudió al hombre que se sentaba a la cabecera de la mesa.
Harper era el más grande astronavegante que la Tierra había conocido, y como tal había sido uno de los héroes de la juventud de Taylor. Era extraño el verle ahora como alcalde de esa pequeña población. No se podía negar su eficiencia y capacidad para un empleo que le era extraño y que muchas veces le debía resultar desagradable. Sin embargo, había obtenido mucha experiencia en el trabajo administrativo de aquella comunidad durante el largo viaje hasta el planeta Bel, después que Lyon le designó primer oficial. Seguía siendo un hombre solitario, pero sus responsabilidades no parecían pesar mucho sobre él. Su cabello rubio seguía tan espeso como cuando pusieron el pie por primera vez en Bel, y sus mejillas, antes hundidas, ahora se mostraban sanas y vigorosas.
Wells apareció en la entrada, un hombre robusto y dinámico. Presentó sus excusas a Harper por haber llegado tarde y se sentó a la mesa con los demás.
―Todos hemos observado que se ha elevado la proporción de oxígeno del aire ―empezó Harper―. Pero necesitamos algunas cifras antes de decidir sobre nuestras acciones futuras. ¿Cuál es su informe?
Wells le contestó:
―Sabemos que unas veinte horas después del regreso de la expedición que fue al lado ardiente, todas las Centrales productoras de oxígeno estaban funcionando de nuevo.
―¿Con rendimiento normal? ―preguntó Harper.
―Algo mejor que eso. Trabajan ahora a un quince por ciento por encima de la producción acostumbrada. Tenían que hacerlo, para compensar las pérdidas recientes. Hemos recibido algunos mensajes por radio desde Una sobre este asunto y nuestras observaciones confirman la mejora de la situación. Hace una hora el contenido de oxígeno del aire era un dos por ciento por encima de la cifra que hemos establecido como normal. No hay duda de que eso explica la sensación de excitación y bienestar que todos experimentamos.
Taylor pensó que el grave científico parecía muy poco excitado mientras pronunciaba esas palabras.
―Gracias, Wells ―dijo Harper―. ¿Está al corriente Kraft de la nueva situación?
―Sí. Ha comprobado los cálculos y ha aprobado lo que acabo de manifestarles hace unos momentos.
Harper se dirigió hacia Loddon.
―Esto le interesa a usted y a sus ingenieros. Nadie necesitará las máscaras de oxígeno por el momento, y el niño de Hyde podrá permanecer fuera de su tienda de plástico.
Loddon asintió.
―Sin embargo, mantendremos todo el material preparado ―dijo―. No queremos que nos cojan desprevenidos de nuevo.
―Conforme ―dijo Harper―. Será mejor que inicien un sistema de observaciones y pruebas del aire periódicamente.
―¿Es posible que se presente otra emergencia como la pasada? ―preguntó Wells.
―Esperemos que no ―dijo Harper, en un tono que no invitaba a una mayor discusión de aquel punto.
Loddon dijo:
―Debemos celebrarlo. Todos necesitamos expresar nuestro alivio ante las dificultades vencidas.
―Hable por usted ―dijo Harper con una sonrisa―. Sabemos lo que le gusta el baile y las fiestas, y que no le ha sido posible el divertirse cuando nos encontrábamos a media ración de oxígeno. Si tiene que haber una celebración, lo mejor será que usted la organice, ya que la idea es suya.
―Siempre tengo que cargar con todo el trabajo ―dijo Loddon―. Bien, ya que ésta es una gran ocasión, no me importa.
Era evidente que todos los reunidos experimentaban una sensación de alivio y alegría. Harper dio algunas instrucciones y se discutieron unos cuantos asuntos de rutina. Luego la reunión se disolvió. Taylor salió acompañado de Pitt, quien era su mejor amigo entre los ingenieros.
―Es maravilloso como nos afecta la inseguridad y las incomodidades ―dijo Pitt―. O mejor dicho, su desaparición. No me he sentido tan contento por muchos miles de horas.
―Quisiera poder decir lo mismo ―replicó Taylor, sombrío.
―¿Qué le sucede? El nivel de oxígeno es más alto de lo que ha sido nunca. Es algo estimulante. No comprendo lo que le preocupa.
Taylor vaciló. No se sentía en situación de hablar con libertad con Pitt. Inclusive debía tratar de calmar cualquier sospecha que pudiera haberse despertado en el ánimo del joven ingeniero.
―He estado demasiado tiempo con el pobre Kraft ―dijo por fin―. Sufre mucho, tendido allí en su cama…
―Es cierto, pobre diablo. No hay duda que ha tenido mala suerte. Pero los suizos consiguieron traer el material necesario, ¿no es así? Tenemos la prueba de ello en cada bocanada de aire que respiramos. No comprendo por qué tienen que tratar este asunto con tanto misterio. Los que andan por el lado ardiente están siempre expuestos a sufrir quemaduras. A menos que sucediera algo que no nos han dicho…
Hizo una pausa, esperando, pero Taylor no contestó.
―Bien ―dijo Pitt―, de acuerdo con la información de que disponemos, no hay por qué preocuparse. Tampoco veo la necesidad de que usted pase tanto tiempo con el viejo Kraft. Estos científicos son una gente deprimente. Usted se sale mucho de su círculo. Debería reunirse más con los compañeros y dejar que Kraft se las arregle con sus propios ayudantes.
Taylor tampoco supo qué contestar a esa observación.
Loddon se mostró generoso y concienzudo en la preparación de los festejos para la celebración. Dispuso que se transmitiera música por los amplificadores, hizo servir bebidas gratis y se celebró un baile. Todo ello tuvo lugar en el centro del campamento, y para compensar la grisácea semiobscuridad colocaron largas hileras de bombillas de colores tendidas entre altos postes.
Taylor asistió a la fiesta, pero sólo como observador. No se sentía con ánimos para bailar con ninguna de las excitadas y sonrientes muchachas. Sus pensamientos se dirigieron involuntariamente hacia Nesina. No se la podía imaginar bailando con nadie. En medio de su severa y triste existencia el baile no tenía lugar. Quizás nunca había oído hablar de tal cosa. Taylor se sintió aún más descorazonado y se alejó de la música y de las luces.
―Ah, está usted aquí, Taylor. ―Lyon se encontraba de pie a sus espaldas―. Sabe demasiado para disfrutar bailando. Se trata de eso, ¿no es cierto? Bien, deje que los demás se diviertan mientras pueden hacerlo. Más adelante tendrán que saber el peligro que todos corremos. Pero ¿quién puede decir hasta qué punto debemos contarles la verdad?
No era una pregunta que necesitase que Taylor la contestase. En realidad, Lyon estaba pensando en voz alta. Su rostro parecía cansado y lleno de preocupaciones. Al cabo de unos minutos se apartó de la reunión sin que nadie se diera cuenta de su marcha, excepto Taylor, quien vio cómo caminaba rápidamente entre las tiendas del campamento y se dirigía hacia el lugar donde se erguía la alta nave espacial. La figura que ascendió por la escalera de acceso le pareció muy pequeña y solitaria.
Taylor se estremeció, preguntándose qué extraño impulso habría llevado al capitán a su vacía y desmantelada nave, y se volvió de nuevo hacia donde los bailarines se divertían incansables. Poco después cesó la música de los altavoces y todos se reunieron alrededor del pelirrojo Pratt. El jovial mecánico descolgó su acordeón y empezó a tocar alegres tonadas de la Tierra, canciones que eran familiares a todos ellos. Al cabo de un momento, todos cantaban alegremente.
Pero un hombre caminaba de grupo en grupo, buscando a alguien. Se trataba de Foster, el radiotelegrafista. Adivinando lo que quería, Taylor lo llamó.
―¿Busca al capitán, Foster?
―Sí. Acaba de llegar un mensaje urgente de Una para él.
―Yo sé donde se encuentra. Se lo llevaré.
Foster le entregó la tira de papel y Taylor se dirigió hacia la espacionave. Las luces estaban encendidas, pero el interior de la nave se veía desnudo y frío. Todos los salones y los camarotes habían sido despojados de sus muebles y enseres a fin de utilizarlos en el campamento.
Taylor no perdió el tiempo buscando entre los largos corredores, porque creía saber con certeza dónde encontrar al capitán. Y efectivamente lo encontró, como esperaba, en la sala de mando, allá arriba, en la punta del Colonizador. Lyon esta sentado, inmóvil, en la misma silla y detrás del mismo escritorio que había utilizado durante el largo viaje desde Base Luna. Pero ahora tenía la cabeza apoyada en sus manos y sus ojos estaban cerrados.
―Señor… ―empezó Taylor.
Lyon se puso en pie de un salto.
―¿Qué significa eso de seguirme hasta aquí, Taylor?
Habia tal ira en su voz que Taylor dio un paso atrás.
―He traído un mensaje urgente, señor. Pensé que usted preferiría que fuese yo quien lo trajese en vez del radiooperador.
―¿Quién le manda meterse…? ―empezó Lyon. Luego, con un visible esfuerzo, se serenó y continuó con voz tranquila―: Perdóneme, Taylor. El volver aquí me ha impresionado mucho, al parecer. No se por qué he venido, pero ahora lo lamento. Me ha hecho recordar demasiadas cosas. Aquí hice el trabajo de un hombre… útil y digno.
―Aún tiene ese trabajo, señor.
Lyon movió la cabeza.
―Sólo para seguir vegetando…, arrastrando la existencia de un shug. Bien, déjeme ver el mensaje.
Lyon estudió durante unos minutos el papel que le entregó Taylor.
―Es un mensaje del presidente ―dijo por fin―, del mismo Leblanc. Quiere que yo vaya a Una; me envía un avión especial a buscarme. Nos marcharemos dentro de una hora.
―¿Nosotros?
―Sí. Usted vendrá conmigo, Taylor. No hay duda de que se ha convertido en una especie de oficial de enlace. Creo que le necesitaré.
Su expresión se hizo sombría de nuevo y, mientras abandonaban la sala de mandos y caminaban por la sucesión de escaleras y pasillos circulares, Lyon empezó de nuevo a pensar en voz alta:
―Me resulta duro el soportar esta dependencia de Una. No tenemos otro remedio que usar su avión para el viaje. Loddon podría construir un aparato mejor si tuviera las herramientas y los materiales. Quizás podríamos pedirlas prestadas…, pero también en eso tendríamos que depender de ellos. Es algo que no se puede evitar. Si volamos lo bastante alto podré ver sus Centrales de producción de oxígeno, y ello me hará recordar que les debemos hasta el aire que respiramos. Parásitos… eso es lo que creen que somos.
»Pero no existe ninguna razón para que lo seamos, y si tengo la oportunidad pienso decírselo a Leblanc.
7
Lyon y Taylor encontraron en el aeropuerto un coche que les esperaba, y fueron transportados a toda velocidad a la mansión del gobierno en Una. Unos minutos más tarde estaban en la gran sala de reuniones adjunta al despacho del presidente. Leblanc aún no estaba allí y en tanto le esperaban, Taylor, que nunca había asistido a una conferencia de tan alto nivel, se sintió inquieto mientras permanecía sentado al lado de Lyon en uno de los extremos de la gran mesa.
Nesina no había aparecido para recibirles en el aeropuerto; no había ninguna razón que justificase su presencia, se repitió una y otra vez, y por tanto no debía sentirse desilusionado.
Tenía la obligación de ayudar a Lyon tomando notas de lo que se tratase en aquella reunión, y lo primero que debía hacer era averiguar los nombres de los otros hombres que asistían a la conferencia. Lyon parecía envuelto en una coraza inquebrantable mientras seguía inmóvil sumido en sus pensamientos, y era inútil preguntárselo a él. Además, el capitán acudía muy rara vez a Una y sería poco probable que supiera más de esos hombres que el mismo Taylor.
Los otros asistentes eran sólo tres, agrupados al otro extremo de la mesa; hablaban entre sí en voz baja, lanzando de vez en cuando curiosas miradas hacia Lyon y su ayudante. Taylor se dio cuenta de que ya había visto a uno de ellos en otra ocasión. Era Camisse, el jefe de la expedición que marchó al lado ardiente para obtener el material fisionable que les era necesario para producir el oxígeno que ahora respiraban. Parecía haber envejecido en el corto período de tiempo transcurrido desde la última vez que lo vio. Su rostro estaba demacrado; su cabello aparecía lleno de hebras de plata, y sus manos se agitaban nerviosamente o tambaleaban incansables sobre la lisa superficie de plástico que cubría la mesa.
De los dos hombres restantes, uno tenía un rostro largo y huesudo, con unos ojos profundos de mirada fanática. El otro era más grueso, con el cabello negro y ligeramente rizado. Ahora estaba muy serio, pero daba la impresión de que no le sería difícil sonreír. Eso era una cualidad notable entre los severos ciudadanos de Una, y Taylor lo miró de nuevo lleno de curiosidad.
Con un murmullo de excusa hacia Lyon, Taylor dejó su asiento y se dirigió hacia otra mesa más pequeña, colocada a un lado de la sala, donde estaban sentados tres hombres y una mujer. Comprendió que se trataba de los secretarios y ayudantes de los reunidos y en voz baja les preguntó los nombres de los componentes del grupo que se sentaba a la cabecera de la mesa.
―Camisse ―le dijeron―, Sanger y Manzoni.
Le indicaron que Sanger era el hombre de mirada penetrante y rostro huesudo. Manzoni era el más gordo. Ambos tenían el título de jefes delegados.
Taylor se sentaba de nuevo en su lugar cuando el presidente entró en la sala. Todos los presentes se levantaron respetuosamente y siguieron en pie hasta que el recién llegado se acomodó a la cabecera de la mesa. Philippe Leblanc, a quien Taylor no había visto nunca hasta aquel momento, tenía el cabello gris. Su rostro parecía entrenado para mostrar en todas las ocasiones el mínimo de emociones. Parecía inmensamente sólido y lleno de confianza.
―Podemos felicitarnos ―empezó― de ver al capitán Lyon aquí con nosotros. Ha tenido la gentileza de trasladarse desde su campamento junto con su ayudante, sin demora alguna.
Pero Sanger no parecía felicitarse de aquel hecho. De repente, lanzó bruscamente una pregunta.
―Antes de que empecemos, señor presidente, ¿podemos saber en calidad de qué asiste Lyon a la reunión?
―Creo que la respuesta es obvia. El capitán actúa como delegado de los miembros de su campamento.
―En tal caso, sólo representa a un centenar de personas, mientras que nosotros representamos a docenas de miles ―afirmó Sanger―. No hay duda, señor presidente, que tal cosa parece desproporcionada.
Leblanc replicó pacientemente:
―Tal aspecto de la cuestión no guarda ninguna relación con el problema que nos ha reunido aquí. Vamos a discutir cierta cuestión, pero las decisiones no serán puestas a votación. De todos modos, permítame que le recuerde que existen dos grupos de la raza humana en este planeta. Creo adecuado que los que han llegado últimamente sean representados aquí.
―Me siento satisfecho de saber, señor presidente ―dijo Sanger―, que no se piensa en votaciones. En caso contrario, no hay duda de que resultaría evidente que estas gentes de cultura inferior y pobre desarrollo intelectual no pueden tener derecho…
La cólera de Lyon había ido en aumento mientras Sanger hablaba. En este punto estalló irritado.
―Señor presidente, todavía no conozco el propósito de nuestra reunión, pero no puedo permitir que las manifestaciones que acaba de hacer el jefe delegado Sanger permanezcan sin adecuada contestación. Debo pedir de nuevo que se reconozca la igualdad de mi pueblo con el suyo. Nosotros somos tan civilizados…
―Gente pendenciera, borrachos… ―interrumpió Sanger.
―Esta discusión… ―empezó Leblanc.
―Permítame contestar, señor presidente ―dijo Lyon, quien ahora hablaba en un tono más sereno―. Es cierto que ocurrieron algunos incidentes desagradables poco después de nuestra llegada. Pero los dos hombres que fueron responsables no representan el carácter de todos mis compañeros, ni mucho menos. Se trataba de dos malhechores a quienes arresté en el acto. A petición de usted fueron trasladados a Una, donde cumplieron el castigo impuesto a sus fechorías. El resto de mi gente no les ha causado ningún problema. No cabe duda de que ya nos hemos ganado el derecho a pertenecer a esta comunidad, como todos ustedes.
Camisse miraba a través de la mesa con la vista perdida en el espacio, aparentemente inconsciente de cuanto se decía. Manzoni se aclaró la voz y pareció dispuesto a hablar, pero Sanger se le adelantó:
―Esta no es una ocasión adecuada para tal petición.
―Me dirigía al presidente ―replicó Lyon fríamente―, no a usted.
―Lo que acaba de decirnos, capitán Lyon ―dijo Leblanc con precaución, tratando de hallar un término medio entre los dos antagonistas― merece nuestra consideración. Pero estoy de acuerdo con Sanger que lo más prudente será dejar esta cuestión para momento más oportuno.
Lyon se inclinó para mostrar que acataba la decisión del presidente. La cuestión podría haber quedado zanjada en aquel punto, pero Sanger no pudo vencer la tentación de lanzar otra flecha contra Lyon.
―Se necesita algo más que buena conducta para ser miembro de nuestra comunidad ―dijo―. Creo conveniente que esperemos hasta que el nivel intelectual de esa gente se eleve hasta…
―No puedo dejar sin respuesta tal comentario ―dijo Lyon―. Sanger cree, o por razones particulares aparenta creer, que nosotros somos salvajes. No admito tal afirmación por un solo instante. Pero aún en el caso de que lo fuésemos, ¿por qué no elevan nuestro nivel intelectual, compartiendo con nosotros sus fuentes de instrucción y capacitación mental? Además, la inteligencia no es la única cualidad importante. Estoy seguro que nosotros podemos ofrecer otras cualidades… que en algunos aspectos superan a las de vuestro pueblo.
―¿Por ejemplo? ―restalló Sanger.
―En general, somos más humanos; tenemos emociones más generosas. Somos seres individuales, no máquinas.
Manzoni se interpuso, aparentemente con intenciones de zanjar la discusión.
―Lo que nos ha dicho el capitán Lyon tiene sus puntos de interés…
Camisse saltó de repente:
―¡Máquinas! Ya quisiera yo ser una máquina. Entonces no tendría que pensar continuamente en…
Su voz se apagó lentamente. El silencio que siguió se hizo embarazoso para todos. Luego Leblanc habló, dispuesto a terminar con la discusión que se habia entablado. Por primera vez usó todo el peso de su autoridad.
―¡Terminemos! ―dijo―. No perdamos tiempo y energías en luchas internas. El propósito de esta reunión es conseguir la unión de todos nosotros frente al peligro que nos amenaza.
Lyon asintió, y Taylor le oyó murmurar:
―Muy razonable.
Desde el punto de vista de Lyon, la última manifestación del presidente era un paso más en la dirección deseada. Si el objetivo a conseguir era la unión de los dos grupos de humanos, la igualdad de derechos no tardaría en seguir.
Sanger aceptó el cambio de tema.
―¿A qué peligro se refiere, señor presidente? ¿A la falta de oxígeno? ¿Es eso todo?
―No he dicho eso ―replicó Leblanc.
―No puede ser otra cosa ―continuó Sanger―. Mi consejo es que preparemos cubiertas de plástico debajo de las cuales podamos vivir. Ya lo hemos hecho antes.
―Sí ―dijo el presidente―. Y todos nosotros esperábamos, ¿no es cierto?, que nunca más tendríamos que volver a vivir bajo esas burbujas de plástico, llevando siempre encima las máscaras de oxígeno, porque el plástico puede reventar en cualquier momento… como un globo de juguete.
―Hemos pasado por ello en otro tiempo ―insistió Sanger―. Podemos hacerlo de nuevo.
―Se olvida del efecto moral, Sanger ―contestó otra voz. Taylor habia estado ocupado tomando notas; ahora levantó los ojos y vio que el que acababa de hablar era Manzoni―. Sí, pudimos vivir bajo aquellas cubiertas herméticas entonces, porque nos dirigíamos hacia una existencia mejor. Nos sentimos estimulados por la gran concepción de trabajar para hacer que la atmósfera del planeta fuese respirable. Piensen en las dificultades que tuvimos que vencer. Pero las vencimos. Podemos sentirnos orgullosos como pueblo de los resultados obtenidos. Tuvimos que sacrificar muchas cosas para llegar a conseguir el éxito. Si ahora tenemos que volver a la vida en aquellas condiciones, eso constituirá una retirada…, quizás una derrota. Nuestro pueblo no lo soportará de buen grado.
Sanger movió la cabeza.
―No puedo comprender esas dificultades. Si nos encontramos frente a una desagradable necesidad, tenemos que adaptarnos a ella. Si la falta de oxígeno es el único peligro que tenemos, como ha admitido el señor presidente…
―Yo no he dicho eso ―interrumpió Leblanc.
―No ―dijo Camisse, con voz aguda y vacilante―. No puede decirlo. No puede.
Leblanc miró inquieto hacia el que acababa de hablar. Los otros esperaron a que el presidente continuase, pero en aquel momento se presentó una interrupción inesperada. Un joven con el rostro extrañamente pálido irrumpió en la sala, corrió al lado del presidente y murmuró algo rápidamente a su oído. La expresión de Leblanc no cambió. Cuando el joven terminó su mensaje le despidió con un ademán de gracias, y luego se dirigió gravemente a los reunidos.
―Parece ser que ha estallado un extenso fuego en la Central Ocho.
―¿Han enviado un mensaje por radio? ―preguntó Sanger.
―No ―dijo Leblanc―. La comunicación por radio parece estar interrumpida. Un miembro de la Central ha traido el mensaje personalmente. Entiendo que ha sido testigo de lo sucedido, y ahora se encuentra en la antesala. Propongo que lo interroguemos inmediatamente.
8
El mensajero era un hombre bajito, de mediana edad, y parecía estar asustado. Su túnica estaba empapada de sudor, sucia y ennegrecida por el humo. Se detuvo en el umbral de la sala de reuniones, tratando de recobrar el aliento.
Leblanc le hizo señas para que se adelantase.
―.¿De modo que la Central Ocho ha resultado dañada? ―preguntó, mientras el hombre se acercaba.
―Está completamente destruida ―dijo el hombre con voz ronca.
Ante esas palabras se elevó un sordo murmullo de todos los presentes. Camisse se levantó a medias de su asiento, y luego se dejó caer de nuevo, cubriéndose el rostro con las manos.
Pero fue la reacción de Leblanc lo que sorprendió e irritó a Lyon. El presidente inclinó la cabeza; en aquella posición permaneció unos momentos, dando la impresión de que era un viejo indefenso. Lyon le miró y movió ligeramente la cabeza ante lo que vio. Si Lyon estuviese sentado en el lugar de Leblanc no se habria hundido de aquella manera. Nunca, en semejantes circunstancias, habría dejado traslucir ni un momento de debilidad.
Y aunque en unos segundos Leblanc recobró su compostura habitual para recibir las malas noticias que sin duda aquel hombre llevaba consigo, la seguridad y confianza en sí mismo que antes había demostrado ya no volvieron a manifestarse. En aquellos breves instantes el presidente perdió el control de la reunión para no recobrarlo más.
―Siéntese ―invitó al mensajero con un tono cansado.
El hombre se dejó caer en una silla cerca del asiento del presidente. Se acomodó con un gesto de infinito cansancio y estiró las piernas. Sanger le lanzó una mirada de desprecio, pero Manzoni pareció contemplarle con simpatía.
―Es una verdadera lástima ―dijo Leblanc por fin― que este infortunado accidente haya tenido lugar.
El presidente sin duda escogió cuidadosamente la palabra «accidente». Ninguno de los otros hombres sentados en la mesa de conferencias ofreció ningún comentario, pero en el mensajero aquella palabra produjo un efecto sorprendente. El hombre pareció galvanizado y sus brazos se agitaron en gesto de frenética protesta.
―¡Accidente! ―exclamó―. No se trató de ningún accidente. Fuimos atacados. Si, señor presidente, ¡atacados!
Leblanc tosió ligeramente, con un gesto de aviso hacia el hombre. Luego lanzó una mirada circular alrededor de la sala, casi furtivamente.
―Para evitar situaciones embarazosas ―anunció―, el resto de la reunión se celebrará en sesión secreta.
Los tres hombres y la mujer que estaban sentados en un extremo de la sala se levantaron con evidente contrariedad. Leblanc esperó hasta que la puerta se hubo cerrado detrás de ellos.
―Y ahora ―dijo―, cuéntenos lo sucedido en la Central Ocho.
Sus palabras tenían una entonación extraña. A Taylor le pareció que encerraban una implícita amenaza para el desgraciado mensajero. Parecía como si Leblanc hubiese añadido: «Y procure que su informe sea bueno, o le va a costar caro».
Si la amenaza existió en realidad, el hombre no pareció darse cuenta de ello. Daba la impresión de estar a punto de agotar sus fuerzas y sentirse impotente para transmitir a sus oyentes toda la importancia de la información de que era portador. Sin embargo, con frases entrecortadas, empezó a relatar su historia. Durante los primeros momentos se le permitió hablar sin ninguna clase de interrupciones; aquello le animó y sus frases se hicieron más elocuentes.
El hombre relató una extraña historia, tan extraña que a intervalos Taylor se sorprendió a sí mismo contemplando el movimiento de las calles a través de las ventanas. La gris y sombría actividad que se desplegaba incesantemente en el centro de Una era algo completamente real y que por aquella vez, pareció confortarle.
―Yo soy… ―empezó el mensajero; y luego se interrumpió con un gemido, como si en aquel momento hubiese comprendido por primera vez otra de las consecuencias del desastre sufrido―. Yo era ―continuó―; eso es más exacto, caballeros. Yo era un ayudante de ingeniero en la Central Ocho y aunque yo siga existiendo, como ustedes ven, mi trabajo ya no existe.
»Me encontraba allí trabajando, llevando los registros y comprobando los instrumentos de control… aquellos instrumentos que conocía tan bien y que me parecían algo permanente. Y sin embargo, ellos también… ―el hombre se encogió de hombros―. No sé qué fue lo que atrajo mi atención hacia una de las ventanas. Quizás algún movimiento extraño en el exterior. No puedo recordarlo. Pero estoy seguro de que miré al exterior a través de una de las ventanas de mi sección. Había una… una especie de resplandor que salía de alguna parte debajo de la ventana, y me pareció ver como el temblor del aire recalentado. Todo lo que siguió lo recuerdo confusamente. Toda la escena se hizo confusa después de aquello.
»La ventana estalló, y el humo del incendio llenó la sala de control donde yo trabajaba. La pared debajo de la ventana estaba ardiendo. Recuerdo que en aquellos momentos me sorprendió la idea de que semejante material pudiese arder, ya que siempre lo había considerado como no inflamable.
»Hice sonar la alarma de incendios. Teníamos el equipo necesario, y los hombres estaban entrenados en su uso. Lo habíamos probado docenas de veces y siempre con el mejor resultado. De modo que me sentí tranquilo en la seguridad de que podríamos apagar el fuego sin mayores dificultades. Aún no sentía temor. Aquella fue la última vez que me sentí libre del terror. Los mecánicos de guardia estaban alertas y acudieron rápidamente. No cometieron ningún error. En cuestión de segundos se encontraban ya en la sala de control, inundándola con nubes de vapor, y unos minutos más tarde ya habían dominado el incendio. El humo era desagradable y ahora podíamos sentir el efecto del bajo nivel de oxígeno del aire, ya que hasta entonces disfrutamos de aire acondicionado a presión.
»A pesar de todo, las cosas no parecían ir mal; por lo menos, no en la forma terrible que lo hicieron más tarde. Con el jefe de la brigada de incendios empezamos a preparar el informe que está ordenado se haga en el caso de cualquier incendio. El informe nunca llegó a terminarse. O quizás, se puede decir que lo presento en estos momentos. Caballeros, están escuchando el informe original sobre el incendio de la Central Ocho.
El hombre, lleno de excitación, dejó escapar una risotada absurda.
―Mantega una actitud adecuada ―le dijo Leblanc, con tono severo.
―Lo lamento infinito, señor presidente. ―El hombre pareció recobrar en el acto el control de sus emociones―. Pero resulta difícil mantener una actitud adecuada cuando se piensa en lo que yo he visto. Bien, el jefe de la brigada y yo empezamos a buscar las causas del incendio y un momento más tarde me encontré solo de nuevo. No era que la brigada de incendios me hubiese abandonado, sino que les habían llamado para combatir otro incendio. Yo mismo escuché la alarma.
»Después de aquello todo pareció una horrenda pesadilla. Una pesadilla que se hizo más y más horrible a medida que el tiempo transcurría. Yo me encontraba allí, medio sofocado, con el humo del incendio abrasándome la garganta. Los instrumentos de la sala de control seguían intactos; las agujas y los manómetros mantenían la presión, pero la alarma contra incendios sonó una vez más y luego otra vez y otra. Estoy seguro que sonó mucho antes de que la brigada tuviese tiempo material de apagar el segundo incendio.
»Entonces sentí miedo. Había un incendio en el lado opuesto de la Central y otro en los alojamientos del personal. Al cabo de un momento estallaron más incendios en otros lugares… ¡Incendios por todos lados! La brigada de incendios se dividió; los hombres corrían de uno a otro sitio sin orden ni concierto. Pero desde el principio los incendios llevaron ventaja en aquella loca carrera; pronto los hombres se agotaron y el fuego rugió vencedor por toda la Central.
Camisse dejó escapar un gemido.
―¡Silencio! ―dijo Leblanc.
―Señor presidente ―dijo Camisse, estremeciéndose ligeramente―. Este asunto de los incendios… no me es posible…
―¡Silencio! Dejemos que el hombre termine con su relato.
―El director de la Central ya se había hecho cargo de las operaciones ―continuó el hombre―. Nos envió a todos…, por lo menos a todos los que encontró, tan lejos de la Central como pudo. Todos nosotros nos refugiamos en medio de la maleza, escondidos.
―¿De qué se escondían? ―preguntó Sanger duramente.
―De las explosiones que iban a ocurrir. Habían muchos depósitos llenos de gas. El director sabia que era muy posible que explotasen, y en realidad poco después estallaron con gran estruendo. Toda la Central se derrumbó. Algunos de los hombres murieron y muchos más quedaron heridos por los trozos de metal lanzados por las explosiones como proyectiles.
»Habíamos esperado que ocurriesen explosiones, y estuvimos acertados. Pero había otra cosa en la que nos equivocamos. Teníamos la esperanza de que la onda expansiva de las explosiones pudiera apagar los fuegos, de modo que quizás pudiéramos salvar algo del desastre y ponernos en contacto por radio con Una. Pero no; siempre había un anillo de fuego alrededor de aquel lugar. Y entonces todos empezamos a darnos cuenta de que había algo extraño…, antinatural.
«Hasta aquel momento nadie se había preocupado de averiguar las causas de los incendios. Todo sucedió tan rápidamente, que nadie tuvo tiempo más que para combatir el fuego con todas sus fuerzas. Contemplamos el incendio desde detrás de los altos arbustos, y lo que vimos nos sorprendió. Porque parecía existir una especie de extraño movimiento entre las llamas. Sí, caballeros, es posible que no me crean, pero se veían columnas de fuego que se alejaban, girando rápidamente, de los edificios en llamas. Otras columnas, que parecían aún más ardientes y poseer núcleos incandescentes, se acercaban del exterior para unirse a aquel círculo infernal.
»¿Cómo podría describirlo? Aquello parecía una danza surgida del Averno, formada por aquellas brillantes llamas…
Se escuchó un golpe seco que interrumpió al que hablaba. Camisse se había levantado de un salto, derribando su silla. Parecía enfermo y su rostro se mostraba desencajado mientras se dirigía hacia la puerta, tropezando. Por encima del hombro exclamó, lleno de excitación.
―¡Ya lo han visto! ¡Esos diablos nos han seguido! ¿Qué pecados hemos cometido para merecer este…?
La puerta se cerró secamente detrás de él. Leblanc lanzó una mirada de las duras facciones de Sanger a las de Manzoni, quien parecía grave pero sereno.
―Vaya con él ―dijo el presidente, y Manzoni salió de la sala en busca de Camisse.
El empleado de la Central destruida se dejó caer en la silla exhausto, sin pronunciar una sola palabra hasta que Manzoni volvió a entrar haciendo un signo de inteligencia al presidente.
―Ya se cuidan de él ―dijo Manzoni.
El mensajero parecía cerca del fin de su historia. Murmuró unas cuantas palabras más y luego dejó de hablar.
―Necesitamos tomar rápidas medidas para salvar la situación ―dijo Leblanc, pero hablaba con un tono distraído, como si su mente estuviese concentrada en otros problemas.
―Si usted quiere confiarnos sus planes, señor presidente… ―sugirió Sanger con insolencia.
―Por encima de todo ―declaró Manzoni―, necesitamos unidad y valor.
Luego se dedicaron a discutir las medidas necesarias para el traslado de los sobrevivientes de la Central Ocho hasta Una…, por lo menos aquellos que aún existían. Naturalmente la producción de las demás Centrales tendría que ser aumentada a fin de compensar la falta de la que había quedado destruida.
«Ahí están», pensó Taylor, «sin hacer otra cosa que hablar». Al joven ingeniero le pareció que aquella frase retrataba la situación de las gentes de Una. No hacían otra cosa que hablar. Era posible que muy pronto no fuesen más que gentes derrotadas y huyendo… ¿de qué?
Pronto se hizo evidente que nada de lo que se discutía ahora tenía mayor importancia para Lyon o para los suyos. Poco después, Taylor se sentaba al lado de su jefe en el vuelo de regreso al campamento del Colonizador.
―No me gustó mucho la forma que tuvo Leblanc de enfrentarse con la situación, señor.
―Es posible ―replicó Lyon distraído, sin comprender de momento el sentido de la observación de Taylor. Un momento más tarde se interesó lo suficiente en el asunto para añadir―: Lo siento por Leblanc; no me gustaría encontrarme en su puesto. Piénselo por un momento, Taylor: ¿qué puede hacer un presidente pacifista cuando se ve lanzado a una guerra… y a una como ésta? No puede dominar la situación. Se necesita un luchador para hacerle frente.
Lyon no volvió a hablar durante el resto del viaje, permaneciendo sumido en sus reflexiones.
Inmediatamente después de aterrizar en su campamento se dirigieron hacia la tienda de Kraft. El jefe técnico aún seguia vendado, pero ya estaba trabajando; su tienda aparecía brillantemente iluminada y Kraft se inclinaba sobre unas hojas llenas de cálculos. Miró a Lyon con expresión interrogadora, e hizo un gesto de saludo hacia Taylor.
―Kraft ―dijo Lyon, abruptamente―, no sé si se encuentra en situación de contestar a mis preguntas. Pero no tengo a nadie más a quien pueda consultar… nadie que siquiera pueda comprender esta historia, o decirme si es cierta.
Luego le explicó a Kraft lo que había oído en Una.
―Creo que el director de la Central los llevó a todos lejos de allí y se refugió en los edificios de una pequeña granja agrícola, desde donde envió su mensajero. Luego el mismo director regresó a su Central para continuar observando los progresos del incendio. No hay duda de que era un valiente.
Lyon hizo una pausa y suspiró.
―Bien ―continuó―, eso fue todo lo que el testigo nos contó, y a mí me parece algo fantástico. Es posible que no le haya dado una impresión correcta de sus palabras. Quizás Taylor pueda hacerlo mejor que yo.
Pero Taylor movió la cabeza.
―No, señor. Eso fue todo lo que dijo.
―Cuando me encontraba sentado en la sala de conferencias, escuchando el relato de lo sucedido ―dijo Lyon―, no llegué a comprender todo lo que quería decir aquel hombre. Ahora… creo estar aún más lejos de comprenderlo. Pero estoy seguro de una cosa: todo aquello no pareció que concordara con sus impresiones de las salamandras. ¿Comprende lo que quiero decir? Las dos versiones… la suya y la de él… no son iguales.
―Quisiera haber tenido la oportunidad de ver lo que sucedió en la Central Ocho ―dijo Kraft.
―Es posible que no le gustara la escena. El hombre que nos trajo el informe estaba muy impresionado, y simplemente el escuchar sus palabras casi enloqueció a Camisse. ¿Cuál es su opinión, Kraft?
―Ante todo, señor, esas cosas no eran salamandras.
―Entonces, ¿qué eran?
―Una especie de instrumento, o de arma ―dijo Kraft, quien escogía sus palabras con cuidado― dirigidas por las salamandras. Con ellas incendiaron los edificios de la Central. Cuando su calor interno desapareció, se retiraron o fueron retiradas.
―Hum. Pero usted no llegó a ver nada parecido cuando estuvo con Camisse en el lado ardiente.
―Por el contrario, señor. ¿No lo recuerda? Alguien las llamó torbellinos de fuego, y el nombre no me parece inadecuado. Siempre será difícil distinguirlas con claridad, y cuanto más caliente sea el aire que las rodee, más invisibles se harán. No necesito recordarle que en el sitio donde las excavadoras empezaron a trabajar, allá en el lado ardiente, hacía un calor extremo. El aire más frío de nuestra zona haría aparecer a esos torbellinos de una manera más clara; pero cerca de la Central en llamas sería muy difícil distinguirlos con claridad.
Lyon asintió y luego dijo, pensativo:
―Es posible que éste sea solo el principio. Supongamos que las mismas salamandras nos invadan… ¿Qué podemos hacer?
―¿Cómo puedo decirlo? ¿Quién puede aventurar una opinión? Es posible que sean más vulnerables que esas armas que usan, si se puede considerar así a los torbellinos de fuego. Quizás las salamandras no puedan alejarse del lado ardiente del planeta.
―No hay duda de que eso nos favorecería.
―Naturalmente ―dijo Kraft―. Pero para mí la parte más importante del informe consiste en que demuestra que existe una dirección, un plan organizado. Ahora sabemos algo que no sabíamos antes: la salamandra puede pensar.
―Todo esto está más allá de mi comprensión ―dijo Lyon.
―Cualesquiera que sean sus fuerzas ―concluyo Kraft―, hay tres cosas ciertas. Las salamandras se han sentido irritadas por la expedición, son un pueblo agresivo, y ya han conseguido una victoria inicial.
9
―Les he pedido que nos tengan informados del desarrollo de la situación ―dijo Lyon―, pero parecen habernos olvidado. Necesitamos saber lo que está sucediendo.
Se dirigía a Harper y a Taylor.
―Tenemos los boletines de noticias que se transmiten por la radio ―sugirió Harper.
―No confío en sus transmisiones por radio. No hablan de lo que debe estar en las mentes de todos ellos, así como en las nuestras. Es posible que Leblanc esté justificado al implantar una censura sobre las noticias, pero no debiera hacerla extensiva a mí.
―Es natural que exista cierto secreto ―dijo Harper―. Secreto o reserva… llámelo como quiera. Después de todo, nosotros mismos nos reservamos mucha de la información de que disponemos en vez de facilitarla a nuestra propia gente en el campamento; y esto se hace de acuerdo con sus propias órdenes, capitán.
―Creo que tales medidas están justificadas en lo que se refiere a la masa de las gentes. Cuando tengamos una situación definida, cuando sepamos exactamente contra qué nos enfrentamos, entonces creeré llegado el momento de que todos nuestros hombres sepan la verdad. Pero hasta que llegue este instante, mientras duren esas dudas y rumores, el lanzar una serie de noticias fantásticas sólo serviría para quebrantar su confianza en nosotros. Pero lo que se aplica a las clases bajas no debe aplicarse a los grupos directivos… a los jefes.
―En tal caso ―dijo Harper con una sonrisa―, quizás esté justificado el que yo le pida que nos dé alguna información respecto a sus planes, capitán Lyon. No quiero decir que tenga derecho a ello, o que quiera obligarle a que me diga más de lo que usted desee hacer.
―Es cierto. Tiene usted razón, Harper.
Después de aquellas palabras siguieron unos minutos de silencio. Taylor pensó que, a no ser por su presencia, era posible que los otros dos hombres hubiesen hablado con mayor libertad. No había duda de que Lyon estaba luchando con mayores dificultades de las que había tenido que vencer en los últimos tiempos y parecía evidente que preparaba algún plan de acción. Había tenido largas conversaciones con sus expertos, pero se había entrevistado con ellos separadamente y a Taylor no le había sido posible formarse una idea general del esquema de sus planes. Ahora se daba cuenta de que Harper debía encontrarse en la misma situación.
―Pero nuestros casos no son exactamente iguales ―continuó Lyon―. Sin decirme cuáles son sus planes, Leblanc debería por lo menos facilitarme toda la información para que yo pueda formar los míos. Eso no es pedir demasiado, sino solamente lo justo.
―Quizás ―aventuró Taylor― no ha sucedido nada digno de mención desde que usted volvió de Una.
Lyon arrugó el ceño y movió la cabeza.
―Leblanc tiene que estar haciendo algo ―dijo―. Vigilancia del lado ardiente, reconocimiento aéreo, preparación de defensas… No hay duda que no puede permanecer quieto, sin hacer nada.
―¿Y por qué no? ―preguntó Harper―. Si usted espera todo eso de él, es porque cree que actuará del modo que usted mismo lo haría. Pero debe recordar que el presidente es distinto a nosotros, al igual que su pueblo. Ellos se consideran más civilizados. Y por lo menos sus ideales y su mentalidad no son los mismos que los nuestros.
―Es posible que estén más civilizados ―dijo Lyon lentamente―, pero ¿de qué les sirve su civilización en un caso como éste? Una civilización que los paraliza frente a un ataque, que los expone a la aniquilación… me parece el equivalente de una degeneración. El hombre es un animal luchador.
―Los suizos se horrorizarían ante estas palabras ―contestó Harper.
―Sin embargo, son ciertas. El hombre ya no necesita luchar contra otros hombres. Todo esto hemos conseguido. Quizás en el distante futuro existirá la paz completa y universal. Pero a mí eso me parece el equilibrio de la muerte ―Lyon hizo una pausa y rió suavemente―. Debería dejar esta clase de especulaciones filosóficas para nuestro amigo Kraft ―dijo―. Y usted, Taylor, no repita mis herejías en Una, o creerán que soy un bárbaro salvaje. Es posible que lo sea, pero creo que si debemos luchar para sobrevivir, entonces luchemos sin reservas y completamente.
―Todos estamos a su lado ―le dijo Harper.
―Bien. Lo que necesito en estos momentos es información… todo lo que se sepa de las salamandras, y la única manera de conseguirla es trasladándose a Una.
―¿Se quedará usted allí por mucho tiempo? ―preguntó Harper.
―No pienso ir yo y tampoco puedo prescindir de usted, Harper. Kraft aún na se encuentra bien y Loddon se interesa únicamente por su especialidad. De modo que tenemos que pedir al joven Taylor que vaya. Saldrá usted en el próximo avión, Taylor.
―Si es que continúan llegando ―dijo Harper.
―Hasta ahora han mantenido los programas de vuelos de enlace ―dijo Taylor.
Se sentía satisfecho de su nueva misión, y orgulloso cuando supo que las instrucciones de Lyon dejaban la forma de llevarla a cabo casi a su entera discreción. Aquel era el proceder del jefe cuando tenía confianza en un subordinado.
―Información ―le dijo Lyon―. Eso es lo que quiero que me traiga. Todo lo que pueda recoger que nos ayude en nuestros propios planes. Ya comprenderá que nuestra propia defensa es de importancia primordial. ¿Qué están haciendo los suizos? ¿Han descubierto algo nuevo que pueda sernos útil? ¿Cuáles son sus ánimos para el combate? Eso es importante. La gente de Una cuenta con poderosos recursos técnicos e industriales si no están demasiados paralizados para utilizarlos.
―¿Puedo relacionarme con la gente que crea conveniente? ―preguntó Taylor.
―Dejo a su discreción los métodos que use para conseguir la información que necesitamos. Sin embargo, debe recordarle que los hombres de Una no nos consideran como amigos. No hay duda que tendrán secretos importantes. De manera que no se busque dificultades haciéndoles pensar que ha ido allí a espiarles.
―Será mejor que yo dé el primer paso y me presente abiertamente ―sugirió Taylor―. Si me dirijo a sus jefes tan pronto como llegue a Una, será menos fácil que sospechen de mi presencia.
―De acuerdo, hágalo. Preséntese a las oficinas Centrales de su Gobierno. Diga que yo le he enviado para ponerse a sus órdenes, en caso de que deseen alguna información sobre nosotros y sobre lo que podemos hacer. Creo que es la mejor manera de presentarse… la más diplomática. Trate de convencerlos de que podemos serles útiles. Creo que esto es todo, Taylor. ¿Hay algo más que necesite saber?
―No, señor. No tengo nada que preguntarle.
Pensó, sin embargo, que consultaría con algunos de los expertos del campamento antes de marcharse hacia Una. Necesitaba formarse una idea tan clara como fuese posible de los problemas de la colonia y de sus fuerzas potenciales.
En primer lugar fue a ver a Loddon. El ingeniero jefe estaba en su tienda, muy ocupado con una mesa llena de planos y dibujos. Todo lo cubrió rápidamente antes de sentarse a conversar con Taylor.
―¿Qué le trae tan atareado, jefe? ―preguntó Taylor―. ¿Un nuevo invento?
―Un trabajo especial para el capitán ―replicó Loddon―. Si quiere saber más detalles, será mejor que se lo pregunte a él, porque tengo instrucciones de que este asunto debe quedar entre nosotros.
―¿Se trata de algo defensivo u ofensivo? Creo que me podrá dar este detalle.
―¿Por qué tiene que ser una cosa o la otra? No haga demasiadas preguntas, muchacho.
Evidentemente, Loddon no parecía dispuesto a confiarle nada de su trabajo secreto, de manera que Taylor lo dejó y se fue a ver a Hyde. El doctor se mostró más comunicativo. La salud de la colonia era de nuevo normal, dijo, como resultado de la recuperada proporción de oxígeno en el aire.
―Las cosas tienen que mejorar aún más ―dijo Hyde― cuando nuestra gente vuelva a tomar los baños de rayos ultravioletas. Casi todos se han olvidado de ello cuando estaban preocupados por la dificultad en la respiración. Ahora pagan las consecuencias, pero la mayor parte no se da cuenta. Creen que pueden vivir indefinidamente sin los efectos beneficiosos del sol o de un substituto.
―Los suizos lo han conseguido ―dijo Taylor.
―Ya lo sé y además han reducido sus períodos de descanso hasta casi desaparecer. Pero estoy convencido de que están equivocados. Su inteligencia podrá desarrollarse maravillosamente, pero serán cerebros sobrecargados. Creo que se obtendrán más ventajas a largo plazo si nos mantenemos con el plan antiguo de alternar los períodos de actividad y de descanso. Y tendrán que pasar muchas generaciones antes de que el cuerpo humano evolucione para conseguir vivir sin los beneficios de los rayos solares.
Taylor acompañó al doctor mientras éste inspeccionaba el sacrificio de algunos shugs que estaban destinados a la alimentación del campamento. Se trataba de animales jóvenes, de menos de un metro de largo.
―Una carne de alto valor nutritivo ―dijo Hyde con satisfacción―. Grandes cantidades de proteínas y casi nada se desperdicia. ¿No le parece sorprendente que estos excelentes animales sean de la misma familia que aquellas otras grandes bestias, completamente inútiles para nosotros?
―Y aparentemente las salamandras son unos primos lejanos de estos bichos. Eso es lo que me cuesta más creer.
―Me gustaría tener un ejemplar de esas salamandras ―dijo Hyde pensativo.
―Si se me presenta una oportunidad, ya le traeré una dentro de un termos.
―No se queme los dedos cuando la haga entrar en la botella ―replicó Hyde con una sonrisa.
Pratt, el mecánico, fue la persona más animada a quien Taylor pudo hablar antes de partir para Una.
―Conque se va a dar una vuelta por la capital, ¿eh? ―comentó, mientras colocaba la pequeña maleta de Taylor dentro del avión de enlace―. No me importaría pasar unos cuantos días de diversión allí. Pero mi señora se encuentra muy bien aquí y el muchacho tampoco lo pasa mal.
Los ánimos de Taylor se elevaron a medida que el viaje llegaba a su término. Ni siquiera las miradas de sospecha y las respuestas secas que le lanzó el piloto pudieron deprimirle. Los motores rugían a plena velocidad, mientras volaban a gran altura en la atmósfera que ya volvía a ser normal en todas partes, y no tardaron mucho en ver el aeropuerto de Una.
Tan pronto como aterrizaron, Taylor se dirigió hacia el grupo de edificios administrativos donde trabajaba Nesina. Le pareció que la sombra de una sonrisa apareció en sus labios al verle, pero ella la hizo desaparecer instantáneamente. No obstante, le recibió con agrado.
―Ahora debo marcharme a la ciudad ―dijo Taylor―. Si me lo permite, volveré más tarde para verla.
―Me encontrará aquí o en mi casa ―dijo ella―. ¿No querrá volver a alojarse con nosotros?
―Con el mayor gusto, si me lo permiten las órdenes que debo recibir ―dijo él con precaución―. Es posible que tenga que salir de nuevo de la ciudad. ¿Cómo andan las cosas por aquí?
―Perfectamente ―dijo ella.
Pero su tono no tenía convicción y volvió la cabeza de modo que él no pudiera ver su rostro.
Recordando las instrucciones de Lyon, le dijo al conductor del coche que le llevó a la ciudad, que marchase lentamente durante el camino hacia las oficinas Centrales del Gobierno. De esta manera pudo observar a la gente que transitaba por las calles de un modo más eficaz que por cualquier otro procedimiento.
Se sorprendió al observar que su primera impresión era que los hombres y mujeres de Una parecían más animados que cuando los vio por última vez. Sin embargo, el efecto no era muy agradable para Taylor, ya que antes había creído que la expresión más común entre aquellas gentes era un rostro serio, grave y sombrío, mientras que ahora la tristeza y el temor dominaban en todos. Aquellas gentes estaban asustadas y por esta razón había quedado destruido su dominio de sí mismos y su reserva. Ahora hablaban continuamente de su miedo.
Un empleado colocado en la entrada de las oficinas del Gobierno le detuvo para preguntarle qué deseaba. Aquel hombre daba la impresión de ser un funcionario pomposo y sin imaginación, y a Taylor le costó decidirse a explicarle el motivo de su viaje a la capital.
Con una súbita inspiración le contestó, en vez de ello, que había venido a ver a Manzoni.
―Eso será imposible.
―¿Por qué? ―preguntó Taylor, empezando a sospechar que el hombre se complacía en poner obstáculos a quien cayera por allí.
―Porque está muy ocupado ―murmuró el empleado. Un momento más tarde exclamó―: ¡Mire, allí va Manzoni! Está a punto de salir de las oficinas…
El mismo Manzoni se volvió al oír pronunciar su nombre.
―¿Quién me llama?
Taylor dio unos pasos al frente y saludó sin pronunciar palabra.
―Ya le recuerdo ―dijo Manzoni―. Usted es uno de los hombres del campamento.
―Sí. El capitán Lyon me ha ordenado que me presentase a usted. ―Y Taylor pronunció unas cuantas frases cortas y concisas basadas en las ideas que le había sugerido Lyon.
Manzoni asintió.
―Sea bienvenido, Taylor. Pero ahora tengo que pedirle que vuelva a verme dentro de diez horas. Como puede ver, salgo de viaje en este mismo instante. ―Los dos descendían la escalinata del edificio mientras seguían hablando y viendo Manzoni que Taylor seguía aún a su lado, añadió en voz baja―: Me dirijo a inspeccionar los daños causados en la Central Cuatro.
―Sin duda se refiere a la Central Ocho ―corrigió Taylor automáticamente―. Perdone, pero creo recordar que la Central Ocho fue a la que se refirieron durante nuestra reunión con el presidente.
―En efecto ―dijo Manzoni, con un rastro de tragedia en sus ojos negros―. Pero desde entonces hemos tenido que soportar otras calamidades.
―¿Es posible que se haya declarado otro incendio?
―Sí, y precisamente en otra de las Centrales de oxígeno.
―Creo ―dijo Taylor― que Lyon previó que esto iba a ocurrir. Manzoni, ¿me permite que le acompañe?
―Será un espectáculo desolador.
―Lyon necesita toda la información que ustedes me permitan recoger, tanto sí es agradable como no.
―Entonces, vamos ―dijo Manzoni, que parecía entre todos sus colegas el único capaz de tomar una decisión impulsiva.
Junto con Manzoni viajaron unos cuantos técnicos y expertos, aunque Taylor nunca llegó a saber cuál era su especialidad ni el objeto de su viaje. Juntos se dirigieron en dos grandes coches hasta el aeropuerto y embarcaron en un avión especialmente preparado para despegues y aterrizajes verticales, para lugares donde no se disponía de pistas. Para su salida del aeropuerto, sin embargo, usaron la pista normal de despegue.
―¿Qué sucedió con los hombres de la Central Ocho? ―preguntó Taylor, cuando se encontraron ya en pleno vuelo.
―Todos fueron evacuados ―contestó Manzoni―. Aquel lugar está ahora desierto.
―El director de la Central habrá podido darles mucha información útil sobre las causas de los incendios y los medios de combatirlos
―Pereció quemado ―dijo Manzoni, con un gesto de dolor cruzando sus correctas facciones―. De manera que hemos aprendido muy poco de aquel incidente. Quizás esta vez sepamos algo más.
El avión descendió en un aterrizaje vertical, ya que la Central no contaba con pista para aviones. Taylor nunca había tenido la oportunidad de ver de cerca una de aquellas instalaciones gigantescas. Ahora, mientras se acercaban lentamente, las enormes proporciones de aquella colosal obra de ingeniería le admiraron. Contempló las altas torres de metal que habían sido los soportes de los depósitos del gas. De aquellas torres partían una infinita red de tuberías que terminaban en distintos lugares de la instalación.
Todo estaba ahora silencioso bajo la grisácea claridad. Sin saber por qué, Taylor esperaba ver edificios ennegrecidos y chamuscados por el fuego. Pero en esta ocasión, resultaba más adecuado decir que tanto los edificios como la maquinaria habían sido abrasados. No había duda que fue necesaria una altísima temperatura, ya que los metales y los plásticos utilizados en la mayor parte de las construcciones de la Central no eran inflamables. No era posible que un fuego ordinario hubiese podido reducir tales materiales a las consumidas ruinas que podía ver a su alrededor.
Taylor observó que los otros miembros del grupo parecían nerviosos, mirando a su alrededor con aprensión mientras hacían comprobaciones y tomaban notas en medio de las ruinas. Fue el mismo Manzoni quien llamó a Taylor de en medio de aquella destrucción y le mostró ciertas huellas en el suelo.
―Estos son los rastros que dejan esos malditos torbellinos de fuego ―dijo.
Era como si se hubiese proyectado el soplo de unos grandes sopletes sobre el piso, en el que quedaba destruida toda la vegetación en una franja de unos dos metros que seguía un curso irregular, como si las cosas que la producían fuese agitadas por el viento. Como una idea de su intenso calor, Taylor comprobó que la misma tierra se había fundido formando cuentas y piedrecillas de aspecto cristalino. Habían muchos de tales rastros, todos surgiendo del lado ardiente y dirigiéndose hacia la Central. Las huellas de regreso podían distinguirse fácilmente de las de llegada. El calor de los torbellinos que se retiraban, se fijó Taylor, no era tan intenso como cuando llegaron allí.
Muy cerca de lo que había sido la entrada del mayor de los edificios, Manzoni se detuvo y contempló un pequeño montón de cenizas negruzcas.
―El Guardián de la Ley ―dijo, con un suspiro.
―Qué torpeza ―dijo Taylor irritado―. ¿Cómo podía ese hombre esperar influenciar a una cosa inanimada?
―Ahora sabemos que no pudo hacerlo ―dijo Manzoni―. Pero primero era necesario saber con certeza que esas cosas no tienen mente.
―Son tan inanimados como las llamas ―dijo Taylor―. Por lo menos ahora podemos estar seguro de ello.
―Sí, debemos buscar otros medios de combatirlas.
10
Taylor se sentó con Nesina en el confortable pero incoloro departamento que constituía el hogar de ella.
―Creo que sus padres desaprueban que yo venga aquí ―dijo él.
―No es así. ¿Por qué piensa eso? ―respondo Nesina.
―Porque ahora no los veo nunca. Pensé que quizás evitaban mi presencia deliberadamente al saber que yo vendría aquí.
―No debe pensar tales cosas ―dijo ella―. Mis padres no se encuentran en Una. Los dos han ido a una de las plantaciones.
―¿Muy lejos de aquí?
―Sí, mucho más cerca del lado frío. Últimamente muchos de los habitantes de Una que no desempeñan puestos esenciales han sido enviados a las granjas.
―Comprendo ―dijo Taylor―. En otras palabras, han sido evacuados en vista del peligro que puede amenazarles del lado ardiente.
―Puede formar sus propias conclusiones, Taylor ―dijo ella―. ¿Por qué no? ¿A usted le gusta venir por mis padres? ¿Es que pensaba que alguien nos vendría a molestar?
―No. Realmente pensaba que ellos no deseaban que yo viniese aquí. Verá, conozco sus leyes y sé que alguien puede decir que usted se relaciona con un hombre fuera de su grupo. Si ello se supiera…
―Es verdad ―interrumpió ella―. Nosotros… Alguien puede denunciarme. Pero en estos momentos no es muy fácil que ello ocurra. Es posible que no se fijen en nosotros; o si lo hacen, quizás no concederán mucha importancia a este asunto. Las gentes andan preocupadas con otros problemas de mayor importancia.
―Todos tienen miedo ―dijo Taylor.
―¿Se ha fijado en el cambio?
―Tendría que ser muy estúpido para no darme cuenta de ello.
Ella asintió como si él confirmara un juicio satisfactorio.
―Sí ―dijo Nesina―, usted posee un excelente cerebro. Es estudioso. Su grupo podría ser complementario de… bien, de alguien como yo.
―Pero el caso es que no pertenezco a ninguno de sus grupos. Nosotros no creemos en su sistema de selección genésica.
―Todo depende de su sangre ―continuó ella, como si no hubiese oído la interrupción ―. Nadie puede adivinar cuál es su grupo hasta que se realiza la prueba. Pero si usted pidiera la clasificación, es posible que…
―Nesina ―dijo él de repente―, me sorprende usted.
―¿Por qué? ¿Qué he hecho?
―Ha estado contando a la gente alguna historia para tratar de explicar mi presencia aquí.
―Piensa usted mucho. Es posible que sea así, pero ¿por qué le sorprende eso?
―Porque no es propio de usted. Pensé que el engaño iba contra sus principios.
Ella suspiró.
―Es es una mentira muy pequeña
―Y una mentira propia de una mujer.
―Yo soy una mujer. Usted lo sabe.
Ahora fue él quien suspiró.
―Usted es una unidad humana, clasificada, agrupada y con un alto nivel de inteligencia. Pero ¿es en realidad una mujer?
―He inventado esta historia en beneficio suyo ―dijo ella rápidamente―, pero ¿por qué pregunta eso? ¿No es cierto?
―Desde luego.
―Y ya que estoy segura que poseo un perfecto control de mis emociones y de que no corro el peligro de sufrir los efectos de ninguna atracción atávica, no existe ninguna razón para que usted no venga.
―Es usted una niña adorable ―dijo Taylor.
―¿Qué ha dicho?
―Que debería comprobar su propio control.
Ella le miró con sospecha.
―No tenemos ninguna necesidad de hacerlo.
―¿No tiene confianza en el dominio de sí misma?
―Una confianza absoluta.
―Entonces no debe tener miedo de hacer una prueba.
―No tengo miedo.
―Bien…
Él la atrajo hacia sí y la besó. Y aunque fuese o no verdad que sentía miedo de realizar tal prueba, lo cierto es que Nesina no rechazó la caricia. Al contrario… muy al contrario, por lo menos durante unos minutos. Después se mostró desconcertada y furiosa.
―¡Oh! ―exclamó―. ¿Por qué ha tenido que suceder tal cosa?
―Es el atavismo ―explicó él―. Lo considero una cosa maravillosa.
―No debe decir eso.
―Sin embargo, lo hago. Y creo que a ti también te ha parecido bastante maravilloso.
―Agradable, quizás. No… no lo sé. ¿Por qué me miras de esta manera?
―Estoy sonriendo. No estás acostumbrada a ver sonrisas.
―No.
Pero los rojos labios de la muchacha se abrieron con un mohín encantador.
―Eres una estatua bellísima ―dijo Taylor―. ¿No sabes qué te sucede? Estas surgiendo a la vida. A la verdadera vida.
―¿Qué debo hacer? ―preguntó ella, llena de confusión.
―Esto.
―¿Te gusta a ti? ―dijo ella, después de besarse de nuevo.
―Si, Nesina. Pero tu sonrisa de hace un momento, me ha gustado más que tus besos. Y por encima de todo, me fascinará el escuchar tu risa.
―Pero yo no rio nunca ―dijo ella, como si la hubiese acusado de un horrendo vicio.
―No, pero la risa está en tu interior. Y algún día podré oírla.
―No me importaría que tú la oyeses ―dijo ella lentamente―. Pero si alguien se enterase…
Nesina se puso de pie de repente.
―Debo marcharme.
―¿Adónde?
―A mi trabajo. Necesito pensar… lejos de ti.
Descanso, pensó Taylor, una vez que ella se hubo despedido. Descanso. Pero le fue imposible conseguir la quietud mental necesaria para el período de reposo. Sin embargo se quedó en el departamento de la muchacha, redactando notas para el informe que debía enviar a Lyon como resultado de su visita a la última Central destruida por los incendios.
«Todos los rastros que he visto ―escribió― se mantienen sobre terreno liso y razonablemente horizontal. Donde quiera que haya una elevación sobre el terreno, las huellas la rodean; no pasan por encima del obstáculo. Este hecho, si puede ser confirmado por otras observaciones, sugiere…»
La puerta se abrió y Nesina entró apresuradamente.
―Has regresado temprano ―dijo él.
―He vuelto para decirte… sólo es un rumor, pero debes saberlo. Otra de las…
―¿Han atacado otra Central de oxígeno?
―Sí, eso es lo que se dice. Todavía no lo han publicado oficialmente.
―Ni espero que lo lleguen a hacer ―dijo Taylor―. Vuestros jefes están censurando todas las malas noticias, ¿no es cierto?
―Pero ésta todavía no ha sido confirmada.
―Tampoco lo harán cuando lo sea… Pero no perdamos tiempo discutiendo eso ahora, Nesina. Me marcho a ver a Manzoni. Él debe saber la verdad de lo sucedido.
―Su posición es muy elevada ―dijo ella, dudosa―. Y seguramente estará demasiado ocupado, quizás, para…
―Es más fácil que me atienda Manzoni que cualquier otro de vuestros jefes.
―Por lo menos no le digas que has sabido las noticias por mí. Debido al cargo que ocupo no debería repetir estos rumores.
―¡Oh, Nesina! ¡Como si yo fuese capaz de hacer algo que pueda causarte algún perjuicio! No te preocupes. Pero ahora debo marcharme.
En las oficinas Centrales del Gobierno, la mayor parte de los empleados estaban reunidos en grupos de aspecto desanimado. Taylor entró en el despacho de Manzoni sin que nadie le impidiera el paso y sin ser anunciado.
―¿De modo que ya ha oído los rumores? Sí, es cierto ―admitió Manzoni. Su redonda y bondadosa faz estaba llena de perplejidad―. Han destruido la Central Quince. Estaba más lejos que las otras dos.
―¿Y el personal de la Central?
―La mayor parte de ellos pudieron escapar. Ya estaban prevenidos.
―Por lo menos ésa es una buena noticia.
―Sí, pero la situación es desastrosa. Creo que debe saberlo, Taylor. Es posible que haya disturbios. Nuestra gente empieza a mostrarse inquienta.
―Ya lo había notado, pero gracias por avisarme.
―El presidente me ha dado instrucciones para que le informe de todo lo que pueda afectar a cuantos viven en su campamento. Parece ser que su gente no es tan propensa a dejarse influir por el… el…
―El pánico ―sugirió Taylor.
Manzoni movió la cabeza lentamente ante esa palabra.
―Por lo menos, tienen ustedes los medios para dominar a su gente si llegasen a ocurrir desórdenes ―dijo Taylor―. Pueden utilizar a los Guardianes de la Ley.
―Confiábamos en eso ―dijo Manzoni tristemente―. Pero ahora… los Guardianes de la Ley ya no tienen tanta autoridad. Han perdido la confianza en sí mismos.
―Debe ser a causa de su fracaso al tratar de dominar a las salamandras y a los torbellinos de fuego. Si me permite decirlo, Manzoni, creo que nunca debió permitirse que lo intentasen.
―Usted no lo comprende ―dijo Manzoni con vigor―. Tenían el deber moral de intentarlo. Esa es nuestra fe. No podíamos dejar de utilizar esa posibilidad de dominar el mal.
Taylor se encogió de hombros y suspiró.
―Para una comunidad tan inteligente como la suya, demuestran tener una inocencia fantástica.
―Me resulta extraño oír esta crítica de usted ―dijo Manzoni ―. Sin embargo, es posible que sus palabras estén justificadas. Ustedes pueden aportar nuevas soluciones a nuestros problemas. Pero no conoce todos los hechos. No es posible. No es uno de los nuestros.
A Taylor le empezaba a gustar la personalidad de Manzoni. Pero ahora, pensó, Manzoni volvía a adoptar el acostumbrado aire de superioridad que los hombres del campamento hallaban insoportable.
―Usted cree que somos primitivos ―contestó con ardor―. Pero no soy tan salvaje que pueda contemplar impasible la inútil pérdida de vidas humanas. Y ahora, puede creer que esta es una extraña crítica, llegando de mis labios.
Otra voz habló bruscamente.
―¿Qué importan estas pocas vidas cuando tantos miles… todo nuestro pueblo… está en peligro?
El que acababa de hablar era Sanger. Había llegado hasta allí sin que su presencia fuese advertida por los dos hombres. No demostraba sentir miedo, pero parecía poseído de fanática furia.
―Le he dicho a Leblanc ―continuó― que sólo nos queda una cosa por hacer. Debemos abandonar Bel… marcharnos del planeta.
―Pero… ¿por qué? ―inquirió Manzoni―. ¿Y cómo?
―Porque si no lo hacemos seremos destruidos. Debemos retirarnos, abandonar nuestra colonia… conseguir el tiempo suficiente para construir naves espaciales, y marcharnos… todos nosotros.
Un secretario entró en el despacho.
―El presidente quiere verles ―les dijo a Manzoni y a Sanger.
Taylor se quedó solo, pero no fue por mucho tiempo. El secretario volvió al cabo de unos minutos para pedirle que le acompañase también al despacho del presidente.
Leblanc estaba mostrando unos documentos a los dos delegados. Parecía cansado y lleno de preocupaciones.
―Estaba a punto de enviarle a buscar ―le dijo a Taylor― cuando me enteré de que se encontraba en el edificio. Vaya a ver a Lyon. Dígale lo que ha visto y oído. No disminuya la gravedad de los acontecimientos. Luego pídale en mi nombre que venga aquí tan pronto como pueda. ¿Me comprende?
―Sí, señor presidente. Si la rapidez es esencial, puedo enviarle un mensaje por radio.
―La radio puede ser interceptada. No, vaya en persona. Haré que pongan un avión a su disposición.
De este modo Taylor abandonó Una con sus presentimientos y el mensaje de Leblanc. Consigo llevaba también el recuerdo brillante de la sonrisa de Nesina, tímida y cariñosa. Pero esto último no podía serle de ninguna utilidad a Lyon.
11
Lyon estaba conferenciando con Harper cuando Taylor presentó su informe sobre la situación en Una y transmitió el mensaje de Leblanc.
―¿Otra vez? ―preguntó Lyon― ¿Qué puede desear de mí, Leblanc?
―No me lo dijo, señor.
―Espero que el viaje valga la pena.
Taylor creyó observar en las palabras de su jefe una curiosidad natural a pesar de su tono escéptico. Lyon ya estaba dando instrucciones a Harper sobre lo que debía hacerse durante su ausencia.
―Kraft ya se encuentra mejor. Podrá serle de mucha ayuda. Pero deje tranquilo a Loddon todo el tiempo que pueda. Creo que podrá realizar algo interesante. Taylor, usted vendrá conmigo de nuevo. He oído decir que ha hecho usted buenas amistades en Una.
La mirada que dirigió a Taylor hizo pensar al joven si Lyon se habría enterado de sus relaciones con Nesina.
―Usted puede desempeñar el papel de ayudante u oficial de Estado Mayor ―continuó Lyon―. Y mientras volamos hacia Una, podrá informarme más detalladamente de todo lo que acaba de decirme. Quiero todos los detalles que pueda darme y siento especial interés por las notas que ha hecho sobre los rastros que dejan los torbellinos de fuego.
El avión que había traído a Taylor les aguardaba en el campo de aterrizaje y poco después emprendían el vuelo hacia la capital. Durante todo el viaje Lyon interrogó minuciosamente a Taylor sobre lo que había visto en la Central destruida.
Cuando llegaron al edificio del Gobierno en Una no se celebró ninguna reunión. Leblanc recibió a Lyon en el acto, mientras Taylor aguardaba en la antesala.
Lyon salió de su entrevista con el presidente con un aspecto más satisfecho que nunca.
―Tendremos todo lo que necesitamos ―le dijo a Taylor―. Esta vez no habrá secretos en lo que a mí se refiere. Podré consultar a todos sus expertos, quienes deberán darme toda la información que precise. Más tarde celebraremos una importante reunión.
―¿Debo acompañarle, señor?
―Durante estos preliminares, no. Se lo he pedido a Leblanc, pero me ha dicho que han levantado únicamente para mí el secreto de sus informaciones especiales. Pero le necesitaré para la reunión.
―¿Será otra de sus conferencias? ―preguntó Taylor.
―Leblanc la llamó una reunión. No estoy seguro de lo que quería decir exactamente. Personalmente no me gusta la forma que tienen de resolver todas sus problemas por medio de conferencias y reuniones. Creo que ya va siendo hora de que emprendan una acción positiva, en vez de perder el tiempo discutiendo lo que se debe o no se debe hacer. En estos momentos necesitan unidad y mando. Leblanc ha llegado a comprenderlo.
―¿Ha sucedido algo de particular desde que salí de aquí?
―No han ocurrido más incendios, pero existe una corriente de pánico entre las gentes de Una y no se necesitaría mucho para que este pueblo perdiese la cohesión. Cualquier cosa puede provocar el desastre… la falta de oxígeno, por ejemplo.
―Pero el suministro de oxígeno se mantiene normal, señor.
―Ya lo sé. Pero para mantener este nivel las restantes Centrales tendrán que aumentar su producción. Eso no resulta fácil bajo circunstancias normales, y mucho menos ahora que todos los hombres miran por encima del hombro la mayor parte del tiempo, llenos de miedo. Si el contenido de oxígeno del aire volviese a disminuir y la respiración se hiciese difícil, además de todo lo que está ocurriendo, no quisiera estar en el puesto de Leblanc por nada del mundo.
―Ya dijo eso antes, señor ―exclamó Taylor.
―Es cierto y cada vez creo más en mis palabras. Algunos de sus principales ayudantes se están contagiando del pánico y empiezan a derrumbarse.
―Estos deberían ser los últimos en hacerlo, señor, ya que son los pocos que saben todo lo que sucede.
―Sin embargo, ello no parece reanimarles ―dijo Lyon, sombrío―. Taylor, de entre los que ha visto aquí, ¿quién le parece digno de nuestra confianza si las cosas llegasen a un extremo difícil?
―Yo diría que podemos confiar en Manzoni, señor. Y parece tener algo de nuestro sentido del humor. Por lo menos puedo imaginarlo capaz de reírse.
Lyon dijo con impaciencia:
―¿Reírse? ¿Qué tiene que ver la risa con nuestros problemas? No comprendo de lo que está hablando, Taylor. En cualquier caso, estas gentes nunca ríen. Creo que lo consideran una cosa poco decente.
Taylor sentía considerable respeto ante su formidable jefe, y tomó aliento antes de contestar, pero cuando lo hizo habló firmemente.
―Espero, señor, que no creerá que tengo excesiva imaginación, pero considero a la risa como una arma potencial en esta guerra.
La impaciencia de Lyon desapareció mientras reflexionaba sobre las palabras de su ayudante.
―Ayuda a levantar la moral, desde luego ―dijo por fin―. Pero tendría que añadir que esto sólo es cierto cuando se aplica a una raza que posee humor natural. Este pueblo ha conseguido hacerlo desaparecer.
―No lo creo, señor. Pienso que aún lo llevan en su interior.
―Si es así ―dijo Lyon secamente― lo llevan muy profundo y perfectamente oculto. Sin embargo, es una idea digna de consideración. Pero no puedo creer que un tipo como Sanger tenga un solo gramo de humor en toda su personalidad. Ese hombre es una amenaza. Y la otra, un peligro colectivo esta vez, son los pensamientos derrotistas de la mayoría de la gente aquí en Una, en las granjas agrícolas y en las Centrales de oxígeno. Parece que viven en una atmósfera de rumores infundados y de miedo.
―Si pudiéramos infundirles la voluntad de luchar y enseñarles a reírse de sus temores… ―empezó Taylor.
Lyon movió la cabeza dudoso.
―Usted puede dedicarse a estudiar esta posibilidad ―dijo― mientras yo empiezo mis visitas a los expertos.
Lo primero que hizo Taylor después de dejar a Lyon fue ir en busca de Nesina. Creyó observar que ella le recibía con alivio, como si confiase en su presencia para ahuyentar sus temores. Pero la muchacha se encontraba tan cansada y angustiada que fue poco lo que pudo hacer Taylor para consolarla.
―No ―dijo ella tristemente―. Quisiera que me ayudases a sentirme con más ánimos, pero la situación es desesperada.
―No tan desesperada que tengamos que perder la esperanza.
―Dices eso porque no sabes toda la verdad. Hay cosas que no me atrevo a decirte, pero es posible que las sepas más tarde. Entonces comprenderás.
Aquella vez el hermoso y grave rostro de Nesina estaba muy lejos de verse iluminado por otra sonrisa.
―Descansa por un momento ―dijo él, y la atrajo suavemente hacia él hasta que la cabeza de la muchacha descansó en el hombro de Taylor.
Ella cedió con un cansado suspiro y se quedaron sentados en silencio durante largo rato. El deseó con todas sus fuerzas que ella pudiera recobrar el valor y aparentemente tuvo éxito. Cuando ella volvió a hablar había firmeza y ánimo en su voz.
―Trataré de ser valiente de ahora en adelante ―dijo―. Gracias por ayudarme.
El preguntó, dudoso:
―¿Es posible que te haya ayudado en algo?
―Sí ―dijo Nesina―. Siempre causas un fuerte efecto en mi mente. A veces es bueno. Otras veces no lo comprendo y creo que puede ser malo, pero no estoy segura de ello. En esta ocasión estoy convencida de que tu visita me ha hecho mucho bien.
―Entonces estoy contento de haber venido ―dijo Taylor.
Luego se separaron: ella para regresar a su oficina en el aeropuerto, él para dirigirse en busca de Lyon al edificio del Gobierno. Cuando llegó le condujeron a la misma sala de reuniones donde ya había estado una vez. Lyon se encontraba ya allí, pero estaba solo y un secretario les anunció que Leblanc y los otros se reunirían con ellos al cabo de unos minutos.
Lyon quedó silencioso durante unos instantes, sumido en sus reflexiones; estaba, sin duda, ordenando sus ideas y preparándose para la próxima reunión. Después se dirigió a Taylor.
―¿Cómo han ido sus investigaciones?
―No han sido muy alentadoras ―confesó Taylor. Estaba pensando en Nesina, y en aquellos momentos le parecía imposible infundir alegría a aquel sombrío pueblo.
―En cambio, las mías… si es que podemos llamarlas investigaciones ―dijo Lyon―, han tenido bastante éxito. He pasado casi todo el tiempo con el jefe de su Servicio Topográfico. Sí ―continuó, observando la expresión de sorpresa de Taylor―, he estado estudiando los mejores mapas que encontré. Ah, aquí está Leblanc.
El presidente se acercó a ellos, seguido de Sanger y Manzoni. Cuando todos estuvieron sentados a la mesa, Leblanc dirigió unas palabras de bienvenida a Lyon y a Taylor.
―Me complazco en asistir a esta reunión de acuerdo con sus deseos, señor presidente ― dijo Lyon, formalmente―. Esperemos que, cualquiera que sea el propósito de esta conferencia, su resultado sea un éxito.
―Gracias ―contestó Leblanc―. Pero en esta ocasión creo que la palabra «conferencia» no constituye el título correcto para nuestra reunión. Creo que deberíamos llamarla un Consejo de Guerra.
12
La corta pausa que siguió a las palabras del presidente pareció a Taylor llena de mayor significado que muchos discursos. Lyon, pensó, no sólo estarla sorprendido sino también satisfecho.
―Un Consejo de Guerra ―repitió Lyon lentamente―. Entonces, es que esta vez se ha decidido hacer frente a los hechos, señor presidente.
Leblanc asintió y luego hizo seguir a su primera observación otra frase aún más inusitada.
―Capitán Lyon ―dijo―, entiendo que está perfectamente enterado de nuestra situación. ¿Cuáles son sus recomendaciones?
Lyon estaba en aquel momento sacando de su cartera de mano un puñado de documentos y luego los extendió encima de la mesa, pero en vez de consultar sus notas, dirigió una rápida mirada a Sanger y Manzoni y luego se dirigió de nuevo a Leblanc.
―Señor presidente, su petición me honra. Me siento satisfecho, además, de escuchar estas palabras que acaba de pronunciar, porque creo que constituyen un progreso en nuestras relaciones. Han destruido la barrera que se levantaba entre su pueblo y el mío. Desde luego, conozco la razón: ha sido nuestro común peligro lo que le ha impulsado a pedir nuestra ayuda. Tendrá cuanto podamos darle.
Sanger le interrumpió con unas secas palabras.
―No comprendo a qué se refiere el capitán Lyon. ¿Lo ha entendido usted, Manzoni?
Manzoni hizo un gesto vago con las manos.
―Estoy seguro, por lo menos, que el presidente me comprende ―dijo Lyon―. Hasta este momento ustedes han considerado a mi pueblo y a mí como gente primitiva y guerrera. Pero en la crisis que atravesamos la voluntad de luchar se ha convertido en una virtud.
―¡No! ―exclamó Sanger―. Eso no es cierto. Nunca lo será. ¿Por qué nos encontramos aquí? ¿Porqué abandonamos la Tierra? La lucha va contra nuestros principios.
―Sanger ―dijo Lyon fríamente― es tan agresivo como la mayoría de los pacifistas. Comprendo perfectamente sus principios. Pero ustedes han luchado… todos ustedes han luchado… desde el momento en que llegaron a este planeta.
Manzoni movió la cabeza.
―No le comprendo ―empezó.
―Han luchado contra las condiciones naturales que encontraron aquí. Han luchado contra la falta de oxígeno en la atmósfera de Bel. Y consiguieron la victoria.
―Condiciones naturales ―dijo Sanger furioso―. Hemos modificado las condiciones naturales, pero éstas son inanimadas. No pueden sufrir ni sentir el dolor. Las salamandras son seres vivientes.
Leblanc intervino en la discusión.
―Ése es un punto que podemos discutir más tarde, Sanger. Volveré a repetir mi pregunta al capitán Lyon: si usted fuera nuestro jefe, ¿qué medidas tomaría?
―Permítame decir ante todo ―replicó Lyon― que no pretendo dictarles una norma de conducta. Si no están dispuestos a combatir contra las salamndras, es muy poco lo que puedo hacer para ayudarles. Pero en lo que a mí se refiere, no hay dudas en mi mente. Mi pueblo y yo somos combatientes; nosotros lucharemos. Y estoy dispuesto a explicarles cómo emprenderíamos la lucha si estuviéramos en su lugar y contásemos con sus recursos.
―Le ruego que nos lo diga ―dijo Leblanc.
Sanger frunció el ceño, pero permaneció callado.
―Haría tres cosas, por este orden ―explicó Lyon―. Primero, me dedicaría a estudiar al enemigo, su táctica y su estrategia. Segundo, organizaría una defensa contra sus ataques. Tercero, tan pronto como me fuese posible, pasaría al ataque.
―¿Lo han visto? ―dijo Sanger con un tono de triunfo―. Supongamos que nos mostrásemos decididos a defendernos. Bien, esto no sería bastante para el capitán Lyon. También quiere pasar a la ofensiva.
―El delegado Sanger ya nos ha demostrado ―dijo Lyon― que él también puede ser ofensivo… muy ofensivo. Sus instintos son los adecuados, si bien sus convicciones no lo son.
Sanger le lanzó una furiosa mirada por encima de la mesa que los separaba.
―Si esas palabras tienen algún significado, debo decir que no lo comprendo.
―Entonces debo explicarme. No hay lucha que pueda ser ganada simplemente permaneciendo a la defensiva. El único camino que conduce a la victoria, ya sea en el campo de batalla o en un Consejo de Guerra, es el del ataque.
―Lyon nos está provocando. ¿Debemos seguir escuchándole? ―preguntó Sanger, colérico.
―Opino ―dijo Manzoni― que debemos escuchar sus palabras.
―Desde luego ―dijo Leblanc, firmemente―. Capitán Lyon, usted se encuentra aquí a mi pedido, y lamento la discusión que se ha entablado, si bien debemos aceptar la sinceridad de las opiniones expresadas. Le ruego que continúe, capitán. No podemos prometerle seguir sus consejos, pero permítanos que los conozcamos.
Lyon se inclinó e hizo una seña a Taylor para que desplegase los documentos que estaban encima de la mesa. Mientras éste cumplía la orden, Lyon se dirigió a Leblanc.
―De acuerdo, señor presidente. Ya he dicho antes que primero debemos estudiar al enemigo. Perdóneme si mi información no es completa. He tenido poco tiempo para obtenerla y no conozco todos los informes. Pero he usado cuanto he podido las facilidaes que usted me ha concedido. Además, he podido aprovechar la investigación realizada por Taylor en la Central destruida por el incendio. Creo que sé lo suficiente para poder formular un plan de acción.
»E1 primer punto que debo tocar es el siguiente: debemos aceptar que las salamandras disponen de un instrumento o arma, la que llamamos torbellino de fuego. Por lo tanto, tenemos que enfrentarnos con dos factores en esta lucha: las salamandras que planean y dirigen, y los torbellinos de fuego inanimados que ellas controlan. Los torbellinos pueden ser utilizados a distancia por las salamandras. Por lo tanto, supongo que ni siquiera Sanger tendrá nada en contra de la adopción de medidas positivas contra los torbellinos.
―Usted asume ―dijo Sanger― que estas cosas no tienen mente ni alma, pero ¿está seguro de ello?
―Estoy completamente seguro ―dijo Lyon―. Todos los informes que conozco prueban que no son otra cosa que simples nubes de gas recalentado. Producen una sensación de horror en los hombres que experimentan sus efectos, debido a que constituyen algo nuevo y desconocido en el recuerdo de los humanos. No hay duda que son armas peligrosas y efectivas, pero tienen un límite. Esto puede ser descrito de la siguiente manera: si en su marcha llegan a un cambio de nivel en el terreno que atraviesan, los torbellinos lo rodean.
―Entonces, ¿por qué los llama cosas sin inteligencia? ―dijo Sanger, triunfante.
―Tienen la misma inteligencia que el viento ―dijo Lyon―. Las salamandras los controlan, pero hay algunas cosas que no pueden realizar. Pueden dirigirlas a voluntad siempre que los torbellinos mantengan el contacto con el suelo. No existe ningún informe que diga que han sido visto torbellinos moviéndose por el aire. Pueden ascender una pendiente gradual, pero no pueden dar un salto brusco ya sea hacia arriba o hacia abajo.
Lyon se reclinó en su asiento, esperando los comentarios de los demás.
―Es cierto, señor ―dijo Taylor, excitado―. Todo esto concuerda con lo que vi en la Central que inspeccioné junto con Manzoni.
―Sí ―dijo Manzoni―, es verdad. Pero…
―Pero ¿de qué nos sirve esto? ―preguntó Leblanc―. Supongo que no sugiere que reemplacemos todo nuestro sistema de Centrales para la producción de oxígeno y todos nuestros otros edificios, por nuevas instalaciones construidas sobre terrenos altos. Esto sería impracticable. Mientras realizamos ese formidable trabajo…
―No sugiero nada de eso ―dijo Lyon―. Pero supongamos que construimos unas profundas trincheras alrededor de todas las Centrales de oxígeno…
―Eso es razonable ―dijo el presidente―, y puede ser realizado. Pero ¿tendremos tiempo suficiente para llevarlo a cabo?
―No, no tendremos tiempo suficiente para proteger todas las Centrales en esta forma. Pero podemos atrincherar el próximo objetivo de las salamandras antes de que lancen su ataque.
Leblanc miró sorprendido a Lyon.
―En efecto, si supiéramos el punto de su próximo ataque. Pero, ¿cómo vamos a saberlo? No podemos leer en sus mentes.
―Si es que tienen inteligencia ―dijo Sanger con tono irónico.
Lyon se inclinó sobre los papeles que Taylor había preparado encima de la mesa.
―No he estado tratando de leer las mentes de las salamandras ―dijo―. Pero, en cambio, he estudiado los mapas. Aquí tenemos uno que el jefe de su Servicio de Topografía me ha facilitado. El terreno de esta región no es montañoso, sólo ligeramente ondulado; las líneas de nivel exageran mucho las pendientes, y esto me ha servido de mucho para mi propósito.
Empujó un gran mapa hasta el centro de la mesa, de manera que los otros pudieran verlo claramente.
―Y aquí ―añadió― tenemos el plano que he preparado.
―¿Qué es lo que representa? ―preguntó Manzoni.
―Una franja de terreno a lo largo de la frontera con el lado ardiente, indica las Centrales de oxígeno que han sido destruidas y unas cuantas más que aún no han sido incendiadas. Ahora fíjense en estas líneas.
―Son como los dedos de una mano ―sugirió Manzoni.
―En efecto, igual que dedos. Y en la punta de estos dedos ―señaló mientras hablaba― tenemos las Centrales que han sido destruidas. Los dedos indican el camino más fácil para los torbellinos de fuego que se aproximen desde el lado ardiente. Son los más fáciles porque el terreno es casi horizontal, sin valles ni montañas. Si se encontrara sobre el terreno quizás no se daría cuenta de ello; pero como he dicho, las líneas de nivel en el mapa lo indican claramente.
―Bien ―dijo Leblanc.
―¿Qué sugiere? ―preguntó Manzoni.
―Numeraré los caminos ―continuó Lyon―. Este ha sido el camino más fácil de todos y nos conduce a la primera Central incendiada. Luego le sigue éste, luego éste, luego…
―Simples suposiciones ―dijo Sanger con desprecio.
―En efecto, si lo prefiere así. Una simple suposición. ¿Puede usted ofrecer una explicación mejor? Afirmo que con toda probabilidad la próxima Central que sufrirá un ataque será la número diecinueve.
―¿Por lo tanto? ―preguntó Leblanc.
―Envíe allí todas las excavadoras de que pueda disponer, con la mayor urgencia. Es posible que lleguemos a tiempo. Que construyan una profunda trinchera y haremos caer a los torbellinos en una trampa o, por lo menos, tendrán que retirarse.
―Ahora lo comprendo ―dijo Manzoni―. Puede tener éxito. Pero… ¿no debemos primero atrincherar esta ciudad? Es muy vulnerable.
―No ―replicó Lyon firmemente―. Miren el mapa. Una está mucho más lejos del lado ardiente que la mayor parte de las Centrales de oxígeno. Y las líneas del mapa nos demuestran que los torbellinos no encontrarán ningún camino fácil para llegar hasta aquí. Además no debemos permitir la pérdida de ninguna otra Central si podemos evitarlo. El suministro normal de oxígeno y un aire respirable nos ayudará a evitar el pánico entre el pueblo.
―Sí ―dijo Leblanc―. Es cierto. No necesitamos discutir más sobre este punto.
Lyon volvió a inclinarse.
―Usted pidió mi consejo, señor presidente. Éstas son mis recomendaciones.
―Me parecen aceptables ―dijo Leblanc.
―Yo estoy de acuerdo con ellas ―añadió Manzoni.
Sanger permaneció sentado en silencio, mirando fijamente a un punto de la mesa delante de él.
―Por lo tanto, esto es lo que deberá hacerse ―dijo Leblanc, mientras se levantaba.
―Gracias ―dijo Lyon―. Pero actúen rápidamente. Podemos deducir dónde se efectuará el próximo ataque, pero no podemos saber cuándo. Es posible que en estos momentos la Central Diecinueve esté ardiendo.
―Manzoni ―ordenó Leblanc―, envíe las excavadoras a la Central Diecinueve a toda velocidad. Y usted, capitán Lyon, ¿querrá ir allí también? Este plan es obra suya y, por lo tanto, usted es el que mejor puede dirigirlo.
―Desde luego.
Mientras abandonaban la sala, Sanger se levantó y habló lleno de amargura.
―De modo, Lyon, que ha ganado su batalla…
Lyon se detuvo para contestarle.
―Estoy luchando contra el enemigo común, Sanger, no contra usted. De manera que aún no anuncio ninguna victoria; pasará mucho tiempo antes de que lo haga. Lo que fuera que pase en la Central Diecinueve, no decidirá la campaña. Pero podemos ganar allí una importante batalla.
13
―Esas excavadoras deberían estar aquí hace más de una hora ―exclamó Taylor inquieto.
―Manzoni las trae tan aprisa como puede. Parece un buen amigo nuestro ―dijo Lyon―, y conoce perfectamente la necesidad de apresurarse.
Estaban los dos de pie sobre el techo plano de la Central Diecinueve. Habían llegado allí por avión. Lyon, con la ayuda de un mapa a gran escala facilitado por el director de la Central, había planeado la trinchera que debía construirse y la había marcado en el suelo. También había pedido por radio que se reforzase el equipo contra incendios de la Central y que se enviaran brigadas suplementarias de hombres. Ahora no les quedaba nada por hacer ni a él ni a Taylor, excepto esperar y vigilar.
Estaban mucho más cerca del lado ardiente que en Una o en su propio campamento. La luz no era tan gris. De hecho, a Taylor le daba la impresión de que el Sol estaba a punto de salir por el horizonte, aunque sabía que eso nunca tendría lugar. También hacía más calor, mucho más calor; y Taylor había andado mucho aquel día, a veces corriendo. Se desabrochó hasta la cintura la pechera de su mono blanco de una pieza, mientras miraba con impaciencia hacia el lado ardiente y luego volvía su mirada hacia donde esperaba ver aparecer a las excavadoras.
―Ahí llega un avión ―dijo Lyon, unos minutos más tarde.
―Son las brigadas contra incendios ―comentó Taylor―. No han perdido el tiempo.
―Vamos abajo para organizarlos ―dijo Lyon, mientras se dirigía hacia la escalera que había en el tejado.
Los refuerzos llegaron en tres grandes aviones, y el director de la Central dispuso las brigadas alrededor de los edificios. Mientras esto se realizaba, Taylor vio aparecer en lontananza la primera de las excavadoras y luego otra y otra, hasta que toda la columna de grandes máquinas, con sus orugas sin fin girando rápidamente, estuvo a la vista.
La que iba en cabeza se detuvo cerca de Lyon y Manzoni saltó al suelo. Él mismo la había conducido y su túnica estaba empapada en sudor.
―Estas máquinas no han sido construidas para correr carreras ―dijo irritado―. Hemos dejado a cinco excavadoras por el camino, averiadas. Pero he traído once conmigo.
―Dividiremos el trabajo entre ellas ―dijo Lyon―. Manzoni, éste es el plan.
Rápidamente le mostró el curso de la trinchera y las señales que había hecho sobre el terreno.
―Y haremos que apilen la tierra excavada en el lado de fuera, como defensa adicional ― dijo Lyon―. ¿Puede usted dar las órdenes oportunas para ello?
Manzoni asintió y se reunió a la carrera con los otros conductores.
―¿A qué profundidad harán la trinchera? ―le preguntó Lyon después.
―Cosa de un metro en la primera pasada. Luego podemos profundizar más si es necesario ―contestó Manzoni.
―Si tenemos tiempo ―dijo Lyon sombríamente.
El capitán volvió a subir al tejado junto con Taylor, de modo que pudiera ver el desarrollo de las operaciones.
―Sí ―dijo Lyon con satisfacción, unos minutos más tarde―, su amigo Manzoni es un excelente colaborador. Ha captado mi idea en el acto.
Las excavadoras estaban trabajando primero en la sección semicircular de la trinchera que quedaba entre los edificios de la Central y el lado ardiente. Manzoni había entregado su máquina a otro conductor y ahora supervisaba los trabajos. Cada excavadora tenía asignada una parte del canal. Todas marchaban en la misma dirección y las diversas secciones excavadas se unirían eventualmente para formar la trinchera.
Los poderosos motores rugían constantemente; las orugas giraban ejerciendo su tracción máxima y la tierra era rápidamente removida, pero a Taylor el progreso del trabajo le parecía una lenta agonía.
―Es una lástima que los edificios estén tan separados, señor ―dijo―. No necesitaban ocupar ni la mitad del espacio.
―Es cierto. Ocupan un gran perímetro ―replicó Lyon―. Pero cuando planearon las Centrales no podían adivinar que esto iba a ocurrir, y no podemos echarles las culpas por ello.
Sin embargo, Taylor le oyó suspirar aliviado cuando las máquinas terminaron la primera parte del trabajo. Manzoni miró hacia arriba e hizo un gesto triunfante con el brazo. Luego las excavadoras siguieron adelante para terminar el círculo completo que formaría la trinchera.
Aquella parte del trabajo, sin embargo, les costó mucho más tiempo. Había varias vías metálicas y una carretera de cemento, las que unían a la Central con el exterior por aquel lado. Una de las excavadoras disponía de perforadoras para cortar tales superficies, pero el trabajo adelantó con lentitud. Taylor se volvió de espaldas, vigilando el brillante horizonte hasta que los ojos le dolieron. Varias veces le pareció que veía temblar el aire en la distancia, pero no estaba seguro de ello.
―¡Hemos terminado! ―dijo Lyon por fin.
La Central estaba ahora completamente rodeada por una trinchera de un metro de profundidad y el montículo de tierra en el lado exterior de la excavación añadía altura al obstáculo.
Manzoni aparcó las excavadoras cerca del edificio principal de la Central y llevó a las dotaciones al interior para un merecido descanso. Luego se reunió con Lyon y Taylor en el tejado.
―Han hecho un buen trabajo ―dijo Lyon―. Será mejor que coma y beba algo ahora, mientras tiene tiempo para ello.
Pero Manzoni denegó con la cabeza y se sentó en la barandilla.
―¿Han visto alguna señal de las salamandras? ―preguntó.
―Nada seguro ―replicó Lyon―. Es posible que aún tarden horas en llegar.
―A lo mejor no llegarán nunca ―dijo Manzoni, con voz cansada.
Taylor pensó que el hombre estaba experimentando cierta desilusión. No cabía duda de que Manzoni estaba agotado por el intenso esfuerzo que habia realizado.
―Creo que ya no tardarán ―dijo Lyon―. A juzgar por los intervalos entre los ataques anteriores…
―¡Miren allí! ―gritó Taylor.
Tuvo que indicarles el lugar para que lo vieran. A pesar de que aún estaban muy lejos, esta vez no había duda: un sector del terreno a medio camino del horizonte aparecía confuso, como visto a través de un espejismo.
―Sí ―dijo Lyon―. Son los torbellinos de fuego. Una columna de ellos.
―Avisaré al director de la Central ―dijo Taylor, corriendo hacia la escalera.
Encontró al director, que ya le esperaba. La señal de alarma resonó por todos los edificios y el personal se retiró a sus posiciones designadas, lejos de las paredes exteriores. Taylor subió rápidamente de nuevo al tejado.
―Apártese ―le advirtió Lyon―. Manténgase separado de la barandilla.
Desde el centro del tejado continuaron vigilando el progreso de la columna de atacantes. Los torbellinos eran visibles ahora, no como una columna compacta, sino separadamente, en forma de numerosas torres de color. Se deslizaban por encima del terreno en completo silencio, por aquellos lugares donde la tierra estaba desnuda. Allí donde encontraban alguna vegetación, se oían ligeros silbidos y chasquidos y se levantaban nubes de humo mientras que detrás de ellos no quedaban más que cenizas.
―Ahora… ―murmuró Taylor cuando los torbellinos se acercaron a la trinchera.
Lanzó una mirada a Manzoni, cuyo rostro se estremecía a impulsos de la excitación que sentía, y luego miró a Lyon, quien tenía las mandíbulas apretadas. Un momento más tarde sintió deseos de gritar de alegría.
El plan de Lyon había tenido éxito. Las columnas giratorias se detuvieron ante el montículo de tierra. Luego se separaron a derecha e izquierda, tratando de rodear el obstáculo. Daba la sensación de un ballet de pesadilla, en el que los espíritus del Mal luchasen por penetrar en el interior de un círculo encantado.
Pero el círculo mantuvo su encanto. Los torbellinos se inclinaron levemente cuando se encontraron chocando entre sí al otro lado de la Central. De nuevo dieron otra vuelta a la trinchera protectora. Luego empezaron a retirarse, apartándose de los edificios.
―¡Miren! ―exclamó Manzoni―. Se marchan. Los hemos derrotado.
Se dirigió hacia Lyon como si quisiera abrazarle en señal de triunfo.
―Esperemos un poco antes de alegrarnos ―sugirió Lyon.
Taylor miró a su jefe lleno de sorpresa. Él se sentía seguro de que el ataque había fracasado y de que no sería renovado. Sin embargo, fue el mismo Taylor, cuyos ojos ya estaban acostumbrados a la brillante luz, quien les informó de nuevo.
―¡Ya vuelven! ―exclamó.
―¿Dónde? ―preguntó Lyon.
―Allí.
―Sí, ya los veo. Pero esta vez no son muchos. Creo que se trata sólo de uno.
―¿O serán varios de ellos agrupados? ―dijo Manzoni.
―Hay algo más ―dijo Taylor―. No es un torbellino, sino algo diferente que se mueve con ellos. ¿No lo pueden ver? Creo que es una salamandra.
Su visión era confusa por el aire caliente, pero no habia duda de que había una forma vertical en medio de los torbellinos. Esa silueta, vaga como era, tenía substancia a pesar de todo.
―Están cruzando la trinchera ―dijo Manzoni, agarrándose al brazo de Taylor.
―No ―dijo Lyon―, la trinchera los ha detenido…
―Están haciendo algo en el lado exterior de la trinchera ―interrumpió Taylor―. ¿Qué es lo que hacen?
No podían distinguir claramente las acciones de aquella sombra, pero de repente apareció una brecha en el montículo de tierra. Alguna fuerza extraña lo había atravesado, empujando la tierra suelta hacía dentro de la trinchera.
―Están llenando la trinchera de tierra ―dijo Manzoni, desesperado―. Ahora volverán todos los torbellinos de fuego. ¿Qué podemos hacer?
―Esperar ―dijo Lyon―. No se aproximan más, y los torbellinos…
―Se han quedado del otro lado de la trinchera ―señaló Taylor. Volvió a sentir esperanza―. Están retirándose.
―Pero uno de los torbellinos atraviesa la trinchera y se dirige hacia aquí ―dijo Lyon en voz baja.
Entonces vieron que un solo torbellino se acercaba hacia los edificios. Cuando cruzó la trinchera por el estrecho puente de tierra que habían hecho fue mucho menos visible que el grupo que rodeaba a la salamandra, que ya emprendía la retirada. Pero mientras se deslizaba, girando rápidamente sobre su eje, más y más cercano, ya no les cupo ninguna duda sobre el propósito que le animaba.
―Debemos entrar dentro ―dijo Lyon con voz tranquila.
Mientras se volvían para abandonar el tejado, Taylor creyó que ya podía sentir la radiación del torbellino. Era como un soplo ardiente a su espalda.
Una vez dentro del edificio oyeron el crujido producido cuando una sección del muro exterior se derrumbó en ruinas. Pero aquella vez no hubo pánico. Una brigada contra incendios llevando trajes antitérmicos localizó el lugar del incendio, ahogando los fragmentos incandescentes en nubes de vapor. Pasaron unos cuantos minutos sin que el ataque se renovase.
―Vengan ―dijo Lyon―. Vamos a ver lo que sucede.
En vez de ascender de nuevo al tejado, les condujo a través de la brecha abierta en la pared.
―Se ha marchado ―anunció―. Ya no queda nada por ver. Pero aún tenemos mucho que hacer.
―¿Qué le ha parecido eso, señor? ―preguntó Taylor.
Pero Lyon estaba demasiado ocupado para contestarle. En aquellos momentos daba instrucciones a Manzoni:
―Ponga las excavadoras al trabajo cuanto antes; que limpien la sección cegada por la salamandra y luego hagan más profunda toda la trinchera.
―Entendido ―dijo Manzoni lleno de celo, dando media vuelta para marcharse.
―¡Espere! Eso no es todo. Conviene que coloquen toda la tierra extraída en el lado interior de la trinchera. Por lo menos hemos aprendido una lección, y no debemos incurrir de nuevo en el error de facilitarles material para que crucen la trinchera de nuevo. Y cuanto todo esto quede terminado, debemos enviar las excavadoras a realizar el mismo trabajo en las otras Centrales, siguiendo el orden que ya le di. Ahora me marcho a enviar un mensaje por radio al presidente.
Taylor contempló cómo el director de la Central enviaba de nuevo al personal a sus puestos de trabajo. Aquellos hombres se dedicaron a su tarea como condenados a muerte que han sido indultados en el último momento. Inclusive el director se acercó a Taylor y ante la sorpresa de éste le estrechó calurosamente la mano. Aquel era el primer gesto de camaradería y amistad que el joven recibía de un ciudadano de Una.
―Ha sido algo magnífico, ¿no le parece? ―dijo el director.
―Pero no es una victoria definitiva ―le advirtió Taylor.
―Por lo menos ahora sabemos ―dijo, señalando hacia el lado ardiente― que esas cosas no son invencibles. Podemos continuar la lucha con fe en la victoria final.
Lyon, que acababa de salir de la sala de radiocomunicación, escuchó las palabras del director.
―Tiene usted razón ―dijo― y me felicito al ver que piensa de ese modo. El presidente le envía sus gracias por la espléndida conducta observada por usted y su personal en la lucha, y yo quiero añadir al mensaje del presidente mi felicitación personal.
El director de la Central agradeció efusivamente aquellas palabras del capitán Lyon.
―¿Se queda usted aquí? ―preguntó luego.
―Lo siento, pero no es posible. Debo regresar en el acto a Una. Saldré en el mismo avión que nos trajo aquí.
14
―Antes me preguntó ―dijo Lyon a Taylor cuando hubieron despegado de la Central Diecinueve― qué me había parecido el desenlace del ataque. ¿Qué quería decir? ¿Es que no se encuentra satisfecho con los resultados?
―Sí ―dijo Taylor―, pero no pude comprender cómo terminó todo. ¿Por qué las salamandras no aprovecharon la brecha en nuestra defensa? No veo la razón que impidió cruzar la trinchera en gran número a los torbellinos de fuego. ¿Es posible que sólo se tratase de un golpe de suerte?
―Quizás; pero no lo creo. Mi opinión… y fíjese que lo digo como mi opinión, es que las salamandras no pueden resistir la permanencia fuera del lado ardiente por mucho tiempo y que necesitan un grupo protector de torbellinos que los rodeen continuamente. Aún así, la temperatura de ese grupo de defensa tiene que descender inexorablemente, de modo que no pueden pasar mucho tiempo en la zona templada y deben regresar rápidamente a su territorio.
―Sí ―dijo Taylor―, eso lo explica todo.
―Pero no es más que mi opinión ―le advirtió Lyon―. No quiere decir que sea la única explicación posible, aunque servirá hasta que dispongamos de mayores pruebas. Y no deseo que hable de ello con nadie por el momento. No obstante, si mi idea es acertada, tenemos grandes posibilidades…
No llegó a decir de qué posibilidades se trataba. Durante el resto del viaje, el capitán Lyon permaneció reclinado en su asiento con los ojos cerrados y hasta que llegaron al aeropuerto de Una no volvió a despegar los labios.
―Leblanc quiere verme a solas ―le dijo entonces a Taylor―. Creo que tiene más trabajo para mí. Es muy posible que lleguemos a entendernos, particularmente si Sanger no se encuentra presente.
―.¿Debo acompañarle a las oficinas del Gobierno, señor? ―preguntó Taylor.
Lyon le miró fijamente.
―No. Tiene aspecto cansado, le convienen unas horas de reposo. Después póngase en contacto conmigo y le diré lo que debe hacer.
Taylor se dirigió poco después a la oficina del aeropuerto donde trabajaba Nesina, pero la muchacha no se encontraba allí, de manera que subió en uno de los vehículos que se dirigían a la ciudad. Esta vez pudo encontrar a Nesina, que se hallaba en su departamento de Una. La muchacha corrió a través de la habitación para recibirle y se abrazó a él efusivamente. Parecía más animada y brillante que nunca.
―Esperaba que vendrías a buscarme ―dijo―; por eso vine aquí. No quería recibirte en la oficina. ¿No estás contento?
―Naturalmente, querida Nesina.
Se sentaron en unos sillones y hablaron con mayor calma.
―Estoy contento de verte feliz ―dijo él―. Eso quiere decir que has oído ya…
―Sí. He escuchado lo sucedido en la Central Diecinueve. El presidente dio la noticia por radio.
―¿Qué fue lo que dijo?
―Que se había descubierto un sistema de defensa y mencionó al capitán Lyon y a ti. Parece ser que la destrucción de los torbellinos de fuego es algo justificado y ahora ya podemos tener esperanzas. ¡Oh, me siento tan contenta!
―Sí ―dijo él―. Ahora podemos tener esperanza.
No había razón para que no dijera eso. Taylor aún pensaba que la exaltación de Nesina no estaba justificada y su primer impulso había sido de advertirle que aún no habían logrado una victoria decisiva. Pero el recibimiento que le había hecho la muchacha levantó su ánimo. Nesina estaba radiante; su voz aparecía llena de alegría mientras hablaba, y la sonrisa que Taylor deseaba ver estaba muy cerca de sus labios y de sus ojos. No quería enturbiar aquel momento mostrándose pesimista.
En vez de ello, dijo:
―Es posible que tu gente comprenda ahora que nosotros no somos… ―Hizo una pausa, buscando una forma inofensiva de explicar sus sentimientos, y luego continuó―: Que ahora pueden admitirnos como iguales.
Ante estas palabras ella sonrió, esta vez de una forma real y el espectáculo de su animación fascinó al joven.
―Te expresas con mucho tacto y diplomacia ―dijo Nesina.
―Sin embargo, lo que he dicho es cierto. Ahora también hay esperanza para mí. Y si mi gente ya no es tratada por la tuya como hasta ahora, ya no podrán culparte de…
―De recibirte en mi casa ―dijo ella, antes de que Taylor pudiera terminar la frase―. Sí, esa es también una idea agradable. ¿Quieres descansar?
―No ―dijo él―, no en estos momentos.
Y se sorprendió al comprobar que sus palabras eran ciertas. Se había sentido agotado y necesitando el descanso, pero su cansancio había desaparecido. La conversación con la muchacha le refrescó y animó más que el merecido reposo. Cuando Nesina se marchó para regresar a su trabajo, Taylor se dirigió en el acto hacia los edificios del Gobierno.
Allí preguntó por el paradero de Lyon.
―Se encuentra en su despacho ―le dijo un empleado, dándole el número de una oficina.
Taylor halló a su jefe sentado en un escritorio, hablando con Manzoni. La conversación se interrumpió al entrar él.
―Éste ―dijo a Taylor― es nuestro Cuartel General en Una. El presidente ha tenido la amabilidad de concederme una oficina en el edificio. Creo que tengo mucho trabajo para usted, si se encuentra dispuesto para ello ―miró agudamente a Taylor y sonrió.
―Estoy dispuesto para cuanto sea necesario, señor ―replicó Taylor.
―Y yo también ―dijo Manzoni―. He pedido al presidente que me dispense de mis otras obligaciones a fin de que pueda unirme…
La puerta del despacho se abrió violentamente y un hombre irrumpió en la habitación. En los primeros momentos Taylor no pudo reconocerle. Luego se dio cuenta de que se trataba de Camisse, el que había dirigido la expedición al lado ardiente. Ahora no era más que la ruina del hombre firme y vigoroso que había sido: descalzo, llevando una sucia túnica colocada de cualquier modo sobre sus hombros y con su rostro agitado continuamente por gestos involuntarios. Con paso vacilante cruzó la sala y se dirigió a Manzoni.
―¿Ha oído las noticias… la buena nueva? Hemos vencido a las salamandras. Mi misión no fue en vano. Manzoni, debe decirles que ahora puedo volver allí a terminar mi trabajo. Manzoni…
―Desde luego ―dijo Manzoni―. Venga conmigo. Yo lo arreglaré todo.
Camisse le acompañó dócilmente mientras Manzoni lanzaba una mirada de inteligencia a Lyon. La puerta se cerró detrás de ellos.
Lyon suspiró.
―Lo siento por ese pobre diablo, pero se ha convertido en una carga para nosotros; y habrá otros que se hundirán como él. Estas gentes no comprenden que las fuerzas humanas tienen un límite. Trabajan incesantemente, sin un momento de descanso ni diversión. Parece ser que eso desequilibra sus mentes. Son presas fáciles del pánico, o de lo contrario ponen excesiva esperanza en un pequeño éxito. La mayoría cree que el peligro de las salamandras ha sido conquistado definitivamente.
»Le estaba hablando del presidente. Es un hombre de mucha visión, Taylor, aunque se vea detenido por algunos de sus principales ayudantes. Pero tiene un programa definido y un plan concreto. Sólo espero que su pueblo le deje llevarlo a la práctica. Nosotros jugamos un papel principal en ese plan. Kraft y Loddon nos son necesarios. He enviado a buscar a Loddon tan pronto como…
Hubo otra interrupción. Esta vez fue Sanger quien entró en el despacho.
―¿Ha visto al presidente? ―preguntó.
―No se encuentra en esta oficina. Por lo menos, no en este instante. Siento no poder ayudarle.
―He venido aquí ―dijo Sanger con intención― porque he sabido que el presidente colabora estrechamente con usted. Pensé que podría hallarle aquí.
―Acudo al despacho del presidente cuando se requiere mi presencia, pero él no viene al mío. Ya debería saber eso, Sanger.
―¿Cómo puedo saber lo que sucede bajo este nuevo régimen?
―No le comprendo ―dijo Lyon secamente―. Como puede ver, el presidente no se encuentra aquí y yo estoy muy ocupado.
―Entonces me marcho. Pero permítame felicitarle por su éxito en la Central Diecinueve. Su conjetura fue afortunada.
―No era una conjetura.
―Entonces no hay duda que también ha previsto lo que ha sucedido desde entonces.
Lyon no contestó.
―La noticia acaba de llegar ―continuó Sanger―. Voy a comunicársela al presidente. Ha ocurrido otro desastre.
―¿En una de las Centrales de oxígeno? ―preguntó Taylor rápidamente. Vio como Lyon fruncía el ceño, pero no le fue posible resistir la tentación de formular aquella pregunta obvia.
―No. Esta vez se trata de una de las mayores granjas agrícolas. El lugar ha quedado completamente destruido.
―¿Qué causó el incendio? ―preguntó Lyon―. ¿Torbellinos de fuego?
―El informe habla de bolas ardientes que flotan en el aire ―dijo Sanger―. No acabo de comprender lo que eso significa, pero es posible que usted lo entienda, capitán Lyon.
De nuevo no hubo contestación y el rostro de Lyon permaneció sin registrar ninguna emoción. Sanger salió del despacho sin despedirse, pero tan pronto como estuvo fuera de allí, Lyon se puso en pie de un salto.
―Tengo un avión a mi disposición ―dijo a Taylor―. Llame al aeropuerto y asegúrese de que esté listo para salir en el acto. Voy a buscar a Leblanc.
Regresó al despacho al cabo de cinco minutos.
―Sanger parece dispuesto a crearnos problemas ―dijo―. No le importa el pánico que ello pueda causar. Su programa no consiste en otra cosa que en derrotismo, desesperación, retirada, evacuación… no habla de otra cosa.
―¿Pudo encontrar al presidente?
―Sí. Comparte mi punto de vista. Estas noticias desagradables no deben darse al público… por lo menos hasta que hayan sido comprobadas fielmente. Tengo la situación de esa explotación agrícola y salimos para allí ahora mismo.
15
Desde el aire era fácil reconocer la granja que buscaban. Las ennegrecidas construcciones y la chamuscada vegetación formaban una mancha de destrucción que se destacaba claramente entre los campos que la rodeaban. Dos grandes aviones de socorro ya se encontraban allí y el aparato de Lyon se posó al lado de ellos.
Se veía mucho movimiento al lado de uno de los aviones de socorro. Taylor observó que se había improvisado allí un hospital de campaña; un médico atendía a cierto número de heridos colocados en camillas.
―Veremos de enterarnos de lo sucedido ―dijo Lyon mientras se dirigían hacia el improvisado hospital.
El olor a cosa quemada se hizo más fuerte a medida que se acercaban al doctor y a sus pacientes. El médico estaba vendando a un niño desmayado. Lyon esperó hasta que hubo terminado antes de dirigirse a él.
―¿Hay alguno de ellos que pueda hablar?
―Sí, hay un anciano que no ha sufrido ningún daño.
―¿Dónde está?
―Katz se lo llevó consigo.
―¿Quién es Katz?
―Nuestro jefe ―dijo el médico―. Está allí, en las casas, tratando de identificar a los muertos.
Katz era un hombre alto y delgado que usaba una corta túnica gris. Él y sus ayudantes trabajaban sobre un espacio abierto que antes fue gran patio rodeado de las viviendas, cobertizos y establos de la explotación. Todas aquellas construcciones no eran ahora más que montones de ceniza de los que surgían retorcidas vigas y ennegrecidas ruinas. El olor dulzón de la carne quemada llenaba el aire. Taylor se sintió mareado. Se estremeció, tosiendo, mientras luchaba para contener sus náuseas.
Sin pronunciar palabra Katz entregó una botella a Lyon, quien bebió parte de su contenido y luego la pasó a Taylor. La bebida que contenía era refrescante pero fuerte y Taylor se sintió con fuerzas para contemplar la hilera de cuerpos que yacían en el suelo, una docena o más. La mayoría de los ayudantes de Katz estaban buscando entre las ruinas, mientras uno de ellos iba colocando tarjetas de identificación a cada uno de los cuerpos, ayudado por un hombre de cierta edad.
Al observar que el hombre llevaba los gruesos zapatones y las polainas corrientes entre la gente del campo, Taylor se dio cuenta de que aquel debía ser el sobreviviente ileso de que les había hablado el doctor.
―Cuénteme lo ocurrido ―dijo Lyon.
El agricultor se enderezó lentamente.
―Ésa era Anne ―dijo, con voz ronca. El enfermero escribió el nombre cuidadosamente en una de las tarjetas.
―Cuénteme lo ocurrido ―repitió Lyon, esta vez en un tono más alto.
El hombre le contempló con expresión estúpida durante unos momentos y luego suspiró.
―Todo ha desaparecido ―murmuró―. Personas, animales, comida, todo desaparecido.
―Eso ha sido a causa del fuego, naturalmente ―dijo Lyon, con voz tranquila―. Debe contarme cómo se inició el incendio.
―Fue el sol.
―¿El sol? Pero si desde aquí no puede verse el sol.
El hombre se estremeció y miró a su alrededor como si buscase algo. De repente pareció recobrar el dominio de sí mismo.
―Claro está que no puede verse el sol. ¡Qué tontería! ―Lanzó una mirada hacia el cielo grisáceo―. Pero cuando yo era joven, en la Tierra, he visto cómo el Sol se levantaba entre las nieblas matinales. Esta vez me pareció que contemplaba la misma escena. Rojo y ardiente, pero no tan brillante que no se pudiera mirarlo de frente. ―Su índice señaló un camino a través del cielo―. Yo estaba en los campos y me quedé mirándolo. Era una cosa hermosa.
―Sin embargo, causó este daño ―Lyon señaló las ruinas.
―Era rojo, ardiente y hermoso ―insistió el hombre―. Y no causó ningún daño. Pasó por encima lentamente… el primero de ellos. Luego pasó otro y otro. Pasaron muchos.
―¿Sí? ―dijo Lyon, lanzando una mirada a Taylor como si quisiera asegurarse de que el joven había comprendido la importancia de aquellas palabras―. ¿Hacia dónde fueron?
―¿Hacia dónde? ―el hombre pareció reflexionar profundamente. Luego extendió el brazo, con los dedos de la mano separados―. Se fueron así, a través del cielo. Yo los estaba mirando, pero no llegué a ver hasta dónde llegaron. Porque entonces llegó el otro.
―¿Era como los anteriores?
―Sí, pero venía un poco más bajo y chocó contra el tejado del establo. Estalló repentinamente y sus fragmentos llegaron a todas partes.
―¿Hizo algún ruido al estallar?
―Sí, un ruido muy fuerte. Yo me encontraba a más de un kilómetro de distancia y pude oírlo… un ruido muy fuerte. Y el calor se hizo más pronunciado y la luz cambió de roja a blanca. Durante mucho rato no pude acercarme. Sabía que casi todos los hombres se encontraban en el establo, apilando forraje, pero ¿qué podía hacer? Algunos pudieron correr y se salvaron. El resto está aquí.
Miró hacia la fila de cuerpos yacentes y luego separó los ojos llenos de lágrimas.
―Eso es lo que hizo una bola ardiente ―concluyó―. ¿Dónde han ido las otras? ¿Qué daños habrán causado?
―Nosotros debemos averiguarlo ―dijo Lyon a Taylor.
Terminó un rápido examen de las ruinas e interrogó a otros de los sobrevivientes que estaban en situación de poder contestar a sus preguntas. Luego, bruscamente, anunció que se marchaba en el acto hacia Una.
―Vuele alto ―ordenó al piloto de su avión―. Tenemos que buscar los otros incendios.
―No tenemos noticias de ninguno más ―dijo el piloto.
―Sin embargo, es posible que haya otros incendios ―insistió Lyon―. Quizás en lugares solitarios… lejos de cualquier granja o Central.
En efecto, no tardaron en hallar señales de dos incendios y el piloto descendió lo suficiente para comprobar que el fuego había estallado en medio de unas grandes selvas de helechos. La vegetación en esos dos puntos sin duda estaba demasiado húmeda para que el fuego pudiera extenderse, pero aún se elevaban densas columnas de humo sobre aquellos lugares.
Finalmente y ya a un centenar de kilómetros de Una, un área boscosa se había incendiado y ardía furiosamente.
―¿Puede localizar exactamente este lugar? ―preguntó Lyon.
El piloto asintió sin contestar, mientras anotaba en su mapa la situación exacta del incendio.
―Entonces dé cuenta del fuego a las autoridades ―le dijo Lyon―. Y dígales que además de combatir éste, deben enviar aviones de reconocimiento para que busquen otros posibles incendios. Le dejo a usted encargado de ese asunto. Yo tengo otras cosas que hacer.
Lo que Lyon hizo, tan pronto como aterrizaron, fue informar a Leblanc del resultado de su investigación, llevando a Taylor consigo.
―Hemos tenido suerte ―dijo Leblanc por fin, después de escuchar en silencio el informe de Lyon― al obtener una victoria en la Central Diecinueve, porque ahora hemos recibido un duro golpe. Duro e inesperado. Hombres, ganado y alimentos… todo desaparecido.
―¿Publicará la noticia?
―Desde luego. Ahora que conocemos la verdad, no debemos mantener el secreto.
―De acuerdo ―dijo Lyon―. Es mejor que se puedan dar los hechos reales a que la gente llegue a enterarse por medio de los rumores. Porque los hechos no son tan graves.
―A mí me parece ―dijo Leblanc― que ya no pueden ser peores.
―Sin embargo, debe reconocer, señor presidente, que estas bolas ardientes no son tan eficaces como los torbellinos. Por lo que sabemos hasta ahora, no son fáciles de dirigir. Parece ser que flotan en el aire a una altura que oscila entre veinte y cincuenta metros y no explotan hasta que chocan con un obstáculo. Pasarán sin hacer daño sobre la mayor parte de los edificios.
―Pero pueden incendiar una Central de oxígeno.
―Sin duda, pero las Centrales pueden luchar con ventaja contra esta clase de fuegos. Disponen de excelentes brigadas y equipos contra incendios.
Leblanc suspiró.
―Todo esto me parece una pesadilla ―dijo―. ¿Qué haremos con nuestro plan?
―Debe continuar sin desfallecimientos, señor Presidente. Espero que no permitirá que nos desviemos de nuestro objetivo principal. Es posible que las salamandras utilicen aún otras armas. Debemos estar atentos y combatirlas a medida que aparezcan.
―¿Y mientras tanto continuamos excavando trincheras alrededor de las Centrales de oxígeno?
―Sin demora ―dijo Lyon firmemente.
Taylor se dio cuenta de que el capitán usaba toda la influencia de su formidable personalidad para tratar de animar a Leblanc.
―Recuerde que la pérdida de una Central aumenta la carga sobre las restantes ―insistió Lyon―. No podemos permitir que el nivel de oxígeno del aire vuelva a descender. El pueblo se desmoralizaría. Si las salamandras tratan de volver a llenar nuestras trincheras a fin de que los torbellinos de fuego puedan cruzarlas, entonces debemos luchar contra las salamandras, eso es todo.
Leblanc pareció atormentado por la idea.
―Ya sabe que se trata de una cuestión política. Hay grupos influyentes que…
―Entonces debe permitirme que yo trate de usar mi influencia en sentido contrario ―dijo Lyon con una sonrisa―. Mi consejo es que se continúen los trabajos que tenemos emprendido. Además debemos distribuir abundantes equipos contra incendios a todas las explotaciones agrícolas. Es posible que los aviones nos puedan avisar con antelación de aquellas bolas ardientes que parezcan dirigidas hacia alguna de las granjas o Centrales.
―¿O hacia esta ciudad?
Lyon asintió.
―El localizar las bolas ardientes no es bastante. Debemos encontrar el modo de destruirlas. Si piensa en ello verá la necesidad que tenemos de nuevas armas. Supongo que le estoy pidiendo muchas cosas a la vez, señor presidente.
―En efecto ―dijo Leblanc con uno de sus pocos frecuentes destellos de humor―. Sin embargo, acepto todas sus demandas. Y las acepto muy fácilmente, capitán Lyon, porque en realidad será usted y no yo quien llevará a cargo esta reorganización.
16
Taylor estaba asombrado. Como de costumbre, se sentaba al lado de Lyon, tomando notas de cuanto se decía. Ahora se quedó mirando a Leblanc. ¿Era posible que tuviese la intención de ceder la presidencia a Lyon? Aquello era algo increíble… y sin embargo, sus palabras parecían tener ese significado.
―Creo ―dijo― que ha llegado el momento de dar un paso sobre el cual ya me he decidido hace algún tiempo. Se trata de una acción de extrema importancia para el jefe de un estado pacifista, pero no me cabe duda de que en estos momentos está justificada. Le pido, pues, que asuma el mando, bajo mi autoridad suprema, de todas las operaciones necesarias para librarnos de la amenaza de las salamandras.
Lyon no pareció sorprendido ante aquellas palabras.
―Señor presidente, ha hablado de «asumir el mando» y de «operaciones». En realidad, entiendo que sus deseos son de que me convierta en el jefe militar de su pueblo, responsable solamente ante usted.
Leblanc suspiró.
―Estas palabras habrían sonado como una blasfemia en este despacho sólo unos días atrás, pero ahora nuestra propia existencia está en peligro. Aquí en Bel estamos los últimos sobrevivientes de la raza humana y me doy cuenta de que nuestros ideales deben ser sacrificados. Creo que nos entendemos perfectamente… usted y yo, Lyon.
―Sí ―dijo Lyon―. He comprendido sus problemas durante mucho tiempo y he sentido mucha simpatía hacia usted.
―Uno de mis problemas ―dijo Leblanc― era buscar el momento adecuado para presentarle a mi pueblo como… ―vaciló un momento y luego continuó con determinación― como su jefe militar. Era algo difícil. Pero ahora mi pueblo se encuentra presa del miedo y cuando se les diga la nueva amenaza de las salamandras, deberán aceptar mi proposición.
―¿Por qué no toma el mando usted mismo? ―preguntó Lyon bruscamente.
―No me es posible. Ha dicho que sentía simpatía por mí y se lo agradezco. ¿Pero cómo es posible que usted, el luchador, comprenda al verdadero pacifista, al que es pacifista por nacimiento y por convicción? Comprendo la necesidad de combatir, pero mis sentimientos están demasiado arraigados para que yo pueda dirigir la lucha. Estaría en constante conflicto conmigo mismo y fracasaría en mi cometido. Pero usted, usted posee las cualidades que necesitamos: la energía, el vigor y la voluntad de vencer.
―Me halaga usted ―dijo Lyon―. No necesito decirle que me ofrece una carga muy pesada. Pero la acepto.
Leblanc dejó escapar un suspiro de alivio.
―Es posible que hasta cierto punto pueda aligerar esta carga. Le daré todo el apoyo político que me sea posible. No hay duda que encontraremos fuerte oposición por parte de los grupos extremistas.
―Serán los fanáticos ―Lyon se encogió de hombros―. Tenemos que dominarlos cuando constituyan un obstáculo para nuestro propósito.
―Haré cuanto pueda.
―Hay aún otro asunto ―continuó Lyon―. Ha sido muy generoso al atribuirme ciertas cualidades, pero son comunes a todos los hombres que están en el campamento del Colonizador. Debe reconocer que entre ellos hay valiosos científicos y técnicos. Puedo compararlos con los mejores entre los suyos y en esta guerra que nos vemos obligados a luchar contribuirán más que los suyos a la victoria final.
Leblanc pareció embarazado.
―Ya que usted lo dice… ―empezó―. Pero me resulta difícil el creer…
Estaba contemplando con duda a Taylor, quien enrojeció bajo aquella mirada.
―Por favor ―dijo Lyon―. Debe usted tratar de librarse de todas esas ideas de superioridad racial que han formado una barrera entre nosotros desde que llegué con mi gente. Taylor es un ingeniero de excelentes condiciones. En estos momentos desempeña otros deberes como ayudante mío. Pero no me refería a él, sino a hombres como Kraft, mi técnico jefe. Usted ya le conoce, aunque no haya visto nada de su trabajo. Es un hombre que vale mucho, puedo asegurárselo. Y luego hay otros. Todos se encuentran ya trabajando para nuestra causa.
―Sí ―dijo Leblanc―. Tiene usted razón, desde luego. Debemos apretar nuestras filas. Ahora somos un solo pueblo.
―Si puede usted conseguir que los demás lo comprendan, señor presidente, no tengo duda que al final venceremos.
―Haré cuanto esté en mi mano ―prometió Leblanc―. Dentro de una hora dirigiré un mensaje por radio a mi pueblo. Les comunicaré cuanto hemos hablado.
―Bien ―dijo Lyon―. Le sugiero que me presente usted y que me permita hablar después.
―De acuerdo. Toda nuestra gente debe conocerle y saber la misión que le he encomendado.
―No solamente eso: debo decirles lo que se espera de ellos.
Leblanc y Lyon se dedicaron a preparar sus discursos y Lyon despidió a Taylor.
―Hable con Harper en el campamento ―le dijo―. Dígale que venga aquí con el próximo avión, y que se traiga con él a Kraft, si se encuentra en condiciones de realizar el viaje, y a Loddon.
Pocos minutos más tarde Taylor transmitía el mensaje a Harper, añadiendo que les enviaba un avión inmediatamente.
―Gracias ―dijo Harper―. Dígale a Lyon que Kraft vendrá conmigo. ¿Cómo van las cosas por Una?
―La mejor noticia que tenemos es que Lyon ha asumido el mando de la guerra contra las salamandras. Pero él mismo se lo contará todo.
La risa de Harper llegó a través de la radio.
―Ha sido un rápido ascenso ―dijo―. Pero tengo algo más que decirle. Hemos visto un objeto extraño, algo parecido a una estrella roja, que ha pasado por encima del campamento. He pensado que debía avisarles.
―Esas cosas producen un incendio si chocan contra algo ―le contestó Taylor.
―Entonces, ¿es que ya han visto otras?
―Esperaré a que Lyon le explique esa cuestión, cuando lleguen aquí. Pero deben organizar brigadas contra incendios en el campamento. Lo mejor son los extintores de espuma.
Después de aquella conversación, Taylor llamó por radioteléfono a Nesina, quien le dijo que se dirigía en aquel momento hacia su casa. Taylor se reunió con ella en el departamento y los dos se sentaron juntos para escuchar el discurso del presidente.
Era difícil para Taylor juzgar cual podía ser el efecto causado por el discurso en las personas a quien iba destinado. Pero le pareció que Leblanc estaba acertado en sus palabras.
Ante todo dio a sus oyentes una descripción real y precisa del ataque lanzado por medio de las bolas ardientes. No trató de disminuir el peligro posible, pero subrayó que la amenaza no era sobrenatural ni tampoco invencible. Hasta aquel momento su voz habia sido tranquila, pero a continuación se refirió a la parte moral y ética de aquella guerra y entonces su discurso se hizo más elocuente y persuasivo.
Debían preguntarse, les dijo, si sus creencias religiosas les permitían resistir el ataque de unas fuerzas que ya existían en Bel antes de que ellos llegaran. La contestación era sencilla. Las salamandras eran criaturas vivientes, pero su agresión venía de un infierno… del infierno del lado ardiente. La raza humana se hallaba justificada al resistir el ataque, no sólo por medio de una defensa pasiva, sino con medidas más activas.
―Para la defensa ―concluyó―, nos bastamos a nosotros mismos. Pero el ir más allá de este punto, aunque sea vital para nosotros, es algo para lo cual nuestras vidas hasta este momento no han estado preparadas. No debemos sentirnos avergonzados, por lo tanto, que busquemos consejo y apoyo fuera de nuestra comunidad. Para este propósito, hasta que el peligro se haya desvanecido, necesitamos un jefe. Afortunadamente ya lo hemos encontrado, y ahora puedo presentárselo.
A continuación habló Lyon. Les habló de las medidas que se habían tomado para protegerlos y de los éxitos alcanzados.
―Deben prepararse para una larga y difícil lucha ―les dijo―. Debemos organizamos para luchar individualmente y el uno por el otro. Y ya que debemos luchar, luchemos con decisión y valentía.
Cuando la transmisión terminó, Nesina cerró la radio y Taylor se preparó para descansar. Se sentía animado y lleno de confianza. Pero cuando la muchacha se volvió para mirarle, pudo ver que su rostro estaba lleno de sorpresa y amargura.
―Es una declaración de guerra ―dijo ella―. ¡Guerra! Volvemos a las edades bárbaras.
―La batalla ya ha empezado ―replicó él―. Todos nosotros nos vemos envueltos en ella. Debes creer que atravesaremos esta obscuridad para surgir de nuevo a la luz de una paz tranquila.
―Pareces tan seguro de ello… ―dijo Nesina. Por un momento cerró los ojos con un gesto de cansancio. Luego le miró de nuevo, mostrándose más animada―. Tengo la impresión de que ganarás esta guerra.
Taylor se echó a reír.
―¿Yo? Sólo soy una pequeña pieza en la nueva organización de la guerra. Pero tengo confianza en mi jefe y le conozco. Sé que…
―Tú puedes confiar en él. Pero yo confío en ti ―dijo ella―. Tú eres mi esperanza. Y eres mío.
Taylor tuvo que marcharse poco después. Al salir del edificio, un hombre alto pasó por su lado, marchando en dirección opuesta. Era Sanger, quien le dirigió una mirada inquisitiva, pero no le habló.
17
―Estoy preparado ―dijo Loddon.
Junto con Taylor y Kraft, estaba al lado de un intrincado aparato de tubos en espiral dominado por un largo cilindro.
―Todo está listo para la visita del patrón ―continuó Loddon con un gesto de alegre irreverencia―. Podíamos hacer una prueba antes de que llegue.
―Será mejor que le esperemos ―dijo Taylor.
Dio media vuelta y miró a lo largo de la carretera que conducía a la ciudad. Para las pruebas de la nueva arma se había escogido una especie de campo abierto. Era un terreno llano, limpio de vegetación, un lugar desolado bajo el cielo gris. Pero a pesar de todo sólo se encontraba a unos quince kilómetros de distancia de Una, y Lyon se reuniría con ellos en coche en vez de hacerlo por avión.
Loddon se sentó fácilmente sobre sus talones. Aún le gustaba comprobar la ligereza de sus miembros, que antes estaban rígidos por la edad y que ahora volvían a sentirse jóvenes. Dirigió una sonrisa al joven Taylor.
―Ahora es usted el jefe. Es extraño pensar que hubo un tiempo en que yo podía darle órdenes.
Taylor le devolvió la sonrisa.
―No soy más que uno de los ayudantes del jefe, Loddon, y muy abajo de la lista, demasiado abajo para que me sienta presumido.
―Cuando tenga tiempo debe explicarme esa organización militar que han formado ―dijo Loddon. Luego miró al jefe técnico y habló con mayor seriedad―. Estas prácticas de tiro, Kraft ―dijo―, pueden demostrarnos algo, pero no serán definitivas. Lo que necesito para probar el arma es una salamandra viva… si es que están vivas.
Kraft estaba realizando algunos ajustes de última hora en un instrumento que se parecía a una máquina fotográfica de gran tamaño. Aparentemente era muy pesado, porque dejó el instrumento en el suelo antes de contestar al ingeniero.
―No hay duda de que están vivas ―dijo Kraft―. Si las hubiera visto, como yo…
―De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿de qué están hechas? ¿De metal, sílice o qué? Si supiéramos su composición orgánica, mi trabajo sería más fácil.
Kraft se encogió de hombros.
―He visto cómo una de ellas se desintegraba bajo los efectos de un chorro de fuego. Y pueden moverse muy rápidamente.
―Es posible que eso le ayude a usted ―dijo Loddon―. Pero a mí no me sirve de gran cosa. ¿Con qué piensan? ¿Cómo ven?
―No tienen vista.
―Entonces, ¿cómo localizan las Centrales de oxígeno? ―argumentó Loddon―. No las buscan tanteando ciegamente, desde luego. Se dirigen hacia ellas en línea recta y luego sueltan los torbellinos de fuego. Nunca han cometido un error.
―Deben tener algo… algún órgano de percepción ―dijo Kraft―. Pero probablemente sea algo que no conocemos; inclusive puede ser algo más allá de nuestra comprensión.
―En otras palabras ―gruñó el ingeniero―, usted no las entiende. Me complace saberlo, porque yo tampoco. Y otra cosa que no comprendo es por qué no se consumen, como si dijéramos. Sea cual fuere el material de que están hechas, seguramente la temperatura…
Kraft movió la cabeza.
―Yo no trataría de forjar teorías sobre las salamandras si estuviera en su lugar, Loddon. No disponemos de suficiente información. Y usted piensa en ellas como seres humanos, y no debería hacerlo. Quiero decir, supone que tienen ojos como los nuestros y…
―No exactamente como los nuestros ―interrumpió Loddon―. Pero yo pienso en las salamandras como una especie de animales. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya hemos admitido que son una adaptación del shug. Y el shug tiene un ojo y vive casi tanto como un hombre.
―Pero cualquier cosa que se parezca a un ojo tiene que desaparecer en el lado ardiente, debido a la adaptación al medio ambiente ―dijo Kraft―. Y no es necesario que vivan durante muchos años. Sus vidas individuales pueden ser infinitamente cortas comparadas con las nuestras o con la de un shug de la zona templada. Es posible que posean alguna forma de conciencia colectiva, de inteligencia heredada…
―¿Quién es el que forma teorías sin suficiente información? ―dijo Loddon con tono irónico. Luego se puso rápidamente en pie―. Ahí viene el patrón.
Un coche se detuvo cerca y Lyon descendió del vehículo para reunirse con ellos.
―¿Están listos? ―preguntó―. ¿Qué quieren mostrarme?
Fue Loddon el que contestó.
―Primero, algo de tiro sobre blancos estacionarios, señor.
―Espere ―dijo Lyon rápidamente―. ¿Quién es aquel hombre?
Señaló hacia una figura vestida con una túnica que permanecía de pie al lado de uno de los vehículos.
―Es el conductor de mi coche, señor ―dijo Taylor―. Ya sé que usted no desea espectadores, pero le necesitaremos para los blancos móviles y para la otra prueba. No hablará.
―Será mejor para él que no lo haga ―dijo Lyon―. Podemos empezar, Loddon.
A cosa de unos cien metros de distancia estaban los blancos metálicos: lisas placas sin pintar colocadas en sentido vertical, de unos dos metros de alto. Loddon apuntó su cilindro y apretó un botón. Con un furioso silbido el rayo se proyectó en un delgado y estrecho chorro. La placa de la derecha se puso incandescente. Loddon cambió la puntería. La placa Central se puso al rojo blanco, se dobló y cayó al suelo. Igual sucedió con la placa de la izquierda.
―Hum. Ahora probemos al doble de distancia ―dijo Lyon.
―El tiro no será efectivo, señor ―dijo Loddon.
―Quiero verlo.
Taylor hizo una señal al hombre de la túnica. Un blanco fue erigido a unos doscientos metros de distancia. Pero entonces el cilindro de Loddon no causó efecto.
―No pretendo llegar más allá de unos ciento veinte metros con esta arma, señor ―protestó Loddon.
Lyon asintió.
―Lo sé. No le echo culpas. Veamos como actúa sobre un blanco móvil.
Taylor ya estaba preparado para aquella prueba. Tenía un blanco instalado sobre un patín metálico unido a su coche por medio de un largo cable. A corta distancia Loddon demostró de nuevo la eficacia de su invento.
―Hum ―dijo Lyon de nuevo―. Ahora veamos lo que ha preparado usted, Kraft.
―Mi instrumento registra y localiza el movimiento ―explicó el científico abriendo su aparato, que mostró en su interior una pantalla visora.
―¿Qué clase de movimiento? ―preguntó Lyon.
―Depende de la distancia ―dijo Kraft―. Puede localizar cualquier cuerpo de tamaño razonable, de cualquier composición y solidez.
―¿Una salamandra?
―Sí, una salamandra también.
―¿Un torbellino de fuego?
―No.
―Probemos con el chófer de usted, Taylor. Dígale que no corre ningún peligro.
Tan pronto como el hombre empezó a caminar, apareció registrado en la pantalla.
―Ahora ―dijo Lyon― usaremos su coche. Dígale al conductor que se aparte en aquella dirección cosa de cinco kilómetros, y que luego regrese describiendo un círculo.
―¡Buen trabajo! ―dijo Loddon con satisfacción cuando las pruebas terminaron.
Pero Lyon no parecía tan satisfecho.
―Haremos otra prueba, con el coche remolcando el patín. Y usted, Taylor, vaya caminando en aquella dirección.
Por lo tanto Taylor no pudo ver los resultados de la prueba, pero cuando volvió a reunirse con el grupo, Lyon estaba resumiendo los resultados.
―Su rayo me ha desilusionado, Loddon.
―Su alcance es limitado, en efecto, señor ―dijo el ingeniero―. Puedo reducir la potencia y aumentar la distancia, pero aún así…
Lyon asintió.
―No le hecho la culpa. No piense eso ni por un momento. Pero podemos llegar a cincuenta metros con una pistola radiónica, que es mucho más ligera y manejable que este aparato. No pierda más tiempo en perfeccionarlo. Sin embargo, empezaremos a fabricarlos inmediatamente. Podemos usarlo en los tanques y vehículos blindados. Póngase a trabajar en la otra cosa que hemos discutido.
―Bien, señor ―dijo Loddon.
Lyon se volvió a Kraft.
―Este indicador suyo es algo parecido a lo que necesitamos. Es útil para un sólo objeto movible, pero ya ha visto lo sucedido cuando teníamos varios objetos en el campo de visión. Las imágenes aparecen confusas. ¿Es posible conseguir una mayor selección?
―Creo que sí ―replicó el jefe técnico―. Si dispongo de tiempo suficiente.
―Eso es algo que no puedo concederle ―dijo Lyon secamente―. O mejor dicho, es algo que las salamandras no nos concederán a ninguno de nosotros. Ahora regresaremos al Cuartel General y veremos los últimos informes. Estaban recibiendo muchas noticias cuando salí de allí. Veremos si ya tienen la información clasificada.
18
La nueva sala de operaciones en Una había sido planeada por Lyon, y Manzoni estaba al frente de ella. Había numeroso personal trabajando bajo una brillante luz. Algunos de ellos recibían y anotaban los mensajes recibidos por radio de los sectores fronterizos; otros colocaban símbolos de diferentes colores en los numerosos mapas.
Loddon se marchó a entregar su aparato lanzarrayos al director de una de las fábricas del Gobierno, que debía empezar inmediatamente la fabricación de la nueva arma. Después el ingeniero regresaría al campamento. Había dicho que, por el momento, podía trabajar mejor en su propio laboratorio y con sus propias herramientas.
Taylor y Kraft acompañaban a Lyon cuando éste entró en la sala de operaciones. Manzoni se levantó de su escritorio situado en uno de los extremos de la ancha sala y se puso a su lado mientras Lyon examinaba los mapas regionales. Cada uno de éstos representaba uno de los sectores encomendados a su mando. Además de los símbolos movibles que aparecían distribuidos encima de la superficie de los mapas, había cierto número de pequeñas bombillas de distintos colores colocadas en sitios estratégicos.
El interés de Lyon se centró en el acto en dos de los mapas en los cuales permanecían encendidas unas bombillas rojas y se volvió para interrogar a Manzoni.
―De nuevo tenemos malas noticias ―dijo Manzoni―. Las Centrales Siete y Quince.
―¿Han sido destruidas?
―No, pero han sufrido graves daños.
―¿Cómo ocurrió?
Manzoni le contó la historia que había sido recogida de las conversaciones por radio con los sobrevivientes de las Centrales y los informes de los pilotos que iban en los aviones de reconocimiento.
―Las dos Centrales fueron atacadas por torbellinos de fuego. En la Quince la trinchera aún no estaba terminada y algunos de los atacantes consiguieron llegar hasta los muros. Causaron mucho daño antes de retirarse y que las brigadas contra incendios consiguieran dominar el fuego. Dicen que podrán repararla, pero la Central no podrá suministrar oxígeno por largo tiempo. Una de las excavadoras fue destruida, junto con su dotación.
―¿Y en la Central Siete? ―preguntó Lyon―. ¿Ocurrió lo mismo?
―No. En la Siete la trinchera consiguió detener a los torbellinos y no se vio a ninguna salamandra. Pero algunas bolas ardientes llegaron al mismo tiempo. Una de ellas chocó con la torre de control y otra en el muro exterior. Ambas estallaron. Aparte de los daños causados al edificio el calor fue tan intenso que muchos hombres del personal de la Central quedaron abrasados. Han encontrado nueve cuerpos y aún seguían buscando cuando recibimos el último informe.
―¿Han podido apagar los incendios?
―Sí ―replicó Manzoni―. Pero la Central está fuera de servicio. Y han comunicado que existen áreas de radiactividad en los puntos donde estallaron las bolas ardientes.
―¿Tiene allí una brigada de descontaminación?
―Sí. Ya están trabajando en ello.
―Kraft, ¿ha oído eso? ―dijo Lyon―. Esta radioactividad parece ser algo nuevo. ¿Cuál es su opinión?
Durante la conversación, Kraft estuvo ocupado estudiando los mapas y tomando notas de sus observaciones.
―Las salamandras ―comentó― todavía no han aparecido a más de cincuenta kilómetros de la frontera del lado ardiente.
―¿Cree que no les es posible penetrar más en la zona templada?
―Asi lo espero ―dijo Kraft, midiendo sus palabras―. Pero no podemos estar seguros de ello. No podemos adivinar cómo funciona su mente; sus procesos mentales pueden ser completamente distintos de los nuestros. Sin embargo, es posible que su plan consista en realizar un paciente y lento avance a todo lo largo del frente. Quizás consideran las Centrales de oxígeno como nuestra primera línea de defensa, porque da la casualidad que están colocadas en posiciones muy cercanas al lado ardiente.
―¿Quiere decir que tratan de inutilizar primero las Centrales de oxígeno, antes de penetrar más profundamente en nuestro territorio? ―preguntó Lyon.
―Creo que esa es una posibilidad digna de consideración ―replicó Kraft―. Además, tenemos las bolas ardientes. Parecen destinadas a atacarnos en el centro de nuestra zona, para debilitar nuestras defensas, ¿no es esta frase la correcta? Algunas han llegado hasta el hemisferio helado del planeta.
―Quisiera que pudiéramos conocer cómo funcionan… ―dijo Lyon―. Me refiero a las bolas ardientes, desde luego. No es el viento el que las lleva. Parecen dotadas de movimiento y dirección independientes.
Kraft asintió.
―Y el aumento de temperatura que alcanzan en el momento del impacto… parece indicar una fisión nuclear, o de lo contrario se trata de algo fuera de nuestro conocimiento.
Lyon lanzó una mirada a los caminos seguidos por las bolas ardientes que aparecían marcados en los mapas delante de él.
―Sí ―dijo―. Constituyen un gasto inútil de energía si sólo unas cuantas llegan a estallar en lugares donde pueden causar daño. Pero en esas ocasiones, su poder destructivo es mucho mayor de lo que parece posible. En este sentido son económicas y eficaces. Pero ¿cómo las hacen, Kraft? ¿Puede explicarlo? ¿Tenemos que creer que las salamandras tienen fábricas de armamentos?
Kraft movió la cabeza.
―Casi no sabemos nada de lo que ocurre en el lado ardiente. Cuando fuimos al territorio de las salamandras durante aquella expedición, no vimos nada que indicase que disponen de edificios. Pero supongo que no es imposible que los tengan. Sin embargo, en mi opinión no es necesario asumir que las salamandras fabrican estas armas, en el sentido que nosotros damos a la palabra «fabricar». Estos instrumentos suyos pueden ser algo completamente elemental, como el uso del fuego por los hombres primitivos. Puede ser un simple aprovechamiento de los materiales fisionables de que disponen. Sabemos que esos elementos existen en el lado ardiente, probablemente en grandes cantidades, y en forma fácilmente…
―Espere un momento ―dijo Lyon―. ¿Qué ocurre?
Un mensajero había entrado en la sala de operaciones y estaba hablando en voz baja con Manzoni.
―Comunican que acaba de localizarse una bola de fuego ―dijo Manzoni con excitación―. Está pasando por encima de los suburbios de la ciudad.
―Quiero verla.
―Podemos subir a la torre ―sugirió Manzoni.
El mismo Manzoni les condujo a lo que él llamaba la torre. No era más que una construcción cuadrada encima de la entrada principal del edificio, pero ninguna de las casas de la ciudad tenía gran altura, por lo tanto la elevación adicional era suficiente para proporcionarles una vista despejada por encima de Una.
―Allí está ―dijo Manzoni.
Pero no tuvo necesidad de indicarles la bola ardiente que se acercaba, flotando silenciosamente y resplandeciente, con un color rojo obscuro. Su velocidad era tan escasa que el piloto de un avión que la estaba observando tenía que volar en círculos a su alrededor a fin de no dejarla atrás rápidamente.
―Marcha a unos cincuenta kilómetros por hora ―dijo Lyon―. Y creo que no está a más de unos cien metros por encima de los tejados. Pasará sin hacer daño.
―Es lo más probable ―asintió Taylor.
A pesar de todo, el joven observó con aprensión el curso de la esfera rojiza. Estaba sudando, y cuando la bola se acercó más a ellos el calor que radiaba le secó el rostro. Taylor observó que no debía de tener más de un metro de diámetro.
―El lanzarrayos de Loddon probablemente podría destruirla ―sugirió Kraft.
―Es posible ―asintió Lyon―. Pero creo que sólo debiéramos intentarlo sobre campo abierto. Encima de la ciudad probablemente estallaría en mil fragmentos, que causarían más daño aún.
La bola de fuego casi había franqueado ya los límites de la ciudad. Lyon dio media vuelta para marcharse y se encontró con Leblanc, quien acababa de llegar a la torre.
―¿Está segura la ciudad? ―preguntó. Su rostro estaba impasible, pero Taylor creyó observar que le temblaba la voz.
―Completamente segura ―le aseguró Lyon.
―Acababa de recibir los informes sobre las dos Centrales dañadas ―dijo Leblanc― cuando me enteré de lo de la bola ardiente. ¿Qué sucederá ahora?
Lyon pareció interpretar equivocadamente la pregunta, a propósito.
―La alarma ha terminado, como puede ver, señor presidente. La gente ya sale de los refugios.
Taylor siguió la mirada preocupada que Leblanc dirigió hacia la calle. Era cierto que algunas personas se aventuraban a salir ya de los portales aquí y allí, pero sólo eran unos cuantos y parecían muy asustados.
―Y el piloto de aquel avión ―continuó Lyon― nos informará por radio del curso que sigue y si llega al suelo e inicia un incendio.
―¿No puede destruirla… con el escape de su motor a reacción? ―preguntó Leblanc.
―Su avión se encontraría demasiado cerca de la explosión si lo hiciera. Pero equiparemos los aviones con tubos lanzarrayos de manera que puedan ser disparados desde la cola, y los aviones se encontrarán volando fuera de la explosión en vez de dirigirse hacia ella. ―Lyon se volvió hacia Taylor y le dijo en un breve aparte―: Ocúpese de eso. Póngase en contacto con Loddon y explíquele nuestra idea. Pregúntele si tiene algún modo de usar los reactores de los aviones para aumentar la potencia del rayo.
Leblanc hablaba de nuevo.
―¿No serían útiles las armas de fuego antiguas?
―¿Se refiere a las ametralladoras? ―preguntó Lyon.
―Sí, o los cañones antiaéreos.
―Quizás ―dijo Lyon―. Desde luego es una buena idea. No sé con cuánta rapidez podemos empezar a fabricarlas; no disponemos de ningún modelo. Y nuestra idea es simplificar la producción, fabricando armas que puedan ser usadas contra las salamandras, y al mismo tiempo contra los torbellinos de fuego. Sabemos que las salamandras pueden ser destruidas por un chorro de alta temperatura. Es posible que las balas no les causen ningún efecto; no tienen sangre que derramar.
Leblanc se estremeció.
―Volvamos abajo ―dijo―. Quiero ver los informes completos sobre las dos Centrales que han sido atacadas.
Juntos volvieron a la sala de operaciones, Taylor y Kraft siguiendo al presidente y a Lyon. Después de estudiar los informes y los mapas era evidente que Leblanc se mostraba emocionado.
―La situación es mala, muy mala ―empezó.
Lyon le lanzó una mirada de advertencia. El personal de la sala había interrumpido el trabajo para contemplar al presidente.
―¿No puede despejar la sala, capitán Lyon? ―dijo―. Delante de estos hombres no puedo…
Lyon le replicó en voz baja:
―Será mejor que se queden aquí. Los informes llegan constantemente; las últimas noticias deben ser registradas en los mapas. Además, será mejor que no tengan tiempo para vanas conversaciones y conjeturas. ¿Puedo sugerirle que vayamos a mi despacho?
Leblanc asintió y los cuatro hombres se dirigieron a la oficina cercana. Una vez que la puerta se hubo cerrado detrás de ellos, el presidente ya no trató de ocultar su desesperación.
―Si, la situación es muy mala ―repitió―. Las pérdidas de vidas humanas… Y ahora estas dos Centrales destruidas…
―No han sido destruidas ―dijo Lyon firmemente―. Pueden repararse.
―Nos costará tiempo. ―Leblanc pasó su mano por la frente con un gesto de cansancio―. Ya nos era difícil mantener el suministro de oxígeno con las Centrales disponibles. Ahora…
―Si es preciso, tendremos que vivir con menos oxígeno.
―Sí ―dijo Leblanc con voz monótona―. Usted y yo podemos soportarlo. Pero el pueblo… especialmente el personal de las Centrales y de las granjas… ¿cómo reaccionarán? Ya luchamos con grandes dificultades. Necesitan que les animemos con una victoria.
Lyon sonrió.
―Quiere decir que usted necesita poder anunciarles una victoria, señor presidente.
―¿Qué puede usted hacer? ―pidió Leblanc―. ¿Puede hacer algo?
―Ya hemos hecho mucho. Estamos construyendo nuevas armas. Como ya le dije, los científicos y los técnicos son la clave de esta guerra. Les estoy exigiendo resultados rápidos. Además, señor presidente, he enviado a buscar a Harper, mi primer oficial, y a todos los hombres disponibles en el campamento.
―¿Es posible que deje su propia ciudad sin defensa? Admiro su seguridad.
―Casi no puede llamarse ciudad ―dijo Lyon―. No es más que un pueblo pequeño y compacto. Y creo que queda con suficiente defensa. De cualquier modo, debemos aceptar el riesgo.
―Pero ¿qué piensa hacer con estos hombres?
―Constituirán mi reserva ―dijo Lyon―. Cualquier jefe militar en una guerra necesita una reserva. Su pueblo ya se encuentra ocupado al máximo. Además, no estan acostumbrados a la lucha; y si me permite decirlo, su moral no está al nivel que sería de desear. Por lo tanto, traeré mis hombres a Una.
―¿Para defender la ciudad?
―Si es necesario. Pero espero poder usarlos antes en otros lugares. Esta reserva debe ser móvil. Necesitaremos aviones para ellos, así como tanques y vehículos blindados. Taylor…
―Señor.
―Usted deberá ocuparse de este asunto. Y entonces ―dijo Lyon, dirigiéndose de nuevo al presidente―, cuando las salamandras avancen de nuevo, nosotros las atacaremos.
―Pero, sin duda, éste es un plan muy arriesgado ―objetó Leblanc―. Estaría más conforme si pensara en aumentar nuestras defensas…
―No ―dijo Lyon firmemente―. Usted me ha confiado esta misión, señor presidente, y debe permitirme que la lleve a cabo como crea mejor. Usted necesita éxitos… victorias, y yo también. Hemos llegado a un punto en esta campaña en que la mejor defensa consiste en el ataque.
Leblanc suspiró, aún dudoso.
―Parece estar seguro de sí mismo.
―Proyecto una operación en pequeña escala ―dijo Lyon―. Un modesto contraataque local. Pero esto será el principio.
19
―¡Uf! ―exclamó Pratt, el pelirrojo mecánico―. Espero no tener que pasar mucho tiempo metido dentro de estos pantalones de amianto. ―Tiró al suelo el traje antitérmico que se había estado probando y cogió una pistola radiónica con una mueca―. ¡Vaya soldado que estoy hecho! ―dijo, volviéndose a sus compañeros vestidos con buzos blancos y a los trabajadores de Una que permanecían agrupados a un lado―. Bien, nunca se sabe lo que uno puede hacer hasta que se prueba.
Los hombres cubiertos con las túnicas cortas no hicieron ningún comentario. Tenían las caras largas y sus ojos se mostraban inquietos. Miraban al cielo con frecuencia y a menudo volvían la cabeza para mirar por encima de sus hombros.
―¡Vaya cuadrilla de héroes! ―murmuró Pratt, con un guiño a sus camaradas.
Los hombres del campamento del Colonizador habían llegado en avión a Una. Ahora estaban reunidos en un campo detrás del aeropuerto, en el mismo lugar donde se había formado la expedición de Camisse al lado ardiente. A Taylor, que acababa de llegar de la oficina de Lyon, aquello le hizo recordar cómo había contemplado la partida de la expedición en que fue Kraft. Todo parecía haber ocurrido hacía mucho, mucho tiempo, y el pobre Camisse ahora estaba loco y decían que incurable.
Había allí sesenta hombres al mando de Harper, y Taylor se sintió orgulloso de ellos. Los conocía a todos, a los vigorosos mecánicos y a los jóvenes científicos e ingenieros. No eran gente preocupada como los hombres de Una, y resultaba agradable volver a escuchar sus risas mientras pasaba a su lado en busca de Harper.
Estaba allí para asistir a la entrega de los tanques y vehículos blindados que necesitaban los hombres del Colonizador, así como de las armas de que podían disponer. Harper había traído consigo un puñado de pistolas radiónicas, pero eran armas ligeras, eficaces sólo a corta distancia. También contaba con media docena de los lanzarrayos de Loddon, fabricados a toda prisa; y Kraft estaba allí con cuatro de sus detectores, que estaba preparando para enseñar su manejo a los hombres que debían utilizarlos.
―Si no contamos a los conductores ―dijo Harper a Taylor―, tendremos armas para todos. Necesitaremos alguna práctica con los lanzarrayos…
―Y con esto ―dijo Kraft, señalando uno de los detectores.
―¿Se trata del nuevo modelo? ―preguntó Taylor.
―No ―dijo el jefe técnico―. Todavía estoy trabajando en las mejoras que desea Lyon. Van a darme mucho trabajo, pero valdrá la pena. A pesar de todo, este modelo es mejor que nada. Permita que se lo enseñe, Harper.
―Aquí es donde su experiencia astronáutica le servirá de mucho ―dijo Taylor al primer oficial―. Será un juego de niños para usted.
―Un niño puede manejarlo ―protestó Kraft, secamente.
Después de que hubo demostrado el funcionamiento del detector, Harper y Taylor discutieron el programa para entrenar a los hombres en el manejo de los vehículos y en el uso de las armas y demás instrumentos que se les iban a entregar.
―Lyon vendrá aquí personalmente para dar sus instrucciones respecto a las tácticas de combate ―dijo Taylor―. Tendrán ustedes tres aviones de transporte asignados a este grupo. Pero la idea es que normalmente viajen en sus propios vehículos.
Ya era hora de que regresase al Cuartel General, y de nuevo pasó al lado del grupo en que destacaba la roja cabeza de Pratt. Los hombres de Una se estaban preparando para entregar los vehículos a los recién llegados, pero aún no se notaba mezcla alguna entre las túnicas y los buzos blancos: entre los hombres cansados y preocupados y los que estaban alegres y animados.
―Mi chico tiene ahora unas quince mil horas de edad ―decía Pratt―. Eso serían unos veinte meses, si aún contásemos por meses. Y ahí lo tienen, casi tan grande como su papá. ¡Un gran muchacho! Le he prometido que le llevaría algún recuerdo de este viaje. Es posible que le lleve una salamandra.
―¡Salamandra! ―gritó un hombre bajito vestido con túnica, despertando de un trance para mirar alrededor lleno de terror.
―No se asuste, amigo ―dijo Pratt bondadosamente, viendo la consternación que sus palabras habían causado―. No tiene ninguna salamandra pisándole las faldas. Sólo decía que… Oiga, amigo, ¿no me podría decir cómo se puede embalsamar una salamandra?
―¡Embalsamar una! ¡Ji, ji! ―chilló el hombre bajito, con una risa aguda, casi histérica. Algunos de sus compañeros se echaron a reír normalmente, pero unos cuantos entre ellos parecieron irritados. Taylor escuchó cómo decía un hombre de Una cuando él pasaba por su lado, refiriéndose sin duda a la dotación del Colonizador:
―Son como bestias. Se casan entre ellos según su capricho.
―¿Sin tener en cuenta su grado mental y físico? ―preguntó otro horrorizado.
―No tienen grados.
―Será mejor que no traten de implantar sus costumbres aquí ―dijo otra voz, con aprensión―. He oído que sólo tienen unas cuantas mujeres en su campamento. Supongo que quieren apoderarse de las nuestras…
Aquellas palabras impresionaron a Taylor; y más tarde las recordó contra su voluntad, cuando se reunió con Nesina, una vez terminados sus deberes en el Cuartel General.
Taylor observó que la muchacha había cambiado de lugar algunos de los muebles, y ahora la habitación parecía más confortable y con mayor personalidad. Taylor pensaba en aquel lugar exclusivamente como la casa de Nesina; casi no se acordaba ya de los padres de ella. La muchacha nunca le hablaba de ellos y él se preguntó si ella sentía mucho interés por sus parientes, o en lo que les podía suceder en la distante explotación agrícola a la que habían sido evacuados.
―Me han dicho que no debo continuar teniéndote aquí ―dijo ella de repente.
―Pensé que tu gente no se preocupaba ahora de… de estas cosas.
―También yo lo creía ―dijo Nesina―. El aviso no ha sido oficial. Pero creo que significa que alguien presentará una denuncia contra mí, si…
―¿Si no me despides? ―preguntó él―. ¿Lo harías, Nesina? No hace mucho me dijiste que yo era tuyo. ¿No te acuerdas?
―Desde luego que lo recuerdo. No quiero que te vayas. No debes abandonarme. Pero estoy un poco asustada. ¿Quién puede estar lo bastante interesado en este asunto, tal como está la situación, para presentar una denuncia?
Taylor no le contestó, pero sintió una punzada de aprensión. Para distraerla de sus preocupaciones le contó la llegada de Harper y de sus hombres y cómo Pratt había hablado de embalsamar una salamandra. Ella dejó escapar una dudosa risa.
Pero no había ninguna duda en el beso que le concedió cuando llegó el momento de separarse para regresar a sus respectivos deberes.
―Tú eres mío ―murmuró ella.
―También tú me perteneces ―dijo Taylor―. No sientas ningún temor.
20
―¿Qué hay de nuevo? ―preguntó Lyon, en cuanto Taylor llegó al Cuartel General―. ¿Cómo está el ejército?
―¿El grupo de Harper? No tardarán en estar preparados.
―Tendremos que usarlos tan pronto como puedan partir ―dijo Lyon―. Ahora tengo unas cuantas cosas para decirle, y quiero que tome nota de cuanto diga.
―Bien, señor.
―Ante todo, sepa esto: me ha acompañado a todas partes desde que empezó este asunto, pero, de ahora en adelante, habrá ocasiones en que no le llevaré conmigo.
Taylor se sintió sorprendido y a la vez herido por estas palabras.
―Espero que no creerá, señor, que no se me puede confiar cualquier información, a pesar de lo secreta que sea…
Lyon le interrumpió con impaciencia:
―Parece usted muy susceptible en estos momentos. Naturalmente que confío completamente en usted, ¿no se lo he demostrado? Si me deja terminar, verá porqué le digo todo esto. Cuando yo vaya a los sectores del frente quiero que usted se quede aquí. Siempre existe la posibilidad de que yo sea muerto, y la guerra debe continuar aunque yo desaparezca. Voy a confiarle todos mis planes, de modo que si caigo en las garras de una salamandra o de un torbellino de fuego, quedará alguien que sepa lo que tiene que hacerse. Supongo que tendrá usted una idea de los principios por los que me guío, ¿no es cierto?
―Creo que sí, señor.
―Entonces empezaremos con el plan general, el ataque… nuestro ataque… que debe decidir la guerra. No me gusta pensar que si yo muero, este plan quedaría inutilizado o no podría completarse. De modo que su misión consiste en mantener la organización y en entregar todos los detalles a mi sucesor. ¿Me comprende?
―Si, señor. Pero espero… estoy seguro que esta necesidad no se presentará.
―Dejemos a un lado los discursos de costumbre ―dijo Lyon―. Los factores que debemos considerar para conseguir el éxito son los siguientes: armas… nuevas armas, espero… potencial humano, velocidad de movimientos, sorpresa y por encima de todo, el espíritu de ofensiva. ¿Lo ha entendido?
―Sí, señor.
Lyon pasó una hora explicando a Taylor todos los detalles de su plan y éste admiró la previsión y la concienzuda forma en que había sido preparado.
―La idea de esperar pasivamente a ser atacado, no es más que una tontería ―dijo Lyon con calor. Se levantó de su mesa y empezó a caminar por el despacho, como si quisiera demostrar la necesidad de mantenerse en acción―. Es la forma segura de ser vencidos. No existe arranque en eso… ninguna iniciativa. No necesito extenderme sobre este punto, excepto para decir que nuestros aliados no pueden ser fácilmente persuadidos de que toda la idea de la defensa pasiva no es más que una ilusión. Inclusive Leblanc… Lo he convencido mentalmente, pero su espíritu se revuelve ante la necesidad de luchar. Bien, creo que esto es suficiente.
Volvió a sentarse de nuevo delante de su escritorio.
―En cuanto a la ofensiva inmediata ―dijo―, ahí es donde entran en acción las fuerzas de Harper. Tenemos que llevarle a él y a sus hombres a una Central que esté bajo un ataque, y hemos de conseguir que lleguen allí a tiempo. Eso puede resultarnos difícil, el predecir dónde atacarán las salamandras la próxima vez. Pero, contando con que Harper se encuentre a una distancia razonable, mi plan es el siguiente: no deben preocuparse en defender la Central; para esto están los hombres en su interior. Debe avanzar sobre la retaguardia de los torbellinos, localizar a las salamandras y destruirlas. ¿Comprende lo que quiero decir?
―Si, señor.
Taylor sintió el deseo de alejarse de aquella oficina por algún tiempo, experimentar la realidad de aquella guerra que estaba ayudando a planear.
―¿Irá usted con Harper, señor? ―preguntó.
―No. No sería justo para con él. Es lo suficientemente capaz de dirigir solo un contraataque. No le serviría más que de estorbo.
―Entonces… ¿podría ir yo, señor?
―¿Usted? ―exclamó Lyon, moviendo la cabeza.
Pero Taylor defendió sus deseos con más calor del que normalmente usaba al dirigirse a su jefe.
―Soy de menor graduación que Harper, señor, y probablemente podré serle útil. No hay riesgo de que los planes que me ha explicado permanezcan olvidados, ya que usted quedará aquí para continuarlos.
―Eso no es precisamente lo que yo quería decir ―dijo Lyon con una sonrisa―, y creo que usted lo sabe. Yo hablé de dejarle a usted en la retaguardia, cuando yo fuese al frente… no que usted me dejase a mí aquí. Pero ya que desea este cambio, accedo a que vaya en la primera operación contra las salamandras.
―Gracias, señor.
―Espere ―dijo Lyon, cuando Taylor se levantó para retirarse―. Puede ganarse este permiso ayudándome a deducir el próximo lugar de ataque de las salamandras, o a tratar de deducirlo.
Los dos hombres se dedicaron a un intrincado estudio de los ataques anteriores en lo que emplearon largo tiempo.
―Parece existir una especie de ritmo en sus movimientos ―dijo Lyon.
―Igual que una fórmula matemática ―sugirió Taylor.
―Algo parecido. ¿Cuál es su previsión?
―El próximo ataque se realizará en la Veinticuatro o en la Trece, señor.
―Sí ―se mostró de acuerdo Lyon. Luego midió las distancias en el mapa―. Estas dos Centrales no están muy separadas, aunque están muy lejos de aquí. Colocaremos a Harper en un lugar desde el que pueda acudir a cualquiera de las dos en caso de necesidad.
―¿Cuándo salimos, señor? ―preguntó Taylor.
―Dentro de treinta horas. Pero usted no va con ellos. No voy a dejar que pierda el tiempo golpeándose la cabeza en uno de esos tanques. Tendrá que hacer su trabajo aquí; luego puede ir en un avión a reunirse con Harper cuando éste llegue a su posición de espera.
Taylor se preguntó lo que diría Nesina cuando se enterase de aquello.
21
En realidad, lo que dijo fue lo siguiente:
―Sabía que tendrías que ir a luchar en esta guerra, un día u otro.
―Dijiste una vez que confiabas en mí para ganarla ―dijo él―. Espero que no querrás que lo haga yo solo.
―No debes reírte de mí, cuando trato de ser valiente como tú. Y ahora que ha llegado el momento, no lo encuentro tan difícil como temía. Pero me cuesta separarme de ti. Debes regresar. ¡Dime que volverás a mi lado!
―¡Oh, querida! ―dijo él―. Por lo menos lo intentaré.
―Cuando regreses y la guerra haya terminado, entonces creo que podré reír. Pero ahora no puedo hacerlo.
Taylor pensó más tarde que valdría la pena soportar cualquier prueba, si al hacerlo, ganaba el derecho de regresar victorioso a su lado y escuchar su adorable risa.
Estaba descansando en un alto bosquecillo de helechos mientras estos pensamientos cruzaban su mente. El avión que le había traído desde Una para reunirse con Harper acababa de partir hacia el campo de aterrizaje de la explotación agrícola más cercana, donde esperaría sus órdenes por radio. El grupo habían acampado cerca de la selva. Poco después, Harper, que regresaba de una misión de reconocimiento, le hizo una señal para que se reuniera con él en el tanque de mando. Se sentaron en su interior, esperando algún radiomensaje, pero no llegó ninguno. Los hombres, que estaban de pie o sentados cerca de sus vehículos, habían aguardado durante largo tiempo. Su espíritu estaba en tensión y a medida que la espera se hacia más larga también aumentaba su impaciencia.
Se encontraban en un lugar equidistante de las dos Centrales que habían sido seleccionadas como posibles objetivos del próximo ataque de las salamandras, de acuerdo con sus cálculos. ¿Estarían acertados en sus suposiciones?, se preguntó Taylor. Al cabo de unos momentos Harper demostró que él también tenía sus dudas.
―Debe ser una u otra Central ―exclamó inquieto―. De todos modos, es posible que ataquen cualquier otro lugar. Y si es así…
―Nuestra situación no habrá empeorado ―replicó Taylor―, excepto por la pérdida de tiempo. Tendremos que esperar otra oportunidad, eso es todo.
―Sí, pero lo que yo quiero es luchar con esas cosas tan pronto como pueda. Lyon me ha convertido en algo parecido a un soldado. Los hombres también están animados a combatir. Lyon hizo bien cuando explicó el plan de ataque. Ahora todos sienten que son parte integrante de esta acción.
La radio dejó escapar una señal de llamada. Se trataba del piloto de uno de los aviones de reconocimiento que informaba.
―Informe negativo ―dijo Harper, mientras cerraba el aparato―. Todos son buenos ―continuó, refiriéndose a sus hombres―, pero no pueden mantener su eficiencia de combate por tiempo indefinido. Será una pena si su ánimo decae.
Mientras esperaban, Pratt y sus camaradas se dedicaban a limpiar las armas o a ajustar los vehículos. Estos no eran más que excavadoras en las que se había eliminado la pala y su maquinaria y añadido un blindaje antitérmico.
―Voy a decirles que pueden comer ―dijo Harper.
El preparar la comida fue recibida por los hombres como una agradable distracción. Pratt consiguió capturar un pequeño shug. El mecánico era un buen cocinero y preparó un plato exquisito que fue bienvenido en adición a las raciones frias que habían traído de Una.
De nuevo hubo una llamada en la radio. Era otro informe de un avión al campo.
―Localizada actividad térmica. Dirección Central Veinticuatro.
―¿Distancia? ―replicó Harper.
El piloto facilitó la información, pero Harper no quería dejar nada al azar.
―Déme la localización por la brújula.
Ahora tenía el punto marcado en su mapa con sólo un pequeño margen de error.
Harper puso su motor en marcha. No tenía necesidad de dar órdenes a sus hombres. Todos le siguieron a gran velocidad durante quince kilómetros.
―¿Puede verificar nuestra posición? ―le preguntó a Taylor, mientras disminuía la marcha para calcular la distancia recorrida en el mapa.
―Hacia allí está la Central Veinticuatro ―dijo Taylor, dando la dirección exacta.
―¿Puede ver algo?
―Estamos demasiado lejos para poder distinguir a los torbellinos de fuego si es que ya están allí, pero por lo menos no se ve ninguna señal de incendio.
―Bien. Ya estamos en el punto que nos señaló el avión ―dijo Harper, deteniendo su vehículo―. Ahora vamos a probar el detector del viejo Harper.
―Vamos a necesitarlo ―replicó Taylor.
La pradera delante de ellos era completamente llana salvo ligeras ondulaciones y estaba cubierta de uniforme y corta vegetación. Sólo volviéndose para mirar a sus espaldas pudo Taylor distinguir algo más que una grisácea igualdad en la escena. Allí atrás eran claramente visibles los altos muros de la fábrica de oxígeno Central Veinticuatro, pero en aquel momento le pareció que las paredes eran algo sin solidez, como si les faltase el grueso necesario. Aquella idea no le resultó demasiado agradable y se volvió de nuevo hacia Harper.
El primer oficial hacía girar lentamente el detector, moviendo los mandos del instrumento al mismo tiempo. Pero hasta aquel momento nada aparecía en la pantalla. El receptor de radio al lado de Taylor empezó a zumbar indicando una llamada. Harper maldijo en voz baja.
―No puedo hacer nada con el aparato mientras funcione la radio ―dijo―. Produce una fuerte interferencia. ¿Quién llama?
―Es una llamada local. Debe ser uno de los nuestros.
―Averigüe quién es y dígale que no trasmitan más. Les ordené que se callasen, ¿no es cierto?
Taylor subió a la parte superior del vehículo y empezó a hacer señales. La radio se calló y la rojiza cabeza de Pratt apareció inconfundible en la puerta de un tanque que estaba un poco más atrás en la columna.
―¿Era usted quien llamaba, Pratt? ―gritó Taylor.
―Sí, señor. Sólo quería decirle que hemos visto algo en aquella dirección.
Mirando hacia donde señalaba Pratt, Taylor pudo ver un ligero temblor en el aire y miró con mayor atención. El temblor era causado por una procesión de cuatro torbellinos de fuego que se deslizaban hacia la Central de oxígeno.
―Siga vigilando ―ordenó Taylor. Volvió a meterse en el interior del vehículo e informó a Harper de lo que acababa de ver.
―No se preocupe ―dijo el primer oficial―. Acabo de pescar algo en el aparato.
Hizo girar el detector en un arco de círculo, la pantalla mostró una clara reacción y los indicadores le dieron la dirección y la distancia de la perturbación.
―Se ve algo más en el límite de la pantalla ―dijo Taylor.
―No se preocupe por eso tampoco. Puede ser una sola salamandra que se mueve detrás de un grupo de torbellinos. Pero la concentración principal tiene que encontrarse allí.
Ajustó el detector cuidadosamente hasta que la pantalla mostró un punto brillante y claro. Luego el punto de luz se hizo confuso y empezó a moverse.
―Se traslada hacia arriba ―dijo Harper―. Pero no es posible que a las salamandras les hayan salido alas y empiecen a volar. ¿De qué se trata ahora?
―Hay algo que se eleva ―exclamó Taylor.
―Es una bola ardiente ―dijo Harper, levantando la vista de su aparato.
La observación del primer oficial era innecesaria. El rojo obscuro del globo en ascenso era lo bastante fuerte para que todos pudieran verlo. Luego cesó de elevarse y empezó a flotar lentamente hacia la Central Veinticuatro.
―Ahí va otra. Y otra ―dijo Harper.
Era fascinante contemplar cómo las bolas ardientes aparecían una detrás de otra. Harper empezó a contarlas y luego con un esfuerzo se volvió a mirar al detector y a los mandos del vehículo.
―Ha llegado el momento de ponernos en marcha ―dijo.
La táctica que el pequeño grupo móvil debía usar ya había sido estudiada en sus más nimios detalles y concienzudamente ensayada. Los grandes vehículos se dividieron en dos columnas para converger más adelante, sincronizando sus movimientos de modo que llegasen simultáneamente al punto donde el detector señalaba el movimiento del enemigo. Harper, que se dedicaba por entero a la tarea de manejar su vehículo, le pidió a Taylor que observara a las salamandras.
―Están agrupadas en el punto de donde salen las bolas ardientes.
―.Parece lógico ―contestó Harper―. ¿Está preparado?
―Preparado ―replicó Taylor, mientras se disponía para el combate. Debía atender a dos armas distintas, el largo tubo lanzarrayos y un fusil radiónico.
―Adelante, pues ―dijo Harper y aumento la velocidad.
Taylor miró con atención a través de la mirilla de observación y le pareció observar algo que se movía a medio camino entre ellos y su objetivo. Lo perdió de vista por un momento y luego lo vio de nuevo, siluetado contra el resplandor de una bola ardiente que aún no se había elevado. Taylor tuvo la impresión de que aquella cosa no era más que una serie de anillos sueltos… un esqueleto moviente. Luego, cuando la bola ardiente se alzó, la silueta de la salamandra se hizo confusa y sin substancia. Pero Taylor no la perdió de vista y apuntó el lanzarrayos con todo el cuidado que le permitían las sacudidas y vibraciones de su vehículo. Apretó el botón y vio cómo surgía el rayo con un ronco silbido. Pero no acertó a la salamandra.
En el acto aquella mortífera sombra cambió de dirección y se lanzó en un arco alrededor de la izquierda de Taylor. Éste se volvió y pudo ver por otra mirilla cómo la salamandra atacaba al vehículo que seguía al de Harper, a cosa de unos cincuenta metros de distancia. Estaba ahora encima de la cabina. Con un impulso instintivo la mano de Taylor se dirigió hacia los mandos del lanzarrayos, pero se contuvo al recordar el efecto que el uso de aquella arma tendría sobre el mismo vehículo y sus ocupantes, y en vez de ello se echó al hombro el fusil radiónico.
Falló el primer tiro y luego otro, pero el tercer disparo lamió el costado de la cabina y la salamandra cayó al suelo, mientras se desintegraba rápidamente. El vehículo atacado dio una vuelta completa sobre su eje, con la oruga izquierda inmovilizada mientras la otra giraba a toda velocidad. Luego se detuvo.
Los restantes blindados pasaron por el lado del vehículo averiado y siguieron adelante en buen orden. Harper seguía conduciendo a toda velocidad. Taylor se volvió hacia la mirilla de observación que se abría hacia delante. Un rojo resplandor brillaba a través de la mirilla y una bola ardiente, rozando el suelo, se dirigía recta hacia la columna de Harper.
22
El inminente peligro obligó a Taylor a pensar rápidamente y con frialdad. Debía destruir la bola ardiente y cuando ésta estallara, el vehículo de Harper debía encontrarse tan lejos de la explosión como fuera posible. Y sin embargo, el alcance efectivo del lanzarrayos era sólo de unos ciento veinte metros. El cerebro de Taylor funcionó a toda velocidad pasando los hechos y las cifras tan rápidamente que aún le sobró un segundo de tiempo. Lo empleó en apuntar el tubo lanzarrayos con la mayor precisión posible y cuando la bola ardiente se encontraba aún a unos doscientos metros sintió que no podía fallar el tiro.
El delgado chorro de energía se proyectó del tubo hacia el brillante corazón de la esfera flotante. Por un terrible instante Taylor temió fallar después de todo. Había esperado un fuerte estampido después de su disparo, pero en medio del tableteo de las orugas y el rugir de los motores todo lo que pudo oír fue un ligero y ridículo plop, igual al producido al estallar un globo de juguete.
Pero el efecto visible fue espectacular y convincente. La pequeña y roja esfera se hinchó en una monstruosa e incandescente nube que llenó el cielo, y las llamas de la explosión bañaron toda la escena en una mortal apoteosis.
Tratar de atravesar aquel infierno parecía un acto de locura. Pero Harper lo intentó, confiando en su velocidad y en el blindaje antitérmico de su vehículo. Taylor cerró los ojos instintivamente ante el terrible resplandor y sintió un brusco aumento de la temperatura, que amenazaba con hacerse insoportable. Pero la sensación de quemarse duró muy poco, sólo unos segundos. Harper consiguió atravesar el área en llamas y salir al lado opuesto, en la llanura ondulante y grisácea.
La segunda columna de su grupo ya estaba ahora a la vista, convergiendo hacia el objetivo desde la dirección opuesta. Su punto de reunión estaba claramente marcado por otra bola ardiente. Taylor creyó ver por un momento varias salamandras agrupadas grotescamente contra el resplandor rojizo. Luego la bola ardiente pareció surgir del suelo. Se elevó a cierta altura y pasó por encima de sus cabezas. Las salamandras seguían allí, pero ahora eran más difíciles de distinguir y Taylor observó que se dispersaban.
Taylor tuvo la impresión de que el enemigo se movía sin plan definido, huyendo en todas direcciones. Mucho más tarde comprendió que sus movimientos tenían orden y dirección, ya que, en efecto, algunos entre los enemigos luchaban a retaguardia, siempre cubriendo la retirada de los demás. Pero mientras duró el combate, Taylor estuvo demasiado ocupado en luchar por su vida, para poder preocuparse por las intenciones o motivos de las salamandras.
La batalla se desplazaba ahora hacia el lado ardiente. Taylor pudo usar el tubo lanzarrayos varias veces, pero siempre que surgió la posibilidad de alcanzar a otro de sus propios vehículos, utilizó en su lugar el fusil radiónico. Se concentró con una salvaje excitación en su tarea, alegrándose cada vez que podía desintegrar a una de las salamandras. Una vez el instinto le llevó a echar una mirada por la mirilla trasera y pudo ver una salamandra que casi les alcanzaba, pero antes de que su destructivo abrazo pudiera destruir el vehículo, la deshizo de un solo disparo.
Lo que empezó siendo un combate, terminó en persecución. La velocidad de la retirada de las salamandras fue en aumento y cada vez fue más difícil el abatirlas. Taylor observó que algunas de ellas, rozadas por los disparos de energía de los lanzarrayos en vez de ser alcanzadas de pleno, caían al suelo retorciéndose, pero volvían a levantarse para continuar su huida. También vio que había muchos torbellinos mezclados con las salamandras y que cuando un torbellino las cubría, el fuego de las armas radiónicas resultaba ineficaz. Protegidas por el torbellino las salamandras salían ilesas.
Las salamandras consiguieron distanciarse de sus perseguidores y Harper al fin decidió abandonar la persecución. Disminuyó la velocidad, giró a un lado y lanzó una llamada general a todos sus hombres para que regresaran al punto de partida.
Taylor sintió que la excitación le abandonaba cuando se detuvieron y se reunió con los cansados conductores y artilleros que descendían pesadamente de sus vehículos, aún protegidos por sus trajes antitérmicos.
Todavía les quedaba mucho trabajo; entre los hombres había heridos que debían ser curados y atendidos y necesitaban reparar los daños sufridos por muchos de los vehículos. En el suelo, cerca de donde habían salido las bolas ardientes, la vegetación seguía ardiendo y pudieron comprobar la presencia de ligera radiactividad. Taylor envió a algunos hombres a apagar el fuego y a limpiar la zona radiactiva, y luego regresó al lado de Harper.
―¿Le parece que éste es el lugar de donde salieron las bolas ardientes? ―preguntó Harper.
―Sí ―dijo Taylor―, creo que fue aquí.
―Estoy buscando huellas, cualquier cosa que nos indique cómo fabrican esas bolas. El suelo parece distinto, ¿no cree?
―Sí ―dijo Taylor―. Pero éstos son los rastros de un torbellino. Ya los he visto antes: el mismo terreno abrasado y esto que parecen piedrecillas cristalizadas.
Harper se enjugó el sudor del rostro.
―Esas bolas ardientes tienen que ser hechas de algún modo ―dijo, mientras miraba a su alrededor.
Un grupo de sus hombres estaba también buscando por los alrededores. Pratt llegó en aquel momento a reunirse con los demás, después de efectuar algunas reparaciones en su tanque.
―¿Qué están buscando, compañeros? ―escuchó Taylor que preguntaba.
―Tratamos de descubrir la forma cómo hacen esas bolas ardientes.
―¿Saben lo que pienso? ―murmuró Pratt―. Creo que esas bolas no son fabricadas. Algún brujo entre las salamandras se las sacó de un sombrero, como si fuese un mago.
Sin embargo, el mecánico empezó a buscar como los otros. Pero al mismo tiempo debió estar vigilando los alrededores, porque al cabo de unos minutos dio la voz de alarma y le indicó a Harper lo que había visto.
―Son torbellinos de fuego que vuelven ―dijo Harper―. Entren en los vehículos y permanezcan alertas.
El primer oficial tenía la esperanza de poder entablar combate con las salamandras si es que llegaban escoltadas por aquellos torbellinos. Pero en vez de dirigirse al lugar que Harper y sus hombres ocupaban, los torbellinos dieron un rodeo y desaparecieron. Taylor creyó haber visto una salamandra en medio del grupo de torbellinos, pero estaban a demasiada distancia para intentar alcanzarla.
En cuanto descendió del vehículo de Harper, después de este incidente, Taylor miró hacia la Central Veinticuatro y se dio cuenta de que estaba envuelta en una espesa humareda. En el acto llamó a Harper.
―La Central está ardiendo.
Harper pareció furioso por la inesperada noticia y en el acto hizo señales a todos los vehículos para que le siguieran. Pero a medida que se acercaron a los altos edificios de la Central pudieron ver que el humo disminuía y al detenerse al lado de los muros sólo quedaban ligeras humaredas aquí y allí. Sin embargo, los daños eran considerables. Grandes agujeros se abrían en la estructura del edificio principal y habían estallado incendios en distintos lugares.
―¿Dónde está el director de la Central? ―gritó Harper.
―Está muerto ―respondió una voz excitada―. Hay muchos muertos.
―No, no ha muerto. Yo lo he visto…
Se escucharon muchas voces dentro del edificio y luego apareció el director. Era un hombre bajito que parecía enloquecido, pero cuando Harper y Taylor descendieron y se acercaron a él, pudo hablarles en forma coherente.
―¿Qué es lo que han hecho? ―preguntó.
―Le hemos vengado ―replicó Harper.
―¡Venganza! ―exclamó el director irritado. Consiguió dominarse con un esfuerzo y continuó―: No es esto lo que yo quería. He pedido que se protegiera la Central.
―¿Cómo sucedió? ―preguntó Taylor, señalando a los daños causados―. ¿Es que los torbellinos consiguieron cruzar la trinchera?
―No. Pero me pareció que la estaban rellenando de nuevo…
―¿Fue una salamandra?
―No lo sé. Es algo difícil de decir. Si era una salamandra, se marchó junto con las otras cosas en el mismo momento que vimos que ustedes combatían allí lejos. Pero luego una bola ardiente nos alcanzó y estalló encima del edificio principal.
―¿Son muchos los daños? ―preguntó Harper.
El director asintió.
―Podemos seguir trabajando, pero no alcanzaremos ni la mitad de producción.
―Será mejor que informe por radio a Una ―dijo Harper.
―No puedo hacerlo. El transmisor ha quedado destruido. ¿Pueden ustedes enviar mi mensaje?
―No ―dijo Harper―. Las radios de los vehículos son de alcance reducido.
―Tenemos que notificar a Lyon lo sucedido ―dijo Taylor con preocupación.
―Desde luego. Y también a Leblanc.
―Puedo ir yo y llevarles los mensajes personalmente ―dijo Taylor, mirando a la pista de aterrizaje colocada a un lado de la Central―. Pero ¿dónde está el avión? ―preguntó.
―El piloto estaba vigilando ―dijo el director―. Cuando los torbellinos se acercaron, despegó en su avión. No pude ver adónde se dirigía.
―Ese piloto es un hombre inteligente ―dijo Harper―. No quiso arriesgarse a perder su avión. No creo que esté muy lejos y posiblemente le podremos hablar por la radio.
Taylor se dirigió hacia el transmisor instalado en su vehículo y al cabo de unos minutos pudo ponerse en contacto con el piloto. Poco después, el avión aterrizaba en la pista de la Central.
―No me gusta abandonarles de este modo ―se excusó Taylor―. Aquí tienen mucho trabajo y quisiera poder quedarme para ayudar.
―Debe marcharse ―dijo Harper―. Lyon debe conocer lo ocurrido. Yo me las arreglaré aquí. Tenemos que enterrar a algunos hombres ―dijo, con un suspiro―. Pregúntele a Lyon si quiere que regrese a Una o si debo proteger la Central Trece. Si no puede alcanzarnos por la radio, tendrá que enviarme un mensaje por avión. Gracias por todo lo que ha hecho, Taylor. He tenido un artillero magnífico.
―Me fue agradable el volver a encontrarme entre hombres vestidos con buzos de una pieza ―dijo Taylor―. Muchas veces me siento cansado de estar al lado de estas gentes de las túnicas.
Harper sonrió.
―Me atrevo a decir que Lyon piensa lo mismo. Será mejor que se dé prisa. Ahora debe encontrarse rodeado de túnicas. Le alegrará el verle de nuevo, aparte de las noticias que le lleva.
23
La bromista predicción de Harper resultó ser literalmente cierta. En cuanto Taylor llegó al Cuartel General se dirigió a la oficina de Lyon, pero no pudo encontrarlo allí.
Taylor fue a la sala de reuniones y halló a Lyon, una poderosa figura vestida con un buzo blanco sentado a la cabecera de la mesa. La sala estaba llena de hombres con túnicas, formando una masa confusa y gesticulante. Todos habían abandonado sus asientos, excepto Lyon.
No sólo se encontró Taylor medio ensordecido, sino que le fue imposible llegar rápidamente al lado de Lyon para entregar su mensaje, tal como era su deseo. Todo lo que pudo hacer, desde el dintel de la puerta, fue captar la mirada de Lyon y hacerle una ligera señal que esperó sería interpretada como signo de éxito. Luego Taylor empezó a abrirse camino entre la multitud, y mientras lo hacía miró a su alrededor para ver si conocía a alguno de aquellos hombres.
Ni Leblanc ni Manzoni se encontraban allí, pero pudo ver a Sanger hablando en tono oratorio a un grupo de hombres. Todos eran delegados políticos e iban vestidos con túnicas, y parecían iritados y asustados. «Fácil presa para las ideas de Sanger», pensó Taylor. Cuando entró en la sala se sentía cansado, pero ahora la sensación de una crisis inminente le devolvió de nuevo su capacidad de sentirse alerta y vigilante.
Lyon tenía una voz potente y en aquel momento la usó para reclamar la atención de aquella discordante reunión:
―Si ya han terminado con sus discusiones, propongo que continuemos ―dijo.
Todos le obedecieron, por lo menos al punto de agruparse de nuevo alrededor de la mesa, aunque ninguno llegó a sentarse. Taylor continuó sus esfuerzos para abrirse paso hasta el lado de Lyon. Pero se detuvo instintivamente cuando Sanger empezó a hablar.
―Todos queremos la seguridad de que podremos respirar ―dijo, usando un tono sorprendentemente razonable.
―Aún no sufrimos la falta de oxígeno.
―Pero la habrá. Quieren disponer de burbujas.
Viniendo de Sanger, aquellas palabras sonaron incongruentas y cómicas. Lyon dejó escapar una breve risa.
―¿Burbujas? ―repitió―. ¿Quién quiere burbujas?
―Estos delegados ―replicó Sanger irritado, abriendo los brazos para indicar a todos los reunidos―. Representan a todo el pueblo.
―No al mío ―dijo Lyon con orgullo.
―No esté demasiado seguro. De cualquier modo, su grupo no es más que una pequeña minoría. Lo que deseamos es disponer de cierto número de grandes cubiertas protectoras, como hemos tenido antes. Usted no las recordará, pero las teníamos antes de que usted llegara.
―Sé a lo que se refiere. Pero, ¿quién las va a construir? ―preguntó Lyon―. Todo el mundo tiene trabajo en exceso.
―Esa ―dijo Sanger con satisfacción― es la base de nuestra demanda. Tiene que prescindir de los hombres necesarios; sacarlos de ese maligno trabajo de guerra.
―¿Y por qué debo hacerlo?
―Porque lo que están haciendo es un pecado. Las salamandras han sido enviadas para castigarnos. No debemos resistirnos.
―Me pregunto ―dijo Lyon con ironía―, por qué pretende entonces protegerse debajo de las cubiertas de plástico. ¿Por qué todos ustedes no se tienden en el suelo y esperan la muerte? No es usted consistente en sus argumentos, Sanger.
―Existe una diferencia ―dijo Sanger, visiblemente desconcertado.
Lyon empezó a explotar su ventaja, pero Sanger continuó con irrazonable insistencia.
―Debemos abandonar el planeta entero ―dijo― y espero poder persuadir a todos los hombres razonables de que éste es el único camino. En estos momentos, muchos de nosotros esperan poder llegar a un compromiso. Piensan que debe haber algún lugar en el que las salamandras nos permitirán vivir. Pero sus opiniones no son suicidas, como usted pretende. Ya sea que nos marchemos a otro planeta o a otro lugar de Bel, necesitamos tiempo para precavernos ante la falta de oxígeno. ¿Puede usted destruir este argumento? Ya veo que no puede hacerlo ―concluyó Sanger, en tono de triunfo.
Hubo un momento de completo silencio. Todos los que estaban en la sala se dieron cuenta de que el asunto quedaba planteado entre los dos hombres. Taylor dio unos pasos hacia delante, acercándose adonde estaba su jefe.
―Supongo que quiere decir ―dijo Lyon, contestando a Sanger― que no puedo dar una contestación que sea satisfactoria para usted. Eso es cierto. Pero aún tengo una respuesta que darle.
Hizo una hábil pausa en este punto, asegurando así la atención de sus oyentes.
―Podría decir ―continuó― que tenemos preparados cascos de oxígeno para cuando sean necesarios. Pero es sólo un paliativo; no lo ofrezco como una solución, ni siquiera como un compromiso. No. Lo que tendrán ustedes, tanto si lo desean como si no, son batallas, no burbujas. Estamos en guerra y tendrán que aceptar el peligro y el desastre al mismo tiempo que las incomodidades.
―Sus palabras son un pecado ―dijo Sanger, con voz ronca.
―¿Cree usted ―preguntó Lyon, pacientemente― que la Humanidad tiene una misión que cumplir en el Universo? Yo lo creo así; y por lo tanto, creo también que nuestro deber es sobrevivir, aunque sea a costa de una guerra.
Taylor observó que después de las palabras de Lyon, algunos de los delegados asentían lentamente. Otros se miraron mutuamente y empezaron a discutir lo que se había hablado. La personalidad de Lyon había conseguido dominar la reunión y la. amenaza del pánico había desaparecido.
Sanger hizo un último esfuerzo para atraer a los delegados en apoyo de su punto de vista.
―Ha sido la cólera de la Providencia ―gritó―. La cólera de la Providencia ante el abandono de las leyes morales.
―No comprendo a qué se refiere, Sanger. Y dudo que usted mismo lo comprenda.
Los delegados parecían también sorprendidos y miraron con duda a Sanger. Este pareció, con un violento esfuerzo, controlar su ira mientras trataba de encontrar mejores argumentos. Una expresión casi de triunfo se mostró en sus secas facciones al encontrar las frases que necesitaba.
―Afirmo que la conducta de su gente, de sus propios oficiales, está quebrantando la obediencia a nuestras leyes.
Lyon arrugó el ceño, sin comprender.
―Sea más preciso.
―¿De modo que no lo comprende? ―rió Sanger―. Pues, ¡mírelo! ―exclamó señalando con un gesto dramático a Taylor―. Él sí que me comprende. Pero volveremos a hablar de este asunto más adelante. Por el momento, Lyon, me contento con hacerle una pregunta que sin duda podrá contestar. Díganos, si puede, lo que ha ocurrido en la Central Veinticuatro.
Taylor creyó observar seguridad al mismo tiempo que malicia en su pregunta, y se preguntó si era posible que Sanger dispusiera de algún sistema de información, un medio rápido de enterarse de lo sucedido. Por lo menos, era evidente que trataba de colocar a Lyon en una situación violenta.
Lyon le contestó en el acto, sin intentar zafarse de la pregunta.
―No hemos tenido ningún mensaje de aquel sector en las últimas horas. La radio no funciona.
―De manera que no lo sabe ―Sanger miró a los delegados, dirigiéndose a ellos, en vez de continuar hablando con Lyon―. ¡Este es vuestro jefe militar! ¡No lo sabe!
―Sin embargo ―continuó Lyon, sin dejarse impresionar―, Taylor está aquí, como pueden ver. Acaba de llegar de la Central Veinticuatro para darme su informe. Permítanme que comparta sus noticias con ustedes.
La atención de todos se centró ahora en Taylor y la multitud le abrió paso, de manera que pudo adelantarse y ocupar un sitio de pie al lado de Lyon. Presentó su informe en tono frío, evitando cualquier expresión exagerada que pudiera hacerles creer que la lucha estaba prácticamente terminada y que no eran necesarios más esfuerzos. Pero no dejó ninguna duda en la mente de sus oyentes de que se había alcanzado una victoria.
Cuando terminó, Taylor dirigió una mirada a Lyon, esperando encontrar una expresión de aprobación. Aquella era la primera vez que Taylor se expresaba con palabras a una asamblea de tal importancia. Creía haber realizado su inesperada tarea con bastante éxito; y era comprensible que deseara recibir una alabanza de su jefe. Pero los ojos de Lyon estaban fijos en su contrincante.
Sanger estaba furioso; no cabía duda de ello. Taylor pensó que la información de aquel hombre no debía ser muy completa. Había confiado en un desastre en la Central Veinticuatro y en una derrota de las fuerzas de Harper. Las noticias que acababan de ser presentadas no eran las que él creía.
―Con el informe de Taylor ―dijo Lyon―, creo que podemos dar esta reunión por terminada. Tienen bastante en qué pensar y espero que saldrán de aquí con el ánimo más optimista que cuando llegaron. Deben comprender que si queremos utilizar al máximo esta ventaja que hemos conseguido, tendré más trabajo que nunca para mis hombres.
Cuando terminó este discurso, se volvió a Taylor con la sonrisa de aprobación que el joven esperaba. Los delegados empezaron a salir de la sala y Taylor se acercó a su jefe, en espera de instrucciones. Pero antes de que Lyon pudiera hablarle, Sanger llegó a la mesa y se apoyó sobre ella.
―Pregúntele sobre Nesina ―dijo Sanger a Lyon, señalando a Taylor mientras hablaba.
Y sin pronunciar otra palabra, salió de la sala y al cabo de unos instantes, Lyon y Taylor quedaron solos. Lyon dejó escapar un profundo suspiro.
―Estoy contento de que esto haya terminado ―dijo.
―¿Por qué ha celebrado esta reunión, señor? ―preguntó Taylor―. Estuvimos a punto de que se volvieran contra nosotros.
―Leblanc también tenía sus dudas ―dijo Lyon―. Fue idea mía. Pensé que sería mejor enfrentarme con ellos y contestar a sus críticas que dejar que los descontentos siguieran con su labor subterránea. No creo que hayamos perdido nada. Por el contrario, gracias a usted, hemos conseguido una ventaja. Y por lo menos ahora sé lo que piensan.
―¿También lo que piensa Sanger, señor?
―¡Sanger! ―dijo Lyon―. Sí, ese hombre interpreta el pacifismo de acuerdo a sus conveniencias. No hay duda de que es un eficiente demagogo. La única forma de vencerle completamente es tener éxito en nuestras operaciones.
―He observado que nuestros hombres empiezan a llevarse bien con los locales ―dijo Taylor―. Desde luego, a un nivel más bajo que el que opera Sanger. Pero el peligro ha humanizado a estas gentes. ¡Si sólo pudieran dejar de preocuparse! Creo que necesitan reposo y un poco de alegría.
―Siga con su teoría, Taylor; no quiero decir que esté equivocado. Pero Sanger puede inclinar la balanza en contra nuestro. Es peligroso. ¿Qué fue lo que dijo sobre usted y… cuál es su nombre?
―Nesina ―dijo Taylor, enrojeciendo. Luego le contó a Lyon francamente sus relaciones con la muchacha.
―De manera que era por eso ―dijo Lyon. Se inclinó en su silla y pareció reflexionar sobre aquel asunto―. Sanger trata de hacernos cuanto daño puede ―dijo por fin―. Quizás espera que yo le despida a usted. Pero nunca me ha gustado esa ley para el matrimonio que tienen. De cualquier modo, Sanger ha llevado la interpretación de la ley demasiado lejos; la letra de la ley, por lo menos. Usted ha faltado al espíritu de la ley, eso no puede negarse.
Taylor sintió la boca seca.
―¿Quiere que deje de ver a Nesina, señor? ―preguntó.
Lyon movió la cabeza.
―No. ¿Por qué tendría que pedírselo? Pero no puedo decir ni hacer nada más para ayudarle en estos momentos. ―Hizo una pausa y luego continuó, dedicando su atención a asuntos de orden práctico―. Haremos que Loddon vuelva aquí. Necesitamos resultados. Y retiraré el grupo de Harper hacia Una. Dijo que tenía heridos, ¿no es cierto? Necesitan cuidados.
―Hay un médico en la Central Trece ―dijo Taylor―. Pueden ser curados allí y Harper se encontrará en mejor posición en caso de que el próximo ataque…
―No. Tienen que volver aquí. Dentro de poco tendremos mejores vehículos para ellos y también mejores armas. ¿Cuándo? No puedo decirlo exactamente ―terminó Lyon, poniéndose en pie―. Pero necesitamos vencer, y la victoria depende de los científicos y de los técnicos. Tienen que trabajar más duro que nunca.
24
Taylor entró en el despacho de Lyon para presentarle uno de sus informes periódicos.
―El nivel de oxígeno ha descendido un poco más, señor. Durante la últimas veinte horas…
―No se preocupe por las cifras ―dijo Lyon―. Puedo sentir su efecto en mis pulmones. Vaya a ver como sigue el trabajo de Loddon en su nuevo laboratorio. Dígale que esperaba que pondría su proyector en producción hace tiempo.
―¿Proyector, señor?
―Sí. Él sabe a qué me refiero.
Taylor decidió que lo mejor sería no hacer más preguntas.
―Bien, señor ―contestó, y salió del despacho.
Habían asignado un laboratorio a Loddon en el sótano de una fábrica del Gobierno y Taylor esperaba encontrarle allí. Pero el camino estaba obstruido por una gran puerta metálica, como la de una gran caja de caudales. Estaba cerrada y no pudo encontrar la manera de abrirla. En todo el resto de aquellos sótanos no encontró a nadie a quien poder preguntar y se marchó en busca de Kraft, a quien encontró en un laboratorio del primer piso. Junto con él trabajaban una docena de ayudantes, vestidos con túnicas, ocupando distintos lugares de una sala larga y desnuda de adornos.
―¿Dónde está Loddon? ―preguntó Taylor.
―¿Cómo? ―preguntó Kraft, distraído. Estaba inclinado sobre una mesa llena de papeles.
―Loddon ―repitió Taylor―. Su laboratorio está cerrado. ¿Adónde ha ido?
Kraft se levantó rápidamente con un ligero gesto de advertencia.
―Trataré de encontrarlo ―dijo.
Taylor quedó solo, sintiéndose sorprendido, mientras Kraft se encerraba en una cabina telefónica. Cuando salió de allí hizo un gesto a Taylor invitándole a salir del laboratorio.
―Loddon está allí abajo. He hablado con él. Nos abrirá la puerta.
―Pero no quiso hablar de ello delante de los ayudantes del laboratorio ―dijo Taylor―. ¿A qué se debe tanto secreto?
―Es necesario ―murmuró el jefe técnico―. Son órdenes de Lyon.
Bajó rápidamente por las escaleras mientras Taylor le seguía. Cuando llegaron abajo, la gran puerta se estaba abriendo lentamente. Sólo se abrió lo suficiente para que Loddon pudiera deslizarse y tan pronto como salió volvió a cerrarse con un chasquido. Pero mientras permaneció abierta, Taylor pudo escuchar un silbido discordante, un sonido furioso y bestial.
Loddon parecía irritado mientras se acercaba a ellos. Hizo un esfuerzo para dirigir una sonrisa de bienvenida a Taylor, y luego empezó a quejarse.
―¡Encerrado en la bodega! ―exclamó―. Todo porque algún loco puede intentar destruir el trabajo que estoy haciendo para salvarle a él y a todos los demás. Estaría mucho mejor si me hubiese quedado en el campamento.
Kraft trató de tranquilizarlo.
―Ya sabe que allí no disponemos del equipo necesario; especialmente los compresores para los cilindros. Y cuanto tengamos que empezar a fabricar, comprenderá que tiene que hacerse aquí. Su trabajo ha adelantado mucho.
Loddon movió la cabeza desanimado.
―Sí, pero no consigo terminarlo.
Taylor recordó el objeto de su visita.
―Lyon me ha enviado para saber como marchaban las cosas por aquí. Lo que acaba de decir no parece muy alentador.
Loddon descartó repentinamente su expresión de descontento.
―Oh, bien, Lyon ya tiene bastante de qué preocuparse ―dijo―. Dígale que me he encontrado con otra dificultad. Pero que la venceré de algún modo, si tengo tiempo suficiente.
―El tiempo ―dijo Taylor, con una buena imitación del tono y energía de Lyon― es lo único que no puedo facilitarle. Pero, ¿hay algo más que necesite; algo que pueda acelerar su trabajo?
―Unas cuantas salamandras vivas ―dijo Loddon―. Necesito saber qué las hace marchar y qué puede detenerlas. Especialmente lo que pueda detenerlas.
―Posiblemente su proyector ―sugirió Taylor―. Dígame cómo funciona ese aparato.
―No se preocupe por el proyector ―dijo Kraft, con fingidos celos―. Venga a ver los perfeccionamientos que he realizado en mi detector.
Los tres marcharon a la fábrica anexa al laboratorio y les mostró cómo construían una versión mejorada y más sensible de su detector. Habían grandes cantidades de aquellos aparatos.
―Aquí hay muchos más de los que necesitan Harper y su gente ―comentó Taylor.
―Es cierto ―dijo Kraft―. Pero las explotaciones agrícolas y las Centrales también los utilizarán. Puede avisarles con tiempo suficiente de cualquier ataque.
Kraft hablaba en voz baja y miró a los obreros de la fábrica con la misma furtiva expresión con que contempló a sus ayudantes en el laboratorio. No volvió a hablar libremente hasta que los tres volvieron a encontrarse en el sótano.
―El presidente en persona ha estado aquí para alentar a los obreros de la fábrica ―dijo Kraft―. Está haciendo todo lo que puede por nosotros. Y se ha esforzado en facilitarme todo el equipo de que disponen.
―Mientras no pidamos nuevas máquinas y herramientas ―añadió Loddon.
―Sí ―admitió Kraft―, estamos en desventaja por ese lado.
―No comprendo ―dijo Taylor.
―Quiero decir ―continuó Kraft― que mis instrumentos son más primitivos de lo que yo quisiera. Lo mismo sucede con las máquinas de Loddon. Tenemos que adaptar nuestras ideas a los medios de que disponemos para llevarlas a la práctica. No tenemos tiempo de producir nuevas herramientas.
―No existen fábricas de armamento ―añadió Loddon.
―Por esa razón ―continuó Kraft― tuvimos que abandonar la idea del propio presidente de fabricar armas de fuego antiguas. La técnica de su fabricación se ha perdido y no hay tiempo suficiente para empezar desde el principio.
Loddon asintió, suspirando.
―¿Cómo van las cosas en el frente? ―preguntó a Taylor―. Aquí nunca nos enteramos de nada.
―Los ataques contra las Centrales continúan ―dijo Taylor―. Las salamandras deben tener inteligencia, pero sus reacciones son tan extrañas que no siempre conseguimos adivinar sus propósitos. Las Centrales que no quedaron completamente destruidas, van siendo reparadas. Es una labor costosa, pero pronto tendremos más oxígeno para respirar. Harper ha salido de nuevo con su grupo. Ha conseguido algunas victorias locales. Lyon espera conseguir mejores armas y vehículos, pero no hace falta que les diga esto último.
―Los hombres de Leblanc trabajan en la cuestión de los vehículos ―dijo Kraft―. No trabajan mal, pero no tienen entusiasmo ni inspiración. Y no me gusta la reacción de los científicos.
―¿Están asustados? ―preguntó Taylor.
―No diría tanto, pero parece que hubieran perdido la esperanza.
―Creí que las palabras de Lyon habían tenido un efecto saludable.
―Sí, entre la masa del pueblo. Pero Lyon no llegó a convencer a los intelectuales.
―El defecto de esos intelectuales ―dijo Loddon― es que piensan que las salamandras son más inteligentes que ellos.
―La inteligencia no es suficiente ―dijo Kraft―. Estas gentes ya no se sienten seguras de que sus creencias tengan una base moral sólida. Necesitan una buena dosis de sentido común y de alegría.
Loddon interrumpió la conversación. Como de costumbre, pronto se mostró cansado de discutir abstracciones.
―Todo esto no nos lleva a ninguna parte ―dijo―. Me marcho de nuevo a trabajar en mi proyector.
―¡Buena suerte! ―se despidió Taylor.
Loddon se encogió de hombros, hizo una mueca y dio media vuelta para entrar otra vez en su laboratorio secreto. Kraft también se marchó a sus propias ocupaciones y Taylor se quedó con la amarga impresión que desde que los hombres habían aterrizado en Bel, nunca el destino de la Humanidad había parecido tan obscuro como en aquel momento. Mientras se dirigía hacia el Cuartel General de Lyon sentía la necesidad de encontrar de nuevo la perdida confianza en la victoria, y aquella necesidad llevó sus pasos hacia el departamento de Nesina.
Ella se mostró contenta de verle y él agradeció el alivio que la presencia de ella y algo nuevo y gentil en sus maneras, le proporcionaba. Pero aquellos momentos fueron breves. Pronto Taylor se dio cuenta de que alguna preocupación atormentaba a la muchacha, y unos minutos más tarde consiguió que Nesina le explicara el problema, un poco contra su voluntad y como si se sintiera avergonzada de ello.
―Alguien me ha insultado en la calle ―dijo por fin.
―¿Quién fue? ―preguntó él, lleno de furia y de dolor.
―No lo sé. No pude verle. También me han enviado cartas anónimas. Las he quemado.
―¿Eso es todo?
―No. El director de este edificio me ha dicho que recuerde la prohibición.
―Nesina ―dijo él―, ¿quieres que me aparte de ti?
―¡Ah, no! ―replicó ella―. No podría soportarlo.
―Me duele el pensar que haya quien pueda insultarte y amenazarte.
―A veces creo que me vigilan ―dijo ella amargamente.
―No podrán descubrir nada que pueda servirles ―dijo Taylor, y reflexionó por un momento―. No hemos infringido ninguna ley, ¿no es verdad? Y la prohibición, como lo llaman, no tiene la misma fuerza legal que la de casamientos…
―Es una cosa que se da por sabida ―replicó ella―. La prohibición en realidad no es más que una regla de conducta por la cual…
―No debes relacionarte con nadie que no pertenezca a tu grupo complementario. ¿No es eso? Pero ¿cómo pueden probar que has cometido esta falta? ¿Y si yo perteneciera al grupo adecuado?
Ella dijo, esperanzada:
―Podrías solicitar la clasificación oficial.
―Y si lo hiciera y resultase que me clasificaban en un grupo complementario del tuyo…
Ella dejó escapar un suspiro de alivio ante la idea.
―¿Lo intentarás?
―Quizá.
―¿Sólo quizá?
―Nosotros tenemos nuestras propias leyes y normas de conducta ―dijo Taylor―. No nos gusta vuestro sistema de casamientos. Pero se lo preguntaré a Lyon.
―¿Tiene él que saberlo? ―dijo ella, desilusionada―. Es un hombre tan severo… Es posible que ello nos cause más dificultades aún.
―Ya le he explicado nuestra situación y mostró simpatía hacia nosotros. Te ruego que tengas fe en mí.
―Sí, estoy contenta ―dijo ella, con una suave sonrisa de paciencia que causó tristeza a Taylor. Pero cuando se despidieron ella dijo con un suspiro:
―¿Cómo terminará todo esto para nosotros?
El no podía contestar aquella pregunta, aunque la llevaba igualmente en el fondo de su mente. Cansado, respirando con dificultad debido a que el nivel de oxígeno seguía descendiendo, Taylor pensó en Nesina y en él mismo; y luego en el porvenir de la Humanidad en el planeta Bel. Todos ellos se veían sujetos a fuertes ataques, enfrentados con poderosos enemigos. ¿Cómo terminaría todo aquello?
25
―No ―replicó Lyon a la demanda de Taylor―. No puedo permitir que haga tal cosa. El pedir que usted sea clasificado para entrar en el ámbito de esa ley, sería una acción equivocada. Significaría que estamos de acuerdo con ellos, y eso no es cierto. Ya sé que es duro para usted y para esa muchacha, pero si solo uno de nosotros cediera en este punto, debilitará nuestra fuerza para poder discutir esta cuestión más tarde.
―Lo comprendo, señor. Pero para nosotros dos no se trata de una cuestión política, sino de un problema humano. Nuestra felicidad está en juego.
―En efecto. Está usted influido por sus emociones, de modo que no puede juzgar serenamente esta cuestión. Hará usted lo que le digo, Taylor.
―Entonces no nos quedan muchas esperanzas, señor.
―Tenemos a nuestro favor el detalle de que no pueden declarar a la muchacha culpable de infringir la prohibición y mucho menos la ley, a menos que puedan probar que usted no es del grupo adecuado. Eso es algo que podrían fácilmente con uno de sus hombres, pero no veo cómo podrán demostrarlo en el caso de usted. Y mientras exista la duda… ¿No lo comprende? Es un arma más en nuestras manos.
―Un arma muy débil, señor.
―Mejor que ninguna. Yo no me olvidaré de usted, Taylor, si más tarde me encuentro en mejor posición para pedir algo de Leblanc y su Gobierno. Usted me ha servido bien y yo haré cuanto pueda.
―Muchas gracias, señor, pero…
―Hay algo que puedo hacer ahora mismo ―dijo Lyon.
El capitán llamó a Manzoni por teléfono y un minuto más tarde éste entraba en su despacho. Parecía cansado y había enflaquecido.
―¿Siguen vigilando a Sanger? ―le preguntó Lyon.
―Sí ―dijo Manzoni―. Y además, mis agentes tratan de contrarrestar su propaganda.
―¿Con qué grado de éxito?
Manzoni se encogió de hombros.
―Han conseguido resultados razonables ―dijo con precaución―. Pero en general, la moral del pueblo no es muy elevada.
―Tengo entendido que Sanger trata de despertar animosidad contra una amiga de Taylor que se llama… ¿cómo es su nombre?
―Nesina ―replicó Taylor.
―Nesina. ¿No podrían sus agentes neutralizar la actividad de Sanger también en este asunto, Manzoni?
―Comprendo a que se refiere, Lyon ―dijo Manzoni, lentamente―. Pero ésta es una cuestión que no me gusta. Es algo distinto que colaborar con el esfuerzo de guerra. Debe recordar que nuestras leyes…
―La ley no ha sido infringida.
―Técnicamente no, pero…
Lyon le interrumpió rápidamente y con persuasión:
―Sanger no molesta a esta muchacha sólo por respeto a la ley. Es una parte de su plan para crear confusión y descontento… conseguir nuestra derrota. ¿No lo comprende?
Manzoni reflexionó por un momento.
―De acuerdo ―dijo por fin―. Estoy completamente a su lado y haré lo que me pide. Nesina será protegida. Pero si las cosas salen mal, me veré perdido.
―Es usted un buen amigo nuestro, Manzoni ―dijo Lyon con más calor que de costumbre―. Le estoy agradecido. Nosotros procuraremos que las cosas no salgan mal. Ha devuelto usted el ánimo a Taylor.
Taylor añadió sus gracias a las de su jefe y Manzoni dejó a los dos hombres solos.
―Y ahora ―dijo Lyon rápidamente―, necesito que se ponga usted a trabajar. Olvídese de este amor suyo por algún tiempo.
―No se trata de eso ―protestó Taylor.
―Sea lo que sea ―dijo Lyon, tolerante―, debe estar en segundo lugar respecto a su deber. Vaya a ver a Harper. Tengo otros planes para él. Los técnicos de Leblanc han construido unos vehículos más pequeños.
―¿Más pequeños, señor? Pero los otros eran muy adecuados, con las modificaciones que hemos planeado.
―Es posible, pero no pueden ser transportados en aviones. Y los nuevos tanques sí. Vehículos más pequeños y una flota de grandes aviones de transporte. Los encontrará preparados en el aeropuerto.
―¡Una verdadera columna aerotransportada! ―exclamó Taylor.
―Dos columnas, o quizás tres. Ahora nos será posible contraatacar en el plazo de una hora desde que nos den la señal de peligro.
―Y nuestras fuerzas podrán entrar en combate descansadas ―dijo Taylor, sintiéndose aún más entusiasmado―. Ya no necesitarán viajar durante veinticuatro horas antes de llegar al lugar de la acción. Esto… esto será algo grande, señor. Puede decidir la guerra.
―No hay duda de que nos ayudará a ganarla. Pero tenemos que conseguir el máximo rendimiento del nuevo material. Harper debe empezar el entrenamiento en el acto y conseguir que sus hombres aprendan a manejar los nuevos vehículos. Deben practicar la entrada y salida de los aviones. Ya conoce mis ideas. Vaya ahora junto con Harper y ayúdele a prepararse.
En el aeropuerto Taylor encontró una atmósfera de renovado optimismo entre los hombres de Harper y entre los que estaban en contacto con ellos.
Los proyectistas y técnicos de Leblanc habían realizado un buen trabajo, a pesar de las dificultades inherentes a la necesidad de usar las piezas y motores normales a fin de ahorrar tiempo. Los nuevos tanques eran precisamente lo que necesitaban Harper y sus hombres. Para largos viajes a campo traviesa resultarían incómodos y poco adecuados. Pero por su fácil transporte en aviones y su utilización en combate parecían tan buenos o mejores que los vehículos mayores que habían usado hasta entonces. Cada tanque llevaba una dotación de dos hombres, estaba fuertemente blindado y protegido contra la radiactividad y eran muy manejables.
Harper los examinó con satisfacción.
―Con esto aumentaremos nuestra eficacia muchas veces ―dijo―. Todo lo que necesitamos ahora son armas para equiparlos.
―Tendrá que arreglarse con las que tiene durante algún tiempo ―le dijo Taylor―. ¿Cree que los nuevos tanques serán fáciles de manejar?
―Tienen los mandos corrientes y un tablero de instrumentos más sencillo. Será mejor que los probemos nosotros antes de empezar el entrenamiento de nuestros hombres.
Harper y Taylor condujeron uno de los tanques, relevándose en el volante, probando el vehículo y adquiriendo la destreza necesaria en los controles. Los dos eran buenos maestros y pronto decidieron cual era el programa de enseñanza necesario para los hombres de su grupo. Luego pusieron a las dotaciones a trabajar sin demora.
Sus hombres habían empezado la lucha bajo condiciones desfavorables, pero se portaron mucho mejor de lo que podía esperarse. Por tanto, ahora se mostraban conscientes de su valía como fuerza combatiente. Sus ánimos habían sido estimulados por las recientes experiencias de la lucha y no tardaron en darse cuenta de las ventajas que había en la nueva combinación de tanques ligeros y aviones de transporte.
Después de un tiempo de prácticas sobre el terreno, las dotaciones empezaron a acostumbrarse a los complicados movimientos necesarios para ascender con sus tanques por las rampas de entrada a los aviones, asegurar los vehículos en el interior de los transportes, realizar cortos vuelos de prueba, aterrizar y descender por las rampas hasta el suelo.
Pratt demostró de nuevo su acostumbrada eficiencia y buen humor, y cuando las prácticas se terminaron, salió sudando de la cabina de su tanque y se dirigió hacia cierto número de hombres vestidos con túnicas que estaban a un lado del campo. Eran los hombres que habían llevado los vehículos hasta el campo y que se habían quedado por allí para ver cómo eran recibidos y hasta qué punto tenían éxito los hombres del Colonizador en su manejo.
―Mi opinión es ―les dijo Pratt― que de ahora en adelante yo no quisiera ser una salamandra por nada del mundo. Tan pronto como saquen la nariz del suelo, las vamos a deshacer en mil pedazos ―continuó―. ¡Ya lo verán! Muchas gracias, amigos.
Uno o dos de los hombres sonrieron, inseguros.
―Lástima que no puedan venir con nosotros para ver cómo lo hacemos ―siguió Pratt―. Valdría la pena, compañeros.
Las sonrisas se extendieron entre los otros.
―¿Ustedes quieren que vayamos? ―preguntó uno de los hombres de Una.
Pratt no demostró sorpresa ni vacilación.
―Naturalmente que queremos, compañeros. Todos nosotros lo deseamos. Lo único que tienen que hacer es pedírselo al jefe.
Los hombres de Una tomaron las palabras de Pratt completamente en serio. Un grupo de ellos fue en busca de Harper, quien permaneció algún tiempo hablando con aquellos hombres, mientras Taylor se encargaba de la supervisión de entrenamiento que aún continuaba.
―Es algo sorprendente ―dijo Harper cuando se reunión con Taylor―. Estos hombres se ofrecen voluntarios para ir con nosotros adonde sea. Dicen que quieren combatir.
―Son excelentes conductores ―replicó Taylor―. Nos serían muy útiles para cubrir nuestras bajas.
―Aparentemente, fue Pratt quien les convenció.
―Sí. Es un hombre muy capaz. Tendrá que ascenderle de categoría. ¿Va a aceptar la oferta de estos hombres?
―.Me gustaría hacerlo ―dijo Harper―, pero tendré que hablar con Lyon. Ya sabe que se trata de una cuestión política. Ahora mismo voy a telefonearle.
Taylor asintió, concentrándose de nuevo en su trabajo. El problema que trataba de resolver consistía en conseguir que los aviones realizasen un despegue vertical cargados con los tanques. Se necesitaban fuertes y seguros amarres de sujeción, pero que debían ser soltados con toda rapidez. Aún seguía experimentando cuando regresó Harper.
―Lyon se ha puesto de acuerdo con Leblanc.
―¿Quiere decir que podremos utilizar a estos hombres?
―Como refuerzos voluntarios, sí.
Taylor gruñó. Seguía preocupado con su problema.
―¿Ve usted alguna forma de conseguir que se eleven con esta carga, sin que se hundan los fuselajes? Ahora podemos aterrizar en cualquier parte, pero nos sería muy útil el poder despegar verticalmente con los tanques a bordo.
―No es una cosa esencial. Una vez terminado el combate, los tanques pueden dirigirse a un campo de aterrizaje. Los aviones pueden elevarse verticalmente con facilidad cuando están descargados y esperar en el campo para usar la pista en la forma normal, una vez embarcados los vehículos.
―Ya lo sé, pero de la otra forma podemos ahorrar muchas horas.
Harper estudió el problema durante un rato y luego movió la cabeza
―Estamos cansados ―dijo―. Vamos a comer algo y a descansar y luego lo intentaremos de nuevo.
Unas cuantas horas más tarde todos regresaron al trabajo. Mientras Harper experimentaba con dotaciones mixtas de sus propios hombres y los conductores de Una, Taylor luchó mentalmente hasta que encontró una solución práctica de asegurar los tanques en el interior de los aviones de modo que las tensiones durante el corto período del ascenso vertical resultasen equilibradas. Llevó su teoría a la práctica y, aunque se sentía seguro del resultado, pasó unos momentos de incertidumbre mientras el avión se balanceaba por debajo de la altura en que los paracaídas hubiesen resultado ineficaces en el caso de una rotura.
Pero no sufrieron ningún accidente. El avión se elevó con seguridad, trazó unos cuantos círculos y finalmente descendió igual que se había elevado, verticalmente.
Taylor estaba aún saboreando su éxito cuando un mensajero que llegó corriendo de los edificios del aeropuerto le informó que el capitán Lyon quería hablar con él.
―¿Está Harper preparado para salir? ―dijo la voz de Lyon por el aparato.
―Sí, señor.
―Entonces dígale que se ponga en marcha en el acto. Acabamos de recibir noticias de actividad enemiga delante de la Central Diecinueve.
―¿Otra vez, señor? Ya la han atacado antes.
―Ahora lo intentan de nuevo. No hay duda sobre ello.
―De acuerdo, señor. Saldrán inmediatamente. ¿Puedo ir yo también, señor?
―No esta vez. Venga aquí en cuanto pueda. ¿Comprende?
―Sí, señor.
Al cabo de dos minutos Harper ya había seleccionado a sus hombres. Sólo llevó consigo la mitad de los que tenía disponibles. Pratt quedó al frente de los que se quedaban.
Cinco minutos después de recibir las órdenes de Lyon, Taylor contemplaba los grandes aparatos que se dirigían hacia la Central amenazada. La excitación de organizar la columna cedió y el joven regresó al Cuartel General con una sensación de desilusión.
26
La escalera que llevaba al despacho de Lyon no tenía muchos escalones, pero Taylor tuvo que detenerse en el rellano superior mientras el corazón le martilleaba dolorosamente. Pensó que el nivel de oxígeno debía haber descendido aún más. Caminó lentamente por el desnudo y brillantemente iluminado corredor hasta que llegó a la puerta de la oficina.
Cuando entró encontró que había otro hombre en la habitación, con la espalda hacia la puerta y sentado frente a Lyon.
―Entonces, siga adelante con la producción ―decía en aquellos momentos el capitán.
El hombre se levantó y Taylor vio que se trataba de Loddon.
―¿No hacemos más pruebas, señor? ―preguntó el jefe ingeniero.
―No ―replicó Lyon―. Las últimas pruebas realizadas son satisfactorias. Ya no podemos esperar nada mejor.
―Lo sé, señor. Pero pueden resultar peores. Puede haber sido una casualidad…, algún factor desconocido que aún no comprendemos.
―En efecto, significa que debemos arriesgarnos. Bien, yo acepto la responsabilidad; ése es mi trabajo. Usted siga adelante con la producción; ése es el suyo. Me ocuparé de que le faciliten todo el material necesario de las fábricas.
Loddon no hizo ningún otro comentario.
―Haré cuanto pueda, señor ―dijo, y se despidió de los dos hombres.
Lyon se dirigió a Taylor:
―¿Ha salido Harper?
―Sí, señor.
―Parecía muy animado cuando habló conmigo.
―En efecto, señor, igual que todos nuestros hombres. Pero lo que me sorprendió fue la reacción de los de Una. Se están endureciendo; volviéndose primitivos, como ellos dicen. Se lo explicó Harper, ¿no es cierto? Realmente, quieren luchar.
―Sí, Harper me lo contó. No creo que sea una cosa tan sorprendente. El espíritu combativo es algo contagioso, y si nuestros hombres se muestran tan animados, es natural que lo comuniquen a los demás.
―Quisiera haber ido con Harper ―dijo Taylor―. Pero, aunque no sea así, me siento mucho mejor por lo que he visto y oído mientras he estado con ellos.
―Me alegro ―comentó Lyon secamente―. Eso le ayudará a conseguir una visión de conjunto de nuestros problemas, porque ahora que ha regresado se dará cuenta de que la oposición no ceja; me refiero a la oposición interna. Todavía seguimos en minoría, como pronto comprobará.
―Tenía la confianza, señor, que el resto de los habitantes de Una empezarían a sentirse igual que aquellos conductores.
―Es posible que lo hagan con el tiempo, pero todavía no. Manzoni está realizando un trabajo excelente. Leblanc también está a nuestro lado; pero se enfrenta con muchas dificultades políticas. Sus científicos, por ejemplo, están dispuestos a trabajar en nuevos sistemas de protección, pero la mayor parte de ellos no quieren ni tocar cualquier cosa que se relacione con armamento. ―Lyon hizo una pausa. Rara vez hablaba de cosas generales o abstractas, cualesquiera que fuesen sus pensamientos. Pero ahora añadió sombríamente―: Hay algo extraño y lastimoso en todo ello, Taylor. Aquí tenemos a la raza humana…, lo que queda de ella…, amenazada de exterminio, y aún sigue dividida contra sí misma. El propio Sanger ayuda a las salamandras. Es una desgracia que disponga de tanta libertad de movimientos.
―Deberíamos… ―estalló Taylor salvajemente.
―¿Encerrarle? ―sugirió Lyon con una amarga sonrisa―. ¿Es eso lo que iba a decir? Pero sus motivos no son del todo puros, ¿no es verdad?
Taylor enrojeció.
―Es cierto que tengo algo personal contra él. Pero aparte de eso…
―No podemos hacerlo ―dijo Lyon―. Sea cual fuere la opinión de esta gente, debemos admitir que han progresado mucho en organización social y que se encuentran más allá de cualquier dictador. La sugestión de suprimir a Sanger sería mal vista por Leblanc y todos los moderados, y necesitamos su apoyo.
―Somos tan buenos como ellos en todos los sentidos, señor.
―Excepto ―indicó Lyon― que no contamos con sus medios. Necesitaríamos miles de horas antes de poder construir un solo avión.
―Es cierto ―suspiró Taylor.
―Y las salamandras no esperan. Su estrategia es inteligente. Antes podía adivinar sus movimientos con bastante antelación. Ahora…, ya no me es tan fácil.
―¿Se refiere a este nuevo ataque a la Central Diecinueve?
―No solamente eso ―dijo Lyon―. Acabo de enterarme de algo peor. Ha sucedido mientras usted se dirigía hacia aquí. Otra de las explotaciones agrícolas ha sido destruida.
―Pero… ―dijo Taylor sorprendido―. Sabíamos que eso podía suceder. Hasta que todas las granjas queden atrincheradas, algunas de ellas pueden ser destruidas. Es un rudo golpe, desde luego, pero mientras la gente pueda escapar…
―En este caso consiguieron escapar, por lo menos la mayoría. Pero el problema es éste: la granja estaba atrincherada. Y no fue una bola ardiente lo que causó el daño.
―Entonces, ¿cómo…?
―Sí, ¿cómo? Los informes no son explícitos, pero parece ser que han usado una nueva clase de torbellinos, una que puede cruzar las trincheras.
―¡Ah! ―La exclamación de Taylor fue casi un gemido―. Todas esas excavaciones, todo el trabajo…, todo perdido.
―No ―dijo Lyon secamente―. Han servido a nuestros fines durante un tiempo. Ahora tenemos que encontrar algo mejor.
Se dirigió a un armario, del que sacó un traje antitérmico. Mientras se cambiaba, dijo a Taylor:
―Me marcho a hacer una inspección personal de lo sucedido. Es la única forma de tener una idea exacta. Manzoni ya sabe lo ocurrido. Usted y él tendrán que llevar la dirección desde aquí.
―Sí, señor. ―Taylor trató de hablar con firmeza, pero sintió la garganta seca.
―Y no permita que el abatimiento se apodere de usted. Estos son tiempos de prueba para un hombre, Taylor. El oxígeno ha vuelto a descender, Sanger lucha con nosotros en la única forma que sabe hacer, el resto está descorazonado y las salamandras a nuestras puertas. ―Lyon rió sin alegría―. ¿Sabe cuál es la respuesta? Yo se lo diré. Atacar. No cavar trincheras en busca de protección. Ni siquiera contraataques. Atacar, con todas nuestras fuerzas. Llevar la guerra al territorio de las salamandras. Ahí tiene algo en qué pensar y trabajar mientras estoy fuera. Puedo tardar unas cincuenta horas.
27
Habían transcurrido más de las cincuenta horas que Lyon había calculado que permanecería ausente, y aún no regresaba. Por fin un mensaje por radio anunció que volvía en avión y todo el personal del Cuartel General esperó su llegada con ansiedad.
Taylor no se había movido de su puesto durante todo aquel tiempo. Se sentía cansado, y al mismo tiempo animado por algo que no era solamente debido al aumento de oxígeno del aire. Había hecho un buen trabajo. Manzoni le había ayudado siempre que pudo distraer unas horas de la supervisión de su red de agentes secretos. Pero la idea general era de Taylor: un plan completo para lanzar un ataque en gran escala. Lyon podría decidir la estrategia a utilizar, pero todo el resto estaba allí, hasta el último detalle.
Lyon entró en su despacho con el aire vigoroso de un hombre que tiene mucho trabajo por delante. Mientras se lavaba y cambiaba de ropa Taylor trató de adivinar sus pensamientos, sin ningún éxito. Luego Lyon se sentó a su mesa y disparó una brusca pregunta a Taylor.
―¿Qué hay de las bolas ardientes? ―empezó―. ¿Hemos conseguido dominarlas?
―No por completo, señor; pero no nos han causado muchos daños. Unos cuantos incendios, que han sido rápidamente localizados y apagados. La mayoría de las bolas ardientes avistadas han sido destruidas en el aire. Hemos perdido algunos aviones… no muchos.
―Bien ―dijo Lyon―. He visto muchas cosas en el frente. La mayor parte eran noticias que no podía explicarle por radio. Las salamandras parecen seguir el mismo plan general, pero hay muchas novedades. Los ataques que realizan son mucho más enérgicos; se acercan más y luchan con todas sus fuerzas. Los nuevos torbellinos les ayudan mucho. Pueden elevarse del suelo, hasta una altura de unos diez metros.
―Eso les permitirá pasar por encima de cualquier trinchera o parapeto que podamos construir.
―Sí, las excavadoras ya no nos sirven de nada. Otra cosa, Taylor, es que las salamandras no destruyen a los shugs. He visto cómo se acercaban a una manada de grandes shugs y parecía que se comunicaban con ellos en alguna forma.
―Se supone que tienen el mismo origen, desde luego.
―Sí, aunque es difícil comprender la relación que los une. Quizá las salamandras piensan ceder la zona templada a los shugs una vez que hayan exterminado a todos los hombres.
Taylor miró a su jefe. Lyon estaba sonriendo. Sus últimas palabras podían quizás aceptarse como una broma.
―No es más que una suposición, desde luego ―continuó Lyon―. No podemos leer sus pensamientos. Quisiera estar seguro que ellos tampoco pueden leer los nuestros. Hay veces en que parecen anticiparse a nuestros movimientos en una forma sorprendente.
―Es extraño que usted diga eso, señor. Manzoni está trabajando en algo parecido; transferencia de ideas, lo llama. Me ha explicado algo. Pero será mejor que él mismo le cuente directamente la información de que dispone. Me ha pedido si puede entrevistarse con usted.
Lyon asintió.
―¿Tiene usted algo más para mí? ―preguntó.
Taylor sacó la carpeta en la que había trazado su plan de ataque. Contempló en silencio cómo su jefe lo estudiaba atentamente, y vio cómo su rostro se iluminaba.
―Sí ―dijo Lyon con satisfacción―. Esto nos va a ahorrar mucho tiempo. Gracias, Taylor. Ahora veré a Manzoni.
Manzoni estaba paseando por su oficina con impaciencia cuando Taylor le llevó el mensaje de Lyon.
―Ahora le toca a usted ―dijo Taylor―. Mi jefe le espera.
―¡Ha llegado mi hora! ―exclamó Manzoni con gesto dramático―. Podré decirle cuanto he descubierto… todo lo que he hecho.
Luego la confianza y entusiasmo del hombre parecieron desvanecerse.
―¿Se mostrará conforme? ―murmuró, mientras se alisaba mecánicamente el cabello, recogía un puñado de papeles y abandonaba la habitación.
Taylor le miró marcharse con amistosa ansiedad. Le gustaba el carácter de aquel hombre y comprendía sus problemas y el dilema de sus encontradas creencias.
De nuevo en su propio despacho, Taylor estudió los informes de rutina. Las cosas no iban mal. Varias de las Centrales incediadas habían sido reparadas, y estaban funcionando de nuevo. Sin embargo, las existencias de alimentos habían descendido: sufrieron grandes pérdidas los almacenes de algunas explotaciones agrícolas. Pero la situación no era grave en lo que se refería a los suministros. No habían llegado nuevos informes de otros ataques. De acuerdo con el ritmo de las operaciones de las salamandras, se podía esperar una tregua de unas veinte horas o más. La columna de Harper se encontraba de nuevo en su base para repararse y reorganizarse. Loddon… no tenía noticias de Loddon, y Taylor se dispuso a llamarlo por teléfono, pero en aquel momento recibió una llamada de Lyon.
―El presidente quiere verme, Taylor. Usted vendrá conmigo.
Leblanc cruzó la sala rápidamente para estrechar calurosamente las manos de Lyon. En la acción del presidente se notaba un nuevo impulso; el vigor y seguridad de un hombre que ya ha decidido el camino a seguir, dejando a un lado todas las dudas y vacilaciones.
―¿Se mantendrán nuestras defensas? ―preguntó en el acto. Y luego continuó, antes que Lyon pudiera contestarle―. La razón de mi pregunta es la siguiente: mi pueblo se ha decidido por fin a construir armas e inclusive a usarlas.
Lyon sonrió.
―Comprendo lo que eso quiere decir, señor presidente; todo su significado. Ha trabajado usted mucho para llegar a este resultado.
―Sí, sí ―dijo Leblanc con impaciencia―, pero ¿llegaremos a tiempo?
―La voluntad de lucha del pueblo nos ayudará, sin duda.
―Aún no ha contestado a mi pregunta. He preguntado si nuestras defensas se mantendrán.
―.Las defensas estáticas, las trincheras… son ya inútiles. Las salamandras han encontrado el medio de atravesarlas.
Leblanc suspiró.
―¡Demasiado tarde!
―Le ruego que no juzgue la situación con apresuramiento, señor presidente. Recuerde lo que le dije antes. La salvación de nuestro pueblo consiste en el ataque. Hemos hecho grandes progresos en este sentido también. Gracias a usted, ahora disponemos de tanques y aviones para atacar rápidamente en cualquier lugar.
―Pero… ¿y las armas? Son armas lo que necesitamos, ¿no es cierto?
―Tenemos armas ―replicó Lyon con seguridad―. Mis ingenieros han realizado un buen trabajo. Estamos dispuestos para la lucha.
―Están ustedes dispuestos ―repitió Leblanc, vacilante―. Le creo porque le conozco, y sé que puedo confiar en lo que me afirma. Pero habría deseado que…
―Sus armas serán bienvenidas, señor ―replicó Lyon―. Nos serán muy valiosas en el futuro. Pero, afortunadamente, nos encontramos ya en situación de lanzar una ofensiva inmediatamente.
―Veo que ha aprendido diplomacia, capitán Lyon. ―El presidente se dirigió a su escritorio e hizo un gesto a Lyon y a Taylor, invitándoles a que se sentaran―. Dígame cómo podemos ayudarles ―ofreció.
―El ingeniero jefe puede trabajar conjuntamente con los suyos ―replicó Lyon―. Creo que podemos dejar los detalles técnicos a esos hombres.
―¿No desean nada más?
―Tenemos otras dos cuestiones de qué hablar, señor presidente. Vamos a emprender una dura lucha, y nos ayudará mucho el tener detrás de nosotros al pueblo en una forma tan unánime como sea posible. Entiendo que éste no es el caso, por el momento, aunque nos ha dicho que se ha efectuado un enorme cambio bajo su dirección.
―En efecto, hay ciertos elementos que no están a favor nuestro ―dijo Leblanc―. Afortunadamente no son muchos.
―Pero son influyentes, ¿no es cierto? Los que Manzoni llama «los intelectuales». Me será imposible enfrentarme con sus críticas personalmente. Pero usted puede convencerles, señor presidente.
―Haré cuanto pueda. Pero para esas personas, la sola mención a la guerra es… difícil.
―Lo comprendo. El mencionar mi plan de ofensiva puede despertar su antagonismo. Pero, si me lo permite, sugeriría que les hable de nuestros éxitos. La reparación de las Centrales destruidas, el hecho de que el suministro de oxígeno vuelve a ser normal; éstas son mejoras innegables. Quizá también la valía y el sentido humano de los hombres del Colonizador pueden ser subrayados en forma que haga nuestras relaciones comunes más fáciles para el futuro.
―De nuevo veo su diplomacia, capitán ―el presidente sonrió ligeramente.
―.¿Diplomacia? ―dijo Lyon―. Está hablando con un tosco y primitivo guerrero, señor presidente. Dejo la diplomacia para los demás.
―Sin embargo, me ha indicado con detalle el camino que debemos seguir ―dijo Leblanc―. Perfectamente. Tomo nota de sus instrucciones.
Taylor miró con aprensión al semblante del Presidente, pero no pudo observar ningún signo de irritación. Lyon formulaba su última petición.
―La otra cuestión ―dijo― se refiere a Sanger y a su influencia. Quisiera hablar con él personalmente.
El presidente vaciló.
―¿Está seguro de que es el mejor camino?
―Completamente seguro, señor presidente. Mi objetivo, como ya he dicho, es neutralizar la oposición interior antes de llevar la guerra al territorio de las salamandras.
―De acuerdo ―dijo Leblanc―. Les concertaré una entrevista.
Lyon se levantó para retirarse.
―Estaré muy interesado en oír ―añadió Leblanc― cómo… hum… neutraliza a nuestro amigo.
28
―No hay duda ―dijo Sanger― de que puede sentirse orgulloso de su éxito, Lyon. Su posición es mucho más fuerte que cuando nos vimos la última vez. Pero no creo que pueda hacerme callar.
―Tengo alguna información que darle ―replicó Lyon―. Eso es todo.
El encuentro entre los dos hombres se celebraba en terreno neutral, en un edificio no muy lejano del aeropuerto. Sanger había llevado un secretario consigo, y Taylor, como de costumbre, acompañaba a Lyon.
Sanger, su largo rostro más delgado que antes y sus ojos aún más hundidos, parecía sospechar algo.
―¿Eso es todo? ―preguntó.
―Sin duda. He estado investigando los procesos mentales de las salamandras, Sanger. El tema me interesa, desde luego, porque me gusta saber todo lo posible de la mente de mi adversario. También le interesará a usted.
―¿Por qué tiene que interesarme?
―Por la simpatía que siente hacia las salamandras. Sanger, hemos hecho un descubrimiento sorprendente. Resulta posible para los hombres el cambiar ideas con esos seres.
Sanger reprimió una exclamación, pero se recobró rápidamente.
―Quizá haya usted conversado con ellos ―dijo irónicamente.
―No. No poseo el don necesario. Pocos hombres pueden hacerlo. En realidad, sólo conozco a uno de ellos. ―Lyon miró fijamente a Sanger―. Pensé que esto podría interesarle.
―Es posible, si supiera a qué se refiere.
―Los Guardianes de la Ley, los hipnotizadores, se han visto algo desacreditados últimamente, ¿no es verdad? ―continuó Lyon, lentamente―. Fracasaron en su intento de influir en las salamandras y como resultado perdieron su fuerza y su seguridad en sí mismos. La mayor parte de ellos posiblemente también perdieron sus poderes hipnóticos. No hay duda de que han lamentado profundamente su fracaso.
»Pero uno de ellos encontró que poseía otro poder… el poder de cambiar ideas con las salamandras. Estaban en comunicación telepática. Como usted, simpatizaba con esos seres y creía que era despreciado por la gente de aquí. Y por lo tanto… tengo que decir que su nombre es Neumann y que tiene un íntimo amigo en la estación de radio, a través de la cual pasan nuestros mensajes y nuestras órdenes al frente. Por su medio, las salamandras se enteraban de nuestras intenciones. Los resultados han sido a veces lamentables, aunque no espero que usted se muestre de acuerdo conmigo.
―Yo no soy responsable de la conducta de Neumann.
―En tal caso, no le molestará saber que ya no puede usar este don especial. Ya no puede hacernos más daño.
―¡Lo han asesinado! ―gritó Sanger.
―No. No lo hemos asesinado, sino narcotizado. Está inconsciente y permanecerá en este estado hasta que las salamandras ya no sean un peligro para nuestro pueblo.
―Cuando anuncie este crimen ―dijo Sanger furioso―, usted sentirá la ira del pueblo.
―Le invito a que lo publique, Sanger. Pero no hay duda de que ya habrá notado un cambio en la opinión pública. La mayoría se sentirá agradecida por la medida que hemos tomado. Pero no quiero detenerle, si usted cree que ello es su deber.
Sanger lanzó una mirada airada a Lyon y dio media vuelta para marcharse.
―Un momento, por favor ―dijo Lyon―. Prometí que le daría alguna información. Ahora le explicaré parte de nuestros planes. Mire aquí.
Mientras hablaba, Lyon se había aproximado a la ventana.
―¿Éste es su… ejército? ―dijo Sanger, ahogándose con aquella palabra.
Los hombres de Harper se encontraban allí, atareados en medio de muchos tanques, en los cuales estaban instalando unos aparatos de los que surgían largos tubos. Era la primera vez que Taylor había visto aquel material. Bajo la grisácea luz no podía distinguir todos los detalles, pero parecían armas de largo alcance.
―No ―dijo Lyon―. Mire allí, al cielo.
Mirando por encima del hombro de su jefe, Taylor vio que señalaba hacia un pequeño y resplandenciente globo en el firmamento. Era el más cercano de los tres satélites de Bel.
Sanger lo nombró:
―Kolos ―dijo, intranquilo―. ¿Qué tiene de particular?
―Forma parte de nuestro plan para la guerra total contra las salamandras. Pasa por encima del lado ardiente, de modo que puede ser usado como puesto de observación y quizás en una forma más activa. Tenemos que mirar al porvenir; este plan puede llevarnos mucho tiempo, pero pensé que podía interesarle.
Sanger no hizo ningún esfuerzo para disimular sus sentimientos. Durante unos instantes estuvo demasiado desconcertado y furioso para poder hablar.
―¡Han sido sus espías! ―gritó, apartándose de la ventana―. De modo que le han informado de…
―Siempre es un error creer, Sanger, que uno tiene el monopolio del espionaje. Sí, conozco su plan. Usted y sus partidarios pensaban ocupar Kolos, convertirlo en una gran nave interplanetaria y abandonar al resto de la Humanidad para que fueran consumidos por las salamandras.
―Siempre dije que debíamos marcharnos de Bel ―dijo Sanger con voz ronca―. No es ningún secreto.
―No. El secreto eran los medios que pensaba emplear. Era un plan grandioso, Sanger. No sé si habrían tenido éxito. Pero cometió el error de reclamar la propiedad de Kolos. Ahora yo me he adelantado.
Sanger se quedó inmóvil, luchando por recobrar el dominio de sí mismo. Al fin pudo hablar con cierta dignidad.
―No tenemos nada más de qué hablar, Lyon.
―Creo que no ―replicó Lyon.
Estaba en pie contra la ventana y miró cómo Sanger se retiraba con su ayudante. Pero cuando se vio solo con Taylor dejó escapar un involuntario suspiro de alivio.
―Le hemos arrancado las garras ―dijo Lyon―. Ahora está impotente, y él lo sabe.
―¿Cómo llegó a saberlo, señor? ―preguntó Taylor.
―Se lo debemos a Manzoni, pero era mejor que Sanger no lo supiera, de modo que me atribuí la responsabilidad. Y ahora, por fin, estamos listos para la batalla, Taylor. No más preocupaciones políticas. ―Lyon se preparó también para marchar―. Será mejor que se tome unas horas de descanso, mientras puede hacerlo. Dentro de poco salimos hacia el frente.
―¿Todos nosotros, señor?
―Sí, hasta el último hombre.
Taylor estaba deseoso de encarar la batalla. Su única duda, mientras iba en busca de Nesina, era la mejor forma de decirle que se marchaba al frente. Afortunadamente la encontró más animada que nunca.
―Ya no han vuelto a vigilarme ―dijo ella, excitada―. Estoy segura de ello. ¿Cómo lo has conseguido?
―Fue Lyon ―dijo Taylor, decidiendo que sería mejor no mencionar el nombre de Manzoni.
―Pero… ¿tú se lo pediste? ¿Has hecho eso por mí?
―Haría cualquier cosa por ti ―replicó él.
―¿Puedes hacer que alteren la ley?
―Es posible que con el tiempo sea cambiada.
―Oh, sabía que era algo imposible. Sólo estaba bromeando. Tenías un aspecto tan solemne. Pero la ley ya no me asusta.
―¿Estás dispuesta a desafiarla? Eres muy valiente.
―¿No comprendes ―dijo ella― que ahora ya no se necesita mucho valor? Todos sabemos que ha habido un cambio. El pueblo piensa cada vez más como tú. Todos dudan de los dogmas. Y yo me siento contenta. Creo tener más libertad que nunca en toda mi vida. Esto es lo que tú has hecho por mí. ¡Todo esto te debo!
―Estoy contento de oírte, Nesina. Y ahora, tengo que…
―¿Debes besarme para partir?
―¿Cómo lo has adivinado?
―Es natural que debas marchar a la guerra. Es tu deber.
―Es necesario ―dijo él.
―Yo sólo necesito que regreses. Hasta que la guerra termine y vuelvas a mi lado para no separarnos más. Me has mostrado lo que es la felicidad. Me has enseñado a reír.
―Ahora ―dijo Taylor― tendrás que enseñarme a mí. Creo que me he olvidado.
―Tienes que volver a mi lado ―repitió ella.
«Cuántas mujeres», pensó Taylor, «habrán dicho lo mismo a los guerreros que parten». Pero ella parecía confiada y su confianza le animó confortándole, entonces y mucho después.
29
El terreno que Lyon había escogido con tanto cuidado era desolado en extremo. En la frontera de la zona templada la tierra era pobre, y en una franja de unos cuantos kilómetros constituía un completo desierto. Un bosquecillo de grandes helechos y una ligera elevación del suelo que corría aproximadamente paralela a los árboles formaban los únicos accidentes de aquel terreno. Un destacamento de los tanques ligeros de Harper, que habían llegado allí en los grandes aviones de transporte, estaban en posición detrás del bosquecillo, y otro destacamento detrás de la cumbre de aquellas colinas. Los dos destacamentos formaban los laterales de la trampa preparada por Lyon. El cabo de la trampa no era otro que una Central de oxígeno, a unos dos kilómetros más atrás. Sus altas paredes blancas se veían claramente, porque reflejaban el cielo brillante del lado ardiente. Encima de sus cabezas el firmamento era grisáceo, mientras que en el lejano horizonte detrás de la Central, el cielo se veía negro y sembrado de estrellas.
Lyon contaba con otras fuerzas a su mando. Varios aviones dotados de armas ligeras estaban preparados en la pista de aterrizaje de la Central, y todos los vehículos pesados que pudieron reunir en Una se dirigían hacia allí a marchas forzadas y no tardarían en llegar. Cuando la trampa se hubiese cerrado sobre las primeras salamandras, las grandes máquinas tenían la misión de continuar la batalla hasta el territorio enemigo.
El puesto de mando de Lyon estaba situado al final de aquella altura del terreno. Desde allí dominaba todo el campo de batalla y podía dar órdenes a sus oficiales por medio de la radio.
―Se ha roto un detector, a la izquierda de Harper ―le dijo Lyon a Taylor―. Lléveles uno de los aparatos de repuesto.
Aún no se había descubierto ningún movimiento enemigo delante de ellos y Taylor marchó sin escolta, conduciendo uno de los pequeños tanques. Mientras descendía por el lado de la pequeña colina, perdió de vista el destacamento de Harper, pero se mantuvo en la dirección correcta y no tuvo ninguna dificultad en encontrar al primer oficial, quien le indicó el lugar donde necesitaban otro detector.
Para su viaje de regreso, Taylor trazó un arco al otro extremo de la altura y luego marchó por la cumbre comprobando la posición de los vehículos a medida que avanzaba. Unos cuantos hombres estaban de guardia en los detectores y en las radios, pero la mayor parte de las dotaciones estaban descansando. Entre estos últimos se destacaba la roja cabeza de Pratt. Taylor detuvo su tanque y se alzó por la estrecha abertura de la cabina.
Por primera vez observó que crecían en el suelo pequeñas hojitas de hierba que luchaban por la existencia en aquella tierra yerma. Sin duda, se habría intentado fijar la tierra suelta por medio de aquella hierba. El experimento no tuvo éxito y fue abandonado, pero los restos de las plantas aún eran perceptibles.
Aún eran más visibles para cualquiera que estuviera tendido en el suelo, como Pratt en aquel momento. Mordisqueaba un tallito de hierba mientras hablaba con sus compañeros.
―Me gusta la hierba ―dijo―. Quisiera que hubieran plantado más en estos campos. ¿Recordáis el aspecto que tenían los campos en primavera, allí en la Tierra?
―¡Ah! ―suspiró uno de sus oyentes.
―En los parques también ―continuó Pratt― y en Mampstead. Muy hermoso. Desde luego que quedaba un poco pisoteada, sobre todo los domingos. Caramba, recuerdo una vez que…
Entonces se dio cuenta de que Taylor se encontraba a su lado, y se puso en pie de un salto para darle su informe con la habitual simpatía.
Mientras continuaba su camino hacia el puesto de mando, Taylor pensaba también en los verdes campos de la Tierra y en las semillas que llegaron a Bel después de un largo viaje en una nave espacial. Pero en aquellos campos, pensó, ahora no había más que una vasta extensión de escoria. Y las semillas habían sido plantadas para sólo alcanzar precarias raíces y morir.
Miró a su alrededor y la sombría escena le causó repulsión. La monótona igualdad del cielo gris le llenó de presentimientos. El plan de Lyon le pareció antes eficaz y sencillo, pero ¿podrían alcanzar la victoria tan fácilmente?
El período de espera terminó aun antes de que llegase al puesto de mando. Estaban llegando mensajes que informaban de reacciones notadas en todos los detectores. Los operadores de radio estaban muy ocupados mientras otros hombres iban marcando en los mapas los puntos en los que se indicaba movimiento enemigo.
Taylor observó en el acto que aquellos puntos formaban una línea que salía de los extremos del mapa. Algo extraño ocurría. Primero pensó confuso que debían haber utilizado un mapa más grande. Luego, de repente, su mente se despejó. El ancho del mapa representaba tres kilómetros. Aquello debía haber sido suficiente; medio kilómetro debería bastar para cubrir el frente de ataque de las salamandras. Siempre se habían movido en formaciones cerradas.
Inclusive llegó a pensar que sus hombres podían estar equivocando la escala utilizada para las señales. ¡Aquello no podía ser cierto!
Pero lo era. Ahora estaban añadiendo más hojas al mapa. Y Lyon, que estaba contemplando su trabajo, se volvió tan bruscamente que casi chocó con Taylor.
―Una fuerza diez veces superior a la que hayan usado nunca ―dijo Lyon―. A no ser por los detectores de Kraft, habríamos caído nosotros en la trampa en vez de ellos. ―Hablaba con rapidez pero claramente.
Taylor, mirando hacia el brillante horizonte, vio el temblor del aire producido por los torbellinos de fuego que se acercaban. Iban a rodear el estrecho frente de Lyon. Los dos destacamentos quedarían cercados… ahogados.
Pero Lyon ya estaba al lado del micrófono, dando las órdenes que aún podían evitar el desastre. Los hombres de Harper ya se encontraban en sus vehículos en marcha. Empezaron a apartarse de sus anteriores posiciones, extendiéndose en un frente de tres… cuatro… cinco kilómetros. Era el único movimiento posible, pero la extensión del frente era fantástica para una fuerza tan pequeña. Lyon le estaba llamando.
―Taylor ―dijo―, todavía no puedo ver a Manzoni, pero se acerca en aquella dirección. Le llamaré por radio, pero no quiero ningún error en este momento. Vaya a encontrarle y condúzcale alrededor de nuestro flanco derecho y luego a través de la línea de salamandras. No podremos resistir mucho tiempo. Llévese a un hombre con usted… ¿Qué es eso?
Era el resplandor rojizo de una bola ardiente que se elevaba del suelo. El campo poco antes tan tranquilo, ahora estaba convertido en el escenario de una tremenda batalla. Los hombres de Harper ya habían entrado en acción con sus lanzarrayos y sus fusiles radiónicos, luchando contra fuerzas muy superiores en todos los sectores. Aquello fue lo último que vio luchando contra fuerzas muy superiores en todos los sectores. Aquello fue lo último que vio luchando contra fuerzas muy superiores en todos los sectores. Aquello fue lo último que vio
Sabía que Manzoni esperaba mantenerse por algún tiempo en reserva con los tanques pesados bajo su mando. Pero ahora ya debía haber recibido las órdenes de Lyon, informándole del imprevisto cambio de la emboscada en una defensa desesperada. Y Manzoni podía pensar con rapidez.
Taylor recorrió cuatro kilómetros en otros tantos minutos y aún no pudo ver ni rastro de la columna de reserva. Comprobó la dirección y vio que era la correcta. Otro kilómetro aún sin ver señales de Manzoni. Se preguntó si debía girar a la derecha o a la izquierda. Entonces su artillero, colocado en un lugar más elevado que Taylor y usando otra mirilla de observación, le gritó algo.
Un momento más tarde pudo ver la vanguardia de la columna de Manzoni. Taylor trazó un semicírculo completo hasta que se puso delante de la larga fila de tanques pesados. Gritó a su artillero:
―¿Nos siguen?
―Sí, señor.
Taylor se dirigió de nuevo hacia las alturas que dominaban el terreno. Cuando estuvo más cerca pudo ver que Harper y sus hombres habían sido rechazados hasta que la línea del frente se encontraba ahora donde antes estaba el puesto de mando. No pudo ver nada de Lyon ni de sus ayudantes. Sin duda debían estar mezclados en la lucha, pero Taylor no pudo identificar ninguno de sus vehículos. Tuvo la impresión de que muchos de los tanques de Harper permanecían inmóviles, abrasados. Luego tuvo que decidir el rumbo que debía tomar.
Estaba cerca del fin de sus fuerzas; la temperatura de la cabina era sofocante; el sudor le corría por el rostro y se sentía ensordecido por el rugir de su recalentado motor y por el tableteo de las orugas. Pero por fin encontró el extremo del flanco que buscaba y giró a la izquierda.
Ahora se encontraba mucho más avanzado que ninguno de los tanques de Harper. Aún no habia visto ninguna salamandra, pero no había duda en cuanto a la presencia de los torbellinos; parecía haber cientos de ellos. Había conducido a la columna de Manzoni al lugar designado y ahora estaba libre para tomar parte en la lucha.
Vio, o creyó que veía, una salamandra; y su artillero le lanzó un disparo sin efecto visible, cuando un brillante resplandor iluminó el campo de batalla y una tremenda explosión hizo temblar el suelo.
―Uno de nuestros aviones ha lanzado una bomba en el sitio de donde salían las bolas ardientes. Yo lo he visto ―le gritó el artillero.
Un torbellino se alzó delante de ellos, con un espacio de aire entre él y el suelo. Taylor trató de alterar su dirección y por un momento esperó que la cosa pasaría por encima de sus cabezas. Pero en el mismo instante en que el insorpotable calor pareció abatirse encima de ellos, su tanque giró violentamente a la izquierda. Una de las orugas se había roto. La otra oruga giró locamente, enterrándose profundamente en el suelo. Taylor reaccionó en el acto y desconectó el motor, pero el vehículo quedó peligrosamente inclinado.
Y una de las salamandras se dirigía hacia él con rapidez. El artillero trató de apuntar con el fusil radiónico, pero no pudo conseguir el ángulo de tiro necesario.
Uno de los tanques de Manzoni rugió dirigiéndose hacia la salamandra. Taylor recordó que los vehículos pesados estaban equipados con la nueva arma de Loddon, el proyector. Miró impotente, para ver su uso que aún podía salvarle.
Un chorro blanquecino surgió con tremendo impulso de la boca de un largo tubo y la carga de gas líquido estalló contra la salamandra, dejándola inmóvil por un momento. Luego el vapor que la envolvía se aclaró y un ceniciento esqueleto se estremeció convulsivamente. Luego desapareció, desintegrado por la helada temperatura del gas.
El artillero volvió a gritar y empezó a caer de su puesto. Probablemente sus movimientos alteraron el equilibrio precario del tanque, porque Taylor sintió como volcaban. Pesados instrumentos, arrancados de sus sitios, caian a su alrededor. Instintivamente alzó los brazos para proteger su cabeza. El ruido de la columna de Manzoni, rugiendo a su alrededor mientras se dirigía al ataque, fue lo último que oyó antes de sumirse en la inconsciencia.
30
Salió de la obscuridad hacia una luz que le hirió los ojos. Alguien dejó escapar una exclamación a su lado. La brillante luz se apagó, dejando sólo una suave lámpara que ardía al lado de la cama donde se encontraba tendido. Se hallaba en una habitación del hospital de Una. Y Nesina estaba allí.
―He vuelto a tu lado ―murmuró él.
Ella le respondió alegremente:
―Sí, has vuelto, como ya te dije que harías. Has regresado de la guerra.
El recuerdo de la batalla volvió violentamente a su mente. Luchó por enderezarse y descubrió que tenía la cabeza vendada.
―Debo volver allí ―dijo tenazmente.
―Ya no es necesario. La guerra ha terminado.
―Lyon… me necesita, está en la batalla.
―Ahora puede pasar sin ti. Tienes una herida en la cabeza. Y Lyon está aquí en Una.
―Tengo que verle ―dijo él, obstinado.
―Ya lo verás, pero tienes que permanecer tranquilo. La enfermera ha salido para llamar a su oficina. Dejó instrucciones de que le avisaran tan pronto como pudieras hablar. Vendrá a verte en seguida.
―¡Ah! ―suspiró Taylor con alivio.
―Y ahora cuéntame cómo te sientes ―dijo Nesina.
Hablaron los dos en voz baja hasta que Lyon entró en la habitación. Taylor miró preocupado a su jefe, pero Lyon le miró con aprobación y confianza mientras se sentaba a su lado.
―Quería volver a la lucha ―dijo Nesina.
―¿Hasta dónde le ha explicado la situación? ―preguntó Lyon a la muchacha.
―No le he dicho nada. He dejado eso para usted.
Lyon se inclinó hacia Taylor.
―Querrá saber lo ocurrido. Ha estado inconsciente por algo menos de cien horas. No ha sido muy largo…
―Ha sido demasiado largo para mí ―interrumpió Nesina.
―Pero durante ese tiempo han sucedido muchas cosas. Conseguimos deshacer las bolas ardientes.
―Ya lo vi ―dijo Taylor―. Es la última cosa que recuerdo haber visto.
―También derrotamos a los torbellinos. El proyector de Loddon acabó con ellos. Luego las salamandras cedieron y empezaron a retirarse y nos encontramos en la posición que habíamos planeado en primer lugar. Perseguimos a las salamandras hasta su propio territorio. Los proyectores de Loddon dieron un resultado magnífico y los detectores de Los proyectores de Loddon dieron un resultado magnífico y los detectores de Los proyectores de Loddon dieron un resultado magnífico y los detectores de
―Entonces, ¿todo ha terminado? ―preguntó Taylor.
―Por lo menos esta fase de la lucha. El problema es ahora mucho más sencillo. Tenemos que exterminar a las salamandras. Será una tarea larga y necesitamos mejores blindajes antitérmicos para los tanques y aviones. Pero ya los están fabricando.
―¿Y el proyecto de Kolos?
―Es posible que ya no sea necesario. Harper tiene que decidirlo ―continuó Lyon―. Ahora está al frente de todas las operaciones.
―Estoy satisfecho de que saliera ileso ―dijo Taylor.
―Sí, no fue herido. Su amigo Pratt también ha regresado al lado de su familia. Perdimos muchos vehículos pero pocos hombres.
―Podía haber sido peor.
―Sí. Es difícil de creer ahora lo mala que era nuestra situación. Pero la crisis ha pasado. Lo peor de la guerra ha sido superado. Están trabajando en la reconstrucción de las Centrales destruidas y ya vuelven a trabajar en todas las explotaciones agrícolas.
Nesina buscó la mirada de Lyon.
―Está cansado ―dijo con un tono protector para el enfermo.
―Sin duda podrá soportar algunas buenas noticias ―replicó Lyon.
―Me siento perfectamente ―protestó Taylor.
―Se sentirá mejor cuando escuche lo que voy a decirle. He estado empeñado en unas cuantas batallas más, políticas esta vez. Todos se mostraron muy agradecidos cuando llegaron las noticias de la derrota de las salamandras. Pero los pueblos tienen la memoria muy corta; teníamos que aprovechar esta oportunidad.
»Hemos conseguido la igualdad, Taylor. Este pueblo… el pueblo de Nesina ha comprendido por fin que tenemos nuestras cualidades.
―Yo lo supe desde el principio ―dijo ella.
―Tuvo un buen ejemplar para estudiar ―sonrió Lyon―. Pero usted fue la primera convertida a nuestra causa, Nesina. Ahora las cosas serán más fáciles. Existe una atmósfera de liberalidad. Se ven sonrisas, de vez en cuando. ¿Se acuerda de su teoría, Taylor? De este modo, a través de Leblanc, he conseguido otras concesiones. Una de ellas les afecta a ustedes… a su amor.
―¿Se trata…? ―empezó Nesina. No pudo terminar la pregunta.
―Sí. Van a modificar la ley de matrimonio. No creo que tengan que preocuparse más por el asunto. Este fue uno de los puntos en nuestro convenio. Oh, y Manzoni tendrá un puesto mejor. Lo merece.
Lyon hizo una pausa, observando que Taylor y Nesina ya no le escuchaban. Los dos jóvenes habían suspirado a la vez y ahora se miraban a los ojos, olvidados de todo lo que les rodeaba.
―Es hora de marcharme ―murmuró Lyon.
El movimiento que hizo al levantarse rompió el encanto. Taylor parpadeó y contempló la recia figura de su jefe.
―¿Y Sanger? ―exclamó Taylor―. Me olvidé de preguntar por él.
―Todo se ha arreglado, sin mayores dificultades. No hay lugar para él y sus partidarios en Bel, de manera que Leblanc está apresurando su partida. Creo que les concederán el uso de Kolos, si es que quieren convertirlo en una supernave interplanetaria.
―¡Pobres diablos! ―dijo Taylor.
―No sé ―Lyon miró por la ventana hacia el cielo―. Pienso en ello… ¡un mundo navegable! ¡Qué aventura! Envidio a Sanger.
Se apartó de la ventana para dirigir una sonrisa a los enamorados.
―Pero ustedes, desde luego, van a empezar una magnífica aventura, los dos juntos. ¿Qué les importa Kolos?
FIN
Título del original inglés: Salamander War
Traducción de Félix Monteagudo
E. D. H. A. S. A.
Barcelona - Buenos Aires
© Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Avda. Infanta Carlota, 129 - Barcelona, 1956