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enero 16, 2017
1
Yo quería al capitán, a mi manera, pese a conocer su locura, pobre tipo. No era totalmente culpa suya: hay que tener en cuenta las condiciones. Y las condiciones eran espantosas. Eso nunca tendrá éxito.
2
En la novela donde tengo intención de relatar el viaje, el capitán será un hombre alto y sombrío, de ojos penetrantes, que no teme al espacio.
—¡Adelante! —le oigo gritar—. A la mierda esos estúpidos de la base de control. No son más que un hatajo de tipos a sueldo de los políticos. Adelante hacia el planeta verde, o si no directamente hacia el Sol. ¡En dirección a Venus, de una vez por todas! Apague todos los receptores. Ya no captaremos más mensajes. No escuche lo que cuentan: todo lo que buscan es decir mentiras de nosotros para satisfacer a los administradores. ¡O Venus o la muerte! ¡O la muerte o Venus! ¡Sin temor, sin miedo!
En el libro, habrá tenido también una vida sexual perfecta, lo que dará cuerpo a sus imprecaciones contra la gente de control.
—Hallaremos el sentido a nuestra humanidad bajo los gases de Venus —declara el capitán, y entonces los ruidos del viaje nos inundan y permanece un instante en silencio. Sentado, con las manos juntas, aguardo a que vuelva a hablar.
La novela, cuando la escriba, será un gran éxito comercial. A los lectores todavía les gustan las historias espaciales, y en ella se les revelará por primera vez la verdad acerca de su aspecto más sensacional. Incluso aunque deba idealizar un poco al capitán para darle algo de sal a la intriga, la novela se basará en un trasfondo técnico sólido, y tendrá en cuenta mis numerosas e intensas experiencias, tanto en el marco del programa como fuera de él. No pueden hacernos una cosa así y luego dejarnos caer. Tengo la absoluta convicción de ello. La novela tendrá entre las trescientas o las cuatrocientas mil pulsaciones, y la someteré únicamente a los editores más importantes.
3
Durante una de estas noches, sueño que el capitán cae una vez más. Cae fuera de la cápsula, hacia el centro del sol.
—Me voy —dice—. Termino con toda esta mierda antes de que me conviertan en una máquina.
Aferrado a un mamparo, le suplico que se domine y vuelva a tomar el mando, pero responde que no puede, debido a las fuerzas que ejerce sobre él la gravedad. Es la gravedad la que lo hace caer en dirección al sol.
—¡Yo no podré salirme de esto solo! —le grito en el momento en que empieza a abandonar de nuevo la cápsula—. Mi cualificación es tan solo de copiloto. Mi formación es limitada.
—Lo siento —dice él con pesar. Ahora solo su cabeza permanece visible; sus bien dibujadas cejas se fruncen como si estuviera haciendo el amor o testificando algo importante—. Me equivoqué con todo este asunto. Es un misterio. Haga lo que pueda, Evans; encuentre sus propias soluciones. —Luego desaparece completamente, sin siquiera decir adiós. La nave se estremece ligeramente, como si el capitán fuera un excremento que acaba de ser evacuado.
Me pregunto por qué no imito el ejemplo de mi jefe y termino yo también así, pero no es momento para la reflexión; debo actuar rápido si no quiero que la nave siga su rumbo, falle la cita con Venus, y acompañe al capitán hasta la zona solar. Decido resistir; quizá eso no sea más que una simulación como tantas otras, destinada a probar mi resistencia psicológica.
4
El personal, en este enorme establecimiento casi familiar, me pone en guardia: no puedo seguir así indefinidamente, tengo que adoptar una conducta razonable.
—Para usted es un medio cómodo de evasión —me recuerdan—. Se lo hemos tolerado durante mucho tiempo, porque pensábamos que necesitaba usted una readaptación, pero ha llegado el momento en que todo esto termine. Tiene que actuar como un ser adulto, Evans, y afrontar de nuevo la realidad. Es algo necesario. Tiene que recordar lo que le ocurrió. Tiene que decírnoslo todo; su testimonio es capital, si queremos salvar a los demás. Supongo que no querrá usted causar la muerte de centenares de astronautas debido a su egoísmo de no querer hablar.
—No los enviarán al espacio antes de que yo haya hablado, ¿verdad? —es mi única respuesta desde hace semanas... y me echo a reír: una carcajada incongruente. Los miembros del personal terminan yéndose, pero mañana volverán para bombardearme con más preguntas. El empleo del tiempo está completamente organizado aquí. Algunos son jóvenes, otros más mayores. Algunos son hombres, pero muchos son mujeres, y no dejo de dirigir a ninguna de ellas, por feas que sean, una vaga mirada de concupiscencia ante la idea de posibles relaciones sexuales. Me pregunto si aceptarían acostarse conmigo a cambio de alguna información por mi parte, pero decido que su comportamiento no tiene nada que ver conmigo; y además, mi deseo es de lo más abstracto: las mágicas radiaciones del espacio me han vuelto impotente, lo cual en sí es una bendición. La furia de los sentidos ya no me arrastrará nunca más. Vuelvo a mis pensamientos acerca de la novela que voy a escribir, única tentativa de divulgar la verdad definitiva sobre el viaje, de modo que todos aquellos que comprendan no dejen de admirar la fuerza de mi exposición.
5
Miles de hombres se habían presentado candidatos al proyecto, pero solamente fuimos aceptados unos centenares. Entre ellos, únicamente veinte pasaron el cabo de la preselección para el vuelo a Venus, y finalmente tan solo el capitán y yo fuimos elegidos: dos entre miles, el más mínimo de los porcentajes. A juzgar por los criterios de selección, yo soy el segundo hombre más competente del país para desembarcar en Venus, o al menos lo era en el momento en que el comité hizo su elección. Incluso ahora, esto me da un cierto sentimiento de plenitud... no es poca cosa haber sido calificado así, aunque, al menos en el caso del capitán, se cometiera evidentemente un error tan monumental.
6
Veo en sueños al capitán fornicando con su mujer. Aplastado sobre ella, lleno de una fuerza intolerable, con una enorme agilidad, se hunde en su bajo vientre. Nunca he conocido a su mujer, pero no me cuesta imaginarla.
—Vamos, puta —murmura—, haz que me corra. Mañana entramos en cuarentena antes de la partida. Meses enteros sin poder joder. —Ella le sonríe, seductora en la penumbra, y agita sabiamente las caderas. El capitán eyacula con un gruñido, luego se deja caer sobre ella en varias etapas, como tablas cayendo una sobre otra. Jadea—. Demasiado pronto, puta, demasiado pronto —dice, mordiéndole el hombro; pero su rostro se enciende con la insinuación de una sonrisa (entre las sombras puedo acercarme mucho a ellos) y constato que, por muy humillado que se sienta, no por ello deja de sentirse orgulloso de las prontas reacciones de su virilidad. Es la señal de un auténtico héroe del espacio—. Puta, puta —murmura el capitán, y pensando en Venus se duerme sobre ella.
7
En este sistema solar, Venus es el segundo planeta a partir del Sol. Fue descubierto por los astrónomos en la remota antigüedad y, tras consultar con los astrólogos, reconocido como el planeta del amor. Durante siglos ha despertado los sueños y la codicia de la humanidad, pero la primera expedición a él no tuvo lugar hasta 1981.
A principios del último tercio del siglo XX, las sondas teledirigidas no revelaron nada de su superficie, excepto el hecho de que el suelo estaba misteriosamente cubierto por espesas capas de gases mortales para toda vida biológica tal como nosotros la concebimos. La decepción fue enorme entre los científicos que habían considerado Venus como el planeta más susceptible, entre todos los del sistema, de poder acoger la vida inteligente e incluso de poder servir como planeta de recambio, en caso de que el nuestro se superpoblara demasiado o conociera una aniquilación nuclear. La primera expedición humana con destino a Venus fue lanzada con la esperanza de recoger la mayor cantidad de datos sobre ese planeta. Los dos hombres a bordo de la nave espacial habían sido sometidos a rigurosos criterios de selección y a un programa de tests que había permitido establecer, sin la menor duda, su elevado potencial de capacidades. Se podía confiar en ellos para que llevaran a buen término aquella misión, única en su género y rodeada de una gran resonancia.
El éxito de la empresa era de gran importancia, sobre todo después de la desagradable aventura en Marte de 1977, cuyo resultado había traumatizado de tal modo a los medios oficiales que toda exploración del planeta rojo había sido abandonada desde entonces.
8
De todos modos, no puedo evitar el pensar que el desastre hubiera podido ser evitado. Fue culpa mía; con un poco de serenidad y sangre fría, hubiera sido perfectamente capaz de controlar la situación.
—Es absurdo —le hubiera dicho al capitán—. Estos impulsos suicidas provienen de un acceso de ansiedad; es una simple reacción psiconeurótica fácil de superar. Tranquilícese. Mantenga la calma. Manténgase distanciado respecto al problema. En el botiquín hay una reserva de disulfiamazol. Lea atentamente las instrucciones y tome una dosis doble.
—Nuestro lugar no está aquí —responde el capitán—. No tenemos nada que hacer. Me doy cuenta claramente de ello, nunca he estado tan seguro. Nada puede justificar este horror. He adquirido un enorme don de percepción, y sé que las cosas no valen el precio que pagamos para obtenerlas. Nos han mentido de arriba a abajo. Si no tomamos medidas, seguirán mintiéndonos eternamente.
—Vamos —digo yo con tranquilidad—, deje de divagar. Muéstrese maduro. Este no es momento de perderse en retóricas, con nuestro cálculo de trayectoria esperándonos y nuestra próxima conexión en directo con la televisión dentro de unas horas.
—No hay ninguna trayectoria que calcular. Nuestro viaje está controlado enteramente a distancia. Nos han dado la ilusión de que teníamos algunas misiones que realizar para impedir que nos hundiéramos en la locura.
—De todos modos, está la televisión.
—No siento deseos de representar una farsa. No tengo ningún discurso que hacer; no pretendo convertirme en una celebridad de las ondas. Siento más bien deseos de escupirles a la cara a todos esos cámaras y decirles unas cuantas verdades.
—No es este el momento —digo con suavidad—. Comprendo su posición y estoy completamente a su lado, pero usted es el comandante a bordo y tiene sus responsabilidades. Enfréntese a ellas; muéstrese como un hombre.
Ejerzo una presión lenta pero firme sobre el tembloroso codo del capitán, lo conduzco hasta el botiquín, lo abro, saco un frasco, e introduzco en su crispada boca cinco comprimidos de disulfiamazol; los toma como si fueran caramelos.
Por un momento parece que el capitán está a punto de ahogarse; luego mastica pensativamente antes de tragar; sus facciones se relajan un tanto y adquieren de nuevo su expresión habitual. Suspira, lanza un gruñido, se rasca.
—Gracias, Evans —dice—. Me siento mucho mejor, gracias.
—Me alegro. Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para ayudarle.
—Solo fue una crisis pasajera. Una sensación extraña que me asaltó en el momento en que reflexionaba sobre el inmenso peso de nuestras responsabilidades. ¡Aterrizar en Venus! ¡Explorarlo! ¡Hallar una nueva cuna para la humanidad! Me siento mucho mejor. Voy a efectuar los cálculos de trayectoria. Estableceré los diagramas. Sonreiré a las cámaras cuando empiece la emisión, y contaré unas cuantas anécdotas sobre los buenos viejos tiempos, cuando estaba en la escuela militar.
Se aleja, sin dejar de murmurar, y se enfrasca en su trabajo, sentado incómodamente, absorto en los logaritmos y las otras cifras que va vomitando el ordenador. Suspiro; Evans suspira. Evans siente relajarse la tensión nerviosa acumulada en él, mientras piensa en lo terrible que hubiera sido la situación si él no hubiera sabido afrontarla: el estado depresivo del capitán hubiera podido aumentar y, precipitándose al sol, hubiera puesto un horrible final al conjunto de la expedición.
9
Tengo una mujer. Evans tiene una mujer. Evans y yo somos el mismo individuo, pero a veces es preferible adoptar una fórmula de conjugación más objetiva; queda tan poco en mí que soy capaz de sostener que quizá la distanciación sea la respuesta. El personal del establecimiento da a entender que existe otro nombre para esta actitud: reacción de disociación. Tengo una reacción de disociación. Evans tiene una reacción de disociación. Ambos tenemos una reacción de disociación, pero la mía es más fuerte que la suya.
Evans tiene una mujer. Ella tiene veintisiete años, los ojos marrones y los cabellos castaños, y él admite que hace unos meses vivía en su compañía y realizaba con ella el acto sexual. Evoca vagamente sus senos, con unos pezones parecidos a pequeños ojillos, su vagina lenta en despertar pero que luego lo envolvía y lo atrapaba como una apretada vaina. Y ahora está aquí, avanzando hacia él, una mujer joven de belleza vulgar, los senos por ahora discretamente velados, y toca su mano. Su temblorosa mano, tan pesada sobre las sábanas. Compadezcamos a Evans. Por mi parte, lo compadezco. No ha merecido esta suerte.
—Por favor —dice ella, mientras recorre con la mirada todo el techo, como buscando cámaras ocultas—. Diles todo lo que sabes, Harry. Me han hecho venir porque para ellos es la última posibilidad antes de pasar a otro tipo de acción. Han hablado de electroshocks, pero no tendría que decírtelo. Dicen que, para volver a ponerte bien, van a necesitar tratamientos especiales y una terapia dolorosa de soportar.
—¡Ja! —respondo—. ¡Ja, ja!
—De todos modos, terminarán arrancándote la verdad. Así que más vale decírsela. Siempre consiguen lo que quieren.
—En absoluto.
—¿Qué es lo que pasó, Harry? ¿Cómo se produjo? De acuerdo, no hables si no quieres que ellos lo sepan. Que sea un secreto. Pero dímelo a mí. Ya no puedo seguir soportando tu silencio.
Su prominente barbilla me recuerda ese otro promontorio óseo que avanzaba hacia mí en medio de la noche. Un lamentable pasatiempo. Pienso en la superficialidad de su carácter, en la forma en que la manipulan para que acuda a verme. El personal del establecimiento debe haberlo conseguido de uno u otro modo. Quizá alguien se acueste con ella, abriendo en su mente depósitos de estupidez.
—Por favor —prosigue—. Por favor.
—No creo que nos conozcamos —responde Evans, con la vista clavada por encima de ella—. Usted parece creer en la existencia de una relación entre nosotros dos, pero está equivocada. No veo la menor relación; debe tratarse de un producto de su imaginación. No lo comprendo. Evans no lo comprende. Ninguno de nosotros lo comprende.
Sin embargo la toca —la lejana suavidad de su desnudo antebrazo parecido a metal bajo la superficie, la prominencia de su omoplato— y la palpa como si fuera un tablero de mandos provisto de numerosos dispositivos.
—Aprecio su interés por mi situación, pero la discusión queda cerrada —dice Evans, intentando empujarla fuera de la habitación—. Más tarde seguiremos, quizá —añade educadamente, esforzándose en hacer que se mueva. Entonces ella se dobla sobre él, sin oponer resistencia, y se derrumba contra la puerta. Evans la saca fuera pero, en el momento de volver a cerrar, vislumbra a los miembros del personal que le espían solemnemente como perros de caza, armados con blocs y lápices. Aparentemente han permanecido durante todo el tiempo al otro lado de la puerta, aguardando el resultado de la entrevista de Evans con su mujer.
—No creo que puedan ustedes comprender, damas y caballeros —les dice Evans—. Son todos ustedes convencionales, mecánicos. Me tratan como un loco normal. Pero yo he ido a Venus y he vuelto; estoy situado más allá de las motivaciones y las contingencias habituales. —Y entonces se da cuenta de que, en su excitación, ha cerrado la puerta mientras hablaba, y que nadie le ha oído.
Durante unos momentos piensa en volver a abrirla para repetir su declaración, pero prefiere abstenerse. Ya ha expuesto numerosas veces su punto de vista durante las reuniones o interrogatorios grabados, y no quiere ser acusado de querer imponer sus conclusiones. La puerta permanece pues cerrada, su mujer en el exterior. Su mujer siempre ha estado en el exterior.
Evans vuelve a las distintas ocupaciones que le sirven para llenar su reclusión: debe proseguir con sus notas destinadas a la novela que va a escribir, y están también los crucigramas, los dameros, los problemas de ingenio, los jeroglíficos, los problemas de bridge, los rompecabezas de ajedrez que hay que resolver. Adorables pequeños tentáculos neurasténicos para Evans, además de los muchos otros que ya aprisiona en su interior. Dejando a un lado por el momento la novela, Evans decide dedicarse a hallar todos los anagramas posibles de la palabra Venus.
VUSEN
SENVU
SUVEN
UNVES
VESUN
SNEVU
VUSEN, SENVU, SUVEN, UNVES, VESUN, SNEVU.
Tras él, el capitán se materializa —como suele hacer de tanto en tanto —y mira por encima del hombro de Evans, con actitud a la vez competente y burlona.
—Ha olvidado usted Nevus —dice.
10
Evans se imagina en el interior de una cámara de compresión. Enormes fuerzas gravitatorias entran en juego en el momento de la aceleración y al regreso a la atmósfera, y el cuerpo del copiloto debe hallarse preparado para soportar su acción. El programa vela por ello. Acurrucado en forma de bola, con su miembro endurecido hace un instante ablandándose contra los pliegues de sus calzoncillos, Evans siente la presión rodearle como una toalla de baño demasiado apretada, siente sus entrañas catapultarse. Es la cuarta vez que penetra en la cámara; entrará en ella ocho veces en total, cada vez con una presión más elevada.
Uf, suspira Evans, perdiendo el sentido como un amante, sometido a esas ocho gravedades cuyo asalto es parecido al de una mujer ardiente. Cuando recobra el conocimiento, el equipo de entrenamiento está reunido a su alrededor, con una luz de interés en sus miradas.
—¿Dónde está el capitán? —pregunta Evans—. ¿A él también le someten al mismo tratamiento?
—No se preocupe por el capitán —responde un hombre viejo, palmeándole la espalda como si quisiera darle ánimos—. Ambos han de pasar por lo mismo, pero no al mismo tiempo. Hoy ha llegado usted hasta las ocho gravedades; estupendo.
—Maldita sea —grita Evans—. Presentaré una queja. Ustedes no tienen derecho a torturarnos solo por el simple placer de hacerlo.
—Es el programa, la preparación —dice su interlocutor, en tono tranquilizante—. Vamos, no se ponga nervioso. —Y Evans, aún acurrucado sobre sí mismo, sale a cuatro patas de la cámara de compresión, el trasero al aire, el maltratado sexo colgando inútil dentro de sus ropas. Recuerda que el capitán debe estar sobreviviendo sin la menor duda al mismo entrenamiento, y que por lo tanto él puede hacer lo mismo. Todo esto tiene por finalidad Venus, y eso es lo único importante.
11
Escribo al personal del establecimiento una carta donde reconozco todos los hechos. Confieso haber asesinado al capitán; durante un siniestro período de reposo durante el que no podía soportar el zumbido de los transistores, le golpeé por sorpresa y me libré de él arrojándolo por una esclusa de evacuación. Y añado de mala gana: «Supongo que el proceso de selección tuvo sus fallos. Sin duda yo no estaba tan perfectamente cualificado como ustedes esperaban».
Preciso además que soy un traidor, un loco, un criminal, un desviado. «Resulta manifiesto que me derrumbé por completo frente a las responsabilidades y a los supuestos peligros de la misión a Venus», hago notar. «Realmente hay poco que decir en mi defensa, excepto que no quise dañar deliberadamente al capitán. No era más que un simple objeto colocado en los corredores de la locura. Soy inferior, señores, terriblemente inferior, pero ¿qué pensar entonces de aquellos que me eligieron? ¿Cómo tolerar de su parte un tal margen de error?»
Doblo en cuatro la hoja que contiene mi confesión y la deslizo bajo la puerta, dándole pequeños empujones, como cuando uno penetra en una mujer. Cuando los guardianes la encuentren, suprimirán todos mis privilegios. Seré confinado de manera más radical, sin tener siquiera la posibilidad de dedicarme a mis jeroglíficos. Pero nada ocurre durante un largo rato, y empiezo a cansarme de esta espera; estoy demasiado agotado como para continuarla.
Me duermo. Y tengo un sueño en el que el capitán, completamente repuesto, acude a poner una mano compasiva sobre mi hombro.
—No vale la pena que me siga protegiendo, Evans —dice con una inmensa benevolencia. Y el capitán Transformado, Transfigurado, Transmutado, prosigue—: Ahora estoy completamente bien tras mi pequeño viaje al Sol, y estoy dispuesto a decirles la verdad. El calor bienhechor ha eliminado ese asomo de artritis en las articulaciones que conseguí disimular ante el comité de selección; ahora estoy dispuesto a contárselo todo. —Y mientras me inclino hacia él, sabiendo que finalmente voy a llegar al núcleo del problema y a terminar con él, oigo al capitán añadir—: Oh, maldita sea. Había olvidado que el Sol da cáncer de piel; bien, tanto peor, no voy a pasarme diez años lamentándome, así que tengo tiempo suficiente para decirle la verdad. Y esta verdad es... —Entonces me despierto bruscamente de mi sueño, dándome cuenta de que la luz permanece encendida y mi confesión sigue aún bajo la puerta. Nadie ha tomado la hoja. No debe haber guardianes, pues, o al menos no ronda nocturna. Quizá hayan decidido que yo era inofensivo. Sea como sea, nadie parece haberse interesado.
Recupero pues mi confesión. Y la reviso, en función de la última e innegable verdad: les digo que el capitán puso veneno en nuestras reservas de alimentos, consiguiendo así que nuestras manos temblaran y llevándonos a desviar la nave de su trayectoria, antes de matarse por miedo a ser arrestado; pero el hecho es que esta versión no me complace más que la precedente, de modo que llego a la resolución, con la venida del amanecer, de destruir ambos documentos.
Hechos pedazos, metidos en el triturador de basura y listos para ser evacuados, los trozos de papel giran y torbellinean en el chorro de agua como las grandes ruedas de las constelaciones.
12
Veo al capitán en la cámara de compresión. Sus rasgos no están alterados. La gravedad no le afecta. Tendido de espaldas, los ojos cerrados, los brazos separados, mira fijamente al techo gris y girante con una expresión tan intensa y tan alegre a la vez que no puedo hacer nada por combatir mi vergüenza de haber sucumbido ante aquello que él es tan capaz de resistir.
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El Sol es una estrella de categoría C, apenas mayor que una enana, actualmente en su ciclo ascendente. Los más competentes astrónomos estiman que, dentro de cinco o seis mil millones de años, el Sol perderá toda su energía, se encogerá como una cosa vacía, luego estallará con una potencia mortal y devastadora. Pero, mucho tiempo antes, habrá dejado de poder mantener la vida inteligente sobre cualquiera de los planetas interiores; es pues muy dudoso que esta destrucción pueda tener testigos.
La temperatura en la superficie del Sol asciende a varios millones de grados. Es un calor suficiente para hacer que una nave se funda en varios segundos, y no digamos de una forma humana frágilmente protegida.
14
—Tratamiento especial —anuncian, irrumpiendo en mi habitación—. Ahora vamos a saberlo todo. Conoceremos las causas del fracaso de esta misión.
Es un personal nuevo, tipos fuertes, algunos con uniformes llenos de medallas. Les sigo sin protestar al pasillo, al que casi me arrastran.
—La verdad me interesa a mí tanto como a ustedes —les digo—. Yo también quiero saber lo que pasó. Por favor, díganme lo que pasó para que yo pueda decírselo. Es fácil. Se halla a nuestro alcance. Basta con echarle la mano encima.
—¿Dónde está el capitán? —interrogan las máquinas. Me han llevado ante las máquinas. Me han instalado echado sobre un revestimiento de piel, la cabeza metida en un gran casco, e intento penetrar en el fondo del tema—. ¿Por qué lo mató? —preguntan las máquinas—. ¿Por qué la nave dio media vuelta? ¿Cómo consiguió volver solo en una cápsula prevista para dos hombres? —Intento gesticular vigorosamente para responderles, agitar las manos para señalar tal o cual punto importante... pero las correas me inmovilizan y no puedo hacer uso más que de mi voz. Y prefiero no comprender siquiera las palabras que pronuncia.
Al cabo de un momento todo se interrumpe, y soy conducido de vuelta a mi habitación. Allí me esperan nuevos montones de rompecabezas y crucigramas.
15
Parece que mi mujer y yo tuvimos una discusión.
—Tengo horror a ese programa —dice—. Ya no puedo soportarlo más. Quiero que lo abandones. Si no, seré yo quien te abandone a ti, por mucho que te duela. Te lo ruego, Harry —prosigue, sujetándose los senos con ambas manos. (Los dos estamos desnudos; esta conversación tiene lugar en la cama)—. ¿Los ves? Hazlo por mí, por ellos. Sé que tú también detestas el programa. Me lo dijiste un día. Después de todo lo que hemos sido el uno para el otro...
Parece como si pensara que siento una atracción apasionada hacia sus senos. Lo cual en este momento es totalmente falso, aunque sí hubo un tiempo en que no me desagradaban en absoluto. Sin duda es a ese período al que se refiere.
—Yo no soy una máquina —insiste—. No estoy programada. Soy un ser humano, con deseos, anhelos. Abandona, Harry, o no respondo de lo que nos pueda ocurrir. —Se interrumpe, se pone de lado, sujetándose aún los senos, pero su movimiento es frenado por su codo. Las posturas dramáticas son difíciles de adoptar en la cama—. Recuerda Marte, Harry —dice aún.
—Marte fue un desgraciado accidente. No volverá a producirse.
—Las cosas nunca dejan de volver a producirse.
—Además, no voy a Marte, sino a Venus.
—Estás loco —grita. Su cuerpo es agitado por un temblor, la delicada curva de sus muslos se estremece—. Loco de atar. No puedes tomarte todo esto en serio. No después de lo que se ha producido. Harry, es preciso que lo dejes todo, o me iré, te lo juro. Ya he soportado demasiado, demasiado.
—Veremos —respondo, y con un gesto rápido paso la mano entre sus muslos, la vuelvo para situarla boca arriba, y colocándome sobre ella empiezo a penetrarla. No tengo ningún problema en hacerlo, inútil recurrir a maniobras preliminares. Ambos estamos equipados para funcionar eficazmente. La tomo como un auténtico astronauta, los puños crispados contra sus caderas, todo el cuerpo dependiente del pistón de mi órgano tan perfectamente encajado en el orificio adaptado a su volumen. Eyaculo sin esfuerzo, tranquilamente, sin tocar su cuerpo, y permanezco sobre ella, que mantiene sus ojos fijos en el techo.
—Ahora hablo en serio, Harry —dice—. Te aseguro que hablo en serio. —Le pregunto a qué está aludiendo, qué es lo que pasa por su cabeza, y por razones que ignoro se echa a llorar. Durante esos últimos tiempos, y cada vez con mayor frecuencia, desvaría. Puede que mi selección para la misión a Venus la haya afectado en demasía: ya no sabe como comunicarse con un hombre de mi temple.
16
A bordo de la nave, el capitán propone que juguemos a algo con el fin de pasar el tiempo.
—No tenemos ninguna otra cosa que hacer —explica—. Todo está automatizado; incluso la respiración se obtiene gracias a máquinas. Tenemos que divertirnos para no sucumbir a la tentación.
Le recuerdo que cada palabra que intercambiemos en el interior de la cápsula queda registrada, pero el capitán afirma que eso no tiene importancia.
—Solo intervendrán si nos ponemos a jugar a los hornos o si ocurre alguna otra cosa que sea realmente seria. En cualquier otro caso, ni siquiera le prestan atención.
Propone que, por turno, cada uno de nosotros haga una pregunta, a la cual el otro deberá responder con toda franqueza. La verdad debe ser absoluta, no deben haber ni mentiras ni rodeos; el juego durará hasta que uno de los dos haya proporcionado una respuesta satisfactoria a tres preguntas seguidas o bien se niegue a responder (en cuyo caso ganará el que haya hecho la pregunta). Si hay la menor apariencia de mentira, el sospechoso dispondrá exactamente de treinta segundos para probar la veracidad de sus afirmaciones, en caso contrario habrá perdido.
Además, cada respuesta deberá tener menos de cincuenta palabras.
—En caso contrario, las cosas se alargarán demasiado y empezaremos a tocar la fibra sensible —dice el capitán—. No hay ninguna verdad que no pueda expresarse en cincuenta palabras; la verdad es siempre concisa. ¿Está de acuerdo en jugar, Evans? Soy su superior, se lo recuerdo, y si se niega haré que el viaje no sea del todo agradable para usted.
—¿Por qué necesitamos jugar? —pregunto, mirando por una portilla la gris extensión del espacio, parecida a una fotografía pegada a la pared, mientras seguimos sin la menor sensación de movimiento nuestro camino hacia Venus a veinticinco kilómetros por segundo. Fuera de la capa atmosférica que rodea la Tierra, las estrellas parecen pequeños agujeros luminosos taladrados en la piel del universo—. ¿No sería mejor concentrar nuestros pensamientos en la misión?
—No hay ninguna misión —responde el capitán, frotándose las palmas de sus manos. Hace seis días que comenzó el viaje, y el capitán ha mostrado inequívocos signos de inestabilidad, que se han ido haciendo progresivamente inquietantes durante las últimas horas—. La misión es simplemente un estado mental; una alteración de la consciencia. Es tan solo una simulación entre otras.
—No, eso es falso —respondo—. Y aunque fuera cierto, no tenemos elección. Creemos que se trata realmente de una misión.
—No sea absurdo, Evans —dice el capitán—. No me he vuelto loco. La locura no tiene nada que ver en este asunto. Tenemos tres horas por delante antes de la próxima transmisión. ¿Juega o no?
—Nos están escuchando.
—Nadie nos escucha. ¿Acaso no se da cuenta, Evans? A nadie en el mundo le importa. Podemos hacer todo lo que queramos porque lo único que cuenta es el resultado. Yo no le quería a usted en esta misión. Cuando supe que había quedado segundo en el resultado de los tests, hice todo lo posible, como comandante, para hacerlo reemplazar por el candidato siguiente. Nunca me ha caído usted bien, de veras, nunca.
—Está bien, juego. —La desaprobación del capitán, la expresión acusadora de su rostro, de rasgos duros y agrios, me desconcierta. Pese a todas sus carencias, es mi compañero, el único ser humano en millones de kilómetros a la redonda, en esta empresa de desmedida ambición, y me niego a decepcionarle—. Pese a que no veo a dónde quiere ir a parar.
—Excelente —dice el capitán. Se instala en su asiento, se pasa la mano por el pelo, echa una mirada a una portilla, luego regresa su atención a mí—. ¿Por qué razón cree que vamos a Venus? —pregunta.
—¿Es esa su pregunta, o lo ha preguntado por azar?
—No diga estupideces, Evans —dice el capitán—. Por supuesto que es mi pregunta. Respóndala.
Me reclino en mi asiento, con los ojos cerrados, y pienso. El capitán no ha mencionado límite de tiempo para la preparación de las respuestas, y no ha hablado de penalización en caso de una duración excesiva. Al cabo de un tiempo se impacienta.
—Vamos, Evans, responda. Ha pasado el plazo.
—Sigo pensando.
—Le he dicho que ha llegado al final del plazo.
—No ha fijado usted ningún plazo.
—No tengo por qué fijarlo. Soy el jefe. Puedo hacer todo lo que quiera.
—De acuerdo. La verdadera razón del viaje a Venus es que existe una cantidad enorme de material electrónico y de empleos burocráticos que quedaron en paro a causa del problema de Marte. Además, esto permite impedir que la gente piense demasiado en nuestra política internacional. ¿Es eso lo que quería oír?
—Casi ha pasado usted de las cincuenta palabras.
—Pero no he pasado. Y además es la verdad.
El capitán suspira, se hunde casi voluptuosamente en su asiento, y cruza los brazos por detrás de su cabeza.
—Lo siento —dice—. Ha perdido. Esta no es la verdad. La penalización infligida será que me siga respondiendo hasta que surja la verdad, a menos que yo decida sobreseer el caso. Inténtelo de nuevo.
—Imposible.
—Vuelva a intentarlo —repite el capitán, sacando de su bolsillo una gruesa lima de uñas que pasó a escondidas, y que frota a lo largo de sus dedos en forma amenazadora—. Es una orden.
—Usted no ha anunciado ninguna penalización.
—No tenía por qué hacerlo. No tengo que decírselo todo. Soy yo quien manda a bordo, y usted debe observar mis reglas. Puede creer que me estoy volviendo loco si quiere, Evans, pero es usted quien está siendo aniquilado lentamente por las presiones del espacio; yo me siento mejor que nunca. Responda a la pregunta. ¡Responda a la pregunta!
Me apresuro a decir que se está mostrando injusto y poco razonable, cuando somos interrumpidos por una brusca perturbación que sacude a la nave: una alteración del metal que por un instante da la impresión de que todas las superficies se deforman. Con un intenso estrépito, la primera —pero no en absoluto la última— de las Grandes Perturbaciones Venusianas nos golpea, esparciendo en todas direcciones los equipos de transmisión, mientras voces procedentes del planeta verde salmodian sin palabras en nuestro cerebro, para advertirnos que permanezcamos alejados.
17
Evans, en su habitación, piensa intensamente en la solución de un problema de bridge. Sur, al final de la partida, tiene en mano cuatro corazones maestros, dominados por el as y la sota, y en el muerto tres pequeñas picas y el as de diamantes. Debe jugar todas las bazas restantes a sin triunfos, pero es West quien juega ahora, y este último posee el as y el rey de picas.
—Imposible —murmura Evans—, completamente imposible. —Pero los problemas de bridge, como los jeroglíficos, le proporcionan un gran consuelo, y no puede eludir este de una forma tan vergonzosa; si renuncia, su vida comportará un elemento menos que tomar en serio. Se representa a West, un hombre alto vestido con un traje espacial y llevando un casco, el tipo de hombre que puede que jamás desembarcara en la Luna o en Marte pero que sería lo suficientemente digno de confianza como para ser dejado en la cápsula en órbita, a fin de velar por los trabajos de rutina mientras aguarda el regreso de los demás—. Vamos —dice Evans, dirigiéndose a West—, no tiene realmente la intención de jugar picas ahora, ¿verdad? Prefiere guardar sus cartas maestras para las bazas finales. Pruebe con un corazón. Sí, ese pequeño corazón que tiene en la mano. Vamos, adelante.
West sonríe con una inclinación de cabeza.
—De veras —dice—, no sé qué hacer; me gustaría jugar mis picas, pero no quiero parecer demasiado ávido...
—Nada de picas —insiste Evans, con la voz alterada por la tensión del juego. Imagina las hábiles manos de West accionando las palancas de un mecanismo que propulsará una nave hacia la Luna o estrangulando a algún indefenso periodista que ha puesto en duda la eficacia del programa. Se siente excitado por este diálogo con West; tiene la impresión de que pueden hablarse de hombre a hombre—. Escuche —dice—, tiene derecho a ser ávido. Juega para ganar. Pero de todos modos no tiene necesidad de echar su pica maestra.
—¡Ah! —dice West—. ¡Ah, bien! —Frunce el ceño, sacude la cabeza, el rostro crispado por la concentración. Tritura sus cartas; Evans retiene el aliento y aguarda la continuación. Lo hace lo mejor que puede; apela a los buenos sentimientos de West para intentar engañarle.
—Y además —murmura Evans, justo en el momento en que la carta es jugada— me gustaría realmente ganar esta partida; es preciso que me marque unos tantos.
Tembloroso, Evans mira la mesa y se da cuenta de que en ella está el as de picas. West mantiene la mano apoyada encima, y enrojece.
—Lo siento —dice, con un profundo pesar—. Pero era mejor ganar esta baza mientras fuera posible, y además todo el mundo no gira alrededor de su persona, Evans, incluso aunque se haya clasificado casi a la cabeza para el programa.
Con un grito, Evans salta hacia él e intenta agarrarle por la garganta, con la intención de apretársela, sacudírsela, expulsar la vida de aquel rostro burlón, pero antes de poder conseguirlo la mesa de juego estalla; las cartas se funden en un torbellino ascendente que penetra en el techo; este último se agrieta, la habitación se derrumba, la situación se disuelve, y con un gruñido de despecho Evans se da cuenta de que ha perdido de nuevo otro problema de bridge.
Sus facultades lógicas están a la baja; la tensión nerviosa es la causa de todo, no hay por qué convertirlo en un drama; recobrará sus aptitudes mentales cuando decidan dejarlo de nuevo tranquilo. Pero esta argumentación no le satisface; se frota las mejillas con las dos palmas, como para borrar de ellas las huellas de la vergüenza.
18
—Es debido a que el hombre debe explorar su entorno. —Eso es lo que declaro al capitán una vez terminada la Primera Gran Perturbación Venusiana, mientras las voces de los venusianos se apagan en nuestros cerebros y las presencias extrañas son mantenidas apartadas por nuestra superior voluntad—. El hombre debe ir hacia adelante, y Venus es nuestra California, nuestra España, nuestra Luna. Debemos extender sin cesar nuestro radio de acción, puesto que la curiosidad y el valor son el coeficiente de supervivencia de la raza.
—Falso —afirma el capitán, riendo—. Me temo que está usted muy poco dotado para este juego, Evans. Siga intentándolo, de todos modos. Nos queda una semana antes de ponernos en órbita alrededor de Venus; puede que de aquí a entonces lo consiga.
19
Azarado, le digo a la chica que quiero que se convierta en mi mujer.
—Estoy seguro de que podemos casarnos. Además, el programa está llegando a su fin.
—Estás realmente consagrado al programa, ¿verdad? —pregunta ella, mientras me deja acariciarle lentamente los senos. Todo esto ocurre hace ya varios años: estamos en el asiento de atrás de mi viejo descapotable, en la cima de una colina que domina la ciudad vecina al proyecto. Lo más sorprendente es que, pese al hecho de que soy muy conocido en la ciudad y me hallo bien situado en el proyecto, esta es la mayor libertad sexual que se me ha permitido tomar jamás con esta chica—. No me importa, ya sabes —termina.
—Es mi trabajo, pero no forzosamente mi vida —protesto—. Mi vida es otra cosa. Quiero que seas tú.
—Sí —dice ella, poniendo sus manos sobre las mías como para apartarlas pero, sorprendentemente, apretándolas aún más contra su pecho—. Te creo, pero no puedo aceptar una vida así. Incluso me pregunto como me las he arreglado para salir contigo; no puedo soportar a los astronautas. Y tú no dimitirás ¿verdad?
—¿Por qué no? —respondo. Por esta época tengo veinte años y soy un poco despreocupado; y además, el contacto de sus senos palpitando lentamente bajo mis manos, los pezones ligeramente endurecidos, me emociona—. ¿Por qué no?
—No quiero decir que me casaría contigo solamente a condición de que cambiaras de trabajo, pero sé que no sería feliz.
—Puedo dejarlo todo, te lo repito.
—Yo no te obligaría, pero te haría infeliz; no podría impedirlo. No sigas adelante; no puedo soportarlo. No me excites.
—No —murmuro—, no te excitaré, no te excitaré. —Y la atraigo contra mí, apoyo los labios en su cuello, le mordisqueo la nuca, y, con los ojos cerrados, me apoyo contra ella dejándome sumergir por las sonoridades de su cuerpo; su cuerpo resuena como el interior de una cápsula espacial, el ritmo de su sangre es como el ruido de los motores, y cediendo al deseo voy más y más lejos, acariciando su sexo con los dedos hasta que lo noto humedecerse, y entonces, en el momento en que la siento casi entregada a mí, la oigo decir con un perfecto distanciamiento:
—Harry, si te casas conmigo, no funcionará. No tenemos el mismo ideal. Pero si pese a todo quieres que nos casemos, por mí no hay inconveniente. —E ignoro a qué cedo primero: a la emoción de sabernos comprometidos o al trepar de mi deseo, pero entonces siento el orgasmo y me aferró a ella gimiendo, sellando nuestro compromiso con una queja, mientras el haz de un proyector surgido de los edificios barre perezosamente el vehículo y, cruzando la hierba, pone al descubierto las duras sombras de la ciudad extendida allá abajo, como a la espera.
20
—Eso no funcionará —declara el hombre corpulento y nervioso, tabaleando su escritorio con el revés de un lápiz. Está sentado tras una placa que indica que es el doctor Claude Forrest, neuropsiquiatra—. No funciona en absoluto. —Escupe a una papelera situada a su lado—. Si no comprendiera tan bien su síndrome, diría que lo hace usted a propósito. ¡Diría que es un simulador! ¡Un simulador, ¿me entiende?! —grita, levantándose a medias de su silla, antes de volver a sentarse con la misma brusquedad—. Pero no lo es, ¿verdad?
—No —respondo. Siento deseos de mostrarme cooperativo con el doctor Claude Forrest, neuropsiquiatra, como he intentado serlo con el conjunto del personal del establecimiento. Esa gente simplemente cumple con su trabajo, y debo darles las gracias por ello. De tanto en tanto tiene ideas estúpidas como la de hacer venir a mi mujer y entonces me enfado, pero no es realmente culpa mía, y la mayoría de las veces procuro ser razonable—. Por supuesto que no.
—Se muestra usted tan tranquilo —prosigue Claude Forrest—. Con una tranquilidad tan mortal e implacable... —Se interrumpe para secarse la frente con un pañuelo—. Perdóneme. Todos estamos sometidos a presión aquí. En gran parte debido a usted.
—Lo siento.
—¿Se da cuenta de que cientos de personas han sido movilizadas a causa de usted? ¿Que centenares de miles de dólares son gastados para procurarle los mejores cuidados, y que usted a cambio...?
—Sí, y lo aprecio sinceramente. —Y es la verdad. No tengo nada contra este establecimiento; el programa ha intentado siempre velar por todo—. Usted lo sabe.
—¿Qué ocurrió? —pregunta—. Dígame qué ocurrió.
—¿Qué ocurrió dónde? No comprendo de qué está hablando.
—De lo que pasó a bordo. —Forrest aparta el pañuelo de su frente y lo apunta hacia mí—. Eso no puede continuar así indefinidamente, entiéndalo. Vamos a tener que tomar medidas draconianas. Nosotros le apreciamos, pero debemos obtener la verdad, y sabemos que usted la posee. Ha huido a algún lugar en las profundidades de su cerebro disociado, y si usted se niega a entregarla por sí mismo deberemos arrancársela por la fuerza.
—Pero eso es inútil. ¿Por qué amenazarme? Yo estoy completamente dispuesto a contarle exactamente lo que ocurrió. El capitán y yo tuvimos una disputa antes de entrar en órbita, y yo lo maté. Él quería cortar la transmisión televisada con el pretexto de que debíamos concentrarnos en las experiencias, y yo consideraba que esa transmisión era esencial para que la gente de la Tierra se tranquilizara. Quise razonar con él, pero se obstinó y me puso por delante su superioridad jerárquica. Luego dijo que de todos modos nunca había sentido simpatía hacia mí, y anunció que iba a echarme ácido a la cara. Había escondido un frasco en alguna parte, y fue a buscarlo para mostrármelo. Yo tuve mucho miedo al ver que hacía ademán de pasar a la acción. Mientras le suplicaba en vano que se detuviera, tomé una llave inglesa y la blandí para mostrarle que estaba armado; entonces él perdió completamente la cabeza y se precipitó contra mí. Yo le golpeé, lo cual no causó más que algunos daños imperceptibles. Me aterré de inmediato, ya que nadie creería que lo había matado en legítima defensa, y toda esta historia sería además muy embarazosa para el programa. Dejándome dominar por el pánico, agarré su cuerpo como pude, conseguí introducirlo en una escotilla de evacuación, y lo eyecté con la fuerza suficiente como para que escapara de la atracción de Venus y se precipitara hacia el Sol. Esa es toda la verdad sobre los acontecimientos, y espero haber aclarado con ello la cuestión.
—No, no puedo soportar esas cosas —protesta Forrest, echándose hacia atrás en su asiento, los ojos clavados en el techo—. Conozco mis obligaciones, y en un plano profesional comprendo la situación, pero...
—Lo siento de veras —digo—. Me doy cuenta de que no puedo seguir engañándole más tiempo. Hubiera debido recordar que los aparatos de grabación no dejaron de funcionar hasta mucho más tarde; así que ustedes deben haber visionado las cintas y saben que les miento. Está bien, ya no intentaré proteger más al capitán ni al programa, y estoy dispuesto a contarle los hechos en su forma definitiva. El capitán se dedicó a un comportamiento sexual incalificable con respecto a mí. Las radiaciones del espacio o la tensión del viaje debieron afectarle la mente, y declaró que siempre había tenido tendencias homosexuales y que nada de ahora en adelante le impediría pasar a los actos, ya que si uno no podía actuar según sus inclinaciones naturales a cuarenta millones de kilómetros de la Tierra, ¿dónde podría? Vino hacia mí, y yo me quedé paralizado por el estupor. Pero su excitación debió haber sido demasiado fuerte: su rostro se convulsionó y perdió el equilibrio antes de alcanzarme. Cayó de rodillas, y como fuera que en aquel mismo instante la nave entraba en órbita, rodó hacia la cápsula de evacuación llena de materias fecales listas para ser descargadas. Bajo su peso, la cápsula se liberó y fue propulsada con él al espacio, mientras la escotilla se cerraba de nuevo. Me sentí terriblemente alterado, por supuesto, pero hice lo que pude por dominar la situación. Cerré la escotilla de salida y desconecté todas las transmisiones; verifiqué cuidadosamente los mecanismos a fin de equilibrar mi peso para que el trayecto de regreso transcurriera sin problemas. Hasta ahora oculté la verdad porque sentía vergüenza; experimenté emociones que jamás hubiera admitido antes.
»Yo también he sentido siempre impulsos homosexuales. No era distinto al capitán. Las radiaciones del espacio habían despertado paralelamente mi deseo y, en el transcurso del viaje, le había echado miradas concupiscentes durante su sueño; había admirado sus facciones y pensado en la armonía que podía nacer de nuestra unión; había imaginado mi mano deslizándose hacia su bajo vientre y la mirada horrorizada de los observadores asistiendo a la grabación de esta obscenidad como testimonio supremo de la expedición a Venus. Yo también sentía deseos de que me tocara, pero este pensamiento me era insoportable, así que me negué a él, causando de este modo ese trágico accidente. Lamento haber guardado durante tanto tiempo el secreto, pero imaginará usted la situación en que me habría colocado y la mala publicidad que hubiera sufrido el proyecto si se hubiera sabido que sus astronautas, en su primera expedición a Venus, no habían hallado nada más inspirador que el intentar fornicar entre ellos.
—...medidas draconianas —repite Forrest—. Se lo advierto por última vez, Evans. Si no depone su actitud, actuaremos con tanto vigor que su cerebro no se recuperará nunca. Se va a ver reducido a papilla, terminará sus días conectado a tubos alimentadores, contemplando techos. Nos veremos obligados a llegar a esta solución. Lo que hay en juego es demasiado importante...
—Estoy convencido de ello —digo—. No deseo terminar así; tengo ganas de volver a ver el sol, recibir la gratitud del Presidente, e incluso un día volver a casarme. Porque, convendrá usted, ya no puedo seguir viviendo con esta mujer; nuestro matrimonio nunca funcionó. Resulta de hecho que Venus está poblado por una raza inteligente de malignos reptiles verdes. No podía hablarle de ellos antes porque me habían cegado la mente con sus rayos, pero ahora su efecto se está disipando. Somos infinitamente más resistentes de lo que ellos habían supuesto, y puedo liberarme de su condicionamiento, como lo estoy haciendo en este momento. Detectaron nuestra llegada gracias a sus pantallas de fuerza y sus radares, y entraron telepáticamente en contacto con nosotros, bajo la forma de voces que oíamos en nuestras cabezas. Nos dijeron que el lenguaje importaba poco ya que nos transmitían directamente sus emociones por intermedio del hipotálamo; explicaron que debíamos volver sobre nuestros pasos y regresar a nuestro planeta, si no queríamos ser destruidos. Su intención era preservar la independencia y la integridad de Venus, sobre todo teniendo en cuenta que la última visita de gente de nuestro planeta, hacía miles de años, les había causado serios problemas. Sus amenazas se fueron haciendo más y más brutales, y proyectaron en nuestras mentes imágenes de la suerte que correríamos si no dábamos media vuelta. Yo sentía tanto miedo que estaba dispuesto a abandonar inmediatamente. Pero eso era imposible puesto que no ejercíamos ningún control sobre la marcha de la nave, cuyas maniobras eran todas teledirigidas; y hubiéramos tenido dificultades en intentar explicar por radio que unos reptiles venusianos inteligentes ocupaban nuestros cerebros. El capitán sabía también que no podíamos dar marcha atrás, pero no fue de eso de lo que habló; se obstinó, dijo que no iban a ser esos sucios venusianos quienes iban a dictarle su conducta, y declaró que poseía suficiente armamento atómico como para pulverizar todo el planeta si ellos no nos dejaban en paz. Ignoro si su telepatía funcionaba en los dos sentidos y si podían leer en nuestra mente que él mentía; en cualquier caso, se pusieron furiosos y anunciaron que, puesto que así estaban las cosas, iban a dejar de tratarnos como seres civilizados. Iban, dijeron, a actuar sobre la glándula pineal del capitán, de modo que iba a volverse loco e iba a suicidarse ante mis ojos, mientras que yo sobreviviría para poder regresar a advertir a la Tierra de la extensión de su poder. Entonces pusieron su amenaza en práctica y el capitán, alcanzado en sus centros nerviosos, se dirigió directamente hacia la escotilla de evacuación y se dejó proyectar al espacio. Luego me urgieron a regresar para transmitir un mensaje, pero el shock mental debido al condicionamiento me ha impedido hasta ahora abordar el tema. Ahora mismo acabo de recuperar la memoria, y le he expuesto los hechos en toda su veracidad. ¿Está usted satisfecho? De todos modos debía salvaguardar la reputación del capitán, ¿comprende?: me resulta difícil revelarle a cualquiera hasta qué punto se había mostrado estúpido.
—La nave estaba realmente equipada con armamento atómico —intervino Forrest calmadamente—. Este detalle es verídico.
—¿Eh?
—Es habitual desde hace tiempo en los vuelos espaciales. El Pentágono desea que todas las naves lleven bombas, así que se obedece. Pero solo el comandante de a bordo es informado. Los proyectiles se hallan encerrados en un compartimiento estanco cuyo mecanismo de apertura está bien disimulado, y no hay ninguna razón para que el segundo de a bordo sea puesto al corriente. Esto es pues muy interesante.
—Oh, bien —respondo—. De hecho, lo que quería decir... En realidad le he mentido hace un momento, y renuncio ahora a esa mentira tras comprobar lo capital de la información. El capitán no hizo en absoluto alusión a un armamento nuclear. Ellos preguntaron: «¿Poseéis armas a bordo?», y él respondió: «No, venimos como exploradores pacíficos». Entonces ellos dijeron: «En consecuencia, puesto que sois incapaces de protegeros, podemos seguir adelante con nuestras intenciones sin temor a las represalias». Me lo inventé todo al contar que el capitán había hablado de explosivos.
Forrest apoya sus manos sobre la mesa, los dedos abiertos; son unos dedos pequeños y gordezuelos, desproporcionados en relación con las anchas palmas, amarillentas por la nicotina.
—Se lo advierto por última vez, Evans —dice—. Tengo la convicción de que está usted en condiciones de revelar lo que sabe. Algunos miembros del equipo no comparten este punto de vista, pero yo soy quien dirige esto y a ello me atengo. Está usted lúcido y sabe exactamente lo que hace. ¿Ve estas manos? —pregunta, girándolas hacia mí y mostrándome las líneas que las recorren, parecidas a cuchilladas en la superficie de la Luna—. Pues bien, estas manos van a extraerle por la fuerza la verdad. Por la fuerza, ¿entiende?, puesto que este es el único medio. Métase esto en la cabeza. De modo que vuelva a su habitación para pensar bien en todo esto, y luego...
—Ya está todo pensado —digo apresuradamente—. He pensado mucho en ello, y tengo la certeza de que usted tiene razón; no vale la pena. La verdad ya no puede ser disimulada más y saldrá por mi boca; el precio de mi silencio es demasiado caro, sobre todo ahora que el capitán está muerto y que su reputación ya no está en juego más que a título póstumo. Así que escuche bien lo que voy a decirle: era un pederasta y...
Pero unos brazos potentes me sujetan por la espalda —¿cómo no he captado la presencia de los guardianes?— y noto una sensación de velocidad: soy arrastrado a toda velocidad fuera de la habitación, pivotando entre aquellos brazos como una cápsula espacial, con el suelo girando debajo mío como el hermoso y pálido Venus sonriendo fríamente a nuestra humilde nave la primera vez que orbitamos en torno suyo.
21
La Luna es el único satélite de nuestro planeta, del que tiene aproximadamente una cuarta parte de la masa, lo cual ha inspirado a los astrónomos tanto antiguos como modernos interesantes especulaciones. Si se exceptúa quizá Tritón, la luna de Neptuno, no hay otro satélite único en nuestro sistema; pero recientes descubrimientos parecen indicar que Plutón sería no un planeta sino también una luna de Neptuno, lo cual haría de nuestro satélite el único en su género.
Como sea que todas las demás lunas son de proporciones mucho más pequeñas en relación a los planetas en torno a los cuales giran, se ha avanzado la siguiente teoría: se trataría no de un satélite, sino de un planeta gemelo, muerto mientras que el nuestro está vivo, y quizá atraído a su órbita, en un pasado inconcebiblemente lejano, a resultas de una enorme catástrofe nuclear. Pese a las esperanzas suscitadas por las primeras expediciones humanas hacia la Luna, ahora abandonadas, ningún hecho preciso ha venido a confirmar o refutar esta hipótesis.
Los hombres posaron por primera vez el pie en la Luna en 1969. Volvieron en 1970, 1971, 1972 y 1973, con ocasión de misiones cada vez más largas. Luego el programa fue abandonado, ya que en la difícil atmósfera política de aquella época la economía de los Estados Unidos, sobre la cual reposaban todos los vuelos lunares, no podía seguir financiándolos. De todos modos, en 1977, fue dada prioridad a la exploración espacial con vistas a un aterrizaje en Marte. Luego la expedición a Venus tuvo lugar en 1981, y había trazados planes para una serie de misiones hacia este mismo planeta, seguidas de viajes con destino a planetas más alejados, teniendo como meta final Mercurio en el año 2000.
Pero la Luna había sido abandonada, y con excepción de algunas prendas de ropa y utensilios abandonados allá, y de algunas ligeras alteraciones de su órbita debidas a la explosión de dispositivos nucleares, no conserva ninguna huella significativa del paso del hombre.
Del mismo modo, no existe ninguna señal procedente de los seres humanos en Marte, por la sencilla razón de que finalmente jamás llegaron a desembarcar.
Sin embargo, en 1981, la humanidad debía conquistar Venus, y se abría una nueva era para la exploración del espacio.
22
—Si vamos a Venus —le digo el capitán— es porque de hecho nuestros cerebros son manipulados por los venusianos, que pretenden atraernos a traición para matarnos. Constituyen una raza mucho más avanzada que la nuestra, y están llenos de astucia. Lo que tomamos por actos independientes nos está siendo dictado en realidad por ellos.
—No —objeta el capitán, abriendo su libro de logaritmos y haciendo una nota en el índice—. Es falso también. Aunque admiro de todos modos su perseverancia, Evans, y estoy seguro de que insistiendo más lo conseguirá al fin, tarde o temprano. Olvide los sonidos que resuenan dentro de nuestras cabezas; no piense más que en el juego, y todo terminará por aclararse.
—¿Cuándo me tocará a mí? —pregunto—. ¿En qué momento podré hacerle yo una pregunta? Tengo varias previstas.
—Primero tiene que responderme. Tiene que acertar para que le toque su vez.
—¡Pero eso quizá no llegue nunca!
—Lo lamento, Evans —dice el capitán con resignación—. Son las reglas del juego. Y por supuesto quien tiene el grado más elevado tiene derecho a hacer primero su pregunta. No estoy haciendo trampas en absoluto.
—Bien, entonces, digamos que la verdadera razón de nuestro viaje a Venus...
Pero la nave empieza entonces a verse sacudida fuertemente, bajo el efecto indudable de la Segunda de las Grandes Perturbaciones Venusianas que acaba de iniciarse, y me es imposible recuperar la palabra durante un cierto tiempo.
23
Ha llegado el momento de hacer anagramas de mi nombre. Eso me permitirá tal vez penetrar más profundamente en el corazón del misterio. Las puertas están cerradas con llave ahora, y ya no dispongo ni de vestíbulo ni de cuarto de baño; además, cada vez me resulta más difícil hallar el medio de pasar el tiempo, así que debo satisfacerme con la menor cosa. Evans.
SAVEN
NAVES
SNAVE
VANES
VASEN
VENAS
El capitán aparece de pronto junto a mí, con una expresión infinitamente sagaz e infinitamente apenada.
—Senav —dice—. Ha olvidado Senav. Es un excelente anagrama de Evans. Senav era el nombre de soltera de mi madre. Lila Senav. Por supuesto, eso fue hace mucho tiempo. Hace diez años que no he vuelto a ver a mi madre. Está muerta, ya sabe. Lila Senav está muerta.
Me lanza un guiño imperioso en el apagado espacio de mi cerrada habitación.
—Hemos recorrido un largo camino juntos, ¿no, Evans? —dice, antes de desaparecer a disgusto.
24
Había tenido fases de impotencia con mi mujer, a partir de la época en que, habiendo pasado todos los tests y elegido segundo para el programa a Venus, inicié por fin los entrenamientos con vistas a la partida seis meses más tarde. Al principio era un asunto de eyaculación precoz; luego, al empezar a utilizar un viejo truco leído en un manual de sexología, consistente en cerrar los ojos y pensar en cosas neutras mientras hacía el amor, descubrí que mi espíritu se concentraba irresistiblemente en los instrumentos de la astronave —de los que conocía hasta el menor detalle—, y entonces resultaba incapaz de llegar hasta el final. Mi órgano se volvía blando en el interior de ella, vencido irresistiblemente por la detumescencia, y por mucho que intentara excitarme de nuevo pensando en la copulación no obtenía ningún resultado. Durante un cierto tiempo evitamos hablar de ello, puesto que nuestra vida sexual ya no ocupaba un lugar preponderante como al principio de nuestro matrimonio, pero finalmente mi mujer sugirió que me hiciera tratar.
—Ahí abajo está lleno de psiquiatras —declaró—. Registran hasta tu menor soplo. ¿No crees que deberías hablarles? Podrían prescribirte algo.
—Esto no es nada —respondí azarado. Prestaba tan poca atención a sus reacciones sexuales que ni siquiera estaba seguro de que ella lo hubiera notado antes—. Simplemente un poco de tensión nerviosa.
—Hace semanas que dura. Exactamente desde tu cualificación para el vuelo a Venus. A mi modo de ver, ambas cosas están relacionadas.
—Vamos, eso no tiene sentido. Estoy preocupado por la idea de la misión que me espera, eso es todo. Mira, observa, eso funciona. —En efecto, tenía una verdadera erección, casi vertical y dispuesta a penetrar; estábamos acostados lado a lado en la cama, sin tocarnos, ella con una revista femenina y yo con unos informes relativos a la gravedad apoyados contra mi estómago—. Voy a tomarte de un solo golpe —añadí, y antes de reflexionar más en ello y de complicarme la tarea con inhibiciones, giré sobre el codo para inclinarme sobre ella, levanté su camisón y la cabalgué. Ella permaneció sin moverse, la revista aún en su mano, los ojos fijos en el techo.
—Me horroriza la publicidad —continuó hablando, dejándose maniobrar por mí—. Ese periódico de tres al cuarto quiere entrevistarme. No siento deseos de ser entrevistada.
—Entonces niégate —dije, arqueado sobre ella, la vista fija en una ilustración de su revista que mostraba a una seductora ama de casa realizando un acto aparentemente grotesco en un pastel colocado ante ella, con ayuda de un utensilio de cocina en forma de cohete—. No te dejes entrevistar —añadí, la mirada oscilando entre el ama de casa de la ilustración y la esposa a la que empalaba, mientras sentía que mi semen se preparaba expertamente a lubrificar mis conductos internos—. No tienen derecho a tocar tu vida privada. —Y, ligeramente jadeante, los ojos nublados, descargué sin esfuerzo en ella o en el ama de casa —era difícil decirlo— un considerable chorro de esperma. Casi inmediatamente, con gran vergüenza por mi parte, ella se golpeó maquinalmente la cavidad pélvica con el puño, expulsándome, cerró la revista y la dejó a un lado de la cama, se sacó las gafas y cerró sus patillas con un cliqueteo, luego se colocó de lado haciéndome bascular y arregló su almohada con la mano.
—Buenas noches —murmuró.
—¿Eso es todo?
—¿Hay algo más? Hoy he recibido una llamada telefónica de uno de tus administradores. Cree que sería formidable si yo cooperara con la prensa. «Eso nos abriría el camino hacia Venus», esa fue su expresión. Le colgué con la palabra en la boca. No coopero con nadie.
—De acuerdo. Entendido. No cooperes. No importa. ¿Pero puedes realmente volverme la espalda simplemente así? ¿Volverme la espalda y ponerte a dormir?
—Estoy cansada. No tengo nada más que decir.
—Yo también tengo cosas en la cabeza.
—Lo sé, Harry. Todo el mundo tiene cosas en la cabeza. Te lo suplico, Harry. Por favor. No adoptes el mismo aire que el hombre que me ha hablado hoy. No me hagas decir que todos sois iguales.
—Está bien —respondí—, está bien. —Y le volví a mi vez la espalda, adoptando una posición de retirada en respuesta a su frialdad, para hallarme frente a la pared, escuchando su respiración detrás de mí: pequeños resoplidos parecidos a quejas estériles y frías en el seno de la suave noche.
25
La novela que escribiré para contar la definitiva verdad sobre el viaje estará dividida en cortos capítulos, cada uno de los cuales retomará tal o cual aspecto de mi vida pasada o presente, tal o cual elemento del capitán o del programa. Utilizaré la fórmula de los capítulos breves porque no tengo paciencia para extenderme mucho, y a mi modo de ver lo que pasó puede ser evocado tan solo bajo la forma de pequeños flashes, minúsculas aberturas que, como periscopios, iluminarán puntos aislados de una situación global tan vasta que ninguno de nosotros puede captarla. Algunos elementos serán ciertos y otros serán presentados simplemente como yo los concibo, pero el conjunto constituirá la exposición total de los hechos relativos al programa de Venus y a mi propia persona. Es preciso que me ponga pronto al trabajo. No puedo irlo dejando indefinidamente. Basta con agarrar la ocasión. Mañana, o a lo más tardar pasado mañana, iniciaré la redacción. No me aniquilarán el cerebro para obtener informaciones. Es una amenaza fútil inventada por el neuropsiquiatra Forrest, y que no es más que la expresión de su propia desesperación. Soy, o al menos lo era hasta hace muy poco, el segundo hombre más cualificado del programa. Tengo derechos y recursos incluso en las actuales circunstancias.
Será una novela brillante, y todo el mundo sentirá deseos de leerla. Testimoniará unas grandes facultades de percepción y un sentido luminoso de la estructura enraizada bajo la trama de los episodios. Probará de una vez por todas que los astronautas no son seres mecánicos desprovistos de sentimientos sino seres humanos llenos de profundidad y de dones artísticos, que han sido mal utilizados por los responsables. Todos los libros firmados hasta hoy por astronautas eran debidos a negros, pero el mío será mi obra personal de cabo a rabo, puesto que yo soy el único capaz de comprender y transmitir este sentido del misterio que es tan capital.
26
Le faltaba amor propio.
Yo quería al capitán. Le era fiel. Su trágico fin me dejó estremecido pero resuelto a honrar su memoria en el sentido más real del término. Quería al capitán. Aún no consigo recordar su nombre, pero pronto me vendrá a la memoria, y entonces la última pieza que falta ocupará su lugar en el retrato. Le faltaba amor propio, pero yo nunca se lo reproché.
27
Evans tiene la impresión de oír a su mujer vagar por los pasillos, venir a apoyar el oído contra la puerta cerrada con llave para escuchar los ruidos que él hace. Es el tipo de maniobra de que serían capaces; no espera otra cosa de su parte. Podrían perfectamente convocar a su mujer y encargarle que lo espiara en plena noche. Pese a su impotencia, son listos y despiadados. A través de las delgadas paredes, Evans cree percibir pasos, una respiración.
—Sé que estás ahí —dice entonces, apartando de sí un problema de ajedrez—. Lo sé, lo sé: no puedes engañarme, yo fui a Venus.
Se levanta, va hacia la puerta, intenta una vez más abrirla, pero la cerradura está bien cerrada. Apoya entonces sus labios contra el batiente como para depositar allí un beso.
—Es inútil —le dice a su mujer, que seguramente lo está escuchando atentamente en el otro lado, el cuerpo tenso como un arco, la mano apoyada contra la mejilla en un gesto familiar, los ojos tristes y velados por el efecto de sus palabras—. Sé que estás ahí, pero no obtendrás nada de mí. Vuelve a casa. Abandona el proyecto. Ahora eres libre.
Luego, en tono conversacional, queriendo explicarse un poco más, Evans prosigue, en atención a su mujer que lo escucha desde el otro lado:
—¿Entiendes?, yo quería modificar las vidas. Quería alterar las circunstancias. Sentía deseos de mostrarles que lo que ellos vivían no era más que un pequeño fragmento único, una alternativa a un gran número de otras vidas; que habíamos seleccionado la más mínima partícula de las experiencias posibles y la habíamos bautizado la única. He intentado hacérselo ver; he intentado hacerlo por intermedio del capitán. El capitán era la clave, y hoy está muerto. Lo siento —termina Evans al final del desarrollo de este discurso tantas veces repetido en su cabeza—, pero es todo lo que te puedo decir. Ahora puedes volver a casa. Yo voy a dormir. La conversación acaba aquí.
Acecha la respuesta de su mujer, pero no hay respuesta; un palpitar de las luces en su habitación, un ligero estremecimiento en el centro del bloque de maquinaria, eso es todo... Ni el menor signo indicando que ella haya escuchado, que está dispuesta a cambiar.
—Debes cambiar —dice él—, debes hacerlo; ya no podríamos vivir nunca más como antes. —Y entonces percibe pasos. Sí, los pasos disminuyen, su mujer se aleja de él, todos se alejan de él, y Evans, aún apoyado contra la puerta, descubre que hay unas últimas palabras que pronunciar; se pone a hablar sin fin a través de la puerta, a través de la noche, deseoso finalmente de decirles lo que ha hecho y lo que intenta hacer, pero no produce ningún ruido excepto el zumbido estenográfico de las máquinas, y finalmente Evans, cansado, se calla. El sonido de su voz lo vuelve enfermo. Durante todas estas semanas y todos estos meses no ha oído ninguna otra cosa, nada excepto los murmullos y las quejas de su voz como un eco minúsculo en su cerebro, sin que nada la haga callar, ni los exámenes, ni los tratamientos, ni los jeroglíficos, ni los interrogatorios, y ahora ya es finalmente tiempo de detenerse. No hablará más. Esta noche ya no dirá nada más. Evans, respecto a quien muy pocas cosas pueden ser dichas, avanza lentamente hasta su cama en la penumbra y se sienta en ella sin moverse, las manos en los oídos, ensimismado, pero por fuerte que apriete sus manos, por desesperadamente que las aplaste contra sus oídos, no puede ahogar el sonido de su voz que prosigue murmurando su cantinela fina, modulada, a través de las largas extensiones del amanecer.
28
—Dad media vuelta —lanzan las voces que crean la Tercera Gran Perturbación Venusiana—, dad media vuelta antes de que sea demasiado tarde. Retroceded, terrestres. Abandonad vuestra misión. Es nuestra última advertencia.
—Lo lamento —responde el capitán. En tanto que comandante, seguro que es a él a quien se dirigen las voces, mientras que Evans permanece respetuosamente aparte, aguardando nuevas instrucciones—. Nos es imposible cambiar de dirección. Nuestra nave está enteramente automatizada. No somos más que pasajeros.
—Mentiras —dicen las voces, que se muestran curiosamente monomaníacas. Por enérgicos que parezcan ser los venusianos, se descubre que son también extrañamente limitados, obsesionados, insensibles a la razón—. Todo esto no son más que mentiras y propaganda. Atrás, terrestres. Dad media vuelta.
—Pero realmente no comprendéis —insiste el capitán—. Nosotros no maniobramos este vehículo. Somos como equipaje. No estamos aquí más que para dar una ilusión de control. Todo se produce allá abajo, en la base, a millones de kilómetros de aquí. No tenéis que hacer más que ir a hablar con ellos, si queréis. Pero supongo que no podréis.
—No vengáis a Venus. Venus es el planeta de los remordimientos y de la soledad. Atrás, atrás.
—Nos iríamos si pudiéramos —dice el capitán—. ¿No es así, Evans? Diles que estaríamos completamente de acuerdo en invertir la marcha si pudiéramos, pero que no podemos.
—¡Oh, sí! —declara Evans—. Absolutamente. Si hubiéramos sabido que su planeta estaba habitado y que nuestra misión no iba a gustarles, jamás hubiéramos venido. Y retrocederíamos voluntariamente si tuviéramos posibilidad de hacerlo. Por supuesto que sí.
—Evans es mi segundo —interviene el capitán—. Está aquí para vigilar mis reacciones, y de tanto en tanto yo observo las suyas. Esta es la forma en que ellos se aseguran de que nadie se dedique a acciones incongruentes como orinarse en los micrófonos. Díselo, Evans.
—Sí, es verdad.
—Él confirmará todo lo que digo. La nave está enteramente fuera de nuestro control.
—Es absolutamente cierto —corrobora Evans. Hay un toque de obsequiosidad en su voz; siempre, aunque pretenda negarlo, ha buscado la aprobación de sus superiores y de las autoridades—. El capitán es el hombre más cualificado de nuestro planeta, y no les induciría al error. Yo no soy más que el segundo.
—Ya basta con esos sofismas —corta la voz venusiana, iluminando de pronto con un horrible color llameante el interior de la cabeza de Evans—. Estamos al borde de la paciencia. Si no aceptáis cooperar, vamos a tener que tomar medidas draconianas.
—Lástima —dice el capitán calmadamente—. Os hemos dicho la verdad.
—No sufrís alucinaciones. Cada instante de este diálogo es real. Os hablamos desde una distancia de treinta millones de kilómetros, pero existimos.
—No lo dudo —dice el capitán—. Ni por un momento. —Se levanta, da una vuelta al angosto habitáculo, posando deliberadamente sus manos sobre los mecanismos de la cápsula—. Pero no podemos hacer nada.
—¡Ya basta! —grita la voz—. ¡Ya basta! —Y roza algunos ganglios, disloca tendones, desencadena un acceso de dolor que nos retuerce los nervios antes de retirarse, dejándonos temblorosos y solos a bordo de la nave. Solos, por supuesto, siempre lo habíamos estado. El capitán alza suavemente los hombros, se frota los dientes con el índice, luego se sienta.
—No nos creerán jamás —reconoce—. Es inútil intentar convencerles. Sugiero que no hablemos de eso.
—De acuerdo —acepta Evans. No tiene el equivalente del gesto del índice contra los dientes a su disposición, pero se libra a unos cuantos pequeños tics nerviosos que le son propios, estirándose, pellizcándose, palmeándose, a fin de recuperarse—. No diré ni una palabra.
—Perfecto —declara el capitán, cruzando las piernas. Empieza a tararear una tonada que parece brotar bruscamente de sus labios, luego se alza nuevamente de hombros—. ¿Y si reanudáramos el juego? —propone.
—De acuerdo —aprueba Evans. Sufre la misma reacción que el capitán: una sensación de disyunción interna, de ruptura. La Gran Perturbación Venusiana ha complicado ciertamente el viaje, pero ¿para qué preocuparse por ello, puesto que la cosa está más allá de su alcance? Los venusianos se hallan más allá de su alcance, lo mismo que el control de la nave—. La razón de nuestro viaje a Venus es que los poderes públicos conocen la existencia de los venusianos y desean desencadenar una guerra interplanetaria que una las naciones de la Tierra contra un enemigo común, como posibilidad única de supervivencia. Los psicólogos han decretado eso, y los gobiernos han seguido sus instrucciones.
—¿Quiere decir —pregunta el capitán— que toda la humanidad se reagruparía en contra de los venusianos?
—Exactamente. ¿Es eso cierto? ¿He proporcionado la respuesta correcta?
—Este es un viejo tema de ciencia ficción, ya sabe —comenta el capitán. Parece más ponderado, reflexivo, después de la advertencia de los venusianos; más positivo y seguro de lo que nunca lo haya visto desde la época del centro de entrenamiento. Examina sus uñas y se golpea los dedos unos contra otros—. Nunca me ha gustado la ciencia ficción.
—A mí tampoco.
—Le ha causado perjuicios al programa. Tenía tan mala reputación a los ojos de la mayoría de la gente que el programa tuvo que forzar su lado serio para crearse una legitimidad. Quizá incluso nos hayamos vuelto un poco ampulosos —añade el capitán—, ahora que lo pienso.
—Muy bien observado.
—Pero es difícil de decir; puede ser también que el programa fuera puesto en pie por gente que creía en la ciencia ficción, y que así es como se comportan todos los personajes de ciencia ficción.
—También es cierto —digo de buen grado. Extraña, esta conversación relajada y llena de educación entre el capitán y yo a millones de kilómetros de la Tierra, mientras los venusianos amenazan con destruirnos. Parece perfectamente natural, perfectamente creíble, y espero en cualquier momento ver un intercambio de aforismos, de bromas, de anécdotas.
—Discutiremos de ello más tarde —prosigue el capitán—. Por el momento, debo decirle que está equivocado. Los venusianos no tienen nada que ver en el asunto. El gobierno ignora que existan. Yo soy el comandante, me han dado todas las informaciones detalladas, y sé que nada de esto estaba previsto. Necesita buscar otra respuesta.
—¿No cree que deberíamos hacer alguna otra cosa? —digo—. ¿Buscar un medio de detener el ataque, o quizá intentar discutir de nuevo con ellos para convencerlos? ¿No sería más provechoso?
—No —responde el capitán, bostezando—. No representaría ninguna diferencia. Vamos a continuar como si no hubiera pasado nada. No podemos hacer otra cosa. Vamos, está perdiendo el tiempo. Seguro que tiene alguna pregunta que hacerme, ¿no?
—Sí —digo—, respecto a su vida sexual. ¿Se ha sentido alguna vez impotente, o ha pensado que el hecho de ser astronauta le impedía comportarse normalmente en la cama? Me gustaría saberlo.
—Bien —dice el capitán, con una amable sonrisa—, cuando usted haya respondido correctamente, será un placer para mí decirle la verdad. Pero no por ahora. Las reglas son las reglas.
—Evidentemente —digo, poniéndome a pensar; oigo el ritmo de los motores latir como el de la sangre en las venas, los ruidos de la nave se amplifican de forma inquietante. Me pregunto si vamos a sufrir un nuevo asalto, luego me doy cuenta de que es tan solo mi precipitación por conocer la vida sexual secreta del capitán lo que ha aguzado mis percepciones. Pero si quiero saber la respuesta, debo contener mi excitación y conformarme a las reglas. A sus reglas. La nave prosigue su camino hacia Venus, y yo preparo otra respuesta.
29
Durante la noche, tengo un sueño de una precisión poco habitual: las técnicas de Forrest deben haber empezado a consumirme el cerebro, lo deben haber vuelto del revés como el dedo de un guante; mi pasado surge de mi conciencia destripado, como trozos de carne en la tabla del carnicero. En este sueño, fornico a mi mujer hábilmente, expertamente, con emoción y persistencia; la fornico de todas maneras, comprendidas aquellas en las que nunca hubiera imaginado: la emoción, la habilidad y la lujuria se combinan en una mezcla sabia y audaz, y ella goza con ello, recibe todo lo que le doy y me lo devuelve con vigor. Tiene los ojos cerrados, los brazos alzados, las manos juntas detrás de su nuca de tal modo que sus senos se yerguen hacia mí, y de tanto en tanto yo me inclino sin interrumpir mi movimiento de pistón, para chupar uno de sus pezones, pero no es esa succión lo que me interesa —es tan solo un detalle de educación, en cierto modo, dirigido a la erección de los pezones—, mi finalidad principal es fornicar, además, consagrarme a sus senos me impide hablar, y parece que me estoy dirigiendo a ella en una charla interminable; el sonido de mi voz se extiende por la habitación y llena todos los intersticios del acto sexual. Es el sexo como jamás lo había conocido, el sexo como jamás lo hubiera creído posible; no es tan solo la lujuria y la pasión, sino también la pedagogía, ya que en mi sueño le doy una conferencia mientras la fornico y ella vibra al unísono con cada frase, tan sensibilizada a mis palabras como a mi penetración, y yo le prodigo ambas cosas al mismo tiempo mientras ella inclina la cabeza a pequeñas sacudidas diciendo por momentos: Sí. Sí, sí. Sí, sí, es cierto.
—Piensa en el tratamiento que nos hacen sufrir —estoy diciendo yo—. Nos agotan como a perros a lo largo de sus ejercicios, nos encierran durante días para torturarnos, condicionan nuestros reflejos no para hacernos dirigir la nave sino para permitirnos soportarlo, calculando nuestras posturas, nuestras posibilidades de vomitar, nuestro umbral de resistencia al dolor hasta hacernos gritar, y sin embargo —digo, mientras sigo empalándola—, sin embargo, pese a todo lo que nos hacen, mantengo mi individualidad. Sigo siendo un ser humano; aunque tenga que ir a Venus, soy lo que siempre he sido, ya que en el corazón del hombre hay un núcleo que no puede ser destruido, y este núcleo lo tengo en mí, lo tengo, lo tengo.
—Sí —murmura ella, parpadeando, la boca deformada por el placer o el sufrimiento, es difícil saberlo—, es absolutamente cierto, ¿pero no podrías eyacular ya? —Y me doy cuenta de que ella tiene razón: aunque el sueño sufra una distorsión cronológica y parezca chocar contra el tiempo, se diría que hace mucho rato que fornicamos, quizá media hora a ese mismo ritmo, y no estoy más cerca del final que en el momento del inicio. Siento la piel distendida por el deseo, el pene hinchado como un cohete, pero no se prepara ninguna eyaculación, no me siento al borde del orgasmo, de modo que digo:
—De acuerdo, puta, quieres que eyacule, pues voy a eyacular —y mentalmente bajo algunas palancas, aumento la presión de arriba a abajo del conducto, acciono unas válvulas para que se contraigan, y ordeno a ese fluido oculto que se deslice en mí como la sangre... pero no es fácil: nos han hecho algo en los simuladores de gravedad (a menos que haya sido en el simulador de fuerza orbital centrífuga donde también hemos sido situados), algo que me ha atorado los mecanismos, y soy incapaz de descargar bajo pedido como hacía antes; de hecho ni siquiera llego a descargar, las palancas se encallan en el momento crucial, la presión baja, y suspendido encima de ella, con los ojos ahora cerrados, comprimido por esta eyaculación que no viene, empiezo a sentirme azarado: esto no forma parte de la intención pedagógica subyacente a esta sesión de cama, pero difícilmente puedo retirarme, con ella activándose debajo de mí tan industriosamente, mirándome sin duda con un creciente desprecio, de modo que vuelvo de la mejor manera posible a la tarea que me espera, abriendo los ojos para descubrir que no soy yo a quien ella mira sino la pared, luego cerrándolos para percibir que no es de ella de quien tengo una imagen mental, ni de otra mujer, ni siquiera de uno de los aparatos de la astronave, sino simple y llanamente del capitán... orgulloso y apuesto en su uniforme, sentado a mi lado en una sesión de instrucción... y es esta imagen del capitán, más que cualquier otra cosa, lo que me hace entrar en erupción; ha venido a mi mente como un intruso, y como un intruso voy hacia él, me derramo en cierto modo en él, gruñendo, gritando, retorciéndome, avergonzado ante la repentina concretización de este deseo pero satisfecho de todos modos, ya que por lo que a mi mujer se refiere es a ella a quien he fornicado y no al capitán; ella no puede percibir la diferencia. Nuestros pensamientos nos pertenecen.
Si algunos instrumentos de medida captaran en ese momento mis ondas cerebrales, quizá inscribirían trazados en relación con la persona del capitán, pero estoy gozando de mi libertad; nos han dado permiso para pasar el fin de semana con nuestra esposa o nuestra familia y no tienen ningún medio de entrar en contacto conmigo. Nadie puede penetrar en mi mente; este seguirá siendo mi secreto. La emisión de mi esperma dura largo tiempo, luego se atenúa durante un intervalo en el transcurso del cual me parece haberme hundido aún más profundamente en ella, bañado por sus propias secreciones; pero eso me interesa menos que la dispersión de mi semen, y no me retiro hasta mucho más tarde y reluctantemente, cuando me he encogido demasiado como para persistir.
—¿Lo ves? —le hago notar (he olvidado decir que no he dejado de hablar durante todo el acto, aunque mis gritos y mis suspiros me hayan vuelto quizá incoherente en algunos momentos, cubriendo mi pedagogía bajo la máscara de la simple pasión bestial)—, es como siempre, nada ha cambiado; te equivocabas diciendo que sería modificado por ellos, porque eyaculo del mismo modo que antes. ¿No? ¿No? —Mi mujer no dice nada, yo sigo interrogándola, ella se niega a responder, yo la presiono más y más furiosamente, ella se obstina en callarse, yo abro los ojos y descubro que ha desaparecido, que la cama ha desaparecido, que nuestra habitación ha desaparecido, y que desde hace tres cuartos de hora estoy ocupado persistentemente en hacerle el amor a mi almohada, que se ha deslizado al nivel de mi vientre y de mis muslos. Busco manchas pero no encuentro ninguna, y entonces recuerdo la verdad, y por primera vez desde que se inició esta fase de mi vida pierdo realmente el control y me echo a llorar, pero lo hago hundido entre las sábanas a fin de que nadie me vea, a fin de que nadie me oiga; pese a sus sospechas, no creo que hayan llegado a instalar aparatos capaces de espiarme en lo más profundo de mi cama, y aunque los hubiera no podrían escrutarme en la oscuridad; solo unos contornos fluorescentes revelarían mi presencia mientras, acurrucado en la cama, me hablo a mí mismo de jeroglíficos y aguardo la llegada del amanecer.
30
El capitán entra desenvuelto en la habitación, como se ha acostumbrado a hacer estos últimos tiempos, y me pregunta:
—¿Cómo van las cosas? —frunciendo el rostro bajo el efecto de la concentración en el momento en que formula estas palabras; luego, antes incluso de que yo haya podido responder, me da la espalda y se pone a examinar las paredes, el suelo, los rompecabezas apilados sobre la cama—. Su aspecto es más bien el de un hombre confinado —hace notar—. ¿Se lo ponen difícil? —De nuevo voy a responder, pero el capitán no se mantiene en un solo lugar (quizá sus experiencias le han dado el don de penetración, haciéndole comprender la futilidad de las respuestas sencillas a las preguntas fáciles) sino que recorre la habitación, admirando un viejo grabado religioso clavado a la pared, abriendo un cajón de mi cómoda para hallar allí pequeños montones malolientes de ropa interior sucia que he ocultado a fin de sustraerla a la lavandería—. No parece hallarse muy en forma, Evans; en absoluto —sigue hablando, dirigiéndose hacia la puerta. Se detiene ante ella, tabalea en el batiente con sus dedos casi inmateriales, inspecciona el techo parpadeando, y lanza un suspiro de sorpresa al observar lo mal cuidados que están aquellos lugares—. Bien, si lo atormentan demasiado, dígales que vengan a verme, y yo lo arreglaré. —Su rostro está ligeramente bronceado, su porte es apuesto como siempre, y parece mucho más competente que yo para enfrentarse a las circunstancias que me rodean—. Si puedo serle de alguna utilidad, hágamelo saber; me mantendré en contacto con usted —añade, disolviéndose a través de la puerta, dejándome mudo en la cama. Tenía tantas cosas que preguntarle, y no he podido pronunciar ni una palabra. Siempre me he identificado fuertemente con el capitán. Tengo la convicción de que él se hallaría en medida de resolver la situación de un solo golpe si lo deseaba, pero su humor distraído y festivo no me ha dejado oportunidad.
—Estoy bien —digo, sentándome en la cama—. Todo está bien. Me tratan correctamente, aunque de vez en cuando formulen algunas amenazas. Mi salud es correcta, pese a los accesos de neurastenia que me golpean sobre todo por la noche y cuando pienso demasiado. Sexualmente, estoy como castrado. Tengo ligeros trastornos digestivos, pero puedo soportarlos. En pocas palabras, no tengo de qué quejarme. Vuelva para que le cuente como he conseguido adaptarme. —Pero el capitán no reaparece, pese al deseo que siento de hablarle, y al cabo de un momento comprendo que no hace más que provocarme con su presencia, de modo que regreso a mis meditaciones, si bien están bordeadas por una franja de malestar: una especie de agitación frenética en la base de mi cerebro, un simple signo de aprensión quizá, o bien una prueba de que Forrest ha hecho ya sus implantaciones y que sus dispositivos funcionan, funcionan, funcionan.
31
A las nueve de la mañana siguiente, los guardias se llevan a Evans para conducirlo con Claude Forrest, la persona situada más alto de todas aquellas con las que tiene trato. Para un astronauta, Evans es bajo —un metro setenta y ocho, quizá ochenta—, y es un hombre de físico ligeramente deteriorado por sus recientes dificultades, con grandes ojos intensos y penetrantes que parecen comérsele el rostro y arrojan sobre todas las cosas una mirada melancólica. Esos ojos de águila, como debe tenerlos todo astronauta son lo mejor que tiene, aunque el resto de su fisonomía no sea para echar de lado. El rostro de Evans tiene algo notable. Es un rostro hermoso, tironeado en la actualidad por estremecimientos y por las preocupaciones de los jeroglíficos, pero que conserva pese a todo esa mezcla incisiva de personalidad y de integridad que tanto le ha servido en su vida. Es un rostro mucho más seductor de lo que podría creerse, un rostro que hubiera debido proporcionarle a Evans una mujer mucho mejor de la que ha tenido... pero no debería dejar que tales pensamientos le distrajeran en el momento en que, una vez retirados los guardias, ocupa su lugar frente a Forrest en la oficina de este último.
Se sienta con soltura, casi relajadamente, buscando un cigarrillo en sus bolsillos, pero no encuentra nada y, un poco desconcertado, se gira hacia Forrest, mientras un músculo tironea en su mejilla. Inmediatamente se recobra, se da mentalmente una palmada, y ordena a su mejilla que deje de temblar; la reacción nerviosa se detiene, dejando el hermoso y apasionado rostro de Evans impenetrable ante el inferior y detestable Forrest, que le contempla confuso, sintiendo la completa y eterna superioridad de Evans sobre todos los Forrest de aquel mundo, pero sin poder evitar representar su papel represivo por las despreciables razones burocráticas que le son propias. ¡Qué desdén siente Evans hacia Forrest! ¡Cuánto más al corriente de todo lo ocurrido está que ese hombre desgraciado y limitado! Este pensamiento deja una pequeña sonrisa de suficiencia flotando en sus labios, y como respuesta Forrest se alza de un salto, totalmente desarmado por la calma de que hace prueba su adversario, antes de sentarse de nuevo pesadamente, con el aspecto de desaparecer un poco más abajo detrás de su escritorio.
—Es su última oportunidad, coronel —dice—, de contarnos lo que ocurrió.
Oyendo el título de coronel utilizado por primera vez desde el inicio de su relación, Evans no puede reprimir un ligero sobresalto, pero se recobra casi inmediatamente. Nada podrá trastornar su sangre fría. Ejerce sobre sí mismo un control absoluto: es como una máquina. Solo flaquea en sus sueños, y de ello él es el único testigo.
—No me llame coronel —dice tranquilamente—. No me gusta ese grado.
—¿Por qué?
—No le concierne en nada a usted —responde Evans inclinándose por encima del escritorio y dejando caer una a una las palabras en el cuello adiposo, en la apretada boca de su enemigo—. Nada le concierne, Forrest. Le repudio. Ya no siento deseos de ser educado. Voy a decirle lo que pienso de todos los Forrest del mundo: no pienso nada. —Y sigue así mientras Forrest, impotente, se deja inundar por este diluvio; luego, cuando a Evans le faltan las palabras (mi percepción de esta escena está ligeramente embrollada; no llego a captar más que una serie de instantáneas, fragmentos de conversación, y cuando me concentro para intentar tener una visión más exacta todo parece disolverse; quizá esté demasiado implicado en toda la situación), Forrest enciende un cigarrillo ante la nariz del valeroso Evans, aspira una bocanada y declara:
—Ya es demasiado, ¿comprende? Iniciaremos el tratamiento inmediatamente.
Parece como si Evans respondiera:
—No me importa. Hay una justicia más elevada que la suya.
—Honestamente, he hecho todo lo que he podido. No tiene usted idea de las presiones que han ejercido sobre mí para que llegara antes a esta solución. Pero me he resistido. He luchado por usted.
—Mentiras. Mentiras en todos sus grados. Este frágil diseño que usted llama realidad no puede comprometerse con la verdad, yo soy el único en comprender. ¿Por qué no me da un cigarrillo?
—No tengo intención de dárselo —responde Forrest, inhalando una bocanada de humo y expeliéndolo en una larga expiración—. O quizá sí. Si usted acepta cooperar.
—He cooperado desde el principio.
—Lo lamento —dice Forrest—. Lo lamento sinceramente. No tenemos otra elección. Conozco el precio del sufrimiento. Pero...
Los guardias rodean a Evans; dos de ellos lo sujetan cada uno por un codo y el tercero permanece detrás, dispuesto a administrar una patada vengativa al infortunado cosmonauta, que se enfrenta a ese nuevo revés de la fortuna con su valor habitual.
—No me importa en absoluto —dice heroicamente—. Pueden hacerme todo lo que quieran. He dicho la verdad. Tengo la conciencia tranquila.
—Llévenselo —dice Forrest—. Ahora llévenselo. —Y la escena se obtura; todo queda cubierto por las anchas espaldas de los guardias que se oponen al objetivo de la cámara, ocultándome la imagen —no hay más que un torbellino de formas vagas—, y cuando la visión vuelve a aclararse ya no hay más que Forrest solo en su oficina, echado hacia atrás en su sillón, lanzando profundos suspiros y murmurando entre dientes. Me inclino hacia adelante para captar esas palabras confidenciales de Forrest que me permitirán, quizá por primera vez, saber exactamente qué hay en la cabeza de este hombre extraño y malvado, ver como puede justificar ante sus propios ojos su posición, pero las palabras que pronuncia son en una lengua que no acierto a comprender, y me es imposible identificar su sentido.
—Luxvi trermarind —dice Forrest—, glu incrabular mock. —Me inclino un poco más, decidido a forzar el significado de aquel discurso, pero en vano; el secreto sigue—. Momab —prosigue Forrest—. Momab. —Agita la cabeza como si acabara de proferir un juramento, se levanta, alisa con la mano su pantalón para apartar unas motitas de algodón, luego abandona bruscamente la oficina, dejándome solo en el silencio y el vacío, libre de entrar en conocimiento de las hojas que han quedado sobre su escritorio (las cuales no me dicen nada), de examinar sus diplomas en la pared (los cuales me dejan indiferente), de estudiar los pequeños rastros húmedos dejados en el suelo por los zapatos de Evans, como si este signo de su presencia pudiera revelar lo que había pasado. Pero los rastros no tienen ningún mensaje que formular, y al cabo de un momento yo también abandono la habitación, en la que solo la música de las máquinas ocupa ahora el espacio vacío, llenándolo con el ruido de una nave espacial suspendida en órbita.
32
El capitán se llamaba Joseph Jackson. O Jack Josephson. La memoria vuelve ahora a mí, estoy seguro de ello. Medía un metro ochenta y siete de altura y pesaba ochenta y cinco kilos. Tenía treinta y cuatro años y, hasta la edad de veintiocho en que se enroló en el programa, había sido oficial de carrera en el programa del laboratorio orbital. Pero había perdido todo interés por la Luna al entrar en nuestro programa, y había dedicado toda su atención a la meta esencial que era Venus. De Marte no pensaba absolutamente nada, no viendo en él ninguna utilidad. Tenía un lunar cerca de la axila izquierda, y llevaba once años casado con la misma mujer, sin haber tenido hijos. Se interesaba en los deportes, pero no de forma asidua, y se había dedicado enteramente al programa, cuyo objetivo era situar a un hombre en la superficie de Venus en el verano de 1981. Ahora recuerdo todo esto claramente. Su mujer era alta y bien proporcionada, y era satisfactoria y activa en la cama... lo cual estoy lejos de poder decir de la mía, pero siempre he tenido, como me han hecho observar, una tendencia a tomar esas cosas demasiado en serio, lo cual me ha impedido aprovechar algunos aspectos de la vida. Joseph Jackson. O Jack Josephson. Lo recuerdo; lo recuerdo. ¿Es que mi memoria funciona mejor, o bien Forrest ha iniciado un tratamiento que está empezando a tener efectos?
33
El 9 de junio de 1981, en el transcurso de una colación que tomaron juntos en la intendencia Jack Josephson y Harry M. Evans, siete semanas antes de la fecha prevista para el lanzamiento y hacia la mitad de sus ejercicios finales de entrenamiento, Joseph Jackson, comandante de la expedición, declaró:
—Jamás tendrá éxito. Estoy seguro de ello.
Había murmurado estas palabras con rudeza, mientras llevaba a su boca entreabierta una cucharilla con la que iba arrancando trozos de su medio pomelo, y su boca se cerró sobre su trozo de fruta después de pronunciarlas, como si con ello absorbiera todo el conocimiento del mundo.
—¿Por qué? —preguntó Evans, como siempre despegado y a la vez deferente hacia el capitán. Pese a su entrenamiento en común, pese al hecho de que deberán viajar juntos, Evans no ha llegado aún a forjarse una actitud válida con respecto al capitán. Normalmente debería comportarse sin tensiones, pero por otra parte el programa está basado en un reglamento estricto y el capitán se muestra deseoso de mantener sus prerrogativas. Además, no han tenido absolutamente ningún contacto en el cuadro del programa hasta su selección para el viaje. Fue un shock y una sorpresa desagradable para Josephson, conjetura Evans, cuando Jackson supo que su copiloto sería Evans. Había alimentado otros proyectos, o quizá había soñado con un viaje solitario y magnífico por el espacio—. ¿Por qué?
—Porque —respondió Jackson, limpiándose los labios con su servilleta— he examinado las cifras. Poseo una formación matemática más completa de lo que creen. Eso no funcionará, en absoluto. Del modo como han sido establecidos los cálculos, la nave fallará obligatoriamente la órbita de Venus para ir a estrellarse en el Sol. Por supuesto, guárdese esto para usted mismo —prosiguió Josephson, emprendiéndola con su plato de pescado—. Es inútil crearles complicaciones.
—Pero si las cosas son así —objetó Evans—, si ese es realmente el caso, hay que decírselo. Inmediatamente.
—Por supuesto que no —dijo Jackson, alzándose de hombros y contemplando las paredes de la sala vacía. Según estipulaba el reglamento, tomaban siempre sus comidas en un local vacío habilitado para su exclusivo uso—. No nos escucharían, y pensarían que me estoy volviendo histérico. Los mejores matemáticos y físicos del mundo han pasado tres años realizando los cálculos, ¿comprende? Les resultaría difícil creerme. No, no conseguiríamos nada. Todo lo que yo obtendría sería hacerme eliminar para ser puesto bajo observación, y usted también, y volverían a empezarlo todo con los siguientes de la lista.
—Pero esto es imposible —dijo Evans—. Usted no puede anunciar fríamente una cosa parecida, y no hacer nada.
—No he dicho que no vaya a hacer nada. He dicho que no lo discutiría con ellos. La nave escapará a la atracción de Venus y caerá al Sol. Han omitido un punto, y es que Venus está mucho más cerca del sol que los demás cuerpos celestes que hemos abordado. La gravedad del Sol en algunas zonas delicadas superará a la de Venus, aunque la nave esté cerca. El sistema solar se halla en perpetuo estado de dislocación; hay ondas que emanan del sol en algunos lugares y en algunos momentos cruciales, y no podremos evitar ser interceptados por ellas. Es a causa de las manchas solares, ¿comprende? Son ellas las que causan las dislocaciones gravitatorias.
Mientras seguía hablando, el rostro de Jackson iba enrojeciendo, su voz se hacía más y más aguda, y a Evans se le ocurrió que quizá el capitán estuviera aquejado de demencia, que las tensiones debidas al entrenamiento lo habían vuelto megalómano. Pero al mismo tiempo sabía que le debía respeto y obediencia. Colocó pues una mano tranquilizadora sobre la del capitán y preguntó:
—Entonces, ¿qué haremos nosotros? ¿Qué podemos hacer? —Notó que la mano del capitán, más ancha que la suya, estaba cubierta de sudor y agitada por temblores—. Es preciso que hagamos algo —terminó.
Jackson dejó su tenedor y miró a Evans directamente a los ojos, con un rápido movimiento de la mano en dirección a su frente para ajustar su gorra.
—Procederemos a las compensaciones durante el camino —respondió—. Es muy sencillo: basta con determinar el ritmo de las emanaciones a medida que nos aproximemos a Venus, y alimentarlo al ordenador. Nadie estará al corriente. Redefiniremos la trayectoria y entraremos en órbita con toda seguridad.
—¿Pero podremos conseguirlo?
—Claro que sí —afirmó el capitán—. Soy un matemático perfectamente capaz; o al menos lo suficientemente capaz como para haber descubierto este error en su origen. Tenga confianza en mí —añadió, apretando suavemente el codo de Evans con sus manos, casi una caricia—. Yo soy el comandante. Todo irá bien. Se lo he dicho únicamente para que esté informado y dispuesto ante cualquier eventualidad.
—¿Pero no sería más simple —interrogó Evans, con una inquieta mirada al techo, ante la sensación por primera vez de que el local podía estar sometido a vigilancia—, no sería más sencillo dar parte de su descubrimiento? Ellos rectificarían los cálculos por sí mismos. Seguramente se sentirían felices de saber que...
—No —respondió Joseph Jackson quitándose la gorra, que hizo girar con su índice mientras miraba intensamente a Evans—, no, no se sentirían felices de saberlo. No funcionaría. Se contentarían con aplazar el viaje y encontrar a otra tripulación. Me tomarían por un loco. ¿Cree usted que estoy loco, Evans?
—Bueno, no...
—No estoy loco. Estoy soberbiamente cualificado. Pero aparte esto el programa oscila seriamente. Hay el precedente del desastre de Marte, los diversos fracasos en la Luna, toda una tradición de proyectos fracasados y maniobras estúpidas; esta expedición a Venus ha sido preparada apresuradamente y en las peores circunstancias. Por razones políticas, y a fin de salvar el programa de una completa disolución. ¿Acaso no lo sabe?
—Siempre he sospechado que...
—¡No se limite a sospechar! ¡Vea las cosas de frente! El programa está acribillado de catástrofes, sostenido con pinzas y marcado por el sello de la burocracia más imbécil. Se han equivocado respecto a la órbita de Venus, ¿no es cierto? Como le he dicho, los cálculos han sido tan mal hechos que normalmente deberíamos dejarnos allí la piel. Entonces, Evans, si son incompetentes hasta el punto de introducir un tal error en la programación del vuelo, ¿qué posibilidades cree que tenemos de convencerles? No, debemos pasar a la acción por nosotros mismos, firmemente, sin desviarnos de la línea trazada. Este programa ha sido concebido al principio por gentes individualistas y valerosas; nosotros debemos seguir su tradición. La burocracia no vino hasta después. Comunicaremos la información al ordenador durante el trayecto —concluyó Josephson—, y resolveremos nosotros mismos el problema. De hecho, ni siquiera les haremos saber la existencia de ese problema. Es el mejor medio.
—Todo esto no me gusta —observó Evans, haciendo un último esfuerzo por tragar el contenido de su plato, antes de renunciar a ello; había perdido el apetito desde el inicio del entrenamiento, por razones que iban mucho más allá del simple miedo, y no llegaba ni siquiera a fingir un interés por la comida—. Creo que valdría más ponerlo todo en manos de los oficiales...
—¡Los oficiales! —exclamó Jackson barriendo el aire con la mano, con un gesto tan devastador que Evans apartó su silla de la mesa y estuvo a punto de perder el equilibrio—. ¡Ya basta con los oficiales! Hemos renunciado al esfuerzo individual y lo hemos puesto todo en manos de esos burócratas corrompidos, que han digerido tan bien el programa que ahora son las personas como nosotros quienes se sienten anormales. No confíe en los oficiales, Evans; ellos representan el más pequeño común denominador de la humanidad. No —prosiguió, inclinándose hacia adelante y recubriendo con su palma la mano de Evans, con una súbita e inquietante expansividad, mientras sus ojos parpadeaban demencialmente en su bronceado rostro—, no, esto debe ser arreglado entre nosotros. Entre usted y yo, Evans; nosotros dos solos resolveremos el problema. Somos nosotros quienes efectuamos el viaje; todos sus mecanismos no significan nada. No están ahí más que para limitar nuestro libre albedrío. —Josephson se levantó y siguió parpadeando, los puños abriéndose y cerrándose rítmicamente, la frente cubierta de sudor; se llevó la servilleta a la boca para ahogar un eructo—. Todo eso nada tiene que ver con nosotros. Nosotros somos los implicados. Todo lo que le he dicho es confidencial y debe permanecer entre nosotros. Pero si por casualidad se supiera —añadió, secándose los labios por tercera vez antes de guardarse con gesto satisfecho la servilleta en el bolsillo de su camisa—, el resultado sería la anulación del viaje, y esto no es lo que usted quiere, ¿verdad? Usted desea aterrizar en Venus, ¿no, Evans? Usted quiere ser un héroe. —Y con estas palabras abandonó la sala a grandes zancadas, con un gesto soberbio, las manos golpeando sus caderas, las caderas alternando su movimiento con el de las piernas, las piernas hendiendo el aire acompañando el desplazamiento de los pies, los pies golpeando el suelo de una forma ligeramente contraria a la cadencia.
Evans se quedó allá, solo en la mesa, y haciendo acopio de toda su voluntad se obligó a terminar su comida. Era una cosa que había aprendido desde el inicio de su participación en el programa: era mejor aceptar lo que te daban, porque uno nunca sabía lo que podía haber en su lugar. La comida era la comida, la alimentación era la alimentación, y las revelaciones del capitán, pequeñas píldoras de melancolía, eran absorbidas por él con la misma ausencia de discriminación, la misma insistencia flemática que desplegaba para acabar su postre helado y beber su leche salida de las granjas hidropónicas del viejo complejo de Syracusa, ahora trasplantado a la zona muerta del lago Michigan, donde las vacas artificiales mugían como las auténticas vacas mientras sus ojos muertos, brillantes como filamentos eléctricos, respondían al ruido sordo de la máquina de ordeñar que les extraía sus sustancias químicas.
34
El capitán se llamaba Jack Josephson. No, Joseph Jackson. Era o Jack Josephson o Joe Jackson, no otra cosa, y a partir de esos datos es posible efectuar unos cálculos sencillos.
Pieza a pieza, diría que todo se va ensamblando en mí. Voy a buscar los anagramas de Josephson. Será más fácil empezar así; el anagrama podría ser la clave de todo.
JOSEPHSON
SOJPHEONS
PHONES JOS
JONES SHOP
JON SESPOH
ON JESS HOP
Mi mujer aparece ante mí. Ha encontrado de alguna forma la manera de penetrar en la habitación. No es sorprendente: mi mujer me sigue por todas partes.
—Has de vivir tu vida —dice, señalando con el índice los jeroglíficos y expresando con un gesto sutil el desprecio que le inspiran—. Debes comprender que no depende más que de ti, de nadie más; que tus actos hablarán por ti durante toda la eternidad, y que no tendrás otra oportunidad. —Parece estar desnuda. Me muestra su cuerpo por destellos: atisbos de senos, vello púbico—. Aquí —dice, señalando su sexo con el dedo—. Aquí es donde está tu realidad. —La punta de sus senos no está hinchada. Sus ojos son neutros e indiferentes—. Esto es lo que debes descubrir.
—No —respondo—. No te creo. Hay otra cosa, en algún otro lugar. —Y tiendo la mano para tocarla, para hacerle ver por la frialdad de mi caricia hasta qué punto cuenta poco para mí, pero ella se aparta con una risa, sus senos bailando en la oscuridad, su cuerpo lanzando destellos.
—El monte de Venus —dice—. ¡Y le llaman el monte de Venus! —Sigue riendo, en un repentino acceso de alegría como nunca le he visto en toda nuestra vida conyugal, y luego desaparece, dejándome ante un nuevo enigma, mientras inclino sorprendido la cabeza ante el pensamiento de los sistemas que, contra toda necesidad, persisten en emocionarme.
POS JESHNO
SEJPO NOSH
SHONE JOPS
NEO J PHOSS
35
Sueño que hablo con mi difunto tío, contándole el viaje y todo lo que me ha ocurrido desde nuestro último encuentro. Mi tío murió hace veinte años, siete meses y algunos días, lo cual lo sitúa en un estado de descomposición bastante avanzado, pero está aquí ante mis ojos, exactamente igual a como lo conocí en vida, poco antes del cáncer de vesícula que se lo llevó. Fuma un arcaico cigarrillo sin filtro y está sentado confortablemente en su viejo sillón de reposo; aunque el tiempo y el lugar del sueño no sean muy precisos, me parece que le veo, como lo había visto en ocasiones, al final de su jornada de trabajo en la empresa de construcción que dirigía, y en cuyas ocasiones, una vez hecha su siesta y bebido su buen escocés, se volvía locuaz y hasta casi tolerante conmigo.
—Es una buena cosa —está diciendo ahora—. De todos modos, y pese a todo, es una buena cosa. El hombre está hecho para conquistar. Debe ir hacia adelante. Venus es una meta maravillosa.
En el sueño, nos hallamos enteramente absortos en nuestra conversación, como uno lo está en la adolescencia con las discusiones sobre los temas que le interesan. Le he contado ya toda mi historia: el aprendizaje, la comisión, los tests, la selección, el programa de entrenamiento y los propios acontecimientos del viaje, con su lastimoso contragolpe en este establecimiento donde me hallo encerrado. Me hubiera gustado que el sueño hubiera empezado más pronto, lo cual me habría permitido, como a mi tío, saber lo que ocurrió en el transcurso del vuelo, pero no se puede tener todo; ya es un placer hablar con él después de todos esos años, y a juzgar por el ambiente de la habitación cálidamente iluminada por las lámparas, con los vasos de escocés medio llenos y las lentas volutas de humo que ascienden de su cigarrillo, estamos pasando un agradable momento.
—Entonces, pese a la forma como ha terminado todo, tú crees que de todos modos fue justificado —digo.
—Todo es justificado —afirma él— si es para dar un paso hacia adelante, un movimiento hacia un destino. El hombre es la única criatura de Dios que puede concebir un destino en términos abstractos, que es capaz de sacrificar su vida por alcanzarlo. Venus. ¡Magnífico! La Luna. ¡Magnífico! Cuando morí, ya sabes, nadie creía aún realmente en ello. Pero incluso entonces yo ya sabía que se realizaría.
—Y Marte —digo—, tú no has hablado de Marte.
—Marte fue un fracaso —me responde mi tío—, pero ese es el precio que hay que pagar. Hay que luchar, sufrir. Solo los peces más tenaces consiguen remontar la corriente. —Es sacudido por un acceso pertinaz de tos que le hace inclinar la cabeza y el busto hacia adelante, luego se vuelve a echar hacia atrás lentamente, dando cortas chupadas a su cigarrillo con mano temblorosa. —Mierda de cigarrillos —exclama—. Ellos fueron los que acabaron conmigo, ya sabes. No tuve suerte. Si hubiera nacido veinticinco años más tarde hubiera conocido los cigarrillos con filtro y hubiera podido sobrevivir al cáncer. Pero cuéntame, muchacho. Dime a qué se parece Venus. Me siento apasionado por Venus, como por toda nueva frontera, toda nueva etapa del progreso de la humanidad. Por eso estoy en la construcción, no solamente por el dinero, sino para desarrollar, para crear nuevas cosas. Así que, ¿cómo es? Un hermoso planeta, estoy seguro. Es el más cercano al Sol, ¿no?
—No, el segundo. La Tierra es el tercero. Nosotros volamos del tercero al segundo. Pero no puedo hablarte de Venus porque no aterrizamos en él. Hay una espesa capa de gases y no se sabe lo que hay en la superficie. Ahora no se sabrá nunca.
—¿Por qué? Tú has fracasado, pero eso no quiere decir nada. Habrá un segundo vuelo, y un tercero, y un cuarto. Y Venus terminará por ser conquistado. Como México, California, el Polo Sur. Cuando el hombre ha decidido algo, nada puede detenerlo. Así es como somos. —Mi tío se levanta, con los faldones de su batín flotando en la extraña brisa que parece reinar en este lugar, y pareciendo perplejo por un momento al no ver más allá de nuestras sillas otra cosa que una bruma gris y clara—. Bien —dice—, ha sido una entrevista muy interesante, pero ya no me queda tiempo. Tengo citas, cosas que hacer. Te cuidarás, ¿no es así, Harry?
—Tú no comprendes —le digo—. Ni siquiera me has dejado terminar. Quiero saber qué hacer. Necesito un consejo. He venido a pedirte que me ayudes.
—No tengo ningún consejo que darte.
—Tú eras el único hombre que he conocido con el que podía utilizar este lenguaje. Tú pensabas que existían soluciones racionales a problemas racionales, y que lo único necesario era hallar el método. Tú tenías fe, creías en el destino humano... —Pero debo interrumpirme porque me he echado a llorar. Seco mis lágrimas con el antebrazo y me trago los sollozos antes de continuar—: No puedes irte así. Me debes una respuesta. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué vamos a hacer todos nosotros? ¿Qué va a ocurrimos?
—Lo mismo de siempre. Vamos a continuar el viaje.
—¿Pero y yo? ¿Y yo?
—Me temo que es preciso que tomes tu propia suerte entre las manos —responde vagamente mi tío—. No puedo dedicarme a casos particulares; y siempre he tenido tendencia a generalizar. Bien —continúa, vacilando ligeramente y abriéndose camino fuera de mi campo visual—, me ha alegrado saber que te habías comportado tan bien, Harry. Mantente firme, y todo terminará arreglándose. —Se detiene con aire perplejo, un dedo posado sobre su boca—. Sé que he olvidado algo, pero ¿qué? —dice—. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! El dinero. ¿Necesitas dinero, Harry? Siempre aludías a él al término de nuestras discusiones. Si quieres...
—No, no vale la pena. Aquí se ocupan de todas mis necesidades.
—Iba a decirte que, si necesitabas dinero, yo no iba a poder ayudarte ya que al parecer he sido privado de todos mis bienes materiales. Será necesario que te salgas de esta por ti mismo, muchacho. En fin, lo importante es haber tenido esta buena conversación, ¿eh? Y te he devuelto algo de aplomo.
—Pero no me has respondido nada. Me dejas en el mismo estado de antes. Sigo sin saber por qué...
—Es preciso que te detengas, Harry —dice mi tío, poniendo una mano espectral sobre mi hombro, una mano que parece enviar radiaciones a lo largo de mi brazo—. Hay que dejar de hacer preguntas. Nunca he tenido la paciencia de escuchar tus preguntas. Harry: a decir verdad, te daba las respuestas que creía convenientes, pero la reflexión nunca ha sido mi fuerte. La acción, eso es lo que cuenta cuando se han pasado los veinte años —termina, desplazándose rápidamente para escapar de mi vista; yo me quedo en un estanque de grisor donde veo su sillón reducirse a una pequeña bola que es arrojada de allí y, mientras la luz mengua, me doy cuenta de que estoy completamente desnudo, lo cual no deja de azararme.
—Las respuestas —digo—, quiero respuestas sencillas; tú siempre las has tenido para mí, no puedes abandonarme ahora, no tienes derecho a hacerme eso; debes hablar. —Y continúo con una voz cuya impetuosa y juvenil entonación me impresiona, pero mi tío ya no está allí, y afortunadamente la escena se borra por completo; me encuentro de nuevo en mi cama, lleno de sudor y agitado, emergiendo gradualmente del sueño, o quizá escalando la pared de otro sueño, pero la sustancia de este último se me escapa y, al cabo de un tiempo, abandono la cama para irme a sentar en una silla y reflexionar.
Una buena cosa al menos: esta noche mi mujer no vaga por los pasillos. Nadie roza mi puerta con la mano. Me siento feliz de que hayan puesto fin a este absurdo. Estoy en mi casa en esta habitación, y quiero preservar mi identidad.
Recuerdo el estado de mi tío la última vez que lo vi, y no puedo hacer más que admirar la forma en que ha sabido aprovechar la muerte; tiene mejor aspecto que en todos esos años, y parece seguro de sí mismo y vuelto hacia el futuro, sin hablar de su alegría al ver sus creencias confirmadas por la era tecnológica.
36
—Vamos a Venus —le digo al capitán— porque es un mundo habitado y está previsto firmar un tratado de paz y de amistad con los venusianos para inaugurar varias generaciones de progreso. Los documentos se hallan ocultos a bordo, listos para ser firmados por ellos. Usted lo ha mantenido en secreto para darme la sorpresa, pero estaba al corriente de todo.
—No —dice el capitán con una risita. Sus ojos tienen una expresión de loco. Cae en una profunda meditación—. No ha acertado en absoluto. Haga un esfuerzo, Evans; este viaje no es infinito, y además tendría que dar pruebas de buena voluntad, de aplicación y de disciplina. —Cambia bruscamente de posición en su silla, pero su pie se desliza y cae al suelo—. Aprisa —prosigue, sin preocuparse por su caída—. Apresúrese. Tiene que hacer un esfuerzo, Evans; encuentre la respuesta ahora, o si no jamás tendrá la ocasión de hacerme una pregunta sobre mi vida sexual. ¿No siente deseos de conocer mi vida sexual? —añade con un guiño libertino—. Podría contarle cosas que jamás podría imaginar, y francamente ardo en deseos de confiarme a usted, puesto que con toda esta soledad en el espacio no pienso más que en eso, pero hay que respetar las reglas del juego. Vamos, Evans, busque un poco más. —Vuelve a sentarse, los codos en las rodillas y el mentón entre las manos, y me lanza una penetrante mirada—. Mire —dice—, voy a darle una indicación. La respuesta está en relación con nuestras vidas personales. Existe una razón personal y directa a nuestra presencia, la de los dos, en la nave. Siga por este camino: móviles privados, finalidades privadas. ¿Eso no le ayuda? ¿No le ayuda en absoluto? —Y con esta interrogación el capitán cae desvanecido en su silla; tengo que reanimarlo con vasos de agua y algunos movimientos de respiración artificial, y finalmente recupera el aliento, se levanta, y el juego, siempre el juego, comienza de nuevo.
37
Como resultado de una vieja promesa política hecha por un líder del desacreditado equipo gubernamental, el hombre se embarcó en 1977 con destino a Marte. La tripulación estaba compuesta por tres miembros. La partida tuvo lugar desde la órbita lunar, ya que era más económico proceder allá arriba al ensamblaje final de la nave espacial. El viaje debía durar seis semanas: dos semanas para ir a Marte, dos semanas para volver, y el resto para explorar el planeta y trazar su cartografía. Según las declaraciones oficiales, los tres hombres a bordo constituían el equipo más notablemente cualificado de toda la historia del proyecto, aunque solo uno de ellos hubiera participado en el programa lunar precedentemente abandonado. Los otros dos eran científicos: un físico y un biólogo que habían recibido un entrenamiento físico intensivo, y cuya presencia era garantía del interés de la empresa. El programa respondía a las objeciones de la opinión pública con respecto a los vuelos a la Luna, acusados de ser inútiles, principalmente publicitarios y desprovistos de fundamento científico.
Marte es el cuarto planeta a partir del Sol en este sistema solar. Es conocido con el nombre de planeta rojo porque las primeras observaciones efectuadas sobre él lo habían mostrado bañado por una luz rojiza. ¿Se trataba de una distorsión del espectro debida a la atmósfera, o bien el suelo era de este color? Esa era una de las numerosas y apasionantes cuestiones a las cuales debía responder la expedición. Entre otras cuestiones figuraban principalmente las siguientes:
¿Existe vida inteligente en Marte? ¿Existe vida, sea cual sea, en Marte? Los famosos canales marcianos, ¿son formaciones geológicas obedeciendo por azar a las leyes de la geometría y pareciendo así dispuestas en líneas rectas, o por el contrario son vestigios de una civilización pensante, hoy en día extinguida, que los habría construido para irrigar un mundo desecado? Los canales, ¿fueron creados por una raza no extinguida, y en este caso aceptaría esa raza explicar para qué sirven? Phobos y Deimos, los dos satélites de Marte, son mucho más pequeños en relación con el planeta que todas las demás lunas del sistema solar. Sus órbitas peculiares y opuestas son igualmente únicas, del mismo modo que algunas indicaciones obtenidas por su estudio espectral tendientes a probar que están hechos de metal. ¿Son en consecuencia satélites artificiales construidos por una raza inteligente que los situó en sus órbitas con fines experimentales o tecnológicos? ¿Puede proporcionar Marte algo valioso para la humanidad, ya sea en materias primas o en conocimiento experimental? A la luz del ruinoso fracaso del proyecto Apolo, una exploración de Marte ostensiblemente científica y sin reclamos publicitarios, ¿puede darle a la desacreditada política espacial, así como a la administración gubernamental que tiene el aprieto de hacerse cargo de los gastos, crédito suficiente como para justificar los dispendios efectuados en tiempo y material?
El 4 de mayo de 1977, la Kennedy II, llevando a bordo su pequeña y bien entrenada tripulación, emprendía el vuelo con la finalidad de resolver estos misterios y muchos otros tan esenciales como estos.
38
—El ser humano no es nada —ha tenido que decirme Forrest—. Sean cuales sean las circunstancias o el supuesto valor de un individuo, la vida humana no vale a fin de cuentas demasiado cara. Este es el error cometido por la gente que puso en pie al principio el programa espacial: le concedieron demasiada importancia a la vida humana a causa de toda la publicidad que rodeaba el asunto; el resultado: los progresos fueron frenados durante años, si no décadas. Se hubiera podido enviar un hombre a la Luna en 1958, o quizá incluso en 1953, si el valor de la vida humana no hubiera sido estimado desproporcionalmente en relación con el de la investigación. Pero esto va a terminar. Está terminando ya. No volveremos a cometer este tipo de fallo.
»En consecuencia —ha tenido que decirme, inclinándose hacia mí, más amenazador que nunca, haciendo todo lo posible por acentuar mi desorden interno—, hallaremos lo que ocurrió, incluso aunque tengamos que utilizar los métodos más penosos para extirpar la información. Ya no tenemos más tiempo, Evans, estamos cansados de sus misterios, los hemos tolerado durante demasiado tiempo. Su error es habernos juzgado mal, Evans. Usted no creía que hablásemos en serio, y su formación le empujaba a situar demasiado alto su persona, pero le aguarda una sorpresa desagradable.
»Ningún hombre es importante hasta tal punto, Evans. Para nosotros, usted no cuenta. No es más que un instrumento; eso es lo que han sido ustedes dos desde siempre, instrumentos. Obtendremos la información, lo quiera usted o no. Aunque haya que hacerle sufrir, y no crea que voy a disculparme por ello.
»Vamos, Evans, decídase a ser razonable, ¿o deberemos emplear el método fuerte? —Creo que ha hecho esta pregunta, a la cual no he respondido; ¿cómo podría hacerlo? Estoy tendido en el hielo, rodeado por cuchillas de fuego, bajo los fríos y duros ojos de los guardias que hinchan mi piel con ampollas de sufrimiento, y he intentado hablar pero es en vano. Creo que entonces ha dicho—: Muy bien, lo esperaba. Tanto peor para usted. Que empiece el proceso. —Luego he sido sacado de aquel lugar, y ya no he visto nada.
Seguramente debe haber dicho esto. Es la única explicación. Si no, si no ha pronunciado estas palabras, entonces es que todo ocurre en el interior de mi cabeza, y por lo que sé podría hallarme muy bien todavía a bordo de la nave, presa en la última y más devastadora de las Grandes Perturbaciones Venusianas, anestesiado y sometido a las sondas de los extraterrestres que bombean mis secretos, que sus cintas registradoras transmiten bajo la forma de pequeños sobresaltos y líneas discontinuas.
39
—¿Por qué no un niño? —preguntó Evans a su mujer después de haber hecho el amor, viéndola bajo él enfebrecida y dispuesta, ilusión de accesibilidad que siempre sentía en esos instantes, antes de que todo se estropeara irremediablemente—. Personalmente, yo no estaría en contra.
—No —respondió ella—, y está fuera de toda discusión. —Y, girando para apartarse de él, se deslizó hacia un lado de la cama, haciéndole vacilar—. No tendré ninguno.
—Algún día tendremos uno.
—Nunca tendremos ninguno. En tanto yo tenga mi opinión que dar.
—Hay que pensar en el futuro. Todo esto no va a durar siempre.
—Eso es lo que tú querrías —acusó ella ante los balbuceos de Evans—. No tienes noción del tiempo. Imaginas que esto va a durar.
—Eso no es cierto.
—Sí. Además, no tengo intención de seguir hablando, esto se va a convertir en una discusión y estoy cansada. Tengo sueño.
—Hey —dijo él, confuso, pasando un dedo por su mejilla—. ¿Recuerdas acaso que voy a emprender el vuelo hacia Venus? ¿Eso no significa nada para ti?
—Este programa es toda tu vida.
—La tuya también.
—Me hubiera gustado que no. Pero tengo ganas de dormir, de veras; ya no puedo soportar estas discusiones.
—Piensa un poco en mí —dijo Evans, tomando su pantalón de pijama y metiéndose una pernera—. Piensa en mí paseándome allá arriba a decenas de millones de kilómetros, hasta llegar a Venus. ¿No crees que me gustaría saber que dejo algo tras de mí? ¿Un niño, un heredero? Tampoco es fácil para mí, ya sabes.
—Perfecto. Entonces abandona el programa.
—Eso es lo que haré. Pero no inmediatamente. Por el momento debo quedarme; ya conoces las condiciones.
—Abandona el programa, y habrá un montón de cosas de las que podremos hablar.
—Prometiste —dijo él acariciándole la nuca, donde unas venas palpitaban bajo su palma—, dijiste que si yo quería realmente quedarme tú no te opondrías. Y yo quise quedarme.
—Y yo no me opuse. Quédate. Verás como no te lo impido. ¿No comprendes acaso que ya no estoy preocupada por nada de eso? Simplemente, no quiero oírte hablar más de ello. Te he hecho disfrutar ¿no te basta eso? He cumplido con mi papel. Pero nunca me he sentido unida a ti sexualmente, y no voy a darte además un niño para coronarlo todo. Ahora, si tú no quieres dormir, yo sí —terminó, apagando con un gesto brusco la lámpara de su mesilla de noche y consiguiendo al menos simular somnolencia por el ritmo de su respiración.
Evans, desconcertado, mortificado, reducido a la impotencia, permaneció durante un largo rato inmóvil, frotando la sábana con la uña y observando los insectos deslumbrados que acudían a morir contra el globo de la luz eléctrica del techo. La luz le cegaba y terminó cerrando los ojos, pero incluso bajo los párpados cerrados veía aún el globo colgando del techo e invadiendo su campo de visión, asaltado por los insectos que se precipitaban contra él, y sentía su calor aplastarle como la muerte mientras su mujer, a su lado, se sumergía en la noche y en un sueño entrecortado por gemidos. Olvida como la cuestión de tener un niño ha aparecido sobre el tapete. Olvida de qué modo ha sido resuelta. No sabe muy bien si a fin de cuentas han decidido tener uno o no, pero por lo que recuerda le parece que es más bien una conclusión negativa. Espera que sea negativa.
40
El primer día que estuvieron juntos en el simulador, el capitán, Joseph Jackson, se dirigió hacia Evans y le dijo, elevando la voz para cubrir el zumbido de las máquinas.
—Si uno se fía de las impresiones, podríamos decir desde este momento que nos hallamos en camino hacia Venus. Quizá no estemos en absoluto en un laboratorio. ¿No le da miedo eso?
Evans agitó la cabeza, poco deseoso de hablar, intentando sobre todo apretar los dientes para contener los sobresaltos que amenazaban en todo momento con hacerle vomitar en la cubeta afortunadamente prevista a tal efecto. El simulador sufría a intervalos aumentos de gravedad análogos a aquellos que se experimentarían en el momento de la aceleración y de la puesta en órbita, y Evans oscilaba entre las pérdidas y las recuperaciones de consciencia, sintiéndose sacudido por náuseas y borgorigmos dolorosos. Jamás antes se había hallado en el simulador en compañía del capitán, y jamás tampoco había sido sometido a una presión tan elevada. Pero la fecha del vuelo se acercaba, y se los sometía a ambos a unas condiciones cada vez más cercanas a la realidad.
—Nada me da miedo —respondió finalmente, mientras se sentía loco de terror y además aprisionado en aquella época en lo que más tarde llamaría, pensando en ello, su «período gris». Prosiguió—: No pueden hacerme nada que me... —entonces la siguiente sacudida se abatió sobre él, haciéndole el efecto de medio litro de ginebra engullido de un trago, y se halló jadeando, intentando recuperar el equilibrio apoyándose en las lisas paredes, y finalmente con la espalda clavada al suelo—. Demonios, quizá sí —confesó.
—Usted comprende —dijo Jackson casi imperceptiblemente (pero si Evans hubiera mirado de cerca hubiera podido ver en sus ojos una luz de locura)—, no tenemos ya ningún control sobre nuestra vida. Ellos nos lo han quitado todo. No existimos más que para su placer. —Se frotó negligentemente las manos, observando sus palmas; se hubiera podido pensar, reflexionó Evans, que estaba haciendo el muerto en una mesa de bridge—. El control que nos dejan no es más que una ilusión —prosiguió el capitán, antes de dejarse sumergir por los espasmos y las boqueadas en el momento en que fueron lanzados de nuevo—. Pero yo conozco el secreto —dijo cuando volvieron a una presión normal—. Tengo algo que me da una superioridad sobre ellos.
—¿Qué es? —preguntó Evans con una educada curiosidad, mientras se preguntaba si se hallaría aún con vida para salir de la cámara de compresión—. ¿Qué es lo que le da una superioridad sobre ellos?
—No ahora —dijo Jackson con una risita. Palmeó la espalda de Evans mientras la gravedad aumentaba de nuevo. Había muy poco tiempo libre para la conversación en aquel lugar—. Imposible hablar ahora; quizá nos estén vigilando. Se lo diré más tarde. Más tarde, Evans, cuando estemos en camino a Venus —declaró Joseph Jackson, y la cámara de compresión empezó a girar, las paredes se apretaron, Evans se desvaneció y el ejercicio prosiguió, mientras la mirada curiosamente fija del capitán acompañaba a Evans, doblado sobre sí mismo, a las tinieblas donde se sumergía.
41
Mi mujer viene a visitarme por la mañana. Me dirige la palabra a través de una pequeña ventanilla, en una sala especialmente acondicionada, con dos guardias de pie tras ella, los brazos cruzados, dirigiéndome guiños y muecas. El de más edad de los dos parece adoptar por momentos un aire picante, como si pensara en todo lo que mi mujer y yo podemos haber hecho juntos. Sin embargo, la sexualidad suscita aparentemente poco interés en este establecimiento, y quizá sea yo quien se está haciendo ideas.
—Es la última vez —dice ella, apretando el abrigo en torno a su cuerpo y mirando con ojos ausentes la pared, por encima de mi hombro derecho—. Ya no vendré más aquí. Tan solo quería anunciarte que esta era la última vez.
—De acuerdo. —Le devuelvo su guiño al mayor de los guardias, que echa una mirada a la pernera de mi pantalón, al parecer manchada con esperma seca. Las poluciones tanto nocturnas como diurnas parecen casi imposibles en las actuales circunstancias; sin embargo, la elástica rigidez adoptada por el tejido no se presta a ningún equívoco. Me pregunto qué puede haber ocurrido—. Efectivamente, no vale la pena.
—Me voy. Me marcho muy lejos, y no volveré. Ya te llegarán los papeles. ¿Entiendes lo que te digo, Harry?
—No si miras a la pared.
—He venido a avisarte porque creo que tienes derecho a saberlo. Pero no tengo nada más que decirte.
Es una mujer realmente seductora, decido finalmente (su apariencia objetiva me ha dejado en la duda durante muchos años): sus rasgos acusados, sus senos arqueados, crean un efecto que unos incentivos más delicados aniquilarían, y, recuerdo de pronto, sus dedos recorridos de pequeños arañazos e incisiones trazadas nerviosamente por sus uñas me han parecido siempre excitantes.
—Muy bien —digo a esa seductora mujer a la que he decidido no herir—: te vas lejos, y los papeles vendrán más tarde, así que no hay nada que yo pueda hacer. Te han dado permiso para irte. —Intercambio una mirada de complicidad con el mayor de los guardias, adoptando una expresión que le permite comprender bien que he fornicado con esta mujer con la que estoy hablando; una tal confirmación dará más sabor a sus fantasías. El más joven, que ha permanecido fuera del contacto así establecido, agita distraídamente la cabeza y balancea con gesto negligente su porra tras él, golpeándola contra la pared. Intento dirigirle guiños alentadores para animarle a participar en la situación, pero parece de mármol—. Has venido a verme para informarme de tu partida —concluyo.
—Sí —dice ella, inclinándose hacia el orificio a través del cual hablamos—. También quería decirte que durante mucho tiempo me he sentido culpable hacia ti, pero que ahora eso ha terminado. Sé que no es culpa mía y que puedo irme. He dejado de sentirme preocupada por eso, Harry.
—Está bien, te comprendo perfectamente. Has dejado de sentirte preocupada y no tienes ninguna razón para sentirte culpable, así que has decidido irte. Lo que me ha ocurrido provenía de factores individuales o quizá de incidentes ocurridos durante el vuelo, y por lo tanto tú no puedes sentirte implicada. —Yo también me inclino hacia ella, admirando su rostro, la línea de sus labios—. Has venido a decirme todo esto, y ahora que lo has hecho ya puedes irte.
—Siempre es igual —protesta ella—. Nunca me escuchas.
—Oh, sí, te escucho. Escucho todo lo que ocurre. ¿No es cierto? —digo, tomando como testigo al mayor de los guardias, que me devuelve una mirada vacía—. ¿Acaso no presto atención a todo?
—Supongo que sí —dice él—, pero yo no sé nada.
—No le hables —dice su colega—. No tenemos derecho a dirigirle la palabra. Cállate, o informaré de ti.
—Él puede hablarme si lo desea. Tiene los mismos derechos y privilegios que todo el mundo. Y además, tan solo busca ponerse de mi lado. Simplemente quiere fornicar con mi mujer.
—Ya basta —dice ella, levantándose—. Esto es demasiado.
—Él quiere fornicar con mi mujer; ¿por qué no? ¿Qué mal hay en ello? No importa quién, todos sienten deseos de beneficiarse a la mujer de un astronauta: ella representa la América encarnada. Lo anormal sería que no deseara acostarse contigo. Todo el mundo lo desea, ya lo sabes. Y además —digo, levantándome a mi vez—, todo el mundo lo ha hecho.
Ella esboza un gesto de amenaza contra mí, pero el guardia joven es más veloz: de un salto está junto a ella, inmovilizándole el puño. Observándola con una curiosa apatía, le ordena:
—No hay que tocarle. Está prohibido.
—Exacto —confirmo yo—. Soy aséptico.
—Déjeme —dice ella, debatiéndose—. ¡Déjeme! —Y los dos guardias se ven obligados a hacerla retroceder hasta la pared opuesta, donde se queda jadeante, espumeando, agitada por los sobresaltos, el cuerpo sacudido por oleadas de emociones que detecto con mi habitual sagacidad—. Lo único que lamento —añade— es que eso deba terminar así. —Intenta escapar de la presa de los guardias, pero estos hombres, burdos pese a sus eventuales fantasías, permanecen completamente apartados del drama que está representando y se muestran inflexibles. Ella se retuerce como un pez entre sus manos, luego, viendo que sus esfuerzos son vanos, abandona—. Pero buen Dios —gime, apartando con el antebrazo los cabellos que caen sobre su frente—, no voy a golpearle. Simplemente quiero abandonarle.
—Vamos a llevarla fuera, señora —dice el mayor de los guardias, tomándola por la muñeca de forma impersonal—. Los visitantes deben ser acompañados. Sobre todo cuando se comportan como usted. Deberé hacer un informe.
—¡Hágalo, no me importa!
—Escuchen —digo yo, inclinándome en la ventanilla para poder mover más cómodamente los brazos—, déjenla tranquila. No ha sido nada, no necesitan contar lo que ha ocurrido. No fue más que una simple disputa familiar. Y además no es culpa suya: su imaginación es limitada y necesita vivir las escenas para asimilarlas. Todo lo que debe inspirar es piedad. Tengan piedad de esta mujer.
—Usted no se mezcle en esto —ordena el más joven de los guardias, agitando la cabeza—. No tiene derecho a hablar. Cállese o me ocuparé de usted.
—No me da usted miedo —le respondo—. Teniendo en cuenta la vida que ha llevado ella, estimo que debe compadecérsela. ¿No es cierto que hay que compadecerte? —le pregunto, con la intención de llamarla por su nombre, pero me doy cuenta de que lo he olvidado y que me resulta imposible hacerlo surgir de mi memoria... y este repentino acceso de amnesia, en el momento preciso en que intento dominar la situación, me desconcierta; avergonzado, me aparto de la ventanilla y vuelvo a sentarme—. Lo siento —digo, ahogando un sollozo debido seguramente a la autocompasión—. Discúlpenme.
—Terrible —dice el guardia joven—, muy terrible—. Ignoro si se refiere a mi situación o a las perspectivas de la carrera que ha abrazado; no dice nada más, y ambos se llevan a mi mujer intercambiando murmullos. Ella sale de mi ángulo de visión y oigo cerrarse una puerta. Justo en este instante me vuelve su nombre, y me levanto con un sobresalto, llamando:
—¡Helen! ¡Helen, no puedes hacerme esto! Tienes que quedarte. ¡Alguien tiene que quedarse para ver lo que han hecho de mí! —Pero ella ha abandonado el lugar, y el hecho de gritar no consigue más que enturbiar aún más mi cerebro, una sensación de sudor, de dolor, de desorientación... hasta el momento en que caigo de rodillas, para ver a otros dos guardias (siempre van por parejas) aparecer a fin de sostenerme, y me llevan a mi habitación mientras sigo murmurando Helen, Helen, Helen, ¿pero dónde está ella ahora, o en su defecto Claude Forrest, para poder admirar el ardor de mi desahogo? Helen, maldita puta, tú lo sabías todo desde el principio: parece que pronuncio oscuramente esas palabras, pero debe ser mi cabeza, y la cabeza de un astronauta no deja filtrar nada—. Helen, maldita puta —digo de nuevo, mientras los guardias vuelven a instalarme con habilidad y cuidado en mi exigua habitación antes de marcharse cerrando la puerta con llave, dejándome la oportunidad de pasar toda la tarde maldiciéndola tanto como quiera; pero no lo hago; en vez de ello me sitúo frente a mi mesa y hago un intenso esfuerzo de voluntad para dedicarme a mi problema de bridge. Nada justifica los excesos emocionales. Eso es: nada justifica estos excesos emocionales.
42
—Lo siento de veras —le dice West con tono pesaroso, con una rojez poco natural empurpurando su recio rostro—. Siento haber tenido que tomar esta baza, Evans, pero no hubiera podido realizar el contrato si lo hubiera dejado correr a picas. Y además usted no regenta el mundo, Evans, sépalo. Tiene que comprender que los demás también tienen derecho a la palabra. ¿Lo ve? —prosigue, desplegando el juego que tiene en la mano y dejando entrever furtivamente un as por aquí, un rey por allá—, se ha engañado un poco al principio. El hecho de que usted ocupe la posición Sur no quiere decir que la Tierra gire a su alrededor. Tiene que mostrar tolerancia: hay cuatro jugadores en esta mesa, y cada uno de ellos es un ser humano igual que usted, con sus vicios y sus pasiones. Usted ha enfocado el problema sin tener en cuenta este elemento humano, y ahí precisamente reside su dificultad. Dicho esto, me siento culpable de haber recogido esta baza, Evans —concede West, inclinando la cabeza y estudiando su juego con vistas a la próxima baza—. Usted posee el don de comunicar un sentimiento de culpabilidad, así que debo disculparme, y disculparme también por la avalancha que va a seguir. Quizá pudiéramos arreglarlo para que usted llevara la próxima mano. ¿Qué opina? Eso le convendría, ¿no? —Dirige a Evans una sonrisa y un gruñido, se prepara animadamente a jugar la siguiente carta, pero sus palabras no han sido recibidas por Evans en la disposición de espíritu adecuada: sigue sintiéndose confuso por la traición de West, por esta insistencia ávida que lo ha empujado a apropiarse inútilmente de una baza, arruinando así sus posibilidades de llegar a la solución; y en consecuencia Evans —revigorizado por su entrevista con su mujer, por su enfrentamiento con los guardias, por sus crecientes recuerdos de lo que le ocurrió— se precipita a la garganta de West e intenta ferozmente estrangular a su enemigo haciendo presión sobre su adiposa carne, pero en este mismo instante se abre la puerta y entran los Expertos en Bridge: media docena de hombres con chaquetas cruzadas, ojos penetrantes, llevando largas boquillas, que avanzan en una solemne procesión.
—¡Deténgase! —gritan—. Esto es contrario a todas las convenciones internacionales, y ningún club de prestigio toleraría su conducta. Las reglas son estrictas: debe anunciar usted un trébol de llamada para hacer que su pareja desvele su color; debe jugar en la fuerte del adversario; debe mantener y respetar el decoro de este noble juego. —Y los Expertos en Bridge, con sus manos descarnadas pero sorprendentemente potentes, tiran de Evans arrancándolo de West y proyectándolo tembloroso contra un rincón.
—Cerdos —dice Evans sin convicción—. Esto no es justo; no pueden hacerme esto. —Pero extrañamente su voz se parece más a un gemido que a una acusación, y además nadie le presta atención; West se arregla las ropas, se alisa las solapas de la chaqueta, expresa a los expertos su agradecimiento por la asistencia, y después de haberse consultado mutuamente los expertos se reúnen alrededor de la mesa e inician una partida por su propia cuenta, mientras West se mantiene a su lado como observador y Evans sigue gimiendo en su rincón.
—Un sin triunfo —dicen los expertos—, paso, paso, doble, paso, paso, redoble, paso, paso, paso —y la partida se juega con una prisa exquisita y es consumida hasta la marca, tras lo cual los expertos se levantan y se felicitan—. ¡En ruta hacia Venus! —declara uno de ellos—. ¡En ruta hacia Venus! —repiten todos, y luego se retiran, no dejando allí más que a West, que se sienta a la vacía mesa aguardando a Evans y haciendo dibujos en la hoja de tantos.
—No creo que estos problemas de bridge se desarrollen como deberían —observa Evans, y al ver a West asentir melancólicamente con la cabeza lo barre de la habitación y decide renunciar para siempre a esa parte de su existencia.
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Durante la cuarta de las Grandes Perturbaciones Venusianas la mente de Evans está totalmente subyugada, y los extraterrestres le informan que van a llevarlo a visitar Venus.
—Permanece tranquilo, no te resistas —le aconsejan las voces en su cabeza—, y recuerda que sigues estando siempre a bordo de tu nave; nosotros utilizamos solamente sugestión. Nuestros medios no están lo suficientemente desarrollados como para transportarte físicamente. —Y mientras él yace paralizado, con los ojos cerrados (o quizá abiertos, no es consciente de ello), es conducido hasta Venus; se hunde bajo su manto nuboso y percibe maravillosas ciudades, fabulosas muestras de arquitectura, campos fértiles donde los venusianos, que no tienen un aspecto menos humanoide que los hombres, se ocupan con animación de los trabajos de cultivo.
—Las granjas alimentan a las ciudades, las ciudades cuidan de las granjas, y así unidos prosperamos —le dicen sus guías, y entonces ve escenas en colores del progreso industrial: enormes máquinas, vehículos recorriendo el paisaje.
—Somos una raza sedentaria, enamorada de la paz, que no busca la expansión; de no ser así, haría centenares de años que hubiéramos conquistado tu planeta —le explican, mostrándole primeros planos de venusianos felices, probablemente de ambos sexos, tiernamente reunidos en parejas.
—Nuestro único deseo es llegar al final de nuestro ciclo de vida en plena armonía. Estos gases no son más que una capa protectora; esperábamos que juzgarais el planeta inhabitable —confiesan un poco tímidamente, mientras Evans ve imágenes de sabios venusianos en laboratorios, frente a inmensos depósitos donde burbujean los gases.
—Pero no hemos tenido en cuenta vuestra perseverancia. —Evans asiste ahora a vistas de conferencias entre políticos y sabios venusianos, luego de nuevo máquinas, pero más elaboradas esta vez, y encerradas en cajas parecidas a ataúdes.
—Así que hemos tenido que poner a punto dispositivos de defensa para poder interceptaros —prosiguen los guías, y en este momento las imágenes desaparecen, el cerebro de Evans queda como desconectado, y al cabo de un tiempo correspondiente, supone, a un cambio de bobina de proyección, su propio rostro se materializa en primer plano. Sudoroso, extraviado, al límite de la inconsciencia, este rostro está deformado como por movimientos torbellineantes, sus rasgos parecen disociarse, luego se distienden en el sueño. Evans comprende que se le está mostrando el aspecto que ofrecía en el momento en que la nave alzó el vuelo, pero no por ello la imagen es más fácil de soportar; se siente horrorizado por su apariencia, y busca detener el desarrollo de las imágenes... pero los venusianos, que intercambian frases locuaces viendo el efecto producido, persisten en su intención, y presentan ahora a Evans otras imágenes de su persona: Evans defecando en la cápsula, Evans comiendo, Evans hablando con el capitán, Evans comunicando una posición por radio, Evans tocándose en su sueño, luego masturbándose furiosamente.
—¡Ya basta, ya basta! —aúlla Evans, incapaz de soportar esas visiones, pero los extraterrestres continúan despiadadamente, y siguen otros primeros planos: Evans en su sueño, el rostro contraído por las pesadillas; Evans despertándose otro día a bordo; los ojos hinchados por el horror de los recuerdos que le asaltan y que aún no ha tenido tiempo de amortiguar mediante píldoras; Evans absorbiendo bolas de alimento deshidratado y mirando con ojos alocados al capitán, que parece en pleno vómito—. ¡Ya basta! —grita de nuevo—. ¡Ya basta! —Y es solo entonces cuando los extraterrestres renuncian a su crueldad: las imágenes se borran, el cerebro de Evans permanece un instante vacío, luego poco a poco la conciencia vuelve a él y se encuentra de nuevo en el interior de la nave, los ojos fijos en el techo, con las voces que siguen hablándole pero ahora sin efectos visuales. En alguna parte en un rincón el capitán da un salto y se debate; quizá sea él ahora el espectador de las proyecciones.
—Comprendedlo —dicen las voces—, nos vimos obligados a adoptar esta postura. Teníamos que defender nuestros intereses, proteger nuestro planeta y nuestras vidas. En consecuencia, os pedimos que deis media vuelta inmediatamente, o en caso contrario seréis destruidos.
—Pero esto es absurdo —responde Evans—. Vosotros no comprendéis, todo esto es forzosamente una alucinación. Venus está deshabitado; no existe ninguna vida inteligente en Venus, y aunque este fuera el caso no adoptaría las formas que me habéis mostrado. Todo ocurre en mi cabeza, yo lo he forjado todo. Es la tensión nerviosa debida al viaje por el espacio. Es lo mismo que debió producirse en el transcurso del vuelo a Marte. Lo estoy imaginando todo.
—Desgraciadamente no. Esto es la exacta realidad. Si hay lagunas en vuestros conocimientos, fallos en vuestras investigaciones, nosotros no podemos hacer nada.
—Neurastenia alucinatoria y síndrome de retirada —continúa Evans—. Fuimos prevenidos de este peligro. Nada de todo eso ha ocurrido realmente.
—Sí, Evans. Hablamos completamente en serio, y vamos a aniquilar vuestra nave si no dais media vuelta. O bien mataremos a uno de vosotros dos y enviaremos de regreso al otro vivo para hacer saber a los demás que no queremos ser molestados.
—No —protesta Evans, haciendo un esfuerzo para sentarse—. Tengo que reaccionar. No quiero seguir con todo esto. Voluntad, disciplina, entrenamiento, control físico. Debo recuperar mi sangre fría y negar esta ilusión. —Y gracias a una forzada concentración mental consigue, al menos momentáneamente, dispersar todos los elementos que componen la Perturbación; todo fluye fuera de él como agua, y se pone en pie temblando, con su sensación de triunfos apagada casi inmediatamente por los clamores y las quejas que lanza el capitán mientras se revuelca en su camastro, los ojos cerrados, los puños apretados, el sexo protuberante; luego los párpados del capitán se abren mostrando dos ojos también protuberantes, todo su ser parece distendido, y mirándole Evans comprende de pronto qué imágenes exactas deben proyectar los extraterrestres en su mente, ya que indiscutiblemente el capitán es presa de un orgasmo... y Evans, que nunca antes ha visto a otro hombre en tal situación, juzga esta exhibición a la vez tan chocante e interesante que se sienta con las piernas cruzadas, la barbilla en la mano, para examinarla desde más cerca, y su curiosidad se ve despertada de tal modo, su participación es tan intensa, que se pregunta si finalmente no estará concediéndoles un cierto crédito a las afirmaciones de los extraterrestres y empezará a no creer en la realidad de su misión.
44
Es el momento de decirlo todo; no puedo retroceder. Terminado el disimulo, terminadas todas las maniobras: tomo una hoja de papel en blanco, la sitúo delante de mí, y comienzo a escribir. Todo está tranquilo; no parece que esté siendo observado. Puedo contarlo todo, y será simplemente como si me hablara a mí mismo.
Señores (eso es lo que escribo), la verdadera historia de la expedición de 1981 a Venus puede ser ahora por fin revelada. En camino tropezamos con los venusianos, que tomaron posesión de nuestras mentes introduciendo en ellas imágenes. Por mi parte asistí a vistas documentales de su planeta, pero creo que el capitán tuvo visiones de naturaleza sexual. Los venusianos nos amenazaron con matarnos si no dábamos media vuelta y regresábamos. Se negaron a admitir que éramos incapaces de accionar directamente los mandos y por ello asesinaron brutalmente al capitán, para que sirviera de ejemplo. El horror de este acto me sumergió hasta tal punto que, bajo el shock, me hundí en un estado cataléptico con un trasfondo neurasténico conduciendo a la ruptura esquizoide, lo cual me hizo incapaz hasta ahora de comunicar mi visión de los acontecimientos. Por el contrario, me encerré en un reflejo de disasociación y en las pequeñas obsesiones de los esquizofrénicos: juegos, rompecabezas y falsos recuerdos recurrentes. Incluso los esfuerzos de mi mujer por llegar hasta mí fracasaron. De todos modos, gracias a la dedicada acción del personal de este establecimiento y a los hábiles cuidados del psiquiatra que se halla a su cargo, el doctor Claude Forrest, he recuperado poco a poco el contacto con la realidad, y esta noche todas las piezas encajan para mí. Les desvelo pues la verdad integral e irónica acerca del vuelo a Venus; finalmente me hallo en condiciones de aceptar esta revelación, y deseo que lo mismo ocurra con ustedes.
Es una cosa humillante, señores, descubrir que existe al menos otra raza inteligente en nuestro pequeño sistema solar, y que esta raza es capaz de tratarnos con una crueldad tan humillante. Al mismo tiempo que un sentimiento de culpabilidad, pienso que es un orgullo xenófobo el que me ha impedido enfrentarme antes a la situación: yo tampoco quería creer en la existencia de los venusianos, y buscaba una explicación más natural y más creíble... pero no había ninguna. Espero que acogerán favorablemente estas noticias y, ahora que he terminado ofreciendo la explicación completa del desastre de la misión a Venus, espero que retirarán ustedes estas murallas para dejarme salir de aquí como un hombre libre. Me gustaría pasearme al sol en compañía de mi mujer. Me gustaría hundirme en ella y verterme en su interior. Me gustaría que se diera en mi honor una gran recepción en el transcurso de la cual se me concediera una medalla. Me gustaría desfilar por Broadway bajo la lluvia de los confetti, de pie en la parte de atrás de un enorme coche al lado de un alto dignatario, rodeado de aclamaciones y de hurras, con, en el fondo de mi consciencia, la difusa noción de la amenaza de la bala de un asesino para disuadirme de pensar demasiado en mí.
Me gustaría presentar mi dimisión del programa y entrar en uno de los ministerios o convertirme en encargado de asuntos para el gobierno. Me gustaría ser consejero del Presidente para tal o cual asunto, y ver publicadas las fotos de nosotros dos juntos: dos rostros serios y preocupados, los rasgos marcados por la gravedad de la discusión, sonriendo a los periodistas. Me gustaría tener un Cadillac 1977 con motor a turbina, deseo que por una razón que solo ellos conocen los responsables del programa nunca han atendido. Me gustaría luego ser agregado a una universidad como conferenciante. Me gustaría ocupar mi tiempo libre yendo a los parques de atracciones, los fumaderos clandestinos y las casas de citas. No creo que sea irrazonable. Pienso tener perfectamente derecho a realizar estas ambiciones. Quiero olvidar a los venusianos, el programa, Venus, el capitán, los tests, el programa, la cámara de compresión, los criptogramas, el programa, y muchas otras cosas más. Sinceramente suyo. Y habiendo terminado así mi carta, la firmo y la deslizo, como todas las demás, bajo la puerta de mi habitación, luego espero a que la tomen, espero que la puerta se abra, espero la reacción que va a liberarme.
45
Jackson. Se llamaba Joseph Jackson. Existen varios anagramas de Jackson, aunque es posible encontrar más con Josephson puesto que es un nombre más largo. Dicho esto, hay que contentarse con lo que uno tiene, y el hecho es que se llamaba realmente Joseph Jackson (y no Jack Josephson como creí por un momento): ahora que me acerco cada vez más a la verdad, el recuerdo se hace más preciso.
JACKSON
SON JACK
SO JANCK
KNOS JAC
C K JANOS
K C JONAS
CANS JOK
Por la mañana, con los pies por delante, Evans es arrancado de su penoso sueño y arrastrado por los pasillos hasta la oficina de Claude Forrest. Forrest, que tiene en su mano la reciente comunicación de Evans (este reconoce su escritura, su papel de cartas, la forma como dobló la hoja antes de pasarla por debajo de la puerta), le saluda con una inclinación de cabeza y le hace señas de que se siente. Evans lo hace, mirando a Forrest con unos ojos penetrantes, el ceño fruncido, la frente arrugada, invadido por un fluir de inteligencia que se derrama en él como procedente de un depósito repentinamente abierto, resuelto a seguir mostrando a su interlocutor que puede ser el-hombre-que-siempre-ha-sido pese a sus recientes sinsabores.
—He leído esto —declara Forrest, dejando la carta sobre el escritorio—. Es muy interesante.
—Gracias —responde Evans. Aunque intenta no sentirse impresionado, nota un pequeño soplo de orgullo hincharse en él. Siempre ha deseado la admiración de Claude Forrest (ahora puede confesárselo a sí mismo), principalmente en relación a su forma de escribir, ya que Evans cree poseer un estilo extremadamente literario y poco habitual, sobre todo para un astronauta—. Infinitamente gracias.
—¿Mantiene usted esta versión? ¿Es eso realmente lo que quiere hacernos creer?
Presa de un temblor, Evans inclina afirmativamente la cabeza.
—Sí —confirma—, eso es lo que quería.
—¿Y debemos admitir una cosa semejante? ¿Otra de sus sorprendentes confesiones? —Las manos de Forrest se agitan, una pequeña gota de transpiración se desprende de su frente y cae en medio de la hoja de papel. Es un hombre con un peso demasiado elevado para su estatura, en mal estado físico, que probablemente sufre taquicardia y sudores, decide Evans; en ningún caso el tipo de individuo susceptible de comprender la psicología de un astronauta y su soberbio condicionamiento—. Imposible —termina Forrest—. Imposible.
—Eso es lo que he querido decir.
—¡No hay habitantes en Venus! —grita Forrest, dejando caer un puño sobre la mesa—. Esta es la historia más idiota que jamás haya oído en mi vida. En vez de progresar, vamos hacia atrás. Aún no hemos obtenido ningún resultado.
—Si es así —sugiere Evans suavemente—, ¿por qué simplemente no me sueltan?
No diga estupideces. Empiezo a perder realmente la paciencia con usted. Cada vez me resulta más difícil mantener una actitud profesional; estoy persuadido de que usted lo hace a propósito, de que es una perversidad por su parte, Evans. Eso no se puede seguir tolerando.
—Lo siento —replica Evans, cruzando las piernas y manteniendo una actitud superficialmente tranquila, frente a la turbación que evidencia Claude Forrest—. Lamento haberle causado tantos problemas, pero creo que es preciso ver un poco más lejos que...
—¿Está hablando usted en serio? ¿Pretende que creamos este testimonio?
—¿Por qué no? —Evans se alza de hombros y se pasa una mano por la frente—. Es una versión como cualquier otra, ¿no? Dígame qué otra cosa quiere oír, y se lo desarrollaré. Soy cooperativo, realmente cooperativo. Y además...
—Ya estoy harto de amenazarle, Evans —dice Forrest, levantándose—. Jamás hubiera pensado que la situación se deteriorara hasta este punto. Esperaba conseguir por medios razonables unos fines razonables, pero estaba equivocado. No va a seguir usted burlándose de nosotros. Lo que está en juego es demasiado importante.
—¿Puedo tomar de nuevo mi testimonio? —dice Evans plácidamente, alargando una mano y cogiendo la hoja de papel, que enrolla bajo su brazo—. Hay algunos elementos que desearía modificar, efectuar algunos añadidos; y además hay otra cosa que...
No puede decir más. Forrest avanza hacia él, toma el papel, y tira de él para arrancarlo de su alojamiento. El papel se ve reducido a fragmentos, que saltan de las manos de Forrest y revolotean hacia el suelo en una lluvia torbellineante.
En este instante, mirando a Forrest, Evans percibe la escena bajo la forma inmóvil de una instantánea, algo parecido a una naturaleza muerta: los fragmentos de papel salpicando el aire como una pequeña explosión, la mirada baja de Forrest que los observa; en sus ojos hay una expresión a la vez impresionada y apenada mientras los papeles se le escapan; todo su cuerpo está tenso hacia esta sustancia fragmentada, como si, apoderándose de ella, pudiera poner su mano sobre el propio Evans y reducirlo a su merced. Pero el sentimiento del fracaso llena ya su mirada: jamás recuperará el papel, este se halla enteramente fuera de su alcance, se desintegra y se esparce, y en ese momento Evans tiene la impresión de comprender por primera vez la verdadera naturaleza de Forrest, sin hablar de su papel y de sus motivaciones, ni de las pequeñas convulsiones de miedo que deben afligirle como a cualquiera, y Evans siente deseos de tenderle la mano para tocarle, pasar los dedos por su rostro casi como una caricia y decir:
—No es nada, no es nada —viendo a Forrest como a un niño gordo y palurdo, siempre mantenido fuera del centro de su existencia e intentando aferrarse a ella con lágrimas de rabia; pero cuando Evans acerca su mano al asolado rostro del psiquiatra, el tiempo parece terminarse como una cinta magnética llegada al final de su recorrido y que vuelve a fijarse al magnetófono para ser rebobinada. Lentamente, toda la escena se reproduce al revés: el papel flota hacia arriba, la mano de Evans se retira, Forrest retrocede, y como cada vez la presa robusta de los guardias se materializa por detrás para apoderarse del desgraciado Evans y hacerle salir por la fuerza de la oficina, pese a los chillidos y lamentos que emite como única protesta. Todo esto se vuelve muy repetitivo. Hay como quien dice obsesionantes similitudes. Es preciso hallar algún medio de romper el ciclo, de escapar a esos lazos: necesitamos Venus, tenemos que obtener Venus en nuestro siglo; necesitamos (se nos ha prevenido) aumentar nuestro espacio vital, y además el programa no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir si no consigue, al menos una vez, un claro triunfo.
46
Con una percepción muy clara, me veo a bordo de la Kennedy II; me encuentro de nuevo en el interior de la nave, bajo la forma de una pieza de maquinaria o pintado para confundirme con los mamparos (todo es posible con mi entrenamiento), y así puedo observar a escondidas a los tres astronautas destinados a la primera expedición a Marte: aquí están tal como los recuerdo, sin el lustre de los retratos oficiales; aquí están, X, Y y el capitán, Z, metidos en la cápsula de la Kennedy II, a veinte millones de kilómetros de la Tierra, camino a Marte, apagadamente acurrucados y murmurándose confidencias puesto que no hay nadie para vigilarles. Esperan que no haya nadie para vigilarles. Se les ha dicho que no había ni cámaras ni micros de vigilancia en este vuelo, pero no pueden estar seguros de ello. Tienen muy poco que hacer puesto que toda la operación está automatizada. Su primer acto autónomo se producirá una semana más tarde —cuando abrirán una escotilla para que Z e Y puedan posar el pie en Marte—, pero es una perspectiva demasiado lejana aún como para retener permanentemente su atención. Como lo son las comprobaciones, los horarios de las comidas o las verificaciones de los sistemas de emergencia. Tampoco hay emisiones televisadas que poder ver; debido a la hostilidad de la opinión pública, este vuelo ha sido rodeado del mínimo de publicidad. Pese a lo cual parece que se han producido algunos disturbios en las proximidades de la zona de lanzamiento la víspera de la partida. Pero X, Y y Z no se preocupan demasiado por ello. Y posee una cierta formación política, pero es puramente teórica y no se ejerce nunca más allá de lo abstracto. En cuanto a X y Z, son individuos de mente más simple.
Sin embargo, ahora están hablando de política, o al menos de la política del programa. Su conversación es deshilvanada; ninguno de ellos sabría fingir un interés particular hacia sus compañeros o su situación común, pero hay que pasar el tiempo; entre dos comunicaciones con la base, el charlar siempre ayuda. En realidad, Z se siente angustiado por un temor complejo cuya naturaleza es incapaz de descubrir; no es debido al hecho de ser el primero en aterrizar en Marte (la seguridad de la misión está garantizada, y hay el precedente de la Luna): no, lo que atormenta a Z es que no está seguro de tener la menor razón para participar en este vuelo, que en ningún caso se siente cualificado para ser el capitán de la expedición, y es también la noción de que, si algunos años antes no hubiera trazado unos zigs en vez de unos zags en la hoja en blanco de su existencia, hoy en día se hallaría en una posición mucho más favorable... tendido en su cama, por ejemplo, contemplando las hojas de los árboles, en vez de calcular tristemente las órbitas dentro de su cabeza mientras la nave se dirige hacia Marte. Es este sentimiento lo que le ha empujado a decir:
—De hecho, no creo que esto funcione como esperan. —Reflexión que ha desencadenado una discusión en cuyas redes se hallan actualmente metidos.
—Esto es completamente falso —está diciendo Y—. La única posibilidad de salvar el programa era realizar una hazaña espectacular como esta de ir a Marte. Reanudar los vuelos lunares hubiera sido dar un paso atrás. Y además, ¿quién sabe qué riquezas naturales encontraremos allá? —Se apoya en un mamparo y agita la cabeza—. Una tal agitación por parte de nuestro capitán —empieza a decir, buscando trazar un paralelismo humorístico entre las quejas de Z y la oposición política engendrada por el vuelo, pero algo lo detiene, una mirada y un movimiento de las manos de Z que le hacen comprender el peligro de toda broma demasiado osada, e intenta cerrar la discusión, con un—: De todos modos, eso no nos concierne. ¿No es así, X? Prácticamente no somos más que herramientas.
X, el más joven de los tres y sin duda el más cualificado (el único también que no tiene ningún problema importante en su vida privada: Y y su mujer se encaminan hacia un doloroso divorcio, el anciano padre de Z, afectado de una arteriosclerosis irremediable, vive con su familia desde hace siete años, y su lenta degradación ha conducido al menos a dos de los hijos de Z a serios conflictos emocionales, cosa que el psiquiatra del programa no ha considerado necesario eliminar, puesto que el anciano padre en cuestión resultaba muy fotogénico en todos los documentos gráficos), mira por una portilla y observa:
—Finalmente no es en realidad rojo. Habría que estudiar la cuestión. Debe ser nuestra atmósfera la que causa una distorsión del espectro. Es muy interesante: habría que realizar algunas experiencias.
Pero este tipo de observación científica deja fríos a Y y Z, que se hallan absortos en otra especie de metafísica, y ahora parece que la escena cambia (mi posición de testigo a bordo de la Kennedy II me permite no solamente asistir a todo lo que ocurre, sino también contraer el tiempo para aislar los episodios más interesantes) y nos hallamos más tarde; mucho más tarde al parecer. Se trata de un período de sueño, en el transcurso del cual X monta guardia (han decidido que a causa del cinturón de asteroides o Dios sabe qué, era preferible establecer un turno de guardia), mientras Y y Z murmuran en sueños. «¡Los cálculos, los cálculos!», grita Y mientras sigue durmiendo, y Z murmura: «Ya basta, papá. No puedo seguir viéndote en este estado; es como una horrible broma». Y: «Hay que salvar la situación», gruñe Y, mientras Z prosigue: «En nombre de Dios, ¿ese viejo no va a dormirse nunca?» Y este monólogo a dos voces prosigue: ambos tienen el dormir pesado y los sueños locuaces, y sus memorias tienen numerosas bobinas que desenrollar en estado de inconsciencia. X, que los oye, intenta no prestar atención; se obstina en mirar fijamente al vacío que se extiende ante él. Es un hombre de formación científica (estudios de antropología y geología), que lleva una vida fría y encerrada en sí misma; contrariamente a la mayor parte de sus camaradas recientemente afectos al programa, no establece distinción entre su vida personal y su vida profesional, y por ello no sufre la tensión nerviosa y la neurastenia que los afecta a todos. No quiere escucharlos, piensa; no tiene nada que ver con sus ensoñaciones nocturnas; tiene cosas más importantes que resolver. ¿Cuáles son los orígenes de Phobos y Deimos? ¿Por qué los canales antiguamente observados dibujan figuras geométricas? ¿Por qué los telescopios modernos han dado la impresión de construcciones erigidas sobre la arena? X lanza un suspiro preguntándose qué impresión sentiría si le tocara a él descubrir la primera ruina marciana. Pero aparta este pensamiento, porque a él le corresponde permanecer en la cápsula.
Se concentra de nuevo en Marte, ignorando los entremezclados discursos que siguen manteniendo sus compañeros, y es en este momento (lo he estado esperando durante días) que emerjo de mi escondite y me dirijo a él por primera vez. Eso implica que yo pierda una parte de mi anonimato, y con ello de mi seguridad, pero es esencial para mí confiarle algunas cosas a X (que, de los tres, es el único que suscita en mí una cierta esperanza).
—Escúcheme —le digo—, usted es un científico y un realista. Los otros dos están a punto de desmoronarse. Pero usted tiene que escucharme. Este vuelo está condenado a la catástrofe. Nunca alcanzarán Marte. Por razones inexplicables, se saldrán de la órbita prevista y derivarán hacia el cinturón de asteroides. Entrarán en colisión con Ceres y serán pulverizados. Nadie llegará a comprender nunca lo ocurrido.
—Interesante —responde X, estudiando sus uñas—. Yo también he sentido los mismos temores. Pero carecen de fundamento. Ganaremos.
—Imposible —digo—. Están perdidos. Estamos en 1981. Todo esto les ocurrió en 1977. Han pasado cuatro años y ustedes se han convertido en personajes históricos; el accidente es ya tema de archivos, de conferencias, de discusiones y de libros. Les quedan menos de cuarenta y ocho horas de vida; a los tres.
—Esto es irrazonable —responde X—. Y yo soy un hombre razonable. Lo que usted dice no puede afectarme; está hablando de imponderables.
—Es demasiado tarde —digo—. Demasiado tarde para discutir. Estos acontecimientos se produjeron hace tiempo. No podemos considerarlos más que retrospectivamente. Entonces explíqueme. ¿Por qué? ¿Por qué ocurrió?
—Nada ocurrió —declara X. Con la omnipotencia de que dispongo en tanto que pasajero clandestino de este vuelo histórico, registro una aceleración de su pulso hasta 106, así como una alteración significativa de su tensión—. Nada ocurrirá —prosigue—. La misión será un éxito. Efectuaremos nuestras observaciones del planeta Marte y estaremos de regreso dentro de cinco semanas. Exactamente cuatro semanas, seis días y doce horas.
—No. —La impaciencia ha sustituido a la compasión que desearía experimentar—. No es así como se produjeron las cosas.
—Buen Dios —gime Y en sus sueños—, los cálculos están todos equivocados. Hay un error de porcentaje. —Es sacudido por un sobresalto, recorre a medias la pendiente que le conduce al despertar, luego vuelve a hundirse en la somnolencia.
—Salga de aquí —me dice X—. Su presencia a bordo está prohibida. No forma parte del personal autorizado.
—Sí formo parte. En 1977, aunque sin saberlo todavía, seré dentro de cuatro años el copiloto de la primera expedición a Venus. Ya estoy adscrito al programa. He pasado los tests de aptitud y de seguridad. Tengo derecho a estar aquí.
—No —insiste X, descolgando de un mamparo una enorme llave inglesa—. No quiero escucharle. Váyase.
—Van a fallar la órbita de Marte —digo con voz urgente, intentando convencerle antes de que inicie un gesto desastroso. Quizá X no sea el interlocutor adecuado. Quizá hubiera hecho mejor dirigiéndome al más analítico Y o al más atormentado Z, aguardando el momento propicio. Pero mi horario es imperativo, soy arrastrado por fuerzas al menos tan costosas como aquellas de las que depende el vuelo (no tengo, legalmente hablando, autorización para estar a bordo, y el factor tiempo posee un efecto devastador), de modo que debo contentarme con X, que me observa palpando su llave inglesa y parece cada vez menos dotado de razón—. Se estrellarán contra Ceres y serán destruidos. Los instrumentos no revelarán nada. La causa de este desastre se convertirá en un misterio absoluto. Los científicos se sentirán consternados, los políticos se cubrirán de vergüenza, el público se mostrará contento o furioso según el punto de vista de cada cual. Se acabará atribuyendo el origen del accidente a un error del ordenador, pero todo el mundo en las esferas competentes sabrá que es una mentira. Los ordenadores no cometen nunca errores. Las familias se vestirán de luto, los oficiales se sentirán aterrados. El programa será virtualmente abandonado. Las estaciones lunares serán cerradas y sus miembros reducidos al paro. Se decretará un día de luto nacional, pero eso no hará más que aumentar la tensión. Se trazarán planes para una segunda expedición a Marte y serán apresuradamente abandonados. Se enviarán sondas automáticas casi al azar, sin preparativos, y fallarán su blanco una tras otra. Los políticos opuestos a la continuación del programa conseguirán un triunfo aparente, y el programa será prácticamente repudiado. Se celebrarán ceremonias de conmemoración en numerosas ciudades. El programa hecho pedazos no podrá emprender de nuevo la marcha más que reconvirtiéndose y haciéndose invisible; no le será posible continuar más que adoptando exactamente la inversa de los métodos que lo han llevado al punto donde está ahora. La preparación del vuelo a Venus se efectuará dentro del mayor secreto; los fondos que lo financiarán serán desviados de sus destinos iniciales. No habrá ninguna publicidad. Un entrenamiento costoso, penoso y terrible, comenzará para los dos hombres destinados a dirigirse a Venus. Un cierto ambiente de desesperación contaminará los preparativos de este vuelo. El programa seguirá adelante aún sabiendo implícitamente, sin querer admitirlo, que Venus no podrá ser alcanzado y que la misión será un desastre. Y sin embargo, sin embargo...
—No —exclama X—, no, no puedo seguir soportándolo. —Se balancea sobre sus piernas, con aire concentrado, y arroja la llave inglesa en mi dirección. Intento esquivarla pero soy demasiado lento, estoy demasiado absorto en mis propias palabras, para tener suficientes reflejos, y recibo un golpe demoledor en el cráneo, no, en la sien, el pómulo, la base de la nuca, el tejido nervioso que gobierna mis funciones orgánicas, y la médula espinal se desgarra, la sangre mana, la linfa brota, mi cabeza se separa de mi cuerpo, y me derrumbo ante X, y lo último que capta mi visión deteriorada es la llave inglesa que se aleja, arrastrada por X lejos de mi mirada.
—¡Cerdos! —grita—. ¡Los mataré a todos! —Y oigo un ruido de huesos aplastados y gritos de dolor procedentes de las literas, luego nada, nada más, gracias al cielo, mientras me deslizo al otro lado y me alejo de la nave, pero no desgraciadamente de la vida, que sigue su rumbo ciego hacia lo Desconocido.
47
La novela que escribiré para decir toda la verdad sobre la expedición venusiana progresa. Creo haber hallado su forma, su razón de ser: podrá abarcar la verdad porque a todo lo largo del libro, en ningún momento, no habrá el menor pasaje preciso y detallado acerca de mí y de mi verdadera relación con el capitán. Ahí es donde reside la dificultad; el resto es fácil de tratar: conozco la magnitud de las estrellas, los cálculos de trayectoria, los complejos circuitos que permiten a los ordenadores librar uno tras otro sus mortales secretos; solo en relación a los aspectos personales es donde me hallo más desprovisto, puesto que estoy menos bien entrenado. Así pues evitaremos, en la novela, hablar de mí y del capitán; en vez de ellos escribiremos sesenta y ocho capítulos —preveo un gran número de capítulos, algunos relacionándose, otros sin relación aparente con nada; una construcción poco ortodoxa, pero yo no soy un escritor de oficio—, y en algunos me mostraré a mí mismo, en otros incluiré en escena a mi amigo Evans, en otros aún nos ocuparemos del capitán o de la historia del viaje, pero en ninguno entraré en las cuestiones íntimas, y así el secreto, pieza a pieza, será lentamente revelado: y una vez sea conocida la verdad, se verá que no estaba ligada a ningún aspecto personal de los individuos implicados. Nada en este asunto existía en función de los individuos: solo estaban las máquinas, las intersecciones, la causalidad, las órbitas. El trabajo interno de la nave en el espacio; las lentas conversaciones cliqueteantes de los ordenadores entre sí. Pero nada, nada personal. Hemos recibido un buen entrenamiento; no hay nada más que desvelar. Todo ha sido extirpado de nosotros, en alguna parte entre Venus y el Sol, los fragmentos de nosotros que hubieran podido decir la verdad han sido aplastados en la cámara de compresión, cortados a cuchillo, arrancados como un pequeño montón de entrañas.
Es preciso realmente que inicie la novela. El tiempo que deberé pasar aquí —aunque a menudo tenga la impresión de lo contrario— no será ilimitado; más pronto o más tarde el ciclo se detendrá y encontraré de nuevo el mundo. Será bueno hacerlo con la novela. Sí, voy a comenzarla pronto, pero tengo todavía algunos problemas menores por resolver en el modo de situar a los personajes. Tomo notas. Me preparo. Me mantengo dispuesto. No es más que una simple cuestión de bloqueo, un pequeño bloqueo clavado en mi cerebro como la punta de una espada; pero un día próximo lo romperé y me pondré al trabajo. Apolo y después, por Harry M. Evans: un estudio auténtico y verídico del programa espacial desde sus inicios hasta nuestros días. El manuscrito tendrá ciento cuarenta páginas. A ejemplo de mis predecesores en el programa que han publicado libros (¡pero el mío, ja, el mío no será escrito por un negro!), buscaré un agente literario para conseguir las mejores condiciones, pero me mantendré intransigente en ceder todos los derechos anexos.
48
Breve historia del sistema solar. El sistema solar fue creado en 1951 cuando inmensas capas de gases cósmicos engendrados por la explosión y la desintegración del sistema solar precedente terminaron por solidificarse y desembocar en la formación que hoy en día conocemos. Había diez planetas, uno de los cuales, la Luna, situado entre la Tierra y Marte, abandonó su órbita a causa de una alineación defectuosa y vino a precipitarse hacia la Tierra, a causa de cuya colisión se convirtió de forma permanente en el satélite de este planeta menor. En 1952, las atmósferas se fijaron en los cinco planetas interiores, y las primeras formas de vida primaria hicieron su aparición en los mares de la Tierra, único planeta hasta hoy en albergar una vida inteligente, por lo que se ha podido verificar. Estos organismos comenzaron a poner vacilantemente pie en tierra firme en 1953, año en que los New York Yankees ganaron a los Brooklyn Dodgers en el campeonato del mundo de béisbol, pese a los valientes esfuerzos del bateador de los Dodgers, Carl Erskine, que permitió a su equipo llevarse dos partidos. En 1954, habiendo aprendido a respirar y manifestando los primeros síntomas de una mentalidad organizada, estas formas de vida establecieron un modo de existencia primitivo y, en 1955 y en 1956, los más evolucionados de entre ellos se pusieron a elaborar sociedades claramente definidas, a establecer tabúes y a fabricar objetos destinados a sobrevivir o a matar. En 1957, año en que el primer Sputnik fue situado en órbita ante un mundo asombrado, estas formas dieron su primer paso hacia la civilización y la creación de la tecnología; esta tecnología, ampliamente difundida por medio de la religión, trajo consigo el rápido crecimiento de la especie hacia finales de los años 1950 y, como consecuencia, el declive y la disminución de las especies secundarias del planeta. En 1961, oscuros acontecimientos de naturaleza más o menos religiosa desembocaron en la caída de una cierta cultura, y en el establecimiento de una serie más extensa de culturas basadas en los mismos principios fundamentales y en la exclusión de otros grupos, lo cual dio como resultado una polarización en el seno de la especie más inteligente, fenómeno que aún no ha sido explicado plenamente. En 1962 y 1963, mientras Kennedy era asesinado en el momento en que proyectaba invadir Cuba, fue creada una red de civilizaciones interdependientes, y la mayor parte de la superficie terrestre fue preparada en vistas a la explotación tecnológica; en 1965, los poetas, los artesanos, los músicos y los sacerdotes unieron sus esfuerzos a los de los técnicos para producir stocks masivos de máquinas y desarrollar el comercio utilizando los recursos del planeta. La tecnología fue enteramente comercializada, y una gran cantidad de miembros de la especie empezaron a experimentar un cierto sentimiento de desfase entre ellos mismos y los productos de su trabajo en 1966, año en que los Orioles consiguieron la victoria contra los Dodgers en el campeonato del mundo. La era de la exploración espacial fue inaugurada a finales de los años 1960; en 1970, los primeros cohetes abandonaban el planeta; en 1973, habían sido puestos a punto medios rudimentarios para viajar por el espacio, y el primer desembarco de un hombre en la Luna tuvo lugar en 1975, mientras que las históricas palabras pronunciadas por él en esta ocasión eran instantáneamente transmitidas a la población de toda la Tierra; luego, a finales de los años 1970, hubo vuelos a Marte; y después, en 1981, fue decidida la primera expedición a Venus, y es en esta época cuando el sistema solar dejó de existir. Fuerzas cósmicas tan enormes como inexplicables lo hicieron estallar, y ningún planeta sobrevivió a la catástrofe. El sistema solar fue más tarde reconstituido en 1993 y una nueva vez en 2035, pero en la actualidad no nos hallamos en condiciones de relatar las fases de su historia a través de estas encarnaciones.
49
—Es debido al ciego encadenamiento de los acontecimientos —le digo al capitán, que se siente tan solo ligeramente desconcertado por la Cuarta de las Grandes Perturbaciones Venusianas—. Todo no es más que coincidencia y casualidad. Después se fabrican explicaciones para no importa cual de una serie infinita de posibilidades que se hallan absolutamente desprovistas de origen. Hemos alcanzado en nuestro desarrollo tecnológico el punto en el cual un vuelo a Venus era inevitable; así pues, se ha realizado. Más allá de este hecho, no existe ninguna otra explicación. En consecuencia nos incumbe inventar a posteriori una que parezca creíble. Así pues, la razón por la cual vamos a Venus...
—No —dice el capitán, alzando la mano. Su mirada es pesarosa y solemne—. Lo lamento. No puedo aceptar esta respuesta. Ha superado usted las cincuenta palabras.
—Oh —digo, un poco avergonzado—. Es cierto. Pero no resulta fácil...
—Debe responder en menos de cincuenta palabras —insiste el capitán. Se inclina hacia mí; las arrugas de su rostro parecen tan profundas como las grietas de la Luna—. Son las reglas. Pero admito que está progresando; se acerca a la respuesta correcta, y quizá no esté perdida toda esperanza para usted. Puede que me vea obligado a confesarle todo. Pero por el momento no puedo decir más. —Y retrocede. La barbilla en la mano, un dedo sobre los labios, pienso en la multitud de formas de expresar con más concisión la idea que he abordado, pero es difícil, terriblemente difícil: el juego lanza un desafío cada vez mayor a medida que se perfila la solución; y la Gran Perturbación Venusiana, con sus imágenes finales de la muerte del capitán, me ha alterado profundamente. Me cuesta elaborar mis pensamientos. El capitán se echa a reír y se pasa las manos por los muslos: quizá prevé ya todas las anécdotas licenciosas que podrá contarme cuando yo haya resuelto el enigma.
—Necesito tiempo, necesito tiempo —digo (sin saber si intento dirigirme a los venusianos o al capitán), e intento hallar el mejor modo de dar forma a mis pensamientos, a lo que quizá (aunque es posible que me equivoque) ya sé.
50
Durante la noche sueño de nuevo que Forrest viene a verme a solas a mi habitación, con una curiosa expresión de melancolía, y que se sienta para hablarme. Viéndole vestido con una bata, me doy cuenta por primera vez de que es viejo: diez o incluso veinte años más que yo, obeso, al borde de la decrepitud física.
—Ya no sé —dice—. Lo hemos intentado todo sin resultado. Soy una persona cualificada. Conozco más sobre la filosofía del espacio que no importa quién. Soy yo quien ideó el programa de entrenamiento, los sistemas de control. Y ahora...
—No importa —digo, comprobando que necesita una respuesta así—. No es culpa suya.
—Creía haberlo comprendido todo. Todo se encadenaba; no había ningún riesgo de error. No era tan enorme, tan terrible; era un trabajo de rutina. Les convencí de ello. Edifiqué este programa casi yo solo.
—No se preocupe.
—Todos los factores estaban calculados. Los hombres se comportaban en el espacio como en cualquier otra situación de tensión. No había diferencia. Comprometí mi vida y mi reputación en esta apuesta.
—No pudo hacerlo mejor —digo para tranquilizarlo—. Su trabajo era irreprochable.
—Yo era responsable también de Marte. Fue la primera misión con la que colaboré estrechamente. Lo había previsto todo, y vea lo que pasó.
—Usted no lo sabía. No se le puede reprochar.
—Pero me dije: tanto peor para Marte; fue un error de órbitas, un fallo de los ordenadores. Fueron las matemáticas las que fracasaron, no la psicología. Yo creía en el rigor, en el orden, en la lógica —prosigue Forrest con voz apasionada—, lo basaba todo en estas certezas. Cuando el proyecto Venus se materializó, tenía la convicción de que tendría éxito. ¿Acaso todo no había marchado normalmente antes? Todo funcionaba bien en el simulador.
—Sí, nos preparó usted magníficamente. No podía hacer nada si luego se reveló que los venusianos existían realmente y si el capitán...
—Y luego todo pareció estropearse —termina Forrest, llorando. Un poco azorado por ello, lo sujeto por los hombros y lo atraigo hacia mí para consolarlo. Me siento emocionado pero no desconcertado; siempre pensé que esa era la auténtica naturaleza de este hombre.
—Las simulaciones eran muy agotadoras —le confío—. Nos hacían vomitar y nos volvían impotentes. Durante días después de cada sesión estábamos al borde de la pérdida del conocimiento, como un viejo apoyado en su bastón que ve la acera deslizarse bajo él. Pero nos hicieron fuertes y aptos para realizar el viaje. Y los terrores y los sudores fríos que nos daban eran benéficos también: reducían el universo a un coeficiente de neurastenia. Realizó usted un trabajo perfecto.
—Quisiera creerle —declara Forrest—. ¡Oh!, cómo deseaba oírle hablar así, saber que usted comprendía; nunca les he querido mal; simplemente era preciso ponerles en condiciones para el viaje, eso es todo; y ahora la gente me dice que no he hecho lo que debía y que es culpa mía. No fue culpa mía; ¿no se da cuenta de hasta qué punto estoy intentando curarle? —En este instante Forrest parece perder el equilibrio y se derrumba hacia mí: me siento ahogado por su peso, su enorme masa hinchada gravita sobre mí como si fuera hielo, como la muerte, como capas de fuego, y no consigo liberarme pese a mis esfuerzos; Forrest se halla ahora encima mío, su rostro en lágrimas alzado hacia el techo, luego baja los ojos hacia los míos, empieza a moverse rítmicamente hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo; comprendo que intenta abusar de mí, desde el principio todo esto tenía que terminar así, siempre ha habido esa cosa hundida en lo más profundo de nuestras relaciones, e intento frenéticamente escapar de él, pero se ha vuelto como loco, pierde toda contención, consigue penetrarme gimiendo: así que ha ocurrido, otro hombre me está fornicando, no el capitán (del que en cierto sentido deseé siempre que lo hiciera) sino Forrest, que quería descubrir la verdad sobre el capitán, y un absurdo prurito higiénico me hace desear que al menos no manche las sábanas, porque entonces va a dejar huellas, pero al diablo la higiene, al diablo las circunstancias, Forrest se ensaña, se prodiga, parece encima mío un enorme conejo gordo (¿es posible que yo haya ofrecido este mismo aspecto fornicando con mi esposa? ¿Cómo pueden las mujeres soportar eso?), y lanzando un grito descarga en mí o contra mí (es difícil precisarlo, todo es tan confuso), luego, agotado, se deja caer encima mío gimiendo. Catalepsia, dice, derrumbamiento cataléptico, psicosis esquizoide, ideas fijas, delirio alucinatorio, y mientras prosigue esta letanía que es casi un lamento parece como si un ojo terrible y penetrante estuviera observando desde arriba la escena con ironía y premeditación, y sospecho —sin poder estar seguro de ello— que esta es otra Técnica para obtener de mí la Verdad y que, satisfecho de su eficacia aunque dude de los resultados, Forrest simplemente experimenta algunos aspectos de sus métodos, para no conservar a la mañana siguiente más que el recuerdo de haber actuado con una finalidad profesional.
51
HELEN EVANS
LENA H SNEEV
NALE SHEEVL
LENEH VENAS
—Ven —le digo a Leneh Venas tomándola de la mano—, ven conmigo; te voy a mostrar Venus. -—Y emprendemos el vuelo, alzándonos sin necesidad de cohetes hacia el planeta verde oculto bajo su sábana de gases, que se acerca a nosotros y al que empezamos a sobrevolar.
—Es hermoso —dice ella, apretándose contra mí y contemplando el planeta. La siento acariciarme distraídamente la espalda, en una forma apenas erótica, y me siento emocionado por este contacto, dispuesto a reaccionar, pero no es momento de intercambiar ternuras cuando se flota en el vacío—. ¿No es una ilusión?
—No. Está científicamente demostrado que es el segundo planeta a partir del Sol.
—No creo en los planetas —responde Leneh Venas—. Nunca te lo he confesado porque pensaba que tú te burlarías de mí, pero tengo la impresión de que todo es ficticio. Los planetas, las estrellas, las constelaciones; no son más que cosas pintadas en el cielo.
—Oh, no, son auténticos; ha sido comprobado.
—Sí, sé que eso es lo que se pretende —dice ella con una ligera risa—, ¿pero qué prueba tenemos? ¿Hay seres vivos en su superficie?
—No lo sé. —Intento ver a través de la capa de gases y me parece distinguir pequeñas formas grises que se mueven. Estamos muy cerca de Venus ahora, y en el rarificado aire nuestros oídos tintinean, pero no necesitamos ningún equipo respiratorio ni escafandras—. ¿Me quieres, Leneh Venas? —le pregunto, enlazándola afectuosamente y cerrando mis dedos sobre uno de sus senos, mientras seguimos evolucionando por encima de este planeta verde y gaseoso—. ¿Sientes algún afecto por mí?
—Bueno —dice ella—, me has hecho hacer este interesante viaje, y has mostrado una gran simpatía por mí. Eso es muy gentil por tu parte.
—¿Pero me quieres? Eso es lo que deseo saber.
—La verdad —dice ella con otra risita, posando sus dedos sobre los míos y desplazándolos suavemente hacia la punta del pezón—, el amor no viene así como así. Esta es solo nuestra primera cita. Se necesita tiempo.
—¿Pero podrás llegar a amarme?
—Quizá —dice ella alegremente—, o quizá no. Pero probablemente sí. —Luego se aparta de mí y empieza a descender hacia la superficie del planeta. La sigo, efectuando movimientos natatorios, sostenido por el aire; una exaltante sensación de ligereza invade mi cuerpo. El viaje interplanetario practicado así es maravilloso; cuando el sistema solar sea reinventado, habrá que ensayar esta fórmula—. Tengo que confesarte una cosa, Leneh Venas —le digo, alcanzándola cerca de una nube anaranjada en forma de animal de peluche—, espero que podamos consolidar nuestras relaciones porque he sufrido mucho. Estuve casado ya, como sabes.
—He oído decirlo —dice ella vagamente, tendiendo el brazo para que yo acuda flotando junto a ella—. Pero hablemos de otra cosa. ¿Has visto lo hermoso que es? Ante un tal espectáculo, es difícil de creer que Venus sea algo ficticio.
—No es ficticio.
—En todo caso, podría serlo. Pero no hablemos de ello.
—He estado casado —digo con insistencia—. De eso es de lo que hablaba. He sido muy desgraciado. Fue horrible. Ella no comprendía, y todo se rompió de forma desastrosa. Me abandonó, y haciéndolo me ridiculizó.
—Lo siento por ti. Pero esto es habitual en nuestros días, ¿no? No hablemos de eso. Aprovechemos simplemente el día.
—Pero eso es imposible. —Acabo de recordar bajo qué condiciones hemos sido autorizados a efectuar este viaje—. Solo podemos quedarnos aquí un rato, muy poco tiempo, luego habrá que volver. Y debemos tomar una decisión, Leneh. Debemos saber lo que queremos para nosotros dos.
—Es aburrido tomar decisiones —protesta ella, agitando la cabeza—. Prefiero admirar a Venus e imaginar que es real. ¿No podemos limitarnos simplemente a eso?
—No. —La aprieto contra mí, ejerciendo una fuerte presión; me duele actuar así, pero hundo los dedos en sus costillas, arrancándole un jadeo de sorpresa o de dolor—. Tenemos que decidirnos hoy. Ahora mismo.
—Ni siquiera te conozco.
—Tienes que conocerme. Debes correr riesgos, aventurar juicios. Esto es lo que ellos querían...
—No —dice ella agitando la cabeza, sin apartar los ojos de los míos—. No puedo. Si esto es lo que ellos quieren, tendrán que hallar a alguna otra, porque no me gusta ser presionada. No sé si...
—Es necesario que lo sepas —digo. La nube debajo nuestro se disgrega convulsivamente; de pronto me hallo en una posición inconfortable. Apretados el uno contra la otra, los miembros desgarbadamente entremezclados, caemos rápidamente hacia el suelo de Venus—. Toma tu decisión —prosigo, mientras las corrientes atmosféricas de las zonas bajas empiezan a hacer que mi cabeza dé vueltas—. No vas a vivir así toda la vida. Hay que hallar una solución. ¿Crees que...?
—No —dice ella, llorando—, no te comprendo; tú eres siempre igual, todo lo que quieres son decisiones inmediatas, respuestas fáciles, y esto no es posible: hay que tomarse su tiempo, dejar que las cosas evolucionen. Vete, no me toques —grita mientras nuestra caída prosigue. Ahora nos acercamos al suelo; está formado por una especie de innoble pantano gaseoso, viscoso, que no se parece absolutamente en nada al Venus de mis sueños y que está desprovisto de toda huella de vida inteligente, aunque algunas protuberancias, algunas palpitaciones del lodo, hagan pensar en grandes animales ocultos—. No hay nada que hacer; nada que discutir —prosigue Leneh Venas, y se aparta de mí; su cuerpo cae entonces en pedazos como si sus huesos hubieran sido seccionados; la cabeza se separa del cuello, los brazos y las piernas del tronco, y yo sigo descendiendo hacia Venus rodeado por esta constelación de anatomía humana salpicada de sangre.
—¡No tienes derecho a actuar así conmigo! ¡No es justo! —grito antes de alcanzar el pantano. Luego ambos, el cuerpo desmembrado de Leneh Venas y yo, aterrizamos en el lodo, y los animales surgen sonriendo de sus madrigueras para venir a devorarnos, lo que hace difícil el saber si a la larga hubiera salido algo positivo de nuestras relaciones.
52
—Ridículo —digo a mi difunto tío, que al parecer me hace compañía a bordo durante el viaje de regreso tras el triste fin del capitán—. Absolutamente ridículo. Esto no puede resultar. Es imposible.
—Hay que luchar, sostener el combate —eructa. Tiene la tez cenicienta y ha adelgazado enormemente; quizá incluso después de la muerte siga royéndole su mal—. Para alcanzar el fin, se debe estar preparado al sacrificio.
—No, no hay esperanzas —digo—. Un día u otro se verán obligados a admitirlo.
—Adelante. Siempre adelante. Quien quiere viajar lejos prepara bien su montura. Forjando es como se vuelve uno herrero.
—Vamos a perder una vez más el sistema solar, simplemente porque se niegan a ver la situación.
—No vendas la piel del oso antes de haberlo matado. Pájaro en mano vale más que ciento volando. A listo, listo y medio. Quien ha bebido, beberá. Perdóname, muchacho —dice mi tío—. No me siento bien. ¿Puedes darme la mano? —Se pone de pie y, vacilante, mira por una portilla—. Quizá harías mejor eyectándome al vacío —dice suavemente—. Soy un peso muerto. Líbrate de mí. Te impido ir hacia adelante.
—No voy hacia adelante —respondo—. Estoy girando en redondo en la oscuridad. Y además, no podría echarte así por la borda.
—¿Por qué no? Lo que haya que hacer, hazlo. No se hace una tortilla sin...
—Tú perteneces a mi familia.
—Razón de más. ¿A qué molestarte con sentimientos inútiles? Sabes, muchacho —dice mi tío, alzando una mano traslúcida hacia mi rostro ahora verdoso—, estoy muy enfermo. He intentado ocultártelo, pero... —Vacila, apoyándose contra la escotilla, y se esfuerza débilmente en abrirla—. Ya no puedo más —murmura—. Voy a saltar.
—No por aquí —le digo—. Hay una compuerta de evacuación que puedes utilizar si quieres. —No siento deseos de que me abandone, pero por otro lado lo respeto y no quiero contrariarle—. Por aquí. —Tomo su débil mano y le conduzco hacia la compuerta, que permanece abierta desde que sirvió para el capitán. Lo sitúo en la embocadura, y él penetra con pequeños suspiros de gratitud, acurrucándose sobre sí mismo.
—Sí, sí —dice—, es mucho mejor así. Adelante hacia las estrellas. No perder jamás la esperanza. Combate y sacrificio. —Y así hasta el momento en que, viendo que no tiene nada más que decirme, obedezco a una reacción de altruismo y acciono la evacuación. Se oye un pequeño silbido, como la primera vez, y mi tío desaparece en el vacío. Me estoy volviendo muy competente.
Durante algún tiempo tengo la impresión de que su cuerpo, afectado por la atracción de la nave, la acompaña describiendo círculos en torno a ella, y me parece oír gorgotear fragmentos de frases con palabras tales como «realización», «esfuerzo», «combate», pero es un absurdo; mi tío está descompuesto en alguna parte en el éter y es completamente imposible que hable. Luego la voz termina por desaparecer, los sonidos se sumergen en la noche; la nave avanza hacia la Tierra acelerando dieciséis kilómetros por segundo; hacia la Tierra donde deberé dar las noticias, comunicándolas con reservas y con el suficiente disimulo como para que me crean loco, al menos temporalmente... esperando llevarlos suavemente a la comprensión.
53
Oigo la voz de alguien (probablemente Forrest) decir:
—Funciona. Creo que eso funciona.
Pero cuando abro los ojos no percibo más que el techo familiar, y sé que nada puede funcionar en absoluto.
54
La apertura con peón de rey cuatro conduce inevitablemente a la Ruy López y al sacrificio del peón a la octava jugada, pero a la séptima jugada West cambia de táctica y juega triunfo, perdiendo así su torre pero situando el as de triunfo en una posición peligrosa; es preciso entonces enrocar, lo que hace perder dos bazas en la operación pero permite desembocar en una situación en que la reina podrá hacer un anuncio preventivo de sobremarca y sin triunfo, neutralizando así al rey de picas antes de que pueda capturar al peón. Tengo razón. El sistema funcionará definitivamente si puedo mantener el código. El código es seguro y sin fallo; contempla la aceptación de todas las posibilidades, la institucionalización de la pasión, la voluntad de comprender que todos los sentimientos humanos pueden verse reducidos a un simple código binario que, una vez puesto en cinta, será el resumen de todo. Desplazar el rey de corazones hacia el alfil que se halla expuesto producirá forzosamente un impás si no se coloca al peón entre la reina de corazones de West y su caballo.
55
Breve historia del universo. El universo fue inventado por el hombre en 1977 a fin de explicar de forma sencilla las dificultades que había en conquistarlo. «Debemos volver los ojos hacia nuestra tierra y no pensar más en el universo», declaró el político C en un famoso discurso, cuatro días después del fracaso de la expedición a Marte. «Una nación, un mundo, capaces de gastar tales sumas de dinero para la conquista del universo, debería poder alimentar a los hambrientos, curar a los enfermos, acudir en ayuda de los necesitados antes de dirigir sus ojos hacia las estrellas y lanzarse a la búsqueda orgullosa de lo desconocido. Digo que nuestro universo está en el interior», afirmó como conclusión el político C, tras lo cual los políticos D, L y M pronunciaron sendas alocuciones de la misma naturaleza, mientras que M transmitía a la prensa una comunicación estableciendo que era el universo el responsable de las reticencias de los electores, y que ya era tiempo de dedicarse a cuestiones menos abstractas y más inmediatas. Como continuación a este documento resonante, el político M fue promovido a un puesto elevado en el escalafón nacional, pese a las protestas del político C, que lo acusaba de haberse apropiado de sus ideas. «Pero no desistiré», comentó C. «Proseguiré mi combate solitario para convencer a los hombres de que deben pensar en sí mismos y no en el universo».
Otras teorías contradictorias avanzan que el universo fue inventado antes, quizá en 1941, a fin de controlar la situación política de aquella época en un país amigo. «El enemigo es la plaga del universo», se dijo en aquella fecha, «¡y debemos purgar el universo de esta plaga!» Se sugiere también que el universo fue inventado en 1950, 1951 y 1965, pero la fecha final de 1977 es considerada generalmente como la auténtica y ha suscitado pocas discusiones en los medios competentes.
El universo está compuesto por todas las galaxias conocidas y desconocidas. Las primeras ascienden a varios centenares, y las otras son calculadas en millones. Cada galaxia comprende alrededor de un millón de estrellas, de las cuales la mitad se supone poseen sistemas planetarios. Algunas estrellas, como Antares, son tan grandes que nuestro sistema solar cabría entero varias veces en su masa. Otras, como la enana Rigel, son apenas más voluminosas que el planeta Tierra, pero por supuesto considerablemente más calientes. El ciclo de vida de las estrellas puede ser medido en miles de millones de años, y sin embargo durante cada año terrestre millones de ellas dejan de existir, transformándose en novas o supernovas o agotando sus reservas de energía.
Este es el universo que fue inventado en 1977. Antes no había habido ninguna explicación definitiva de las dificultades halladas en la Tierra. Este universo ha anulado y reemplazado el concepto más antiguo de la galaxia, inventado por los alrededores de 1920, así como el de las estrellas, que se ha comprobado se remonta a 1891. La teoría global del mundo, elaborada al menos quinientos años antes de la invención de las estrellas, ha quedado desacreditada desde hace mucho tiempo, por supuesto, y no es citada aquí más que como recordatorio.
«El propio universo no podrá dormir en tanto que sus hijos continúen muriendo de hambre», debía añadir el político M en 1978, haciendo así que el programa se enterrara más profundamente en las sombras, más subterráneamente fuera de la vista del público, donde permanece aún hoy día, amalgamado en torno al cuerpo sólido pero ligeramente hundido de Evans, que prepara la exposición de estos conceptos para las generaciones futuras. Los niños a los cuales se refería el político M ya no están, en su mayoría, hambrientos, puesto que se han beneficiado de los fondos extraídos de los capitales rebajados al programa, pero esto no implica que todos ellos estén saciados; algunos están saciados, los otros están muertos.
56
—Como puede ver —observa el capitán, después de la Cuarta Perturbación—, han definido muy claramente la situación. O acaban con los dos, o con usted. No pretendo ser egoísta. Son ellos quienes han decidido.
—Interesante —responde Evans—. A mí me han dicho lo contrario: o somos los dos, o usted. Porque pensaban que tendría mayor efecto eliminar al comandante.
—En ese caso —dice el capitán, reajustándose la ropa—, uno de nosotros miente. Por mi parte sé lo que me han dicho. Por supuesto, usted no está obligado a creerme.
—Quizá nos han presentado dos versiones distintas.
—No, imposible. Han sido claros, y no puedo equivocarme. Lo único que me queda por hacer es pues evidente. —El capitán retrocede hacia un mamparo, de donde descuelga una llave inglesa—. Esto —dice, blandiéndola—. Voy a matarle, Evans.
—En absoluto. Han anunciado que son ellos quienes se encargarán de hacerlo. —De todos modos retrocedo y, mientras mi respiración se acelera, busco con la mirada alguna herramienta que me permita defenderme. Sin embargo, nada es tan eficaz como lo que el capitán tiene en la mano. Pese a toda su estupidez, resulta claro que es astuto y peligroso—. Deténgase —digo, la espalda apoyada contra la consola que me impide ir más lejos.
—No puedo, Evans. Tengo orden de matarle. Me la han dado los venusianos, y no pretendo discutir con ellos. Ni con usted, ya que el tiempo de las discusiones ha quedado cerrado. Vamos, Evans, déjeme darle un golpe en la cabeza. No sentirá nada, todo terminará muy aprisa. Piense que acepta esto por su patria.
Pero el instinto de supervivencia parece muy anclado en mí por el programa de entrenamiento: es más vivo incluso de lo que hubiera creído. A falta de otra cosa, tomo una cinta de ordenador desechada que cuelga al extremo de una bobina. Es lo suficientemente sólida como para darme la ocasión de estrangular con ella al capitán.
—Vamos —repite él, reduciendo la distancia que nos separa—. Venga, le contaré todo sobre mi vida sexual. Es su oportunidad, Evans: voy a contárselo todo. Hice el amor por primera vez a los catorce años, y si quiere saber la verdad fue con una cerda... Ocurrió así...
Pero he previsto la maniobra del capitán; mientras hablaba, ha levantado la llave inglesa a la altura del hombro, fingiendo luego deslizarla bajo el brazo, de modo que pueda tomarme por sorpresa cuando me note lo suficientemente absorto en las revelaciones de sus amores bestiales. Así pues, me adelanto a sus intenciones y, arrojándome contra él, lo sorprendo con dos patadas consecutivas en los muslos y el vientre (teniendo la delicadeza de no darle en sus partes genitales), y lo contemplo derrumbarse pesadamente mientras sigue murmurando sus recuerdos de amor con la cerda.
—Amaba realmente a aquel animal —dice—. Fue el único ser vivo que realmente me perteneció; luego comencé a ir con mujeres y todo se complicó. —Ha perdido, al parecer, toda combatividad; retiro suavemente la llave inglesa de su mano, y la utilizo para administrarle un golpe en la zona occipital. La hemorragia surge inmediatamente; las venas se hinchan en el rostro del capitán; sus mejillas enrojecen, luego se vuelven pálidas; me mira con un ojo vidrioso, mientras el otro se cierra, apartando al capitán de toda perspectiva de existencia donde pudieran codearse el amor y las cerdas.
Lo recojo, jadeante, y lo arrastro hacia el triturador de desechos (hay ternura en mi forma de actuar, o al menos se me permite expresar sin vergüenza los tiernos sentimientos que siempre he sentido hacia él: mi mano se cierra en su entrepierna, mi mejilla se frota contra su liso cuello); lo deposito allí delicadamente, colocándolo bien en su lugar; luego me echo sobre él y me dedico a un acto final inenarrable (que jamás revelaré) antes de cerrar la tapa, girar la palanca e iniciar el proceso de evicción y evisceración. Asisto a todo el espectáculo a fin de poder informar correctamente más tarde. He sido designado por los venusianos para cumplir estas tareas y, hallándome prisionero de sus horribles garras, lo menos que puedo hacer es endurecer mis recuerdos a fin de recordarlo como corresponde.
No soy yo el verdadero autor de estos actos; los venusianos han invadido mi cerebro y me han obligado a comportarme así. Jamás hubiera atentado por mí mismo contra el capitán. Lo quería y lo admiraba; él me comunicaba fuerza y sabiduría. Pero no tenía otra elección. Absolutamente ninguna otra elección.
Las máquinas zumban y ronronean. Todo está listo para la evacuación. Pulso un botón. Como un pequeño paquete de excrementos, el capitán es eyectado al universo, propulsado al espacio sin que me llegue ningún sonido. Lo único que percibo son las voces de los venusianos felicitándome por haber actuado correctamente, y son como un pequeño retumbar que resuena en mi cráneo mientras me giro hacia la consola e intento reemprender mis pequeños trabajos habituales. Debo ocuparme de ellos. Debo transmitir la noticia de la muerte del capitán. Tengo que velar por el regreso normal de la nave. Tengo que esforzarme en no disgustar a los venusianos al tiempo que evito que en la Tierra me consideren irremediablemente loco. ¡Cuántas cosas por hacer! Pero mi entrenamiento me ha enseñado a dedicarme alegremente a las tareas más ingratas, más áridas, así que voy a dedicarme a ellas, a dedicarme a ellas, a dedicarme a ellas...
57
Por la noche me parece oír de nuevo las voces de la Gran Perturbación Venusiana. Espero que sea una ilusión; ya no he vuelto a estar en contacto desde mi regreso, pero los sonidos que percibo son indiscutiblemente familiares, los tormentos que experimento ya me han sido infligidos. Intento sumergirme en el sueño sin conseguirlo, luego lucho por salir de él y recobro poco a poco la conciencia.
—Os lo ruego —digo—. He sido razonable. No me persigáis más.
—Lo sentimos, Evans —responden las voces—, pero no estamos satisfechos de ti. Tus esfuerzos no resultan creíbles.
—¿Qué otra cosa queréis que haga? He hecho todo lo que era posible.
—No. Has actuado exactamente tal como creías que debías hacerlo, y luego has justificado tu conducta. No estamos contentos, Evans. En absoluto.
—Quizá me haya equivocado, lo admito. Quizá entré en el programa por razones erróneas. Nunca he pensado demasiado en ello; era simplemente el mayor desafío que podía hallar, pero ignoro por qué sentía deseos de aceptar desafíos. No puedo dar ninguna respuesta.
—Tus impresiones no nos interesan, Evans —dicen las voces—. No nos preocupa tu persona. Para nosotros solo cuentan tus actos. Y tus actos no nos convienen. No estás haciendo tu trabajo.
—Lo he intentado, pero es tan difícil. —Procuro hablar en voz baja; he hecho muchas cosas en esta habitación desde que fui confinado en ella, me he dedicado a numerosos actos extraños, pero hasta ahora nunca me han sorprendido en diálogo conmigo mismo. No puedo permitirlo—. No tenéis ni idea de las dificultades —digo en un murmullo. Tengo la garganta seca. Intento toser para humedecerla pero me estrangulo y debo ahogar un acceso bajo mi almohada. Nada parece estar ocurriendo normalmente.
—Están planeando venir de nuevo —declaran las voces—. Lo sabemos de buena fuente. No han renunciado a Venus, y creen que tu conducta es la de un maníaco. Han construido una teoría que arroja sobre ti toda la responsabilidad de lo ocurrido, lo cual les permite proyectar una segunda expedición. No podemos tolerarlo.
—Pero yo les he dicho la verdad. Siempre he intentado decirles la verdad.
—Han llegado a la conclusión de que habías sufrido un ataque de locura durante el viaje y que habías matado al capitán, librándote de su cuerpo. Luego habías hallado el medio de tomar el control de los ordenadores y habías vuelto. Te consideran el único culpable.
—Sin embargo lo he intentado. He intentado hablarles.
—No queremos ver reaparecer a tus semejantes en las proximidades de nuestro planeta. Es nuestra última advertencia. Si no, las medidas que tomemos serán a escala cósmica. Destruimos vuestro mundo una vez; podemos volver a hacerlo.
—¿Pero por qué cargáis todo el peso sobre mí? Yo no tengo nada que ver con ello. Yo simplemente estaba a bordo.
—Es tu problema.
—¿Acaso no comprendéis que estoy cansado de todas estas historias? —digo. Es la primera vez que discuto con las voces y sin duda es inútil, pero también yo tengo derecho a explicarme—. Todo esto es demasiado para mí. Soy un técnico, un ingeniero. No entiendo nada de metafísica ni de todos estos conceptos. Ninguno de nosotros está cualificado para ello. No estamos preparados para hacerle frente.
—Tú has sido enviado a nosotros —responden las voces, con un asomo de suficiencia—, así que eres tú quien debe pagar. Nuestro tiempo es limitado. No lo olvides, Evans, no lo olvides. —Luego los venusianos operan una acción sobre mi conciencia; siento una descarga que me atraviesa el cerebro y tengo la impresión de que mis percepciones se escinden en dos: estoy en el interior de mí mismo y al mismo tiempo me veo desde el exterior; sé lo que me dispongo a decir al tiempo que recuerdo haberlo dicho ya; me debato en la cama sabiendo que ya lo he hecho antes. Tiendo los brazos para intentar tocarles, conseguir un contacto, una comprensión mutua, pero están fuera de mi alcance, nada puede alcanzarles, y luego ya se han ido, han desaparecido de mi cabeza, y vuelve el silencio.
—Ya no puedo más. No tenéis derecho. Parad, malditos. ¿Me oís? Esto no es justo. Yo también tengo sentimientos. —Murmuro estas frases y muchas más, pero no recibo ninguna respuesta, y al cabo de un momento, con el sueño huido para el resto de la noche, me levanto tambaleándome y adopto la única postura racional frente a la situación: tomo mis hojas de papel y empiezo un criptograma.
58
A tientas, abro las piernas de mi mujer e intento penetrarla. Siento deseos de tomarla rápidamente, llegar en seguida al orgasmo, porque las semanas de entrenamiento intensivo y sobre todo las estancias en la cámara de compresión me han aterrorizado; ya no sé si todavía soy capaz de demostrar mi virilidad. Siento el sexo como algo muerto, inerte entre mis piernas, durante todo este tiempo, y pese a las seguridades que me dan los psiquiatras tengo miedo de estar afectado definitivamente de impotencia.
—No es más que un fenómeno temporal, un contragolpe del entrenamiento —me han dicho—. Se recuperará; no se preocupe por ello. —Pero estoy preocupado, casi frenéticamente incluso, y ahora en mi primera noche en casa desde hace semanas parece que la cosa funciona: he conseguido una erección, acariciando los senos de mi mujer he conseguido convencerme de que me hallaba excitado sexualmente, y aplastado sobre ella, jadeante, espero que voy a poder llegar rápidamente al orgasmo, sin complicaciones, solo para asegurarme. De las complicaciones ya me ocuparé más tarde, al igual que de su satisfacción.
Ella se somete a todo esto sin parpadear, sin hablar, rígida como una piedra en la cama donde he jugado con su cuerpo, su piel curiosamente fría contra la mía, como si se tratara de un caparazón disimulando su auténtico ser, y me pregunto vagamente si no habrá otro hombre en su vida mientras yo me dedico a mi entrenamiento, perspectiva que me desconcierta menos de lo que me excita. Me aferró a todas las imágenes que me son posibles para alcanzar el éxito: si el pensamiento de que ella ha podido engañarme me excita, entonces ¿por qué no? Y ahora que estoy suspendido sobre ella, presa entre el recuerdo y el deseo, contemplo sus ojos cerrados, su rostro soñoliento, sus senos casi planos en la posición en que se encuentra, y hundiéndome en ella recuerdo que hace ya bastantes años —quizá cinco o seis— que ella no ha manifestado ninguna emoción sexual. Ha cooperado, nunca me ha rechazado, pero nada más, y me pregunto si no hubiera debido abordar el tema con el equipo médico; luego llego a la conclusión de que no, ya que hubieran podido ver en ello un motivo para descalificarme. Un hombre que no puede hacer gozar a su mujer seguramente no será capaz de ir a Venus, o al menos eso es lo que hubieran podido creer los altos cargos del programa.
Pero no importa; aparto estos pensamientos como si fueran motas de polvo y empiezo a trabajarla, a efectuar mi vaivén, saliéndome ocasionalmente de ella debido a la lubrificación y volviendo precipitadamente por miedo a perder mi erección. Ella ha estado siempre muy lubrificada, incluso en su sueño. Es algo que no tiene nada que ver con la excitación. Sé que no sirve de nada intentar excitarla, y tampoco siento deseos de ello; todo lo que quiero es llegar a la eyaculación.
Gruñendo, agitándome, sigo con mis esfuerzos, mientras una parte de mí observa con despego la escena desde el exterior. No hay nada más implícitamente ridículo y humillante que la copulación, lo cual puede que sea la razón por la cual el programa considera el sexo como algo completamente marginal. Pero aparte esto es difícil realizar juicios apresurados sobre el programa y, aunque le haya consagrado años enteros de mi vida, no estoy en posición de hacerlo. Mientras rumio estos pensamientos, me doy cuenta de pronto de que estoy menos centrado en mi trabajo, y que desde hace unos instantes maniobro de una forma puramente maquinal, sin avanzar. Por primera vez, ella abre los ojos y me mira.
—Termina ya, buen Dios, termina de una vez —me dice antes de volver a cerrarlos. Capto su repugnancia, adivino cuales son exactamente sus sentimientos, y por una razón desconocida por mí su desprecio me estimula. Mi miembro encuentra de nuevo su rigidez y, hundiéndome en la sustancia del deseo, empiezo a insultarla en voz baja:
—¡Marrana! ¡Puta! —dirigiéndome a sus ojos cerrados, a sus mejillas muertas, a sus senos aplastados, al orificio de su ombligo, a la dilatación de su vientre ligeramente agitado por mi movimiento—. Especie de sucia puta —digo de nuevo, y en mi impulso descargo en ella un chorro de semen que brota como sangre, luego me derrumbo sobre ella de través con la intención de aplastarla bajo mi peso, pero en vez de ello me golpeo el estómago con un codo, las costillas con otro codo, y roto por el dolor me aparto de ella. Ella permanece tendida sin moverse, los miembros fláccidos, mi esperma brotando de su cuerpo. Luego suspira, gira la cabeza de derecha a izquierda, alza un brazo para apagar la luz.
—Nunca piensas en otra cosa más que en ti —dice—. Siempre serás el mismo, solo te interesa tu satisfacción; eres como todos aquellos con los que trabajas: no un hombre, sino una máquina. —Y, dándome la espalda, se calla y se prepara para dormir.
La máquina que no es un hombre permanece un rato inmóvil pensando en lo que ella ha dicho, mientras pone en acción sus relés, sus centros de información, sus interconexiones. Engulle datos y vomita preguntas; son absorbidos nuevos datos y surgen más preguntas, otros datos más y siempre nada de respuestas; no existen respuestas. La máquina lanza un suspiro. Piensa en la cámara de compresión. Piensa en el capitán. Piensa en Venus. Piensa en su pene agraviado que ahora cuelga fláccido y triste. Y termina por no pensar en nada. Desconecta su actividad. Reduce su carga de energía. Cierra sus circuitos de alimentación. Se duerme.
59
Breve historia del programa espacial. El programa espacial fue inventado en 1960 por móviles políticos, y conoció su máxima expansión durante la siguiente década, teniendo como punto culminante el aterrizaje en la Luna en 1969. Siguieron otras expediciones lunares, pero el clima político, favorable al principio al programa, se había vuelto contra él y las reducciones de créditos, ayudadas por la hostilidad de la opinión pública, terminaron por desembocar en la anulación de los vuelos sobre nuestro satélite. En 1977, con un presupuesto disminuido y una publicidad casi nula, la expedición a Marte se montó casi precipitadamente, con la esperanza de que su éxito salvaría el programa de su deterioro interno. Al no producirse el éxito esperado, los responsables dirigieron sus miradas a Venus. En 1981 fue lanzada la primera cápsula en dirección a ese planeta, con dos hombres a bordo, pero también esta misión conoció notables dificultades.
Es por eso por lo que en 1981, a la edad de veintiún años, el programa espacial alcanzó su mayoría de edad y murió simultáneamente.
60
Breve historia de Harry M. Evans. Harry M. Evans nació en 1943, de familia protestante, en el estado de Nueva York. Tras realizar sus estudios en las escuelas locales, entró en la universidad técnica de Pittsburgh, donde obtuvo un diploma en metalurgia y electrónica antes de alistarse en 1968 en el ejército del aire como segundo teniente. Al alcanzar en 1972 el grado de comandante gracias a sus capacidades, Harry M. Evans presentó su candidatura para entrar a formar parte del programa y fue admitido en 1974. Fue miembro principalmente de la quinta tripulación de reserva destinada a la expedición a Marte. Luego, en 1980, habiéndose presentado para la selección con vistas al vuelo a Venus, obtuvo el segundo puesto en el resultado de los tests y fue pues elegido como copiloto del capitán Jack Josephson, muerto trágicamente en 1981 en el transcurso del viaje.
Harry M. Evans se casó en 1967 con Helen K. Williams en Pittsburgh, Pennsylvania. Sabía calentarme como correspondía pero no me dejó meterle mano hasta que estuvimos comprometidos. Fue tan solo entonces cuando empecé a sospechar que nuestras relaciones sexuales no iban a ser maravillosas, pero ya era demasiado tarde. Harry M. Evans, con sus rigurosos principios protestantes, no creía en la fornicación fuera del matrimonio, y así es como me atrapó.
Helen K. Williams fue la fuerza dominante en la vida de Harry M. Evans. Ella fue la responsable de su alistamiento en el ejército del aire y, en consecuencia, de su entrada en el programa. Yo tenía que hacer algo para escapar de ella. Como una esposa comprensiva y llena de abnegación, permaneció a su lado durante todo el período que terminó con su selección honorífica para la misión a Venus. La situación había evolucionado hasta un punto en el que Venus parecía ser un destino menos inaccesible que ella.
Harry M. Evans efectuó con éxito su viaje en dirección a Venus; es decir, consiguió llegar hasta las inmediaciones del planeta y pudo volver. Hoy en día, a los treinta y ocho años de edad, Evans vive en la dirección mencionada al final, donde disfruta de unas vacaciones indefinidas para poder trabajar en la redacción de sus memorias, que deben ser publicadas bajo seudónimo por la editorial Random House en la primavera de 1982.
61
—Los acontecimientos dirigen nuestras existencias —le digo al capitán—, aunque ignoremos su trama, aunque nada los motive. Todo no es más que ciego azar, circunstancias fortuitas, eventualidades pasajeras; en un universo infinito, cualquier cosa puede ocurrir. Una vez se producen los hechos, descubrimos sus razones. Vamos a Venus porque los dados arrojados así lo han decidido.
—Sí —dice. Su voz es tranquila, su tono no es particularmente solemne, en un curioso contraste con la importancia del momento—. Sí, eso es. Ha terminado por ganar. Esa es la auténtica razón de nuestro viaje a Venus. —Se alza, sacudiéndose la ropa con la mano como para expulsar unas imaginarias motas de polvo—. Esto pone fin a la primera mano del juego —añade.
—¿Es mi turno ahora?
—Exacto. Pero primero haremos una pausa. Ya hace horas que esto dura.
—No me importa. Es mi turno, y quiero jugar.
—Se lo ruego —declara el capitán, inclinando la cabeza—. Carece usted de realismo. Para empezar, tengo una apremiante necesidad. Luego tendremos que descansar. Y después tendremos todo el tiempo que queramos para reanudar el juego.
—¡Si yo estoy de acuerdo! —digo, poniéndome en pie. Es la primera vez desde hace horas que abandono la posición sentada, y siento mis articulaciones envaradas y doloridas mientras avanzo hacia él—. Maldita sea, está usted haciendo trampa. Es mi turno, y no voy a dejarle marchar. Tengo una pregunta que hacerle.
—Más tarde.
—¡Usted me ha llevado por donde ha querido y esto es algo que no soporto! —Me he puesto a gritar—. Y el hecho de que sea usted el capitán no cambia nada. En primer lugar, siempre le he encontrado antipático, si quiere saberlo. Es un asno estúpido y un cernícalo desprovisto de sentimientos.
—Mantenga su sangre fría, Evans.
—Es usted el mejor ejemplo viviente de lo que engendra el programa: no hay nada en usted, es una máquina ridícula. Debería matarlo por su actitud. Merece usted la muerte.
—Evans, esto significa motín.
—¿Motín? —digo con un grito. Alcanzo vacilante al capitán, que se dirige hacia el habitáculo reservado a la evacuación de nuestros excrementos (los cuales permanecerán almacenados hasta el momento en que suframos la atracción de Venus y podamos arrojarlos hacia este planeta)—. ¿Está hablando en serio? ¡Escúcheme un poco! —Me apodero rabiosamente de una llave inglesa fijada a un mamparo y prosigo, fuera de mí—: Va a ver lo que hago con sus juegos, con sus reglas y con sus órdenes. —Y blando la llave, abatiéndola sobre su sien con un terrible golpe.
Su cabeza estalla en filamentos que forman brevemente algo parecido a un halo. Todo lo que se cuenta es cierto: la sien es efectivamente un punto sensible. El capitán está muerto antes incluso de haber tenido tiempo de protestar. Cae pesadamente sobre su vientre, las rodillas dobladas, el posterior ofrecido: esta postura excita mi sentido del humor y me echo a reír, y mientras sigo riendo lo arrastro hacia la escotilla, feliz y aliviado de haber resuelto al fin el problema del capitán. Y canturreo:
—Era normal, era lo único que podía hacer —mientras abro la escotilla, hago bascular el cuerpo dentro de ella y acciono la expulsión—. Usted ni siquiera respetaba su propia regla del juego; esta era la única solución —digo una vez más, y añado mientras se me ocurre una idea—: Y además esto va a resolver todo el asunto de Venus. Voy a llevar la nave de vuelta a la Tierra y contaré que los venusianos lo mataron; le ahorraré el deshonor de revelar que ha perecido a manos de su subordinado. —Luego vuelvo junto a la consola y empiezo a elaborar la programación para el viaje de regreso. Durante un instante pienso en expedir un mensaje relatando las circunstancias de lo ocurrido, pero renuncio a ello. Se sentirían desconcertados y no comprenderían (como yo empiezo tan solo a comprender) que el capitán deseaba morir, que su muerte estaba predeterminada no por los venusianos sino por el programa, que dándole esta muerte que él deseaba le he permitido franquear una etapa en su ascenso. Hay pocas posibilidades de que asimilen estos datos durante mucho tiempo, me digo mientras manipulo los relés, pero les ayudaré: una vez haya regresado les proporcionaré tantas explicaciones como sean necesarias, y terminarán por admitir los hechos, y todo terminará bien en el mejor de los mundos, este mundo en el que el hombre puede desear Venus y proyectar conquistarlo.
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—¿Eso es todo? —pregunta Forrest a Evans—. ¿Quiere decir que realmente no hay nada más?
Gruñendo como un animal, Evans se precipita hacia ese hombre barrigudo, lo arroja al suelo y empieza a estrangularlo.
—¿Qué más necesita? —murmura—. Me ha enviado usted a Venus, me ha hundido en esta historia, ¿y no tiene suficiente?
Forrest gime, suplica piedad, empieza a explicar (aunque sometido a estrangulación, aparentemente es capaz de hablar) que él ejecutaba órdenes y no pretendía perjudicar a Evans, pero este está loco furioso y nadie podría razonar con él: están solos en la habitación, Evans lo estrangula, Forrest muere; Evans le rompe el cuello, Forrest muere; Evans le aplasta la médula espinal con un golpe del canto de su mano y Forrest muere; Evans se sienta a horcajadas sobre él como lo haría sobre un caballo y le aplasta el pecho hasta asfixiarlo y Forrest muere; muere una y otra y otra vez, y todas ellas Evans lo mata. Curiosa satisfacción la que produce el realizar finalmente un tal deseo. Forrest muere, Forrest muere; los guardias están ahora allí y asisten a la escena mientras intercambian palabras en voz baja. No parecen tener objeciones que formular. Quizá, piensa Evans, ellos también estuvieran perseguidos por Forrest como él. Forrest gime bajo él y se convierte en el capitán, y el capitán muere también; Forrest y el capitán mueren juntos, dos por el precio de uno, ¡oh, qué placer!
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Acercándonos al planeta verde cuya órbita acabamos de alcanzar, no pude impedirme el contemplarlo frente a mí mientras me repetía: Imposible, es demasiado, eso no puede ser cierto, y otras fórmulas destinadas a tranquilizarme, al tiempo que las máquinas zumbaban y de la radio surgían crepitaciones inquisitivas. Querían saber dónde estábamos. Querían saber lo que había ocurrido durante el tiempo en que la transmisión había quedado interrumpida. Corté el contacto, única forma de hacerles callar.
Y volví a mi observación de Venus; Venus el imponderable, ignorando la cualidad de mi deseo. Y en aquel momento me encontré de la forma más natural del mundo dirigiéndole la palabra a mi viejo amigo X, el cual, qué coincidencia, se hallaba de pie a mi lado, los ojos fijos también en el planeta, en bastante buena forma pese a algunos ligeros deterioros físicos debidos a sus desventuras; y yo podía observar estos deterioros desde el interior, lo cual era algo más bien peculiar puesto que jamás hubiera creído poseer un tal poder.
—Imposible —le dije—. Esto es lo único que se me ocurre. —Le ofrecí educadamente una píldora tranquilizante tomada de mi cada vez más exigua reserva, y él la tomó distraídamente.
—No hay nada nuevo aquí —declaró—. Ya he visto todo esto. Es todo lo mismo.
—No —dije yo, impresionado por la tristeza de su mirada—. Es diferente. Lo suyo era Marte; esto es Venus, y yo no sé qué hacer. No tengo la menor idea, ¿comprende?
—Marte, Venus, todo es lo mismo —respondió X—. La experiencia es idéntica. Incluso la Luna, se dice, proporcionaba las mismas sensaciones. No, es demasiado tarde, Evans; ya no hay tiempo de medir nuestra vida contra ellos. Tiene que adoptar usted una perspectiva más amplia y librarse de esos infantilismos. —Me tomó del codo, como para insuflarme fuerzas—. Todo no es más que abstracción —prosiguió—. Se necesita tiempo para comprenderlo. Lo que cuenta no es lo que se ve, es la distancia entre nosotros y las cosas. —Me lanzó un guiño de connivencia, luego desapareció.
—¡Espere, vuelva! —grité yo—; no me deje solo, tengo cosas que realizar, decisiones que tomar; vuelva, por el amor de Dios. —Pero indiscutiblemente se había ido, como los otros, como el capitán y mi mujer, abandonándome a mi suerte. —Maldito, basura, hijo de puta —grité alocadamente, y proseguí con todo un rosario de maldiciones, antes de terminar calmándome y decidir que, costara lo que costase, debía proseguir con mi misión.
—Quería cambiar las existencias —me dije en voz alta—. Quería cambiar la visión que tenemos de nosotros mismos. Quería alterar irremediablemente el contenido de nuestras reacciones. Esto no puede terminar así. —Pero, mientras la nave continuaba describiendo su órbita, me pareció que un tal fin sería el más probable, que esta sería la conclusión más lógica de todo lo que había precedido, y que no había nada más que decir—. ¡Vuelva, X! —supliqué una última vez—. Muéstreme lo que hay que hacer—. Pero nada en la nave, nada en el aire, y comprendí entonces de forma definitiva que tanto en Venus como en la Tierra, tanto en el vacío como en el fango, uno debe tomar sus propias decisiones y mantenerse en ellas, y la trivialidad simplista de este aforismo —puedo asegurárselo, señores— estuvo a punto de volverme loco, un poco menos loco de todos modos que este pobre capitán que, como consecuencia de una falsa maniobra desgraciada con la escotilla de evacuación, se halló catapultado al espacio y empezó a caer hacia el Sol.
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HARRY M EVANS
H MARRY VENAS
VENAS MARRY H
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—Tengo miedo —me confió el capitán—. ¿No lo comprende? Ya no puedo seguir sirviéndole de muleta. Estoy aterrado; no puedo soportarlo más. Se lo ruego, Evans, déjeme tranquilo.
—No —dije yo, levantándome para apretar contra el mío su tembloroso cuerpo, curiosamente patético—, no tiene que tener usted miedo. ¡Le necesito! ¡Dependo de usted! Durante toda mi vida he dependido de las instituciones. No puede fallarme usted ahora; es la única institución de que dispongo. Piense en sus responsabilidades. Piense en el vuelo.
—Ya no puedo más —declaró—. Estoy aterrado. No puedo seguir soportando su dependencia. No puedo seguir soportando nada más. Nunca quise ir a Venus. Fueron ellos quienes me obligaron. Los tests eran una mascarada; yo no hubiera debido resultar seleccionado. Usted, Evans, usted fue el cualificado. Es usted quien debe encontrar la solución.
—No, yo no puedo. Usted es el capitán. Yo debo ejecutar sus órdenes.
—Lo siento —respondió, desprendiéndose de mí—, pero esto no puede continuar más tiempo. No es culpa suya, Evans, es mía. Espero que conseguirá salirse de esta sin mí. —Y, antes de que yo pudiera impedírselo, se metió en la cápsula de evacuación—. Me he vuelto loco —añadió—. Ésta es la explicación que les dará usted. No les diga que estaba cuerdo y que simplemente no pude resistir; se negarían a admitirlo y le someterían a persecuciones. Esto ha terminado, Evans, ha terminado —concluyó, cerrando la tapa. Oí el ronroneo de las máquinas; un instante después, se había volatilizado en el espacio.
Y ahora me encontraba solo. Solo, siempre solo, sin la menor finalidad. Sabía que este era el trato y que debía ser así. Al final de este largo túnel de entrenamiento, de instrucciones y de sufrimientos, tenía que existir este momento de vacío y de inmovilidad donde yo debería enfrentarme a los ciegos paneles de la consola, sabiendo que debía ser yo quien los activara.
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El misticismo comercial. El misticismo comercial fue inventado en el transcurso de los años 1960 como reacción contra la tecnología y particularmente contra el programa espacial. Un creciente número de personas, en aquella época, tenían efectivamente la impresión de que el progreso técnico retiraba de su existencia toda autonomía, y que les resultaba imposible prohibir a las máquinas que los aplastaran hasta la muerte. En el transcurso de este difícil período, que aún no ha terminado, el ocultismo, el satanismo, la astrología y la adivinación alcanzaron un grado extremo de popularidad. La demonología se puso muy de moda, así como los tarots y el Yi-King, el Libro de los Cambios.
Una de las teorías de los nuevos místicos era que el espacio consistía en una simple proyección de los desiertos interiores del hombre, y que en consecuencia la exploración del espacio no era más que una metáfora de la exploración interior: frente a Venus, Marte o la Luna, el viajero se veía simplemente confrontado a una pirámide cualquiera erigida en su deteriorado psiquismo. A los ojos de esta teoría, todos los motivos adelantados para justificar la exploración espacial eran un entretejido de absurdos. Lo mejor era aceptar desde el inicio la verdad interna del yo o, en su defecto, solicitar los cuidados de un establecimiento especializado, donde una terapéutica a base de criptogramas, rompecabezas, jeroglíficos y autobiografía sexual remediaría lo esencial, dejando al mismo tiempo todo el tiempo libre para la introspección y la contemplación del espacio interior.
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Evans y yo vamos al encuentro el uno del otro. Hace mucho tiempo que nos buscamos; ahora que finalmente ha llegado el momento, nos estrechamos las manos con efusión en la oscuridad.
—Encantado de conocerte —dice Evans, y yo pronuncio la misma fórmula; luego intercambiamos algunas cortesías, sabiendo que es inútil abordar los grandes temas. Nos comprendemos maravillosamente. Hemos vivido juntos tanto tiempo, aunque fuera tras unas barreras.
—Es preciso que se lo digamos —afirma Evans, y yo no puedo hacer otra cosa más que asentir—. Sí, es preciso que se lo digamos —digo, y entonces, sin una palabra más, avanzamos hacia la puerta y la abrimos. Ya no está cerrada con llave; podemos pasear a nuestro gusto por los pasillos—. Que les digamos como fue —prosigue Evans, y añade—: y como será por siempre. —Nos echamos a reír. No hay entre nosotros ningún malentendido. Sería algo impensable teniendo en cuenta nuestras relaciones, las cosas que nos enraízan mutuamente.
Cogidos de la mano, avanzamos como dos noctámbulos en busca de un bar.
—Creo que está bien así —dice Evans—. No podemos seguir guardando por siempre el secreto. Tarde o temprano hubiera sido necesario que supieran.
—Sí —digo—, hubiera sido necesario que supieran tarde o temprano, y además no es culpa nuestra. Nosotros no somos responsables. Basta con contarles lo que ocurrió.
—Exactamente —aprueba Evans. Frota el interior de mi palma con su dedo, casi una caricia—. De hecho —prosigue—, ¿y tu vida sexual? ¿Cómo era? ¿Lo pasaste bien?
—No —digo—. Era más bien triste.
—Interesante. A mí me ocurría lo mismo.
—Creo que tiene relación con el programa. Me había convertido en algo parecido a una máquina.
—Esto también es interesante. Resulta que yo también formé parte del programa, y pensaba exactamente lo mismo. Es bueno saber que estamos del mismo lado.
—Sí —digo yo—, sí. —Hemos llegado al extremo del pasillo, y llamamos con resolución a la puerta para que el guardia nos oiga. Seguro que hay un guardia. Siempre hay uno. Al cabo de un momento la puerta se abre y, parpadeando, emergemos a la luz.
—Tenemos una declaración que hacer —le digo al guardia—. Ambos.
—En efecto —confirma Evans—. Y sin perder tiempo. El tiempo vale dinero, y ustedes quieren poner en marcha en seguida la segunda expedición, ¿no?
—Un momento —responde el guardia—. Espere aquí. —Se aleja, haciéndonos gestos tranquilizadores. No nos movemos del sitio, muy tranquilos, los ojos clavados en las rejas de hierro, los barrotes, los altavoces.
—Es extraño —digo—. Parece como si tú hubieras formado parte de la expedición a Venus.
—Exacto.
—Yo también.
—Esto es cada vez más interesante —afirma Evans, y nos miramos cordialmente, inclinando la cabeza. Mientras tanto el guardia regresa, seguido del hombre al que conocemos bajo el nombre de Claude Forrest. Parece haber sido sacado de la cama, y su aspecto es un tanto huraño. Nos observa a ambos y declara:
—Bien, ¿qué es lo que tiene que contar? ¿Algo nuevo, o siempre el mismo estribillo?
—Algo nuevo —digo, haciendo una seña a Evans para que guarde silencio, pues me corresponde a mí, que conozco bien a Forrest, llevar la voz cantante—. Algo enteramente nuevo. La conclusión absoluta.
—Adelante —dice, sacando un pañuelo con el que se seca la frente—, le escucho. ¿Qué es lo que quiere decir?
—La verdad total y definitiva sobre el viaje. El tratamiento ha actuado finalmente; recuerdo todo lo que ocurrió. Y voy a revelárselo.
—Estoy esperando —dice, inclinándose hacia mí con una expresión febril—. Hable. Quiero saber.
—Sí —digo, con un guiño a Evans, mi colaborador en la búsqueda eterna y finalmente conseguida de la verdad—, voy a hablar. —Y empiezo entonces a exponérselo todo.
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—Yo quería al capitán a mi manera, pese a conocer su locura, pobre tipo —digo—. No era totalmente culpa suya: hay que tener en cuenta las condiciones. Y las condiciones eran espantosas.
Y en este momento me doy cuenta de lo que acabo de decir. Forrest suspira, Evans suspira, el guardia suspira, y veo a la helada luz que brilla en la mirada de Forrest que no hay ninguna esperanza, absolutamente ninguna esperanza. E ignoro qué lenguaje utilizar para que todos ellos me entiendan.
—Eso nunca tendrá éxito —les digo para terminar.
Epílogo
Sr. Harry M. Evans
c/o Sunderland
1836 Longacre Street
Middle Village, Illinois.
Querido señor Evans,
Tengo el placer de informarle que hemos apreciado vivamente su manuscrito Apolo y después, y que estamos de acuerdo en su publicación. Actualmente nos estamos ocupando en establecer un contrato que le será enviado en breve tiempo.
Quedan por resolver algunas cuestiones en cuanto a la forma de presentar el libro. Aunque, en la carta que lo acompaña, usted dice «sentirse mucho mejor ahora y dudar de la veracidad objetiva de la mayor parte de este diario», y nos sugiere «publicarlo más bien en forma de novela», si lo aceptamos, tenemos la sensación de que Apolo y después debe aparecer a los ojos de los lectores como una obra no de ficción. Usted tiene una fascinante historia que contar acerca de la desgraciada expedición a Venus, y su testimonio debe añadirse a las pocas informaciones disponibles; así pues, creemos que, como relato en primera persona hecho por el único ser humano vivo que haya ido jamás a Venus, podría obtener un enorme éxito.
Estoy persuadido de que algunos cortes, y una ligera reescritura, permitirán eliminar la mayor parte de estas «incoherencias aparentes» a las cuales hace alusión, y llegar a un texto agradable de leer y bien estructurado, que evocará la forma en que su «misión» apareció a sus ojos en un período de desequilibrio emocional. Somos, por supuesto, los mejor situados en el mercado para asegurar el éxito de ventas de Apolo y después, y creemos poder calcular importantes derechos de reventa al extranjero, una selección para algún renombrado club del libro, y quizá incluso una opción con vistas a una adaptación cinematográfica. Nuestro servicio anexo de derechos estudiará atentamente todas estas posibilidades y, como sea que nuestro contrato preverá un reparto de estos derechos al cincuenta por ciento entre el autor y el editor, puede tener la seguridad de que haremos todo lo posible.
Por el momento no me queda más que darle las gracias por haber pensado en nosotros a la hora de someter su manuscrito, y ofrecerle mis más atentos saludos, hechos extensivos a esta mujer paciente y devota que cita en su carta de acompañamiento llamándola «la luz de mi vida, mi esposa».
Muy sinceramente suyo,
K. Martin Conrad
Director literario.
KMC/lh
Con copia al doctor Claude Forrest.
Título original: BEYOND APOLLO
© 1972 by Barry N. Malzberg
Traducción: Sebastián Castro
Barry N. Malzberg es otro de los grandes desconocidos de la SF anglosajona en España. Nacido en 1939, se dio a conocer al público norteamericano a finales de la década de los sesenta, con un gran estallido de producción: en solo siete años publicó veinte novelas y más de un centenar de relatos cortos. Luego, repentinamente, en 1976, Malzberg anunció públicamente que abandonaba de un modo definitivo la SF, género en el que empezaba a sentirse incómodo; desde entonces, su nombre ha desaparecido de las nuevas publicaciones del género, aunque toda su obra anterior ha sido reeditada constantemente.
La temática principal de Malzberg en la SF es la alienación del ser humano dentro de la sociedad. En la novela que les ofrecemos hoy, considerada como su obra maestra, y que mereció en 1973 el John W. Campbell Memorial Award, lo más importante no es dilucidar lo que ocurrió en la expedición a Venus, por qué volvió tan solo uno de los dos astronautas enviados allá, sino la recreación del mundo interior de ese mismo astronauta frente al agobiante exterior que le rodea: sexo, política, intereses. Es, también, una acerba crítica al programa espacial norteamericano y todas sus carencias. Harry M. Evans, el protagonista, es un arquetipo de toda nuestra sociedad... incluido, y él mismo se encarga de remarcarlo varias veces, el propio Malzberg.