MUERTE TUNA (Manuel Yáñez Solana)
Publicado en
diciembre 30, 2016
Todos en el internado le llamaban Muerte Tuna. Nadie era capaz de calcular su edad, y ni siquiera se podía saber su estatura exacta. Porque siempre permanecía sentado en el mismo rincón del patio, con las piernas juntas, sólo huesos entre los cuales se encajaba un rostro que era una calavera. Cuando se levantaba, arrastraba las zapatillas en un caminar de caracol humano, herido por unos sabañones purulentos y por una espalda que no parecía haber conocido jamás la vertical. Y una estela nauseabunda iba dejando el hedor de los excrementos que portaba, ya que la imposibilidad de sujetar sus intestinos hasta llegar al retrete se había terminado por aceptar como un mal menor, después de someterle a unas sevicias despiadadas, entre las que el castigo físico y la privación de la comida se contaban entre las menos crueles.
Muerte Tuna era un niño calificado de «imposible». Nadie venía a verle los domingos de visita, no se le conocía familia alguna, y se decía que había llegado al Hogar después de pasar por otros internados de Auxilio Social. Podía ser considerado una especie de deshecho que siempre había sido rechazado, pero que, al fin, parecía encontrarse en un lugar permanente. Su presencia despertaba más intranquilidad que piedad, y una mayor repulsión general que un sentimiento de culpa lógico en aquel colectivo educacional.
Sin embargo, lo que todos ignoraban era que Muerte Tuna se hallaba en las simas más profundas de la degradación, por lo que su existencia alentaba a escasa distancia de lo sobrenatural. Igual que el místico o el yogui, a los que la privación del alimento, el sacrificio del cuerpo, la esclavitud de su voluntad y la soledad les permite conquistar la levitación, el poder de trasladarse mentalmente y otras facultades paranormales, este pequeño «monstruito» se encontraba en la frontera de la energía mental. Lo único que necesitaba era tropezarse con el impulso activador, de carácter emotivo, que pusiera en marcha unas facultades que ningún ser humano de los que le rodeaban podía ni siquiera imaginar.
¡Y el detonante se hallaba en la persona de Carlos, el Niño de la Güeva, el único amigo que tenía Muerte Tuna en todo el hogar!
* * *
Carlos Solana contaba trece años, no medía más de un metro y cincuenta y cuatro centímetros de estatura, a pesar de lo cual era de los más altos del hogar «Joaquín García Morato». Se le podían contar los huesos del cuerpo cuando se desnudaba todas las mañanas para ir al cuarto de las duchas, tenía el pelo castaño rapado a lo alemán, ojos grandes, hundidos, que delataban un hambre ancestral –hambre de comida, saber, diversión y, sobre todo, de libertad– y su imaginación, lo único que resistía la manipulación, correspondía a una rebeldía innata, que en otros lugares menos tiránicos hubiera sido tachada de ingenua, pero que allí, muy pronto, cobraría unos alcances desorbitados, demenciales y hasta satánicos. Le llamaban el Niño de la Güeva por dos manchitas de cabellos pajizos, acaso unos antojos de su madre, que lucía en la zona del parietal izquierdo.
Aquella mañana, Carlos, José Félix, Sauquillo y Vicente se encontraban limpiando la capilla, debido a que al día siguiente se iba a celebrar una misa especial. Como ya habían terminado la tarea y llevaban más de media hora solos, lejos de la estricta vigilancia de las profesoras o de alguna de las guardadoras, las fantasías del Niño de la Güeva se dispararon. Por lo que avanzó unos pasos hasta la estatua del rey San Fernando, le quitó la espada de las manos y gritó:
–¡Soy el Guerrero del Antifaz! ¡Voto al Cielo que voy a rebanaros el gaznate, malditos sarracenos! ¡No me negaréis que habéis venido a profanar los Santos Lugares! ¡Pagaréis con sangre vuestra felonía!
Y asestando mandobles al aire, consiguió que sus tres compañeros, cómicamente aterrorizados, retrocedieran hasta la puerta. Carlos brincaba de un banco a otro, suponiendo que estaba salvando los obstáculos propios de las murallas de una fortaleza castellana. Durante unos minutos fue abrazado por una melopea heroica: juguete de unos tebeos que estimulaban lo mejor que había en él.
Inmerso en este entusiasmo, fuera de un control racional, tardó en escuchar los gritos de José Félix:
–¡Queo, queo! ¡Don Rómulo! ¡Vienen don Rómulo, doña Carmela y la señorita Engracia! ¡Queo, queo!
La fuga de sus tres compañeros por la puerta trasera de la sacristía, consiguió que «el guerrero del antifaz» de pacotilla reaccionase a tiempo. Saltó a una zona de sombras, aún sosteniendo la espada de San Fernando, y se escurrió hasta una de las columnas que sostenían el balcón reservado al coro. Luego, palpitándole las venas de las sienes más que el corazón y con las manos sudorosas, utilizó la misma vía de escape que los «ex sarracenos».
Pero, nada más llegar al jardín, bajo un sol castellano de primeros de mayo, se dio cuenta de que llevaba la espada. Devolverla a la estatua ya era imposible, debido a que le descubrirían sus superiores. Temblando al imaginar el castigo que podía recibir, no vaciló en el momento de incrustar en la tierra el pedazo de madera endurecida, pintada de plata, purpurina y rojo. En unos segundos logró enterrarla por completo. Seguidamente, corrió hasta el campo de fútbol, donde jugaban los otros doscientos chicos del internado.
Antes de llegar al edificio de los retretes, se encontró frente al trío de fugados. Todos sonreían de una forma nerviosa; y fue Vicente, el Huevo Frito, quien mostró el alivio de los demás:
–¡De menuda paliza nos hemos librado, Güeva! ¡Ya nos veíamos de rodillas sobre garbanzos y con los brazos en cruz, hasta que los músculos se nos quedaran tiesos... O con veinte correazos en las manos y en las costillas! ¿Has puesto la espada en la estatua del Santo?
–No la he podido poner... He tenido que esconderla en un sitio seguro... ¡Oye, vais a darme ahora vuestra palabra de honor de que jamás contaréis a nadie lo que ha pasado en la capilla!
Los tres se miraron, muy intranquilos; sin embargo, terminaron por asentir con la cabeza y, después, exclamaron:
–¡Palabra de honor!
–¡Qué os muráis aquí mismo si no cumplís vuestra palabra! –exigió Carlos, queriendo contar con todas las seguridades.
–¡Palabra de honor! –repitió el trío, totalmente convencidos sus componentes de que por nada del mundo se irían de la lengua.
* * *
Ya había finalizado la visita al Santísimo de todas las tardes, y los rezos de los chicos, cantinelas sin emoción al verse lastradas por la rutina, todavía colgaban de los techos de la capilla, cuando la voz tronante de don Rómulo puso en evidencia que se había producido un suceso excepcional. Algo que era infinitamente superior a cualquiera de los pecadillos que resultaban comunes en los internos.
–¡Han robado la Espada Sagrada! ¡Han profanado con un sacrilegio este Santo Recinto! ¡No quiero pensar que ha sido uno de vosotros... Porque sé que ahora sus manos estarían abrasadas por el rayo exterminador! ¡Ha debido ser el demonio... Algún pecador le ha servido de cómplice, de intermediario en una acción... QUE ES MERECEDORA DEL CASTIGO ETERNO! ¡Robar un Objeto Sagrado significa el infierno para el culpable y sus cómplices... POR ESO OS EXIJO QUE ME AYUDÉIS A DESCUBRIRLO! ¡No hay duda de que os habrá amenazado. Me dirijo a los que le han visto... No temedle a él... TEMED AL DIOS IMPLACABLE, QUE TODO LO VE Y ANTE EL CUAL NADA SE PUEDE OCULTAR! ¡Tened presente que la Espada Sagrada pertenece a nuestro Santo Patrón, al Protector de este Hogar! ¿VAIS A TRAICIONARLE HASTA EL PUNTO DE NEGAROS A RECUPERAR LA ESPADA SAGRADA?
Las frases apocalípticas eran dardos que se clavaban en los corazones de todos los presentes, transformando la sorpresa inicial en aversión, y la aversión en un odio fanático. Todos comenzaban a sentirse cruzados en una empresa religiosa, y escuchaban asintiendo con la cabeza, dominados por una pasión verbal que los hipnotizaba en lugar de convencerlos.
Sólo cinco no compartían la misma emoción heroica de los doscientos paladines. Carlos Solana temblaba, buscando con la mirada a quienes le habían dado su palabra de honor, a los juramentados. Y éstos se notaban aterrorizados, vacilando entre la promesa y la fe; pero sintiéndose demasiado paralizados por el espectáculo al que estaban asistiendo, ya que tenía mucho de proclama flamígera.
No obstante, hemos de resaltar la existencia de un quinto personaje, el único entre los ocupantes de la capilla que no se dejaba influenciar por las palabras, a pesar de lo desgarradoras y amenazadoras que fuesen. Y es que a Muerte Tuna le importaba más seguir vivo y contar con la amistad de Carlos.
Por este motivo, al ver a Carlos agitándose sin poder dormir, después de que la corneta hubiese hecho oír el toque nocturno de silencio, prestó atención queriendo averiguar la causa del sufrimiento que aquél le afligía. Sus camas estaban muy juntas, en uno de los extremos del espacioso dormitorio. Y antes de que pudiera evitarlo, cuando se había convencido de que su amigo se hallaba entregado al sueño, le escuchó gritar:
–¡Me habéis dado vuestra palabra de honor...! ¡Os moriréis en el acto... si llegaseis a chivaros de lo que hice...! ¡José Félix, Sauquillo y Vicente... no podéis traicionarme...!
–¡Quieres callarte de una vez, Güeva...! Pero, ¿qué estás diciendo...? –preguntó uno de los chicos, empezando a entender el miedo de Carlos.
Entonces, Muerte Tuna cerró los ojos, presionó los párpados y comenzó a vociferar mentalmente:
–¡Duérmete, estúpido... Duérmete! ¡Tú no has oído nada... NADIE HA OÍDO NADA! ¡Carlos es mi amigo... NADIE PUEDE HACERLE DAÑO!
La respuesta tuvo una evidencia inmediata, ya que el joven se dejó caer sobre su almohada, para quedarse dormido. Ningún otro se despertó, aunque las voces de queja del Niño de la Güeva continuaron escuchándose hasta altas horas de la madrugada.
Mucho más tarde, desde el toque de diana, se comprobó que los internos sólo hablaban de la espada y del castigo que recibirían los sacrílegos. Las guardadoras ni siquiera se fijaron si los chicos se enjabonaban bien el cuerpo, para luego entrar en las duchas. Y durante el desayuno volvió a tronar la voz terrorífica de don Rómulo:
–¡Este Colegio ha estado toda la noche sin la protección de la Espada Sagrada... LOS RESPONSABLES IRÁN AL INFIERNO... SE ABRASARÁN EN EL FUEGO ETERNO! –sus amenazas se dejaron oír durante unos minutos. Después, anunció–: ¡Cuando salgáis del comedor, quiero que forméis cuadrillas de rastreo! ¡Para recorrer cada palmo del suelo! ¡Ordeno que recojáis aquello que os resulte extraño! ¡Al mismo tiempo, todos iréis rezando el –Yo Pecador»... PORQUE LA ORACIÓN SIEMPRE VENCE A LOS PECADORES SACRÍLEGOS!
En aquel mismo instante, aterrorizado y casi babeante, Sauquillo, el Chulo, abandonó su mesa, derribando la silla en la que había estado sentado, y alzó la mano derecha. Pero le estaba prohibido interrumpir a un superior. Se limitó a esperar a que el párroco le viese.
Entonces, Muerte Tuna volvió a actuar con la misma energía mental que la noche anterior. Realmente desconocía sus facultades; pero se había propuesto no consentir que los tres chicos traicionasen la palabra de honor que habían dado a Carlos.
Volvió a cerrar los ojos con fuerza, apretó los dedos sobre los bordes de la mesa, y gritó con su mente:
–¡No te chivarás de lo que hizo Carlos... JAMÁS TRAICIONARÁS TU PALABRA DE HONOR!
Repentinamente, el Chulo se desplomó en el suelo, retorciéndose como un epiléptico y echando espuma por la boca. La reacción de los chicos que le estaban mirando fue unánime: gritaron como locos, aterrorizados, aunque estuvieran quebrantando toda prohibición. Porque lo que veían les parecía tan insólito como escalofriante.
–¿Qué ocurre aquí? –preguntó doña Carmela, abriéndose paso entre el grupo de asustados chiquillos–. ¡Sauquillo! ¡Si es el alumno más fuerte y sano del Hogar...! ¡Dadme una cuchara! ¡Hay que impedir que se muerda la lengua!
Poco después, finalizado el rastreo de todo el suelo de aquel internado de Auxilio Social, se celebró una misa de desagravio en lugar de la especial programada anteriormente. Al llegar el momento de la plática, se escuchó la sirena de la ambulancia que se llevaba al enfermo.
–¡No será el último! ¡Dios os ha maldecido! –clamó don Rómulo, gesticulante y flamígero con su lengua y con sus brazos–. ¡EL SACRILEGIO HA TRAÍDO AL DEMONIO A ESTE HOGAR... TODOS ESTARÉIS ENDEMONIADOS MIENTRAS NO APAREZCA LA ESPADA SAGRADA! ¡REZAD... REZAD CON EL MAYOR FERVOR PARA QUE APAREZCA! ¡IRÉIS AL INFIERNO... EL FUEGO ETERNO OS ESPERA SI NO LA ENCONTRÁIS!
Los gritos admonitorios y las amenazas terroríficas, demoledoras, que dejaban a la mayoría de los chicos aniquilados frente a cualquier posibilidad de rebeldía, provocaron que Vicente, el Huevo Frito, cayese de rodillas en el frío suelo del pasillo central de la capilla, extendiera los brazos en cruz y comenzase a llorar; luego, gritó:
–¡Perdón... Perdón... PERDÓN...!
Pero Muerte Tuna se hallaba cerca, pendiente de cualquier reacción que pusiera en peligro a su único amigo. Por eso cerró los ojos, se encorvó aún más de lo que en él era corriente, apretó las manos sobre el respaldo del largo banco que tenía delante, y vociferó mentalmente:
–¡No te chivarás de lo que hizo Carlos... JAMÁS TRAICIONARÁS TU PALABRA DE HONOR!
En aquel mismo instante, al Huevo Frito se le desencajaron las mandíbulas, los ojos se le desorbitaron y sus brazos se aflojaron como si las mangas de la camisa se hubieran quedado vacías. Y su garganta perdió todas las facultades para emitir sonidos, por lo que la boca se le quedó entreabierta, vomitando un estertor ininteligible. Luego se entregó a una agitación nerviosa, que lentamente fue en aumento hasta degenerar en una serie de convulsiones irrefrenables.
–¡Está poseído por el demonio... COMO LOS OTROS! ¡COMPROBAD LAS CONSECUENCIAS DE VUESTRO SACRILEGIO! –bramó don Rómulo, comportándose como los profetas del Apocalipsis, para los cuales toda anormalidad era un signo evidente de un castigo merecido. Y siguió con su manipulación infrahumana–: ¡SÉ QUE LA ESPADA SAGRADA ESTÁ AQUÍ, EN EL HOGAR! ¡VAIS A ENCONTRARLA ANTES DE QUE EL FUEGO ETERNO DEL INFIERNO OS ABRASE A TODOS!
Igual que unos autómatas, perdida la voluntad bajo la carga de un terror que no entendían, todos los internos salieron de la capilla, una vez finalizada la misa de desagravio. Ninguno dejó de mirar hacia el cuerpo caído, todavía agitado por unos temblores incomprensibles. Después se entregaron a un nuevo rastreo. Hasta se dieron la vuelta a los colchones de todas las camas, se examinaron las cisternas de los retretes y los altillos de los armarios, así como la carbonera, el cuarto de las basuras, los lavaderos y las obras de albañilería que se estaban realizando para alojar a los tiñosos de todos los hogares de Auxilio Social.
Por la noche, a la hora de arriar banderas, después de cantar el «prietas las filas», la negra mole de don Rómulo se situó ante el mástil, dominando a las cinco formaciones de internos, nunca tan compactas a pesar del cansancio y la intranquilidad. El párroco alzó su voz como un trueno que anuncia el más arrasador cataclismo atmosférico:
–¡La Espada Sagrada continúa sin aparecer... Y TODOS SEGUÍS BAJO LA MALDICIÓN DIVINA! ¡YA HABÉIS VISTO LO QUE LES SUCEDE A LOS ENDEMONIADOS...! ¡Vuestro silencio es tan pecaminoso y sacrílego como el mismo robo de la Espada Sagrada! ¡OS EXIJO QUE HABLÉIS AHORA MISMO! ¡SATANÁS, TE ORDENO QUE ABANDONES EL CUERPO DE TUS VÍCTIMAS... Y DEJES QUE CONFIESEN SUS PECADOS!
Una descarga eléctrica de alta tensión emotiva hirió a José Félix, el Pecho Toro: mientras, casi todos los chicos se hallaban petrificados, congelados por un pecado que los convertía en reos de los castigos más abominables. Sin comprender su culpa, la aceptaban como otra, la mayor, de las injusticias que habían ido jalonando sus vidas.
Y cuando el vozarrón del párroco había alcanzado el techo de su intento de exorcismo, el último de los conjurados abandonó las filas, se clavó de rodillas en las baldosas de cemento y piedrecillas salientes que cubrían el patio, e intentó expulsar su sentimiento de culpa por medio de una confesión pública. Sin embargo, únicamente pudo llorar y abrir los brazos...
¡Porque su cuerpo fue proyectado contra la circunferencia del pozo artesano de adorno, cuyas paredes eran de ladrillo macizo, volando materialmente a unos veinte centímetros del suelo, donde fue estampado: su cuerpo acusó una especie de reventón, la sangre brotó por su boca y por sus fosas nasales, y todo él quedó tan inmóvil como un pellejo de aceite semivacío!
Al mismo tiempo, Muerte Tuna mantenía los párpados presionados, los puños pegados a las rodillas y la columna vertebral transformada en un ángulo de ciento diez grados con relación a las piernas. Estaba repitiendo mentalmente:
–¡NADIE TRAICIONARÁ LA PALABRA DE HONOR QUE DIO A MI AMIGO CARLOS! ¡¡NADIE!!
Era suya la energía mental que había aniquilado a José Félix, el Pecho Toro; pero él no podía saberlo, aunque las pruebas fuesen tan concluyentes. Y es que su capacidad de raciocinio se hallaba aletargada. Sólo funcionaba como un instinto desesperado, que suplicaba imperiosamente para no perder a la persona que le ofrecía su amistad.
Al mismo tiempo, Carlos Solana, el Niño de la Güeva, se hallaba atrapado por el terror y la cobardía. Las dimensiones de su pecado estaban alcanzando los niveles de infinito que es capaz de asimilar un chiquillo: un aturdimiento rayano con la locura, o un embobamiento anulador, en el que la razón se retrotraía a la supervivencia más primitiva, ya que avanzar en busca de una respuesta lógica suponía un imposible.
La reacción de don Rómulo, por otra parte, fue la del profeta que se tropieza con la evidencia de que la realidad ha ido más allá de sus amenazas. Cogiendo el cuerpo aún con vida de José Félix, lo alzó en vilo, igual que si estuviera realizando una ofrenda a su impotencia. Y, luego, vociferó demencialmente:
–¡Todos a los dormitorios! ¡ESTA NOCHE OS QUEDARÉIS SIN CENAR! ¡SE TOCARÁ SILENCIO UNA HORA ANTES! ¡¡ASÍ OS DARÉIS CUENTA DE QUE SOIS UNOS MALDITOS ENDEMONIADOS!!
* * *
Nadie le había puesto un nombre. Era un chucho callejero escapado de un camión, volcado cerca del kilómetro catorce de la carretera de Aragón cuando se dirigía al matadero de la perrera. Después de dos semanas de encierro, sin apenas comida ni agua, uniendo sus ladridos al coro de las demás bestias que presentían su fin, se había transformado en una masa de músculos y huesos, en un montón de rabia enloquecida, lo que se detectaba en la espuma que manchaba sus fauces.
Rebuscando en unos cubos de basura, junto a la carretera, el claxon de un camión le obligó a escapar, acaso recordando el reciente susto, el vuelco que le hizo golpearse contra los otros perros, y la caída final, después de la cual pudo encontrarse libre, dolorido y sin saber dónde se hallaba. Pero estaba lejos de los hombres. A uno de éstos le escuchó gritar a la vez que se disponía a golpearle. Parecía como si le estuviera ofreciendo ayuda. Recordó que así le engañaron aquellos otros que le encerraron en unas jaulas, donde apenas comió y bebió. Por eso a éste le enseñó los dientes, queriendo demostrarle que ya no temía los golpes y, acto seguido, se lanzó a través del aire fresco de la noche.
Igual que en aquel momento, sin ningún rumbo. Falto de la certeza de hallar un refugio y un poco de alimento. En sus recuerdos nada más que había odio, y su presente únicamente conocía el impulso homicida. Con este instinto llegó ante las tapias del Hogar. No tardó en localizar un hueco a ras de tierra, por donde se introdujo hasta llegar a la sombra del campanario de la capilla.
* * *
Sólo dos de los cuarenta internos que ocupaban aquel dormitorio se encontraban despiertos a las tres de la madrugada. Más de cinco horas había costado que el sueño venciese a la necesidad de comentar lo sucedido, de compartir terrores y lágrimas, de hacer concesiones a la fantasía, ninguna disparatada, ya que la realidad superaba la imaginación de aquellos niños no mayores de trece años, y de olvidar el hambre física y espiritual.
–¿Dónde vas, Carlos? –preguntó Muerte Tuna, viendo que el tembloroso amigo estaba abandonando la cama.
–Al water... Me estoy meando... Anda, intenta echar un sueño... si puedes, Joaquinito.
La respuesta fue cariñosa, un tanto paternal, como siempre; además, había vuelto a llamarle con el diminutivo de su nombre, sin ese mote que él tanto aborrecía. Por eso el ser excepcional se quedó conforme, aunque se mantuvo a la espera. Pero en ningún momento hubiese aceptado esta pasividad de saber que el Niño de la Güeva se disponía a abrir una de las ventanas de los lavabos.
Lo hizo éste intentando originar el menor ruido posible; sin embargo, su miedo iba en aumento. Al dejar caer la falleba, originó un golpeteo metálico; y al saltar al césped, las maderas de las contraventanas provocaron un pequeño estrépito. Que fue oído por Muerte Tuna.
Carlos ya estaba siendo devorado por la noche, entregado al frenesí de una carrera hacia lo desconocido. En la oscuridad acechaba el demonio, ¡lo sabía! Sabía que él lo había traído al hogar después de quitar la espada a San Femando: don Rómulo así lo reconocía. La más cruel evidencia se hallaba en la tragedia que acababan de sufrir sus amigos, ¡los tres endemoniados!
Llegó a la altura del edificio de dirección, donde tuvo que frenar sus pasos. Sólo había recorrido doscientos metros, contaba trece años, y se notaba tan exhausto como si fuera un asmático sesentón. A pesar del ahogo, continuó avanzando a gatas, mirando a un lado y a otro, creyendo que las sombras de los cipreses enanos, los pinos y los sauces correspondían a seres infernales, delgados y ululantes, que le acechaban. Se dio ánimos apoyándose en el césped húmedo, y consiguió rebasar el jardín que rodeaba la piscina... ¡Sólo necesitaba un esfuerzo más, aunque le estallasen los pulmones!
Lo consiguió. El corazón le latía en las sienes y buscaba el aire con la boca casi desencajada. Las lágrimas cegaban sus ojos. Arrastrándose intentó localizar los dos rosales, agradeciendo que la claridad lunar le estuviera facilitando la búsqueda... ¡Sí, era allí! Sus manos escarbaron en la tierra, destrozándose las uñas, y tocaron la dura madera de la Espada Sagrada, ¡el motivo del sacrilegio!
Nada más desenterrarla, Carlos notó una especie de quemadura interior. Todo el peso de su culpabilidad, de miserable pecador, de reo infernal, le condujo a pensar que no sería capaz de llevar la Espada Sagrada a la capilla. Tendría que dejarla allí, porque sus manos se abrasarían si continuaba sosteniéndola. La soltó creyéndose un ser abyecto... ¿No lo demostraba ese estertor diabólico que estaba oyendo a sus espaldas?
Intentó no moverse, buscó inútilmente una oración protectora, cuando su cerebro únicamente era capaz de pensar en los mil motivos que le aterrorizaban... ¡Y, de pronto, allí encontró al mismo demonio: fauces abiertas, dientes afilados, ojos brillantes y coléricos y una lengua chasqueante, cuyos movimientos despedían infinidad de gotas de una saliva blanquecina y abrasadora...!
* * *
Muerte Tuna llegó al jardín de la capilla en el momento que el chucho rabioso empezaba a ladrar, muy cerca del cuerpo arrodillado de Carlos. Le había costado un gran esfuerzo recorrer aquellos trescientos metros; pero, ¿acaso había realizado un acto inútil?
–¡No..., no...! ¡Este maldito perro no lo va a estropear todo... JAMÁS HARÁ DAÑO A MI AMIGO! –se dijo con todo el odio que era capaz de transmitir.
Súbitamente, el salto de la bestia, en busca de la víctima indefensa se transformó en una explosión de piel, sangre, carne, músculos, tendones y huesos. Todo ocurrió porque una fuerza paranormal había actuado en un lugar donde nadie podía entenderla.
–¡LO HE VISTO TODO... Y AQUÍ ESTÁ LA ESPADA SAGRADA DE SAN FERNANDO! ¡TÚ ERES EL MISMO SATANÁS! –gritó don Rómulo, que portaba un misal y una gruesa correa de cuero–. ¡SEGURO QUE LA HAS DESENTERRADO PARA PROFANARLA! ¡PERO YO TE LO IMPEDIRÉ!
El brazo del verdugo se levantó dispuesto a descargar el golpe, sus pupilas llameaban con el fuego del inquisidor y en sus labios se dibujaba la mueca triunfal del fanático, que ha terminado por creer su falsa interpretación de la verdad. Pero todos estos gestos y expresiones se convulsionaron, dando un giro de ciento ochenta grados, cuando la correa de cuero, que ya surcaba el aire buscando el cuerpo de Carlos, giró en un sentido absurdo, y se enrolló en el cuello de su portador, ¡dando origen a una fulminante estrangulación!
* * *
A la mañana siguiente, nadie pudo hallar una respuesta a aquella escena dantesca: don Rómulo ahorcado con una correa de cuero; Carlos muerto de rodillas, igual que una estatua, con los ojos abiertos y mostrando una mueca de terror, un perro reventado y la Espada Sagrada de San Fernando.
También se localizó a Muerte Tuna, gimiendo quedamente. Dado que se hallaba tan cerca de los cadáveres, alguien se atrevió a preguntarle. Pero nada más se obtuvo la respuesta de una mirada asustadiza.
–¡Qué va a saber ese esqueleto cagón y meón! –exclamó otro de los hombres, quizá el más cínico–. Habrá venido en busca de los capullos de los rosales. Más de una vez le han visto comiéndoselos. ¡Mejor será que avisemos a la directora, para que ella se ponga en contacto con la policía!
Mientras tanto, el chico que llegó a conquistar una energía mental capaz de matar a sus enemigos, seguía allí sentado, como un vegetal. Ya no oía, ni pensaba. ¿Para qué hacerlo si ni siquiera había podido salvar a su único amigo?
Fin
Manuel Yáñez es un escritor autodidacta, que nació en Madrid el 23 de enero de 1939. Luego de publicar novelas populares, se dedicó a escribir miles de guiones de cómic para diferentes editoriales de Europa. En 1972, casi toda su labor la concentró en la realización de adaptaciones de los grandes clásicos del Terror y de la Aventura, hasta comenzar a escribir sus propios relatos. La mayoría de este trabajo se publicó en el diario «Pueblo». Luego de una abundante producción en el terreno del Erotismo, cuando la censura española se aligeró lo suficiente, publicó en la colección «Biblioteca Universal del Misterio y del Terror», de Ediciones V, varios relatos de gran calidad, entre los cuales destaca éste de Muerte Tuna.
Actualmente, Yáñez es un colaborador asiduo de «ME Editores S. L.», para la cual ha escrito «El gran libro de los nombres», varias obras de Enigmas y una veintena de cuentos infantiles. La gran versatilidad de este creador queda patente en los dos relatos «sobrenaturales» que ofrecemos a continuación. El primero fue escrito en 1986, mientras que el segundo se realizó en 1993.