LA CASA DEL JUEZ (Bram Stoker)
Publicado en
diciembre 29, 2016
Malcolmson tomó la decisión de ir a un lugar solitario, sobre todo porque estaban muy próximas las fechas de los exámenes. Necesitaba poder estudiar sin ser interrumpido. Lo que más le preocupaba eran las playas, debido a que la atracción del mar podía arrastrarle a la indolencia. También pretendía escapar de los ambientes rurales, donde el aislamiento resultaba engañoso, debido a que la paz bucólica siempre terminaba por alimentar el deseo de pasear y distraerse. Prefería quedarse en un pueblo sin importancia, en el que hubiese pocas personas a las que conociera. Se propuso dar con el mismo lo antes posible. Singularmente, no pidió consejo a ningún amigo, acaso por temor a que éste terminara por visitarle o le recomendase un lugar, donde hubiera familiares suyos u otras personas de las que andan listas para entrometerse en las vidas de quienes consideran «sus conocidos». Por este motivo tomó la decisión de viajar sin un rumbo determinado, para quedarse allí donde se respirara mayor tranquilidad. Preparó el equipaje, que resultó ser muy exiguo: una maleta en la que metió un solo traje, dos pares de zapatos y algunas mudas, además de los libros que debía estudiar. Finalmente, compró un billete para la estación de un pueblo desconocido, elegido al azar en la guía local de los ferrocarriles.
En el momento que pisó el andén de Benchurch, tres horas más tarde, sonrió complacido. Porque el lugar ofrecía el aspecto más tranquilo; además, había conseguido que ninguno de los suyos, incluidos los amigos más lejanos, conociese donde se encontraba. A partir de aquel momento dispondría del tiempo a su entera voluntad. No tardó en solicitar alojamiento en la discreta posada «El Buen Viajero» de la adormecida localidad. Aunque sólo se quedaría una noche, con el fin de comprobar si el sitio le convenía.
Poco tardó en saber que se encontraba en el centro de los mercados de la zona. Allí acudían, una semana de cada mes, las gentes en masa para negociar la venta o compra de ganado. Esto suponía que durante más de veinte días allí no sucedía nada que viniese a romper la paz reinante. Al día siguiente de su llegada, Malcolmson visitó los alrededores en busca de una residencia aislada y tranquila, aún más que la posada «El Buen Viajero». Nada más que localizó un sitio que convenía ii su exagerada idea del aislamiento y la soledad más absoluta. Si liemos de ser sinceros, la casa se hallaba algo más que aislada, ya que ofrecía un aspecto desolador. Era muy antigua, de gruesas maderas cortadas al estilo jacobino, provista de unos aleros gruesos y de unas ventanas demasiado pequeñas de lo habitual, todas ellas situadas a una altura desacostumbrada. Por otra parte, se hallaba circundada por un alto muro de ladrillos macizos. Una persona normal se hubiera asustado al contemplarla, debido a que mostraba todo el aspecto de un fortín, nunca el de un hogar digno de ser ocupado por un ser humano en su sano juicio. Claro que estamos describiendo a un personaje obsesionado por la soledad más absoluta. Esto le llevó a decirse: «He encontrado lo que necesito. Si consigo hacerlo habitable, me consideraré el hombre más dichoso». Su entusiasmo adquirió cotas mayores de satisfacción al enterarse que el edificio llevaba sin alquilar desde hacía algún tiempo.
El encargado de la estafeta de correos le proporcionó el nombre del agente inmobiliario, el cual se quedó estupefacto al saber que había alguien dispuesto a vivir en una propiedad que a todos disgustaba. Sin embargo, como este señor Carnford era un honesto caballero, abogado comarcal desde hacía años y agente de fincas, no quiso engañar al forastero:
–Debo reconocer que me alegra bastante que alguien se haya decidido a alquilar esa casa. Yo estaría dispuesto a entregársela gratuitamente, con el fin de lograr que las gentes de estas tierras se acostumbren a verla habitada. Lleva tantos años vacía, que la rodea una especie de absurdo maleficio. Pienso que por poco tiempo que permanezca usted en ella, realizando sus estudios, conseguiremos mostrar que es un lugar lo mismo de apacible que cualquier otro.
Malcolmson resultaba tan discreto que no se atrevió a preguntar a qué obedecía ese «absurdo maleficio». Dato del que ya se cuidaría de informarse a su debido tiempo. Prefirió abonar por adelantado el alquiler de tres meses, al mismo tiempo que contrataba los servicios de una anciana que le atendería durante el tiempo que estuviera en la casa. Con las llaves en los bolsillos regresó a la posada. La encargada de este establecimiento era una mujer agradable y buena, tanto como para ganarse el afecto de sus huéspedes. Por este motivo, a ella recurrió el forastero para calcular la cantidad de víveres y provisiones que necesitaría llevar a la casa. En el momento que la describió, ella elevó los brazos al techo, anonadada, sin dejar de exclamar:
–¡Pero si esa es la Casa del Juez! ¡No es posible!
Debido a que, al mismo tiempo, se había puesto tan pálida como una muerta, Malcolmson describió el edificio con todo lujo de detalles, ya que era un gran observador. Confiaba que ella se hubiera equivocado; sin embargo, se fue a encontrar con una reacción parecida.
–Es la misma casa, ¡no hay ninguna eluda! ¡Allí vivió el Juez!
Seguidamente, él deseó conocer dónde iba a residir, especialmente porque le habían hablado que sobre el edificio pesaba un maleficio. La señora le contó que le daban ese nombre debido a que muchos años atrás –desconocía cuántos exactamente, debido a que ella no había nacido entonces, además de ser de otro pueblo, aunque le parecía que debían ser más de cien– fue la residencia de un juez, el cual desencadenó un inmenso terror entre sus paisanos por la crueldad de sus sentencias. Como si para él todos los que eran llevados a su Tribunal fueran enemigos mortales. No obstante, en lo que concernía al edificio, poco sabía. Algunas veces había pretendido averiguarlo, sin que nadie hubiese podido ofrecerle una respuesta convincente. En realidad la sensación general era que allí había sucedido algo muy grave. Por este motivo se consideraba incapaz, ni aunque le entregasen todo el dinero del Drinkswater’s Bank, de pasar sola una hora en el interior de esa casa. Finalmente, pidió disculpas a Malcolmson por no haber sabido responder a sus preguntas.
–Nunca me he considerado una chismosa, señor –añadió, un poco intranquila–. Lo que sucede es que me extraña que un caballero tan joven como usted, se encuentre decidido a vivir en un lugar como ése... Si usted fuera hijo mío, perdone la sinceridad, le prohibiría vivir allí. En el caso de no ser obedecida, correría a tocar la gran campana de alarma que hay en ese viejo edificio para solicitar la ayuda de todo el pueblo.
La bondadosa mujer hablaba con tanto apasionamiento, que no podía estar mintiendo. El joven se sintió impresionado, a pesar de que le hubiese hecho tan poca gracia lo que acababa de oír. No le quedó más remedio que decir:
–Mi estimada señora Witham, le agradezco que se preocupe usted tanto por mí. Pero soy un simple estudiante de matemáticas superiores, por lo que tengo demasiadas cosas en la cabeza para que me inquieten esos «algos» que se relacionan con la casa que pienso ocupar. Mi mente se ha acostumbrado a pensar de una forma fría y analítica. ¡Las progresiones armónicas, las combinaciones, las funciones elípticas y las permutaciones ofrecen todos los misterios que necesita mi cerebro, por lo que no me queda espacio para los demás, aunque sean tan originales como los que se encierran en el edificio que he alquilado!
La señora Witham se cuidó generosamente de proporcionar a Malcolmson todos los víveres que necesitaba. Seguidamente, éste se fue en busca de la anciana que debía atenderle. Y al cabo de dos horas, en el momento que entró en la Casa del Juez en compañía de su nueva doncella, pudo comprobar que le estaba esperando la posadera, junto a varios hombres y muchachos, todos los cuales habían transportado en un carro infinidad de bultos y una cama nueva. Esta serviría, según le explicaron, para que no se acostara en la que llevaba más de cincuenta años sin ser oreada. El uso de los demás muebles se consideraba recomendable, debido a que no habían sido deteriorados por la carcoma ni por el paso del tiempo. Todas estas explicaciones las recibió el joven forastero mientras recorría el interior de su nueva vivienda, con las consabidas pausas de la señora Witham cada vez que escuchaba algún ruido extraño, ya que lo achacaba, sin dejar de agarrar con fuerza el brazo de Malcolmson, a uno de esos algos que se habían adueñado de la Casa del Juez.
Una vez hubo finalizado el examen del interior, el nuevo inquilino optó por establecer su habitación principal en el enorme comedor, ya que allí contaría con el espacio suficiente para cubrir todas sus necesidades académicas. Acto seguido, la señora Witham y la señora Dempster, la criada, realizaron una primera limpieza y, más tarde, cambiaron de lugar algunos muebles. Finalmente, al desenvolver todos los paquetes, se pudo comprobar que había provisiones para cubrir las necesidades de una sola persona durante más de una semana. Muchos de los alimentos procedían de la despensa de la generosa posadera, la cual, en el momento de despedirse, se cuidó de aconsejar a su «protegido»:
–A mí me parece que como esa habitación resulta tan grande, le conviene colocar un biombo alrededor de la cama. Eso le salvará de alguna que otra corriente de aire, sobre todo al llegar la noche... Aunque yo me moriría de terror si tuviera que vivir aquí, rodeada de toda esa clase de objetos..., donde se pueden esconder los enemigos... ¡Algunos de los cuales terminarían por asomar sus cabezas, para mirarme, por encima o por los lados del biombo!
Lo que acababa de mencionar debió provocarle tal imagen terrorífica en su mente, que escapó de allí a la carrera, acaso para evitar un ataque de nervios. No hizo lo mismo la señora Dempster, ya que se limitó a soltar un despectivo resoplido con cierto tono de superioridad, dando idea de que ella no se asustaba por nada, ni siquiera ante todos los fantasmas de Inglaterra.
–Le contaré a usted lo que ocurre entre estas cuatro paredes, señor –añadió con una voz muy grave–. No crea nunca en los espíritus, ¡porque no existen! Las gentes los confunden con las ratas, los ratones, los escarabajos y otro tipo de animalejos. Cuando se escucha el crujido de las maderas, la ruptura de las tejas o de algunos recipientes de barro, lo mismo que esos tiradores de los cajones que se desprenden en la noche, nunca imagine cosas extrañas... ¡Contemple el suelo que estamos ahora pisando! ¡Es muy antiguo..., pues se instaló hace cientos de años! ¿No le parece el mejor escondite para las ratas y los escarabajos? ¡Claro que sí! Esos bichos son los espíritus, se lo puedo afirmar yo con la mayor seguridad... ¡No acepte ninguna otra versión!
–Señora Dempster, reconozco que es usted más sabia que un catedrático de matemáticas –admitió Malcolmson, sinceramente, a la vez que se inclinaba ante la anciana–. Espero que no le importe si le digo que, como prueba de mi admiración por su inteligencia, voy a permitirle vivir aquí durante dos meses enteros. Como yo sólo permaneceré uno, los otros que he pagado los pongo a su disposición.
–¡Se lo agradezco de todo corazón, señor! –replicó ella–. Sin embargo, desde hace unos años no puedo dormir lejos de mi propio dormitorio. Estoy viviendo en la Casa de Caridad de Greenhow. Por el simple hecho de ausentarme una noche de la habitación que se me ha asignado, perdería todos los derechos a continuar residiendo allí. La dirección impone unas reglas estrictas, debido a que son muchos los ancianos que están esperando una vacante. No podría correr ese riesgo. De no ser por eso, me instalaría con gusto en esta casa para cuidarle a todas las horas del día y de la noche...
–Mi estimada señora –le interrumpió Malcolmson queriendo resolver la situación–, lo que deseo es encontrarme solo el mayor tiempo posible. Reconozco que le estoy agradecido al difunto Greenhow por haber creado esa casa de caridad, donde se imponen unas normas que me privan de poder contar con una ayuda, que hubiera considerado oportuna en otra situación. Pero ahora deseo encontrarme solo el mayor tiempo posible.
La anciana dejó escapar una ligera carcajada y, después, exclamó:
–¡Los jóvenes de hoy en día no le temen a nada! Tengo la seguridad de que va a encontrar usted aquí toda la tranquilidad que necesita.
En seguida se dedicó a su trabajo. Al atardecer, en el momento que Malcolmson volvió de dar un paseo por los alrededores –sin dejar de llevar uno de los libros de estudio–, la habitación principal ya estaba limpia, la chimenea encendida y la cena servida con algunos de los apetitosos alimentos proporcionados por la señora Witham.
–¡Esto puede ser considerado todo un lujo! –reconoció, al mismo tiempo que se frotaba las manos.
Nada más levantarse de la mesa, colocó los restos en una bandeja, que dejó en uno de los extremos de la enorme mesa de roble. Rápidamente, cogió los libros, echó unos leños en la chimenea, aumentó la luz de la lámpara de aceite y se entregó al estudio con la mayor dedicación. Ya no lo abandonó hasta las once, al observar que debía avivar el fuego.
Después de realizar este trabajó, se preparó un té. Llevaba mucho tiempo aficionado a esta infusión, porque le ayudaba a estudiar mucho mejor. Una ventaja que había podido comprobar desde sus tiempos de colegial. Le proporcionaba una especie de voluptuoso desahogo. En seguida fijó sus ojos en las llamas que devoraban los leños, a la vez que formaban sombras en las paredes de la estancia. Mientras sorbía la caliente bebida, se recreó en la sensación de aislamiento. Sin embargo, lentamente se fue dando cuenta de que no estaba solo del todo: le acompañaban las ratas con sus persistentes sonidos.
–Es posible que no hayan hecho tanto ruido mientras yo estaba estudiando –se dijo–. Encontrándose todo en silencio, las hubiese escuchado como ahora.
Al mismo tiempo que el bullir de las bestezuelas iba en aumento, continuó pensando que debieron asustarse por el fuego de la chimenea, la presencia de extraños y la claridad de la lámpara. Una vez que se dieron cuenta de que no suponía ningún peligro para ellas, reanudaron sus actividades habituales. Para demostrar que eran muy activas: lo mismo subían y bajaban por detrás del zócalo que cubría la pared, que sobre el cielo raso, el suelo y toda la envoltura de la gran habitación, sin dejar de roer y arañar.
Malcolmson formó una sonrisa al recordar la referencia de la señora Dempster respecto a que «...no crea nunca en los espíritus, ¡porque no existen! Las gentes los confunden con las ratas, los ratones, los escarabajos y otro tipo de animalejos...».
El té empezaba a causarle el efecto de un estimulante de la inteligencia y de los nervios. Lo que el estudiante aprovechó para dedicar un tiempo a los libros. Pero sólo entregó unas horas a esta tarea, debido a que la sensación de comodidad le invitó a examinar visualmente toda la gran estancia. Cogió la lámpara con la mano derecha y comenzó a pasear junto a las paredes. Esto le llevó a querer saber porqué una casa tan bella y singular llevaba deshabitada durante tantos años. Todos los paneles de roble que cubrían las paredes se hallaban exquisitamente labrados. La ebanistería de las puertas y ventanas debía ser considerada hermosa y de mucha calidad. Colgaban algunos cuadros antiguos, aunque se hallaban tan cubiertos de polvo y suciedad que le costó distinguir algunos de los detalles de sus pinturas, a pesar de que levantó la lámpara para iluminarlos. En seguida fue advirtiendo las grietas y los agujeros producidos por las ratas, algunas de las cuales estaban asomando las cabezas, aunque desaparecían velozmente ante el resplandor, no sin antes haber dejado escuchar un chillido de sobresalto y el ruido de sus patitas en la huida.
De repente, Malcolmson se quedó sorprendido ante la gruesa cuerda de la campana del tejado. La encontró delante de la zona alta de la chimenea. Como sintió una gran curiosidad, se encargó de arrastrar una silla de roble tallado, en la que se subió para examinarla más de cerca. Al no obtener una respuesta para el presentimiento de peligro que había experimentado, se sentó dispuesto a continuar con el estudio. Antes tomó la última taza de té. Nada más vaciarla, removió los leños de la chimenea y volvió a los libros. A lo largo de unos minutos le costó lograr la suficiente concentración, debido al incesante correteo de las ratas; sin embargo, como sucede con el sonido de un reloj de pared o con el de la tormenta, terminó por convertirse en un fondo que le acompañaba sin molestar, debido a que sus oídos se habían acostumbrado. Gracias a esto, se entregó por completo al estudio, sin encontrar otros obstáculos que no fueran los problemas matemáticos que debía resolver.
En un momento dado, levantó la cabeza al captar la novedad del amanecer. Lo presintió antes de que iluminara las ventanas. Nada debía temer, porque él no formaba parte del hampa ni era una persona de vida licenciosa. Pronto advirtió que las ratas habían dejado de corretear por detrás de las paredes o por el techo. Es posible que estos animalejos también necesitaran descansar. El fuego de la chimenea estaba a punto de extinguirse, aunque todavía formaba un rojo y vivo resplandor. Al llevar la mirada a ese punto, no pudo contener un sobresalto; a pesar de que siempre había presumido de sangre fría.
Allí delante, por encima de la silla de roble tallado, descubrió la cabeza de una rata gigantesca que le estaba contemplando con sus ojillos diabólicos. El estudiante movió con fuerza el brazo para espantarla, sin que ella se inmutara. Pero reaccionó mostrando sus afilados dientecillos blancos, al verse amenazada con un objeto arrojadizo. Se diría que sus ojillos habían adquirido un cruel brillo de venganza.
Malcolmson se sintió tan impresionado, que avanzó para coger el hurgón de la chimenea, dispuesto a matar a aquella enemiga. Sin embargo, mucho antes de que pudiese alcanzarla, la rata escapó profiriendo un chillido de protesta, que tenía mucho de odio. Alcanzó la cuerda de la campana, por la cual trepó con la mayor rapidez hasta perderse en las sombras, allí donde no alcanzaba el resplandor de la lámpara que el estudiante había vuelto a empuñar.
A partir de este momento el joven ya no consiguió concentrarse en la lectura. Sin embargo, al escuchar el canto de un gallo, decidió meterse en la cama para descansar.
En seguida se sumió en el sueño más profundo, del que no fue despertado por los ruidos normales del trajín de la señora Dempster. A pesar de que ésta llegó a encontrarse muy cerca de la cama mientras limpiaba. Abrió los ojos en el momento que ella golpeó el biombo a eso del mediodía. Se levantó algo cansado; no obstante, consiguió espabilarse nada más tomar una cargada taza de té. Acto seguido, cogió un libro y salió a dar un paseo por los alrededores. También se llevó unos bocadillos, por si no le apetecía regresar hasta la hora de la cena. Pronto se vio recorriendo un tranquilo sendero bordeado de altos olmos, que llegaba hasta las cercanías del pueblo. Sentado en un prado sombreado consumió casi toda la tarde, sin dejar de estudiar a Laplace. A su vuelta, decidió ir a visitar a la señora Witham para agradecerle toda su ayuda. En el momento que ella le vio llegar a la posada –a través de una ventana de recepción–, salió a recibirle y, luego, le pidió que entrase. Nada más que le tuvo donde quería, movió la cabeza muy preocupada y, al final, se decidió a hablar:
–Trabaja usted demasiado, señor. Está más pálido que ayer. Permanecer toda la noche estudiando no es bueno para el cerebro, por joven que éste sea. Bueno, ¿quiere contarme cómo le ha ido en la Casa del juez? Confío en que no haya sufrido ningún sobresalto. ¡Cómo me alegro haber sabido esta mañana, de labios de la señora Dempster, que le encontró a usted durmiendo tranquilamente!
–Cogí el sueño nada más poner la cabeza en la almohada –añadió el joven, sin dejar de sonreír–. Aún no he sido molestado por esos algos. Allí nada más que hay ratas. Por lo que pude escuchar, deben sumar varios batallones, que se mueven por entre las paredes, los suelos y los techos como si estuvieran en sus cuarteles. Le diré que vi una enorme, de aspecto satánico, asomándose por un agujero que ellas han formado en lo alto de la chimenea. A pesar de que intenté espantarla, se mantuvo allí quieta, como desafiándome, hasta que cogí el hurgón. Entonces salto a la cuerda de la campana, por la que trepó hasta desaparecer en la zona más alta. Creo que se perdió dentro de las paredes o del tejado. No sé la ruta que siguió debido a que estaba muy oscuro.
–¡Qué Dios nos proteja! –gritó la señora William, muy asustada–. ¡Un viejo demonio sobre el fuego! ¡Ande con mucho cuidado, señor! ¡No se descuide! En ocasiones los enemigos más pequeños terminan siendo los peores. ¡Jamás se lo tome a broma!
–¿Qué está intentando decirme? No he entendido ni una sola de sus palabras.
–¡Un viejo demonio! Acaso el más malvado... Por favor, no se ría de mí –protestó al oír las carcajadas de Malcolmson; luego, prosiguió–: Los jóvenes tienen la mala costumbre de burlarse de las cosas que asustan a los viejos. ¡Cuándo nos mueve el miedo a una amenaza que no ha desaparecido con el paso del tiempo! Aunque es posible que usted acierte con su postura... ¡No me haga caso! ¡Cómo me alegraría verle marcharse, dentro de un mes, sin haber perdido la sonrisa! Desde hoy rezaré porque eso ocurra.
A partir de aquel momento la generosa posadera cambió de actitud, para volver a ser la mujer simpática y cordial dispuesta a ofrecer ayuda a quien se lo solicitara.
–Le pido perdón, señora –se disculpó el estudiante–. No deseo que se quede usted con la idea de que soy un desagradecido. Lo que ocurre es que sus temores me han parecido muy divertidos... Eso de que el viejo demonio estaba encima de la chimenea lo he visto tan exagerado...
Al recordarlo volvió a soltar una carcajada, muy corta al ver que la señora Witham ponía un gesto de desagrado.
Aquella misma noche las ratas comenzaron a moverse ante la proximidad de la noche. Es posible que no hubieran dejado de corretear mientras él estuvo fuera de la casa, para hacer una pausa en el momento que escucharon el ruido de la puerta al ser abierta y los pasos humanos sobre las maderas del suelo.
Una vez que el joven estudiante dio cuenta de la cena, tomó asiento delante de la chimenea para fumar. Seguidamente, se dedicó a los libros. Sin embargo, el continuo ir y venir de las ratas le distraía. Tuvo la sensación de que hacían más ruido que nunca, como si pretendieran dejar claro que ellas eran las auténticas dueñas de la casa: ¡corrían por todas partes, y el sonido de sus patitas inquietas tronaba en cada una de las pulgadas de madera que cubría el suelo, las paredes y el techo! Pero si sólo hubieran sido esos sonidos, aunque resultaran tan incordiantes, ¡es que los acompañaban con unos chillidos taladrantes y un continuo roer y arañar! ¡Además, eran decenas las que asomaban las cabezas por los agujeros, para mirarle con sus ojos chispeantes, en un continuo relevo, igual que si cada una de esas bestezuelas quisiera desafiarle!
Las más decididas terminaban por saltar a la habitación, para correr muy cerca de los pies de Malcolmson. Y éste debía hacer ruidos para asustarlas, o emitía sonidos guturales con el fin de conseguir el mismo objetivo.
De esta manera fue transcurriendo la mitad de la noche; después, sin que ya le importara el constante bullicio, logró concentrarse en los libros.
De repente, levantó la cabeza, como la madrugada anterior, al sentirse asaltado por un inesperado silencio. Le sorprendió aún más comprobar que no se escuchaba nada en absoluto, excepto su intranquila respiración. Una idea fue abriéndose paso en su cerebro: ¿no parecía el silencio que se atribuye a las tumbas? Le vino a la memoria el fenómeno ocurrido la primera noche, y sin poder resistir el impulso llevó los ojos a ese agujero situado encima de la chimenea encendida... ¡Un cúmulo de escalofríos le dejó materialmente pegado al respaldo del asiento!
En el mismo lugar, aparecía la cabeza de la rata gigantesca, que le miraba atentamente con sus ojos satánicos.
Malcolmson cogió el objeto que se encontraba más cerca de sus manos, dejándose arrastrar por un terror ancestral. Era una tabla de logaritmos, que no funcionó como un buen ariete al chocar contra la pared, muy lejos de su objetivo. La bestezuela diabólica ni se movió. Por eso el estudiante recurrió de nuevo al hurgón de la chimenea, con lo que logró asustar a su enemiga, ya que ésta repitió la huida por la cuerda de la campana de alarma, al verse tan acosada. Lo más sorprendente fue que la fallida cacería supusiera el comienzo de todo el bullicio, igual que si los batallones de roedores se hubieran despertado con ganas de entrar en combate. Nuevamente, el estudiante no pudo ver por donde había escapado la bestezuela, debido a que la zona verde de la lámpara dejaba en sombras la parte más alta de la habitación, a lo que se añadía el hecho de que el fuego de la chimenea se estaba apagando.
Al mirar su reloj se dio cuenta de que eran las doce de la noche y, al no sentirse muy insatisfecho con su diversión, echó algunos leños en el fuego y se preparó su primer té. Más tarde, superadas varias horas de estudio, encendió un cigarrillo al sentirse complacido. Eligió la silla de roble tallado para acomodarse ante la chimenea. Al mismo tiempo que descansaba, empezó a cavilar dónde se escondería esa rata gigantesca, ya que estaba dispuesto a cazarla y matarla. Con esta idea encendió otra lámpara, que colocó sobre la mesa de tal forma que iluminase la parte derecha de la chimenea. Seguidamente, amontonó todos los libros, cuidándose de que quedasen al alcance de su mano, ya que pretendía utilizarlos como arietes en el momento que descubriese a su enemiga. Por último, alargó un poco más la cuerda de la campana, de tal manera que su extremo inferior quedase sobre la mesa, pero sujeto con la lámpara. Mientras desplazaba la cuerda, le sorprendió lo flexible que era, a pesar de su grosor y los muchos años que no era utilizada. «Serviría para ahorcar a cualquier hombre por grande y pesado que fuese», se dijo. Al volver a sentarse, echó un vistazo a su alrededor y bromeó en voz alta:
–¡A partir de este momento nos enfrentaremos en igualdad de condiciones, repugnante amiguita!
Se entregó de nuevo a sus estudios, hasta que, de repente, su atención fue desviada por un suceso inusitado. Ya no era la ausencia del sonido producido por los batallones de ratas, sino las oscilaciones de la cuerda que estaban provocando, a su vez, el balanceo de la lámpara. Sin moverse de su asiento, alargó el brazo para comprobar que los libros se hallaban al alcance de su mano y, después, miró hacia lo alto. Esto le permitió descubrir la presencia de la rata, que estaba descendiendo por la cuerda, hasta saltar desde la misma al respaldo de la silla de roble labrado. En la zona alta de la misma se quedó inmóvil, para mirar a Malcolmson como si le estuviera retando.
El estudiante reaccionó comenzando a utilizar los libros como proyectiles. Lo hizo intentando acabar de una vez por todas con su enemiga. Pero falló las primeras andanadas, debido a que el roedor saltaba de un lado a otro con gran agilidad. Cuando se iba a producir el séptimo lanzamiento, el animal chilló como asustado, lo que incrementó el deseo del joven de asestar el golpe definitivo. En esta ocasión casi lo logró, ya que la rata al sentirse tan amenazada, trepó por el respaldo de la silla, después de haber sido derribada de la misma, saltó a la cuerda de la campana con la velocidad de una centella y terminó metiéndose en una moldura del zócalo. Esto provocó que la pesada lámpara, al seguir sosteniendo el extremo inferior de la cuerda, estuviese a punto de caer al suelo bajo los efectos del tirón. Sin embargo, Malcolmson había podido ver el agujero por el que acababa de escapar su enemiga.
–Mañana examinaré el hogar de esa rata –pensó al mismo tiempo que recogía los libros que había utilizado como proyectiles–. Se encuentra encima del tercer cuadro a la derecha de la chimenea. Lo tendré bien presente. –A la vez que recuperaba los ejemplares, se entretuvo en leer sus títulos–: Con Secciones del Cono fallé: lo mismo que con Oscilaciones cicloides. Anduve más cerca con los Principios, Cuaternidades y Termodinámica... ¡Bueno, aquí está el libro que la tiró del sillón!
En esta ocasión tuvo que callarse, sorprendido, porque no esperaba encontrarlo. Esto supuso que empalideciera y, después de soportar una serie de escalofríos, se atrevió a susurrar:
–¡Si es la Biblia que me entregó mi madre! ¿Qué misteriosa decisión me llevó a unirla a los volúmenes de estudio cuando la había dejado en el baúl?
Al no encontrar una respuesta lógica, tomó asiento y se entregó al trabajo. Se había reanudado la gran actividad de los batallones de ratas, lo que no le molestó demasiado. De alguna forma le servía para sentirse acompañado. Una idea que le fue desapareciendo de la cabeza, sobre todo al darse cuenta de que no retenía nada de lo que estaba leyendo. Realizó un gran esfuerzo para concentrarse, hasta que se convenció de la imposibilidad de seguir. Prefirió meterse en la cama, lo que fue a coincidir con las primeras luces de la mañana que entraban por las ventanas que daban a Oriente.
No logró dormir con la tranquilidad necesaria, debido a que le asaltaron las pesadillas. Horas más tarde, en el instante que la señora Dempster le despertó, casi al mediodía, el aspecto que ofrecía era el de un adormilado. Le costó incorporarse y, durante muchos minutos, fue incapaz de poder escuchar las palabras de la criada. Nada más que se remojó la cara para espabilarse, se cuidó de dar esta orden:
–En el momento que yo salga de casa, deseo que se suba usted a la escalera para limpiar el polvo y lavar esos cuadros que hay en la parte alta de la chimenea... Sobre todo me interesa el tercero a la derecha, porque deseo saber qué representa.
Malcolmson permaneció hasta la mitad de la tarde en el campo, precisamente entre esos olmos a cuya sombra se estudiaba de maravilla. Una vez pudo comprobar que era capaz de concentrarse en la lectura, obteniendo el mejor provecho de la misma, recuperó el entusiasmo y se sintió completamente despejado. Estaba convencido de haber solucionado los principales problemas matemáticos que más le preocupaban. Como se sintió muy optimista, tomó la decisión de visitar a la señora Witham en la posada «El Buen Viajero». La encontró en su confortable sala de recepción, pero estaba acompañada por un desconocido, el cual le fue presentado como el doctor Thornhill. Un hecho que no resultaba nada casual, lo que puso en evidencia el nerviosismo de la mujer y, sobre todo, que el médico se dedicara a formular una serie de preguntas al joven estudiante.
–Señor Thornhill, no voy a negarme a contestarle, aunque antes desearía aclarar una situación que me preocupa.
El doctor se mostró alarmado; sin embargo, pronto reaccionó con una sonrisa y, luego, replicó:
–De acuerdo. ¿Qué desea aclarar?
–Si la señora Witham le ha pedido a usted que viniera a entrevistarse conmigo para aconsejarme.
Los dos adultos se mostraron bastante confusos, hasta el punto de que la posadera se ruborizó y bajó la cabeza, como si no resistiera la mirada inquisidora del joven estudiante. Una conducta bastante distinta mostró el doctor, debido a que era un caballero honesto y culto, por eso contesto con sinceridad:
–Lo hizo, aunque me pidió que usted no lo adivinase. Comprendo que me he comportado con mucha torpeza al comenzar a preguntarle nada más que hemos sido presentados. Como las intenciones de la señora Witham son de lo más nobles, le diré que a ella le desagrada que usted viva en esa casa totalmente solo, bebiendo tanto té cargado. Yo debía convencerle para que dejase esta bebida y, además, para que no se quedara estudiando durante toda la noche. En mis años en la universidad, conseguí buenas calificaciones recurriendo a métodos más sencillos. Esto creo que me concede cierto derecho a hablarle como un colega a otro.
Malcolmson le ofreció la mano con una sonrisa amigable.
–¡Estrechemos nuestras diestras, como dicen los americanos! –ofreció–. Me agrada el interés que los dos se toman por mí. Estoy dispuesto a pagarles de la misma forma. Desde hoy no volveré a tomar té cargado, hasta que usted me levante la prohibición. Esta noche me acostaré a la una de la madrugada, lo más tarde. ¿Lo consideran acertado?
–Claro que sí –dijo el doctor Thornhill–. Ahora me gustaría que usted me hablara de todo lo que ha visto en esa vieja casa.
Seguidamente, el joven estudiante contó lo sucedido en las dos noches anteriores. No olvidó ni un solo detalle. En ciertos instantes fue interrumpido por los gritos de la señora Witham, hasta que llegó el pasaje en el que apareció la Biblia, ya que la voz femenina se transformó en un alarido de terror. Entonces se hizo necesario administrarle un vaso de coñac para que se recuperara. Cuando la narración prosiguió, el médico compuso un gesto más grave y, al final, preguntó:
–¿Es cierto que esa rata gigantesca siempre escapa por la cuerda de la campana de alarma?
–Lo ha hecho en las dos ocasiones.
–Creo que usted debe conocer... –el doctor hizo una pausa, dando idea de que le costaba encontrar las palabras más adecuadas–... lo que significa esa cuerda.
–No tengo ni idea.
–Va siendo hora de que se entere –expuso el médico pausadamente–. Esa cuerda era la que empleaba el verdugo para ahorcar a los condenados por el sanguinario Juez...
Debió hacer una pausa, al ser interrumpido nuevamente por un nuevo alarido de la señora Witham. Como lo que importaba era recuperarla, le sirvió otra copa de coñac. Entonces Malcolmson echó un vistazo a su reloj y, al darse cuenta de que ya era la hora de cenar, esperó a que la posadera hubiera superado el ataque de histerismo y, acto seguido, se marchó.
Nada más que la mujer se encontró en disposición de analizar los hechos, dedicó al doctor Thornhill una serie de reproches en forma de preguntas respecto a lo que se proponía al meter en la cabeza del forastero unas ideas tan horribles.
–Con el simple hecho de vivir en la Casa del Juez ya tiene suficientes problemas –finalizó.
El médico se justificó:
–No he pretendido empeorar la situación de ese joven, querida señora. Mi propósito es que nunca deje de prestar atención a esa cuerda de la campana. Es posible que se encuentre sometido a un alto grado de sobreexcitación, al haber bebido demasiado té cargado, junto a las muchas horas de estudio... Debo admitir que parece sano y con la mente lúcida. Lo que me preocupan son las ratas..., por su relación con el diablo... Cuando se decidió a arrojar los libros sobre esa «enemiga gigantesca», como él la ha llamado, yo diría que estaba defendiéndose de algo más peligroso que un simple roedor... He estado a punto de ofrecerme a pasar esta noche a su lado; sin embargo, no se lo he propuesto al pensar que él se sentiría humillado... Creo que mientras se encuentra solo sufre alucinaciones. En el caso de que se vea frente a un peligro, espero que tiré de la cuerda. Dado que se halla solo, el sonido de la campana nos serviría de aviso, con lo que podríamos correr a socorrerle. Esta noche no dormiré hasta bien entrada la madrugada, para andar pendiente de lo que podamos oír. No quisiera alarmarle, señora, pero me temo que los habitantes de Benchurch vamos a recibir una sorpresa muy desagradable antes del amanecer.
–¡No diga eso, doctor! ¿En qué basa usted sus temores?
–Es posible que me equivoque; pero presiento que esta noche va a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez –afirmó el médico y, acto seguido, se quedó callado, igual que el pastor que acaba de dedicar la admonición más fatalista a sus feligreses.
Al mismo tiempo, Malcolmson llegaba a su casa. Como ya era muy tarde, no encontró a la señora Dempster, porque ésta debía respetar las estrictas normas de la Casa de Caridad de Greenhow. La habitación principal se hallaba limpia, la chimenea encendida y las lámparas dispuestas. Aquella tarde de abril estaba resultando bastante fría; a la vez, soplaba un viento fuerte a rachas, lo que presagiaba el estallido de la tormenta durante la noche. No se escuchaba el trajinar del batallón de ratas, como solía ocurrir cuando él llegaba a la casa; sin embargo, pronto volvió a oírse. No le desagradó, porque de alguna manera se sentía acompañado. Tanto que le dio por pensar en un hecho muy singular: esos cientos de bestezuelas detenían todas sus actividades en el mismo instante que hacía su aparición la rata gigantesca. ¿Debía considerarlo un acto de sumisión a la «reina» o simple casualidad?
Había dejado encendida nada más que la lámpara de lectura, cuya pantalla verde dejaba en la oscuridad el techo y toda la zona superior de la estancia, de tal manera que el resplandor de la chimenea se extendía por el suelo y daba brillo al blanco mantel que cubría la mesa. Nada más terminar de cenar y echar un cigarrillo, el joven estudiante se entregó por completo a los libros, convencido de que nada iba a distraerle. Se hallaba dispuesto a seguir los consejos del médico, así que debía aprovechar las pocas horas que faltaban para la una de la madrugada.
Logró sus propósitos durante algún tiempo, hasta que su mente se fue alejando, muy despacio e instintivamente, de los libros para dedicarse a un vagabundeo sobre todo lo que le había venido sucediendo. Necesitaba vigilar su estado nervioso. También se dio cuenta de que el viento estaba castigando la casa, de tal manera que se estremecía desde los cimientos a las chimeneas y los aleros. La tormenta llegó con sus bramidos apocalípticos, que dieron forma a infinidad de misteriosos sonidos en los pasillos y las habitaciones vacías. Hasta la enorme campana de alarma del tejado dejó oír su balanceo, sin que sonara el badajo, al estar sufriendo el ataque del aire y del agua. La gruesa cuerda llevaba algún tiempo subiendo y bajando lentamente, con lo que su extremo inferior azotaba el piso de roble con un sonido duro y seco.
Esto hizo que Malcolmson recordase que esa cuerda había sido utilizada por el verdugo para ahorcar a los condenados por el sanguinario Juez. Como si hubiera sido hipnotizado por el viejo y sucio cáñamo, se levantó para tocarlo. Le dominó una morbosa sensación al tenerlo en las manos, debido a que se detuvo a imaginar cómo serían las víctimas y, sobre todo, qué motivo debió mover al Juez para mandar que esa cuerda fuese la que accionara la campana de alarma de su casa, cuando no era utilizada para ahorcar a infelices que pudieron ser inocentes. Al mismo tiempo que sujetaba la cuerda, no dejaba de notar el continuo balanceo de la misma, dando idea de los movimientos de la campana a la que se hallaba unida. Repentinamente, advirtió una sensación muy distinta, igual que si la cuerda estuviera temblando bajo el peso de un cuerpo que se deslizaba por la misma.
Levantó la vista y, al momento, pudo contemplar a la rata gigantesca descendiendo muy despacio hacia donde él se encontraba. Le miraba fijamente, como desafiándole. Abrió las manos y dio unos pasos atrás, a la vez que maldecía encolerizado. Sus gritos debieron ser la causa de que la enemiga retrocediera, utilizando la cuerda, hasta perderse en la oscuridad. Un hecho que fue a coincidir, igual que había ocurrido las ocasiones anteriores, con el bullir estrepitoso del batallón de roedores, los cuales antes se habían quedado en silencio.
Todo este proceder consiguió que Malcolmson se dijera que no había echado un vistazo a la madriguera de su enemiga, ni examinado los cuadros que ocupaban la zona alta de la chimenea. Encendió una segunda lámpara, que no contaba con pantalla, y la levantó para contemplar el tercer cuatro colgado a la derecha de la chimenea. Nunca olvidaría que por allí había escapado la rata gigantesca.
En el momento que contempló la pintura, sufrió tal sobresalto que a punto estuvo de soltar la lámpara. Tuvo que apoyarse en la mesa de roble, debido a que le faltaba el aliento y había quedado tan pálido como un cadáver. Los escalofríos consiguieron que le temblaran las rodillas y que el sudor le brotara en la frente y en el labio superior. Tardó poco en recuperarse, acaso porque era demasiado joven y nunca se había considerado supersticioso. Pero le costó decidirse a volver a avanzar unos pasos y levantar la lámpara, para contemplar el cuadro, que ya podía verse con toda claridad al haber sido desempolvado y lavado.
La pintura mostraba a un juez cubierto con púrpura y armiño. Su rostro era enérgico y cruel, perverso, astuto y despiadado. Todo esto se apreciaba en la boca sensual, en la nariz ganchuda al estilo de las aves de presa, en el brillo acerado de los ojos y en el color de la cara. Transmitía la sensación del hielo cuando se apodera de un ser humano, para conseguir que sus pupilas ofrezcan un brillo demoníaco... ¡Idéntico al de la gigantesca rata en el momento que miraba a Malcolmson desafiadoramente!
¡Cómo pudo verificar al momento, debido a que su enemiga acababa de aparecer en el agujero, el mismo por el que escapó la noche anterior!
Al joven estudiante casi se le cayó la lámpara de la mano del sobresalto. Prosiguió con el examen del cuadro: el Juez se encontraba sentado en una silla de roble tallado, de alto respaldo y a la derecha de una enorme chimenea de piedra, ante la cual descendía una gruesa cuerda desde la zona alta. Pero su extremo inferior se veía en el suelo, enrollado en forma de una horca. Todo un conjunto de lo más horripilante, porque el escenario era el mismo que Malcolmson estaba ocupando en aquel momento. Por eso se entregó a examinar el lugar, como si temiera el ataque de un fantasma o de esos algos que tanto asustaban a la señora Witham. Nada más comprobar que estaba solo, volvió a llevar su mirada hacia el rincón que se formaba a la derecha de la chimenea... ¡De pronto, dio un alarido desgarrador y se le escapó la lámpara de las manos!
¡Delante de él, sobre la parte de la silla del Juez, se encontraba la rata gigantesca! La cuerda colgaba detrás de ella, y le estaba mirando con esos ojos diabólicos que tanto se asemejaban a los del tirano sanguinario que envió a tantos inocentes a la horca. Todos los roedores debían estar quietos; y allí sólo se escuchaba el ulular de la tormenta.
El joven estudiante recuperó parte de su capacidad de reacción al ver la lámpara caída. Por fortuna era de metal y, al no derramarse el aceite que contenía, se había evitado un incendio. Mientras hacía estas deducciones, se dio cuenta de que estaba superando sus aprensiones. Nada más apagar la llamita de la lámpara, se secó el sudor y, luego, comentó en voz alta:
–Debo serenarme. Si continúo imaginando esas cosas terminaré por volverme loco. ¡Se acabó! Hice la promesa ante el doctor de que no volvería a beber té cargado. No lo he preparado esta noche, pero sus efectos deben haberme arrastrado a esta situación. Podría decir que jamás me he notado mejor. Sin embargo, me asustan cosas insignificantes, como una rata.
Decidió servirse una copa de brandy y, al poco rato, tomó asiento para reanudar los estudios. Consiguió leer provechosamente por espacio de una hora, hasta que, de nuevo, su mente comenzó a moverse por senderos distintos. Acaso se debiera a que la tormenta había incrementado su fuerza: la lluvia azotaba los cristales de las ventanas con impactos propios del granizo; sin embargo, en el interior de la casa todo se hallaba en silencio, excepto las resonancias que surgían de la chimenea por efecto del viento que soplaba violentamente sobre el tejado. Las llamas estaban a punto de extinguirse, y sólo proporcionaban un débil y rojizo resplandor.
Entonces, a pesar de todos los sonidos exteriores e interiores, Malcolmson pudo percibir un ruido chirriante. En otra situación hubiera sido imposible que lo percibiera; sin embargo, hasta consiguió localizar de dónde provenía: el rincón sobre el que colgaba la cuerda. Pensó que lo producían los violentos balanceos de la campana. No obstante, al alzar la mirada pudo contemplar a la rata gigantesca sujeta al grueso cáñamo... ¡Lo estaba royendo! Y casi había finalizado esta acción, porque se veía el tono más blanquecino donde las hebras interiores estaban siendo destrozadas. Al mismo tiempo que no dejaba de mirar, la bestezuela diabólica terminó su labor, con lo que los restos de la cuerda cayeron al suelo de roble con un chasquido de látigo. Mientras tanto, la rata quedaba colgando del cabo superior igual que si fuera una monstruosa borla o una campanilla balanceándose de un lado a otro.
En aquel instante el joven estudiante se dio cuenta de que las posibilidades de comunicarse con las gentes del pueblo, en el caso de que se enfrentara a un peligro real, acababan de ser anuladas. Esto aumentó el terror que le embargaba, hasta que intentó convertirlo en un arrebato de cólera. Debía matar a su enemiga, por eso cogió un libro. Procuró afinar la puntería; sin embargo, antes de que pudiera utilizarlo como un proyectil, la rata saltó al suelo produciendo un blando sonido. Para escapar en las sombras de la habitación, sin poder ser alcanzada.
Malcolmson se terminó convenciendo de que ya no podría seguir estudiando, hasta que no hubiese dado caza a la rata. Lo primero que hizo fue retirar de la lámpara la pantalla verde, para que el resplandor luminoso cubriese un mayor espacio. Esto permitió que desaparecieran las sombras del techo y los cuadros quedaran al descubierto. Precisamente el que más destacaba era el tercero de los situados a la derecha de la chimenea... ¡Pero el mismo había cambiado de una forma incomprensible, hasta el punto de que el joven estudiante debió restregarse los ojos para convencerse de que no estaba soñando!
¡Era cierto: el cambio se había producido! En el centro del cuadro ya no se encontraba el retrato de Juez, sino un espacio en blanco, irregular en sus proporciones y tan limpio como la tela al ser colocada en el bastidor. Sin embargo, el fondo continuaba siendo el mismo: la silla de roble, el rincón de la chimenea y la cuerda.
Malcolmson se fue girando muy despacio, bajo el impulso de un terror en aumento, para terminar enfrentándose a una visión alucinante. Una realidad que le hizo temblar casi como un epiléptico. Las fuerzas le abandonaron, hasta el punto de quedar incapacitado para realizar cualquier movimiento o acción defensiva. Estuvo a punto de perder la razón, debido a que todos sus sentidos los había concentrado en los ojos y los oídos...
¡Porque tenía delante al Juez sanguinario! Éste se hallaba sentado en la silla de roble, se cubría con el ropaje compuesto de púrpura y armiño y sus ojos habían adquirido un brillo más perverso que cuando aparecían en el cuadro. Toda una amenaza, que se hacía más patente en la sonrisa cruel que entreabría sus labios. Además, sostenía en sus manos el negro birrete que lo identificaba como el máximo representante de la Justicia.
El joven estudiante creyó que la sangre escapaba de sus venas, como si le ahogara la ansiedad, le silbaban los oídos y podía escuchar los bramidos de la tormenta. Desde muy lejos le pareció estar oyendo las campanadas de la medianoche, que provenían de la torre situada en la plaza del mercado. A lo largo de unos segundos, que se le hicieron interminables, continuó quieto en su papel de estatua carente de voluntad propia: contenida la respiración y con los ojos desorbitados. Desencajado por el terror. Según se producían los sonidos del reloj adquiría mayor intensidad la sonrisa del Juez, lo mismo que la sensación de triunfo que ofrecía su rostro. Y cuando se escuchó la última campanada, se colocó en la cabeza el negro birrete.
Poco más tarde abandonó la silla de roble, como si obedeciera a un ritual macabro. No tenía prisa, lo que se pudo apreciar en el momento que se agachó para recoger del suelo el trozo de cuerda roído por la rata gigantesca. Se entretuvo en tocarlo repetidamente, dando idea de que estaba comprobando la resistencia. Su sonrisa adquirió una mayor intensidad al estar disfrutando y, después, minuciosamente empezó a atar uno de los extremos para formar un nudo corredizo. En el momento que lo concluyó, tiró del mismo y hasta comprobó su consistencia después de colocárselo en un pie. Pareció quedar conforme, lo que le llevó a desplazarse junto a la mesa, sin separar la mirada del rostro de Malcolmson.
Cuando éste acababa de entender que había sido llevado a una trampa. Debía escapar... ¿Cómo? Intentó avanzar hacia la puerta, pero el Juez le cerró el paso mostrándole el nudo corredizo. En seguida comenzó a tirarlo como si pretendiera lacear al joven estudiante. Y a este le costó evitarlo, sin dejar de correr y saltar de un lado a otro, a la vez que se agachaba o brincaba. Para conseguirlo debió seguir los movimientos de aquel ser diabólico, cuyos ojos le taladraban el cerebro, con el mensaje sanguinario de «terminaré por darte caza».
La persecución continuó por espacio de una hora; mientras, los leños crepitaban con más fuerza que nunca y las lámparas daban mayor claridad. Es posible que esto provocara que las ratas salieran de sus madrigueras, para asomarse por todos los agujeros del techo, las paredes y el suelo. Se hallaban en cualquier parte, a cientos, por donde Malcolmson intentaba escapar.
Finalmente; cuando su desesperación bordeaba los límites de la locura, se dio cuenta de que todo el cabo de cuerda que pendía del techo se hallaba cubierto de ratas. Eran tantas que la campana empezó a oscilar.
«¡Qué suene de una vez!», gritó mentalmente el joven estudiante. Estuvo a punto de suceder el milagro, debido a que el badajo rozó una de las paredes internas de la campana. Y como ésta no dejaba de ser movida, era posible que terminará produciéndose el tañido.
Al escucharse el primero, que fue muy débil, el Juez aceleró el ataque. Sus ojos brillaron como carbones encendidos, y golpeó sus zapatos contra el piso de madera, dando origen a unos ruidos que estremecieron toda la casa. Y el bramido de un trueno estalló sobre las cabezas de Malcolmson y del engendro, en el mismo instante que éste alzaba de nuevo el lazo. Las ratas no dejaban de subir y bajar por la cuerda, como si quisieran dar idea de la existencia de esta amenaza.
Mientras tanto, el Juez había dejado de arrojar el lazo, para ir en busca de su víctima caminando más deprisa. En el instante que la tuvo acorralada, sus ojos actuaron como los de una serpiente que ha terminado por hipnotizar al pajarillo que piensa devorar. El joven estudiante había quedado paralizado por el terror, por eso no tuvo fuerzas para impedir que el dogal de cáñamo rodease su garganta. Seguidamente, fue levantado en vilo para dejarlo de pie sobre la silla de roble, donde el verdugo se colocó también para alcanzar el cabo de cuerda de la campana de alarma, que ya habían abandonado las ratas. Lo ató al lazo que seguía rodeando el cuello de su víctima y, después, se aseguró de que no se rompería cuando llegara el desenlace mortal: la ejecución de otro inocente. Saltó al piso, dio una patada a la silla de roble y esperó que cayera...
* * *
En el mismo instante que comenzó a oírse la campana de alarma de la Casa del Juez, las gentes corrieron allí. Todos llevaban antorchas y linternas de diferentes clases. Pero nadie se atrevió a hablar para dar órdenes, como si ya se supiera desde hacía mucho tiempo lo que debía hacerse cuando se presentara una emergencia de aquel tipo. Los primeros que llegaron ante la puerta, golpearon sus puños contra la madera en una inútil llamada. Ante la falta de respuesta, derribaron el obstáculo, para llegar al enorme comedor. El doctor Thornhill encabezaba el grupo.
Al momento descubrieron que el cadáver del joven estudiante colgaba de la cuerda de la campana de alarma. Y los que creían en la amenaza que pesaba sobre aquel maldito edificio alzaron las lámparas para ver el cuadro, donde el Juez exhibía una sonrisa más perversa que nunca.
Fin
Bram Stoker
Nació en 1847 para convertirse en uno de los más famosos escritores de terror. Mientras estudiaba en el famoso «Trinity College» de Dublín, comenzó a destacar por sus inquietudes culturales y por una sobresaliente dedicación al atletismo. Llegó a ser nombrado presidente de la «Philosophical Society», pero nunca dejó las actividades al aire libre.
Sus primeras colaboraciones literarias tuvieron cabida en las páginas de diferentes diarios, gracias a que por aquellas fechas los lectores gustaban de los «relatos seriados». Se ha escrito que cuando Bram Stoker comenzó su famosa novela Drácula, era amigo de un célebre actor de la época, Sir Henry Irving, con el que cruzó una apuesta para realizar una obra larga sobre un vampiro. Se desconoce lo que pudo crear el actor, ya que su manuscrito se ha perdido. Debemos entender que Bram Stoker ganó la apuesta, al ser capaz de publicar lo que se ha considerado «la catedral del vampirismo», los pilares de uno de los grandes mitos dentro del universo del terror.
Algunos críticos han querido ver en la obra de este escritor irlandés una gran influencia de Sheridan Le Fanu, del cual tomó algunos argumentos para ofrecer una visión diferente. Los principales títulos de Stoker son éstos: The Lady of the Shroud, The Mystery of the Sea, The Jewel of the Seven Stars, Dracula y The Lair of the White Worm. Falleció en 1912, sin saber que iba a ser inmortalizado por las muchas versiones de Drácula que el cine, el teatro y el cómic han ido dando forma.