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diciembre 07, 2016
Había estado planeando su evasión desde hacía varios años, pero no se le ofreció la oportunidad de intentarla hasta que la Unión Soviética envió una delegación científica a Canadá.
Por el Dr. M.A. Klochko.
UNA CÁLIDA tarde de agosto de 1961, nuestro grupo, compuesto por ocho científicos soviéticos (más el encargado de instalarnos), se inscribió en el Hotel Lord Elgin de Ottawa, en Canadá, y poco después salía a dar una caminata. Al finalizar el congreso de química que nos reunió en Montreal durante una semana, habíamos ido a visitar la central atómica canadiense de Chalk River, en Ontario. Al día siguiente iríamos al Consejo Nacional de Investigaciones y después, tras una breve estancia en Toronto, regresaríamos a Rusia.
Mientras los otros siete individuos de nuestro grupo iban adelante, yo me quedé unos pasos atrás con Vsevolod Vladimirovich Olenev, hombre corpulento y de ojos oscuros, de unos 50 años de edad. Bajo su calidad oficial de ayudante mío en Moscú se ocultaba un sabueso del tristemente célebre Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti (KGB), encargado de que ninguno de nosotros intentara fugarse mientras viajáramos por tierras de Occidente. Aquella noche, cuando recorríamos el centro de Ottawa, Olenev parecía estar sobre ascuas.
—Mikhail Antonovich —me dijo en cierto momento—, si alguien se escapara, mi cabeza rodaría.
—No se preocupe —contesté—, todos nuestros camaradas son de fiar.
Y así era. En cuanto a mí, que había sido nombrado jefe del grupo, estaba afiliado al partido comunista desde hacía mucho tiempo, había sido laureado con el premio Stalin y con el título de Caballero de la Bandera Roja del Trabajo. Disponía de mi propio laboratorio y había publicado 90 trabajos de ciencia; asimismo, me habían confiado diversas misiones científicas en Austria, India y China. Seguramente era yo el más digno de confianza del grupo. No era posible que Olenev imaginase que yo, a los 59 años, tirara de repente todo por la borda (y arriesgase incluso la vida) para intentar "saltar la barda". Pero ese era precisamente mi propósito.
Me explicaré. Crecí en Ucrania, entre pobres campesinos analfabetos. Con tesoneros estudios (aprendí a leer y a escribir por mí mismo antes de cumplir los 16 años) logré graduarme en el Instituto Politécnico de Kiev. Posteriormente, tras doctorarme en la Academia de Ciencias de Leningrado, me nombraron director de un laboratorio en el Instituto N. S. Kurnakov de Química General e Inorgánica de Moscú, donde me otorgaron el premio Stalin, equivalente a unos 3000 dólares, por haber inventado un nuevo método de recuperar el platino en la refinación del níquel. Profesionalmente había yo prosperado en el régimen comunista, pero, como ciudadano, siempre me había sentido inconforme.
Mi educación política databa de la revolución de 1917, que sumió a Ucrania en el hambre y en la lucha feroz. En las primeras elecciones para nuestra nueva "asamblea constitucional" los rojos sólo obtuvieron un 25 por ciento de los votos; bastante menos que el partido de los campesinos socialistas. Entonces Lenin, furioso, disolvió la asamblea. Por ser yo un joven y brillante científico investigador, me invitaron a unirme al partido comunista, pero, entregado totalmente a mi trabajo, en realidad la oferta no me interesó hasta que un sabio y viejo profesor mío me dijo que no la rechazara: "Sería el fin de su carrera", añadió.
Cuando me enviaron a Inglaterra a estudiar en la Universidad de Londres, la vida en una democracia me pareció una brisa de aire fresco. Por primera vez me veía libre de la policía secreta que todos los rusos temen, libre para leer cualquier cosa (incluso los textos científicos eran censurados en mi país) y para comentar cualquier tema con quien me diese la gana. Si eso era la democracia "decadente", como afirmaban nuestros propagandistas, yo estaba por Completo a favor de ella.
A mi regreso a Moscú viví el terrible período del "terror estalinista" de los años de 1930 a 1939, durante los cuales miles de ciudadanos soviéticos fueron asesinados o deportados a Siberia como "enemigos del pueblo". En aquella época de locura me expulsaron del partido con el pretexto de ser amigo de un científico que fue aprehendido en Leningrado, y, peor aún, ¡de que yo había estado en el extranjero! Terminada aquella purga, fui rehabilitado. Cuando el haber ganado el premio Stalin me dio cierto prestigio, me hicieron secretario de una sección del partido. Mas para entonces mi desilusión era ya casi total.
Los rusos instruidos se sentían frustrados por la propaganda, la censura y la represión de las ideas que ejercía el partido. En voz baja se recitaba este amargo "credo para intelectuales": "No pienses. Si piensas, no hables. Si hablas, no escribas. Si escribes, no publiques. Si publicas algo, denuncia lo que has escrito y confiesa tus errores".
Nuestras instituciones científicas, utilizadas cada vez más para fines bélicos, solían ser el refugio de los incompetentes que poseían blat, o sea influencias, gracias a sus buenas conexiones de familia o en el partido.
El director de cierto instituto me dijo una vez que tales parásitos formaban el 30 por ciento del personal encomendado a sus órdenes.
—¿No puede usted librarse de ellos? —le pregunté.
—No —me contestó—, pero si son "buenos comunistas", ellos sí se pueden librar de mí.
Y llegado el momento, así lo hicieron.
Según el nivel de vida soviético, yo lo pasaba muy bien. Ganaba 500 rublos "nuevos" al mes (el equivalente de unos 400 dólares, descontados los impuestos), lo que constituía cinco veces más del promedio nacional. Tenía un pequeño apartamento en Moscú y una modesta casita de campo. Pero nada de esto me importaba más que mi necesidad espiritual de ser libre. La única solución era desertar y huir a Occidente, delito que podía castigarse con la muerte. Una vez que me resolví a ello, empecé a reunir notas sobre otros estudios que todavía esperaba hacer. Con la ayuda de una lente de aumento codifiqué y comprimí estas notas en dos cuadernitos que cabían en el bolsillo interior de mi chaqueta.
La primera posibilidad de huir se me presentó en 1956, cuando estuve en Viena, pero un funcionario de la embajada soviética me mantuvo constantemente en estrecha vigilancia. En 1959 fui en misión a la India, país que no me pareció el mejor lugar para pedir asilo político, y menos aun China roja, donde fui como asesor científico en 1958 y en 1960. Pero a principios de 1961 nuestro Instituto hizo circular la noticia de que el XVIII Congreso de Química Teórica y Aplicada habría de celebrarse en el mes de agosto en Montreal. Canadá era el sitio ideal para mis propósitos, y sin perder un instante pedí formar parte de la delegación. Tenía yo que ir con ella.
Unas semanas después se me ordenó presentarme en la planta baja del Instituto. Sentado a una mesa, vestido de paisano, estaba un sujeto que me dijo ser V. V. Olenev, quien comenzó a hacerme muchas preguntas, sobre todo acerca de mi breve expulsión del partido en 1937, la única mancha que figuraba en mi expediente. Nada se dijo acerca del Canadá. En una entrevista posterior, Olenev me hizo una propuesta: si iba yo al congreso de Montreal (eventualidad hipotética), él figuraría como ayudante mío, y yo debía decir a los extranjeros preguntones que él sólo hablaba ruso. Comprendí entonces que se trataba de un funcionario de la KGB, y que no me quedaba más remedio que aceptar el trato.
—¡Por supuesto que sí! —respondí— Será usted muy buena compañía.
Y así, tras declararme oficialmente hombre seguro, me designaron portavoz del grupo de ocho científicos que habían sido seleccionados entre 50 aspirantes para ir a Canadá... con el agente Olenev, que nos vigilaría ¡precisamente para evitar lo que yo pensaba hacer! La vida tiene sus ironías.
Para preparar mi fuga aduje varios pretextos y fui a visitar a viejos amigos míos; ya nunca los volvería a ver. Vendí el piano e hice donación de un millar de libros a una biblioteca, pero tuve que dejar en mi caja de caudales el equivalente de 14.000 dólares que poseía en bonos del Estado, de adquisición obligatoria. El 5 de agosto, al presentarme en el aeropuerto de Sheremetevo, de Moscú, ¡sólo poseía 27 dólares norteamericanos!
Pasé los exámenes de salud, aduana, divisas y pasaporte. Cuando me alejaba, un oficial uniformado de la KGB gritó:
—¡Camarada, espere!
Espantado, me volví a mirarlo.
—El pasaporte no tiene su firma —me dijo.
No sé cómo me las arreglé para firmar sin que me temblara la mano. Luego, a toda prisa, subí al avión. Mientras el aparato se elevaba, sentí que también subía mi ánimo como nunca.
En Montreal, Olenev no se apartaba de mí ni un instante, aburrido con las discusiones científicas que no podía entender, pero vigilaba constantemente a los delegados. Cuando un químico de Montreal nos invitó a dos de nosotros a su casa, Olenev lo prohibió: fraternizar era peligroso. A pesar de todo logré quedarme a solas un momento con un científico canadiense y le di a entender mi deseo de desertar.
—Hable usted con el Ministerio de Relaciones Exteriores en Ottawa —susurró, y se alejó de mí rápidamente.
Desde un principio yo había planeado realizar mi fuga en la capital. Camino de Ottawa, el 14 de agosto, después de salir de Montreal y de visitar Chalk River, iba yo en el tren al lado de Olenev. Aunque tenía vivos deseos de librarme de su presencia, una cosa me intrigaba aún.
—Vsevolod Vladimirovich —le dije—, me figuro que será usted general de la KGB, ¿verdad?
—¡Oh no! —repuso— Sólo soy coronel.
Por la noche, al acostarme, soñé despierto muchas maneras de librarme de aquel tipo a la mañana siguiente. Creo haber imaginado un centenar de maneras de lograrlo, pero no la forma increíble en que lo conseguiría en la realidad.
El siguiente fue un día soleado y caluroso. Después de pasear por la ciudad fuimos a almorzar al edificio del Consejo Nacional de Investigaciones. En un momento en que Olenev no podía oírme, le pregunté a un científico del Consejo, cuyos estudios conocía yo, dónde quedaba "Relaciones Exteriores". Me miró, confuso, y cambió de tema. ¿Qué sucedería después?
Al terminar el almuerzo, un funcionario del Consejo Nacional de Investigaciones anunció que debíamos dividirnos en tres grupos, cada uno de los cuales iría a un laboratorio diferente. Cuando Olenev oyó esto palideció y miró desesperado en todas direcciones. Su problema era peor que el del asno de Buridán, que se murió de hambre entre dos montones de heno igualmente atractivos, por no saber a cuál dirigirse. ¡Olenev debía escoger entre tres opciones! La situación era demasiado ardua para él.
—Tengo un horrible dolor de cabeza —me dijo—, así es que volveré al hotel.
Poco después de que se hubo marchado el agente, salí de las oficinas del Consejo y caminé las pocas calles que las separan de los edificios del Parlamento. Allí, frente a la alta Torre de la Paz, rodeado por todas partes de oficinas gubernamentales, me sentí repentinamente perdido. ¿En dónde estarán esas Relaciones Exteriores?, me preguntaba. ¿Qué hace uno para desertar? ¿Quién me aceptará?
Confuso, me volví. Al otro lado de la calle había un hermoso edificio en el que ondeaba la bandera norteamericana: la embajada de los Estados Unidos. Allí sabrían qué hacer. Crucé la calle apresuradamente. Ya en la embajada, un funcionario estadounidense escuchó mi historia y pareció incómodo porque me hubiese dirigido a él en vez de hablar con las autoridades canadienses.
—Vuelva usted a su hotel —me indicó—. Ya veré qué se puede hacer.
Entonces volví al Lord Elgin y esperé. Esperé muchas horas. Cuando mis colegas llegaron, a las 6 de la tarde, comimos juntos, como de costumbre. Después de la comida subí al piso alto, a ver a mi compañero de habitación, el profesor N. I. Sharkov, perito en pulpa y papel, procedente de Leningrado. Sharkov, entusiasta aficionado a la fotografía, se encerró en el baño a revelar una película, mientras yo me tendí en la cama y trataba de leer un ejemplar del libro Khrushchev's Russia ("La Rusia de Jrushof"), que había comprado subrepticiamente en Montreal. Cada minuto me parecía una eternidad. En eso sonó el teléfono.
—¿Es usted el señor que habla inglés? —me preguntó una voz masculina— ¿Puede usted bajar al vestíbulo?
Me puse la chaqueta en cuyos bolsillos llevaba yo los dos cuadernos de notas, silenciosamente me despedí de Sharkov con un ademán y salí de la habitación a paso vivo.
Abajo, dos hombres con chaqueta deportiva me condujeron amablemente a una pequeña oficina. Uno de ellos me mostró su credencial de agente de la Real Policía Montada del Canadá.
—¿Es cierto que quiere usted quedarse entre nosotros?
—Sí —repuse, con voz ronca por la emoción—. No deseo otra cosa.
AQUELLA noche dormí en la casa de un sargento de la Real Policía Montada. Al día siguiente, en la comandancia de la Policía Montada, me entrevistó un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores (¡al fin!), que me aseguró que su país me concedería asilo. Poco después acudieron dos representantes de la embajada soviética. Recurrieron a la adulación, a las promesas y a las amenazas, pero no consiguieron hacerme cambiar de opinión. Incluso me negué a verlos hasta que no me dieran mis maletas. Lo único que me faltaba era el libro Khrushchev's Russia y unas cuantas notas que había tomado para escribir una narración que se titularía Aventuras de un agente de la KGB en Canadá. A menudo me pregunto qué habrá pensado Olenev de ellas —¡el pobre!— y qué habrá sido de él.
Sé, por otra parte, cuál fue la reacción de Nikita Jrushof. Según los Documentos Penkovsky, que salieron de Rusia de contrabando antes de que su autor, el coronel Oleg Penkovsky, del servicio secreto militar soviético, fuese detenido y fusilado como espía, varios funcionarios de la KGB pagaron caro el haberme permitido partir al Occidente sin dejar prenda; es decir, algunos parientes míos que pudieran servir de rehenes para garantizar mi regreso.
"Todo el Comité Central (del partido comunista) se alarmó", escribe Penkovsky. "Durante dos semanas la KGB buscó amigos o conocidos de Klochko para enviarlos a Canadá con la misión de persuadirlo de que volviese a Rusia. Cuando Jrushof supo la noticia, dijo:"
"—Con esto basta. Si es imposible traerlo, destruyan a ese traidor como lección para los demás".
Por esa sentencia de muerte, he estado bajo la protección de la Real Policía Montada desde entonces. Ahora soy ciudadano canadiense con un nombre supuesto y trabajo de científico consultor; gano lo suficiente para vivir con comodidad sin aceptar nunca ni un céntimo de ayuda de mi nueva patria. Pude apreciar el valor de lo que he logrado aquí la vez que fui de nuevo a Ottawa para asistir a una conferencia de Piotr Kapitsa, el gran físico a quien Stalin degradó por negarse a dirigir el programa soviético para la construcción de la bomba atómica. Nos habíamos conocido anteriormente en Moscú, después de que Kapitsa fue "rehabilitado" al subir al poder Jrushof, y su conferencia en Ottawa Me pareció interesantísima.
Cuando terminó, Kapitsa y yo nos encontramos casualmente en el vestíbulo. El físico iba escoltado por dos hombres robustos del mismo cuño de la KGB a que pertenecía mi viejo amigo Olenev. Kapitsa pareció reconocerme, y a su rostro asomó una levísima sonrisa. Luego, mientras sus guardianes lo flanqueaban como a un prisionero, me volví para perderme en la noche, libre y alegre como los pájaros.
Dibujo: Alex Taylor.