CRIADERO DE GORDOS (Orson Scott Card)
Publicado en
diciembre 20, 2016
La recepcionista se sorprendió de que regresara tan pronto.
—Vaya, señor Barth, me alegro de verle —dijo.
—Querrá usted decir que se sorprende de verme —replicó Barth. La voz rodaba desde los rollos de grasa que se plegaban bajo la barbilla.
—Estoy encantada.
—¿Cuánto ha pasado? —preguntó Barth.
—Tres años. El tiempo pasa volando.
La recepcionista sonrió, pero Barth le vio la cara de revulsión que ponía al estudiarle el inmenso cuerpo. En su trabajo veía gente obesa todos los días. Pero Barth sabía que era especial. Estaba orgulloso de ser especial.
—De vuelta al criadero de gordos —rió.
El esfuerzo de reírse le cortó el aliento y jadeó mientras la recepcionista oprimía un botón y anunciaba:
—Ha vuelto el señor Barth.
Barth no se molestó en buscar una silla. Ninguna silla tenía tamaño suficiente. Pero se apoyó en una pared. Estar de pie representaba un esfuerzo ímprobo.
Pero no había regresado al Centro de Salud de Anderson porque tuviera dificultades respiratorias ni porque se agotara ante el menor esfuerzo. Estaba acostumbrado a ser gordo y le complacía la sensación de amplitud, la impresión que causaba cuando las muchedumbres le cedían el paso. Compadecía a los que sólo podían ser rollizos, las personas de baja estatura que no soportaban el peso. Con más de dos metros, Barth podía alcanzar una gloriosa gordura, una gordura apabullante. Tenía treinta guardarropas y le encantaba pasar de uno al otro mientras le crecían el vientre y las caderas. A veces pensaba que si seguía aumentando podría adueñarse del mundo. A la hora de comer era un conquistador que rivalizaba con Genghis Khan.
No lo había llevado su gordura, pues. Pero la gordura era un obstáculo para otros placeres. La chica con quien había estado la noche anterior lo había intentado una y otra vez, pero Barth no había podido. Señal de que era hora de renovar, remozar, reducir.
—Soy hombre amante de los placeres —jadeó.
La recepcionista, cuyo nombre él jamás se había molestado en preguntar, le sonrió.
—El señor Anderson vendrá enseguida.
—¿No es irónico que un hombre como yo, capaz de cumplir todos sus deseos, jamás esté satisfecho? —rió Barth, jadeando de nuevo—. ¿Por qué nunca nos hemos acostado juntos?
Ella lo miró irritada.
—Siempre pregunta lo mismo al entrar, señor Barth. Pero nunca lo pregunta al salir.
Era verdad. Al salir del Centro de Salud de Anderson, Barth no la encontraba tan atractiva como al entrar.
Llegó Anderson, efusivamente apuesto, abrumadoramente cálido, cogió la carnosa manaza de Barth y la sacudió con entusiasmo.
—Uno de mis mejores clientes —declaró.
—Lo de costumbre —dijo Barth.
—Desde luego. Pero el precio ha subido.
—Si alguna vez quiebra —dijo Barth, siguiendo a Anderson—, avíseme con antelación. Sólo me permito engordar tanto porque sé que usted está aquí.
—Oh —rió Anderson—. Nunca quebraremos.
—Qué va. Podría mantener toda su empresa con lo que me cobra a mi.
—Usted no paga sólo por el simple servicio que le prestamos. También paga por nuestra discreción. Así prescindimos de la intervención del Gobierno, por así decirlo.
—¿A cuántos de esos canallas sobornan?
—Muy pocos, muy pocos. Muchos funcionarios importantes requieren nuestros servicios.
—No lo dudo.
—La gente no sólo viene por problemas de obesidad. También hay cáncer, vejez, desfiguración por accidentes. Le sorprendería saber quiénes han solicitado nuestros servicios.
«Nada me sorprendería», pensó Barth. El inmenso y mullido diván estaba preparado, en una posición que permitiría a Barth incorporarse sin dificultad.
—Esta vez casi me caso —comentó Barth, por decir algo.
Anderson se volvió sorprendido.
—¿Pero no lo hizo?
—Claro que no. Empecé a engordar y ella no lo aguantó.
—¿Se lo dijo usted?
—¿Que estaba engordando? Saltaba a la vista.
—Quise decir si le habló de nosotros.
—No soy tonto.
Anderson puso cara de alivio.
—No podemos permitir que circulen rumores entre los jóvenes y delgados.
—Aun así, creo que después la buscaré de nuevo. Me hizo cosas de las que no creía capaz a ninguna mujer. Y yo que me consideraba un libertino.
Anderson le puso una ceñida gorra de goma en la cabeza.
—Recuerde su pensamiento clave —le recordó Anderson.
Pensamiento clave. Al principio había sido un consuelo saber que ni una pizca de su memoria se perdería. Ahora era tedioso, casi pueril. Pensamiento clave. ¿Ya tienes el anillo decodificador del Capitán Puerco? Sé el primero de tu manzana. Barth sólo había sido el primero de su manzana en llegar a la pubertad. También había sido el primero de su manzana en pesar ciento cincuenta kilos.
«¿Cuántas veces he estado aquí? —se preguntó al sentir el cosquilleo en el cuero cabelludo—. Es la octava vez. Ocho veces, y mi fortuna es más cuantiosa que nunca, una de esas fortunas con vida propia. Puedo seguir así para siempre», pensó con deleite. Siempre gozando de los manjares, sin preocupaciones ni restricciones. «Es peligroso engordar tanto —había dicho Lynette—. El corazón, ¿sabes?». Pero Barth sólo se preocupaba por las hemorroides y la impotencia. Lo primero era un fastidio, y lo segundo volvía la vida insoportable y lo llevaba de vuelta a Anderson.
Pensamiento clave. Claro que sí. Lynette, desnuda al viento en el borde de un precipicio. Coqueteaba con la muerte y él la admiraba por eso; casi deseaba que encontrara esa muerte. Lynette desdeñaba las precauciones. Como la ropa, eran restricciones que debían arrojarse a un lado. Una vez lo persuadió de jugar al marro en una obra en construcción, corriendo por las vigas en la oscuridad, hasta que llegó la policía y les ordenó marcharse. Entonces Barth aún estaba delgado, después de su último tratamiento con Anderson. Pero no pensaba en Lynette en las vigas, sino en Lynette, la bella y frágil Lynette, desafiando al viento a que la arrancara del peñasco y la estrellara contra las piedras de la orilla del río.
«Incluso eso —pensó Barth— sería una especie de placer. Un nuevo placer, saborear una pesadumbre ganada de forma tan magnífica y admirable».
El cosquilleo cesó. Anderson regresó.
—¿Ya está? —preguntó Barth.
—Hemos perfeccionado el proceso. —Anderson cogió la gorra con cuidado, ayudó al inmenso hombretón a bajar del diván.
—No entiendo por qué es ilegal —dijo Barth—. Algo tan simple.
—Oh, hay motivos. Control demográfico, etcétera. Ésta es una especie de inmortalidad. Pero ante todo se trata de la repugnancia que siente la mayoría. No pueden soportar la idea. Usted es un hombre de un valor excepcional.
Pero Barth sabía que no se debía al valor, sino al placer. Esperaba ávidamente el momento de verse, de forma que no le hicieron esperar.
—Señor Barth, le presento al señor Barth.
Se conmovió al ver su propio cuerpo, joven, fuerte y bello nuevamente, como nunca había sido en toda su vida. Sin embargo, era inequívocamente él quien había entrado en la sala. Excepto que el vientre estaba firme, los muslos musculosos pero esbeltos no se rozaban ni siquiera en la entrepierna. Lo trajeron desnudo, por supuesto. Barth insistía en ello.
Trató de recordar la última vez. Entonces él había sido el que entraba desde la sala de aprendizaje, saliendo para ver al hombre gordo e inmenso que según sus recuerdos era él mismo. Barth recordó que había sido un doble placer: ver la montaña en que se había transformado, pero verla desde un cuerpo joven y bello.
—Ven aquí —ordenó Barth, evocando la última vez, cuando había sido el otro Barth quien lo había dicho. Y tal como el otro había hecho la última vez, tocó al joven y desnudo Barth, acarició el cutis liso y adorable, y al fin lo abrazó.
Y el joven Barth lo abrazó a su vez, pues así eran las cosas. Nadie amaba tanto a Barth como Barth mismo, delgado o gordo, joven o viejo. La vida era una celebración de Barth; verse a sí mismo era su mayor anhelo.
—¿En qué pensé? —preguntó Barth.
El joven Barth sonrió.
—Lynette —respondió—. Desnuda ante un precipicio. El viento soplando. Y la posibilidad de que se matara al caer.
—¿Regresarías a ella? —preguntó Barth a su joven álter ego.
—Quizás. O a alguien como ella. —Y Barth notó con deleite que la mera idea excitaba a su joven álter ego.
—Servirá —decidió Barth, y Anderson le entregó los documentos que debía firmar, documentos que nunca se presentarían en un juzgado porque daban testimonio de la participación de Barth en un delito que en los códigos de todos los estados sólo era inferior al homicidio.
—Eso es todo, pues —dijo Anderson, interpelando al Barth joven y delgado—. Usted es ahora el señor Barth, y controla su fortuna y su vida. Su ropa está en la sala contigua.
—Sé dónde está —sonrió el joven Barth, y se marchó animadamente. Se vestiría deprisa y se iría del centro de salud con entusiasmo, sin reparar en la feúcha recepcionista, salvo para advertir que miraba con interés a ese hombre alto, esbelto y hermoso que sólo minutos antes yacía en un depósito esperando a que le dieran mente y memoria, esperando a que un hombre gordo se quitara de en medio para que él lo reemplazara.
En la sala de memoria, Barth se sentó en el borde del diván, mirando la puerta, y comprendió sorprendido que ignoraba lo que venía a continuación.
—Mis recuerdos terminan aquí —le dijo a Anderson—. El convenio era… ¿Qué decía el convenio?
—El convenio era cuidarlo atentamente hasta su fallecimiento.
—Ah, sí.
—El convenio no vale un comino —declaró ahora Anderson, sonriendo.
Barth lo miró sorprendido.
—¿Qué quiere decir?
—Hay dos opciones, Barth. Una aguja dentro de quince minutos. O un empleo.
—¿De qué está hablando?
—No creerá que derrocharemos tiempo y esfuerzo brindándole las grotescas cantidades de comida que usted necesita, ¿verdad?
Barth sintió que se le estrujaba el corazón. No era lo que esperaba, aunque en realidad no esperaba nada. Barth no era de los que esperaban problemas. La vida nunca se los causaba.
—¿Una aguja?
—Cianuro, si insiste, aunque podríamos viviseccionarlo para obtener órganos útiles. Su cuerpo es bastante joven. Podemos obtener suculentas sumas de dinero por la pelvis y las glándulas, pero hay que extraerlos cuando el sujeto está vivo.
—¿De qué habla? No es lo que convinimos.
—Yo no convine nada con usted, amigo mío —sonrió Anderson—. Lo convine con Barth. Y Barth acaba de irse.
—¡Llámelo! Insisto…
—A Barth no le importa lo más mínimo lo que hagamos con usted.
Y supo que era verdad.
—¿Ha dicho algo de un empleo?
—En efecto.
—¿Qué tipo de empleo?
Anderson sacudió la cabeza.
—Depende.
—¿De qué?
—De los trabajos que surjan. Todos los años hay varias tareas que deben ser realizadas por un ser humano vivo, para las cuales no encontramos voluntarios. Ninguna persona, ni siquiera un delincuente, puede ser obligada a realizarlas.
—¿Y yo?
—Usted las realizará. Al menos una de ellas, pues rara vez se consigue un segundo empleo.
—¿Cómo puede hacerme esto? ¡Soy un ser humano! Anderson sacudió la cabeza.
—La ley dice que existe un solo Barth en el mundo. Y no es usted. Usted es sólo un número. Y una letra. La letra H.
—¿Por qué H?
—Porque es usted un glotón repugnante, amigo mío. Ni siquiera nuestros primeros clientes han pasado aún de la C.
Anderson se marchó, y Barth quedó a solas en la habitación. ¿Por qué no lo había previsto? Claro, claro, pensó. Por supuesto que no lo mantendrían con vida placenteramente. Quiso levantarse para echar a correr. Pero caminar le costaba, y correr le resultaría imposible. Se quedó sentado. El vientre se le derramaba sobre los muslos, que estaban separados por la grasa. Se levantó con gran esfuerzo y apenas logró contonearse, porque tenía las piernas muy separadas, muy limitadas en sus movimientos.
«Esto ha sucedido en cada ocasión —pensó Barth—. Cada vez que salí de aquí joven y delgado, dejé a alguien como yo, e hicieron lo que quisieron». Le temblaban las manos.
Se preguntó qué había decidido antes y comprendió que no había ninguna decisión que tomar. Algunos gordos se odiaban y escogían la muerte para seguir viviendo en una versión delgada de sí mismos. Pero no él. Barth no podía optar por el dolor. Y eliminar siquiera una versión ilegal y clandestina de sí mismo… imposible. En cualquier caso, aún era Barth. El hombre que había salido de la casa de memoria unos minutos antes no había asumido la identidad de Barth. Sólo era una reproducción. «Me han robado el alma con espejos —se dijo Barth—. Debo recobrarla».
—¡Anderson! —gritó Barth—. He tomado una decisión. No fue Anderson quien entró. Barth nunca más vería a Anderson. La tentación de matarlo podría resultar irresistible.
—¡A trabajar, H! —gritó el viejo desde el otro extremo del campo.
Barth se apoyó un instante en el azadón y siguió desbrozando los plantíos de patatas. Los callos de su mano se habían adaptado al mango de madera y sus músculos conocían la faena de memoria. Pero eso no aligeraba la tarea.
Al comprender que pensaban hacerle trabajar sembrando patatas, había preguntado:
—¿Ésta es mi labor? ¿Esto es todo?
Se habían reído al responderle que no.
—Es sólo un preparativo —explicaron— para ponerle en forma.
Había trabajado dos años en los sembradíos de patatas, y ahora comenzaba a dudar de que ellos regresaran alguna vez, que terminaran las patatas alguna vez.
Sabía que el viejo observaba. Su mirada siempre quemaba más que el sol. El viejo observaba, y si Barth descansaba más de la cuenta el viejo se acercaba, látigo en mano, y lo azotaba dejándole cicatrices que dolían hasta el alma.
Hundió la mano en el suelo, atacando una planta terca cuyas raíces parecían aferrarse a los cimientos del mundo.
—Sal de una vez, maldita seas —masculló. Creía que tenía los brazos demasiado débiles para golpear con más fuerza, pero lo consiguió. Partió la raíz y el impacto lo sacudió hasta el hueso.
Estaba desnudo y tostado por el sol, casi negro. Grandes colgajos de carne evocaban la montaña que había sido. Pero debajo de la piel floja estaba musculoso y duro. Habría podido ser placentero, pues había ganado cada músculo trajinando bajo el látigo. Pero no sentía placer. El precio era demasiado alto.
«Me mataré —pensaba a menudo, los brazos trémulos de agotamiento—. Me mataré para que no puedan usar mi cuerpo ni puedan usar mi alma».
Pero no se mataría. Ni siquiera ahora era capaz de poner fin a la situación.
La granja donde trabajaba no tenía cercas, pero la vez que logró escapar caminó tres días sin encontrar indicios de habitación humana, excepto huellas de jeep en aquel desierto de salvia y hierba. Lo encontraron y lo llevaron de vuelta, cansado y desesperado, y le obligaron a concluir un día de trabajo antes de dejarle descansar. E incluso entonces el látigo lo mordió con saña, y el viejo lo azotaba con un deleite que delataba sadismo o un odio profundo y personal.
¿Pero por qué me odia? No lo conozco. Sospechaba que le odiaba porque él había sido gordo y fofo, mientras que el viejo era membrudo y enjuto, con el rostro arrugado por años de exposición al sol.
Pero el odio del viejo no menguaba a medida que iban transcurriendo los meses y la grasa se derretía en el sudor y el sol del sembradío.
Una feroz mordedura en la espalda, el bofetón del cuero contra la piel, un dolor desgarrador en los músculos. Había hecho una pausa demasiado larga. El viejo se había acercado.
El viejo no dijo nada. Sólo levantó el látigo para pegarle de nuevo. Barth alzó el azadón para continuar trabajando. Se le ocurrió, por centésima vez, que el azadón podía llegar tan alto como el látigo, con el mismo efecto. Pero, por centésima vez, Barth escrutó los ojos del viejo y allí vio algo incomprensible, pero suficiente para detenerlo. No podía devolver el golpe. Sólo podía soportar.
El látigo no cayó de nuevo. En cambio, él y el viejo se miraron. El sol ardía sobre su espalda ensangrentada. Alrededor zumbaban moscas. No se molestó en ahuyentarlas. Al fin el viejo rompió el silencio.
—H —llamó.
Barth no respondió. Sólo esperó.
—Han venido a buscarte. Primer trabajo —anunció el viejo. Primer trabajo. Barth tardó un instante en comprender las implicaciones. Basta de patatas. Basta de sol. Basta de latigazos. Basta de soledad, o al menos de aburrimiento.
—Gracias a Dios —graznó Barth; Tenía la garganta seca.
—Ve a lavarte —indicó el viejo.
Barth llevó el azadón al cobertizo. Recordó que le había parecido muy pesado al llegar. Diez minutos al sol le hacían desvanecer. Pero lo habían revivido, y el viejo había dicho: «Cógelo». Así que había cogido el pesado azadón, sintiéndose como Cristo llevando la cruz. Pronto los demás se habían marchado, y el viejo y él quedaron solos, pero el ritual del azadón jamás cambiaba. Llegaban al cobertizo y el viejo le quitaba el azadón y lo cerraba bajo llave, para que Barth no pudiera recobrarlo en la noche para matarlo.
Y luego a la casa, donde Barth se bañaba penosamente y el viejo le echaba un doloroso desinfectante en la espalda. Barth ya había desistido de pensar en anestésicos. El viejo no era hombre de usar anestésicos. Ropa limpia. Unos minutos de espera. Luego el helicóptero. Un joven con aire emprendedor bajó. Le pareció desconocido en los detalles pero muy familiar en general. Era un eco de los jóvenes emprendedores con quienes había tratado antes. El joven se le acercó sin sonreír.
—¿H? —preguntó.
Barth asintió. Era el único nombre que usaban con él.
—Tiene un trabajo.
—¿Qué es? —preguntó Barth.
El joven no respondió.
—Pronto te lo dirán —susurró el viejo a sus espaldas—. Y entonces desearás volver aquí, H. Te lo dirán, y rogarás que te manden a los campos de patatas.
Pero Barth lo dudaba. En dos años no había tenido un instante de placer. La comida era nauseabunda y nunca suficiente. No había mujeres, pero de todas formas estaba tan extenuado que ni siquiera se masturbaba. Sólo dolor, trabajo y soledad, todo en grandes dosis. Ahora podía irse. Cualquier cosa sería mejor.
—En cualquier caso, el trabajo que te den no podrá ser peor que el mío —dijo el viejo.
Barth quiso preguntarle cuál había sido ese trabajo, pero la voz del viejo no invitaba a preguntar, ni tenía una relación que justificara la pregunta. Guardaron silencio mientras el joven ayudaba a bajar a alguien del helicóptero. Un hombre inmensamente gordo, desnudo y blanco como la carne de una patata, poniéndose tieso. El viejo se le acercó con determinación.
—Hola, I —dijo el viejo.
—Me llamo Barth —respondió el gordo con petulancia. El viejo le asestó un golpe en la boca que le partió el labio y le hizo sangrar.
—I —dijo el viejo—. Tu nombre es I.
El gordo asintió lastimeramente, pero Barth —H— no sintió lástima. Dos años. En sólo dos años se hallaba en ese estado. Barth recordaba el orgullo que sentía por haberse transformado en una montaña. Pero ahora sólo sentía desprecio. Sólo deseaba acercarse al gordo para gritarle: «¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has permitido que ocurriera de nuevo?».
No habría servido de nada. Para I, como para H, era la primera vez, la primera traición. No había otras en su memoria.
El viejo entregó un azadón al gordo y lo condujo al campo. Otros dos jóvenes bajaron del helicóptero. Barth sabía lo que harían, casi podía verlos ayudando al viejo unos días, hasta que I comprendiera al fin que la resistencia y la dilación no surtían efecto.
Pero Barth no pudo presenciar esa nueva proyección de su propia tortura de dos años antes. El joven que había salido el primero del helicóptero lo condujo a la máquina, lo acomodó en un asiento junto a la ventanilla, se sentó al lado. El piloto aceleró los motores y el helicóptero se elevó.
—¡Qué hijo puta! —dijo Barth, mirando al viejo que abofeteaba brutalmente a I.
El joven se rió entre dientes. Luego le explicó cuál sería el trabajo.
Barth se aferró a la ventanilla, mirando hacia el exterior, sintiendo que se le escapaba la vida mientras el suelo se alejaba.
—No puedo hacerlo.
—Hay trabajos peores —aseguró el joven.
Barth no lo creía.
—Si vivo —dijo—, si vivo, quiero regresar aquí.
—¿Tanto te ha gustado el sitio?
—Para matarlo.
El joven lo miró sin entender.
—Al viejo —explicó Barth, pero comprendió que el joven, en definitiva, no podía entender. Miró por la ventanilla. El viejo parecía pequeño frente a la mole de carne blanca. Barth sintió odio por I, la desesperación de saber que nada podía aprenderse, que una y otra vez se representaría esa espantosa escena.
En alguna parte, el hombre que sería J bailaba, jugaba al polo, seducía y pervertía, deleitándose con cada mujer, chico e incluso oveja que pudiera encontrar; en alguna parte el hombre que sería J disfrutaba su cena.
I se arqueó bajo el sol y trató torpemente de usar el azadón. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, contorsionándose. El viejo alzó el látigo.
El helicóptero viró y por la ventanilla Barth sólo pudo ver el cielo. No vio la caída del látigo. Pero la imaginó. La imaginó y la disfrutó, ansió sentir la vibración del golpe asestado por su propia mano. «Pégale de nuevo —pensó—. ¡Pégale por mí!». Y en su imaginación propinó el latigazo una y otra vez.
—¿En qué piensa? —preguntó el joven sonriendo, como si conociera el final de un chiste.
—Pensaba que el viejo no puede odiarle tanto como yo —dijo Barth.
Al parecer ése era el final. El joven soltó una estruendosa carcajada. Barth no comprendió el chiste, pero sospechó que era a su costa. Trató de atacarlo pero no se atrevió.
Tal vez el joven vio la tensión en el cuerpo de Barth, o tal vez sólo deseaba explicarle. Dejó de reír pero no pudo reprimir la sonrisa, que penetró en Barth más hondamente que la carcajada.
—¿Pero no lo entiende? —preguntó el joven—. ¿No sabe quién es el viejo?
Barth no sabía.
—¿Qué cree que hicimos con A? —Y el joven rió de nuevo.
Hay trabajos peores que el mío, comprendió Barth. Y lo peor de todo sería pasar día tras día, mes tras mes, supervisando a ese animal despreciable que innegablemente era él mismo.
La cicatriz de la espalda le sangró un poco y la sangre se pegó en el asiento al secarse.
Apostilla del autor
Título original: Fat Farm. Primera edición en Omni, enero 1980.
Mi vida puede considerarse como una larga lucha contra mi propio cuerpo. Cuando niño no tuve problemas de coordinación. Si lo intentaba, podía agitar un bate o pasar un balón por un aro. Y supongo que, si me hubiera empeñado, habría podido convertirme en un atleta infantil. Pero algunos son torpes de nacimiento, otros escogen ser torpes y para otros la torpeza es una imposición. Yo lo escogí. No me interesaban los deportes ni los juegos físicos. De niño, si podía escoger, siempre prefería leer un libro. Pronto aprendí que era un error. En la escuela secundaria tuve la impresión de que los jóvenes americanos sólo son valorados por su aportación a las competiciones atléticas. El resultado fue que acabé evitando las situaciones atléticas para evitar insultos.
A los quince años sufrí un cambio en el metabolismo. Siempre había sido un chico esmirriado, y bastaba con mirarme la camisa para contarme las costillas. De pronto, sin que mediara un cambio en mis hábitos alimenticios, comencé a engordar. No mucho, pero lo suficiente como para que se me ablandara el vientre. Comencé a adquirir ese aire de gusano fofo que siempre resulta tan atractivo y está tan en boga, sobre todo en los adolescentes. Con el correr de los años, engordé un poco más y descubrí que los insultos que reciben los deportistas torpes en la infancia no son nada en comparación con la discriminación franca y descarada que sufren los adultos con exceso de peso. La gente que jamás soñaría con burlarse de un tullido ni con hacer bromas raciales ni étnicas no tiene empacho en palpar o pellizcar la cintura de un gordo y hacer comentarios obscenos. Mi odio por esa gente era ilimitado. En esos días muchos de mis conocidos ignoraban lo cerca que estaban de ser sometidos a una ejecución sumaria.
La mayoría de los gordos no tomamos represalias porque en el fondo sospechamos que nuestros torturadores tienen razón, que merecemos su desprecio, su absoluto desdén. El odio que nos profesan sólo se ve superado por el odio que nos profesamos nosotros mismos. Tuve mis altibajos. Pesaba más de cien kilos cuando emprendí mi misión de la iglesia mormona en Brasil en 1971. Gracias a mis paseos y ejercicios, y comiendo relativamente poco (aunque el helado brasileño es exquisito), regresé a casa, dos años después, pesando unos 80 kilos. Tenía buen aspecto y me sentía bien. Y logré combatir el peso durante varios años. Llegué a ser casi atlético. En mis dos primeros veranos en casa, dirigía un teatro estival de repertorio en un anfiteatro al aire libre, el Castle, en la colina que estaba detrás de la clínica mental del estado. No se nos permitía ir en coche al Castle, así que al comienzo de cada ensayo debíamos subir por un camino zigzagueante. Al cabo de unas semanas estaba en tan buena forma que subía a la carrera la parte más empinada de la cuesta, junto con los jóvenes, y llegaba al teatro sin haber perdido el aliento. Al pie del anfiteatro teníamos un piano guardado en una caja de metal, y debíamos cargarlo —no empujarlo— por una pedregosa vereda hasta el escenario, para ensayar y representar comedias musicales (Camelot, El hombre de La Mancha y una de mi autoría: Padre, Madre, Madre y Mamá). Pronto pude cargar a solas con un extremo del piano. Comprobé que mi cuerpo podía ser esbelto y musculoso, en absoluto parecido a un gusano.
Pero luego inicié mi carrera de asesor editorial y mi compañía teatral entró en bancarrota, dejándome con grandes deudas. Pasé días sedentarios y tensos, con una máquina de golosinas a la vuelta de la esquina. Mi único ejercicio consistía en insertar monedas en la máquina. Cuando me casé en 1977, había vuelto a superar los cien kilos. Mi trabajo de escritor empeoró aún más las cosas. Cuando necesitaba un descanso, me levantaba, caminaba hasta la cocina, me preparaba tostadas y me servía zumo de naranja. Todo muy saludable. Y sólo mil millones de calorías diarios. Pesaba casi 130 kilos cuando escribí Criadero de gordos, presa del autodesprecio y la desesperanza. Sabía que era capaz de tener un cuerpo fuerte y saludable, pero carecía de la disciplina para crearlo. Había pasado por la experiencia de cambiar de cuerpo, sólo que me llevaba más tiempo que al protagonista del cuento. En cierto modo, supongo que el cuento representaba el deseo de que alguien me obligara a cambiar.
Irónicamente, pocos meses después de escribir Criadero de gordos, nuestra vida sufrió un cambio. Íbamos a mudarnos a una casa más grande. Lo primero que hice fue sacar mi vieja ropa de persona delgada para donarla a una institución benéfica. Sabía que nunca más sería delgado. Ese problema ya no existía. Sería gordo el resto de mi vida. Orson Welles era mi héroe.
Comencé a embalar nuestros miles de libros y a trasladar y apilar cajas. El ejercicio consumía cada vez más horas por día. Yo comía cada vez menos, pues no estaba buscando continuas interrupciones mientras escribía. Cuando llegamos a nuestra nueva casa, había rebajado cinco kilos sin siquiera intentarlo.
Así que perseveré. Comiendo poco —ahora seguía una dieta equilibrada de mil calorías— y haciendo ejercicios, al cabo del año llegué a los noventa kilos y andaba en bicicleta varios kilómetros al día. Y permanecí delgado varios años. Cuando me mudé a Carolina del Norte y conseguí un trabajo sedentario y muy tenso recobré ese peso. Actualmente peso más de ciento veinte kilos. Pero eso significa diez kilos menos que mi peso récord de las vacaciones, y monto en una bicicleta de ejercicios y disfruto de la sensación de tener hambre a cada instante y… quién sabe.
En pocas palabras, Criadero de gordos no es ficción. Es mi autobiografía física.
Y no es accidental que el cuento termine cuando nuestro héroe se dispone a cumplir con tareas desagradables y violentas. Ese matiz de violencia es real. Esta es una advertencia para quienes creen que está bien saludar a un amigo diciendo «Parece que has engordado un poco». Nadie saludaría a un amigo diciéndole «Vaya, qué enorme grano tienes en la nariz», o «¿No puedes comprarte ropas que te sienten bien, o simplemente no tienes buen gusto?». Cualquiera esperaría perder a ese amigo. Pues bien, preparaos. A muchos se nos está agotando la paciencia ante vuestra brutal carencia de tacto. Algún día nos miraréis la barriga, sonreiréis y de pronto —sin que podáis pronunciar una sola sílaba de vuestro ofensivo comentario— os dejaremos hechos una pila de huesudas cerillas. Ningún jurado de gordos nos condenaría.
Fin