A MÍ ME MALCRIARON LOS ABUELOS
Publicado en
diciembre 20, 2016
Encantador relato de una niñita que creció en Gales con sus abuelos, gente pobre y poco instruida, pero cariñosa y comprensiva.
Por Joyce Varney.
"CUANDO LOS abuelos entran en el cuarto, la disciplina huye por lá ventana", dice un viejo proverbio chino. Supongo que esto será verdad, mas en lo que a mí respecta, me alegro mucho de que mis abuelos me hayan mimado. Si me echaron a perder, lo hicieron de la manera más encantadora posible.
Todo comenzó cuando yo era un bebé. Mi padre pereció en un accidente minero. dos meses antes de que yo naciera. Poco después de mi llegada al mundo, mi madre se trasladó a la gran ciudad de Cardiff, dejándome con mis abuelos.
La casa de éstos era como cualquier otra de nuestro valle: un edificio de piedra de un gris espectral, con escalones blancos a la entrada, pero difería de las demás en una particularidad: estaba situada al lado de una iglesita con techo de cinc, y residir allí era como vivir junto a un nido, pues siempre había cantos. Mi abuelo solía decir:
—¿Oyes? Ésa es la música de Gales.
Nadie me hizo observar jamás las deficientes condiciones que imperaban en nuestro valle minero. En aquel tiempo todo Gales del Sur se veía envuelto en una crisis económica. Las minas no trabajaban, y las poleas de los pozos mineros permanecían inmóviles. Por todas partes se advertía la pobreza: en las colas que se formaban para recibir ayuda del gobierno y sopa gratis, y en las bandadas de niños que revoloteaban como gorriones buscando trozos de carbón entre los montones de escoria.
Supongo que si mis abuelos me hubieran educado bien, yo sentiría ahora apasionado rencor al pensar en esas condiciones sociales. Pero en lugar de ello, cuando evoco los montones de escoria sólo recuerdo el día en que llené con ella mi pequeño saco. ¡Cómo se rió mi abuela al verme llegar, negra como un minero! Y aún oigo a mi abuelo decirle:
—¡Cállate, Tydvil, por favor! —Y luego, volviéndose hacia mí—: No te preocupes, pequeña minera. Yo te enseñaré cómo recoger carbón.
Sólo cuando tuve bastante más edad me di cuenta de que éramos pobres. O más bien de que había poco dinero. Yo había creído que éramos ricos, pues siempre podíamos ir a la iglesia, cantar y reír. Y yo nunca tenía hambre, especialmente después de tomar el caldo de la abuela, sazonado con puerros, y una pizca de caléndula y perejil silvestre. Y muchos sueños, hermosos y sin forma, moraban dentro de mí como inolvidable música.
Nunca se me obligaba a ir a la cama, lo cual supongo que no me habrá hecho ningún bien. Me acostaba cuando lo hacían mis abuelos. Subíamos juntos las escaleras, mi abuelo primero, yo en el medio y mi abuela detrás. Las piezas de la casita carecían de calefacción, salvo la cocina, pero yo jamás sentía frío. En las noches invernales encontraba dentro de la cama un ladrillo caliente, envuelto en una vieja enagua de franela roja. Siempre había una vela encendida, porque no me gustaba la oscuridad, y recuerdo el olor de esas bujías que mi abuela fabricaba: un olor a brezo y a miel. Mis abuelos me acompañaban hasta que me sentía tranquila en mi habitación, pero nunca oían mis rezos. Decía mi abuelo que ésa era mi conversación privada con Dios.
Me enseñaron a no sentirme en deuda con nadie, excepto con Nuestro Señor. Y yo los aceptaba a ellos como una planta acepta el sol. Mi abuela era pequeña, de movimientos rápidos, y se afanaba incesantemente con las tareas domésticas, ya sea lustrando las rejas negras del hogar o encerando los pisos. Siempre estaba cosiendo o remendando nuestra ropa; era también una hábil zapatera, de modo que nuestro calzado siempre tenía buenas suelas y tacones.
Su innata bondad le impedía despedir a un mendigo sin socorrerlo. Algunos de sus protegidos se salían de lo común. Uno de ellos era un ratón pardo que vivía bajo una tabla suelta de la cocina. Mi abuelo no lo miraba con simpatía, pero cada noche su mujer ponía migas en el suelo, y a las ocho en punto venía el ratón a buscar su comida. En una ocasión lo atrapó el gato color jengibre del vecino, y esa velada fue de duelo para nosotros.
—El pobre no tuvo ocasión de escapar —dijo mi abuela, inclinando la cabeza.
—Así es la Naturaleza, Tydvil —contestó mi abuelo con dulzura.
Mi abuelo Jack, hombre alto, con afectuosos ojos azules y una impresionante barba blanca, era mi amigo y confidente. Siempre me contaba historias de los tiempos en que había habido salvajes en Gales, que corrían a través de las selvas con hojas de acebo en el cabello. Y me hablaba de los sacerdotes druidas que usaban un cuchillo de oro para cortar el muérdago sagrado, y de los nomos y las hadas que vivían en los árboles y las cavernas. A veces prorrumpía en cantos cuyos ecos devolvían los bosques. Era tenor y en su juventud había ganado muchos premios en los festivales. Lo único que lo irritaba eran los sermones, pues pensaba que en la iglesia sólo se debía cantar, y que allí no debía oírse más palabra que la divina.
Ninguno de mis abuelos había asistido a la escuela, pero ambos aprendieron solos a leer, y luego me enseñaron a apreciar la Biblia. Todas las noches después de comer mi abuela traía el gran libro negro, y mi abuelo decía:
—¿Qué pasaje queréis oír esta noche?
—El Libro de Rut —decía mi abuela, pues era su favorito. Pero yo siempre pedía los episodios de la escala de Jacobo o de Moisés entre los juncos.
Las historias bíblicas me fascinaban, mas a medida que crecía iban cambiando mis intereses literarios. La señora Dai Thomas, que vivía en la casa de enfrente, me prestó algunos ejemplares de una terrible revista llamada Cartas rojas. Un día mi abuelo cogió uno, y se quedó asombrado al leer la historia de una muchacha que había tomado por mal camino. Mas en lugar de impedirme que siguiera leyendo, tuvo una conversación en galés con su mujer, como era su costumbre cuando no deseaba que yo me enterase de lo que decía. Sin embargo, yo entendía bastante más de lo que los ancianos suponían.
—Joyce necesita algunos buenos libros, que sean de su propiedad.
—Tiene la Biblia— dijo mi abuela—. Los libros son caros.
Mas al día siguiente recibí seis peniques, y me dijeron que iríamos a una librería de segunda mano. Ocurrió que ésta se hallaba en liquidación (siempre había liquidaciones en ese tiempo) y mi abuelo y yo permanecimos tres horas en el establecimiento. ¡Por fin tuve libros propios! Eran: Alicia en el País de las Maravillas, David Copperfield y Mujercitas. Todas las noches después de cantar leíamos algunos capítulos. David Copperfield nos deleitó 42 veces, porque era el favorito de mi abuelo, y él podía leer en voz alta mejor que nosotras.
En esa cocina pequeña y abrigada pasamos veladas deliciosas. Si un nomo galés pudiera concederme un deseo, yo le pediría que me permitiera gozar de nuevo todo aquello: las voces que allí resonaban, la risa de mi abuela, el canto y la lectura de su marido, el fuego crepitando, el olor de los dorados pasteles galeses que se cocinaban sobre la plancha, y el aroma del tomillo puesto a secar sobre la repisa de la chimenea.
Al parecer, mi abuelo nunca se enfadaba con nadie, pues no se enfadó cuando yo le causé una gran desilusión. El señor Dai Evans, director del coro, iba a oír a los aspirantes a tomar parte en el festival anual (Eisteddfod). Los que él eligiera cantarían en el castillo de Cardiff. Yo tenía tales deseos de ir que había practicado mi canto durante meses. Todas las tardes después del té, mi abuelo me escuchaba, y por la noche yo tenía largas conversaciones con Dios, en las que le suplicaba que hiciera que el señor Evans me eligiera a mí para la parte infantil. Pero el director eligió a Blodwen Davis, y yo me quedé llena de rencor contra el señor Evans y contra Blodwen.
—No te aflijas, querida —me dijo mi abuelo para mitigar mi pena —. Tu voz es encantadora, pero de poco volumen. Mas la alondra sólo puede expresar lo que tiene adentro, y una canción de cuna galesa llega tanto a Dios como el Aleluya de Handel cantado por un coro.
Entonces mi abuela se dirigió a su marido en galés y le dijo que me llevara al cinematógrafo. Concederme esto era para ella un gran sacrificio, porque iba en contra de sus creencias religiosas. Devota bautista, no aprobaba los espectáculos teatrales, pues suponía que Dios estaba de acuerdo con su predicador, quien todos los domingos nos incitaba a no pisar las tabernas ni los cines, y a asistir en cambio a la iglesia.
Pero mi abuelo tenía algo de druida, y era aficionado a las películas cinematográficas. El reverendo Jenkins no se parecía a su Dios. De modo que esa noche ambos fuimos al cine, y él me compró unos caramelos para que no lo molestase con mi charla. Vimos a Jeanette MacDonald en Primavera, una historia triste. Las abundantes lágrimas que me provocó disolvieron toda mi amargura.
Cuando volvimos a casa, mi abuela sentía ya remordimiento por haber propuesto que fuéramos a ver la película. Al parecer, el reverendo Jenkins había pronunciado esa misma noche un emocionante sermón en la "Liga de la Esperanza", donde se celebraba una reunión antialcohólica.
—No entiendo cómo pueden gustaros esos norteamericanos que hablan tan rápidamente —dijo.
—Por cierto que hablan —repuso mi abuelo—. Más que suficiente, y sus palabras son elocuentes, pero no saben cantar. Esa joven actriz parecía un cuadro al óleo con su pelo tan castaño como la nuez de una ardilla, ¡pero su canto!... Era como si tuviera un hueso de pollo atravesado en la garganta.
—Bien merecido te lo tienes —dijo mi abuela—. Esta noche hubo excelentes cantores en la iglesia. Tomás Lewis cantó mejor que nunca.
—Tomás Lewis tiene buena voz —admitió mi abuelo— y nadie la aprecia más que yo. Pero antes que oír al reverendo Jenkins hablar de Dios a su manera, prefiero el canto norteamericano, dicho sea sin intención de ofender.
—¡Eso es blasfemia! —murmuró mi abuela—. ¿Cómo puedes expresarte así delante de la niña? Ya oye ella bastantes cosas fuera de casa.
A mí me alarmaba el cariz que tomaba la conversación. Temía que mis abuelos riñeran, y que no pudiéramos ver a Robert Taylor, que aparecería pronto en el Palace en la película Magnífica obsesión. Pero mis temores eran infundados, pues mi abuelo deseaba ver la obra tanto como yo.
El domingo siguiente fue a la iglesia tres veces, sin protestar. Generalmente iba sólo una, y la abuela se sonrojó de placer como una jovencita al ver que él la acompañaba. Yo estaba sentada entre ellos, esperando oír al abuelo hacer sus habituales comentarios, pues el reverendo Jenkins se explayaba sobre nuestra maldad, poniendo de relieve cuán indignos éramos. Su voz tronaba, y sus ojos escudriñaban la congregación en busca de pecadores, pero el abuelo no se inmutó. Al terminarse el servicio, dijo:
—El reverendo Jenkins pronuncia muy buenos sermones.
No bien llegamos a casa, la abuela se afanó en la cocina, cantando de felicidad y comentando lo hermoso que era tener una familia piadosa e ir todos juntos a la iglesia.
—Ahora podré presentarme con la conciencia tranquila ante el pastor el martes, pues ese día habrá otra reunión de la Liga de la Esperanza —agregó.
Mi abuelo me guiñó el ojo tras el borde de su taza. Luego miró a su mujer con un rostro tan inocente como el de un santo, y le dijo:
—Me gustaría llevar a Joyce al cine ese martes; si tú lo permites, naturalmente.
—Claro, no faltaba más —repuso la abuela, sin pensar lo que decía.
Mi abuelo estiró La mano y oprimió la mía por debajo de la mesa. Yo estaba radiante: ¡Otra pelicula con Robert Taylor en Magnífica obsesión, más caramelos, y quién sabe cuántas otras cosas buenas!
En esta forma, mimo tras mimo, continuó mi vida infantil. Nunca niña alguna fue tan malcriada como yo. Y me alegro mucho de ello.