LA ÓRBITA DEL MONTÓN DE NIEVE (Fritz Leiber)
Publicado en
noviembre 28, 2016
I
Las estrellas polares de los otros planetas se agrupan alrededor de Polaris y Octans, pero Urano gira sobre un eje ostentosamente diferente entre Aldebarán y Antares. El Toro es su coronilla y el Escorpión su escabel. Querido y desaliñado viejo planeta de rameras, hinchado, pálido y frío, rabioso con las lunas shakesperianas, profusamente cubierto de manchas blancas por la Plaga Venérea, girando al lado de uno como una corrompida y repleta cucaracha, dando vueltas alrededor del sol como una ebria mujerzuela de verde cabello que se bamboleara sobre el negro suelo de una inmensa sala de bar, qué bella última perspectiva del sistema solar eres para un bien tallado joven cosmonauta…
Grunfeld cortó de repente ese curso de pensamiento. Era joven y la Primera Guerra Interestelar lo había agarrado, y ahora iba a sacarlo a él y a veinte otros mozos del Sistema con una rápida curva de evasión alrededor de Urano… ¿y qué ocurriría? Se agitó para recibir un poco de calor y en seguida se aplicó a la observación de la ocultada estrella que estaba rastreando con el telescopio del puente del Próspero. Las líneas transversales mostraban que la estrella estaba en un vigésimo de diámetro planetario adentro de Urano; era un destello casi perdido en una extensión de un verde claro. Eso significaba que su luz estaba perforando en 1.600 millas de profundidad la densa atmósfera de hidrógeno del séptimo planeta, a no ser que estuviera viendo a la estrella con una trayectoria de espejismo, y al menos la profundidad concordara con el tiempo desde el contacto del borde.
A 2.000 millas la perdió. Eso significaría 2,000 millas más de capa de hidrógeno sobre el océano de metano, una tonga de materia gaseosa de la extensión de América por la cual el capitán podía lanzarse con la flota.
Grunfeld no creía que el capitán quisiera obrar como un temerario héroe. El capitán no se había vuelto un necio cosmonauta de ninguna obvia manera como Croker y Ness. Y no era, como Jackson, un visionario torturado por la telepatía, y fascinado por el Diablo. La inquietud y la responsabilidad habían dirigido la vista del capitán hacia el interior de una calavera que flotaba en la imaginación de Grunfeld aun cuando él no estaba realmente viéndola, pero los fatigados ojos muy hundidos en las oscuras cuencas estaban todavía serenos y quizás cuerdos. Mas a causa de la inquietud el capitán siempre quería tener el último dato relacionado con la menos verosímil maniobra, y dos demostraciones valían más que una. Grunfeld encontró la inmediata estrella de tamaño proporcionado que debía ocultarse. De cinco a seis minutos para el contacto del borde. Grunfeld se separó un pie del telescopio, extendiendo su delgado cuerpo en el plano de la eclíptica —¡extraño cómo automáticamente tomaba esa orientación en libre caída!—. Pestañeó una y otra vez, luego puso la vista en el mismo planeta por el cual la había estado forzando.
El bulto de un color verdoso claro de Urano estaba colocado en el centro de la gran rodela espacial del puente frente a la oscuridad de terciopelo negro y a las estrellas relucientes como bayonetas, una pelota de tenis salpicada de agua, de marchitado color verde manzana claro sobre el lecho de la noche claveteado de diamantes. A ocho millones de millas parecía de la mitad de la anchura de la Luna vista desde la Tierra. Sus blanquecinas fajas ecuatoriales iban de abajo arriba, donde, Grunfeld tenía conocimiento de ello, quedaba fuera del alcance de la vista girando a una velocidad de tres millas por segundo; una helada cascada que imaginaba tirando de él con verdes y gangrenosos dedos como los de un espectro y arrastrándolo hacia el interior de un Niágara de hidrógeno.
De una anchura de la mitad de la Luna. Pero un día sobrellenaría la portilla mientras pasaban velozmente más allá de él con una nueva errada y en otro día volvería a ser de nuevo tan pequeño como era ahora, pero por detrás de ellos, hacia el sol, habiendo ellos alterado su curso exterior en algún pequeño y todavía incierto ángulo, sin embargo no pudiendo disminuir la marcha del Prospero y las naves gemelas o hacerlas retroceder en su velocidad de 100 millas por segundo, más de lo que los chorros solares de la flota espacial podían operar a esta friolenta distancia del Sol. Adiós, flota. Adiós, cosmonauta de la C.C.Y.
Grunfeld buscó las lunas del pálido planeta. Miranda y Umbriel eran demasiado menudas para constituir discos, pero distinguió a Ariel a cuatro diámetros por encima del planeta y a Oberón a una docena por debajo. Espectrales cequiones. Si la flota espacial iba a recibir una señal de radio de alguna de ellas, tendría que ser de Titania, ocultada en este momento por el planeta y la ruidosa estática natural de su enturbiada atmósfera de hidrógeno e hirvientes mares de metano; pero siempre había sido sólo una débil esperanza de que hubiera sobrevivientes de la Primera Expedición a Urano.
Grunfeld aflojó el cuello y dejó que su fija mirada descendiera por el curvo borde exterior orlado de estrellas del enorme espejo del Prospero y las delgadas y sobresalientes viguetas del brazo del enrejado hacia los caliginosos indicadores iluminados con luz roja bajo la rodela espacial.
Temperatura del casco, siete grados Kelvin. Casi suficientemente baja para que el helio se arrastrara, si se traía algo de helio. El aislamiento del Prospero, originalmente destinado a resistir el calor solar, estaba haciendo un buen trabajo a la inversa.
A popa (hacia el sol) la temperatura del casco, 75 grados Kelvin. Aproximada a la faz de Urano iluminada por el Sol. Comprobación.
Temperatura de la cabina, 43 grados Fahrenheit. ¡Brrr! El capitán era un tacaño con respecto al combustible químico restante. Y con razón… pues cabalmente tenía que arrastrar la vida en tanto que fuera posible a través de la vacía nevera más allá de Urano.
Gravedades de Aceleración, cero. Muchos otros ceros.
Los cuatro axiómetros para la flota espacial invariablemente brillaban con la más oscura luz azul, uno para cada una de las naves, Caliban, Snug, Moth y Starveling, que seguían a la Prospero por la popa con forzada marcha automática, aun cuando durante meses la inercia había hecho enteramente el pilotaje de las cinco naves. Una vez las luces de los botones habían sido verdes, pero habían borrado ese color del tablero a causa del Enemigo.
Los manómetros todavía indicaban sus últimas máximas. Casco, 793 Kelvin; Cabina, 144 Fahrenheit; Gravitaciones, 3,2. Todas ellas habían sido ludidas un año ha, cuando fueron arrastrados más allá del Sol. La fija mirada de Grunfeld retrocedió sesgadamente hacia los cinco bulbosos trajes de presión, otra vez rígidamente enhiestos en las ensambladas perchas, que habían estado llevando durante aquel lapso de aceleración dentro de la órbita de Mercurio. Se sobresaltó. Por un momento creyó ver los ojos rodeados de oscuros cercos del capitán atisbando entre dos de los combantes trajes negros. ¡Nervios! El capitán tenía que estar en su cabina, preparando alternativos programas de pilotaje para Copperhead.
De repente Grunfeld volvió el rostro de un tirón hacia la rodela espacial, tan violentamente que su cuerpo empezó con mucha lentitud en la dirección contraria. Esta vez creyó ver el verde centelleo del Enemigo cerca del borde del planeta; de un verde brillante, subido, mucho más vivido que el del propio Urano. Se arrastró hacia el telescopio y examinó el área de un modo febril. Nada en absoluto. Nervios otra vez. Si el Enemigo estuviera mucho más cerca que a un minuto luz, Jackson lo espiaría y daría aviso. El pensamiento de Grunfeld retrocedió a las circunstancias que habían traído el Prospero (entonces no era más que el Mercury One) aquí afuera.
II
Cuando estalló la Primera Guerra Interestelar, las flotas espaciales de las naciones de la Tierra apenas habían empujado sus exploraciones más allá de la órbita de Saturno. Excepto por las naves de la Guardia de Meteoros Internacional, los vuelos espaciales eran todavía una empresa bélica de Norteamérica, Rusia, Inglaterra y las otras grandes potencias.
Durante los primeros meses la ventaja estaba totalmente con los tenues cruceros negros del enemigo, los cuales tenían una antigravedad que les permitía acercarse a los planetas sin entrar en órbita; y un asustador grado de control sobre la luz misma. Realmente, su arma principal era un compacto rayo de luz visible, un denso punzón fotónico con un efectivo alcance de varios diámetros de Júpiter en el vacío. También usaban luz visible, con la verde franja, para comunicación, como los hombres usan la radio, a veces difundiéndola y a veces radiándola flojamente con extrañas imágenes abstractas que parecían ser parte de su lenguaje. Sus naves inmunes a la gravedad marchaban a reacción con chorros fotónicos cuya impermeabilidad los hacía invisibles excepto cerca del Sol, donde contribuían a ionizar electrónicamente sucios volúmenes de espacio. Era probablemente esta efectiva invisibilidad, fundamentada en el control de la luz, que les permitía penetrar en el sistema solar a un punto de profundidad tal como la órbita de la Tierra sin ser descubiertos, más bien que alguna capacidad para viajar en el tiempo o el subespacio, como se supuso primero. Los hombres de la Tierra sólo podían barruntar la aparición física del Enemigo, puesto que no se hacían prisioneros en ninguno de los dos lados.
A pesar de su impresionante juego de maniobras y su potente armamento, el Enemigo era extrañamente temeroso tocante a atacar a planetas vivos. No mostraba miedo de los grandes planetas de gases, en efecto acercándose mucho a sus turgentes superficies, como si tuviera algún medio para conseguir combustible de ellos.
Cerca de la Tierra la primera táctica de los cruceros negros, después de destruir Lunostrovok y Circumluna, fue rondar detrás de la Luna, como si compartiera la trabazón de la marea; circunstancia que llevó a una salida de la Flota Unida de la Tierra, exceptuando a Inglaterra y Suecia.
En la totalmente desastrosa Batalla del Lejano Lado, que fue visible en parte para los miradores a simple vista en la Tierra, la Flota Unida fue aniquilada. Ninguna nave enemiga fue apresada, abordada, o seriamente dañada; excepto por una que, aparentemente por casualidad, fue golpeada por un antiproyectil con punta de fisión y después de la ráfaga comenzó a «arder», significando con ello que sufrió una lenta y sorprendente disgregación, acompañada de un deslumbrante e iridiscente despliegue de radiación visible. Esto fue antes que fuera advertida la «estupidez» del Enemigo en cuanto a pequeños proyectiles atómicos, o su alergia a ciertas franjas de ondas de radio, y también antes que los telépatas terrestres empezaran a afirmar haber establecido oscuro contacto con las mentes del Enemigo.
Subsiguientemente al Lejano Lado, el Enemigo entró en actividad, acosando a las naves espaciales de la Tierra hasta Mercurio y Saturno, si bien todavía mostrando gran cautela en la maniobra y no efectuando ningún directo ataque sobre los planetas. Era como si una raza de marinos fuertemente armados hundieran a todos los barcos que iban por el océano o los impelieran hacia el puerto, pero no efectuaran ningún acometimiento más allá de la línea de la costa. Por un año entero la Tierra, aun cuando su parte terrestre y los astilleros de los satélites estaban furiosamente activos, no tuvieron ningún vehículo en el profundo espacio, con una sola excepción.
En el primer ímpetu de la Guerra una flota de cinco bases móviles de la Fuerza Espacial de los Estados Unidos estaba en órbita hacia Mercurio, donde se había proyectado que ocuparan posiciones en los satélites con antelación a la exploración y la explotación mineral del pequeño planeta marchito por el Sol. Estas cinco naves, cada una con una flaca tripulación de cinco hombres, eran esencialmente estaciones espaciales Ross-Smith con una transmisión solar, montadas en el espacio y destinadas únicamente a vuelos interespaciales dentro de la órbita de la Tierra. Un enorme espejo paraboloide, cuyo diámetro era de cuatro veces la largura del casco de la nave, sobrecalentaba su foco el hidrógeno que era expelido como un plasma a una alta velocidad de escape. Cada nave, además, llevaba un giratorio equipo de radio-radar montado sobre dobles brazos de rejilla y transportaba como lancha de la nave un volador de combustible químico para dos hombres, adaptable como torpedo con punta de fusión.
Después del Lejano Lado, a esta flota «de lata» se le ordenó que omitiera a Mercurio y, virando sobre el Sol, formara una órbita para Urano, principalmente porque ese remoto planeta, efectuando su vuelta alrededor del Sol en 84 años, estaba corrientemente en el opuesto lado del Sol para los cuatro planetas interiores y los dos más cercanos gigantes de gases Júpiter y Saturno. En las vacías regiones del espacio la relativamente inerme flota pudiera quizás escapar a la atención del enemigo.
Sin embargo, mientras estaba todavía apresurando la marcha hacia el Sol para un máximo empuje, la flota recibió información de que dos cruceros del Enemigo estaban en seguimiento. Las cinco naves se lanzaron hacia adelante con toda la velocidad posible, sacando la alta eficiencia de la transmisión solar cerca del Sol y gastando todo el hidrógeno y la mayor parte del material apto para ser vaporizado, incluyendo algunos de los tanques de ligero metal para almacenaje de hidrógeno; como un viejo buque de vapor que quemara el equipo de cabina y las cabinas mismas para ganar una carrera. Gradualmente el curvo curso que habría necesitado años para alcanzar el planeta exterior se igualó, transformándose en una hipérbola que haría el viaje en 200 días.
Dentro de la faja del asteroide los cruceros perseguidores se desviaron para juntarse en la decisiva Batalla de los Troyanos contra la, en gran parte nueva, más fuerte y juiciosamente armada Flota Unida de la Tierra; una batalla que resultó ser sólo un preludio para la conclusiva Batalla de Júpiter.
Mientras tanto, la flota de las cinco naves avanzaba velozmente, la transmisión solar enteramente inútil en esta oscura región, aun cuando podría haber amontonado la requerida hirviente masa de expulsión para retardar el vuelo. Las semanas se convertían en meses. A las naves se les cambió el nombre, poniéndole nombres de los satélites del planeta hacia el cual se dirigían. Al menos la trayectoria de la flota había sido exactamente fijada.
Casi con una carrera de colisión se acercaba a Urano un globo de misterioso núcleo y frío gas, de 32,000 millas de anchura, que se deslizaba por el espacio a través del curso de la flota a unas tardas cuatro millas por segundo. Ahora la flota estaba corriendo a una velocidad de 100 millas por segundo. Al otro lado de Urano estaba sólo la noche interestelar, dentro de la cual la flota inevitablemente desaparecería…
A menos…, se dijo Grunfeld, a menos que la flota mudara la velocidad chocando con la masa gaseosa de Urano. Esta idea de enfrenamiento atmosférico en gran escala había parecido posible a la primera sugerencia, medio año ha; era un poco parecido a un hombre que cayera de un monte o de un avión y salvara la vida dando en una gran espesura de ligera y recién caída nieve.
Suponiendo que el chorro solar diera resultado aquí y la nave tuviese la masa de reacción, Prospero podría haber mudado su actual velocidad en cinco horas, decelerando sobre una cómoda uniforme gravedad.
Pero concediéndole 12.000 millas de viaje en línea recta a través de la fría y densa atmósfera de Urano —y eso pudiera ser acercarse mucho a los mares de metano que cubren el hipotético núcleo mineral del planeta—, el Prospero tendría dos minutos para mudar la velocidad.
Dos minutos, en una gravedad de 150.
Los hombres habían aguantado gravedades de 40 y 50 por unos segundos.
Pero por dos minutos… Grunfeld se dijo que la única manera segura de perecer sería chocar con una parte de la flota del Enemigo. Según un cálculo, el casco de la nave se fundiría por el calor de la fricción en 90 segundos, a pesar de la baja temperatura de la rozante atmósfera.
La estrella que Grunfeld había estado esperando tocó el brumoso borde de Urano. Grunfeld retrocedió hacia el ocular del telescopio y empezó a rastrearla mientras el hidrógeno del pálido planeta alteraba su diamantada brillantez.
III
En la cabina de a popa, el flaco y velloso Croker sujetó otra manta alrededor del atezado Jackson mientras éste se estremecía. Luego Croker encendió una pequeña luz a la cabecera de la hamaca.
—Al capitán no le gustará eso —observó tranquilamente el rechoncho y pálido Ness desde el sitio donde flotaba en agachada posición al otro lado de la cabina—. El enemigo puede percibir un destello de nuestra luz, dice el capitán, a diez millones de millas de distancia.
Balanceó los codos para producir un calor moderado y su cuerpo se bamboleó en reacción semejante a la de un renacuajo.
—Y Jackson oye pensar al Enemigo… y Heimdall oye crecer la hierba —comentó Croker con una áspera y frenética risa—. No es un enemigo para un billón de millas, Ness. —Se lanzó a popa desde la hamaca—. No hemos visto su luz verde desde la órbita de Saturno. No hay lugar posible para ellos.
—Hay el lejano lado de Urano —señaló Ness—. Eso está a menos de diez millones de millas ahora. A ocho. Un sólo día. Podrían estar allá.
—Sí, esperando para tendernos una emboscada mientras pasamos velozmente camino de la eternidad —Croker rió entre dientes mientras se encogía frente a la portilla de la popa, perdiendo impulsión—. Eso es probable, ¿no?, cuando no tuvieron tiempo para nosotros allá atrás en la Faja.
Miró ceñudo al menudo y blanco sol, un disco no mayor que Venus, pero sin embargo de cien veces tanta luz como la Luna llena derrama de él, demasiada luz para mirarla cómodamente. Empezó a cerrar la cubierta interior sobre la portilla.
—No haga eso —opuso Ness, sin convicción—. No hay mucho calor dentro pero hay un poco. —Estrechó los codos y tembló—. No recuerdo haber estado caliente desde la órbita de Marte.
—El sol me desespera —dijo Croker—. Es como mirar a una luz de arco por el agujero de un alfiler. Es como una alta, alta luz de una cárcel en un frío patio de cemento. Las estrellas son las partes más brillantes del alambre de púas. —Continuó tapando el sol.
—¿Estuvo alguna vez en la cárcel? —preguntó Ness.
Croker hizo una mueca.
Con el tropismo de un pez, Ness empezó a remar hacia la pequeña luz de la cabecera de la hamaca de Jackson, moviendo las manos desde las muñecas igual que aletas de foca.
—Tengo algo contra el sol —dijo sosegadamente Ness—. Está apagando la radio. Me gustaría que recibiésemos un mensaje más de la Tierra. No hemos probado a aparejar el espejo para captar las ondas de la radio. Me gustaría oír cómo ganamos la batalla de Júpiter.
—Supuesto que la ganásemos —dijo Croker.
—Los telescopios no muestran ya luz verde alrededor de Júpiter —le recordó Ness—. Contamos 27 arco iris sobre los cruceros del Enemigo, «ardientes». El capitán comprobó el cómputo.
—Repito: supuesto que la ganásemos —Croker dio un impulso a su cuerpo para avanzar y derivó otra vez hacia la hamaca—. Si hubo un mensaje de real victoria lo harían llegar, aun cuando el sol sirviera de estorbo y necesitase tres horas para alcanzarnos. Los que ganan, grita.
—De un modo u otro, debiéramos recibir la noticia pronto de la estación de Titania —dijo Ness, encogiéndose de hombros mientras remaba—. Estarán informados.
—Si están todavía con vida y hubo alguna vez una Estación de Titania —rectificó Croker, empujando el aire violentamente para pararse mientras se acercaba a la hamaca—. Mire, Ness, sabemos que la Primera Expedición a Urano llegó, Al menos hicieron resaltar sus destellos. Pero eso fue tres años antes de la Guerra y no tenemos ninguna idea de lo que les haya ocurrido desde entonces y si en modo alguno se las arreglaron para establecer equipos domésticos en Titania, o Ariel u Oberón o siquiera en Miranda o Umbriel. Al menos si construyeron una estación que podía recoger a la Tierra, no se me ha informado. Lo cierto es que el Prospero no ha tenido noticia de nada… y nos estamos acercando.
—No quiero discutir —dijo Ness—. Aun cuando las recojamos, serán sólo palabras de salutación —hola, adiós— con acaso un intervalo para una noticia sobre la batalla.
—Y de unos tantos marcados en el fútbol y una breve carta de casa, diez segundos por hombre mientras la estación se debilita —Croker frunció el ceño y añadió—: Si el capitán se hubiera avenido a mi proyecto, dos de nosotros de cualquier modo podíamos habernos apeado de este tren expreso en Urano.
—Dígame cómo —pidió secamente Ness.
—¿Cómo? Una de las lanchas de la nave. Sustituir la punta de fusión con la cabina. Meter todo el combustible químico en los depósitos en vez de dividirlo entre la nave y la lancha.
—No tengo el talento que tiene Copperhead para las matemáticas, pero sé restar —dijo Ness, refiriéndose al robot de pilotaje del Prospero—. Enteramente provista de combustible, una de las lanchas tiene una variación de velocidad máxima en libre caída de 30 millas por segundo. Usémosla toda con el frenado y sólo se habrá sustraído 30 de 100. La lancha está todavía marceando más allá de Urano y saliendo del sistema planetario a una velocidad de 70 millas por segundo.
—Usted no ha oído todo mi proyecto —dijo Croker—. Se ponen medianos depósitos en la lancha y se los remata con el combustible de las otras cuatro lanchas. Luego tenemos 100 millas de frenado y una reserva para maniobras, Sólo hay que echar 90 millas, de cualquier modo. Diez millas por segundo es la aproximada velocidad circumuraniana. Éntrese en la órbita circumuraniana y espérese a que Titania envíe su «jeep» para recogerle a uno. Se debe empezar la maniobra con cuatro horas en este lado de Urano, sin embargo. Lleva ese tiempo a la gravedad, efectuarla.
—Ingenioso —convino Ness—. Especialmente lo del «jeep». Pero me alegro lo mismo de que tengamos el 70 por ciento del combustible químico en los depósitos de las naves en lugar de las lanchas. Estamos en una tan certera carrera hacia Urano —Copperhead realmente obró un milagro trazando nuestra órbita— que quizás necesitemos un empujón oblicuo para errarlo. Si pegáramos en esa fría masa de hidrógeno a nuestra velocidad de 100 millas por segundo…
—A pesar de eso, podíamos haber descendido una pareja de nosotros —dijo Croker, encogiéndose de hombros.
—El capitán tiene que cuidar de toda la flota —dijo Ness—. Usted está empezando a discutir, Croker, como si fuera Grunfeld.
—Pero si en la Estación de Titania están con vida, una pareja de hombres soltada haría a la flota algún bien. Incitando a Titania a hacer llegar un mensaje a la Tierra y disponer que una nave de recuperación y socorro, de una velocidad realmente grande, saliera en busca de nosotros. Supuesto que hayamos ganado la Guerra.
—Mas la Estación de Titania está extinta o nunca existió, y no hay por qué hablar del «jeep». Y hemos perdido la Batalla de Júpiter. Usted mismo lo ha dicho —afirmó solemnemente Ness—. El capitán tiene que cuidar de toda la flota.
—Sí, de esta manera él se mata agitándose y el resto de nosotros morimos de vejez en las cercanías del sistema solar. ¡Únanse a la Fuerza Espacial y visiten las estrellas! Ness, ¿sabe usted cuánto nos llevaría llegar a la estrella más cercana —excepto que no nos dirigimos hacia ella— a nuestra velocidad de 100 millas por segundo? ¡Ocho mil años!
—Eso es matar mucho tiempo —dijo Ness—. Juguemos al ajedrez.
Jackson suspiró y los dos miraron prontamente al atezado rostro sin arrugas por encima del ovillo, pero los labios no volvieron a agitarse, ni tampoco los párpados.
—¿Cree que Jackson sabe qué aspecto tiene el Enemigo? —dijo Croker.
—Lo creo —dijo Ness—. Cuando habla de ellos es como si fuera su intérprete. ¿Qué me dice de la partida de ajedrez?
—Bien. Caballo para Rey y Alfil Tres.
—Humm. Caballo para Rey y Caballo Dos, Tercer Piso.
—Eh, quería decir ajedrez plano, no de tres D —objetó Croker.
—¿Ese raro y viejo juego? En cuanto empiezo a tener la posición realmente ordenada 7 clara en la cabeza la partida ha acabado.
—No deseo empezar una partida de tres D con Urano sólo a 18 horas de distancia.
Jackson se meneó en la hamaca. Sus labios se movieron.
—Ellos… —susurró, Croker y Ness inmediatamente le miraron—. Ellos…
—Me pregunto si está realmente dentro de la esfera mental del Enemigo —dijo Ness.
—Cree que habla por ellos —respondió Croker.
En el instante siguiente sintió un toque de aviso en el brazo; y mirando al través, vio unos oíos de oscuros cercos en un rostro de anguloso cráneo bajo una mellada gorra de deslucida visera. Maldito sea, pensó Croker. ¿Cómo es posible que el capitán siempre sabe cuándo Jackson va a hablar?
—Nos están esperando en el otro lado de Urano —susurró Jackson. Sus labios temblaron, esbozando una sonrisa, y su voz se hizo un poco más fuerte, aun cuando los ojos permanecieron cerrados—. Nos están dando la bienvenida, son nuestros hermanos. —La sonrisa se extinguió—. Pero saben que tienen que destruirnos, saben que tenemos que perecer.
La hamaca con su asiento de tirante faja empezó a escabullirse. Croker y el otro trataron de asirla. El capitán se había separado con impulso, e iba en dirección a la escotilla que conducía adelante.
Grunfeld estaba perdiendo la nueva estrella a 2.200 millas hacia el interior de Urano y entonces observó los dos verdosos destellos fulgurando entre ella y el borde del planeta. Cada destello estaba rodeado de un fugaz cerco de un verde subido, semejante a un halo de neblina. Creyó que tendría miedo cuando volviera a ver ese brillo verde, pero lo que experimentaba era una fuerte agitación que lo hacía sonreír. Con ello llegó un ligero toque en el hombro. El capitán siempre sabe… pensó.
—Emboscada —dijo—. Por lo menos dos cruceros.
Cedió el ocular al capitán. Hasta sin el telescopio podía ver esas trémulas luces verdes increíblemente brillantes. Se preguntó si el Enemigo estaba ya atacando a la flota a través de Urano.
Las luces azules de los indicadores para Caliban y Starveling empezaron a fulgurar.
—Ellos lo han visto también —dijo el capitán.
Agarró el micrófono y sus siguientes palabras resonaron de un extremo a otro del «Prospero».
—¡Aparejen la nave para la órbita del montón de nieve! ¡Para la órbita del montón de nieve, con rapidez! Señor Grunfeld, junte a la flota.
—El capitán quiere decir que aparejemos los obenques, ¿no? —musitó Croker, a popa—. Que se aparejen los obenques y se monten los triquitraques en los voladores del Cuatro de Julio.
—Anímese —dijo Ness—. Hasta la retirada estratégica más larga de la historia tiene que finalizar alguna vez.
IV
Dieciocho horas después Grunfeld sintió un espasmo de miedo y rebelión fútiles mientras el traje de presión se cerraba como una pulposa planta carnívora sobre su narcotizado y cansado cuerpo. Sosiégate, se digo a sí mismo. Bonita cosa si uno urdía un alboroto, cuando ni siquiera Croker lo hacía. Pensó en cuarenta cosas que revisar de nuevo. Sosiégate, se repitió; la tarea se ha concluido; todo lo que importa está en los depósitos de la memoria de Copperhead, ahora, o estará tan pronto como hayan sido satisfechos los requerimientos del capitán.
El traje mantenía a Grunfeld erguido, los brazos a los costados; la mejor postura, excepto que estaba todavía de cara al frente, para apresar la alta gravedad, con tal que la nave misma no empezara a dar saltos. Unicamente las piezas de las mejillas y la visera no habían cercado su rostro; translúcidos pétalos del grueso de la mano aún abiertos. Sentía la delicada y firme presión de enfundadas puntas de dedos regulando las pulsaciones y contra las nalgas las frías y lisas bocas de las agujas hipodérmicas de chorro que lo mantendrían con drogas metronómicas durante el lapso de alta gravedad y con estimulantes cuando estuvieran en libre caída otra vez.
Podía mover la cabeza y los ojos sólo lo suficiente para identificar los trajes de Croker y Ness a uno y otro lado de él y ver sus ondeantes perfiles por entre las salientes y caliginosas piezas de las mejillas. Adelante, a la izquierda, estaba Jackson sólo el dorso de su traje, como una atezada figura de nieve que estuviera atenta a la voz de mando, ribeteada de un claro matiz aceitunado por el fuerte brillo de Urano.
Y a la derecha el capitán, las piernas ajustadas pero la parte superior del cuerpo todavía inclinada a un lado mientras él revisaba el monitor del traje con su reluciente botón azul y los controles manuales que estarían bajo sus manos durante la maniobra.
Más allá del capitán estaba la rodela espacial, el cuarto inferior de ella todavía oscuridad y estrellas, pero los tres cuartos superiores llenos del embestidor verde claro moteado del planeta que ahora tenía la suavizada magnificencia de mojada seda. Estaban tan cerca que el borde apenas mostraba curvatura. La atmósfera debía tener un excesivo grado de presión, pensó Grunfeld, o estarían ya sintiendo disminuir la velocidad. Esa sustancia de delante se parecía más al agua que a ninguna clase de aire. Le incomodaba que el capitán estuviera aún con el traje medio puesto.
Debiera haber actividad y voceadas órdenes, pensaba Grunfeld, para llenar estos últimos tensos minutos. Ordenes finales a la flota, cubiertas de portillas que fueran cerradas con viveza, alguien que hiciera un cálculo sobre el lanzamiento de los torpedos. Pero el último mensaje había pasado a la flota minutos ha. Los pilotos robots estaban instruidos para seguir al «Prospero» e imitar, nada más. Y todo el resto dependía de Copperhead. Sin embargo…
—Capitán —dijo Grunfeld con vacilación, humedeciéndose los labios—. ¿Capitán?
—Gracias, Grunfeld. —El capitán apresó el borde de la replicante sonrisa oculta bajo las piezas mecánicas—. Empezamos a encontrar hidrógeno —prosiguió la tranquila voz—. La temperatura de la cáscara delantera ha llegado a 9 grados Kelvin.
Al otro lado del benévolo cráneo, un gran pedazo del borde de Urano brilló con un fulgor de un verde subido. Como si se hubiese requerido ese final estímulo, Jackson empezó a hablar lentamente a través del envolvente traje.
—Todavía nos están dando la bienvenida y lamentándose por nosotros. Empiezo a percibirlo un poco más ahora. Su nave es una cosa y ellos son otra. Su nave se muere de miedo de nosotros. Nos detesta y lo único que sabe hacer es destruirnos. Ellos no pueden pararla, son aún menos que pasajeros…
El capitán tenía el traje enteramente puesto ahora. Grunfeld experimentó una tenue palpitación y sintió una acometida de aire frío. El sistema de refrigeración de la cabina había empezado a funcionar, conduciendo el calor del local hacia los brazos del enrejado. Destinados a protegerlos del calor solar, haría ahora cuanto pudiera contra el calor de la fricción.
El recto borde de Urano se estaba volviendo más brumoso. Hasta las estrellas más débiles brillaban a través de él, adornándolo con lentejuelas. Sonó un timbre y el segmento de un verde claro se redujo mientras los paneles de acero para protegerse de los meteoros empezaban a cerrarse en frente de la rodela espacial. Pronto hubo sólo una estrecha faja vertical de verde —verde subido, mientras que se reducía a una hebra— luego por unos segundos únicamente oscuridad excepto por los confusos glóbulos y semicírculos rojos y azules, justamente al otro lado del capitán, del tablero. En seguida se encendieron las amortiguadas luces interiores de la cabina.
—Ellos y sus naves vienen de muy lejos, del borde —zumbó Jackson—. Si esto es el continuo, ellos vienen del… discontinuo, donde no tienen estrellas sino otra cosa, y donde la gravedad es diferente. Sus naves vienen del borde, henchidas de temor, con las otras naves; y nuestros hermanos vinieron en ellas aun cuando no querían…
Y ahora Grunfeld creyó que empezaba a percibirlo; el primer débil temblor, menor que el estirón de una telaraña, de «peso».
La pared de la cabina se movió al través. El traje de Grunfeld había empezado a girar lentamente sobre un eje vertical.
Por un momento vislumbró el oscuro perfil de Jackson; la totalidad de los cinco trajes estaban girando en su armazón. Se cerraron en fija posición cuando los hombres que los llevaban estuvieron colocados de frente a la popa. Ahora al menos las retinas no se adelantarían en una disminución de la velocidad por la alta gravedad, o los espinazos se romperían por entre el tórax y el abdomen.
El aire de la cabina era frío en la frente de Grunfeld. Y ahora estaba seguro que sentía peso, quizás cinco libras de él. De repente la popa estuvo arriba. Era como si Grunfeld estuviera yaciendo de espaldas sobre la rodela espacial.
Un repentino y turbador estruendo penetró en su traje desde las viguetas que lo rodeaban. Grunfeld perdió peso, luego lo recobró y un poco más por añadidura. Se dio cuenta de que era el lanzamiento del torpedo, que había de pasar rasando por Urano en la alta capa de la atmósfera y en seguida torcer hacia dentro con el escaso combustible químico que les dejaría, dirigiéndose hacia el lugar del Enemigo. Imaginó el menudo chorro rojo por encima de la grande y resplandeciente planicie verde gris. Cuatro más serían lanzados de las otras naves, el débil aguijón de la flota. Como el de una abeja, no más que una, muriendo.
Las piezas de las mejillas y la pieza de la frente del traje de Grunfeld empezaron a cerrarse sobre su rostro como capas de flexible hielo.
—Ahora comprendo —voceó débilmente Jackson—. Su nave… —Su voz fue cortada.
La máscara de hielo de Grunfeld estaba cerrada apretadamente. Grunfeld sintió una pequeña oleada de vigor mientras el traje reportaba su respiración y enviaba a los pulmones un chorro de aire rico en oxígeno. Luego llegó un entumecimiento con hormigueo mientras el campo del traje progresaba, agregando una suplementaria protección contra la disminución de la velocidad para cada molécula del cuerpo.
Mas la pesadez estaba aumentando, Grunfeld estaba ora en la Luna… ora en Marte… ya de vuelta a la Tierra…
La pesadez era sofocante ahora, opresiva… como una montaña de invisible arena. Grunfeld vio una oscura almohada colgando en la cabina por encima de él a popa. Tenía una roja orla alrededor de ella. Crecía.
Hubo un silbido y una vibración. Todo cabeceo de una manera atormentadora, los caños de la nave rugieron; luego todo se restableció, o quizás no.
La oscura almohada cayó sobre Grunfeld, aniquilando la visión, aniquilando el pensamiento.
El universo era una oscura picazón, un ilimitado dolor flotando en una vasta inmensidad negra. Algo retrocedió y hubo un seco y caliente viento sobre las corcovas y arrugas entumecidas; el aire de la cabina sobre su rostro, juzgó Grunfeld; luego tembló y se sobrecogió al pensamiento de que estaba vivo y en libre caída. Su cuerpo no como una masa de hemorragias internas. ¿O quizás sí?
Grunfeld giró lentamente. Ese movimiento cesó. ¿Vértigo? ¿O eran los trajes que giraban hacia adelante otra vez? Si ellos realmente se habían movido…
Hubo un chirrido y un crujido. ¿La nave que se contraía después del calentamiento por la fricción?
Hubo un tenue hedor, como de amoníaco y formaldehído mezclados. ¿Unas cuantas moléculas uranianas impelidas más allá de las planchas metálicas rasgadas por la turbulencia?
Vio manchitas de un color rojo oscuro. ¿Las luces del tablero? ¿O las postreras llamas vacilantes de arruinadas retinas? Sonó un timbre. Grunfeld estuvo en expectativa, pero no vio nada. ¿Ciego? ¿O el resguardo de meteoros estaba estrujado? No sería extraño si lo estuviera. No sería extraño si las luces de la cabina estuvieran rotas.
El aire caliente que había secado su sudoso rostro descendía con ímpetu por el frente de su cuerpo. Agujas de dolor le pinchaban mientras él se echaba hacia adelante fuera de la superficie del medio abierto traje.
Luego vio la horizontal franja de estrellas que perfilaba la parte superior de la rodela espacial y debajo de ella el gran campo de un color negro parecido a la tinta, puramente convexo y vuelto hacia arriba. Ese debe ser, se dijo, el lado oscuro de Urano. No haciendo caso del dolor, Grunfeld se adelantó con empujones, libre ya del traje, y pasó más allá del traje del capitán, hacia la rodela espacial.
La vista era todavía la misma, aunque ensanchándose: estrellas arriba, una terciopelada y oscura planicie de bordes curvos debajo. Estaban acercándose a la órbita.
Un pulsante brillo de cambiante color, desde alguna parte, le mostró retorcidos postes de los enrejados de la radio. No había rastro del espejo en absoluto. Debió haber sido arrancado, o volatilizado completamente, con la furibunda turbulencia de la disminución de velocidad.
Las nuevas máximas mostradas en el tablero: Temperatura de la Cabina, 214 Fahrenheit; Temperatura del Casco, 907 Kelvin; Gravedad, 87.
Luego, en la parte superior de la rodela espacial, casi fuera del campo de visión, Grunfeld descubrió el origen del pulsante brillo: dos óvalos de aguda punta fluctuando brillantemente con todos los colores frente a los campos de pálidas estrellas, como dos fosforescentes peces muertos.
—Ciertamente lo he hallado al fin —dijo sosegadamente Jackson desde su sitio a la izquierda, su voz al cabo libre del tono de arrobamiento—. Las naves del Enemigo no eran naves en absoluto. Eran (no hay otra palabra para ello) animales del espacio. Siempre hemos creído que la vida era un privilegio de los planetas, que el espacio era inorgánico. Pero se pueden recorrer millas a través del desierto o andar leguas a través del mar antes que se advierta la vida y yo creo que con el espacio es lo mismo. De cualquier modo el Enemigo eran (¿y qué más puedo llamarlos?) ballenas del espacio. Ballenas espaciales sin inercia, procedentes del discontinuo. Ballenas espaciales que devoraban hidrógeno (ese es el único modo que conozco para decirlo) y escupían la luz para avanzar y hacer la guerra. Esas a las cuales hablé, nuestros hermanos, no eran más que sus parásitos.
—Eso es extravagante —dijo Grunfeld—. La totalidad de ello. La descripción de un niño.
—Ciertamente —convino Jackson.
—Silencio —dijo Ness detrás de Jackson, tocando botones.
La radio, marchando débilmente y con gemidos de estática, informó:
—La Estación de Titania llama a la flota. Tenemos «jeep» y podemos meterlo en órbita hacia ustedes. Los dos Enemigos han muerto: los últimos del Sistema. La Estación de Titania llama a la flota. Tenemos el «jeep» provisto de combustible y preparado para partir…
¿La flota?, pensó Grunfeld. Retrocedió hacia el tablero. Los primeros y últimos indicadores azules todavía lucían para Caliban y Starveling. Susurremos una oración, pensó, para Moth y Snug.
Otra cosa brilló sobre el tablero, algo que Grunfeld sabía que tenía que estar equivocado. Tres breves palabras: NAVE EN EJERCICIO.
El oscuro borde de Urano al frente de repente se avivó a lo largo de su extensión, la cual era muy ligeramente arqueada, como una porción de una gigantesca luna nueva. Un glóbulo se formó cerca del centro, se avivó, y entonces, de repente, el sol de patio de cárcel había salido y estaba brillando fríamente a través del pequeño hueco hacia el interior de los ojos de ellos.
Los hombres desviaron la vista de él. Grunfeld se volvió.
La austera luz mostró al capitán, todavía con el traje de presión puesto; la cabeza caída hacia adelante, ocultando las facciones del cubierto rostro. Examinando la caja del monitor del traje del capitán, Grunfeld discernió que estaba preparada para inyectar al capitán estimulantes de energía tan pronto como la Gravedad empezara a decaer de su máximum.
Se dio cuenta de quién había hecho la imposible tarea de sacarlos de Urano.
Pero el botón del monitor, que debiera haber lucido con un brillo azul, estaba tan oscuro como los del Moth y el Snug.
Ahora el hombre puede reposar, pensó Grunfeld.
Fin