HORAS DE ANGUSTIA EN EL RÍO
Publicado en
octubre 17, 2016
Drama de la vida real.
Aquella negra noche, en un tramo de la carretera, solitaria y cubierta de hielo, el auto en que viajaba la joven familia volcó y se precipitó en aguas glaciales.
Por Joseph Blank.
LA JOVEN sentía que los pulmones le estallaban por falta de aire mientras, con esfuerzos desesperados, trataba de escurrirse por la estrecha abertura de 30 cm. de la ventanilla del automóvil volcado. Ya fuera del vehículo, comprobó que el agua le llegaba al cuello. La temperatura del aire era de 20° C. bajo cero, y el viento, que soplaba a unos 60 k.p.h., le azotaba cruelmente el rostro. Sobre la superficie del agua asomaban a medias las ruedas y unos cuantos centímetros del chasis del automóvil. Y eso era todo.
Respirando con dificultad podía oír los gritos de sus hijos, atrapados aún en el interior del vehículo, pero Ben, su marido, no daba señales de vida. La señora se dijo: Tengo que volver a zambullirme, y ayudarlos a salir por la ventanilla.
Se sumergió y empezó a tantear en busca de la ventanilla contigua al volante, por la que ella había logrado salir. ¡La encontró cerrada! Presa de la desesperación, se zambulló varias veces, buscando la que estaba abierta. No se le ocurría que la corriente la había arrastrado río abajo y lo que palpaba era la ventanilla trasera y no la del conductor.
De pronto advirtió que los niños habían dejado de gritar. Aterida, confusa, se quedó inmóvil en el agua, que le calaba hasta los huesos, atenta al silencio que la rodeaba y sintiendo que el frío le helaba el rostro. Estaba sola. ¡Dios mío, no quiero seguir aquí tan sola! ¡Quiero estar con los míos! Pero es necesario hacer algo. Es preciso que alguien se entere de lo que pasa.
Anduvo alrededor del auto y se encaramó trabajosamente por la ribera de tres metros de altura, hasta topar con una cerca de alambre de púas. Se deslizó por debajo de ella, y entonces vio que se hallaba en la orilla opuesta a la carretera. Volvió a meterse bajo la cerca y ya descendía por la ribera cuando se torció el tobillo y cayó al suelo.
Al incorporarse descubrió, cosa absurda, que las luces intermitentes del coche seguían encendiéndose y apagándose bajo las oscuras aguas del río. Están perdidos, mis cuatro hijos adorados. Y Ben. También él ha muerto. ¿Qué objeto tiene seguir viviendo?
HIELO EN EL PUENTE
La familia Roberts había celebrado alegremente el tradicional Día de Gracias. Ben, de 31 años de edad, hombre entusiasta, de complexión delgada y cabellos negros, trabajaba diligentemente para la Compañía General de Equipos Eléctricos y era ya tiempo de que le concedieran unas vacaciones, pues no había tenido muchas oportunidades de convivir con sus hijos: Kristin, de ocho años de edad; Karol, de siete; Jack, de cinco; y Sally, de 22 meses; así pues, ansiaba salir de viaje con toda la familia.
Ben acariciaba otro proyecto cuando volvió a su casa, situada en Twin Falls (Idaho), al anochecer del martes 21 de noviembre de 1972. "Quisiera ir a visitar la tumba", le dijo a Phyllis, su mujer, guapa rubia de 29 años de edad. Varios años antes, cuando la pareja vivía en San Diego (California), habían perdido un niño de tierna edad. "Los chicos tienen unos días de vacaciones. Vamos allá".
Así pues, la familia fue a ver la tumba, y luego pasó cuatro días felices visitando a algunos amigos, volviendo a los sitios donde en otras ocasiones habían disfrutado de meriendas campestres y juegos en la playa. El domingo por la mañana emprendieron el largo viaje de regreso a casa. Hacia las 9:45 de la noche Ben cedió el volante a su esposa a la vez que le decía: "Despiértame cuando lleguemos a Jackpot. Yo conduciré desde allí hasta casa". Jackpot, pequeña población donde hay varios casinos de juego y por la que atraviesa la Carretera 93, a la altura de la línea divisoria entre los Estados de Idaho y Nevada, queda a una hora en automóvil de Twin Falls. Ben se durmió. Sally, acurrucándose contra él, hizo lo mismo. Los otros tres chicos dormían en el asiento trasero.
Cuando el coche iba a tres kilómetros al sur de Jackpot, Phyllis notó que algo pasaba al tomar el puentecito que cruza el río Shoshone. En efecto, los viajeros habían alcanzado un tramo del camino cubierto de "hielo negro", liso como el cristal y difícil de ver, por lo que el auto patinaba.
Ben despertó al sentir que el automóvil resbalaba como una pastilla de jabón mojada, de un carril a otro de la carretera, y asió el volante. El vehículo se precipitaba hacia el río, que en ese punto sigue paralelo al camino. Ben exclamó: "¡Vamos a chocar!" a la vez que se inclinaba sobre Sally para protegerla con el cuerpo. Phyllis, por su parte, pensó: ¡En la que he metido a los niños!
El auto se lanzó ribera abajo, chocó contra una peña, volcó y quedó ruedas arriba en mitad del Shoshone, que allí tiene nueve metros de anchura. Phyllis se asió de pies y manos a lo que pudo. El agua entraba en el coche, inundando el interior, y los niños lloraban a gritos. Ben no daba señales de vida. Phyllis forcejeó desesperadamente con la cerradura de la puerta, pero ésta no cedía un ápice. "¡Ben!" gritó ella. "¡Hay que salir de aquí!" El agua subía de nivel dentro del auto; los niños seguían gritando. Phyllis sacudía otra vez la portezuela. Esto no puede acabar así, se dijo. Hizo una nueva y profunda aspiración y trató de mover la manivela de la ventanilla. El cristal bajó un poco y la mujer consiguió deslizarse afuera por la abertura. Se dio impulso para ponerse en pie en el agua y aspiró una bocanada de aire helado.
"¿DÓNDE ESTÁN LOS NIÑOS?"
Ben perdió el conocimiento durante breves instantes a causa del choque contra las rocas y oyó débilmente los gritos de Phyllis. Ben estaba tragando agua y comprendió que se ahogaba. Voy a morir. Mi familia se está ahogando. Esto es el fin. ¿Por qué? Y, dándose por vencido, se resignó a la muerte.
Pero en ese momento oyó el llanto de un niño. Sus hijos necesitaban ayuda y él tenía que hacer algo. Tomando a Sally bajo un brazo, pasó con dificultad al asiento trasero. Palpó los cuerpos de los chicos. De pronto había sacado la boca fuera del agua. Tuvo un acceso de tos y luego inhaló aire. Sintió que unas manos se aferraban a su rostro, que le tiraban del pelo. La oscuridad era absoluta. Sally le gritaba cerca del oído. Ben pensó: Puedo respirar. Estamos vivos. Por suerte, el agua no había llegado a aquella esquina del interior del coche. Y a continuación se dijo: Phyllis no está aquí.
—Kristin —ordenó a su hija mayor—, dame las manos. Eso es. Toma a Sally y sosténle la cabeza fuera del agua. Voy a ver qué puedo hacer para salir.
En eso, Jack gimió:
—No puedo levantarme, papá. Tengo mucho frío. Quisiera sentarme.
—No debes hacerlo, hijo. Te ahogarías. Karol, no sueltes a Jack; no dejes que se siente.
Ben volvió a meterse en el agua y avanzó tanteando hacia la parte delantera del vehículo. Con las manos tocó una forma blanda e inerte, entre el árbol de dirección y el pedal del freno; tiró de ella, pero no logró moverla. Es Phyllis. Está muerta. Ben sintió que se le desgarraba el corazón. (Lo que confundió con el cuerpo de su esposa no era en realidad más que una almohada.) Tengo que abandonarla; rni primer deber es tratar de auxiliar a los niños.
Al volver a la parte trasera del auto, Ben aspiró varias veces y se zambulló de nuevo en el agua; tanteó en torno y tiró del seguro de la portezuela posterior. Luego hizo girar la cerradura y al mismo tiempo empujó con el hombro. La puerta cedió.
Asiéndose al marco, Ben se impulsó hacia la superficie. Descubrió entonces la silueta de Phyllis en la ribera. No puede ser. ¡Su cadáver está en el coche!
En ese momento lo vio su esposa. —¡Ben! —le gritó— ¡Los niños! ¿Dónde están los niños?
—Están perfectamente. Ven a ayudarme.
—No puedo ponerme en pie —repuso la joven.
Ben volvió a sumergirse, metió el brazo en el auto y sacó a Sally. Fue hasta la orilla y puso a la niña en brazos de su mujer. A continuación hizo lo mismo con Kristin, Karol y Jack. La madre reunió a los chicos detrás de unas matas. Los niños lloraban de frío, y la ropa se les estaba poniendo tiesa. Phyllis temía que en poco tiempo se les congelaran las manos y los pies.
—No permanezcan quietos —les decía la madre—. Palmoteen; golpeen el suelo con los pies. Jack, ¿por qué no palmoteas? ¡Vamos! ¡A moverse todos!
—¡No puedo, mamá! —gritaba Kristin angustiada— ¡Nos vamos a morir de frío!
—¡Claro que no! —repuso su madre— Dios nos sacó del auto con bien, y no permitirá que nos helemos.
UNA APARICIÓN EN EL CAMINO
Una vez que los niños estuvieron a salvo al lado de Phyllis, Ben, vadeando a medias, y a medias a nado, atravesó el río y se encaramó por la ribera hasta la carretera. Iba descalzo, temblaba sin poder contenerse y sentía náuseas por el agua que había tragado. Volvió la mirada hacia el norte y hacia el sur, con la esperanza de ver las luces de algún automóvil. Pero no; la carretera estaba desierta.
Iba y venía nerviosamente, tratando de ordenar sus pensamientos, mientras la ropa se le congelaba. ¿Convendría esperar a que pasara algún coche? ¿Cuánto tiempo? ¿No sería preferible ir hasta Jackpot a pedir ayuda? ¿Cuánto tardaría? ¿Podría siquiera llegar?
Avistó entonces, hacia el sur, los puntos gemelos de los faros de un automóvil. "¡Allí viene un coche!" gritó Ben a su mujer y a sus hijos. De pie en medio de la carretera, mantenía la mirada fija en las luces que se acercaban; el corazón le saltaba en el pecho y el frío lo hacía estremecerse hasta los huesos. Cuando el auto se hallaba a unos 30 metros del puente, comenzó a gritar, a saltar y a agitar los brazos. El coche pasó de largo velozmente.
Aturdido, Ben vio alejarse las rojas luces posteriores, y no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas de desesperación, mas le pareció que las luces se detenían para desaparecer luego momentáneamente. Y brilló el rayo de unos faros que se dirigían hacia él. "¡Ya vuelve!" gritó Ben.
Era una furgoneta Volkswagen que conducía Leonard Braden; lo acompañaba su esposa, Gail. Ambos eran maestros de escuela en la población de Pocatello (Idaho) y regresaban a casa de visitar a unos parientes suyos en California. Braden acababa de notar que los neumáticos de su vehículo resbalaban al cruzar el puente del Shoshone, cuando divisó una extraña silueta, cuya ropa despedía reflejos y cuyos cabellos le colgaban de la cabeza como estalactitas. Preocupado por lo resbaladizo de la carretera, Braden dejó que el vehículo siguiera su marcha hasta donde terminaba el tramo congelado. Dudó unos instantes si debía hacer caso omiso del hombre que se cruzó en el camino o detenerse. Entonces despertó a su esposa. "Me parece que acabamos de dejar atrás a un hombre en apuros", le dijo. "Volveremos allá".
Regresó hasta donde estaba Ben, bajó el cristal de la ventanilla y asomó la cabeza. En efecto, de aquel hombre colgaban cabellos congelados. El desdichado lloraba y parecía estar ebrio. Abría la boca para hablar, pero sólo emitía palabras incoherentes. Braden creyó oír que decía "esposa", "hijos". Y entonces descubrió el auto volcado en medio de la corriente. "¿Hay alguien en ese coche?" preguntó.
Ben movió la cabeza negativa mente y se lanzó en seguida ribera abajo, sin advertir que las piedras le cortaban los pies. Tras él descendió Braden. Ben vadeó el río tres veces y llevó un chico a la espalda en cada ocasión. Braden, en la orilla, le fue pasando los niños, que lloraban desesperadamente, a su mujer, quien los instaló en la parte trasera de la furgoneta y allí lo cubrió con abrigos y sacos de dormir. Al tomar en brazos a Jack, la señora Braden notó que crujían los pantalones congelados del niño.
UN DON PRECIOSO
Ben debió entonces cruzar el río por última vez para acudir en ayuda de su esposa, que tenía en brazos a la nena. Se metió en el agua, tropezó y se hundió. No puedo más, se dijo. En contraste con el aire gélido, el agua se sentía cálida y confortante.
Al ver lo que pasaba, Phyllis, a pesar del tobillo que se había dislocado, se lanzó a vadear la corriente, alzando en alto a Sally. Braden bajó hasta el río para ir al encuentro de la joven y la alivió de la carga de la niña. Phyllis regresó entonces al lado de su marido, lo asió de los brazos y gritó: "¡Ben!" Éste se levantó con gran esfuerzo y, arrastrándose, subió por la ribera detrás de su mujer.
Durante el recorrido de tres minutos hasta Jackpot, nadie profirió palabra ni hizo ruido alguno, salvo Ben, que sufrió un violento acceso de náuseas. ¡Gracias a Dios que me detuve!, pensaba Braden.
El dueño de la furgoneta paró en un modesto hotel junto a un casino. Algunos parroquianos y empleados se dieron prisa a acomodar a los Roberts en las habitaciones, encendieron la calefacción y llenaron de agua caliente las bañeras para los niños. De pronto la familia vio aparecer ropa limpia y seca, y por fin llegó una ambulancia que los trasladó a un hospital de Twin Falls, donde el médico de cabecera procedió a atenderlos. Ninguno de ellos tuvo necesidad de asistencia médica, con excepción de Phyllis, a quien le entablillaron el tobillo.
A las 4:30 de la madrugada los chicos dormían ya plácidamente en sus camas. Ben y Phyllis, sentados a la mesa de la cocina, saboreaban una taza de café caliente, mirándose uno a otro, tratando de explicarse lo que había ocurrido, y lo que estuvo a punto de suceder.
—Por un momento pensé que te habías ahogado —comentó Phyllis.
—Yo creí haberte perdido —repuso Ben con sollozos de gratitud.
Pocas horas después la familia se levantaba y entraba en actividad por toda la casa. Kristin y Karol insistían en ir a su escuela de primera enseñanza, y Jack rogaba una y otra vez que lo llevaran a la de párvulos. Aunque el padre estaba maravillado del poder de recuperación de sus hijos, quería retenerlos en casa para complacerse en mirarlos. Los niños, sin embargo, vieron satisfechos sus deseos. Y, mientras Phyllis deambulaba por la casa con paso torpe, no podía menos que sonreír, pues Sally la seguía, gritando: "¡Mamá! ¡Palmotea!"
Unas horas antes los niños habían tenido que batir palmas para evitar congelarse. Pero Phyllis palmoteaba en ese momento por una razón muy distinta. Había comprobado la fragilidad de la vida. Tras de perder a su familia, la había recuperado. Y supo que aquel día había sido inapreciable.