BIENHECHOR DE LOS PRIMITIVOS EN FILIPINAS
Publicado en
octubre 18, 2016
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En la segunda visita que hizo Elizalde a los tasaday. Él y un joven de la tribu en conversación con los aborígenes.
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En las inexploradas selvas de Filipinas un joven millonario arriesga la vida y da su fortuna para salvar de la extinción a un millón de aborígenes.
Por Christopher Lucas.
ESQUIVANDO negros nubarrones de tormenta, el helicóptero desciende hasta rozar la selva húmeda o hidrofítica de Filipinas, franquea un espinazo de rocas afilado como una navaja, y luego aterriza en un claro del bosque, 300 metros más abajo. Un hombre de corta estatura y cabellos rizados, tocado con una ajada gorra de timonel de yates, salta de la cabina y sale agachándose para evitar los estruendosos rotores. De pronto, de todos lados, enarbolando machetes y escopetas, surgen unos 300 indígenas de la primitiva tribu manobo que se aglomeran para saludar afectuosamente a su visitante. "Tao Bung! Tao Bung!" gritan jubilosos. "Tao Bung (que significa el hombre bueno) ha llegado!"
La situación escapa a todas luces de lo ordinario. Manuel (Manda) Elizalde, hijo, de 35 años, educado en la Universidad de Harvard, es un multimillonario filipino. Pero lo más importante en él es que se ha constituido en campeón y protector de la población minoritaria de primitivos de su país.
Cuando Filipinas conquistó su independencia de los Estados Unidos, en 1946, enjambres de filipinos ávidos de tierras empezaron a instalarse en las zonas vírgenes de las 7107 islas del archipiélago, para explotar las fabulosas riquezas que contienen en forma de madera y minerales. Unos implacables colonizadores se apoderaron de las tierras que querían y, si los pobladores primitivos de la región oponían resistencia, los recién llegados abrían fuego contra ellos.
Los autóctonos se retiraron a las zonas más remotas, donde están destinados a la extinción, a menos que alguien establezca relación con ellos, los proteja y los ayude a incorporarse gradualmente al siglo XX. Y es precisamente esa ingente tarea la que Manda Elizalde se ha echado a cuestas. "Esta gente es nuestra hermana de sangre", declara airado, "y sin embargo la hemos tratado peor que a los animales. En la actualidad se habla mucho de la conservación de especies zoológicas e incluso vegetales; pero ¿qué dicen de los seres humanos?"
De playboy a filántropo. Vástago de una familia considerada la quinta entre las más ricas de Filipinas, Elizalde se crió como el típico descendiente de oligarca, en una suntuosa mansión y rodeado de servidumbre. Asistió al aristocrático Colegio Americano de Manila, se graduó en la Universidad de Harvard en 1958 y posteriormente se instaló en el edificio de la empresa familiar para prepararse a asumir la presidencia de la compañía. "Trabajaba yo mucho", confiesa Manda, "pero mi espíritu vagaba; me sentía inquieto". Quizá para paliar este sentimiento se lanzó de lleno a la vorágine de la vida social de Manila, en el absurdo tren de reuniones y dispendiosos saraos.
Pero el soltero codiciado que hasta entonces había sido un playboy, contrajo luego matrimonio con María del Carmen Martí, mujer esbelta y hermosa, de negra cabellera. Juntos tomaron una insólita decisión: en vez de ir a pasar la luna de miel en Hawai o en la Riviera, decidieron visitar las regiones más inaccesibles y peligrosas de las islas de su patria.
En un avión Cessna de la compañía, Manda y María volaron a la bella isla de Mindoro, donde quedaron consternados ante el cuadro de miseria e insalubridad que se les presentó. A la vera del camino vieron un negrito con una pierna horriblemente mutilada. El esposo lo recogió, lo llevó a su campamento y pidió por radio a Manila que le enviaran una enfermera. Y ese fue el principio de la cruzada. "Pienso que de pronto me encontré a mí mismo", relata Manda. "Todos esos años había estado en busca de algo. Por fin supe qué era".
En el curso de los cuatro años siguientes, el joven matrimonio organizó una docena de misiones sanitarias a la selva, para llevar alimentos, medicinas y un rayo de esperanza. Manda, que ya para entonces acumulaba en su persona cuatro vicepresidencias y diez direcciones, sufragaba de su bolsillo la mitad de los gastos. Exceptuando el trabajo de un puñado de misioneros, esas expediciones de auxilio no tenían precedente en la historia moderna de Filipinas. Y cuanto más a fondo llegaban las exploraciones de la pareja, tanto más terrible era la situación con que se topaban.
En 1967, en una misión a las islas azucareras de Negros, Manda y María tropezaron con un lastimero grupo de aborígenes ati. Expulsadas por los potentados del azúcar, seis familias medio muertas de inanición se cobijaban en chozas inmundas en las desoladas estribaciones del monte Kanlaon. Envueltos en harapos, enfermos de frambesia y tuberculosis, los desdichados subsistían con ñame hervido y agua del río.
Elizalde arrendó un terreno de 150 hectáreas en mil dólares anuales y ayudó a los ati a construir nuevas viviendas limpias, con techo de palma. Sus médicos atendieron a todos los indígenas, mientras unas cuadrillas de jornaleros limpiaban de piedras el terreno, sembraban maíz, arroz y hortalizas, y construían corrales para animales domésticos. Fue la primera colonia de Manda.
Actualmente los ati están aceptablemente sanos y bien alimentados. El barrio ha crecido para albergar a 27 familias y ha aumentado el número de nacimientos. Al cuidado de un director del programa, han instalado una clínica, un centro comunal y una escuela donde los maestros combinan la enseñanza elemental (la lectura, la escritura y la aritmética) con rudimentos de agricultura. Al disponer de una morada propia, los ati no sólo han recuperado su orgullo, sino que han aprendido a bastarse a sí mismos.
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En la segunda visita que hizo Elizalde a los tasaday: un grupo de jóvenes al calor de una hoguera encendida frotando dos palos secos.
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LA ENCRUCIJADA DE TAO BUNG
Fernando Marcos, presidente de Filipinas, nombró en 1967 a Manda consejero en asuntos de minorías nacionales. Y para robustecer más su labor, Elizalde fundó la Asociación Privada pro Minorías Nacionales (PANAMIN), organismo civil sin fines lucrativos.
Hoy, además de volar a las selvas, Tao Bung empezó a llevar a Manila aviones llenos de aborígenes atrasados. Había huérfanos que educar, enfermos que curar, oprimidos que proteger. A falta de instalaciones suficientes, los alojaba en su propia residencia, en el elegante Forbes Park, más conocido como "distrito de los millonarios". Elizalde construyó un dispensario improvisado en el traspatio; su jardín pululaba de "salvajes" semidesnudos; los encopetados vecinos de la pareja se sintieron ofendidos y lanzaron la especie de que el matrimonio buscaba publicidad.
Resentido por estas insidiosas críticas, Manda organizó una misión compuesta por 10 médicos y 60 jóvenes voluntarios que debían ir al corazón del más hostil territorio de Filipinas, la turbulenta fortaleza islámica de Jolo, en el archipiélago Sulú. El índice de asesinatos de la isla es uno de los más altos del país; los guerreros tausog, gente de armas tomar, zanjan la mayoría de sus diferencias a balazos. En la primera parada, en la aldea de Silangkan, el capitán del barrio se enfrentó a la expedición para advertirle: "Tengo más armas que la policía de Jolo. Podría liquidarlos a ustedes en un santiamén. En toda nuestra historia, no hemos conocido una sola intención sincera de beneficiarnos. Pero si vienen a ayudarnos de buena fe, sean bienvenidos. Si alguien pretende tocarlos, tendrá que pasar sobre mi cadáver".
En los 38 días siguientes el grupo curó a centenares de heridos por arma de fuego y atendió a millares de personas enfermas de tuberculosis, disentería y otros padecimientos. Improvisaron clínicas a la puerta de mezquitas repletas de fieles, en aulas escolares y en bulliciosos mercados. Dos tribus en guerra interrumpieron las hostilidades mientras los médicos del grupo atendían a los heridos de ambos bandos. Ciertos pacientes echaban mano a la pistola al ver las agujas de las jeringas, pero no hubo bajas en el equipo, y el agotado Manda volvió a Manila con la aureola de héroe popular, campeón de los desposeídos, prueba viviente de que el feudalismo, la pobreza y el sufrimiento no tenían por qué prevalecer.
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En la segunda visita que hizo Elizalde a los tasaday: una madre alimenta a sus hijos con bayas silvestres, previamente lavadas en un arroyo.
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"AL FINAL DEL PRINCIPIO"
Cuando visité la sede de la PANAMIN encontré a Manda y a los 50 hombres de su equipo inmersos en un torbellino de actividad. Eran las 11 de la noche y la residencia de los Elizalde resplandecía de luz. Unos niños aborígenes —Manuel ha albergado a no menos de 51— retozaban en los corredores y las enfermeras se afanaban silenciosas por los dispensarios improvisados. "Hoy no es día de mucho trajín", me aclaró un agente de la PANAMIN. "Sólo tenemos 153 pacientes internados". A las 2 de la madrugada, Manda, exhausto, se retiró al apartamento que comparte con María y sus tres hijos.
A la mañana siguiente, al alba, salimos en helicóptero para Mindanao. Elizalde acababa de hacer un trascendental descubrimiento: una tribu perdida en la etapa cultural de la edad de piedra, aislada por completo del mundo cuando menos durante 500 años. Totalmente desnudos, a no ser por unos taparrabos de hojas de orquídea, esos 24 tasaday, de tez clara, todavía usan hacha de piedra y encienden el fuego frotando palos. Nunca habían visto la Luna (el techo que forma la selva es demasiado denso), no tenían expresiones para decir "enemigo" ni "guerra". Desde cualquier punto de vista, establecer relación con ellos constituía un gran acontecimiento antropológico.
Aterrizamos en un cerro de 900 metros de altura; luego nos abrimos paso durante una hora por la intrincada selva, hasta que llegamos a una corriente cristalina. Ahí estaban los tasaday, nerviosamente apiñados junto al riachuelo. Mientras Manda andaba pausadamente entre el grupo, ellos lo miraban con reverencia, y en su dulce lengua lo llamaban diwata (ser sobrenatural). Pasamos los tres días siguientes con los tasaday, distribuyendo arroz, atendiendo a los enfermos, cantando con ellos y durmiendo bajo un cobertizo de hojas de palma.
"Si no se mantiene aislada a esa gente", comentó el filántropo, "puede ser aniquilada en menos de una semana. Hay que protegerla de las armas de fuego, de las enfermedades, y, sobre todo, de la demás gente. Procuraremos que los tasaday vivan en paz y a su modo". Al día siguiente los abogados de Manda solicitaron del gobierno tierras para ellos.
En Filipinas, donde la riqueza y la compasión rara vez van juntas, la labor de Manda resulta de una generosidad inaudita. En ocho años ha encabezado 27 misiones médicas a los lugares más inhóspitos y remotos del archipiélago y ha procurado asistencia médica a casi 2.000.000 de enfermos. Fundó ocho colonias de grupos minoritarios, apacibles refugios donde los aborígenes, ayer perseguidos y aterrorizados, hoy pueden vivir en paz y seguros. Con sus propias manos ha ayudado a sus protegidos a construir cinco escuelas, cuatro tiendas cooperativas, seis clínicas con servicio las 24 horas, cuatro salas de recreación, una generosa red de caminos, puentes, tubería para el agua e incluso instalaciones de luz eléctrica. Con persistencia incansable ha obtenido del presidente Marcos más de 20.000 hectáreas para sus hostigados indígenas, y sus abogados hacen gestiones para expropiar en favor de los primitivos otras 800.000.
Manda Elizalde ha conseguido resultados extraordinarios. Sin embargo, a fuer de realista, reconoce que la PANAMIN está apenas "al final del principio". "Aún tenemos un larguísimo camino por delante", afirma. "A veces nuestras carencias nos parecen infinitas". Pero intensa y apasionadamente comprometido, Elizalde no cejará hasta ver cumplida su admirable misión.
Condensado de "Beacon Magazine of Hawaii". Fotos: Christopher Lucas