Publicado en
octubre 18, 2016
De cómo un ama de casa francesa aprendió la importancia de conocer a la persona indicada.
Por Betty Werther.
MI MARIDO es periodista, y cada vez que sale de viaje ocurre en casa alguna calamidad. En 1972 cuando fue a Bruselas, cayó un gorrión en el calentador del agua. En otra ocasión, durante la semana que estuvo en Grecia, se estropeó el teléfono. Y en abril de 1973, también en su ausencia, el cachorrito de mi hijo destrozó a mordiscos media manga del abrigo de pieles de una importante editora a la que había yo invitado a tomar el té repetidas veces, sin éxito hasta aquella tarde.
En general, soy perfectamente capaz de salir avante en las diarias tribulaciones de la vida doméstica, pero estas calamidades especiales me sacan de quicio. Así que, cada vez que mi marido regresa de alguno de sus viajes, invariablemente le doy la bienvenida con estas palabras:
—Maurice, ¡tienes que hacer algo! ¡Por favor!
—Pero, querida —replica él, con una cachaza fruto de su inquebrantable fe en la superioridad de la lógica masculina—, no hay razón para agitarse tanto. Al fin y al cabo, alrededor de nosotros hay miles de personas cuyo trabajo consiste en sacarnos de esos apuros. Basta dar con la persona indicada en cada situación, y eso es fácil.
Y a continuación, pasada una media hora, se presenta Maurice muy orondo con la persona idónea, a la que ya ha contratado para que haga lo que sea menester.
Debo reconocer que mi yo se traumatiza con cada uno de estos incidentes. Al punto de que el retorno de mi esposo me angustiaba tanto como su partida... Es decir, tal fue el caso hasta que al fin llegó mi desquite.
Maurice había salido en un viaje de 24 horas, y yo decidí acostarme temprano. Sería quizá medianoche cuando me despertó un ruido persistente, aunque indefinible, que venía, por lo visto, de algún rincón de la alcoba.
Busqué la lámpara a tientas y la encendí, pero en cuanto lo hice los ruidos cesaron. Apagué nuevamente la luz y traté de volver a conciliar el sueño. Acababa de cerrar los ojos cuando empezó de nuevo el ruidito. Esta vez salté de la cama y encendí todas las luces de la habitación. Estaba segura de que el ruido procedía de detrás de una cortina, así que, conteniendo la respiración, la descorrí.
Petrificada de miedo, vi una rata gris y gorda que pasó como una flecha junto a mí para refugiarse tras un gran tiesto de filodendros, en la esquina opuesta. El animal me pareció tan grande como un gato muy desarrollado.
¿Qué hacer? Mi primer pensamiento fue ir a ver si todavía estaba despierto el conserje o algún vecino. Pero por la ventana pude ver que no había ni el menor indicio de luz, y no quise despertar a nadie a esa hora. ¡No, señor! "Al fin y al cabo", me dije, con triste determinación, "el problema es mío..."
¡Sabe Dios cómo se habría colado la rata! Pero lo que me interesaba en ese momento era persuadir al animal, amable pero firmemente, de que se saliera por la puerta principal. Así pues, dejé la puerta de la alcoba de par en par, me armé de una escoba y hurgué suavemente detrás del tiesto.
¡Zum! Un relámpago gris cruzó la habitación como un bólido y se refugió debajo de la cama. No está mal, pensé. Va por buen camino: tomó la dirección adecuada. Hurgué con la escoha debajo de la cama. Esta vez, como obediente bola de billar, la rata fue a esconderse debajo de la cómoda, precisamente junto a la puerta de la habitación que da al corredor principal. Otro escobazo, y todo terminaría.
¡Vana ilusión! Lejos de elegir el camino de la libertad, la rata dio un viraje forzadísimo, se coló por detrás de la puerta y se encaramó en el radiador, desde donde me miraba con ojos de terror. Habíamos llegado a un callejón sin salida.
Me disponía a organizar un estado de sitio que seguramente duraría toda la noche, cuando se me ocurrió que quizá Maurice tuviera razón; había que buscar un especialista, "la persona cuyo trabajo consiste en sacarnos de esos apuros". En aquel trance pensé que habría algún servicio público idóneo.
Con un ojo en la rata y otro en la guía telefónica, busqué el número del "fumigador municipal" y el de "sanidad pública". Como temía, en ningún caso obtuve respuesta. Luego marqué el 17, de Police secours (policía auxiliar), uno de los números para casos de urgencia que están pegados en todos los teléfonos franceses. Me contestó una voz muy malhumorada, y pregunté:
—Perdone, oficial, ¿tienen ustedes alguna persona que pueda hacerse cargo de una rata?
—¿De una qué?
—De una rata.
—¿Qué broma es esta, señora? ¿Cree usted que no tenemos nada que hacer?
—¡Por favor, oficial —insistí—, necesito ayuda! Estoy sola.
—¡Ah! —el tono de la voz cambió— ¿Quiere decir que su marido está ausente y le gustaría tener quien la acompañe?
En ese punto me subió la tensión arterial y colgué el auricular. A continuación llamé a "SOS", empresa particular que presta virtualmente cualquier servicio. Un individuo de voz fría, profesional, me dijo que podía enviarme a alguien, pero que me costaría un mínimo de 42,80 francos, más 13,69 por cada cuarto de hora en que se trabajara para exterminar la rata. Respondí que lo pensaría. Y casi en el instante en que me disponía a colgar, el telefonista de "SOS" me preguntó si no se me había ocurrido llamar a los bomberos.
¡Los bomberos! ¡Gatos en los árboles, cabezas de niños pilladas entre barrotes...! ¡Brillante idea! Y dicho y hecho; un complaciente bombero me dijo, en respuesta a mi súplica, que enviaría un escuadrón al instante
Pasados diez minutos se presentaron tres soñolientos jóvenes con casco y botas de caucho que entraron pesadamente en el apartamento. Había yo señalado el lugar donde la rata estaba agazapada, cuando el jefe del grupo miró detrás de la puerta. Y como si esperara descubrir cualquier cosa, menos la peluda criatura que temblaba de miedo en el radiador, pegó un tremendo salto, a la vez que gritaba: "¡Una rata! ¡Una rata!"
Ahora puedo decir que, al menos una vez en la vida, vi volar una rata. Después de planear con gran estilo, aterrizó en el centro de la habitación, corrió en distintas direcciones y, por último, se esfumó. Los bomberos me hicieron firmar uña constancia de que habían cumplido su misión y se marcharon.
Tranquilizada a medias, preparé una bolsa de agua caliente, me metí de nuevo en la cama y apagué la luz... Sí; el lector ha adivinado: cinco minutos después oí el familiar ruido.
Ya no pude soportarlo más. Volví a encender la luz y vi que la rata se ocultaba detrás de un panorama abstracto de Venecia apoyado en la pared. En ese momento me abandonó la serenidad. Me quedé totalmente inmóvil un instante, y luego, presa de rabiosa desesperación, empecé a gritar: Au secours, au secours! Je n'en peux plus! ("¡Auxilio, auxilio! ¡No puedo más!")
Segundos después oí voces en el descanso de la escalera. Volé a la puerta y la abrí en el momento en que mis vecinos y el conserje se aprestaban a rescatar a la víctima de algún nefando asesino. Y en ese preciso instante la rata, cansada de ver el revés de Venecia, empezó a correr como loca por el apartamento. Todos empuñamos algo, como una escoba, un cepillo, el atizador de la chimenea, y corrimos tras el roedor. El conserje y un vecino acorralaron al animal en el comedor y cerraron la puerta de golpe. Yo me quedé afuera, y me resigné a oír cómo raspaban los muebles y rompían la vajilla; por último, se escuchó un monumental escobazo.
—¡Le dimos, le dimos! —gritó el conserje, jubiloso.
Aquella noche, cuando mi marido regresó, no dije ni una palabra. Después de cenar, mientras servía el café en la sala, comenté con estudiada indiferencia:
—¿Sabes qué sucedió anoche, Maurice?
—¿Qué? —y la mirada de lógica masculina empezó a brillar.
—Una rata se metió en la habitación.
—¡Una rata! ¿Y qué hiciste?
—Nada en especial; me limité a llamar a unas personas que se encargaron de ella.