EL DÍA DEL DOCTOR KOMETEVSKY (Fritz Leiber)
Publicado en
septiembre 13, 2016
—Pero ¡todo está profetizado ahí! Hasta se señala este siglo para la próxima nueva huida de los planetas.
Celeste Wolver levantó de mala gana la vista hacia el libro que su amiga Madge Carnap mantenía en alto como una antorcha. Descifró el mal impreso título: La danza de los planetas. No cabía equivocarse tocante a la época de su origen; simplemente era un ensayo literario del siglo veinte que el tiempo había descolorido hasta darle ese particularmente desagradable matiz pardo. A la verdad, el libro le parecía a Celeste algo así como una oscura y vieja bruja resucitada de la Postrera Era de Locura para turbar a un mundo que se estaba volviendo cuerdo, y no pudo menos de retroceder una pizca hacia su marido Theodor.
—Sólo profetizado de un modo muy vago —dijo Theodor, acudiendo en su auxilio—. Según entiendo, Kometevsky afirmaba, sobre la base de muchos indicios sacados de las leyendas y tradiciones populares, que los planetas y sus lunas trocan sus posiciones con esa regular frecuencia.
—Como si estuvieran ejecutando «Yendo a Jerusalén», o coros musicales —interpuso alegremente Celeste, pero no pudo conseguir que la observación sonara de una manera graciosa.
—Se supone que Júpiter se habría adelantado como el planeta extremo, y haya de terminar dentro de la órbita de Mercurio —continuó Theodor—. Bien, nada en absoluto parecido a eso ha ocurrido.
—Mas ha comenzado —dijo Madge con convencimiento—. Phobos y Deimos han desaparecido. No se puede eliminar ese innegable pequeño hecho.
Esa era la dificultad; no se podía hacer. Las dos menudas lunas de Marte habían sencillamente desaparecido durante un período en que, como era generalmente el caso, la atención de la astronomía no estaba sobre ellas. Sólo que un centenar y pico de millas cúbicas de roca —las más simples pizcas volantes cósmicas— se habían llevado consigo la seguridad de todo un mundo.
Mirando al bello paisaje de huerta alrededor de ella. Celeste Wolver percibió que en un momento las fértiles colinas empezarían a agitarse como olas, las agradablemente errantes sendas se enroscarían como culebras y se hundirían en el verde mar, los esparcidos rascacielos se disolverían en las brumosas nubes que perforaban.
«La gente debió haber sentido algo parecido a esto», pensó, «cuando Aristarco, en primer lugar, insinuó y Copérnico les explicó que la sólida Tierra debajo de sus pies estaba atravesando vertiginosamente el espacio. Sólo que es peor para nosotros, porque ellos no podían ver que algo se hubiera alterado. Nosotros podemos».
—Una necesita alguna cosa a que adherirse —oyó decir a Madge—. El doctor Kometevsky era la única persona que tuvo una insinuación de que algo semejante a esto pudiera ocurrir. Nunca fui partidaria de Kometevsky, sin embargo. Ni siquiera había oído hablar del hombre.
Lo dijo casi en un tono de disculpa. En verdad, parada allí con su aire tan sincero y ansioso, Madge parecía ser todo menos una fanática, lo cual empeoraba mucho más las cosas.
—Por supuesto, hay varias explicaciones alternativas más convincentes… —empezó indecisamente Theodor, sabiendo muy bien que no las había. Si Phobos y Deimos se habían desmoronado de repente, seguramente la Base de Marte habría advertido algo. Por supuesto, había la Hipótesis del Espacio Desordenado, aun cuando fuera poco más que la accidental expresión de un eminente físico machacada por un ávido periodista. Y en todo caso, ¿qué sensación de seguridad le quedaba a uno si reconocía que las lunas y los planetas podían estallar, o penetrar en ocultas cavidades del espacio? Por tanto, terminó emitiendo un diferente concepto—: Además, si Phobos y Deimos sencillamente se precipitaron a alguna parte, sin duda habrían sido captados ya por el telescopio o el radar.
—¿Dos globos de roca de sólo unas millas de diámetro? —preguntó Madge—. ¿No son más pequeños que muchos de los asteroides? No soy una astrónoma, pero creo que tengo razón.
Y sin duda la tenía.
—Oh, es pesado —observó, balanceando el libro bajo el brazo. Y añadió, en tono ligeramente escandalizado—: Nunca ha sido puesto en microfilm —sonrió nerviosamente y miró a los otros de arriba abajo—: ¿Van a una tertulia? —preguntó.
La capa escarlata de Theodor y la falda verde y chaqueta plateada de Celeste justificaban la pregunta, pero ellos movieron la cabeza.
—No es más que la normalmente llamativa vestidura de la familia —dijo Celeste, al mismo tiempo que Theodor lo explicaba.
—Ocurre que estamos ligados al trabajo relacionado con esa desaparición. Los Wolver prácticamente componemos una subcomisión de la Junta para el Descubrimiento de Nuevos Electos. Y puesto que una gran cantidad de vanado material capta nuestra atención, vamos a ver si alguna parte de él tiene correlación con esta triza de juego de manos astronómico.
—Le proporciona a uno algo que hacer, de cualquier modo —asintió Madge—. Bien, debo irme. El templo budista nos ha prestado el local para una reunión —y les dirigió una angustiada sonrisa—. Nos veremos cuando la Tierra salte.
—Vamos, querida —Theodor dijo a Celeste—. Llegaremos tarde.
Pero Celeste no quería ir demasiado de prisa.
—Sabes, Teddy —dijo penosamente—, todo esto me recuerda esos antiguos mitos donde demasiada buena suerte es una segura señal de próximo desastre. Fue cabalmente demasiada dicha que se malograra el III Mundo de nuestros bisabuelos y se consiguiese poner en marcha el Gobierno Mundial un millar de años antes del tiempo calculado. Una dicha como esa no podía durar, evidentemente. Quizás hemos ido demasiado aprisa con muchas cosas, como los vuelos espaciales y los perforadores de gran alcance y… —titubeó un poquito— los matrimonios complejos. Soy una mujer. Necesito una protección completa. ¿Dónde he de encontrarla?
—En mí —dijo prontamente Theodor.
—¿En ti? —objetó Celeste, andando despacio—. Pero no eres más que una tercera parte de mi marido. Tal vez debiera buscarla en Edmund o Ivan.
—¿Estás enojada conmigo por algo?
—Por supuesto que no. Pero una mujer necesita su fuente de protección íntegra. En una crisis como esta, es inquietante tenerla dividida.
—Bien, somos una entera y, creo, indivisible familia —le dijo afectuosamente Theodor—. No estarás sugiriendo que por nuestros pecados de poligamia vamos a ser castigados con una catástrofe cósmica, ¿verdad? Fuego del cielo y todo eso.
—No seas necio. Sólo quería ofrecerte un cuadro de mi percepción —Celeste sonrió—. Creo que ninguno de nosotros se dio cuenta de cuánto hemos llegado a confiar en la idea de una inmutable ley científica. Le quila a una todo apoyo de un golpe.
—Tanto mayor motivo para coordinar lo que está ocurriendo tan pronto como sea posible —dijo enfáticamente Theodor—. Sabes, es fantásticamente extraño, pero creo que la experiencia de muchas personas dotadas de percepción extrasensoria quizá pueda darnos un indicio. Durante los últimos tres o cuatro días ha habido una notable semejanza en los sueños de personas con percepción extrasensoria por todo el planeta. Voy a presentar la prueba en la reunión.
—Así, ¿es por eso que Rosalind trae a la hija de Frieda? —preguntó Celeste, levantando la vista hacia Theodor.
—Dotty es tu hija, también, y de Rosalind —le recordó Theodor.
—No, sólo de Frieda —dijo amargamente Celeste—. Por supuesto tú quizá seas el padre. Un tercio de una probabilidad.
Theodor la miró de una manera penetrante, pero no hizo comentarios.
—De cualquier modo, Dotty estará allí —dijo—. Probablemente durmiendo ya. Todas las personas con percepción extrasensorias de repente parecieron necesitar más reposo.
Mientras hablaban, se había estado poniendo más oscuro, aun cuando la luminiscencia de la senda le impedía ser molesta. Y ahora la continua línea de nubes partía hacia el Este, mostrando un planeta único, rojo, en la parte inferior del horizonte.
—¿Sabías —dijo repentinamente Theodor—, que en Los Viajes de Gulliver Swift predijo que telescopios superiores mostrarían que Marte tenía dos lunas? Calculó las dimensiones, las distancias y los períodos muy exactamente, además. Una de las pocas coincidencias realmente asombrosas de la realidad y la literatura.
—Cesa de contar cosas extrañas —dijo vivamente Celeste. Pero luego prosiguió—. Esos nombres de Phobos y Deimos… son griegos, ¿verdad? ¿Qué significan?
Theodor dio un paso en falso.
—Miedo y terror —dijo a regañadientes—. Mas no vayas a tomar eso por un presagio. La mayor parte de los nombres mitológicos de antiguos dioses principales y secundarios habían sido tomados —los cuerpos del sistema solar son llamados de ese modo, por supuesto— y éstos eran casi todo lo que había disponible.
Ello era cierto, pero no le confortaba mucho.
* * *
«Soy dios, Dotty estaba diciéndose en sueños, y quiero estar sola y pensar. A mí y a mis dioses amigos nos gusta mantener algunos de nuestros pensamientos secretos, pero los otros dioses nos lo han prohibido».
Una leve sonrisa revoloteaba por los labios de la durmiente niña, y la mujer de doradas calzas atacadas y chaqueta adornada con lentejuelas de oro se inclinó hacia adelante contemplativamente. Con su dignidad y sencillez y erguido donaire, era más bien como una mujer de circo que estuviera cuidando a su hija enferma antes de salir para el trabajo del trapecio.
«Yo y mis dioses amigos salimos en nuestras grandes y rápidas lanchas de plata, Dotty seguía imaginando en sueños. Los otros dioses están coléricos y asustados. Se espantan de los pensamientos que tengamos en secreto. Nos siguen para darnos caza. Ellos son muchos más que nosotros».
Mientras Celeste y Theodor entraban en la sala de la junta, Rosalind Wolver —un brillo de platino sobre un fondo oscuro— entró por la puerta de enfrente y la cerró suavemente tras ella, Frieda, una mujer rubia vestida de azul, se levantó de la mesa redonda.
Celeste se desvió con aparente indiferencia mientras Theodor besaba a sus dos otras esposas. A Celeste le complació observar que Edmund parecía estar inquieto también. El hombre, que llevaba un ajustado traje negro, su figura no realzada excepto por dos flechas rojas en el cuello, causó la impresión a Celeste de que encarnaba muy propiamente la seria y funesta índole del momento.
Edmund sacó dos carteras del bolsillo de su chaleco y las echó sobre la mesa junto a uno de los proyectores de microfilms.
—Sugiero que empecemos sin esperar a Ivan —dijo.
—Hace diez minutos que ha telefoneado desde el Departamento Espacial para decir que salía inmediatamente —observó Frieda, con expresión ansiosa—. Y eso es apenas un paseo de dos minutos.
Rosalind al instante se adelantó hacia la puerta exterior.
—Yo me detendré —explicó—. Oh, Frieda, he colocado el micrófono, de modo que lo oirán si Dotty grita.
—Muy bien, pues —dijo Edmund levantando las manos; dio unos pasos, encendió la luz del cuadro del proyector y fijó la vista afuera pensativamente.
Theodor y Frieda sacaron sus carteras, prepararon los proyectores, y silenciosamente empezaron a examinar su material.
Celeste manipuló la televisión y cogió una emisión de noticias. Pero encontró que su vista no quería absorber los cuadros de imagen impresa que se sucedían con mucha rapidez, por lo cual, unos momentos después, se encogió de hombros impacientemente y cerró, cogiendo un canal de audición de noticias de actualidad.
«Las dos naves impulsadas por cohetes, enviadas desde la Base de Marte para explorar las posiciones orbitales de Phobos y Deimos, es decir, el volumen de espacio que estarían ocupando si sus posiciones hubieran permanecido normales, informan encontrar masas de polvo y mayores despojos. Las dos masas de fino desecho se están moviendo dentro de las mismas órbitas y a las mismas velocidades de las dos desaparecidas lunas, y ocupan aproximadamente los mismos volúmenes de espacio, aun cuando la masa de material es apenas un centésimo de la de las lunas. Los físicos no han hecho declaraciones en cuanto a si esto constituye una confirmación de la Hipótesis de Disgregación.
»Sin embargo, nos complace mucho esta noticia. Hay una marcada disminución de la tensión. El descubrimiento de los despojos —sólido y tangible material— parece sacar todo el asunto de la sobrenatural miasma en la cual algunos de nosotros hemos sido inducidos a lanzarlo. Ha sido encontrado un centésimo de las lunas.
»¡El resto lo será también!».
Edmund se había vuelto de espaldas a la ventana. Frieda y Theodor habían apagado los proyectores.
«Mientras tanto, los habitantes de la Tierra emprenden sus quehaceres con un mínimo de agitación, haciendo frente con considerable calma a la singular amenaza para la estructura de su sistema solar. Muchos, por supuesto, están congregados en las iglesias y templos humanistas. Los seguidores de Kometevsky han organizado procesiones de helicópteros en Washington, Pekín, Pretoria, y Christiana, exigiendo que se tomen inmediatas disposiciones porque —y cito sus mismas palabras— la Tierra está marchando por el espacio a saltos. También han retado formalmente a todos los astrónomos a presentar otra explicación que la contenida en ese extraño libro tan recientemente sacado del olvido: La danza de los planetas».
Eso casi concluye la historia por ahora. No hay nuevos informes de la Astronomía de Radar Interplanetaria, o de las otras naves impulsadas por cohetes que exploran el extenso volumen de Marte. Tampoco han sido emitidas declaraciones por los diversos grupos que están ocupados en el problema dentro de la Astrofísica, la Ecología Cósmica, la Comisión para el Descubrimiento de Nuevos Efectos, etc. Mientras tanto, sin embargo, podemos recibir ánimo de las palabras de un poema escrito aún antes que el libro del doctor Kometevsky:
Esta Tierra no es el lugar firme
En donde edificar los que vivimos en tierra;
De piélago a piélago ella varía la marcha,
Y al mismo tiempo que avanza decae.
Debajo de los pies siento
Su terso volumen levantarse y bajarse alternativamente;
Con terciopelada sumersión y suave ascenso
Ella se balancea y se afianza a la quilla
Como una valerosa, valerosa nave
Mientras la voz de la televisión recitaba el poema, volviéndose más dulce a medida que la emoción la embargaba, Celeste miró alrededor de ella, a los otros. Frieda, con su toque de femenina debilidad mostrándose más que nunca a través de su práctica compostura. Theodor inclinándose hacia adelante con la capa escarlata echada atrás, mostrando la semisonrisa con la cual parecía hacer frente hasta a lo desconocido. El serio Edmund vestido de negro, disimulando una honda inseguridad con una fuerte apariencia de entereza.
En resumen, su familia. Celeste conocía todos sus caprichos y lados flacos. Sin embargo, ahora le parecían estar a un millón de millas de distancia, como figuras vistas por el inverso extremo de un telescopio.
¿Eran realmente una familia? ¿Activas fuentes de fortaleza y seguridad mutuas el uno para con el otro? ¿O habían simplemente estado fingiendo ser una familia, experimentando con sus ideas de matrimonio complejo como un puñado de necios adolescentes? ¿Como mariposas aprovechándose del buen tiempo para juntarse en una fascinadora y artificiosa danza, hasta que la violentada Naturaleza resolviera destruirlas?
Mientras el poema estaba acabando, Celeste vio que la puerta se abría y Rosalind entraba por ella despacio. El semblante de la dorada mujer estaba tan pálido como las sendas que ella había estado hollando.
En ese mismo momento la voz de la televisión se avivó con conmoción.
«¡Noticias! El Observatorio Lunar Número Uno informa que, aun cuando Júpiter está casi a punió de pasar detrás del Sol, se ha obtenido una excelente fotografía de la corona del planeta. Examinada y reexaminada, sólo admite una interpretación, la cual el Observatorio Lunar Numero uno se siente legalmente obligado a hacer pública. ¡Las catorce lunas de Júpiter ya no son visibles!».
El coro de observaciones con que los Wolver, de otro modo, habrían recibido esto, fue reprimido por una cosa: el hecho de que Rosalind pareció no oírlo. Sea lo que fuere lo que tenía en el pensamiento le impidió penetrar hasta esa increíble declaración.
Rosalind se dirigió temblorosamente hacia la mesa y soltó una cartera, un extremo de la cual estaba tiznado de barro.
—Ivan salió del Departamento Espacial hace veinte minutos —dijo sin mirar a los otros—; pues ha dicho que venía aquí inmediatamente. A mi regreso he escudriñado la senda. En medio del camino he encontrado esto casi enterrado en el barro. He tenido que tirar de él para sacarlo, parecía como si hubiera estado pegado al suelo con cemento. ¿Percibís cómo la tierra parece estar metida en el cuero, como si el objeto hubiera yacido durante años en la hoya?
Ya los otros estaban manoseando la pequeña cartera de microfilms que habían visto tantas veces en las competentes manos de Ivan. Lo que Rosalind decía era cierto. Al tocarla, se recibía la impresión de ser una cosa arenosa y malsana. Además, era extraordinariamente pesada.
—Y ved lo que está escrito sobre ella —añadió Rosalind.
La volvieron. Garabateadas con lápiz blanco en letras grandes, apresuradas y frenéticas, había dos palabras: «¡Descendemos aprisa!».
Los otros dioses, imaginaba Dotty en su sueño, están escudriñando todo el universo para encontrarnos. Los hemos esquivado muchas veces, pero ahora nuestros ardides están casi agotados. No hay puertas de salida del universo y nuestras lanchas son luminosas boyas de plata para los buscadores. Por tanto hemos resuelto desfigurarlas del único modo que puede hacerse. Es nuestra última oportunidad.
Edmund dio un golpe en la mesa para atraer la atención de la familia.
—Yo diría que hemos hecho lo que podemos, por el momento, para encontrar a Ivan. Hemos efectuado una completa búsqueda local. Está en curso una más extensa, la cual no podemos dirigir personalmente. Se ha dado aviso a todas las agencias útiles y están siendo radiadas las descripciones físicas para la identificación. Sugiero que continuemos con el asunto de la tarde, el cual puede muy bien estar relacionado con la desaparición de Ivan.
Uno tras uno los otros asintieron y ocuparon sus sitios en la mesa redonda. Celeste hizo un gran esfuerzo para librarse de la sensación de calidad ilusoria que la había embargado y concentró la atención en los microfilms.
—Yo me haré cargo de los apuntes de Ivan —oyó decir a Edmund—. Son mayormente acerca de los perforadores.
—¿A qué distancia han llegado con eso? —preguntó ociosamente Frieda—. ¿Veinticinco millas?
—Cerca de treinta, creo —respondió Edmund—, y todavía están descendiendo.
A esas últimas palabras todos levantaron la vista con presteza. Luego sus miradas se dirigieron hacia la cartera de Ivan.
«Nuestro ardid ha salido bien, fantaseaba Dotty. Los otros dioses han pasado por nuestro escondite una docena de veces sin apercibirse de él. Escudriñan repetidas veces el universo para encontrarnos, pero en vano. Finalmente juzgan que hemos hallado una puerta de salida del universo, Sin embargo, nos temen tanto más. Nos consideran como demonios que algún día volveremos a pasar por esa puerta para destruirlos. Por lo cual atisban en todas partes. Nosotros estamos quietamente sonriendo dentro de las desfiguradas lanchas, pero apenas osando movernos o meditar, por temor de que los más débiles ecos de nuestras acciones les den una pista. Cientos de millones de años pasan. Nos parecen no más que horas de un sueño producido por narcóticos, dentro de una cárcel».
—Necesitamos una pausa.
—Lo hemos efectuado todo —convino penosamente Frieda.
—Excelente idea —dijo vivamente Edmund—. Creo que hemos dado con varios puntos decisivos a lo largo del camino y los hemos medio desligado de la gran masa de material inconexo, Terminaré esa parte de la tarea ahora mismo y daré a conocer mi hipótesis cuando todos estemos un poquito más frescos. Digamos media hora, ¿eh?
Theodor inclinó la cabeza lentamente para asentir; y se levantó de su asiento, sujetando la capa sobre un hombro.
—Salgo a echar un trago —les informó.
Después de unos momentos de vacilación, Rosalind lo siguió calladamente. Frieda se extendió sobre un canapé y cerró los ojos. Edmund examinaba los microfilms incansablemente, de cuando en cuando poniendo uno aparte.
Celeste le observó por un momento, luego se levantó de un salto y se dirigió hacía el cuarto donde Dotty estaba durmiendo. Pero a medio camino se paró.
«No es mi hija, pensó amargamente. Frieda es su madre, Rosalind su nodriza. Yo no soy nada en absoluto. Sólo una de las amigas del marido. Una dama de cohibida virtud en un mundo que se aniquila».
Pero luego enderezó los hombros y continuó.
* * *
Rosalind no alcanzaba a Theodor. Los pasos de ella eran silenciosos y Theodor no miraba atrás a lo largo de la senda cuyo débil brillo blanco se elevaba sólo a la altura de la rodilla, iluminando un bajo Jirón de arbusto y musgoso tronco de árbol a ambos lados, no más.
Hacía un poco de frío. Rosalind se puso los guantes, pero no se apresuró. En verdad, se quedaba más y más atrás de la rasante extremidad de la capa escarlata y los bregantes zapatos rojos, que parecían andar separados del cuerpo, como los del cuento de hadas.
Cuando Rosalind llegó al punto donde había encontrado la cartera de Ivan, se paró del todo.
Una ligera brisa susurraba en las hojas, y, rozando suavemente la mejilla de Rosalind, traía una silvestre mezcla de olores de podredumbre y tierra vegetal. Poco después Rosalind empezó a oír los movimientos y corridas furtivas de los animales del bosque.
Miró alrededor de ella indiferentemente, dándose cuenta de repente de la futilidad de su busca. ¿Qué indicios podía esperar encontrar en este tenue crepúsculo? Y habrían cabalmente escudriñado el lugar en las primeras horas de la noche.
Sin advertencia, un extraño hormigueo recorrió su piel y se sobrecogió de miedo de la fría y granosa tierra debajo de los pies, un ancestral terror del tiempo en que los hombres temblaban oyendo fantásticas historias acerca de sepulturas y tumbas.
Un menudo detalle parecía adquirir más y más importancia en su mente; lo innatural de la manera que la tierra había impregnado el ángulo de la cartera de Ivan, casi como si la marga y el cuero coexistieran en el mismo espacio. Recordaba el extraño modo en que la parcialmente enterrada cartera había resistido a su primer tirón, igual que una arraigada planta.
Se sentía acobardada por la misteriosa noche que la rodeaba, y literalmente empequeñecida, como si se hubiera achicado varias pulgadas. Se animó a sí misma e hizo un movimiento para echar a andar.
Algo retenía sus pies.
Estaban hundidos en la senda hasta los tobillos. Mientras que miraba con miedo y horror, empezaron a hundirse todavía más en el terreno.
Rosalind forcejeó frenéticamente, tratando de soltarse de un tirón. No podía. Tenía la aterradora sensación de que la Tierra no sólo la había cogido con trampa sino invadido; que sus moléculas estaban trepando por entre las moléculas de su carne; que las dos especies se estaban haciendo una sola.
Y se estaba sumiendo más de prisa. Sumergida hasta las rodillas, luego hasta los muslos, las caderas, la cintura. Batía la polvorienta senda con las manos y echaba el cuerpo de lado a lado con angustioso frenesí como alguna pecadora inmovilizada en el hielo del círculo más interior del infierno de los antiguos. Y siempre la sensación de la oscura y granosa corriente se extendía alrededor de ella tan bien como dentro suyo.
Ivan sólo habría tenido tiempo para escribir de prisa esa nota en la cartera y tirarla, pensó. Se quitó un guante de un tirón, se inclinó hacia fuera tanto como podía, e hizo un furioso esfuerzo para clavar los dedos en la polvorienta senda. Ya la tierra subía hasta su barbilla, la nariz, y le cubría los ojos.
Esperaba la oscuridad, pero era como si la luz de la senda permaneciese con ella, produciendo un ligero brillo todo alrededor. Veía raíces, guijarros, negra podredumbre, estropeados socavones, gusanos. Ringlera sobre ringlera de ellos, su vista penetrando la sólida tierra. Y al mismo tiempo, percibía que estas mismas especies de cosas estaban, infiltrándose en su cuerpo.
Y aún continuaba hundiéndose con una rapidez que se acrecentaba, como si la ley de la gravitación se aplicara a ella de una manera reducida. Descendía de negra tierra vegetal y penetraba en terreno de piedra caliza a través de capas de arcilla gris.
Sus torturados pulmones, saturados de roca, atraían aire penosamente. Se preguntó con frenesí si un volumen de aire estaba cayendo en ella a través de la piedra.
Un brillo de cuarzo. La momentánea percepción de una caverna de un pie de alto con un goteo de agua. Y en seguida sintió que se deslizaba por una columna de basalto negro, en parte dentro de la caverna, en parte dentro de una masa de quijo vareteada de oro. Después sólo basalto negro. Y siempre más de prisa.
Luego el calor se hizo más intenso; era como si se estuviera acercando al eterno fuego del infierno.
* * *
A primera vista Theodor creyó que el Departamento Espacial estaba vacío. Luego observó una figura encorvada como un mono en el último taburete, casi perdida en las azuladas sombras; mientras que detrás del mostrador, el cristalino vestido combinándose con las hileras de relucientes vidrios, estaba una muchachita de serio semblante que apenas tendría quince años.
La televisión estaba funcionando, y decía: «… además, se han denunciado una cantidad de misteriosas desapariciones de personas de alta categoría. Se cree que estos son casos de engaño, ilusorio temor, y viaje precipitado; un resultado de la extraordinaria tensión de la época. Finalmente, unas cuantas sugestionables personas de diversas partes del mundo, especialmente la península india, han declarado ellas mismas ser “dioses” y de algún modo responsables de los actuales acaecimientos. Se cree…».
La muchacha apagó la televisión y atendió a Theodor, explicando accidentalmente:
—Joe quiso ir a una reunión de los partidarios de Kometevsky, por tanto me he hecho cargo de esto por él —cuando hubo preparado el alto vaso de whisky con soda para Theodor, declaró—: Echaré un trago con ustedes, caballeros —y se llenó un vaso de zumo de granada.
—Wiski con soda —musitó la figura semejante a un mono. Luego se volvió hacia Theodor y preguntó—: ¿Y cuál es su reacción a todo esto, señor?
Theodor reconoció el rostro contraído y surcado de arrugas. Era el coronel Fortescue, un viejo militar mucho ha retirado de la Patrulla de Paz y el cual pasaba por haber visto verdadera lucha en la Postrera Época de Locura. Ahora, por alguna razón, el rostro ostentaba una astuta sonrisa.
Theodor se encogió de hombros. En ese mismo momento la luz de las «importantes noticias» de la televisión fulguró en un destello azul y la muchacha abrió el conmutador del canal de audición. El coronel hizo un guiño a Theodor.
«… confirmando la desaparición de las lunas de Júpiter. Pero acaban de recibirse dos otras noticias enteramente fantásticas. El Observatorio Lunar Número Uno dice que está visiblemente rastreando catorce pequeños cuerpos que cree pueden ser las perdidas lunas de Júpiter. ¡Se están dirigiendo hacia fuera del sistema solar a una increíble velocidad y están ya fuera de la órbita de Saturno!».
—¡Ah! —dijo el coronel.
«La segunda. Palomar informa que un gran número de cuerpos opacos se están acercando al sistema solar a una velocidad igualmente increíble. Están a casi dos veces la distancia de Plutón, ¡pero avanzando aprisa! Estaremos radiando adicionales detalles tan pronto como sea posible.
—¡Ah, ah! —dijo el coronel.
Theodor le miró con curiosidad. El aire de propia satisfacción del viejo era casi divertido.
—¿Es usted un partidario de Kometevsky? —le preguntó Theodor.
—Por supuesto que no, muchacho —dijo el coronel, riendo—. Esa pobre gente está tanteando en la oscuridad. ¿No percibe usted qué ha ocurrido?
—No, francamente.
—El Plan Divino. Dios es un estratégico militar, naturalmente —susurró ásperamente el coronel, inclinándose hacia Theodor.
Luego levantó el vaso de wiski con soda con su mano semejante a una garra y echó un confortante trago.
—Lo sabía todo el tiempo, por supuesto —prosiguió, de un modo pensativo—, pero esta última noticia lo hace tan manifiesto como el silbido de un cohete, al menos para toda persona que conozca la estrategia militar. Mire, muchacho, supongamos que usted mandara una escuadra y husmeara la aproximación del enemigo; ¿qué haría usted? Enviaría los batidores y caza torpederos en formación de abanico hacia ellos. Detrás de esa defensa juntaría en masa los navíos pesados. Luego…
—No querrá usted decir… —interrumpió Theodor.
La muchacha detrás del mostrador miró a los dos atentamente.
—¡Por supuesto que sí! —atajó vivamente el coronel—. Es una guerra entre las fuerzas del bien y del mal. Los brillantes soles y los planetas están en un lado, las tinieblas en el otro. Las lunas son los destructores, Júpiter y Saturno son los grandes acorazados, mientras que nosotros estamos en un crucero pesado. Estoy orgulloso de decirlo. Probablemente entraremos en acción pronto. Que sea una áspera lucha, ¿qué importa eso? ¡Y todo por la estrategia divina!
Rió entre dientes y echó otro gran trago. Theodor le miró acremente. La muchacha detrás del mostrador pulimentaba un vaso y se estaba callada.
* * *
Dotty de repente empezó a voltearse y menearse, y una expresión de terror se extendió por su durmiente rostro. Celeste se inclinó hacia adelante, temerosa.
Los labios de la niña se movían y Celeste descifró las encubiertas y soñolientas palabras:
—Han descubierto dónde nos estamos escondiendo. Se están acercando para atraparnos. ¡No! ¡Por favor, no!
Las reacciones de Celeste estaban mezcladas. Se sentía inquieta por Dotty y al mismo tiempo casi con terror de ella, como si la niña raerá una intermediaria de fuerzas sobrenaturales. Se dijo a sí misma que este miedo era una expresión de su propia hostilidad, pero realmente no lo creía. Tocó la mano de la pequeña.
Los ojos de Dotty se abrieron sin hacer sentir a Celeste que ella hubiera despertado del todo. Poco después la niña miró a Celeste y los pequeños labios se separaron en una sonrisa.
—Hola —dijo con somnolencia—. He tenido unos sueños muy extraños —luego, después de una pausa, frunciendo el ceño—: Realmente soy un dios, sabes. Es una cosa muy rara.
—¿Sí, querida? —instó inquietamente Celeste—. ¿Llamo a Frieda?
—¿Por qué obras tan nerviosamente cerca de mí? —preguntó Dotty, y la sonrisa huyó de sus labios—. ¿No me quieres, mamá?
Celeste se sobresaltó al oír esas palabras. Su garganta se cerró. Luego, muy lentamente, su rostro se iluminó con una radiante sonrisa.
—Por supuesto que sí, preciosa. Te quiero mucho.
Dotty inclinó la cabeza, feliz; sus ojos ya cerrados otra vez.
Hubo un repentino barullo de excitadas voces al otro lado de la puerta. Celeste oyó vocear su nombre. Se levantó.
—Voy a tener que salir, para hablar con los otros —dijo—. Si me necesitas, querida, llama.
—Sí, mamá.
Edmund golpeó para atraer la atención. Celeste, Frieda y Theodor miraron de prisa alrededor, hacia él. Se dieron cuenta de que parecía estar más terriblemente tenso de lo que aun ellos percibieran. Su expresión merecía ser estudiada en su reprimida excitación, pero había también señales de un conocimiento que era casi demasiado abrumador para sobrellevarlo un ser humano.
—Creo que es hora —dijo con voz cortada y rápida— de que cesemos de preocuparnos de nuestros propios asuntos y pensemos en los del sistema solar, en parte porque creo tienen una directa relación con la desaparición de Ivan y Rosalind. Como os dije, he estado ordenando las partidas decisivas del material que hemos estado dando a conocer. Hay unas cuatro de esas partidas, según lo veo. Es algo parecido a una historia de misterio. Me pregunto si, teniendo noticia de esos cuatro indicios, llegarán a la misma conclusión a que yo he llegado.
Los otros hicieron una seña con la cabeza.
—Primero, hay las últimas informaciones del Centro de Investigación de Profundidad, el cual, como ustedes saben, han estado explorando las condiciones del interior de la Tierra. Aproximadamente a veintinueve millas bajo la superficie, los cavadores han encontrado una obstrucción metálica a la cual a modo de ensayo han puesto el nombre de durasfera. Resiste a los más sólidos perforadores, a los más fuertes corrosivos. Han tendido un túnel a ese nivel de una longitud de un cuarto de milla. Las escrupulosas mediciones, posibilitadas por la metálica superficie tersa como un espejo, muestran que la durasfera tiene una ligera curvatura que es casi exactamente igual a la curvatura de la Tierra misma. La sugerencia es que hondas horadaciones hechas en cualquier parte del mundo darían con la durasfera en la misma profundidad.
»Segundo: los movimientos de las lunas de Marte y Júpiter, y particularmente los despojos dejados atrás por las lunas de Marte. Concediendo que Phobos y Deimos tuvieran durasferas proporcionales en volumen a la de la Tierra, luego los despojos aproximadamente igualarían en cantidad al material de las roqueñas envolturas de esas dos durasferas. La sugerencia es que las dos durasferas de repente salieron de sus envolturas con una velocidad tan grande como para dejar a esas reventadas envolturas atrás.
Hubo un profundo silencio en la sala de reunión.
—En tercer lugar, la desaparición de Ivan y Rosalind, y especialmente la aturdidora insinuación —por el mensaje de Ivan en un caso y el guante de Rosalind apuntando hacia abajo en el otro— de que los dos de algún modo fueron atraídos hacia las profundidades de la Tierra.
»Finalmente, los sueños de personas con percepción extrasensorial, los cuales concuerdan fuertemente en los siguientes puntos: Un grupo de seres se apartan de una raza divina y telepática porque insisten en conservar un grado de reserva mental. Huyen en grandes lanchas o naves de alguna clase. Son perseguidos a tal punto que no hay escondite para ellos en ninguna parte del universo. De alguna manera felizmente desfiguran las naves. Pasan millones de años y los todavía fanáticos perseguidores no penetran su secreto. Luego, de repente, son descubiertos.
»¿Comprenden qué quiero decir con eso? —preguntó roncamente Edmund, después de una pausa.
Podía adivinar por sus miradas que los otros comprendían, pero no podían persuadirse a expresarlo con palabras.
—Supongo es la medida de tiempo y la medida de valor que son tan difíciles de aceptar para nosotros —dijo suavemente—. Mucho más, aún, que la medida de volumen. El pensamiento de que haya seres vivientes en el universo para los cuales todo el curso del hombre —en verdad, todo el curso de la vida— no sea más que unos miles o cientos de millares de años, Y para quienes el hombre no sea más que un ser de inferior calidad progresiva, una insignificante parte de un hábil trabajo de desfiguración.
Esta vez no hizo pausa.
—Los escritores de temas fantásticos a veces han insinuado toda clase de cosas extrañas acerca de la Tierra: que pudiera hasta ser una especie de particular ser viviente, o estar horadada con cavernas habitadas, y así por el estilo. Pero no sé que alguno de ellos haya sugerido jamás que la Tierra, junto con todos los planetas y lunas del sistema solar, pudieran ser…
—… una desfigurada flota de gigantescas naves espaciales esféricas —Frieda finalizó por Edmund, en un susurro.
—Tu suposición es casualmente la exacta verdad.
Al oír esa familiar, pero terriblemente extraña voz, los cuatro se volvieron hacia la puerta interior. Dotty estaba parada allí, una niña aturdida de sueño con una manta recogida alrededor del cuerpo y arrastrando por el suelo atrás. Su propia hija. Mas en los ojos de la criatura había una expresión que los hizo sentirse inferiores.
—Soy un ser —dijo— con una antigüedad algo mayor de lo que vuestros geólogos llaman la Edad Arqueozoica. Os estoy hablando por conducto de un número de personas telepáticamente sensibles entre vuestra clase. En cada caso mis pensamientos se ajustan a vuestro nivel de comprensión. Habito la desfigurada nave espacial carente de retropropulsión que es vuestra Tierra.
—Criatura… —suplicó Celeste, dando un vacilante paso hacia adelante.
—Es cierto —continuó Dotty, sin dirigirle una mirada siquiera— que plantamos las semillas de la vida en algunos de estos planetas simplemente como parte de nuestro trabajo de desfiguración, lo mismo que les dimos un apropiado medio ambiente para cada uno. Y es cierto que ahora hemos de dejar que la mayor parte de esa vida sea destruida. Nuestro escondite ha sido descubierto, nuestros perseguidores están sobre nosotros, y tenemos que hacer un último esfuerzo para escapar o batallar, ya que firmemente creemos que el principio de reserva mental al cual hemos consagrado nuestra existencia es quizás el mayor bien de todo el universo.
»Pero no es verdad que os miremos con desprecio. Toda nuestra raza está hondamente consagrada a la vida, dondequiera que ella se manifieste, y es nuestra norma no impedir su desarrollo. Esa fue una de las razones por las cuales hicimos a la vida una parte de nuestra desfiguración; ello haría a nuestros perseguidores refractarios a examinar estos planetas con suma atención.
»Ciertamente, siempre os hemos apreciado y observado vuestra evolución con interés desde nuestras ocultas guaridas. Inconscientemente quizás hasta hayamos modelado vuestro desarrollo en ciertos aspectos, constantemente tratando de apartaros de la guerra por la instrucción y por fin consiguiéndolo; lo cual quizás haya dado el revelador indicio a nuestros perseguidores.
»Vuestros planetas tienen que ser hechos pedazos —este particular planeta en el área del Pacífico— de suerte que tengamos nuestra última oportunidad para escapar. Aun cuando no entráramos en acción, nuestros perseguidores os destruirían con nosotros. No os podemos invitar a venir a nuestras naves; no por falta de espacio, sino porque no podríais sobrevivir a las enormes aceleraciones a que estaríais sujetos. Necesitaríais, sabéis, comodidades muy especiales, de las cuales tenemos sólo lo suficiente para unos cuantos.
»Esos pocos los llevaremos con nosotros, como la semilla de la cual puede —si nosotros mismos de algún modo sobrevivimos— nacer una nueva raza humana.
* * *
Rosalind e Ivan se miraron mudamente el uno al otro en la plateada sala en forma de huevo, sin entrada o salida visibles, colocados en una floja postura. Pero sus pensamientos ya no eran sobre viajes de treinta y tantas millas a través de la sólida tierra, o sobre el fresco que se sentiría después del calor del trayecto, o respecto a cuán grotesco era ser entrampados aquí, el fragmento de un matrimonio. Los dos estaban escuchando la voz que hablaba dentro de su espíritu.
«En unos minutos vuestros cuerpos serán disgregados en capas de un solo átomo de espesor, aptos para ser guardados o almacenados de tal manera que resistan aceleraciones casi infinitas. Simples células cubrirán acres de espacio. Pero no os alarméis. La operación es sin dolor y cada partícula será catalogada para futura reunión. Vuestra conciencia continuará durante toda la operación».
Rosalind miraba a los dedos de sus pies guarnecidos de oro. Se estaba preguntando: «¿Fenecerán ellos primero, o mi cabeza? ¿O seré mondada como una manzana?».
Miró a Ivan y percibió que él estaba pensando lo mismo.
* * *
Arriba en la sala de reunión, los otros Wolver estaban hundidos en sus asientos alrededor de la mesa. Sólo la pequeña Dotty permanecía erguida y mirando fijamente, sobrecogida y sin habla, totalmente fuera del alcance de ellos, como un teléfono descolgado y con la conexión puesta, pero no llegando ninguna voz del otro extremo.
Acababan de apagar la televisión después de escuchar una confusa mezcla de contradicciones, rezos, charlas de partidarios de Kometevsky, y unos cuantos comentarios pasmosamente realistas sobre la posibilidad de supervivencia.
Estos últimos señalaban que, por el lado de la Tierra opuesto al Pacífico, los cataclismos llegarían lentamente cuando la enterrada nave espacial saltara con violencia; con tal que, como parecía ser el caso, marchara sin mecanismos de retropropulsión o reacción.
Sería como si el vasto núcleo de la Tierra simplemente desapareciera. La gravedad se disminuiría de repente a una fracción de su anterior valor. La vacía envoltura de roca, agua y aire empezaría a huir de los despojos porque ya no habría la masa requerida para retenerla.
Sin embargo, pudiera haber exactas probabilidades de supervivencia temporal y hasta prolongada para personas dentro de fuertes construcciones herméticamente cerradas, tales como submarinos y naves espaciales. Se decía que las pocas naves espaciales de la Tierra se habían deteriorado, o se estaban preparando para partir, con tantos pasajeros como podían ser transportados.
Pero la mayoría de las personas, al parecer, no podían meditar ninguna clase de acción. Sólo podían estar sentados e imaginar, como los Wolver.
Una tenue sonrisa aflojó el rostro de Celeste.
«¡Qué maravilloso!», estaba pensando. «Esto significa la destrucción del sistema solar, el cual es un concepto subjetivo horripilante. Objetivamente, sin embargo, sería un espectáculo más pavoroso que todo lo que un ser humano haya visto o podido ver jamás. Es desear una cosa absurda y hasta inhumana, pero desearía poder ver todo el cataclismo desde el principio hasta el fin. Ello haría parecer la muerte muy insignificante, un menudo incidente personal».
El semblante de Dotty estaba perdiendo su vacía expresión, volviéndose atento e inquieto.
—Estamos en contacto con nuestros perseguidores —dijo con la familiar y extraña voz—. Hay negociaciones en curso ahora. Parece haber… hay ciertamente un cambio en ellos. Donde antes eran duros y vengativos, ahora son apacibles y conciliatorios —se paró, la inquietud pintada en las tiernas facciones contrayéndose en una penosa incertidumbre—. Nuestros perseguidores siempre han sido astutos. El cambio en ellos puede ser falso, destinado simplemente a aquietarnos e inducirnos a permitirles que se acerquen lo suficiente para destruirnos. No debemos caer en la trampa llenándonos de esperanzas…
Los otros se inclinaron hacia adelante, asiéndose de las manos, mirando al pequeño rostro como si fuera una pantalla de televisión.
Celeste tenía la extraña sensación de que estaba escuchando un comunicado de una guerra tan inconcebiblemente vasta y violenta, entre adversarios tan astronómicamente grandes y casi inmortales, que se sentía como un razonante zoófito… y en seguida se dio cuenta con un violento impulso de reír que esa era exactamente la situación.
—¡No! —dijo Dotty. Sus ojos empezaron a brillar como un ascua—. ¡Realmente han cambiado! Durante las edades en las cuales estuvimos alejados y escondidos de ellos, no sabiendo nada de ellos, se rebelaron contra la tiranía le una mente comunal para la cual ningunos pensamientos son secretos… la tiranía de que nosotros huimos para esquivarla. ¡No vienen para destruirnos, sino para devolvernos con gusto a una sociedad que nosotros y ellos podemos hacer verdaderamente grande!
Frieda se hundió en el sillón, temblando entre accesos de risa e histérico llanto, Theodor tenía un aspecto tan pálido como tuviera Dotty mientras esperaba a recibir mensajes para hallar. Edmund se dirigió rápidamente a la ventana, Celeste hacia el televisor.
Saliendo temblorosamente del sillón, Frieda se encaminó a la ventana dando trompicones y atisbó afuera junto a Edmund. Con violenta excitación, vio luces que se movían a lo largo de las sendas con sacudidas.
En la pantalla de la televisión, Celeste observó dos naves brillantemente iluminadas que daban vueltas en el cielo; si eran naves espaciales humanas o Phobos y Deimos que habían venido para ayudar a la Tierra a alegrarse, eso no lo podía determinar.
Dotty habló de nuevo, el júbilo de su extraña voz hizo que se volvieran.
—Y a vosotros, queridos hijos, criaturas de nuestra desfiguración, os recibimos con gusto —sea cual fuere vuestro futuro curso en estos planetas u otros semejantes— en la sociedad de esclarecidos mundos. ¡No habéis de sentiros nunca más pequeños y solos y desvalidos, porque siempre estaremos con vosotros!
Se abrió la puerta exterior. Ivan y Rosalind entraron tambaleándose, ebriamente sonriendo, del brazo.
—Igual que cohetes —dijo alegremente Rosalind—. Atravesamos la durasfera y la sólida roca… y subimos rápidamente en derechura a la superficie.
—No habían de llevarnos con ellos —añadió Ivan con una nublada sonrisa—. Pero sabéis eso ya, ¿no? Son demasiado buenos para dejaros vivir con miedo, por tanto deben haberos informado ya.
—Sí, lo sabemos —dijo Theodor—. Deben ser casi divinos en su bondad. Me siento… sosegado.
—Yo más sosegado de lo que me sintiera nunca antes —dijo seriamente Edmund—. Supongo es el saber que… bien, que no estamos solos.
Dotty parpadeó, mirando alrededor; y sonrió a todos ellos con una sonrisa cabalmente infantil.
—Oh, mamá —dijo, y era imposible saber si hablaba a Frieda, o a Rosalind o a Celeste—. Acabo de tener el sueño más extraño.
—No, querida —dijo dulcemente Rosalind—, somos nosotros que hemos tenido el sueño. Acabamos de despertar.
Fin