Publicado en
agosto 20, 2016
"¿Por qué tenías que morir?" exclamó la niña.
Pero luego comprendió.
Por Arthur Gordon.
AVECES pienso, no sin cierta desazón, que un padre no puede enseñar a sus hijos nada que realmente valga la pena. Lo más que puede hacer es ponerlos en contacto con la vida. Las lecciones se reciben así con tal naturalidad y en forma tan directa que a menudo pasan inadvertidas hasta que se empieza a recordar lo pasado.
Ayer, por ejemplo...
Ya entrada la tarde, volvíamos los cuatro, después de haber ido a pescar durante una hora. Nuestra lancha se deslizaba gallardamente sobre las olas, que la luz salpicaba de oro bruñido. A la izquierda teníamos las dunas de la costa. A la derecha sólo veíamos las aves, el mar, el cielo, y de vez en cuando el resplandor plateado de alguna caballa que saltaba fuera del agua. En otra ocasión hubiéramos sido cinco en el bote. Pero Dana, de 14 años de edad y que adora a todo ser viviente, había preferido quedarse en casa a cuidar de un cachorro de mapache que había conseguido no sé dónde.
—Tengo que prepararle su papilla —había dicho, muy complacida—. Además, si me alejo de él, chilla.
Decidí desembarcar a mi tripulación (mi esposa y dos hijos) para que volvieran a casa andando mientras yo llevaba la lancha al fondeadero de una caleta. En el momento en que llegábamos a la playa, vi cerca del agua, en la arena, un pelícano, acurrucado e inmóvil. Al acercarnos nos miró, pero no hizo intento de volar.
"Ese pájaro no parece estar muy contento", comenté; y no volví a pensar en él hasta que llegué a casa después de amarrar el bote. Al pie de la escalinata de entrada estaba el pelícano con la cabeza inclinada y las grandes alas semidesplegadas. Alrededor de él, con muestras de ansiedad, se congregaba mi familia, inclusive Dana, quien, en cuclillas, con mechones de pelo rubio sobre la cara, tendía los bronceados brazos en ademán de protección en torno al cuello del ave. La niña levantó la mirada hacia mí con los ojos grises velados por las lágrimas.
—Papá —dijo—, ¿qué le sucede? No puede volar; casi no puede andar, y está tiritando.
Contuve el impulso de decirle que, fuera lo que fuese, una familia que ya tenía ocho gatos, un perro faldero y un mapache, lo que menos necesitaba era otro animal. Mi mujer, como de costumbre, me leyó el pensamiento:
—No podíamos abandonarlo así como así —me dijo con calma.
—Lo trajimos en brazos hasta aquí —añadió con orgullo nuestro hijo menor—. Yo le llevé la cabeza y parte del cuello, ¡y ni siquiera trató de picarme!
Miré el enorme pico ganchudo del ave; era tan ligero, y sin embargo tan fuerte, que me indujo a pensar (no por primera vez) cuán extraño y maravilloso es que una criatura tan ridícula conociera un instante de centelleante belleza: al pescar, el pelícano, en la última fracción de segundo de su zambullida, pliega las torpes alas y hiende el agua como una jabalina, dechado de gracia, fuerza y precisión. Pero algo me decía que el ave ya no volvería a saber de tales instantes.
Le pasé la mano por las sedosas plumas de la garganta. No sentí obstrucción alguna. El pelícano se estremeció levemente, dio algunos pasos vacilantes y luego se quedó inmóvil otra vez, observándonos indiferente con amarillos ojos.
—Quizá deberíamos llamar al veterinario —comenté.
—Ya le telefoneamos —me informó mi mujer—. Dijo que lo único que podemos hacer esta noche por el pelícano es darle un poco de agua y velarlo.
—No quiere agua —explicó Dana tristemente—. Tampoco quiere pan. Ya le ofrecí un pedacito.
—Podríamos darle un poco de pescado —aconsejé—. Pero dudo mucho que se lo coma.
Le ofrecimos el pescado y lo desdeñó. Vertimos un poco de agua en el ángulo del inerte pico. El ave no parecía temernos, pero de vez en cuando la sacudían fuertes convulsiones.
—¡Tiene frío! —gimió Dana, y con una toalla de playa envolvió tiernamente al pelícano.
El Sol se puso tras un manchón escarlata. Al fin la familia entró a cenar y nos dejó a Dana y a mí con el ave. Allá lejos, sobre el océano, largas bandadas de pelícanos, en busca de sus refugios nocturnos, trazaban un arco en el cielo. El nuestro ¿podría verlos? me preguntaba.
—Lo llevaremos otra vez al agua —indiqué por fin a., Dana—. Al ver a sus amigos que vuelven a casa quizá le den ganas de irse con ellos.
Llevando ella el enorme pájaro inerte, Dana y yo nos dirigimos al malecón a través de las dunas y la playa desierta. La marea menguaba; las olas tomaban el color del acero a la luz cada vez más tenue. Casi sobre nuestras cabezas, de sur a norte, las aves pasaban raudas en vuelo silencioso. Dana se metió en el agua hasta los tobillos. Me quedé observándola mientras desenvolvía la toalla y depositaba su carga en el mar. Y sucedió algo muy extraño: como obedeciendo a una señal, en el instante mismo en que las anchas patas palmeadas tocaron el agua, algo se liberó, llegó a su fin. La tosca y enorme cabeza, sin producir ni un sonido, se desplomó hacia adelante, entre las olas.
—Tráelo, hijita —le dije a Dana con dulzura—. Ha muerto.
Dana volvió con el pelícano y lo puso en la arena. Parecía más pequeño, allí tendido, totalmente inmóvil. Mi hija se arrodilló a su lado, con el rostro bañado en lágrimas.
—¿Por qué has hecho eso? —le interpeló con angustia— ¿Por qué tenías que morir?
Se levantó el viento, las olas empezaron a cubrir la playa; y la pregunta de la niña quedó suspendida en el aire como si la hubiera formulado desde el principio de los tiempos.
—No estés triste —le dije al cabo de un rato—. Comprendió muy bien que tratábamos de salvarlo. Ya dejó de estar enfermo y de sufrir.
Dana respiró hondamente y se enjugó los ojos con el revés de la mano. Luego levantó la mirada hacia la gran formación que pasaba sobre nuestras cabezas.
—¿Crees tú que entre esos irá alguno de sus hijos?
—Es probable. Hijos, nietos, bisnietos.
Ella asintió lentamente con la cabeza; y sus ojos se llenaban de sombras ante el misterio y el milagro de la vida y de la muerte. Dana acarició , suavemente el húmedo plumaje del pelícano. Luego se puso en pie y se echó atrás los cabellos con un movimiento de cabeza.
—¿Podemos enterrarlo ahora mismo? —me preguntó.
Y así, lo sepultamos al pie de las dunas, donde las melancólicas algas pudieran velar por él. Yo improvisé un túmulo, y encima coloqué unos trozos de cemento. La marea jamás subiría hasta allí.
Al llegar al malecón nos volvimos a mirar el sitio donde brillaba el cemento. Luego Dana dijo a media voz (¿se dirigía a mí, o hablaba consigo misma?):
—Ha vuelto adonde quería estar, ¿verdad? Y sigue siendo parte del plan universal, ¿no es cierto?
Las estrellas comenzaban a asomar en el firmamento; el mar se oscureció; y las aves habían desaparecido en la densa oscuridad de la noche. Mi hija me tomó de la mano con madura firmeza.
—Volvamos a casa —me dijo—. Hay que dar de comer a ese mapache insaciable.
Condensado de "Family Circle" (Junio de 1970), © 1970 por The Family Circle, Inc., 488 Madison Avenue, Nueva York, N.Y. 10022.