DALILA Y EL MONTADOR DEL ESPACIO (Robert A. Heinlein)
Publicado en
agosto 20, 2016
Seguro, tuvimos problemas construyendo la Estación Del Espacio Número Uno... pero esos problemas fueron la gente.
No es que construir una Estación a treinta y cinco mil seiscientos kilómetros en el espacio sea una fruslería. Era una obra de ingeniería mucho mayor que el Canal de Panamá o las Pirámides... —o incluso la Pila de Energía de Susquehanna—. Pero «Chico» Larsen la construyó... y cuando Chico empieza algo lo termina.
Me encontré por primera vez con Chico jugando como guardameta en un equipo semiprofesional, abriéndose camino en el Politécnico Oppenheimer. Luego trabajó algunos veranos conmigo, hasta que se graduó. Siguió en la construcción, y finalmente fui a trabajar para él.
Chico no emprendía nunca un trabajo a menos que estuviera satisfecho con su parte de ingeniería. La Estación comportaba trabajos que necesitaban más bien monos de seis brazos que hombres adultos con trajes del espacio. Chico se encargó de encontrarlos; ni una tonelada de material fue enviada al espacio hasta que las especificaciones y los diseños fueron de su agrado.
Pero había gente que nos dio quebraderos de cabeza. Teníamos un aluvión de hombres casados, pero el resto eran chicos alocados, atraídos por la buena paga y la aventura. Algunos eran curtidos hombres del espacio. Algunos eran especialistas, como electricistas e instrumentistas. Casi la mitad eran buzos de profundidad, acostumbrados a trabajar encerrados en trajes de presión. Había también trabajadores en cajón hidráulico, y montadores, y soldadores, y armadores de barcos, y dos acróbatas de circo.
Despedimos a cuatro de ellos por emborracharse durante el trabajo; Chico tuvo que luchar duramente antes de que aceptaran ser despedidos. Lo que nos preocupaba era: ¿de dónde sacaban la bebida? Resultó que un armador de barco había montado un alambique en frío, utilizando el vacío que nos rodeaba. Estaba fabricando vodka con patatas robadas del almacén. Lamenté echarlo, pero era demasiado listo.
Teniendo en cuenta que nos movíamos en caída libre en una órbita circular de veinticuatro horas, con todas las cosas ingrávidas y notando, comprenderán que algo como jugar a los dados era completamente imposible. Pero un radiotelegrafista llamado Peters se las ingenió para crear unos dados de acero y un campo magnético. Así eliminó también el elemento suerte, de modo que también tuvimos que echarlo.
Planeamos embarcarlo en la próxima nave de aprovisionamiento, la R. S. Media Luna. Yo estaba en la oficina de Chico cuando usó sus chorros para ajustarse a nuestra órbita. Chico se dirigió a la portilla de babor.
—Envía a por Peters, Papi —dijo—, y dale la patada. ¿Quién es su relevo?
—Un tipo llamado G. Brooks McNye —le dije.
Un cable de enlace partió ondulando de la nave. Chico dijo:
—No creo que esté en posición. —Preguntó por radio la velocidad relativa de la nave con respecto a la Estación. La respuesta no le gustó, y les dijo que llamasen a la Media Luna.
Aguardó hasta que la pantalla de televisión mostró al comandante de la nave cohete.
—Buenos días, capitán. ¿Por qué nos ha enviado un cable?
—Para la mercancía, naturalmente. Tiene usted montones de ella aquí. Deseo irme antes de que entremos en la sombra.
—La Estación perdía casi una hora y cuarto cada día atravesando la zona de sombra de la Tierra; trabajábamos en dos turnos de once horas y despreciábamos el período oscuro a fin de ahorrar luces y calefacción en los trajes.
Chico agitó la cabeza.
—No hasta que no hayamos sincronizado rumbo y velocidad.
— ¡Estoy sincronizado!
—No específicamente, según mis instrumentos.
— ¡Tenga corazón, Chico! Ando corto de combustible de maniobra. Si tengo que hacer juegos malabares con toda la nave para efectuar una corrección mínima por cuatro cochinas toneladas de carga, me retrasaré tanto que tendré que establecer un campo secundario. Quizás incluso tenga que efectuar un aterrizaje por inercia.
—En aquellos días todas las naves tenían alas de aterrizaje.
—Mire, capitán —dijo Chico secamente—, el único propósito de su ascensión ha sido igualar órbitas por esas mismas pocas y cochinas toneladas. Me tiene sin cuidado que aterrice usted en la Pequeña América o en la empuñadura de un bastón. El primer cargamento fue situado con extremo cuidado en la órbita adecuada, y tengo la intención de que todos los demás hagan lo mismo. Haga las cosas como es debido.
—Muy bien, superintendente —dijo secamente el capitán Shields. —No se enfade, Don —dijo Chico con suavidad—. A propósito, ¿tiene usted un pasajero para mí?
— ¡Oh, sí, lo tengo! —Shields esbozó una sonrisa.
—Bien, manténgalo a bordo hasta que hayamos descargado. Quizá todavía podamos trabajar en la sombra.
— ¡Estupendo, estupendo! Después de todo, ¿por qué tengo que aumentar yo sus preocupaciones? —Cortó, dejando a mi jefe desconcertado.
No tuvimos tiempo de pensar en sus palabras. Shields hizo girar sus naves con los giroscopios, puso en marcha sus cohetes uno o dos segundos, situándose en inercia a nuestro lado en muy poco tiempo... y usando muy poco combustible, pese a sus protestas. Eché mano de todos los hombres de que pude disponer y conseguí meter toda la carga antes de que entráramos en la sombra de la Tierra. La ingravidez es una increíble ventaja para manejar peso; vaciamos la Media Luna —a mano, imagínese— en cincuenta y cinco minutos.
La carga eran tanques de oxígeno llenos a tope, y espejos de aluminio para protegerlos, paneles de piel exterior contrachapados de hojas de aleación de titanio con relleno de fibra de vidrio— y cajas de jatos para iniciar la rotación de las zonas habitadas. Una vez estuvo todo descargado y situado en nuestro cable de carga, despedí a los hombres por el mismo cable... puesto que no quería dejar a ningún hombre trabajando fuera sin un cable, por muy feliz que se crea uno en el espacio. Luego le dije a Shields que me enviara al pasajero y que se fuera.
El hombrecillo salió de la escotilla estanca de la nave, y se ancló en el cable. Dejándose colgar como se hacía habitualmente en el espacio, utilizó sus pies para impulsarse hacia adelante, deslizándose a lo largo del cable tendido, guiado por el anclaje. Me dirigí hacia él y le hice señas de que me siguiera. Chico, el recién llegado y yo llegamos juntos a la compuerta estanca.
Además de las habituales compuertas de carga teníamos tres G. E. Kwikloks. Una Kwiklok es una Virgen de Hierro sin clavos; se adapta a un hombre como un traje, dejándole sólo algunos litros de aire para expulsar, y su ciclo es automático. Economiza mucho tiempo en los cambios de traje. Yo me metí en uno de tamaño mediano; Chico, naturalmente, utilizó el más grande. Sin ninguna vacilación, el recién llegado se metió en el más pequeño.
Entramos en la oficina de Chico. Chico se despojó del indumento, echando hacia atrás su casco.
—Bien, McNye —dijo—. Encantado de tenerlo entre nosotros.
El nuevo técnico en radio abrió su casco. Oí una voz suave y agradable responder:
—Gracias.
Me lo quedé mirando sin decir palabra. Desde donde estaba, pude ver que el técnico en radio llevaba una cinta en el pelo.
Creí que Chico iba a estallar. No necesitó ver la cinta en el pelo; con el casco quitado, quedaba completamente claro que el nuevo «hombre» era tan mujer como la Venus de Milo. Chico maldijo algo en voz baja, y apenas se quitó el traje corrió hacia la portilla de babor.
— ¡Papi! –gritó—. Vaya corriendo a la radio. ¡Detenga a esa nave!
Pero la Media Luna no era ya más que una bola de fuego en la distancia. Chico parecía aturdido.
—Papi –dijo— ¿quién más sabe de esto?
—Nadie, que yo conozca.
Pensó unos instantes.
—Tenemos que mantenerla fuera de la vista. Esto es... la mantendremos encerrada fuera de circulación hasta que llegue la próxima nave. —Ni siquiera la miró.
— ¿De qué demonios está usted hablando? —la voz de McNye era fuerte y no precisamente agradable. Chico la fulminó con la mirada.
—Usted cállese. ¿Qué es... un polizón?
— ¡No diga estupideces! Soy G. B. McNye, ingeniero electrónico. ¿Acaso no tiene mis papeles?
Chico se giró hacia mí.
—Papi, esto es culpa tuya. ¿Cómo dem... (perdón, señorita), cómo has dejado que nos mandaran una mujer? ¿Acaso ni siquiera leíste su informe previo?
— ¿Yo? —dije—. ¡Ahora, entiende, cabeza cuadrada!, esos informes ni siquiera mencionan el sexo; la Comisión de Control de Empleo no lo permite, a menos que sea un dato necesario para la aptitud en el trabajo.
— ¿Están ustedes diciéndome a mí que no soy apta para el trabajo aquí? —No bajo el sistema de clasificación de este lugar. Hay montones de mujeres en la radio y en el radar ahí abajo en la Tierra.
—Esto no es la Tierra. —Tenía algo. Estaba pensando en esos lobos de dos patas metidos en el oficio. Y G. B. McNye era linda. Quizás ocho meses de no ver a una mujer habían afectado mi juicio, pero podía pasar.
—He oído hablar incluso de mujeres pilotos de cohete —dije, como consuelo.
— ¡Como si hubiera oído hablar de mujeres arcángeles; no quiero mujeres aquí!
— ¡Espere un momento! —Si yo estaba irritado, ella estaba visiblemente dolida—. Es usted el superintendente de construcción, ¿no?
—Sí —admitió Chico.
—Muy bien, entonces, ¿cómo sabe usted a qué sexo pertenezco?
— ¿Está usted intentando negar que es una mujer?
— ¡Difícilmente! Estoy orgullosa de ello. Pero oficialmente usted ignora cuál es el sexo de G. Brooks McNye. Por eso utilizo la G. en lugar de Gloria. No pido favores.
—No le vamos a conceder ninguno —gruñó Chico—. No sé cómo se ha metido usted en esto, pero escuche una cosa, McNye, o Gloria, o como se llame: está despedida. Volverá abajo en la primera nave. Mientras tanto, intentaremos que los hombres no sepan que hay una mujer a bordo.
Me di cuenta de que ella estaba contando hasta diez.
— ¿Puedo decir algo? —preguntó finalmente—. ¿O las prerrogativas de su capitán Bligh se extienden incluso hasta eso?
—Diga lo que tenga que decir.
—No me he metido en ninguna parte. Pertenezco al personal permanente del Ingeniero Jefe de Comunicaciones de la Estación. He tomado estas vacaciones por mi cuenta a fin de familiarizarme con el equipo mientras está siendo instalado. Viviré eventualmente aquí; no veo ninguna razón para no empezar inmediatamente.
Chico barrió aquella argumentación con un gesto de su mano.
—Habrá hombres y mujeres juntos aquí... algún día. Incluso niños. Pero hasta ahora eso es sólo para hombres, y seguirá siéndolo.
—Veremos. De todos modos, usted no puede despedirme; el personal de radio no trabaja para usted. —Se había apuntado un tanto; comunicaciones y otras especialidades dependían de sus contratistas, Cinco Compañías Inc., del Grupo de Empresas Harriman.
—Quizá no pueda despedirla, pero puedo mandarla a casa. «El personal contratado debe serlo a satisfacción del contratante»... es decir, yo. Párrafo siete, cláusula M; yo mismo la redacté.
—Entonces sabrá usted que si el personal contratado es rechazado sin causa justificada, el contratante debe correr con todos los gastos del reemplazo.
—Correré el riesgo de pagarle el regreso a casa, pero usted no se quedará aquí.
— ¡Es usted de lo más irrazonable!
—Quizá, pero soy quien decide qué es bueno para el trabajo. ¡Preferiría tener a un buhonero borracho que a una mujer husmeando entre mis muchachos!
Ella jadeó. Chico se dio cuenta de que había hablado demasiado; añadió:
—Lo siento, señorita. Pero así son las cosas. Se quedará escondida hasta que podamos librarnos de usted. Antes de que ella pudiera contestar, dije:
— ¡Chico... mira tras de ti! Mirando a través de la portilla había uno de los montadores, con los ojos desorbitados. Tres o cuatro más flotaron por el espacio y se unieron a él. Chico se precipitó hacia la portilla, y se alejaron como gorriones. Los había asustado hasta ponerles la carne de gallina; pensé que iba a mostrarles el puño a través del cuarzo.
Regresó junto a nosotros, evidentemente preocupado.
—Señorita —dijo, haciendo una seña—, espere en mi habitación. —Cuando se hubo ido, me dijo—: Papi, ¿qué vamos a hacer?
—Creí que ya habías tomado tu decisión —dije.
—Lo había hecho —respondió malhumoradamente—. Dile al Inspector Jefe que venga, ¿quieres?
Esto demostraba hasta dónde habían llegado las cosas. El cuerpo de inspección pertenecía a las Empresas Harriman, no a nosotros, y Chico los consideraba como una molestia. Además, Chico se había graduado en Oppenheimer, mientras que Dalrymple era del M.I.T.
Entró, alegre y animado.
—Buenos días, Superintendente. Buenos días, señor Witherspoon. ¿Qué puedo hacer por ustedes? Chico le contó lúgubremente la historia. Dalrymple se quedó perplejo. —Tiene usted razón, viejo. Puede usted enviarla de vuelta a casa e incluso sentir un gran alivio varonil con ello. Pero difícilmente podrá argumentar ninguna «causa justificada», ¿no cree?
— ¡Maldita sea, Dalrymple, no puedo tener a una mujer rondando por aquí!
—Un punto de vista muy discutible. No queda cubierto por el contrato, ya sabe.
—Si su oficina no nos hubiera mandado un cochino jugador como predecesor suyo, ¡no estaríamos metidos en este lío!
—Vamos, vamos... recuerde la presión arterial. Supongamos que dejamos la aprobación en suspenso y arbitramos el coste. Suena bien, ¿no?
—Supongo que sí. Gracias.
—De nada. Pero considere esto: cuando usted echó a Peters antes de entrevistarse con el sustituto, se privó usted de un operador. Hammond no puede permanecer veinticuatro horas diarias de guardia.
—Puede dormir en la cabina. La alarma lo despertará.
—No puedo aceptar esto. Nuestra estación y las frecuencias de las naves deben ser controladas a cada momento. Las Empresas Harriman han suministrado un operador cualificado; me temo que tendrá usted que utilizarla en adelante.
Chico aceptaba siempre lo inevitable; pausadamente, dijo:
—Papi, que se haga cargo de la primera guardia. Será mejor que ponga también en esa guardia a todos los hombres casados.
Luego la llamó.
—Vaya a la cabina de radio y empiece a ponerse al corriente de todo, para que Hammond pueda abandonar pronto la guardia. Y cuidado con lo que le dice. Es un buen hombre.
—Lo sé —dijo ella enérgicamente—. Yo le enseñé.
Chico se mordió el labio. El Inspector Jefe dijo:
—El superintendente no se preocupa de las trivialidades... Soy Robert Dalrymple, Inspector Jefe. Supongo que tampoco le habrá presentado a su asistente... el señor Witherspoon.
—Llámeme Papi —dije.
Ella sonrió y dijo:
—Hola, Papi. —Sentí que me recorría una oleada de calor. Se dirigió de nuevo a Dalrymple—. Es extraño que no nos hayamos conocido antes.
Chico cortó la charla:
—McNye, dormirá usted en mi habitación...
Ella enarcó las cejas; él continuó irritadamente:
—Oh, sacaré mis cosas de ella... inmediatamente. Y escuche bien esto: cierre bien la puerta cuando esté fuera de servicio.
— ¡Puede estar seguro de que lo haré! Chico enrojeció.
Yo estaba demasiado ocupado para ver a menudo a la señorita Gloria. Estaba la carga que había que almacenar, los nuevos tanques que instalar y proteger. Lo que más trabajo nos traía era el dotar de gravedad las zonas de habitación. Incluso los más optimistas no esperaban mucho tráfico interplanetario por algunos años; pero las Empresas Harriman deseaban dar impulso a algunas actividades de modo que dieran algo de beneficio a sus enormes inversiones.
La I.T. & T. había contratado un espacio para una estación de enlace de microondas... para varios millones de años, y sólo para televisión. La Oficina Meteorológica insistía en instalar una estación integradora hemisférica; el observatorio de Palomar tenía una concesión (las Empresas Harriman le habían donado el espacio necesario); el Consejo de Seguridad tenía varios vagos proyectos; los Laboratorios Físicos Fermi y el Instituto Kettering tenían ambos un espacio... y una docena de otros arrendatarios querían venir ya, lo más pronto posible, de modo que nunca completábamos las instalaciones para turistas y viajeros.
Había concesiones con límite de tiempo para Cinco Compañías Inc... y sus auxiliares. De modo que teníamos que apresurarnos para dotar de gravedad a las habitaciones.
A la gente que no ha estado nunca ahí arriba le cuesta meterse en la cabeza —o por lo menos me costó a mí— el que no hay peso, ni arriba ni abajo, en una órbita libre en el espacio. Ahí está la Tierra, redonda y hermosa, sólo a treinta mil kilómetros de distancia, lo suficientemente cerca para rozarla con tu codo. Sabes que te está atrayendo hacia ella, y sin embargo no sientes peso, absolutamente ninguno. Simplemente flotas.
Flotar es estupendo para algunos tipos de trabajo, pero cuando llega la hora de comer, o jugar a cartas, o bañarte, es bueno sentir peso en tus pies. Tu comida se queda tranquila en el estómago, y te sientes más natural.
Ustedes habrán visto fotos de la Estación... un enorme cilindro, como un tambor, con una especie de proas de barco surgiendo de los lados. Imagínense un tambor pequeño, girando sobre sí mismo dentro de otro tambor mayor; ésos son los departamentos de habitación, con fuerza centrífuga para crear la gravedad. Hubiéramos podido hacer girar toda la Estación, pero uno no puede amarrar una nave a un derviche danzante.
Así que construimos una parte giratoria para el confort de sus habitantes, y una parte exterior, estacionaria, para almacenaje, tanques y demás carga. El paso de una a otra sección se hacía a través de un eje de sincronización. Cuando la señorita Gloria se unió a nosotros, la parte interna estaba cerrada y presurizada, pero el resto no era más que un esqueleto de vigas.
Tremendamente hermoso, sin embargo; una gran red de reluciente estructura destacando sobre el negro cielo y las estrellas... aleación de titanio 1403, ligero, fuerte y no corrosible. La Estación es difícilmente comparable a una nave, puesto que no necesita tomar impulso. De modo que no nos atrevíamos a utilizar medios giratorios violentos... y es aquí donde entraban en juego los jatos.
El «jato» Jet Assisted Take—Off es un conjunto de cohetes inventado hace tiempo para dar elevación a los aeroplanos. Ahora lo utilizamos siempre que es necesario un impulso controlado, digamos por ejemplo para sacar un maldito camión que se ha quedado atascado en el barro. Montamos cuatro mil de ellos alrededor del borde de los departamentos habitados, cada uno instalado en su lugar exacto. Estaban ya fijados y listos para entrar en funcionamiento cuando llegó Chico, con aspecto preocupado.
—Papi —dijo—, dejemos todo lo demás y terminemos el compartimento D—113.
—De acuerdo —dijo. El D—113 estaba en la parte no giratoria.
—Instale una compuerta estanca y almacene una reserva de aire para dos semanas.
—Eso cambiará nuestra distribución de masas para el giro —sugerí.
—Volveré a calcularlo en el próximo período oscuro. Luego modificaremos los jatos.
Cuando Dalrymple oyó la noticia acudió a la carga. Aquello representaba una demora en la disponibilidad de los espacios de alquiler.
— ¿A qué viene esa idea?
Chico se le quedó mirando. Últimamente habían estado más fríos que de costumbre; Dalrymple había estado buscando pretextos para ver a la señorita Gloria. Tenía que pasar por la oficina de Chico para llegar a sus apartamentos provisionales, y Chico le había dicho finalmente que saliera de allí y se quedara fuera.
—La idea —dijo Chico lentamente— es tener una tienda auxiliar para el caso de que la casa arda.
— ¿Qué quiere decir?
—Supongamos que pongamos en marcha los jatos y la estructura se resquebraje. ¿Tiene ganas de quedarse flotando en el espacio hasta que llegue la próxima nave?
—Eso es una tontería. Las resistencias han sido calculadas.
—Eso es lo que dijo el hombre cuando se derrumbó el puente. Lo haremos a mi modo.
Los esfuerzos de Chico por mantener a Gloria apartada de los demás fueron un fracaso. En primer lugar, la principal tarea de un técnico en radio era reparar los comunicadores de los trajes usados en las guardias. Durante sus guardias hubo verdaderas oleadas de tales reparaciones. Efectué algunos cambios de guardia y les cargué a algunos los costos de reparación: no es aceptable que un hombre estropee deliberadamente su antena.
Hubo también otros síntomas. Se puso de moda el afeitarse. Los hombres empezaron a utilizar camisas por todas partes, y los baños se incrementaron hasta tal punto que me creí en la necesidad de tener que solicitar más suministro de agua.
El cambio de turno llegó cuando el D—113 estaba ya listo y los jatos reajustados. No tengo inconveniente en decir que estaba nervioso. Todo el mundo recibió órdenes de meterse en sus trajes y salir de las habitaciones. Se encaramaron a las viguetas y travesaños y esperaron.
Los hombres se ven todos iguales con traje espacial; usábamos números y brazaletes coloreados para identificarnos. Los supervisores llevaban dos antenas, una para la frecuencia general y otra para el circuito de supervisión. La segunda antena de Chico y mía estaban conectadas con la cabina de radio y con todas las frecuencias... en realidad era como una emisora.
Los supervisores habían informado que sus hombres estaban fuera del radio de acción de los chorros, y yo estaba ya a punto de darle a Chico la señal cuando apareció aquella figura trepando por las viguetas, dentro de la zona de peligro. No llevaba cable de seguridad. No llevaba brazalete. Llevaba una sola antena.
La señorita Gloria, por supuesto. Chico la sacó de la zona de peligro y la ancló a su propio cable de seguridad. Oí su voz, dura dentro de mi casco:
— ¿Quién se cree que es? ¿Un superintendente plenipotenciario?
Y la voz de ella:
— ¿Qué esperaba que hiciese? ¿Aparcar en una estrella?
—Le dije que se mantuviera alejada de los trabajos. Si no puede obedecer las órdenes, la haré encerrar. Me dirigí hacia ellos, corté mi radio y toqué mi casco con el de Chico.
— ¡Jefe! ¡Jefe! ¡Está usted emitiendo!
—Oh —dijo él. Cortó la radio y tocó su casco con el de ella.
A ella aún podía oírla, no había cerrado su radio.
—...porque, gran babuino, envió usted una patrulla a sacar afuera a todo el mundo; por eso salí. —Y—: ¿Cómo quería que supiera lo del límite de seguridad? ¡Me ha tenido usted encerrada todo este tiempo! —Y finalmente—: ¡Eso ya lo veremos!
Los llevé aparte y le dije al jefe de electricistas que empezara. Luego olvidamos la discusión porque estábamos contemplando los más preciosos fuegos artificiales que hubiéramos visto nunca, una gigantesca rueda de Santa Catalina con cohetes estallando todos a la vez. Absolutamente silenciosos allí en medio del espacio... pero hermosos más allá de toda comparación.
Los chorros se apagaron, y ahí estaban los departamentos de habitación, girando como un volante... Chico y yo suspiramos aliviados. Todos entramos en seguida para ver a qué sabía la gravedad.
Tenía un sabor curioso. Atravesé la compuerta y empecé a bajar la escalera, descubriéndome más pesado a medida que me acercaba al borde. Me sentí mareado, como la primera vez que experimenté la ingravidez. Me costaba andar, y sentía calambres en las piernas.
Lo inspeccionamos todo, luego entramos en la oficina y nos sentamos. Era una sensación agradable y confortable el sentir un tercio de gravedad en el cuerpo. Chico pasó las manos por los brazos de su sillón y sonrió.
—Me parece que no hará falta que nos encerremos en el D—113.
—Hablando de encerrar —dijo la señorita Gloria, entrando—. ¿Puedo tener unas palabras con usted, señor Larsen?
— ¿En? Oh, seguro. De hecho, yo deseaba hablar con usted. Le debo una disculpa, señorita McNye. Estuve...
—Olvídelo —cortó ella—. Estaba nervioso. Pero lo que quiero saber es esto: ¿cuánto tiempo piensa seguir manteniendo esta estupidez de mantenerme vigilada? Él la estudió.
—No mucho tiempo. Sólo hasta que llegue su relevo.
— ¿Sí? ¿Quién es el representante de los trabajadores aquí? —Un ajustador llamado McAndrews. Pero no puede usted acudir a él. Usted es un miembro del personal administrativo.
—No en el aspecto al que me estoy refiriendo. Hablaré con él. Está usted discriminándome, incluso en mi tiempo libre.
—Quizá, pero puede comprobar que tengo autoridad para hacerlo. Legalmente soy el capitán de la nave, mientras duren los trabajos. Un capitán en el espacio tiene poderes discrecionales.
— ¡Entonces debería usarlos con discreción!
Él hizo una mueca.
— ¿No es eso precisamente lo que dice usted que estoy haciendo?
No oímos hablar del representante de los trabajadores, pero la señorita Gloria empezó a actuar a su modo. Apareció en el cine, terminada su guardia, con Dalrymple. Chico se fue a la mitad... pese a que era una buena película: Lisístrata va a la ciudad, transmitida desde Nueva York.
Cuando regresó, sola, la detuvo, después de asegurarse de que yo estaba presente.
—Hummm... señorita McNye...
— ¿Sí?
—Creo que debería usted saber, esto... que el Inspector Jefe Dalrymple es un hombre casado.
—¿Está usted sugiriendo que mi conducta ha sido impropia?
—No, pero...
—¡Entonces ocúpese de sus propios asuntos!
—Y antes de que pudiera responder añadió—: Quizá le interese saber que me ha hablado de los cuatro hijos que tiene usted.
Chico estalló:
—¿Qué... cómo? ¡Si ni siquiera estoy casado!
—¿No? Eso aún hace peores las cosas, ¿no cree? Se marchó.
Chico dejó de intentar mantenerla en su habitación, pero le dijo que le comunicara cuando salía. Desde entonces se convirtió en su ángel custodio. Me abstuve de sugerirle que no hacía otra cosa que reemplazar a Dalrymple.
Pero me sorprendí cuando me dijo que redactara la orden de despido para ella. Estaba convencido de que ya había abandonado aquella idea.
—¿Cuál es el motivo? —pregunté.
—¡Insubordinación!
No dije nada. Él continuó:
—Bueno, se niega a cumplir las órdenes.
—Hace su trabajo perfectamente. Tú le das órdenes que no darías a ninguno de los hombres... y que ningún hombre querría cumplir.
—¿Desapruebas mis órdenes?
—El asunto no es éste. No puedes probar los cargos.
—¡Bien, entonces acúsala de ser mujer! Eso puedo probarlo.
No dije nada.
—Papi —añadió, vacilante—, sabes cómo redactarlo. «Sin ninguna animosidad personal contra la señorita McNye, debo comunicar la necesidad, como medida de política interna, y etcétera, etcétera.»
Lo redacté, y se lo di en privado a Hammond. Los técnicos en radio prestan juramento de secreto profesional sobre todo lo que pasa por sus manos, pero no me sorprendió cuando fui abordado por O'Connor, uno de nuestros mejores especialistas en metales.
—Oiga, Papi, ¿es cierto que el Viejo piensa cargarse a Brooksie?
— ¿Brooksie?
—Brooksie McNye... ella quiere que la llamen Brooks. ¿Es cierto?
Lo admití, y luego proseguí mi camino preguntándome si no hubiera debido mentir.
Una nave necesita cuatro horas para llegar desde la Tierra. La Estrella Polar era esperada de un momento a otro, con el relevo de la señorita Gloria. El cronometrador me trajo dos hojas de despido. Dos hombres no eran nada; siempre llegaban más en cada nave. Una hora más tarde se puso de nuevo en contacto conmigo por el circuito de supervisores y me pidió que fuera a su despacho. Yo estaba fuera del borde, inspeccionando un trabajo de soldadura; dije que no.
—Por favor, señor Witherspoon —suplicó—, tiene usted que venir. Cuando uno de los muchachos no me llama «Papi», es que ocurre algo. Fui. Ante su puerta había una cola como las de correos; entré y cerré a mis espaldas. Me tendió dos montones de hojas de despido.
— ¿Qué es eso, por las grandes tinieblas de la noche? —pregunté.
—Hay más docenas que aún no he tenido tiempo de llenar.
Ninguna de las hojas daba una razón fundada... sólo «por voluntad propia».
—Mire, Jimmie... ¿qué ocurre aquí?
— ¿No lo sabe usted, Papi? Caramba, yo también me estoy volviendo majareta. Le dije lo que suponía, y lo admitió. Así que tomé las hojas, llamé a Chico y le dije que por amor del cielo viniera a aquella oficina. Chico se mordió furiosamente el labio.
—Pero Papi, no pueden declararse en huelga. Hay una cláusula en el contrato que se lo prohíbe, y está aceptado por todos los sindicatos.
—No es ninguna huelga, Chico. No puedes impedir que un hombre se despida de su trabajo.
— ¡Entonces van a pagar los gastos de su viaje de regreso, así que ayúdame!
—También estás equivocado. La mayor parte de ellos han trabajado el tiempo suficiente como para tener el viaje de vuelta gratis.
—Tenemos que encontrar rápidamente sustitutos, o no terminaremos a tiempo.
—Peor que eso, Chico... no terminaremos. Para el próximo período oscuro no vas a tener ni la tripulación de mantenimiento suficiente.
—Nunca me ha abandonado ningún equipo de hombres. Hablaré con ellos.
—No conseguirás nada, Chico. Te enfrentas con algo demasiado grande para ti.
— ¿Tú también estás contra mí, Papi?
—Yo nunca estaré contra ti, Chico.
—Papi —dijo—, pensarás que soy un testarudo, pero tengo razón. No puedes tener a una mujer entre varios cientos de hombres. Se vuelven locos. No le dije que a él le afectaba en el mismo sentido; dije:
— ¿Es malo eso?
—Por supuesto. No puedo dejar que todo el trabajo se arruine para complacer a una mujer.
—Chico, ¿les has echado una mirada a los gráficos de progresos últimamente?
—Apenas he tenido tiempo... ¿qué ocurre con ellos? Yo sabía por qué no había tenido tiempo.
—Vas a tener problemas para probar que la señorita Gloria ha interferido en el trabajo.
Vamos adelantados de tiempo.
— ¿Qué?
Mientras estudiaba los gráficos, puse una mano sobre su hombro.
—Mira, hijo —le dije—, el sexo ha dominado nuestro planeta desde hace mucho tiempo. En la Tierra nadie escapa de él y sin embargo se construyen por todas partes las más hermosas obras. Quizá simplemente tengamos que aprender a vivir aquí también con él. De hecho, tú mismo has dado la respuesta hace apenas un minuto.
— ¿Yo? Pero si no la sé.
—Has dicho: «No puedes tener a una mujer entre varios cientos de hombres.» ¿Me comprendes?
— ¿Eh? No, no te comprendo. ¡Espera un minuto! Quizá sí.
— ¿Has probado alguna vez el jiu—jitsu? En ocasiones uno gana relajándose.
—Sí. ¡Sí!
—Cuando uno no puede ganar, abandona.
Llamó a la cabina de radio.
—Haga que Hammond la releve, McNye, y venga a mi oficina.
Actuó con gran delicadeza, se levantó e hizo un discurso... había estado equivocado, había necesitado un largo tiempo para darse cuenta de ello, esperaba que no le guardaría rencor, etc. Daría inmediatamente instrucciones para que desde las oficinas centrales le facilitasen una relación de cuántos trabajos podían cubrirse con personal femenino.
—No olvides a las parejas casadas —le insinué—; y será mejor que pidas también algunas mujeres maduras.
—Lo haré —aceptó Chico—. ¿He olvidado alguna cosa, Papi?
—Creo que no. Tendremos que variar algunas instalaciones, pero tenemos tiempo.
—De acuerdo. Daré orden de que retrasen a la Estrella Polar, Gloria, para que puedan enviarnos ya algunas en este próximo viaje.
— ¡Estupendo! —se la veía realmente contenta.
Él se mordió el labio.
—Tengo la impresión de estar olvidando algo. Humm... oh, sí, ya lo tengo. Papi, diles también que manden a un capellán a la Estación tan pronto como sea posible. Bajo la nueva política interior, es posible que lo necesitemos dentro de poco tiempo. Yo también pensaba lo mismo.
Fin