ESTACIÓN EXTRASOLAR (Damon Knight)
Publicado en
agosto 21, 2016
EL ESTRUENDO metálico resonó en los ámbitos y en los corredores abovedados de la Estación. Paul Wesson se quedó escuchando un momento, mientras los ecos se apagaban. El cohete de mantenimiento había vuelto a Casa; lo habían dejado solo en la Estación de Extranjeros.
¡Estación de Extranjeros! El nombre mismo excitaba la imaginación. Wesson sabía que las dos estaciones orbitales habían recibido sus nombres de la administración británica hacía un siglo; la estación más grande y más baja se llamaba “la Casa” porque regulaba el tránsito entre la Tierra y sus colonias; la exterior se llamaba “de Extranjeros” porque estaba destinada específicamente para tratar con extranjeros... con seres de fuera del sistema solar. Eso no le restaba misterio a la Estación de Extranjeros, que giraba allá arriba sola en la oscuridad, esperando al visitante que llegaba cada dos décadas...
Un solo hombre, entre todos los billones que poblaban el sistema solar, tenía la tarea y el privilegio de soportar la presencia del extraño cuando éste llegaba. Las dos razas, según lo que Wesson había conseguido entender sobre el asunto, eran tan fundamentalmente distintas que el encuentro resultaba siempre penoso para ambas. Bueno, él se había ofrecido para hacer el trabajo, y pensaba que podría hacerlo bien; la recompensa era grande.
Había pasado por todas las pruebas, y contra sus propias expectativas le habían elegido. El personal de mantenimiento lo llevó hasta ese lugar, drogado, como un peso muerto; lo tuvieron así mientras trabajaban, y luego lo despertaron. Y se fueron. Lo dejaron solo...
...Pero no completamente solo.
—Bienvenido a la Estación de Extranjeros, sargento Wesson —dijo una voz agradable—. Le habla la red alfa. Estoy aquí para protegerlo y servirlo en todos sentidos. Si desea algo, no tiene más que pedírmelo.
Era un voz neutra, amistosamente profesional, como la de un buen maestro de escuela.
Wesson había sido advertido, pero aun así la cualidad humana de la voz lo sorprendió realmente. Las redes alfa eran la última palabra en cerebros robóticos: computadoras, mecanismos de seguridad, servidores personales, bibliotecas, todo simultáneamente, y además con algo tan parecido a “personalidad” “libre albedrío” que los especialistas aún no se habían puesto de acuerdo. Eran poco comunes, y fabulosamente caras; Wesson nunca había tenido contacto con una hasta ese momento.
—Gracias —le dijo al aire—. ¿Cómo quiere que la llame? No puedo estar diciendo: “Oiga, red alfa”.
—Uno de sus recientes predecesores me llamaba tía Red.
Wesson hizo una mueca. Red Alfa... tía Red. No le gustaban los juegos de palabras.
—Lo de tía está bien —dijo—. ¿Qué le parece si la llamo tía Jane? Era el nombre de la hermana de mi madre; las voces se parecen un poco.
—Es para mí un honor —dijo cortésmente el mecanismo invisible—. ¿Quiere que le sirva algo ahora? ¿Un bocadillo? ¿Un trago?
—Todavía no —dijo Wesson—. Antes quiero ver un poco este sitio.
Wesson dio media vuelta y echó a andar. La red calló; aparentemente entendió que eso había puesto punto final a la conversación. Excelente; sería una buena compañera si se limitaba a hablar cuando uno se dirigía a ella; en cambio, si se ponía conversadora...
El lado humano de la estación estaba dividido en cuatro segmentos: dormitorio, sala, comedor y baño. La sala era grande y cómoda, agradablemente decorada en tonos verde y castaño: la única nota mecánica era la enorme consola de instrumentos, en un rincón. Los otros cuartos, ordenados en un anillo alrededor de la sala, eran pequeños; había el espacio necesario para Wesson, un estrecho corredor circular, y los mecanismos que le servirían mientras estuviese allí. Había en todo el lugar una sensación de limpieza inmaculada, de brillo; aquello se conservaba en buen estado a pesar de los veinte años de abandono.
Esta es la parte más fácil, se dijo Wesson. El mes que precedía a la llegada del extranjero había buena comida, ningún trabajo y una red alfa con quien conversar.
—Tía Jane, quisiera ahora un bistec —le dijo a la red alfa—. No muy cocido, con patatas asadas, cebollas y setas, y un vaso de cerveza. Llámeme cuando esté todo preparado.
—Muy bien —dijo la voz, amablemente. En el comedor, el cocinero automático comenzó a zumbar y a cloquear con aires de importancia. Wesson inspeccionó la consola de instrumentos. Las compuertas neumáticas estaban cerradas y selladas, decían los diales; el aire circulaba y se renovaba. La estación estaba en órbita, y girando sobre su eje con una fuerza en el perímetro, donde estaba Wesson, de una gravedad. La temperatura interna constante en esa parte de la estación era de veintitrés grados centígrados.
El otro lado del tablero contaba una historia diferente; todos los diales estaban muertos, apagados. El Sector Dos, que ocupaba un volumen unas ochenta y ocho mil veces mayor que el de Wesson, aún no funcionaba.
Wesson tenía una imagen mental muy vívida de la Estación, conseguida a través de fotografías y diagramas: una esfera de duraluminio de doscientos metros de diámetro, en la que habían puesto el reducido disco de diez metros de diámetro de la sección humana, aparentemente en el último momento. Casi toda la cavidad de la esfera —menos las salas de suministros y mantenimiento, y los importantísimos tanques agrandados hacía poco— era una apretada cámara para el extranjero...
— ¡El bistec está listo! —dijo tía Jane.
Era una carne muy bien preparada, tostada por fuera, como a él le gustaba, y tierna y rosada por dentro.
—Tía Jane —dijo Wesson con la boca llena—, está un poco crudo, ¿verdad?
— ¿El bistec? —preguntó la voz, con un ligero tono de angustia.
Wesson sonrió.
—No tiene importancia —dijo—. Oiga, tía Jane, ¿cuántas veces pasó usted ya por esta rutina? ¿La instalaron junto con la Estación?
—No fui instalada con la Estación —dijo tía Jane con voz afectada—. He asistido a tres contactos.
—Hum. ¿Un cigarrillo? —dijo Wesson, palpándose los bolsillos. El cocinero automático zumbó un instante, y por una ranura salió un paquete de cigarrillos. Wesson encendió uno—. Muy bien —dijo—, así que ha estado en esto tres veces. Tendrá muchas cosas que contarme, ¿verdad?
—Oh, desde luego. ¿Qué quiere saber?
Wesson se echó hacia atrás fumando, pensativo, entornando los ojos verdes.
—En primer lugar —dijo—, léame el informe Pigeon, de la Historia resumida. Quiero saber si lo recuerdo correctamente.
—Capítulo Dos —dijo inmediatamente la voz—. El primer contacto con una inteligencia no solar fue hecho por el comandante Ralph C. Pigeon el primero de julio de mil novecientos ochenta y siete, durante un aterrizaje de emergencia en Titán. Lo que sigue es un extracto de su informe oficial:
“Mientras buscábamos una posible causa de nuestros trastornos mentales, descubrimos lo que parecía ser una gigantesca construcción metálica en el otro lado de la colina. Nuestra angustia creció a medida que nos acercábamos a esa construcción, que era poliédrica, y aproximadamente cinco veces más larga que la Cologne.
“Algunos de los presentes expresaron su deseo de retirarse, pero el teniente Acuff y yo teníamos una sensación muy clara de que algo, de un modo indefinible, nos estaba llamando o convocando. Aunque nuestra inquietud no disminuía, acordamos seguir adelante y mantenernos en contacto con el resto del grupo mientras ellos volvían a la nave.
“Entramos en la extraña construcción por una abertura gigantesca e irregular... La temperatura interna era de cincuenta y nueve grados centígrados bajo cero; la atmósfera estaba aparentemente compuesta por metano y amoníaco... Dentro de la segunda cámara nos esperaba una criatura extraña. Sentimos la angustia que he tratado de describir, pero en un grado mucho mayor que antes, y también aquel llamado o ruego... Observamos que el ser exudaba por ciertas articulaciones o poros un fluido espeso y amarillento. Aunque con repugnancia, conseguí recoger una muestra de esa exudación, que después envié al laboratorio.”
Hasta aquí el informe del Comandante Pigeon. El segundo contacto fue hecho diez años más tarde por la famosa expedición a Titán del comodoro Crawford...
—Basta —dijo Wesson—; sólo quería la cita de Pigeon. —Fumó un rato, mientras pensaba—. Parece como si faltara algo, ¿verdad? ¿Tiene alguna versión más completa en su memoria?
Hubo una pausa.
—No —dijo tía Jane.
—Había una historia más detallada cuando yo era un niño —se quejó Wesson, nervioso—. Leí un libro cuando tenía doce años, y recuerdo una larga descripción de la criatura... es decir, no recuerdo la descripción, pero sé que estaba allí. —Wesson miró alrededor—. Escuche, tía Jane, usted es una especie de vigilante universal, ¿verdad? Seguramente tiene cámaras y micrófonos distribuidos por toda la Estación.
—Sí —dijo la red, en un tono (¿o sería simplemente la imaginación de Wesson?) de persona ofendida.
—Entonces, ¿qué me dice del Sector Dos? Usted debe tener cámaras allí, ¿no es así?
—Sí.
—Magnífico. Entonces me puede decir qué aspecto tienen los extranjeros.
Hubo una notoria pausa.
—Lo siento, no puedo darle esa información —dijo tía Jane.
—Me lo imaginaba —dijo Wesson—. Supongo que se lo habrán ordenado por la misma razón que los llevó a suprimir cosas en aquellos libros de historia que yo leía cuando era niño. ¿Cuál será la razón? ¿Tiene usted alguna idea, tía Jane?
Otra pausa.
—Sí —admitió la voz.
— ¿Y bien?
—Lo siento, no puedo...
—...darle esa información —concluyó Wesson, a coro con la máquina—. Está bien. Por lo menos sabemos cuál es la situación.
—Así es, sargento. ¿Quiere algún postre?
—No, postre no. Una cosa más. ¿Qué les sucede a los guardianes de la Estación, como yo, después de que cumplen su misión?
—Son ascendidos a Clase Séptima, estudiosos con tiempo libre ilimitado, y reciben inmediatamente siete mil estelares y una vivienda de Primera Clase...
—Sí, todo eso ya lo sé —dijo Wesson, humedeciéndose los resecos labios—. Lo que quiero preguntarle, en realidad, es que aspecto tenían cuando se fueron los que usted conoció.
—El aspecto humano habitual —dijo lúcidamente la voz—. ¿Por qué pregunta eso, sargento?
Wesson hizo un gesto de desagrado.
—Por algo que recuerdo de una sesión en la Academia. No me lo puedo sacar de la cabeza; sé que tenía que ver con la Estación. Es tan solo parte de una frase... “Ciego como un murciélago y cubierto de cerdas blancas”. ¿Sería eso una descripción del extranjero... o del guardián cuando vinieron a buscarlo? Tía Jane se refugió en una de sus largas pausas.
—Está bien, no se moleste —dijo Wesson—. Me va a decir que lo siente, y que no me lo puede decir.
—Lo siento —dijo el robot, con sinceridad.
A medida que pasaban los días y se transformaban en semanas, Wesson fue descubriendo que la estación era casi un ser vivo. Notaba a su alrededor las elásticas costillas metálicas, que giraban en el espacio arrastrando su peso. Notaba el expectante vacío “allá arriba”, y sentía la vigilante red electrónica que se extendía por todas partes, observando y sondeando, tratando de anticiparse a sus necesidades.
Tía Jane era una compañera modelo. Tenía una discoteca con miles de horas de música; tenía películas cinematográficas y microlibros que él podía leer en la ampliadora de la sala; o, si lo prefería, ella misma se los podía leer. Tía Jane controlaba también los tres telescopios de la Estación, y para ver la Tierra, o la Luna, o la Casa, bastaba con pedírselo.
Pero no había noticias. Si él quería, tía Jane, siempre servicial, conectaba el receptor de radio, y sólo se oía estática. Eso era lo que más pesaba sobre Wesson, a medida que transcurría el tiempo: el conocimiento de que se les imponía silencio a todas las naves en tránsito, y en las estaciones orbitales, y a las transmisiones al espacio. Era un impedimento enorme, casi paralizante. Alguna información podía ser transmitida a través de distancias relativamente cortas mediante el fotófono, pero, por lo general, todo el complejo tráfico de las rutas espaciales dependía de la radio.
Pero este próximo contacto con un extranjero era tan delicado que una voz radial, allí donde la Tierra era un disco apenas más grande que el de la Luna, podría trastornarlo. Era algo tan precario, pensó Wesson, que sólo permitían a un hombre permanecer en la Estación mientras el extranjero estuviese allí, y para proporcionarle al hombre la compañía que le impidiese enloquecer habían instalado la red alfa...
— ¿Tía Jane?
—Sí, Paul —contestó inmediatamente la voz.
—Esa angustia de la que hablan los libros... usted no sabe qué es, ¿verdad?
—No, Paul.
—Porque los cerebros robóticos no la sienten, ¿no es así?
—Así es, Paul.
—Entonces explíqueme para qué quieren aquí a un hombre. ¿Por qué no pueden arreglárselas con usted?
Una pausa.
—No lo sé, Paul.
La voz pareció un poco pensativa. ¿Había realmente en ella esas graduaciones de tono, se preguntó Wesson, o eran producto de su imaginación?
Se levantó del sofá de la sala y empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro.
—Echémosle un vistazo a la Tierra —dijo. Obedientemente, la pantalla de la consola cobró vida; allí estaba la Tierra azul, nadando en el espacio, en cuarto creciente, brillante como una joya—. Basta —dijo Wesson.
— ¿Un poco de música? —sugirió la voz, e inmediatamente comenzó a sonar una música sedante, de instrumentos de viento.
—No —dijo Wesson. La música desapareció.
Las manos de Wesson temblaban; se sentía enjaulado, frustrado.
El traje de presión estaba guardado junto a la compuerta neumática. Wesson había estado arriba un par de veces; no había allí nada de interés, sólo oscuridad y frío. Pero tenía que salir de esa jaula de ardillas. Sacó el traje y comenzó a ponérselo.
—Paul —dijo la tía Jane, preocupada—; ¿se siente nervioso?
—Sí —gruñó Wesson.
—Entonces no vaya al Sector Dos —pidió tía Jane.
— ¡No me diga lo que tengo que hacer, montón de hojalata! —dijo Wesson, enfurecido. Subió el cierre delantero del traje con un brusco movimiento.
Tía Jane no dijo nada.
Hirviendo de rabia, Wesson terminó de revisar todo y abrió la compuerta.
La compuerta neumática, un tubo vertical por el que apenas podía pasar un hombre, era el único paso entre los sectores Uno y Dos. Además, era la única salida del Sector Uno; para llegar a ese sitio, en primer lugar, Wesson había tenido que entrar por la compuerta grande en el polo “sur” de la esfera, y atravesar toda la estación gateando y deslizándose. Naturalmente, había estado todo el tiempo drogado, inconsciente. Cuando llegase el momento saldría del mismo modo; ni al cohete de mantenimiento ni al de combustible les sobraba el tiempo ni el espacio.
En el polo “norte”, el otro extremo, había una tercera compuerta, tan inmensa que podría permitir el paso de una nave de carga interplanetaria. Pero a nadie le interesaba esa compuerta; por lo menos a ningún ser humano.
A la luz de la lámpara que Wesson llevaba en el casco, la enorme cavidad central de la Estación era un abismo negro, que sólo devolvía unos pocos destellos, remotos y burlones. En las paredes más cercanas centelleaba la escarcha. El Sector Dos no había sido presurizado aún; sólo se veía allí un difuso vapor que se había filtrado por la compuerta y que ahora, congelado, cubría las paredes como una capa de polvo. Las botas producían en aquel metal una vibración helada; el vacío inmenso de la cámara era más deprimente porque carecía de aire, de calor y de luz. Solo, decían los pasos; solo...
Había subido diez metros por el conducto cuando su angustia aumentó súbitamente. Wesson se detuvo a pesar de sí mismo y se volvió torpemente, apoyando la espalda contra la pared. La solidez de la pared no era suficiente. Debajo de sus pies el conducto parecía amenazar con inclinarse y dejarlo caer dentro de aquel abismo sin luz.
Wesson reconoció esa sensación de vacío, ese regusto metálico en la parte trasera de la lengua. Era miedo.
Una idea le resonó en la cabeza: Quieren que me asuste. Pero, ¿por qué? ¿Por qué ahora? ¿De qué?
La respuesta le llegó con la misma rapidez. Aquella presión sin nombre lo estrujó un poco más, como un gran puño que se cierra, y Wesson tuvo la aterradora sensación de algo tan inmenso que no tenía límites, bajando con una terrible e interminable lentitud...
Era el momento.
Había pasado el primer mes.
Llegaba el extranjero.
Wesson se volvió, jadeando, y le pareció que a su alrededor la enorme estructura de la Estación se encogía hasta el tamaño de una simple habitación... Él se había encogido también, y se vio como un pequeño insecto que baja frenéticamente por las paredes buscando seguridad.
A sus espaldas, mientras corría, la Estación retumbó.
En las habitaciones silenciosas, todas las luces alumbraban débilmente. Wesson estaba acostado, inmóvil, mirando el cielo raso. Allí su imaginación proyectaba una imagen cambiante del extranjero: inmenso, tenebroso, amenazadoramente informe.
Tenía gotas de transpiración en la frente. No podía apartar la vista.
—Por eso no quería que fuese allá arriba, ¿no es así, tía Jane? —dijo con voz ronca.
—Sí. El nerviosismo es la primera señal. Pero usted me dio una orden muy clara, Paul.
—Ya lo sé —dijo Wesson, mirando fijamente el cielo raso—. Es curioso... ¿Tía Jane?
— ¿Sí, Paul?
—Usted no me va a decir qué aspecto tiene, ¿verdad?
—No, Paul.
—No quiero saberlo. Dios mío, no quiero saberlo... Es curioso, tía Jane; estoy deshecho. Tengo tanto miedo que siento el cuerpo como una gelatina...
—Lo sé —dijo suavemente la voz. —...y una parte está tranquila, serena, como si esto no tuviera importancia. Qué cosas disparatadas se le ocurren a uno.
— ¿Qué cosas, Paul?
Wesson trató de reír.
—Estoy recordando una fiesta infantil en la que estuve hace veinte... veinticinco años. Fue, veamos... cuando tenía nueve años. Lo recuerdo porque fue el mismo año en que murió mi padre. “En esa época vivíamos en Dallas, en una casa rodante alquilada, y había cerca una familia con un cantidad de niños pelirrojos. Siempre daban fiestas; nadie los quería mucho, pero todo el mundo iba siempre.
—Hábleme de la fiesta, Paul.
Wesson se agitó en el sofá.
—Era la víspera de Todos los Santos; recuerdo que todas las muchachas llevaban vestidos negros y anaranjados, y todos los muchachos estaban disfrazados de espíritus. Yo era quizás el niño más pequeño, y me sentía un poco fuera de lugar. De pronto uno de los pelirrojos, con la máscara de una calavera saltó y empezó a gritar: “¡Vamos a jugar al escondite!” Y me agarró y me dijo: “Serás tú”, y antes de que pudiese resistirme me empujó a un cuarto oscuro. Y oí que aquella puerta se cerraba a mis espaldas.
Wesson se humedeció los labios.
—Y entonces, en la oscuridad, sentí que algo me golpeaba la cara. Algo frío y viscoso como... como algo muerto. “Me acurruqué en el suelo y esperé a que la cosa me volviese a tocar. Aquella cosa fría y arenosa que flotaba allí. ¿Sabe qué era? Un guante de lana lleno de hielo y harina. Una broma. Una broma que nunca pude olvidar. ¿Tía Jane?
—Sí, Paul.
—Supongo que las redes alfa pueden ser magníficas psicoanalistas. Como usted es una máquina puedo contarle cualquier cosa, ¿verdad?
—Es cierto, Paul —dijo la red, un poco triste.
—Tía Jane, tía Jane... De nada sirve que me engañe. Siento esa cosa ahí arriba, a un metro de distancia.
—Sé que la siente, Paul.
—No la soporto, tía Jane.
Wesson se retorció en el sofá.
—Es... es sucia, viscosa. Dios mío, ¿va a ser así durante cinco meses? No lo puedo aguantar; me matará, tía Jane.
Otro atronador estampido reverberó en la estructura de la Estación.
— ¿Qué fue eso? —jadeó Wesson—. ¿La otra nave, al salir?
—Sí. Ahora el extranjero está solo, como usted.
—Como yo, no. No puede sentir lo que yo siento. Tía Jane, usted no sabe...
Allá arriba, separado de Wesson por unos pocos metros de metal, estaba el enorme, monstruoso cuerpo del extranjero. Era ese peso ahí suspendido, tan real como algo que uno puede tocar con la mano, lo que le oprimía el pecho.
Wesson había sido un habitante del espacio durante casi toda su vida adulta, y sabía hasta en los huesos que si una estación orbital se derrumbaba, la parte “de abajo” no sería aplastada, sino despedida hacia adelante por su propio impulso angular. No era la opresión de los edificios planetarios, donde las imponentes masas que se ciernen sobre uno parecen amenazar siempre con su caída: esto era diferente, completamente distinto, una impresión de la que uno no podía librarse.
Era el olor del peligro, flotando allá arriba, en la oscuridad, oculto, al acecho, frío y pesado. Era la pesadilla recurrente de la infancia de Wesson: la forma hinchada, irreal, sin color, sin tamaño, que caía espantosamente hacia su cara... Era el perrito muerto que había sacado del arroyo aquel verano en Dakota... piel mojada, cabeza fláccida, frío, frío, frío...
Con un esfuerzo, Wesson giró sobre el sofá y se apoyó en un codo. La presión era un insistente peso helado en su cráneo; la habitación parecía hundirse y girar alrededor en lentos y vertiginosos círculos.
Wesson sintió al arrodillarse, y luego al levantarse, que los músculos de la mandíbula se le contraían por la tensión.
Tenía la espalda y las piernas tensas, la boca dolorosamente abierta. Dio un paso, luego otro, sincronizándolos para tocar el piso en el momento en que éste subía a su encuentro.
El lado derecho de la consola, el que había estado apagado, tenía ahora las luces encendidas. La presión en el Sector Dos, según el indicador, era de aproximadamente una atmósfera y un tercio. El indicador de la compuerta neumática mostraba una presión ligeramente superior de oxígeno y argón; eso era para impedir que la atmósfera del extranjero contaminase el Sector Uno, pero también significaba que la compuerta no podría ser abierta desde ninguno de los dos lados. Ese hecho produjo un irracional consuelo a Wesson.
—Quiero ver la Tierra —jadeó.
La pantalla se iluminó.
—Está muy lejos, muy abajo —dijo. Había una inmensa distancia hasta el fondo de aquel pozo...
Wesson, durante diez vacíos años, había trabajado como técnico en la Casa, la otra Estación. Antes había querido ser piloto, pero desistió el primer año: no soportaba las matemáticas. Pero nunca había pensado en volver a la Tierra.
Y ahora, de pronto, luego de todos esos años, aquel diminuto disco azul parecía infinitamente deseable.
—Tía Jane, tía Jane, es hermosa —murmuró.
Sabía que allá abajo era primavera; y en ciertos sitios, por donde se retiraba el borde de oscuridad, comenzaba la mañana: una acuosa mañana azul, como la luz del mar atrapada en un ágata, una mañana con humo y niebla; una mañana de quietud y promesas. Allá abajo, a años perdidos y kilómetros de distancia, una mujer que era un punto diminuto abría una puerta microscópica para escuchar el canto de un átomo. Perdida, perdida, envuelta en algodón como una platina de muestras: una mañana de primavera en la Tierra.
Arriba, a negros kilómetros de distancia, tan lejos que sería necesaria una pértiga de sesenta Tierras para alcanzar aquel sitio, Wesson giraba en su interminable círculo dentro de otro círculo. Pero por muy profundo que fuese el abismo que tenía debajo —la Tierra, la luna, las estaciones orbitales, las naves; sí, el sol y todo el resto de los planetas también— no era más que una insignificante pizca de espacio, que cabía entre el pulgar y el índice.
Más allá... estaba el verdadero abismo. En esa noche profunda las galaxias se extendían resplandecientes, taladrando con su luz distancias que sólo podían ser mencionadas con números que carecían de sentido, con gritos de angustia.
Arrastrándose, luchando, quemando energías demasiado poderosas, los hombres habían llegado hasta Júpiter. Pero si existiese uno tan alto que, tostándose los pies en el sol, pudiese helarse la cabeza en Plutón, aún habría sido demasiado pequeño en aquel vacío abrumador. Allí, y no en Plutón, estaba el límite del imperio humano: allí desembocaba el Exterior, como a través de un embudo, para encontrarse con ese imperio: allí, y solamente allí, se acercaban los dos mundos, tocándose. El de Nosotros... y el de Ellos.
En la parte inferior del tablero una luz débil iluminaba los diales, y las agujas temblaban casi imperceptiblemente.
Allá abajo, en los tanques, caía el líquido dorado: “Aunque con repugnancia, conseguí recoger una muestra de esa exudación, que después envié al laboratorio...”
Un fluido frío como el espacio, que goteaba bajando por las paredes de los tubos, formando pequeños charcos en las tazas de tinieblas, centelleando dorado, casi vivo. El elixir dorado. Una gota de ese concentrado detenía el envejecimiento veinte años: arterias flexibles, buena tonicidad, buena vista, pigmentación en el pelo, lucidez mental.
Eso era lo que habían descubierto con la muestra de Pigeon. Esa era la razón de toda aquella extravagante historia de la “factoría del exterior”: primero una choza en Titán, y luego, cuando se comprendió mejor el problema, la Estación de Extranjeros.
Una vez cada veinte años, un extranjero venía desde Algún Sitio y se metía en la pequeña jaula que le habíamos fabricado, y nos depositaba allí un tesoro que nadie había logrado soñar, un tesoro de vida; y aún no sabíamos por qué.
Wesson imaginó que veía allá arriba aquel cuerpo, revolcándose en las glaciales tinieblas; su masa giraba con la Estación, sangrando dentro de los tubos una sustancia dorada y fría, gota a gota.
Wesson sujetó su cabeza con las manos. La presión interior le impedía pensar con facilidad; sentía como si el cráneo le estuviese a punto de estallar.
—Tía Jane —dijo.
—Sí, Paul.
Una voz tranquilizadora, bondadosa, como la de una enfermera. La enfermera que no se aparta de la camilla y le hace a uno cosas dolorosas, necesarias. Cordialidad eficiente, profesional.
—Tía Jane —dijo Wesson—, ¿sabe por qué siguen volviendo?
—No —respondió la voz, con precisión—. Es un misterio.
Wesson asintió.
—Tuve una entrevista con Gower antes de salir de Casa —dijo Wesson—. ¿Conoce a Gower? Es el jefe de la Oficina del Exterior. Vino especialmente a verme.
— ¿Sí? —dijo tía Jane, en tono alentador.
—Me dijo: “Wesson, tiene que averiguar si podemos contar con ellos para futuros suministros. ¿Se da cuenta? Hay ahora cincuenta millones más que cuando usted nació. Necesitamos una mayor cantidad, y queremos saber si la tendremos. Porque, ¿usted sabe qué sucedería si esto se acaba?” ¿Usted lo sabe, tía Jane?
—Sería —dijo la voz— una catástrofe.
—Exacto —dijo Wesson, respetuosamente—. Una verdadera catástrofe. Como me dijo Gower: “¿Qué pasaría si los habitantes de la zona de Nefud quedasen aislados de la Jurisdicción del Valle del Jordán? En una semana morirían de sed millones de personas.” O también: “¿Qué pasaría si no llegasen más naves de carga a la Base Lunar? Muchos miles morirían de hambre, o asfixiados. Usted sabe —me dijo— que donde haya agua, y sea posible encontrar alimentos, y aire, irá a establecerse el hombre, y se casará, ¿sabe?, y tendrá hijos. Si el llamado suero de la longevidad no llega más... Casi el cinco por ciento de los adultos de la familia solar necesitan una inyección este año —dijo—, y de esos, casi el veinte por ciento tienen más de ciento quince años. Las muertes dentro de ese grupo triplicarían por lo menos el ritmo actual.” —Wesson alzó un rostro tenso—. Usted sabe, tía Jane, que tengo treinta y cuatro años —dijo—. Ese Gover me hizo sentir como una criatura.
La tía Jane emitió un sonido de simpatía.
— ¡Gotea, gotea! —dijo Wesson histéricamente. Las agujas de los altos indicadores dorados habían subido casi imperceptiblemente—. Cada veinte años necesitamos otra provisión de esa sustancia, y alguien como yo tiene que venir y soportar esto durante cinco malditos meses. Y uno de ellos tiene que venir aquí y gotear. ¿Por qué, tía Jane? ¿Para qué? ¿Por qué les importa que vivamos más o menos tiempo? ¿Qué se llevan ellos de aquí?
Pero para esas preguntas tía Jane no tenía respuestas.
Durante todo el día, todos los días, las luces frías alumbraban constantemente el corredor gris y circular que rodeaba el Sector Uno. El suelo gris de aquel sendero había sido gastado por otros pies antes de que Wesson llegase allí: el corredor existía sólo con este propósito, como la rueda en una jaula de ardilla; decía “Camina”, y Wesson caminaba. Un hombre enloquecería si se quedaba allí quieto, a causa de la abrumadora e indescriptible presión en la cabeza; entonces Wesson caminaba kilómetros, todo el día, todos los días, hasta que se desplomaba como un muerto en la cama, por la noche.
También hablaba, a veces consigo mismo, a veces con la red alfa; a veces era difícil saber con cuál.
—Musgo en una piedra —dijo, sin detenerse—. Le dije que no le daría dos centavos por un maldito caracol... Allá abajo hay piedras pequeñas de todos los colores. —Se movió un rato, en silencio. De pronto—: No entiendo por qué no me dieron un gato.
Tía Jane no dijo nada.
—En Casa —dijo Wesson, tras un instante—, casi todo el mundo tiene un gato, Dios mío, o peces de colores, o cualquier cosa. Yo la tengo a usted, tía Jane, pero no puedo verla Lo que quiero decir es por qué no envían a un hombre o a una mujer para que lo acompañe a uno; nunca me gustaron los gatos.
En la puerta, se giró y entró en el dormitorio; distraídamente, descargó el puño contra la pared.
—Pero un gato habría sido algo —dijo.
Tía Jane seguía sin hablar.
—No finja que está ofendida; ya sé que no es más que una maldita máquina —dijo Wesson—. Escuche, tía Jane, recuerdo haber visto, hace tiempo, un paquete de cereal que tenía en un lado un campesino y un caballo. No había mucho espacio, así que casi no se veía otra cosa que las cabezas. Siempre me sorprendía lo mucho que se parecían. Dos ojos. Nariz. Boca con dientes. Estaba pensando que nosotros y los caballos somos primos bastante lejanos. Pero comparados con esa cosa que está ahí arriba somos hermanos. ¿Se da cuenta?
—Sí —dijo tía Jane, con voz calmada.
—Entonces me pregunto todo el tiempo por qué no enviaron aquí a un caballo, o a un gato, en vez de a un hombre. Pero supongo que la respuesta es que sólo un hombre puede soportar lo que yo estoy soportando. Sólo un hombre, Dios mío. ¿Es así?
—Así es —dijo tía Jane, con voz muy triste.
Wesson se detuvo otra vez en el umbral del dormitorio, y se estremeció, aferrándose al marco.
—Tía Jane —dijo en voz baja, precisa—, usted le saca fotos al extranjero, ¿verdad?
—Sí, Paul.
—Y me saca fotos a mí. Y después, ¿qué sucede? Cuando todo termina, ¿quién mira las fotos?
—No lo sé —dijo tía Jane con humildad.
—No lo sabe. Pero, ¿para qué sirve que alguien las mire? Tenemos que averiguar para qué, para qué... Y nunca lo averiguamos, ¿verdad?
—Nunca —dijo tía Jane.
— ¿Pero no se dan cuenta de que si el hombre que soporta todo esto pudiese ver al extranjero conseguiría decir algo que nadie más sabe? ¿No tiene sentido lo que digo?
—Escapa a mis posibilidades, Paul.
Wesson lanzó una risita.
—Es curioso. Muy curioso, de veras —cloqueó, mientras caminaba por el corredor.
—Sí, es curioso —dijo tía Jane.
—Tía Jane, cuénteme qué les pasa a los guardianes de la Estación.
—...Eso no se lo puedo decir, Paul.
Wesson entró tambaleándose en la sala, se sentó delante de la consola, y comenzó a golpear aquella lisa y fría superficie metálica con los puños.
— ¿Qué es usted? ¿Un monstruo? ¿No tiene sangre en las venas, maldita sea, o aceite, o lo que sea?
—Por favor, Paul...
— ¿No ve? Todo lo que quiero saber es si pueden hablar. Si pueden contar algo después que han terminado la misión.
—...No, Paul.
Wesson se incorporó, aferrándose a la consola para no perder el equilibrio.
—No pueden. Ya me lo imaginaba. ¿Y usted sabe por qué?
—No.
—Allá arriba —dijo Wesson oscuramente—. Musgo en la piedra.
— ¿Cómo, Paul?
—Nos cambia —dijo Wesson, saliendo de la sala a trompicones—. Nos cambia. Como a un trozo de hierro puesto junto a un imán. No lo podemos evitar. Supongo que usted no es magnética. Pasa a través de usted sin afectarla, ¿verdad, tía Jane? A usted no la cambia. Usted se queda aquí, y espera la llegada del próximo.
—...Sí —dijo tía Jane.
— ¿Sabe usted? —dijo Wesson, mientras caminaba—. Puedo decirle cómo está allá arriba. Tiene la cabeza hacia ese lado, y la cola hacia el otro. ¿Es así?
—...Sí —dijo tía Jane.
Wesson se detuvo.
—Sí —dijo resueltamente—. Así que puede decirme qué es lo que ve allá arriba, ¿eh, tía Jane?
—No. Sí. Me está prohibido.
—Escuche, tía Jane. ¡Moriremos a menos que sepamos cómo funcionan esos extranjeros! Recuérdelo. —Wesson se apoyó en la pared del corredor, mirando hacia arriba—. Ahora se está volviendo... hacia aquí. ¿Es así? Vamos, ¿qué más da? ¡Dígamelo, tía Jane!
Una pausa.
—Se está retorciendo la...
— ¿La qué?
—No sé la palabra.
—Dios mío, Dios mío —dijo Wesson, apretándose la cabeza—. Claro que no hay palabras. Corrió hacia la sala, puso las manos sobre la consola, y miró la pantalla vacía. Golpeó el metal con los puños—. Tiene que mostrármelo, tía Jane. Vamos, muéstremelo. ¡Muéstremelo!
—No está permitido —protestó tía Jane.
—Igual tiene que hacerlo, o moriremos, tía Jane. Millones, billones, y usted será la culpable, la culpable, ¿me entiende, tía Jane?
—Por favor —dijo la voz. Hubo una pausa. La pantalla cobró vida, sólo un instante. Wesson vislumbró algo macizo y oscuro, pero casi transparente, como un insecto amplificado: una maraña de miembros innominados, filamentos, garras, alas...
Asió con fuerza el borde de la consola.
— ¿Era eso lo que quería? —preguntó tía Jane.
— ¡Claro que sí! ¿Piensa que mirar eso me va a matar? ¡Déjemelo ver otra vez, tía Jane! ¡Otra vez! Desganadamente, la pantalla volvió a iluminarse. Wesson miró, y miró. Murmuró algo.
— ¿Qué? —preguntó tía Jane.
—Amor de mi vida, te detesto —dijo Wesson, mirando fijamente la pantalla. Tras un instante, se levantó y dio media vuelta. La imagen del extranjero seguía en su cabeza, mientras regresaba tambaleándose al corredor no le sorprendió descubrir que le recordaba todas las cosas detestables que se arrastraban, que reptaban, y de las cuales la Tierra estaba repleta. Eso explicaba la prohibición de ver al extranjero, o incluso de saber qué aspecto tenía: todo eso no hacía más que alimentar su odio. No importaba que el extranjero lo asustase, pero no tenía que odiarlo... ¿Por qué? ¿Por qué?
Le temblaban los dedos. Se sentía desangrado, ablandado, seco y debilitado. Ya no bastaba con la ducha diaria que tía Jane le permitía. Veinte minutos después de la ducha, la transpiración ácida le corría por los sobacos, la transpiración ardiente le humedecía las palmas de las manos. Wesson sentía como si tuviese dentro un horno, un horno descontrolado. Sabía que, en momentos de tensión, un hombre sufría esos cambios: más adrenalina, más glicógeno en los músculos; los ojos más brillantes, la digestión más lenta.
Ese era el problema: se estaba consumiendo, y no podía luchar contra la cosa que lo atormentaba ni huir de ella.
Después de dar otra vuelta por el corredor, Wesson sintió que las piernas le temblaban. Vaciló, y entró en la sala. Se apoyó en la consola y miró. En la pantalla, el extranjero contemplaba ciegamente el espacio. Abajo, en la oscuridad, los indicadores dorados habían subido: el líquido llenaba más de las dos terceras partes de los tanques.
...Luchar, o huir...
Lentamente, Wesson se fue derrumbando delante de la consola. Encorvado, la cabeza inclinada, las manos apretadas entre las rodillas, trató de aferrarse a la idea que se le había ocurrido.
Si el extranjero sentía un dolor tan grande como el de Wesson... o todavía más grande...
La tensión tenía que alterar también los procesos químicos del extranjero.
Amor de mi vida, te detesto.
Wesson se desprendió de esa idea inoportuna. Miró la pantalla, tratando de ver bien al extranjero, acosado allá arriba por el dolor y la tensión: destilando el dorado sudor del espanto...
Después de un largo rato, se levantó y caminó hasta la cocina. Se aferró al borde de la mesa para que las piernas no lo llevasen otra vez por el corredor. Se sentó.
Susurrando cariñosamente, el cocinero automático hizo salir una bandeja con vasos pequeños: agua, zumo de naranja, leche. Wesson se llevó el vaso de agua a los rígidos labios: el agua estaba fría y le dolió en la garganta. Luego el zumo, pero sólo consiguió beber un poco; finalmente tomó la leche. La tía Jane zumbó con aprobación.
Deshidratado... ¿cuánto hacía que no comía ni bebía? Se miró las manos. Eran pequeños manojos de palillos, venosos, con garras duras y amarillas. Veía los huesos de los antebrazos debajo de la piel, y los latidos del corazón le movían la camisa. El pálido vello de los brazos y los muslos, ¿era rubio o blanco?
Su borroso reflejo en la decoración metálica del comedor no le respondió: una mancha pálida y gris, sin rostro. Wesson se sentía aturdido y muy débil, como si acabara de salir de un ataque de fiebre. Se palpó las costillas y los omóplatos. Estaba muy delgado.
Se quedó sentado delante del cocinero automático unos pocos minutos más, pero no salió más comida. Evidentemente, tía Jane pensaba que no estaba en condiciones de comer, y quizá tenía razón. Es peor para ellos que para nosotros, pensó vertiginosamente. Por eso la Estación está tan afuera; por eso no hay emisiones radiales, y queda un solo hombre a bordo. De otro modo no lo podrían soportar... De pronto no pudo pensar más que en dormir: el pozo sin fondo, las capas de terciopelo, suaves y embotadoras... Los músculos de las piernas se le contrajeron, le temblaron al levantarse, pero consiguió llegar al dormitorio y derrumbarse en el colchón. Le pareció que la masa elástica se disolvía bajo su peso. Que los huesos se le derretían.
Despertó con el cerebro lúcido, muy débil, pensando fría y claramente: Cuando se encuentran dos culturas distintas, la más fuerte debe transformar a la más débil, con el amor o con el odio.
—Es la ley de Wesson —dijo en voz alta.
Buscó automáticamente lápiz y papel, pero no los encontró, y comprendió que tendría que pedirle a tía Jane que la recordase.
—No entiendo —dijo tía Jane.
—No importa, recuerde esa ley de todos modos. Usted tiene buena memoria, ¿no es así?
—Sí, Paul.
—Muy bien... Quiero desayunar.
Pensó en tía Jane, casi humana, sentada allí en su prisión de metal, guiando a un hombre tras otro por los tormentos del infierno... niñera, protectora, torturadora. Seguramente habían previsto que algo cedería... Pero las alfas eran relativamente nuevas; nadie las entendía muy bien. Quizá creían que no infringirían nunca una prohibición absoluta. —el más fuerte debe transformar al más débil...
Yo soy el más fuerte, pensó. Y así se cumplirá. Se detuvo junto a la consola; la pantalla estaba vacía.
— ¡Tía Jane! —gritó, furioso.
Con un estremecimiento de culpa, la pantalla se iluminó.
Allá arriba, el extranjero había vuelto a cambiar de posición, a causa del dolor. Ahora los ojos arracimados miraban directamente a la cámara; el dolor le hacía retorcer los miembros: los ojos miraban, pedían, suplicaban...
—No —dijo Wesson, sintiendo su propio dolor como un casquete de hierro; dejó caer la mano sobre el control manual. La pantalla se apagó. Alzó la mirada, transpirando, y vio el cuadro floral sobre la consola.
Los tallos gruesos parecían antenas, las hojas tenían aspecto de tórax, y los capullos hacían pensar en los ojos ciegos de un insecto. El cuadro se movía levemente, en un ritmo lento.
Wesson apretó con fuerza el duro metal de la consola y miró el cuadro, mientras la frente se le cubría de un sudor frío, hasta que aquello se transformó otra vez en un agrupamiento de líneas, inmóvil y sin sentido. Luego fue al comedor, temblando, y se sentó.
—Tía Jane —dijo, un momento más tarde—: ¿falta todavía lo peor?
—No. A partir de ahora todo es mejor.
— ¿Durante cuánto tiempo? —preguntó vagamente.
—Un mes.
Un mes de mejoría... siempre había sido así; el guardián abrumado y hundido, la personalidad sumergida. Wesson pensó en los hombres que lo habían precedido: ciudadanía de Séptima Clase con tiempo libre ilimitado, y vivienda de Primera Clase, naturalmente... en un sanatorio.
Los labios se le separaron, mostrando los dientes, y lo puños se le cerraron con fuerza.
¡Yo no!, pensó.
Abrió las manos y las puso sobre el metal frío, haciendo un esfuerzo para que no le temblasen.
— ¿Cuánto tiempo más están en condiciones de hablar, generalmente? —dijo.
—Usted ya ha estado hablando durante más tiempo que cualquiera de ellos...
Luego hubo un vacío. Wesson tuvo conciencia, vagamente, de haber vislumbrado las paredes del corredor pasando a su lado, la consola, y una atronadora nube de ideas que giraba y aleteaba alrededor de su cabeza. Los extranjeros: ¿qué querían? ¿Y qué les sucedía a los guardianes de la Estación de Extranjeros?
Aquella neblina retrocedió un poco y se encontró en el comedor, mirando estólidamente la mesa. Algo andaba mal.
Tomó unas cucharadas del caldo que le sirvió el cocinero automático, luego apartó el plato; le encontraba un gusto un poco desagradable. La máquina susurró y le ofreció un huevo escalfado, pero Wesson se levantó de la mesa.
La Estación no estaba nada silenciosa. El ritmo sedante de las máquinas latía en las paredes, casi imperceptible. La sala, iluminada de azul, se extendía delante de Wesson como un escenario vacío; la miró como si no la hubiera visto nunca.
Se tambaleó hasta la consola y miró la imagen del extranjero en la pantalla: un ser pesado, pesado, sufriendo tendido en la oscuridad. Las agujas de los indicadores dorados habían subido mucho, los tanques estaban casi llenos. No lo soporta, pensó Wesson con sombría satisfacción. Esa vez, la paz que seguía al dolor no había llegado.
Miró el cuadro encima de la consola: los pesados miembros de crustáceo se mecían graciosamente en el mar...
Wesson sacudió violentamente la cabeza. ¡No lo permitiré! ¡No cederé! Llevó el dorso de una mano junto a los ojos. Vio las docenas de diminutas arrugas cuneiformes estampadas en la piel de los nudillos, el vello pálido, la piel rosada y brillante de las cicatrices recientes. Soy humano, pensó. Pero cuando dejó caer la mano sobre la consola los dedos huesudos parecieron agazaparse como las patas de un crustáceo, listas para correr.
Transpirando, Wesson miró la pantalla. La imagen del extranjero lo miró a los ojos, y fue como si se hubiesen hablado de mente a mente, una comunicación instantánea que no necesitaba palabras. Había allí una punzante dulzura, un disolvente y delicioso cambio hacia algo que ya no sentiría dolor... Un tirón, una invitación.
Wesson se incorporó lentamente, con cuidado, como si guardase algo muy frágil en la mente y tuviese miedo de destruirlo con algún movimiento brusco.
—Tía Jane —dijo, roncamente.
Tía Jane no emitió ningún sonido.
—Tía Jane —insistió—, ¡tengo la respuesta! ¡Todo! Escuche, por favor... ¡escuche! —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Cuando se encuentran dos culturas extrañas, la más fuerte debe transformar a la más débil con el amor o con et odio. ¿Recuerda? Usted dijo que no entendía qué significaba eso. Yo le explicaré qué significa. Cuando esos... monstruos... se encontraron con Pigeon en Titán, hace cien años, supieron que nos volveríamos a encontrar. Ellos se están extendiendo por el espacio, colonizando, lo mismo que nosotros. Los terrestres todavía no hemos llegado a las estrellas, pero si nos dan otros cien años lo lograremos Llegaremos a donde ellos están. Y no pueden detenernos. Porque no son asesinos, tía Jane, porque no saben matar. Son mejores que nosotros. Son como misioneros, y nosotros como los isleños de los mares del sur. Ellos no matan a sus enemigos, ¡qué disparate!
Tía Jane estaba tratando de interrumpirlo, de decir algo, pero Wesson siguió hablando.
— ¡Escuche! El suero de la longevidad fue un accidente afortunado. Lisa y llanamente, vienen y nos dan ese producto, y no piden nada a cambio. ¿Por qué? Escuche.
'“Vienen aquí y la impresión del primer contacto los hace sudar ese líquido dorado. Luego, aproximadamente el último mes, siempre disminuye el dolor. ¿Por qué? Porque las dos mentes, la humana y la del extranjero, dejan de combatirse. Algo cede, se ablanda, y se produce una comunión. Eso explica los accidentes fatales de esta operación: los hombres que salen de aquí destrozados, sin poder hablar nunca más el lenguaje humano. Oh, supongo que son felices, ¡mucho más felices que yo!, porque llevan dentro algo grande y maravilloso. Algo que ni usted ni yo podemos siquiera entender. Pero si uno los trae y los pone otra vez con los extranjeros que estuvieron aquí, pueden convivir, adaptarse.
“¡Esa es la meta de los extranjeros! —Wesson golpeó la consola con el puño—. ¡No ahora, sino dentro de cien, doscientos años! Cuando comencemos a expandirnos hacia las estrellas, cuando salgamos como conquistadores, ya nos habrán conquistado. No con las armas, tía Jane, ni con el odio. ¡Con el amor! ¡Sí, con el amor! ¡El sucio, apestoso, vil e insidioso amor!
Tía Jane dijo algo, una frase larga pronunciada en voz muy alta, angustiada.
— ¿Qué? —preguntó Wesson, furioso. No había entendido una sola palabra.
Tía Jane no habló.
— ¿Qué, qué? —exigió Wesson, golpeando la consola con el puño—. ¿Le entró lo que dije en esa cabeza de lata, o no? ¿Qué? Tía Jane murmuró alguna otra cosa, monótonamente. Wesson tampoco consiguió entender esta vez.
Se quedó paralizado. Unas lágrimas cálidas le brotaron de pronto en los ojos.
—Tía Jane... —dijo. Y recordó: Usted ya ha estado hablando durante más tiempo que cualquiera de ellos. ¿Demasiado tarde? ¿Demasiado tarde? Estiró el cuerpo, dio media vuelta, y corrió al armario donde estaban guardados los libros de papel. Abrió el primero que encontró.
Las letras negras eran extraños garabatos en la página, pequeñas figuras retorcidas, carentes de significado. Las lágrimas brotaban ahora con más fuerza; no las podía contener: lágrimas de cansancio, lágrimas de frustración, lágrimas de odio.
— ¡Tía Jane! —rugió.
Pero de nada servía gritar. La cortina de silencio había caído sobre su cabeza. Wesson pertenecía ahora a la vanguardia: la vanguardia de hombres conquistados, de hombres que convivirían con los extraños hermanos entre las estrellas.
La consola ya no funcionaba; nada funcionaba cuando él lo necesitaba. Wesson se puso en cuclillas debajo de la ducha, desnudo, con un tazón de sopa en las manos. Unas gotitas de agua brillaban en las palmas de sus manos y en sus antebrazos; el vello pálido se le estaba secando sobre la piel.
El reflejo plateado del tazón no le devolvía más que una silueta, la borrosa mancha de un hombre. No veía su cara.
Dejó caer el tazón y atravesó la sala, esquivando los pálidos montones de hojas. Las líneas negras que había en esos papeles parecían gusanos, bichos largos que se arrastraban y que nada significaban. Se tambaleaba un poco al caminar, tenía los ojos vidriosos. Torcía de vez en cuando la cabeza, espasmódicamente, tratando de evitar el dolor.
Una vez, el jefe de la oficina, Gower, se le cruzó en el camino.
— ¡Estúpido! —le dijo, la cara deformada por la ira—. ¡Tendría que haber llegado hasta el final, como los demás! ¡Mire lo que ha hecho!
—Hice un descubrimiento, ¿no es así? —murmuró Wesson; apartó al hombre con una mano, como si fuese una telaraña, y de pronto el dolor se hizo más intenso. Wesson se llevó las manos a la cabeza y lanzó un gemido; se balanceó hacia adelante y hacia atrás, inútilmente, y luego siguió caminando. El dolor le llegaba ahora en olas, unas olas tan altas que apenas veía sus cimas: borrones violetas, luego grises.
Eso no podía continuar mucho tiempo. Algo tendría que estallar.
Se detuvo en el maldito lugar de siempre y golpeó el metal con la palma de la mano; el ruido reverberó en la estructura de la Estación: rruum, rruum.
Le llegó un débil eco: bu-um.
Wesson volvió a caminar, con una débil y vacía sonrisa en la cara. Ahora sólo hacía tiempo, esperando. Algo estaba a punto de ocurrir.
En la puerta de la cocina brotó de pronto un umbral que lo hizo tropezar. Wesson cayó pesadamente, resbaló en el suelo y se detuvo debajo del pulido brillo del cocinero automático.
La presión era demasiado grande: devoró el cloqueo de la máquina automática, y las altas paredes grises se empezaron a torcer lentamente hacia Wesson.
La Estación se estremeció.
Wesson lo sintió en el pecho, en las palmas de las manos, en las rodillas y en los codos: el suelo se fue un instante y volvió.
El dolor que le apretaba el cráneo cedió un poco. Wesson trató de levantarse.
Había un silencio eléctrico en la Estación. En el segundo intento logró ponerse de pie y se apoyó contra la pared. Cluc, dijo el cocinero automático de pronto, histéricamente, y se abrió la ranura, pero no salió nada.
Wesson escuchó, haciendo un esfuerzo. ¿Qué?
La Estación saltó, sacudiéndolo como una marioneta; la pared le golpeó con fuerza la espalda, tembló y volvió a quedar inmóvil; pero muy lejos, en aquella jaula de metal, se oyó un largo y furioso gemido metálico, cuyos ecos se fueron apagando lentamente. Luego volvió el silencio.
La Estación contuvo el aliento. Los innumerables chasquidos y palpitaciones de las paredes cesaron de pronto; en los cuartos vacíos, las luces ardían con un resplandor amarillo, y el aire estaba inmóvil, estancado. Las luces de la consola, en la sala, tenían un brillo uniforme. El agua del tazón, en el fondo de la ducha, relucía como mercurio, esperando.
Llegó la tercera sacudida. Wesson se encontró de cuatro patas, sintiendo todavía la vibración en los huesos, mirando al suelo. El ruido que colmaba la habitación disminuyó lentamente, un resonante sonido metálico que se alejaba estremeciéndose por las vigas y las planchas del casco, rechinando en los remaches y las junturas, decreciendo, apagándose, desapareciendo. Volvió a pesar el silencio.
El piso saltó dolorosamente debajo de su cuerpo: un golpe fuerte y retumbante que lo sacudió de la cabeza a los pies.
Unos segundos más tarde llegó un eco sordo de ese golpe, como si la sacudida hubiese hecho un viaje de ida y vuelta hasta el otro extremo de la Estación.
La cama, pensó Wesson, y se arrastró sobre manos y pies hacia la puerta; avanzó por un suelo curiosamente inclinado hasta llegar al colchón.
La habitación estalló notoriamente hacia arriba, aplastando el colchón, y con la misma violencia volvió a su lugar, haciendo saltar a Wesson, que cayó abierto de piernas y brazos. Luego todo se aquietó con un largo gemido metálico.
Wesson giró sobre sí mismo y se apoyó en un codo, pensando incoherentemente: La compuerta, la compuerta neumática. Otro golpe lo arrojó contra la cama, le oprimió los pulmones, mientras la habitación danzaba grotescamente sobre su cabeza. Jadeando en aquel resonante silencio, Wesson sintió que una corriente helada avanzaba lentamente hacia él por la habitación... y había en el aire un olor picante. ¡Amoníaco!, pensó; y con el amoníaco, el inodoro, asfixiante metano.
Su celda estaba rota. Esa grieta era fatal: la atmósfera del extranjero lo mataría.
Wesson se levantó apresuradamente. La sacudida siguiente le hizo perder el equilibrio y lo arrojó al suelo. Volvió a levantarse, aturdido y cojeando; seguía pensando confusamente: La compuerta; la compuerta neumática. Tengo que salir.
Cuando estaba llegando a la puerta todas las luces del techo se apagaron simultáneamente. La oscuridad cayó sobre su cabeza como una manta. Ahora hacía un frío amargo en la habitación, y el olor picante era más nítido. Wesson corrió, tosiendo. El suelo temblaba bajo sus pies.
Sólo los indicadores dorados estaban encendidos ahora: el líquido dorado rebosaba en los tanques, un mes antes de tiempo. Wesson se estremeció.
El agua saltó a chorros en el cuarto de baño, silbando contra los azulejos, tamborileando en el cuenco de plástico debajo de la ducha. Las luces se encendieron y se volvieron a apagar. Oyó que en el comedor el cocinero automático cloqueaba y suspiraba. Aquel viento helado soplaba ahora con más fuerza: estaba entumecido hasta las caderas.
Wesson tuvo de pronto la sensación de que no estaba en lo alto del cielo sino abajo, muy abajo, en el fondo del mar... atrapado en esa burbuja metálica, sufriendo la invasión de la oscuridad.
El dolor de cabeza había desaparecido, como si nunca hubiese estado allí. Wesson entendió lo que eso significaba: allá arriba, el enorme cuerpo del extranjero yacía en la oscuridad como una res de carnicero. Sus forcejeos de muerte habían terminado, el daño estaba hecho.
Wesson consiguió aspirar un poco de aire.
— ¡Auxilio! —gritó—. ¡El extranjero está muerto! ¡Rompió la Estación... y está entrando el metano! ¡Necesito ayuda! ¿Me oye? Silencio. En la asfixiante oscuridad, recordó: Nunca más me entenderá. Aunque esté viva.
Wesson dio media vuelta, emitiendo un gruñido animal. Caminó a tientas por la habitación, y salió por la segunda puerta. Detrás de las paredes algo goteaba, un frío y solitario sonido nocturno. Unas cosas flotantes, pequeñas y duras, le rozaban las piernas. Entonces tocó una suave curva metálica: la compuerta neumática.
Ansiosamente, apoyó su débil peso contra la puerta. La puerta no se movió. Un aire helado, cortante como un cuchillo, se escapaba alrededor del marco, pero la puerta en sí estaba trabada.
¡El traje! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Si le quedaba un poco de aire puro para respirar, y un poco de calor en los dedos... Pero la puerta del armario donde estaba guardado el traje tampoco se movía. El techo se había combado sin duda hacia abajo.
Y eso era el fin, pensó aturdido. No había más salidas. Pero tenía que haber... Golpeó la puerta hasta que no pudo levantar más los brazos; la puerta no se movía. Apoyado contra el metal helado, vio una luz que parpadeaba en el techo.
La habitación era un alboroto de sombras negras y figuras flotantes; las hojas de los libros revoloteaban subiendo y bajando en la corriente. En bandadas, golpeaban frenéticamente las paredes, volvían, desconcertadas, y probaban de nuevo; otras giraban en el corredor exterior: las veía pasar frente a las puertas como en un sueño, una blanca y silenciosa nevada de papeles en la oscuridad.
El olor aquél le picaba más en la nariz. Wesson sintió que se asfixiaba, y buscó la consola a tientas La golpeó con la mano abierta, gritando débilmente: quería ver la Tierra.
Pero cuando el pequeño cuadrado brillante se animó, Wesson vio allí el cuerpo muerto del extranjero.
Yacía inmóvil en la cavidad de la Estación, los miembros rígidos, colgando, los ojos apagados. No había soportado la última vuelta de tuerca: pero Wesson había sobrevivido...
Unos pocos minutos.
La cara muerta del extranjero tenía una mueca de burla; en la mente de Wesson flotó el susurro de un recuerdo: Podríamos haber sido hermanos... De pronto, apasionadamente, Wesson quiso creerlo, quiso ceder, volver hacia atrás. Esa sensación pasó. Se dejó caer pesadamente en el amargo presente, y pensó con algo de desafío: Ya está hecho: el odio gana. Tendrás que suspender su inmenso regalo... no pueden arriesgarse a que esto suceda de nuevo. Y nosotros los odiaremos por eso... y cuando lleguemos a las estrellas...
El mundo, entumecido, flotaba alejándose. El último acceso de tos lo sintió como si lo estuviese sufriendo otra persona.
Las últimas hojas aleteantes se posaron. Hubo un largo silencio en la habitación inundada.
Y luego:
—Paul —dijo la voz de la mujer mecánica, angustiada—. Paul —repitió, con la desesperación del amor perdido, el amor ignorado, el amor imposible.
Fin