Publicado en
diciembre 03, 2015
Depende._ Para algunos puede ser simplemente abrir los ojos a un nuevo día... con ilusión. Otros requieren cosas más contundentes... como volar en un Concorde,
Por Victoria Puig de Lange.
Nunca se me hubiera ocurrido lanzarme a la defensa del lujo per se, el lujo como meta, el lujo como filosofía de vida, pero después de una conversación —obligada por cierto— con una testigo de Jehová, uno de esos seres para mí incomprensibles, curiosos, impertinentes y además persistentes, todo mi sistema de defensa se rebeló, reaccionando en forma impredecible.
Después de una hora de escuchar a esta abogada de la vida en función de sacrificio, se me despertó un deseo voraz de experimentar cosas insólitas como volar con mis propias alas, dormir en sábanas de raso... envolverme en una bata de puro Cashmere... desayunar en cama, con champán y caviar, y tal vez en algún momento, zambullirme en una piscina llena de mousse de chocolate.
Aquella chica —joven, buena moza y con aspecto de buena persona— tocó a mi puerta invocando el nombre de una amiga en común. Desde el primer momento le expliqué mi posición: "Yo soy", le dije, "católica, apostólica y romana, aunque las tres cosas las hago bastante mal. Además soy supersticiosa, y temo el castigo divino, especialmente en este mes en que nació Jesús".
'No, no, no", le reiteré cuando empezó a hablarme de su peculiar concepto religioso. "En mi vida yo necesito a la Virgen, ataviada por supuesto con su manto azul, a San José con su báculo (fíjese —recalqué— que ni siquiera digo bastón) y al niño, desnudito en un pajar. Y cuando me porto mal, se me hacen pocos los Santos para invocar protección".
Pero aquella chica era insistente, y puso a prueba mi paciencia, para no hablar de la "buena educación" que tanto costó inculcarme.
Curiosamente, fue cuando quiso convencerme de que era necesario renunciar al lujo, empezando por algo tan elemental como celebrar mi cumpleaños y dar y recibir regalos de Navidad, cuando la paciencia se me acabó.
"Usted debe estar loca", le dije tomándola del brazo y llevándola hacia la puerta por donde había entrado. "A mí me encantan los regalos, tanto darlos como recibirlos. Y si tuviera cómo hacerlo, viviría rodeada de toda clase de lujos. El lujo. El lujo", añadí buscando apoyo franco en la incongruencia, "es bueno para la presión arterial. Y nada me gustaría más que celebrar un cumpleaños todos los meses".
Cuando estuve de nuevo sola, me di cuenta de que la famosa testigo de Jehová me había alterado, asustándome más que molestarme. ¿Qué tal que realmente me viera obligada a renunciar a todas esas cosas que hacen linda la vida: los jabones perfumados... las flores... las buenas obras de arte... los perfumes... las cosas agradables al tacto... los licores... la buena comida... los trapos... los viajes del estricto placer.
De allí a pensar en lo que me haría feliz en exceso, sólo hubo un paso. Todas esas cosas imposibles con que el ser humano sueña en momentos de debilidad. ¿Qué me gustaría tener si el cielo fuera el límite? ¿Cuál sería para mí el lujo máximo?
No es una pregunta fácil. Después de mucho pensarlo, decidí que para empezar tendría que trasladarme al siglo pasado, a la Viena de los valses y las fiestas palaciegas, a ese fin de siglo poblado de cortesanas, criaturas de auténtico lujo, seres envueltos en sedas y tules que olían a verbena y lirios del valle.
Tal vez para la gente que vivió esa época, las cortesanas no fueron tan glamorosas, pero mirándolas desde este fin de siglo, donde nuestras cortesanas andan por ahí en minis de lycra, a mí por lo menos se me antojan seres increíblemente exquisitos, que lo probaron esclavizando a reyes como Eduardo VII, que las bañaban en champán y las obsequiaban con esmeraldas escondidas en las rosas que les enviaban.
Despuésde pensarlo un poco, descarté a las cotesanas a favor de una de esas mujeres que dominaban la escena del París de entonces, mujeres como Mme Recamier, reclinada en un sofá que hoy lleva su nombre y recibiendo a la "crema de la intelectualidad" en su salón. En estos salones se reunía la élite. Era muy chic frecuentar, por ejemplo, el de la musa de Proust, Odelle Swan, que recibía envuelta en maravillosas gasas color rosa Tiépolo. Yo confieso que las admiro, entre otras cosas, porque tuvieron el buen gusto de nacer antes de Ralph Lauren, quien nos hiciera creer que el sumun del lujo es una camiseta blanca.
Ultimamente hay una confabulación para desacreditar al lujo. Nos dicen, por ejemplo, que la ropa hay que comprarla en ventas, porque es de gente poco inteligente pagar los precios originales. Otros, como los "testigos", aseguran que comprar cosas lindas a precios altos es inmoral. ¿Usted qué dice?. Yo pienso que todo depende de si el objeto vale lo que cuesta, de la calidad del producto, de cómo está hecho, y por último de cómo usted define el lujo.
Como dijo la Duquesa de Feria al rehusar adoptar una tendencia de la moda: "Eso es pervertir el lujo".
Bueno, y entonces ¿qué es el lujo?
El verdadero lujo, sin duda alguna, es algo que habla a los sentidos. Para mí, es cualquier cosa que halaga la piel y el sentido del tacto. Puede ser un suéter o un chal de Cashmere, o una cartera con ese brillo y el olor del cuero bien terminado. Para otros, el lujo estriba en cualquier cosa simple pero auténtica, como una mesa de pino de las que todavía se ven en las cocinas de campo francesas. Para cierto tipo de persona, es un paseo a caballo temprano en la mañana, cuando el campo todavía está húmedo de rocío.
Giorgio Armani, que ha hecho un arte de ensalzar lo mínimo, asegura que no hay lujo más palpable que rodearse de cosas impecablemente limpias. "El lujo", asegura, "es una camisa inmaculadamente blanca. Y en la misma vena, sentarme a una mesa puesta con un mantel de damasco blanco recién planchado".
Sea lo que ofrezca esa sensación de supremo bienestar, la excelencia está en la base del lujo. Tengo una amiga que acaba de comprarse un papel de carta (carísimo), fino y transparente como cáscara de cebolla, y está dichosa, dedicada a escribir a gente a quienes no ve hace tiempo. Es un lujo, sin dual, que la hace feliz.
Carolina Herrera, que nació en un medio de gran categoría, encuentra el lujo en un traje hecho a medida, un traje simple pero confeccionado en una tela de pedigrée, forrado en raso de seda, con acabados impecables, sobre todo por dentro.
Hace muchísimos años, en mi primera visita a París, fui a "Caritas" el famoso salón de peinados, no tanto por peinarme sino por pensar que como la Torre Eiffel o el Louvre, "Caritas" era un must de la capital de los franceses. Momentos después, entró Candice Bergen, que pidió simplemente que le cepillaran el pelo. Después de 15 minutos, se levantó, pagó y se fue. La chica que me lavó el pelo me informó que Mademoiselle Bergen hacía eso a menudo. "Eso", pensé entonces y sigo pensándolo ahora, "es lujo".
Evelyn Lauder, de la familia de los cosméticos, defiende la adquisición de objetos de alto precio como los cinturones de Kieselstein-Cord, las chaquetas de Hérmes, "y una cartera Kelly, eterna, que mando a limpiar todos los años. Son cosas funcionales", dice, "inversiones que se amortizan poco a poco. No las considero un lujo. Y pienso que tres de mis suéteres de Cashmere que tienen 15 años, han costado menos que 15 de menor costo que otra mujer ha comprado y descartado en el mismo tiempo".
Lujo, lujo de verdad, es Jackie Onassis, exigiendo que sus medias se las trajeran planchadas todos los días... Jackie Kennedy, cuyas sábanas se cambiaban después de su siesta diaria, para que encontrara sábanas frescas en la noche... y la empleada de Diana Vreekand, limpiando y betunando las suelas de sus zapatos, cada vez que volvía a casa.
Pero es Karl Lagerfeld quien se lleva las palmas definiendo el lujo "El verdadero lujo, es invisible", dice el diseñador, que últimamente creó abrigos para Fendi con las pieles llevadas por dentro, como forros. "El lujo hoy es diferente. La comodidad es un lujo importante. La buena conversación es un lujo, sobre todo si quien habla conmigo me comprende. Ese es el lujo máximo".
Fuente:
Revista HOGAR, Diciembre 1995