Publicado en
diciembre 02, 2015
Como mi abuela solía decir, son gente a quienes se les va el tiempo pensando en todo y no se atreven a vivir nada...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando yo era joven no me atrevía a decir que los intelectuales me aburrían. Mucho menos me atrevía a decir que apenas entendía lo que hablaban. O que me quedaba dormida en las películas de Ingmar Bergman. Y cuando mi abuelo le decía una de sus frases inesperadas a mis amigos intelectuales, frases como: "Mire, joven, ¿por qué no deja que piensen los caballos, que tienen la cabeza más grande?", lo que yo quería era morirme.
Ahora me da risa. Pero en esos tiempos pensaba que la única forma de triunfar en la vida era ser como mi amiga Adriana y tener una familia como la de ella. Mi amiga Adriana era una intelectual de voz arrastrada, frente alta, corazón revuelto y anteojos de vidrios gruesos, que en vez de hablarme a mí parecía hablarle a los dioses del Olimpo; fijaba los ojos en el infinito y le lanzaba a los dioses unas frases salpicadas de latinazgos. Yo la miraba con la boca abierta de admiración, sin entender ni una letra de lo que estaba diciendo.
Los padres de mi amiga eran como ella; sólo hablaban en difícil; jamás decían una sola palabra que no estuviese relacionada con el mundo de las artes, o de los viejos imperios. Les gustaba impresionar a las amigas de su hija. Los almuerzos en aquella casona, cuyas paredes estaban tapizadas de cuadros famosos y libros empastados en cuero y escritos en francés, eran una mezcla de aburrimiento y fascinación. El papá de Adriana llevaba la voz cantante y elegía el tema del almuerzo: la pintura de Rugendas, o el verdadero significado de la quijotización de Sancho, o por qué Oscar Wilde tituló "La importancia de llamarse Ernesto" a "La importancia de llamarse Ernesto" .
Cada cierto rato, y luego de exponer su teoría, el papá cedía la palabra, y entonces opinaba la mamá, luego el hermano y finalmente Adriana. Yo los miraba entre aterrorizada y sorprendida, medio muerta de susto que me preguntaran algo, sin tener ni la menor idea de quién era Rugendas, ni Sancho ni don Ernesto, y tratando de no pensar en cómo estaría dándose el almuerzo dominguero en mi casa, con mis hermanos disputándose las patas del pollo, mi abuelo llamando a gritos a la Domitila y mi hermana chica pegando chicles en su diario de vida.
Los "intelectuales", se reconocen con sólo mirarlos. Se visten con ropas que siempre les quedan grandes, andan con los zapatos deslustrados con la suela rota y el cuello de la camisa doblado para arriba, medio manchado; usan impermeables en pleno verano y huelen a café con leche.
Mi tía Eulogia tenía un novio que cada cierto rato se refería a él mismo advirtiendo: "Yo, que soy un intelectual" . No tenía para qué decirlo. Bastaba con mirarlo para darse cuenta. "Yo, que soy un intelectual, voy a decirle a usted, don Demetrio", le decía a mi abuelo, y luego le lanzaba una extrañísima teoría acerca de "Don Juan Tenorio" (su tema predilecto), y le daba una lata espantosa y mi abuelo, naturalmente, no entendía. "Yo que soy un intelectual..." Todo pasaba por esa condición suya. No podía ir a la playa, porque la arena se le podía meter en los calcetines y entre las páginas de la "Crítica de la razón pura"; no iba más que al cine de arte, porque en los demás cines mostraban películas que a él le parecían "livianas y sonsas"; sólo comía alimentos cocidos al vapor; leía con el diccionario de la Real Academia al lado, y la mitad de la humanidad le parecía estúpida.
Mi tía Eulogia, que se enamoró de él así como se enamoran las mujeres inteligentes, como idiota, hacía todo lo que el intelectual le decía que hiciera. Empezó a impostar la voz hasta para preguntar la hora, porque el intelectual le había dicho que los chilenos pronunciábamos mal. Dejó de reírse, porque el intelectual le había dicho que la risa abundaba en la boca de los tontos. Se cortó el pelo como hombre, porque el intelectual pensaba que las mujeres que se dejaban crecer el cabello tenían alma de prostituta. Cuando empezó a hablar en latín, mi abuelo le dijo que si se casaba con "ese aburrimiento de ser humano" se diera por desheredada. Menos mal que el intelectual se fue a París, donde todavía está tratando de terminar un ensayo acerca de si hubo o no hubo alguna motivación profunda en Juan Tenorio, para hacerse llamar Don Juan y no Juan a secas...
En aquel tiempo, los intelectuales chilenos tenían los ojos fijos en Europa, particularmente en Francia. Existía un cierto desprecio por la cultura norteamericana. Y aunque los mismos "intelectuales" que hablaban pestes de Norteamérica vivían soñando con las becas de las universidades estadounidenses, la cultura de este país les merecía una suerte de desconfianza. Los "gringos", advertían, eran incultos por naturaleza. El papá de mi amiga Adriana decía que los norteamericanos no podían pensar y mascar chicle al mismo tiempo, y entonces habían optado por no pensar. Según él, eran aburridos, no conversaban, se entretenían contando los dólares que guardan en las alcancías y mirando la televisión, no sabían nada de Rugendas, jamás habían leído "La importancia de llamarse Ernesto" y no conocían a don Quijote... Pero, claro, el papá de Adriana no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo. Los norteamericanos leen mucho más que nosotros (hay bibliotecas públicas hasta en los pueblos más insignificantes), sus museos se cuentan entre los mejores del mundo, son personas de mente abierta, grandes conversadores y contadores de historias, menos provincianos que nosotros, más integrados al mundo y, desde luego, más entretenidos. Esta es una sociedad extraordinariamente alerta y reactiva, acostumbrada a mirarse y criticarse con mucho menos temor que nosotros. Viva y cambiante.
Lo malo es que aquí también hay "intelectuales". Y tienen las mismas características que los intelectuales nuestros. Iguales de aburridos. Suelen encontrarse en los ámbitos académicos. Y son como el novio de mi tía Eulogia. Hablan con esa misma voz arrastrada de mi amiga Adriana, no se ríen jamás. Si alguien cuenta un chiste ponen cara de desprecio, porque lo encuentran de mal gusto y una pérdida de tiempo. No van al estadio porque el fútbol es deporte para brutos, y las hamburguesas (que también son de mal gusto y alimentos poco dignos de un hombre culto) se las comen en el closet.
No tienen sentido del humor y andan por el mundo como si Dios les hubiese depositado un saco de papas en la espalda, cansados y tristes. Abrumados. Intelectualizando lo que ven y lo que sienten. Mi abuela solía decir que los llamados "intelectuales", no eran más que personas que no se atrevían a vivir la vida, por eso optaban por pensarla, y entre pensarla y pensarla, la vida se les iba terminando, la muerte los pillaba habiendo pensado en todo, pero sin haber vivido nada.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 20 DE 1993