SREDNI VASHTAR (Héctor Hugh Munro)
Publicado en
noviembre 12, 2015

Conradín había cumplido los diez años; pero, de acuerdo con el diagnóstico del médico, sólo le quedaban cinco más de vida. Claro que este galeno era un personaje delicado, no demasiado brillante en su profesión y ofrecía poca confianza. Pero, en este caso, contaba con el apoyo de la señora Ropp, a la que todos consideraban poco más que un oráculo. Por cierto, esta mujer era prima de Conradín, a la vez que su tutora, y significaba para el niño esas tres quintas partes de la existencia que se necesitan para ir sobreviviendo, a pesar de que en muchos casos resultara algo desagradable semejante dependencia. Las otras dos quintas partes, en constante enfrentamiento con las anteriores debemos localizarlas en la imaginación infantil. Conradín no dejaba de suponer que cualquier día terminaría por sucumbir ante el peso de lo que otros consideraban inevitable: la enfermedad que la amenazaba y los mimos con que se le rodeaba, que en muchos casos eran auténticas prohibiciones y, sobre todo, un aburrimiento cada vez más patente. Creemos que era su capacidad para la fantasía lo que le estaba permitiendo mantenerse vivo.
Había algo en la señora Ropp de hipocresía, ya que le costaba reconocer que no quería a Conradín. En ciertas ocasiones había estado a punto de confesarlo a viva voz; sin embargo, en el último momento dejó de convertirlo en palabras. Claro que esto no le impedía cumplir con el deber, «por el bien de la familia», de encargarse del cuidado del pequeño. Conradín se había dado cuenta, y la odiaba desde que tuvo uso de razón. Pero también lo ocultaba con una habilidad propia de una mente adulta. Lo que no podía evitar era la necesidad de disgustar a su tutora con ciertos juegos, que él mismo inventaba, porque veía a su enemiga como un ser muy desagradable al que se negaba a dar entrada en sus mejores fantasías.
En la casa había un jardín, que más bien parecía una prisión al hallarse tan vigilado por un excesivo número de ventanas. En el momento que Conradín estaba a punto de extralimitase, según los criterios de la señora Ropp, en seguida una se abría para anunciarle que debía tomar cierta medicina o para corregir alguna actuación. Curiosamente, al niño le estaba prohibido acercarse a los pocos árboles frutales, a pesar de que los frutos eran de tan mala calidad que nunca hubieran sido ofrecidos en el mercado.
Tras unos arbustos, en un rincón muy apartado, se había construido una casita para las herramientas desechadas. Como disponía de un techo sólido, Conradín no dudó en elegirlo como su refugio, hasta transformarlo en un cuarto de juguetes.
Con el tiempo se convirtió para él en una especie de catedral, al invadirlo de sus fantasmas, muchos de los cuales los extrajo de las mejores historias oídas o leídas. También las nacidas de su propia imaginación; sin embargo, allí habían encontrado cobijo dos criaturas reales: una gallina de Houdán, de denso plumaje, a la que Conradín entregaba su cariño con una pasión algo desbordada; y un hurón de los pantanos, el cual ocupaba la zona más oscura de entre de un cajón con dos compartimentos, uno de los cuales tenía travesaños de hierro en la parte frontal. Precisamente, a este último animal Conradín lo había recibido, con jaula y todo, del chico de la carnicería, en un acto casi de contrabando al haber tenido que pagar unas monedas de plata.
El hurón daba miedo al niño, debido a que poseía un cuerpo muy flexible y unas garras afiladas; sin embargo, lo consideraba su más valioso tesoro, acaso porque constituía una amenaza que podía controlar. Verlo en el interior de la jaula le proporcionaba una extraña y morbosa felicidad, especialmente porque estaba siendo capaz de ocultarlo de La Mujer (así llamaba mentalmente a su desagradable prima-tutora).
Cierto día inventó para esta bestezuela un nombre extraordinario. A partir de entonces el hurón actuó para él como la suprema divinidad de una religión que le pertenecía.
A la religión oficial acudía La Mujer una vez a la semana. Los oficios se celebraban en una iglesia próxima, a la que Conradín asistía por obligación. Sin embargo, no consideraba tan desagradable celebrar una ceremonia, todas las mañanas de los jueves, en el musgoso interior de la casilla de herramientas y ante la jaula. Allí se encontraba Sredni Vashtar, el Gran Hurón. El altar estaba adornado con flores coloreadas y frutos escarlatas, y ante el mismo se adoraba el lado más fiero de las cosas. En los grandes momentos le echaba en el cajón nuez moscada, que el niño robaba haciendo gala de una gran astucia. En todas las fiestas se celebraban sucesos del día, como los dolores de muelas que padeció la señora Ropp, que por intervención de Sredni Vashtar se prolongaron más de tres días.
Pasado un tiempo, las largas ausencias de Conradín comenzaron a preocupar a la tutora: «No debe estar en el jardín tantas horas en estos días de frío», se decía ella. Y una mañana, mientras estaban desayunando, comunicó que había vendido la noche anterior la gallina de Houdán. Mientras hablaba no dejaba de mirar, con sus ojos miopes, a Conradín, creyendo que éste iba replicar lleno de rabia o se pondría a llorar. Disponía de los oportunos consejos para tranquilizarle. Pero el niño permaneció callado, mostrándose bastante sereno. Por eso aquella tarde, a la hora del té, se le sirvieron tostadas como una excepción, ya que era un alimento que podía perjudicar su salud.
—Pensé que te iban a agradar —dijo la señora Ropp, al observar que Conradín no se las comía.
—Antes sí me gustaban.
Poco después, en el interior de la casilla de las herramientas el ceremonial sufrió una importante modificación. Las canciones que anteriormente eran cantadas, se convirtieron en palabras:
—¡Necesito que me hagas un favor, Sredni Vashtar!
El niño creyó innecesario mencionar el favor, ya que su dios debía saberlo. Por último, aquél miró al rincón vacío, contuvo un amago de llanto y, luego, volvió a ese mundo que tanto odiaba. Sólo encontraba alivio en la oscuridad de su alcoba, por las noches; y en la semipenumbra de la casilla, por las tardes.
—¡Necesito que me hagas un favor, Sredni Vashtar! —repetía insistentemente.
Como la señora Ropp cayó en la cuenta de que Conradín no dejaba de visitar la casita de las herramientas, decidió examinarla a conciencia.
—¿Qué ocultas en esa caja cerrada con llave? —preguntó—. Parecen conejos de indias. ¡Tendrán que salir de aquí!
Conradín se mantuvo callado, lo que no supuso ningún obstáculo para que La Mujer, luego de un minucioso registro, encontrase la llave debajo de la cama del niño. Cuando se produjo esta calamidad llovía mucho, por lo que el jardín estaba prohibido a un enfermo. Desde la última ventana del comedor, éste pudo asistir a todo el amargo espectáculo, aunque la mayoría se lo imaginó.
Creyó ver a La Mujer abriendo la puerta del cajón sagrado, para con sus ojos miopes la gruesa cama de paja, en la que seguramente se encontraría oculto su Dios. Es posible que ella estuviera removiendo el interior con el paraguas. De repente, concentrando toda la pasión en sus labios, Conradín susurró unos rezos de ayuda, aunque temía que pudiera fracasar, al tener que ver, momentos más tarde, a La Mujer entrando en la casa con esa sonrisa triunfal que él tanto odiaba. Horas más tarde, el jardinero sacaría de allí al extraordinario Dios, convertido en un simple hurón de piel parda, dentro del cajón.
Porque La Mujer ganaba siempre, como había venido sucediendo hasta entonces. Con lo que su tiránico hostigamiento se mantendría, acaso un poco más aliviado, hasta que se produjera lo que el doctor había diagnosticado. A pesar de la sensación de derrota, Conradín se entregó a chillar el himno a su Dios amenazado, que poseía tanto poder para defenderse si se le invocaba a tiempo:
Sredni Vashtar, ataca:
Tus pensamientos son rojos y tus dientes blancos.
Tus enemigos piden pan, y Tú les traes muerte.
¡Sredni Vashtar, el más hermoso justiciero!
Súbitamente, dejó de cantar para asomarse por la ventana. Vio que la puerta de la casita de las herramientas continuaba abierta. Hacía mucho tiempo que La Mujer entró allí. Los minutos se formaban de muchos lentos segundos, pero todos transcurrieron en un número superior a los varios millares. Dispuso del tiempo suficiente para dedicar una mirada a los gorriones que revoloteaban por encima de la hierba. Los contó varias veces, sin dejar de mantener un ojo fijo en la puerta de la casita.
En aquel momento entró en el comedor una doncella y comenzó a disponer la mesa para el té. Su expresión era agria, como siempre. Mientras, Conradín continuaba esperando, vigilante. Poco a poco la confianza fue adueñándose de su corazón, hasta que el triunfo logró brillar en sus ojos, que hasta aquel momento nada más que habían podido mostrar la melancolía de los vencidos.
Dominado por una exaltación prohibida, no dudó en gritar la plegaria a su Dios, al que ya consideraba un cruel triunfador... ¡Y se vio recompensado: por la puerta de la casilla estaba escapando una bestezuela amarilla y parda, alargada con los ojos resplandecientes bajo la luz del atardecer y con oscuras manchas, nunca vistas por el niño, en la piel, los dientes y el cuello!
Conradín cayó de rodillas, sin dejar de mirar por la ventana. El Gran Hurón de los Pantanos estaba llegando a una de las acequias del jardín, donde bebió un poco de agua y, acto seguido, escapó por un puente de tablas hasta perderse entre los arbustos próximos a la casa. Este fue el recorrido definitivo de Sredni Vashtar.
—Ya está listo el té —anunció la criada del gesto agrio—. ¿Sabe dónde ha ido la señora?
—A la casita de las herramientas —contestó Conradín.
Al mismo tiempo que la criada iba en busca de La Mujer, el niño extrajo de un cajón del aparador el tenedor de plata de las fiestas, con el que pinchó una rebanada de pan y se fue a la cocina a prepararse una tostada. Se la había ganado.
Mientras se doraba el pan, preparó un buen pedazo de manteca. Cuando estuvo listo este pequeño banquete, lo saboreó sin perder detalle de lo que ocurría en el jardín. Los silencios se estaban convirtiendo en espasmos, hasta que escuchó los estúpidos aullidos de la criada, el siguiente coro de la cocinera, las voces del jardinero y las llamadas de socorro a la policía. Después de una corta pausa, los lamentos de quienes asisten a la mayor tragedia, el arrastrar de los pies de los que llevan una pesada carga humana.
—¿Quién se lo va a contar a ese chiquillo enfermo? Yo me siento incapaz, y menos sabiendo lo malito que está —dijo una voz bastante desagradable.
Al mismo tiempo que los servidores discutían el tema, Conradín se estaba preparando su segunda tostada.
Fin
En 1860 nació en Akyab (Birmania) quien terminaría por convertirse en un maestro de una forma bastante original de entender el terror a través del humor. Se llamó Héctor Hugh Munro, pero eligió el seudónimo de Saki para firmar casi toda su obra. Como se le llevó a Inglaterra cuando era un niño, puede decirse que su estilo es preferentemente británico, aunque aparezca salpicado de un toque orientalista. Algunos de sus biógrafos apuntan a que prefirió, al haber sufrido una infancia bastante trágica, dar un toque de crueldad, con ciertas gotas de sofisticación, a muchos de sus relatos. Aprendió a escribir de una forma directa en las redacciones de los periódicos, en las que destacó hasta obtener el cargo de corresponsal extranjero en Francia y Rusia. Una carrera literaria tan espléndida se vio interrumpida al morir Saki en el frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial. Su cadáver fue recogido en una trinchera el 13 de noviembre de 1916.
Sus obras más famosas son: The Rise of the Russian Empire (1900); Not So Stories (1902); When William Came (1913); Beasts, and Super Beasts (1914); The Stories of Saki (1930).