ANDANZAS CON MI PIERNA DERECHA
Publicado en
noviembre 11, 2015
¿Volvería a caminar, a pintar, a tocar el piano? Sólo con la ayuda de Charlie.
Por Marion McClanahan.
—POBRE de usted! —dijo la corpulenta enfermera en mitad de su ajetreo—. Su vida ya no va a ser igual. Tal vez con el tiempo vuelva a mover un poco la pierna y el brazo malos, pero no se haga ilusiones.
Negué enérgicamente con la cabeza. Era cierto que tenía 69 años de edad, estaba paralizada del lado derecho por un ataque de apoplejía y acababa de llegar a casa, del hospital. Pero nunca me ha gustado inspirar lástima.
—Se equivoca —repuse—. Si me esfuerzo, volveré a hacer todo lo que siempre he hecho. Soy pintora, ¿sabe usted? Me voy a curar, voy a trabajar y voy a jugar al golf.
La enfermera me dirigió una sonrisa condescendiente.
—Si usted lo dice... Pero déjeme mostrarle lo débil que está. Le voy a tomar el pie derecho, y veremos con cuánta fuerza me puede empujar la mano.
Desde que tuve el ataque, la pierna derecha no me respondía en absoluto; no me sostenía y mucho menos me permitía caminar. Pero tampo había tratado de hacer fuerza con ella.
La enfermera me levantó la pierna y yo empujé. Ella salió trastabillando hacia atrás, y por un atroz instante pensé que se iba a caer. Hizo un gesto divertido, que se transformó en sonrisa. Le ofrecí mil disculpas, y ya no me volvió a llamar "pobre". Por cierto, nunca le confesé que, al ver cómo se iba hacia atrás, tuve el impulso de gritar: ¡Bravo, Charlie!
Mi esposo, Bob, es quien bautizó a Charlie. Una vez despertó a media noche y me vio sentada en la cama, diciendo con voz chillona:
—¡Estáte quieta, torpe!
—¿Con quién hablas? —preguntó él.
—Con mi pierna —respondí.
Tardó un poco en acostumbrarse a que su esposa tuviera conversaciones con una parte de su cuerpo, pero para mí era lo más natural, porque Charlie no se sentía ni se comportaba como una parte de mi cuerpo.
Habiendo sido muy activa toda la vida, no me resignaba a quedarme sin trabajar, viajar, tocar el piano, y sin pasear siquiera por la ciudad con las zancadas que había aprendido a dar de joven, cuando trataba de llevarle el paso a mi padre, de 1.88 metros de estatura, en el campo de golf. Me sentía como una recién nacida. Tenía los miembros ilesos, pero no me servían porque no recibían las órdenes de mi cerebro. La apoplejía interrumpe, por un tiempo o para siempre, el control de las extremidades. Tendría que dedicar mis mayores esfuerzos para aprender a usarlas otra vez.
No había cosa más aburrida que los ejercicios que me ponía Lois, la fisioterapeuta que todos los días iba a ayudarme. Me hacía recoger del suelo un alfiler de seguridad amarillo y prenderlo en un cartón que estaba pegado en lo alto del marco de una puerta; luego seguía un alfiler rojo, uno morado, y así hasta que no quedaba espacio en el cartón. Entonces había que bajar los alfileres, uno por uno, y subirlos de nuevo, y una vez más bajarlos y subirlos, hasta que me dolían los brazos.
Nada me frustraba más que tratar de escribir mi nombre y ver que la ele se convertía en efe, y las enes me salían como oes mayúsculas; o que me llevaran al piano en la silla de ruedas y, tras apuntar al do central con un dedo, atinara al si bemol. Lo peor de todo era sentarme frente a la ventana de la sala con mi bloc de dibujo en el regazo y tratar de copiar el viejo pino; dejaba las piñas y las agujas desperdigadas por el papel, como una bandada de pájaros.
—Siga intentándolo —me dijo Lois, confortante—, y lo logrará. Por lo menos usted no es como algunos de mis pacientes, que esperan sentados a que yo haga los ejercicios.
Si yo no tendía a ello era, en buena medida, gracias a mi padre.
UN DÍA, cuando tenía diez años, fui con un grupo de jubilosos acompañantes a un lugar boscoso, fuera de la ciudad. Empezó a oler a gas y me dijeron que me quedara en el coche mientras ellos iban al lugar donde mi padre acababa de poner en operación su primer pozo petrolero. Según creían, no era un pozo cualquiera, sino una fuente inagotable que los iba a hacer ricos a todos.
Después de esperar, obediente, en el coche, salí a ver lo que pasaba. En ese momento oí un estallido. El pozo y todo lo que estaba cerca empezó a arder: la torre, las camionetas, los árboles y la gente. Mi padre salió tambaleante de aquel infierno y luego regresó con la intención de salvar a mi madre, pero fue en vano. De las cuarenta y tantas personas que estaban allí, sólo sobrevivieron un barrenero y él.
Cuando me llevaron al hospital para que me despidiera de mi padre, él, en medio de su intenso dolor, fijó en mí sus ojos azules. Fueron lo único suyo que alcancé a ver en esa envoltura blanca, impregnada de negro tanino, que le cubría las quemaduras.
—Te han dicho que voy a morir, ¿verdad? —me preguntó—. Pero voy a seguir viviendo; no me daré por vencido. Y tú tampoco lo hagas, mi cielo. Nunca te subestimes.
Cumplió su palabra. Se recuperó con increíble determinación, a pesar de que sufría unos dolores lacerantes. Y no tardó mucho en volver a trotar por el campo de golf, conmigo a la zaga.
Todavía vivió 20 años en plena actividad, y durante ese tiempo hizo amigos por todas partes. El otro día una anciana me abordó en la oficina de correos, sólo para decirme:
—Su papá era un hombre tan alegre, que hacía felices a cuantos estaban cerca de él.
No le hablé del sufrimiento que hubo detrás de esa alegría, del dolor que no desapareció, ni de las heridas sin sanar. Recuerdo las horas que pasé ayudándolo a exprimirse las ampollas que se le formaban en las partes más afectadas. Mis esfuerzos por volver a llevar una vida normal, comparados con lo que él sufrió, me parecían insignificantes.
MI MADRE me había comprado un piano poco antes de morir, y mi manera de mantener vivo su recuerdo era ejercitarme en él tres horas al día. Después, cuando un maestro de la escuela me encargó que copiara los frisos del Partenón, comprendí cuán larga y ardua iba a ser mi tarea. Supe también que me iba a convertir en pintora.
Todo esto me venía a la memoria mientras trataba de convencer a mi cuerpo de no darse por vencido. Mis progresos más rápidos los hice con el brazo. Había intentado escribir mi nombre unas 200 veces, sin éxito, hasta que una mañana, al abrir la correspondencia, vi la cuenta que me enviaban de una tienda cercana. Entonces tomé la chequera y, sin reflexionar, llené un cheque para pagar la cuenta. No resultó un modelo de caligrafía, pero era legible. Además de mi firma, dejé bien escrita la cantidad: 34.58 dólares. Esa fue mi primera victoria.
Volví al dibujo con ánimos renovados. Pasaba horas observando el pino y tratando de reproducir la verticalidad del tronco y la inclinación precisa de las ramas. Un día, una amiga me llevó una orquídea, y tanto me fascinó el tallo largo, delgado y recto, de 1.20 metros, y terminado en un penacho de diez hermosas flores blancas, que tomé el lápiz, y en unos minutos quedó concluida la obra.
Si había dibujado una orquídea, seguramente podría tocar el piano. Ya caminaba un poco con una andadera, aunque sin apartar un solo instante mi atención de Charlie. Comencé a ir con ella al piano, después del desayuno, para tocar escalas, acordes y arpegios, y así fui recuperando mi habilidad.
Pero había una serpiente en mi paraíso. Mientras yo ejercitaba la mano derecha sobre el teclado, Charlie hacía de las suyas debajo. Resbalaba por el suelo, describía amplios arcos o pegaba un brinco y caía con todo su peso sobre el pedal, haciendo estragos en la música.
Además, representaba una amenaza para mi salud y mi vida. Yo necesitaba su colaboración para aprender a caminar de nuevo. Si no nos entendíamos, me podía romper la crisma. Después de largas lecciones con un bastón, logré al fin adiestrarla lo suficiente para confiar en ella y pensar en otra cosa, por lo menos cuando caminábamos en suelo llano. Porque si llegábamos a algo insólito, como una escalera, tenía que volver a concentrarme en ella.
Aprendí una sencilla regla: la buena pata al cielo y la mala al infierno. Es decir: para subir una escalera, la pierna sana debía ir adelante, y para bajar, la enferma. La primera vez que fui a un restaurante, había que subir unos escalones para llegar a la mesa. Seguramente el jefe de camareros se desconcertó al oírme murmurar "¡Espera tu turno, boba!", cuando subí, y "Ahora sí, querida, avanza", cuando bajé, pero por amabilidad guardó silencio.
Por entonces no pasaba un solo día sin alguna novedad. Bob y yo recordamos los ejercicios que un ex acróbata nos había enseñado años antes, consistentes en estirar cada músculo del cuerpo en todas direcciones, estando acostado o sentado. Por primera vez contemplé la posibilidad de llegar a un arreglo con Charlie.
Al principio, como era su costumbre, giraba hacia la izquierda cuando debía hacerlo a la derecha, y se estiraba ante la orden de flexionarse. Pero con el tiempo fue entrando en razón y aprendió a llevar el compás. Cada vez que lograba marchar al unísono con mi obediente pierna izquierda, yo la premiaba con las más calurosas felicitaciones.
Cierto día, unos ocho meses después del ataque, decidí arriesgarme y llevar a Charlie al campo de golf. En un buen tiro, la pierna izquierda realiza la mayor parte del esfuerzo al momento de golpear la bola, pero al final del balanceo la derecha soporta casi todo el peso del cuerpo. ¿Podía confiar en Charlie?
Saqué de la bolsa el palo número uno, me coloqué junto a la pelota y, después de unos balanceos preliminares, asesté el golpe. Quedé tan complacida al ver que la bola llegaba a unos 100 metros de distancia y caía justo en medio de la pista, que apenas me percaté de que Charlie había hecho una pirueta profesional. Sentí el mismo orgullo que el duque de Wellington cuando la carga de la caballería de Napoleón no pudo desbaratar el cuadro de la infantería inglesa.
Esa noche me senté al piano a tocar una de mis piezas favoritas.
—¡Prepárate, Charlie! —canté, a manera de preludio.
Y quedé encantada al comprobar que, por lejos que llevara las manos, siempre acertaba a las teclas. Ya casi llegaba al final de mi ejecución cuando reparé en que Charlie, allá abajo, pedaleaba con ritmo perfecto.
Bob y yo cenamos con champaña para recibir de nuevo a Charlie en la familia. Brindé por ella y por todos los que nos habían ayudado. Especialmente por el hombre cuyo amor a la vida me había servido de modelo: mi padre. Su frase, "Nunca te subestimes", resonó en mis oídos. Y yo había seguido el consejo.