ÚLTIMA LLAMADA PARA EL CÓNDOR
Publicado en
noviembre 12, 2015
Foto: © Mike Wallace.
Durante más de 12,000 años, los majestuosos cóndores anidaron en lo alto de las escarpadas montañas que bordean la costa occidental de América del Norte, dominando bosques y chaparrales desde Canadá hasta Baja California. Pero estas enormes aves negras, de tres metros de envergadura, empezaron a desaparecer en tiempos recientes. Hacia finales de los años setenta quedaban menos de 35 ejemplares.
En un intento de desentrañar el misterio de esa desaparición y de salvar esta especie que data del pleistoceno, el Servicio de Protección de Peces y Animales Silvestres (SPPAS), de Estados Unidos, recurrió a los servicios de un científico de 40 años. El plan de rescate que este hombre puso en marcha desencadenó una de las más enconadas polémicas que ha habido en Estados Unidos en torno de la vida silvestre.
Por Peter Michelmore.
NOEL SNYDER es un hombre introvertido, nada afecto a los enfrentamientos. Antes de obtener un doctorado en biología ya era violonchelista profesional. Nada le gusta más que salir al campo a trabajar con su esposa, Helen, también bióloga, sin nada que los distraiga. Estaba estudiando cierto tipo de milano en la región pantanosa de Florida cuando el SPPAS suspendió su investigación y lo asignó al proyecto de rescate del cóndor de California.
Paradójicamente, unos meses antes un colega le había preguntado a Snyder si pensaba intervenir en ese proyecto.
—De ninguna manera —contestó—. Hay mucha política en ello.
Pero luego, ante el reto de tratar de salvar al casi mítico cóndor, no pudo negarse. La gran pasión de Noel Snyder es rescatar especies en peligro de extinción.
Los científicos sabían poco de estas aves. Snyder y otros propusieron adaptarles a algunas transmisores de radio a fin de seguirles la pista y conocer sus hábitos alimentarios y de anidación. La radiotelemetría les ayudaría también a localizar ejemplares muertos, y tal vez descubrir lo que estaba acabando con ellos.
Se capturaría a otros cóndores para que se reprodujeran en cautiverio. Y a fin de que el proceso fuera rápido, Snyder propuso tomar huevos de los nidos y empollarlos en incubadoras. En la mayor parte de las especies de aves, si en la temporada de cría el primer huevo se pierde, las hembras ponen otro. Snyder sospechaba que los cóndores no serían la excepción.
Cuando se dieron a conocer los planes de radiotelemetría y de reproducción en cautiverio, se alzaron fuertes voces de protesta. Algunos miembros del Club Sierra, organización ecologista, alegaban que un cóndor criado en cautiverio jamás podría adaptarse a la vida silvestre. "¡No toquen al cóndor!", exclamaron otros opositores. En una reunión pública, David Brower, entonces presidente del grupo ecologista Amigos de la Tierra, proclamó: "El cóndor no es un juguete al que se pueda vendar los ojos, manipular, escudriñar, colocar cables, obligar a poner huevos ni encerrar".
—A esta gente le interesa más preservar el símbolo que el ave misma— le comentó Noel a Helen al terminar la reunión.
El biólogo convino en que había riesgos pero, como declaró ante el SPPAS, "no nos queda otra alternativa que intentarlo".
Siguieron meses de pugnas burocráticas, hasta que la Comisión de la Fauna Silvestre de California le concedió un permiso para que emprendiera un programa de rescate caracterizado por el contacto directo con las aves. Snyder, su esposa y los miembros del equipo empezaron a recorrer las dos regiones donde el cóndor libraba su última batalla.
Un día de primavera en 1980, el equipo de Snyder divisó dos cóndores en la cueva donde anidaban, que tenía el tamaño de una chimenea grande. A través de un telescopio, los biólogos, entusiasmados, vieron a la hembra poner un huevo de color azul pálido. Cincuenta y cuatro días después, al anochecer, Helen vio un pico asomarse por el cascarón. La mañana del día número 56 había un polluelo en el nido.
Poco después localizaron otro polluelo en una cueva cercana. Como los padres habían salido a buscar alimento, los científicos decidieron aprovechar la oportunidad para pesar y medir a los polluelos —precisamente el tipo de manipulación que los Amigos de la Tierra y otros grupos aseguraban que era dañino—. Pero se trataba de algo que ya se había hecho al estudiar a otras aves, y no había habido consecuencias indeseables.
El primero de los dos pequeños, al que llamaron Igor, se sometió al examen sin chistar. El segundo, mayor y más pesado, estaba acurrucado en su nido unos 25 metros abajo, en la pared de un precipicio. Uno de los jóvenes biólogos bajó hasta él atado con una cuerda. Al verlo, el animal, sumamente asustado, comenzó a sisear y a batir las alas. Tras medirlo y pesarlo, el biólogo lo metió en una mochila e hizo señales para que lo subieran.
A Snyder se le encogió el corazón cuando abrió la mochila. El polluelo estaba muerto, al parecer por el estrés que le produjo la captura. Era cerca de la medianoche cuando el biólogo llegó a un teléfono.
—He cometido un terrible error —le dijo a un veterinario del SPPAS.
Se daba cuenta de que, para sus detractores, el incidente sería una confirmación de todo lo que habían pronosticado.
LA INDIGNACIÓN pública fue muy grande, y la Comisión de la Fauna Silvestre de California, en respuesta a la creciente presión, revocó el permiso de tocar a los cóndores.
—¡Estamos maniatados! —exclamó Snyder al enterarse.
Los altos funcionarios del SPPAS se sintieron mortificados, pero siguieron apoyando a Snyder, así que él no se dio por vencido. Aunque tenían prohibido acercarse a las aves, él y su equipo siguieron observándolas de lejos. Fotografiando a cada ave en vuelo, idearon un método de identificación individual que les permitió levantar un censo muy preciso. Mientras tanto, ejercieron presión para que volvieran a darles el permiso de hacer los trabajos de radiotelemetría y de criar ejemplares en cautiverio.
La población de cóndores seguía disminuyendo mientras la Comisión de la Fauna Silvestre reconsideraba el plan de recuperación. Por fin, cuando sólo quedaban 21 aves, se extendió un nuevo permiso para manipularlas. A fines de 1982, dos cóndores volaban con sendos radio-transmisores y una etiqueta numerada en cada ala. El programa de reproducción en cautiverio se inició en 1983, cuando el equipo de Snyder comenzó a tomar huevos de los nidos. Todos se incubaron con éxito en el Zoológico de San Diego. Las hembras que estaban en libertad empezaron a poner segundos y hasta terceros huevos. Snyder había tenido razón al pensar que así ocurriría.
Entonces se hizo un hallazgo de gran trascendencia. Un día de marzo de 1984, la señal de uno de los transmisores avisó a los científicos que había un cóndor inmóvil en lo alto de una montaña. Se recogió el cadáver cubierto de escarcha. En la autopsia se halló una astilla de bala de plomo en el tracto digestivo del animal, y una concentración tóxica de plomo en su sangre.
¡Saturnismo! Snyder entendió de inmediato lo que estaba ocurriendo. El cóndor debía de haber ingerido el fragmento de bala cuando se comió un ciervo muerto por un cazador. Snyder se preguntó cuántos más habían perecido en la misma forma.
Las esperanzas de salvar a los cóndores parecían haberse esfumado cuando los observadores de nidos regresaron al campo a principios de 1985. En semanas de búsqueda, sólo localizaron a nueve de los quince ejemplares que habían contado la primavera anterior. El padre de Igor era uno de los desaparecidos. Noel consideró necesario reorientar el programa. "Habrá que tener a todos los cóndores en cautiverio hasta que hallemos la manera de que no corran peligro en su hábitat natural", dijo.
La idea desencadenó otra andanada de protestas. "Esas aves representan 12,000 años de tradición y cultura", dijo Jesse Grantham, de la Sociedad Nacional Audubon, de Estados Unidos. "Si se pone a todas en cautiverio, se romperá esa cadena para siempre".
Diversos grupos ecologistas pidieron un programa de alimentación "limpia" para salvar a las aves. Se propuso que, en los sitios más frecuentados por los cóndores, se colocaran cadáveres de becerros nacidos muertos. Snyder arguyó que eso ya formaba parte de su programa de recuperación, y que no impediría a los cóndores comer animales contaminados en otros lugares. Algunos ecologistas pidieron también que se prohibiera la caza en las zonas donde se alimentaban las aves, y que el gobierno comprara esas tierras. Snyder sostuvo que tales medidas serían ineficaces, y que podrían provocar una reacción política fuerte que afectaría a las aves.
En noviembre, los biólogos atraparon a un cóndor hembra para cambiar las baterías de su transmisor. Antes de dejarla ir le tomaron una muestra de sangre. Cuando se conocieron los resultados, que mostraban una alta concentración de plomo, el ave ya estaba en las montañas.
Las advertencias de Snyder se estaban confirmando, así que el SPPAS accedió a que se capturaran los últimos ejemplares silvestres. Sin embargo, sus opositores obtuvieron una orden judicial para impedirlo. Los biólogos encontraron a la hembra envenenada agonizando en el fondo de un precipicio. Los veterinarios del zoológico estuvieron 15 días tratando de salvarla, en vano. "Clínicamente, murió de saturnismo", dijo uno de los científicos. "En realidad, murió por causas políticas".
Noel Snyder (centro) y sus asistentes colocan un radiotransmisor a un cóndor joven, el primero que se capturó para los trabajos de radiotelemetría. Foto: ©Helen Snyder.
CUANDO UN TRIBUNAL federal de apelaciones finalmente revocó la orden judicial, Noel Snyder estaba física y emocionalmente agotado. Seis años de incesantes disputas le habían causado un gran desgaste. "La política y la burocracia matan", dijo cansadamente. Renunció a su cargo en el SPPAS y se mudó a Arizona con Helen. Un viejo amigo suyo, Mike Wallace, ecólogo de 35 años que anteriormente trabajó con los cóndores andinos en el desierto Sechura del Perú, al oeste de la ciudad de Piura, y que en ese momento dirigía el programa para salvar a los cóndores en los zoológicos de Los Ángeles y San Diego, asumió un papel preponderante en el programa de recuperación. "No pude haber dejado a estas aves en mejores manos", declaró Snyder.
Wallace no tardó en entrar en el remolino de la tormenta política. Los activistas radicales se oponían a la captura y el rescate de los cóndores silvestres. "¡Liberen al cóndor!", gritaban a las puertas del Zoológico de Los Ángeles. Durante tres meses Wallace durmió junto a las jaulas de las aves mientras los manifestantes aullaban afuera como lobos.
Cierto domingo de 1987, en el Bosque Nacional de Los Padres, un biólogo vio a un cóndor acercarse cautelosamente a un escondrijo de alimentos. Se trataba de Igor, el último de los cóndores silvestres. El animal, de siete años de edad, vio demasiado tarde la red que le echaban encima. Poco después se encontraba en la jaula de cuarentena del Zoológico de San Diego.
—Tienes una gran responsabilidad, amiguito —le dijo Wallace.
Las aves se reprodujeron fácilmente en cautiverio. Sus cuidadores trabajaban detrás de unos espejos unidireccionales y se valían de títeres, con la forma y la textura de la cabeza y el cuello de un cóndor adulto, para alimentar y asear a los polluelos. Esto tenía por objeto que los polluelos no vieran ni se identificaran con ningún humano. En 1990 nacieron 13 en total, y los biólogos se convencieron de que la población de cóndores en cautiverio seguiría creciendo rápidamente.
Los científicos se sintieron alentados por el lanzamiento al mercado de balas hechas totalmente de cobre, con propiedades balísticas superiores a las de las balas de plomo, y a precios competitivos. Si los cazadores optaban por ellas y el cobre resultaba menos nocivo para los cóndores, las nuevas balas representarían un importante avance en el rescate de estas majestuosas aves.
A FINES DE 1991 se llevó en helicóptero a cuatro ejemplares jóvenes a una cordillera alta en una reserva ecológica. Se les puso en una espaciosa jaula con perchas, que simulaba una cueva. Afuera de la puerta había una cornisa natural de montaña con una red protectora de nailon; allí las aves podían alimentarse, contemplar los montes y sentir el roce del viento en su plumaje. Se quedaron en ese lugar dos meses, para aclimatarse. Un día, Mike Wallace telefoneó a los Snyder y les informó:
—Vamos a liberar a las aves el martes 14 de enero. Nos gustaría que nos acompañaran.
—¡No podríamos perdérnoslo! —aceptó Noel.
La mañana estaba despejada cuando se abrió la puerta de la jaula. La red de nailon se había retirado la noche anterior, de modo que nada separaba a las aves de la libertad.
Uno tras otro, meneando la cabeza con curiosidad, los cóndores extendieron sus lustrosas alas y saltaron, para volver a caer torpemente en la cornisa. Siguieron aleteando y dando saltos hasta que, uno por uno, volaron en forma breve y vacilante.
Noel Snyder, que los observaba, no podía contener su alegría.
—¡Están aprendiendo a ser cóndores! —le dijo a Helen—. Les llevará algún tiempo.
Mucho menos tiempo y trabajo, pudo haber añadido el biólogo, de lo que les llevó a él y a un grupo de dedicados científicos llegar a esta primera etapa de la dramática recuperación de una especie animal.
Un mes después, Wallace vio a las cuatro aves sobrevolando los despeñaderos, remontándose y planeando. Sintió un gran regocijo, y una sola palabra acudió a sus labios:
—¡Cóndores!
Para diciembre de 1992, ocho cóndores de California habían sido puestos en libertad. Por desgracia, tres de ellos murieron al enredarse en unos cables de energía eléctrica, y otro murió envenenado con líquido anticongelante, por lo que se convino en que, en lo sucesivo, las aves serían liberadas en el Bosque Nacional de Los Padres.
En diciembre de 1993 se liberó a otras cinco, quedando en cautiverio más de 65. Se irán soltando más en los años venideros, hasta que se hayan establecido por lo menos tres colonias de 150 miembros. Quizá se libere también a los ejemplares silvestres capturados, incluido Igor.
"Las especies en peligro de extinción no se salvan a base de conjeturas", observa Snyder. "Se requiere un intenso esfuerzo de investigación. Es preciso conocer a cada ejemplar individualmente. Pese a todos los errores, no nos hemos retrasado en nuestros planes. ¡El cóndor de California ha regresado!"