Publicado en
noviembre 18, 2015
Cuando Madeline Cadwright llegó a ocupar el puesto de directora de la Escuela Primaria Blaine, en el norte de Filadelfia, encontró un edificio sucio e infestado de sabandijas, un cuerpo docente que casi se había dado por vencido, y niños que llegaban al colegio pensando no en aprender a leer y escribir, sino en sobrevivir un día más en medio de la violencia. Esos eran los chicos a los que Madeline quería educar.
A cualquier otra persona le habría parecido descomunal semejante propósito, pero a Madeline Cartwright le vino como anillo al dedo. Fue, como pronto lo descubrió, el reto de su vida.
Por Madeline Cartwright, con la colaboración de Michael D'Orso.
ESTABA TRABAJANDO en mi oficina de la Escuela Primaria James Blaine, en el norte de Filadelfia, cuando recibí una llamada telefónica de la policía. Acababan de apuñalar a Cassandra, madre de dos alumnos míos. Su hijo Dorian, de nueve años, pedía verme.
¡Ay, no! ¡Cassandra no!, pensé. En un barrio sumido en la desesperanza, aquella joven y atribulada madre había sido una de las pocas personas que trataban de mejorar su vida.
Cuando llegué a la Escuela Blaine a ocupar el puesto de directora, en marzo de 1979, no me hacía ilusiones respecto de la tarea que me esperaba. Mi propósito era crear un colegio modelo en el populoso centro de la ciudad. El vecindario que rodea a la Escuela Blaine, llamado Strawberry Mansion, aproximadamente de 16 por 16 manzanas, estaba en decadencia. La mayoría de las familias dependían de la asistencia pública, y a muy pocos de nuestros alumnos los esperaban en casa un padre y una madre.
Muchos de ellos vivían en un mundo donde se libraba una constante batalla, ya fuera en su apartamento o en el de junto. A veces detenía yo en el pasillo del colegio a un niño de carita triste y le preguntaba qué le ocurría. Me relataba entonces una historia de violencia, y yo trataba de darle una explicación para el dolor que ningún niño debería sufrir.
—Nada te ocurrirá aquí —los tranquilizaba—. Tu escuela es un sitio seguro; un lugar donde todos te tratarán bien. Ya verás que te hacemos sonreír.
Pero aquella vez parecía haber sucedido lo peor. Habían matado a una madre de familia. Dorian tenía dos hermanas, y los tres chiquillos habían presenciado el asesinato de Cassandra.
La historia de esta mujer era particularmente triste. Durante mucho tiempo fue cocainómana, pero decidió ingresar en un programa de rehabilitación. Advertí los resultados de su esfuerzo a la vuelta de un mes, cuando entró en mi oficina para recoger a su hija mayor.
—¡Cassandra! —exclamé—. ¿Eres tú? ¿Qué te hiciste? ¡Te ves espléndida!
—Muchas gracias, señora Cartwright —me contestó—. Acabo de salir del programa de rehabilitación. Ya no uso drogas, y jamás volveré a hacerlo.
El día de su muerte fue a comprar comestibles con su hija, la mayorcita, y luego a comprar un par de tenis para Dorian. De camino a su casa recogió a la pequeña de un año, que se hallaba al cuidado de su abuela.
Cuando Cassandra estaba preparando la cena, llegó su esposo. Comenzaron a discutir por cuestiones de dinero, y la disputa desembocó en empellones, manotazos e insultos. Los tres aterrados niños se encogieron en el sofá, y vieron a su padre sacar un cuchillo.
Después, según recuerda Dorian, su madre cayó al suelo. El padre les ordenó a los chicos que se quedaran en el sofá mientras él corría al piso superior a llamar por teléfono al escuadrón de urgencias.
Dorian y sus hermanas estaban demasiado asustados para moverse. Cuando los paramédicos irrumpieron en el apartamento, encontraron a Cassandra en el suelo y a los tres niños todavía sentados en el sillón, mudos y aturdidos.
Unas horas más tarde, la policía arrestó al padre de Dorian y después regresó al apartamento con la noticia de que Cassandra había fallecido en el hospital.
—¿A quién podemos llamar? ¿Hay alguien que los ayude cuando tienen algún problema? —preguntó un oficial a los niños.
—Llame a la directora de mi escuela —respondió Dorian, mientras abrazaba a sus dos hermanas—. Ella vendrá a buscarnos.
Y así lo hice. Una orientadora y yo corrimos a recoger a los pequeños. Me los llevé al colegio y después a mi casa. Esa noche no supe qué decirles a aquellas preciosas criaturas. Sólo acerté a abrazarlas con fuerza cuando se metieron conmigo en la cama, llorando desconsoladamente y pidiendo a gritos la presencia de su mamá.
Les di palmaditas en la espalda y les acaricié los bracitos hasta que se quedaron dormidos entre sollozos. Lloré y rogué a Dios que me concediera fuerza para darles a esas almitas lo que necesitaban de mí.
Los hijos de Cassandra merecían el futuro que su madre había soñado para ellos. Me prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para ayudarlos. Finalmente, la hija mayor se marchó a vivir con un pariente. Dorian y su otra hermanita se quedaron con la abuela de Cassandra, y él siguió asistiendo a mi escuela.
Fue por Dorian, por sus dos hermanas y por todos los niños como ellos por lo que llegué a la Escuela Blaine.
FREGANDO EL PISO
EL FRÍO del invierno todavía se sentía en el aire aquellos primeros días de marzo, pero el sol matutino anunciaba la primavera. Por encima de la hilera de ruinosas casas de construcción uniforme, y por encima de los terrenos baldíos donde la basura llegaba a la altura de los tobillos, se veía un cielo de color azul intenso.
Pero en las aceras agrietadas y rotas todavía era de noche. Los escalones de los porches y los sótanos seguían envueltos en sombras. La mayoría de los edificios daban la impresión de haber sido bombardeados. Resultaba chocante pensar que en algunos de ellos pudieran vivir niños. Se veían desolados, derruidos, amenazadores. Las ratas y las cucarachas se paseaban por los techos y los pisos. Parecían vacíos, pero estaban llenos de gente, de familias enteras. Estaban llenos de niños.
Las personas que se encontraban en los escalones del frente deben de haberse asombrado ante aquella mujer que pasaba despacio en su Cadillac, saludando a todo el mundo como si hubiera sido un político en busca de votos.
—¡Buenos días! ¡Buenos días! —repetía yo.
Deben de haberme tomado por una loca. Nunca circulaba por esas calles un Cadillac, a menos que alguien se equivocara al doblar una esquina y terminara perdido y aterrado en aquel laberinto de casas de arenisca roja. Pero yo conocía bien los barrios bajos. Había pasado la mitad de mi vida en un gueto, y estaba decidida a hacer de este mi hogar durante los próximos años. Era mi sueño vuelto realidad.
Me estacioné frente a la Escuela Primaria James Blaine. Por fuera, el edificio de tres pisos parecía sólido, de un estilo inclasificable, con sus paredes de ladrillo pintadas de gris y garabateadas con leyendas y dibujos. Había basura esparcida de lado a lado en el alquitranado patio de recreo, y cuando entré en el vestíbulo del frente me saltó a la vista una frase obscena pintada con aerosol sobre una pared, con letras de 30 centímetros de alto.
No me desanimé. Era un reto a mi medida. Deseaba transformar una escuela, y demostrar que los niños aprenden si los invitamos a enaltecer sus mentes y si conseguimos que los padres participen en ello.
Una mujer se me acercó y se presentó como Liz McCain, coordinadora del plantel, entre cuyas responsabilidades estaba la de asistir a las reuniones del barrio y mantener a los padres informados de las actividades escolares. Liz me acompañó a recorrer Blaine.
Yo conocía el colegio gracias a una descripción por escrito: tenía aproximadamente 500 alumnos, desde jardín de niños hasta sexto grado, y 32 maestros, entre los cuales figuraban viejos lobos de mar y novatos recién salidos de la universidad. Pero yo sabía que Blaine era algo más que cifras.
Toda escuela tiene cierta atmósfera, cierto espíritu que la define. Algo que se nota en los rostros de los niños y los maestros cuando caminan por los pasillos, y en el estado del edificio mismo. Mis primeras impresiones de Blaine no fueron alentadoras. El lugar estaba sucio e invadido de cucarachas. Abrí un armario en un aula del jardín de niños y pensé que lo habían cubierto por dentro a propósito con lodo lleno de insectos.
—Las cucarachas se comen el pegamento con el que se encuadernan los libros —me explicó una maestra.
—Vacíe el armario de inmediato —le ordené—. Guarde lo que necesite, y deshágase de todo lo demás.
Pero no tuve que ir a los salones de clases para encontrar cucarachas. Mi propio escritorio, el de la dirección, estaba infestado. Las había hasta en mi teléfono. Puse el auricular con fuerza en su lugar y dos cucarachas salieron corriendo del aparato.
Además, había excremento de ratón por todas partes. Las paredes del edificio, de ladrillo de ceniza, estaban manchadas de tierra. Las persianas jamás se habían lavado. Era preciso hacer algo en seguida.
La mayor parte del trabajo de mantenimiento del edificio corría a cargo del conserje y su ayudante. Pero tal parecía que esas personas no hacían más que cambiar bombillas. Al terminar cada periodo de descanso, recorrían los pasillos con tubos fluorescentes en las manos, en busca de alguna lámpara que reemplazar. Mientras tanto, el edificio se venía abajo. En el baño de varones, la mitad de los inodoros estaban tapados, y los niños seguían usándolos. El hedor llegaba hasta el pasillo.
—Ya limpié este baño, señora Cartwright —me explicó el conserje—. El olor viene del piso. Hay diez años de orina impregnados en el concreto. No va a desaparecer.
Le pedí un balde de agua caliente y unos cepillos. Me quité los zapatos y las medias, y los puse sobre un lavabo; luego me arrodillé y comencé a fregar el piso a conciencia. Al cabo de una hora, alcé la cabeza y olfateé el aire.
—Y bien, ¿huele usted algo ahora? —le pregunté al conserje.
—No.
—Entonces sí se quita el olor del concreto, ¿verdad? Pero mi trabajo no es lavar baños, y no tengo intenciones de lavar otro. ¿Puede usted ocuparse de ello?
—Desde luego.
No tardó en saberse que la directora se había descalzado en el baño de varones para fregar el piso y los inodoros. Raymond Brooks, viejo maestro de ciencias sociales que luego fue uno de mis más firmes partidarios, se desternilló de risa.
—¡No puedo creer que haya fregado los inodoros!
Tampoco lo creían los padres de familia. Comenzaron a hablar del asunto, y pronto no se oía otra cosa en todo el barrio:
—Los baños del colegio ya no apestan.
—Esa señora los limpió. Te digo que limpió los inodoros. Mi hijo la vio.
Me pareció haber dado con la técnica ideal para anunciar a todo el mundo que me proponía cambiar la escuela.
BOLETOS PARA ENTRAR A CLASE
LOS PADRES no tardaron en ir a verme. Pensaban que si yo había sido capaz de fregar el baño, no me sentiría superior a ellos. Hablábamos de los niños y del colegio. Me percaté de que mucha gente creía que la situación de Strawberry Mansion no tenía remedio. Yo necesitaba seguir haciendo mejoras tangibles para demostrar que sí, que las cosas en el barrio podían mejorar.
Conservar limpio el patio constituiría un cambio visible, así que una mañana convoqué a toda la escuela, y llenamos los botes de basura con envolturas de alimentos, latas de refresco y botellas rotas. Cuando terminamos, sólo quedaban unos pedacitos de papel que tapizaban el asfalto como si hubieran sido confeti.
—Niños —anuncié entonces—, nadie puede volver a entrar en el edificio sin boleto.
—¿Qué dice? —se preguntaron unos a otros—. ¿Boleto?
—Todos ustedes deben tener boleto. El boleto de esta mañana es algún desperdicio.
Acto seguido, 500 niños corrieron a buscar una basura. El patio de recreo quedó impecable en cuestión de minutos. Esto se convirtió en nuestro hábito de los lunes por la mañana. Yo no obligaba a nadie a colaborar, pero si veía a un niño que no ayudaba, me acercaba a él y le decía:
—¿Qué? ¿No es esta tu escuela? ¿No quieres formar parte de la familia Blaine? Para eso tienes que ayudar a mantener limpio el plantel.
No era difícil hacer participar a los niños, pues eran un público cautivo. Pero no ocurría lo mismo con los padres, y yo necesitaba su cooperación para que mis planes tuvieran éxito.
Decidí celebrar mi primera junta de padres de familia. Cuando se lo comuniqué al personal, la mayoría se burló.
—No van a asistir, Madeline. Jamás han venido a las juntas, y jamás lo harán.
Mi primer paso consistió en despertar en los niños entusiasmo por la junta. Los reuní a todos y les dije:
—Sus madres deben conocer a la directora del colegio. Es importante. Todos los días, desde hoy hasta que se celebre la junta, quiero que, al llegar a casa, les recuerden a sus madres que se acerca la fecha. Y cuéntenles algo de mí. Si no se acuerdan de nada de lo que haya hecho o les haya dicho ese día, háblenles de mi ropa. Díganles: Mamá, la señora Cartwright llevaba hoy un vestido verde.
A la mañana siguiente estaba yo sentada en mi oficina con la puerta abierta de par en par. Alcanzaba a ver a los niños que pasaban por el corredor, se detenían y se asomaban para fijarse en el color de mi ropa.
—¿Cómo está vestida? ¿De qué color?
—¡De azul! ¡Está vestida de azul!
Durante la semana de la junta, recorrí despacio las calles en mi automóvil, tocando el claxon y gritando a los niños que estaban afuera:
—¡Llama a tu madre! ¡Llama a tu padre!
Cuando los chicos volvían a salir con sus asombrados padres, yo les anunciaba:
—La junta será el jueves por la noche. Por favor, no falte.
Vi a unos adultos esperando el autobús, y me detuve para avisarles de la junta. Los hice prometer que se presentarían.
Llegó el jueves y empecé a sentirme nerviosa. En las primeras horas del día le pedí al asistente administrativo que colocara unas sillas plegables en el auditorio, para aumentar el número de asientos. A las 4 de la tarde advertí que el hombre no había obedecido mis indicaciones. Fui a buscarlo y le pregunté:
—¿Dónde están las sillas?
—Señora Cartwright —contestó—, lamento mucho desilusionarla, pero no va a necesitarlas. Los padres no vendrán.
Me enfurecí.
—¡Pase lo que pase —le dije—, quiero que usted se comporte como si creyera en esta y en cualquiera otra actividad que organicemos en la escuela! Si piensa que ese papel no le queda, entonces finja que sí hasta que podamos transferirlo. Ahora, por favor, coloque las sillas, como se lo pedí.
Esta vez obedeció. A las 6 de la tarde empezó a llegar la gente. Tantos padres de familia cruzaban las puertas que aquello parecía un concierto gratuito de Michael Jackson. Los recibí con un apretón de manos. A las 7, el auditorio estaba repleto y había gente en el pasillo. Me encaminé al frente de la sala y dirigí a mi público una amplia sonrisa.
—Me siento muy feliz de estar aquí con ustedes —comencé—. Sabía que vendrían para que pudiéramos mostrarles a nuestros niños que estamos unidos. —Después de presentar a todos los maestros, empecé mi discurso—. Me propongo que esta escuela preste un servicio a los niños. Y que a ellos les guste venir a clases todos los días, y que aprendan.
Hablé de mi infancia. Dije que fui la última de 13 hijos, que dormíamos en el suelo y que vivíamos en apartamentos para familias de bajos ingresos. Les conté de una ocasión en la que, como no teníamos zapatos, mi madre llevó a casa una bolsa de calzado viejo de mujer, de tacones altos. Mi padre llevó la bolsa al patio trasero, la vació junto a un tocón y les cortó los tacones a todos los zapatos. Luego los repartió entre nosotros, niños y niñas por igual. Al día siguiente nos los pusimos para ir al colegio.
La gente rió tanto con esta anécdota que hice una pausa.
—Veré que sus hijos reciban la mejor educación que podamos darles —prometí—. Tendrán la oportunidad de salir adelante. Para empezar, no habrá suspensiones, a menos que un chico represente un claro peligro para sus compañeros o para el personal. Y aún no conozco a un niño de 11 o 12 años al que no pueda dominar.
El público aplaudió. Había habido muchas suspensiones en la Escuela Blaine antes de mi llegada. La disciplina era estricta... demasiado estricta. Los alumnos estaban tensos, nerviosos, temerosos de hacer algo mal. A los niños les resulta difícil asimilar las lecciones cuando se hallan bajo semejante presión. Además, las suspensiones no sirven de nada; sólo propician que el niño, en vez de estar haciendo algo de provecho en el salón de clase, ande vagando por las calles.
—Pero sus hijos deberán tratarnos con respeto —proseguí—. Nuestros maestros tienen que sentirse bien en su trabajo. ¿Ven ustedes qué buena pinta tienen todos ellos? Brindémosles un aplauso.
Los maestros reían y aplaudían junto con los padres.
—Y yo quiero tener éxito en mi labor —dije—. Si sus hijos aprenden, me ayudarán a tenerlo. Si no, damas y caballeros, no podré conservar este empleo que tanto necesito. Amo a los niños, pero también me hace falta mi salario. El Cadillac estacionado frente al edificio es mío. No puedo pagarlo sin la colaboración de ustedes. ¿Me ayudarán a pagar ese auto? —Una gran ovación llenó el recinto—. ¿Me están diciendo que podré conservarlo?
Los vítores y aplausos se hicieron más intensos.
Y no mentían. Aquel junio, en nuestra ceremonia de graduación, hice un llamado a las armas. Necesitábamos un edificio limpio para nuestros alumnos, así que pedí ayuda a los padres.
—Yo vendré con pantalones de mezclilla y con una cubeta —anuncié—. Quiero que ustedes vengan con sus pantalones de mezclilla y sus cubetas.
El 1 de julio había 18 padres de familia esperándome cuando llegué a la escuela. Durante el mes siguiente lavamos, limpiamos, raspamos y fregamos. Atacamos todas las aulas, los armarios, los lavabos, los baños, expurgando rincones que nadie había tocado en años.
Una semana después nos visitó un equipo de camarógrafos de televisión, y en el noticiario de esa noche se mostraron algunas imágenes de nuestros esfuerzos. A la mañana siguiente, los padres de familia comentaban al respecto:
—No informaron de un asesinato —dijo uno—, ni del incendio de una casa. Anoche hubo buenas noticias en la televisión.
Cuando los niños volvieron a clases, en septiembre de 1980 (el inicio de mi primer año completo como directora del plantel), entraron en un edificio reluciente, pues estaba limpio y recién pintado de colores vivos. Parecía que se había inaugurado un colegio nuevo, y en muchos sentidos así era.
CUANTO SEA NECESARIO
EL DÍA QUE PISÉ la Escuela Blaine por primera vez, mi principal preocupación era lograr que nuestros alumnos desarrollaran al máximo su capacidad. Después, cuando visité sus hogares y vi el horror en el que vivían, me di cuenta de que había que satisfacer ciertas necesidades suyas para que estuvieran en posibilidades de aprender.
Les dije a los maestros que quizá no supiéramos qué vida llevaban nuestros niños antes de presentarse a clases cada mañana, pero sí sabíamos lo que les ocurría en el colegio. Lo menos que podíamos hacer, continué, era transmitirles la confianza de que en su colegio podían sentirse contentos y seguros.
Nunca olvidaré la mañana en que llegué y me encontré a Tyrone, de siete años, junto a la puerta principal. Tyrone era el menor de tres hermanos que vivían con su madre, deficiente mental. Muchísimas veces, a su familia se le acababan los alimentos y el dinero antes de que llegara el siguiente cheque del sistema de asistencia pública.
Esa mañana Tyrone tenía los ojitos llenos de lágrimas. Se sostenía un brazo cubierto de quemaduras de tercer grado, que no habían sido atendidas. Me lo llevé adentro de prisa y le pregunté qué había sucedido, mientras Liz McCain intentaba localizar a su madre para que yo pudiera llevarlos al hospital.
Tyrone explicó que la noche anterior había estado ayudando a su madre a verter aceite caliente de una sartén a un frasco de vidrio que él sujetaba. El frasco estalló y el aceite hirviente le cayó en el brazo.
No tenían teléfono en la casa para pedir ayuda, ni auto para trasladarse al hospital. Pero estaba la escuela. Así que el pequeño Tyrone pasó la noche entera con el brazo quemado hasta el hueso, con la seguridad de que, al llegar la mañana, se abriría la escuela y recibiría ayuda de los maestros y la directora.
Uno de los temas que abordé con mi personal era que debíamos asegurarnos de que el colegio sirviera siempre de refugio a niños como Tyrone. Otro tema fue el de la autoestima. Podrían corregir a los niños, les dije, o disciplinarlos de acuerdo con las normas de la escuela, pero jamás debían rebajarlos, despreciarlos ni criticarlos demasiado.
Yo consideraba muy importante inculcarles el respeto a sí mismos. Todos los días recorría la escuela para tocarlos, darles palmaditas y abrazarlos. Los contactos físicos que algunos de ellos experimentaban en su vida cotidiana eran empujones o golpes, nada más. Les decía que nadie iba a golpearlos en la escuela. Yo era la única persona autorizada para imponer castigos corporales, una medida por la que rara vez optaba.
También me di cuenta de que, aun en la escuela primaria, la apariencia personal influye profundamente en la opinión que tiene un niño de sí mismo. Así que anuncié al personal que haríamos cuanto estuviera en nuestras manos para ayudar a los alumnos en ese sentido. Entre las 8 de la mañana y las 4 de la tarde, les dije, nuestros chicos estarían bien arreglados y llevarían la cabeza en alto.
Muchos no tenían a nadie que les comprara ropa, o que por lo menos les lavara la que tenían. Algunos dormían con la misma que llevaban a la escuela. Otros carecían de agua corriente en su casa, y las lavanderías automáticas resultaban caras para las madres que dependían de la asistencia pública.
Comencé a llevar niños a mi casa. Los metía en la bañera, enjabonaba el agua, los dejaba jugar un rato y ponía su ropa en la lavadora. También me llevaba a casa a niños que no necesitaban aseo, para que los otros no se sintieran señalados. Les encantaba irse conmigo, y no me costaba trabajo obtener el permiso de sus padres.
Pero podía ayudar de este modo a tan pocos chicos que no se notaba un verdadero cambio. Necesitábamos en la escuela una lavadora y una secadora, así que nos propusimos adquirirlas.
Los padres me ayudaron organizando una rifa con la que ganamos 600 dólares. Así se inició nuestro programa de lavado de ropa.
Mientras reuníamos dinero, también comenzamos a juntar prendas de vestir. Así pues, si los niños necesitaban que se les lavara la ropa, podían cambiarse en cuanto llegaban al colegio. Habíamos reservado un espacio para ello, cerrándolo con pizarrones portátiles. Si los chicos estaban sucios, se aseaban en el lavabo de la enfermería.
Limpios de cuerpo y ropa, metían sus prendas sucias en una bolsa, la cual dejaban sobre una mesa, y se marchaban a clases. Cuando volvían, por la tarde, encontraban su ropa limpia y doblada. Había días en que la lavadora y la secadora funcionaban sin cesar, y casi todo el mundo ayudaba. Nadie estaba obligado a ello, pero éramos varias las personas (un ayudante, una maestra, una madre, yo) que colaborábamos para que se hiciera cuanto fuera necesario.
Ofrecíamos también otros servicios. Una adolescente del barrio que nos había ayudado en la labor de limpieza del verano empezó a ir periódicamente para cortarles el cabello a los chicos. Algunas de las niñas mayores se ofrecieron a peinar a las menores y recogerles el cabello en coletas.
No faltaron críticos que impugnaran nuestras actividades. Decían que no éramos una agencia de servicio social, que la escuela no podía satisfacer todas las necesidades de todos los niños, y que jamás había sido ese su objetivo.
Mi respuesta fue sencilla. Les hice ver que, si bien decimos que queremos ayudar a los chicos, luego nos dejamos enredar en la necedad burocrática, y la ayuda nunca llega a quienes la necesitan. Si una criatura está hambrienta, alguien tiene que alimentarla. Si está sucia, alguien tiene que asearla. Si carece de ropa limpia, alguien debe procurársela.
Hay que hacer cuanto sea necesario. Así de simple. Y ello puede representar un enorme cambio en el mundo de un niño.
EL PODER DEL MAESTRO
OCUPARNOS de las necesidades elementales de nuestros alumnos (vestirlos con ropa limpia, alimentarlos sanamente, consolar sus afligidas almas) constituía un primer paso esencial para educarlos. De la misma manera, emprendí la tarea de preparar a los maestros para la enseñanza.
Cuando llegué, prevalecía entre el profesorado la convicción de que librábamos una batalla perdida. Algunos maestros eran muy capaces, pero casi ninguno esperaba gran cosa de los alumnos ni de sí mismo.
Con frecuencia iba yo a observar mientras ellos daban su clase, sin previo aviso. Si hacía falta una mejora, me entrevistaba con el maestro y, después, a manera de seguimiento, volvía a observarlo. Si no había progresos, trazaba un plan para auxiliarlo. Nos asesoraban algunos especialistas, y yo misma impartía lecciones para mostrar cómo podía presentarse un concepto dado. Fueron muy pocos los maestros que, con ayuda y aliento, no lograron un desempeño excelente.
Tuve que trabajar muy duró con algunos de ellos, pero mi recompensa fue contar con varios en verdad sobresalientes en la Escuela Blaine. Por ejemplo, Raymond Brooks. Además de ser un estupendo maestro de ciencias sociales, muchos fines de semana llevaba a los niños a visitar su granja. Quería que se asomaran a la vida, más allá de las aceras que veían a diario.
Delgada, siempre arreglada y muy formal, Mary Freeman también estaba comprometida de corazón con la docencia. Jamás alzaba la voz, y sus alumnos seguían con fascinación sus lecciones. La enseñanza fluía de Mary como el agua de un manantial, y ningún niño de primer grado terminaba un año con ella sin haber aprendido a leer.
Sara Brooks, competente maestra blanca, se quedó en Blaine año tras año y ayudó a que los cambios de personal fueran menos que en muchas escuelas de los barrios pobres. Menuda y de voz suave, Sara tenía planeado cada minuto de la jornada. Mientras sus alumnos hacían cola para tomar su almuerzo, los ponía a deletrear palabras. Una vez, los chicos fueron a tomarse unas fotos, y mientras tanto Sara estuvo mostrándoles tarjetas con operaciones matemáticas que debían resolver.
Sara Brooks pensaba que todo niño podía ser un alumno sobresaliente. Lo creyó incluso de un muchachito de seis años llamado Larry*. Nuestra experiencia con él me recordó que, en ocasiones, lo mejor que podía yo hacer como directora era cerciorarme de que los absurdos reglamentos burocráticos no entorpecieran el trabajo de mis maestros.
A las tres semanas de iniciado mi primer semestre de otoño, una supervisora de distrito visitó la Escuela Blaine para ver cómo iban los alumnos de educación especial. Larry figuraba en su lista. Pero, según la maestra, aún no se presentaba en el colegio ese año.
Llamé por teléfono a la casa de Larry. Su madre, muy afligida, llegó en cuestión de minutos. Estaba segura de que su hijo asistía a clases todos los días porque ella misma lo acompañaba hasta la puerta. Exigió saber de inmediato dónde se hallaba el chico.
Liz McCain, que servía de enlace entre el colegio y la comunidad, entró en ese momento.
—¿Están hablando de Larry? Está en el salón 202 —nos informó, y nos condujo al aula de Sara Brooks.
Yo había visitado la clase de Sara varias veces ese año, y la había visto inclinada sobre ese niño, instándolo a trabajar. En otras ocasiones la vi caminar con él por el corredor, diciéndole que anduviera erguido.
Yo ignoraba el nombre del niño. También, que lo habían operado varias veces, del corazón una de ellas, y que su madre lo consideraba tan frágil como una muñeca de porcelana. No sabía yo que lo habían clasificado como "deficiente mental capacitable" (DMC), ni que debía pertenecer al grupo de educación especial. La oficina de distrito enviaba a los niños de educación especial. Como el expediente de Larry no había llegado a la escuela, yo había colocado al chico en la clase de Sara a principios del año.
También Sara ignoraba todo eso. Sólo advirtió que Larry era diferente; que caminaba como si tuviera las piernas soldadas y encorvado como un anciano artrítico. Supuso que se trataba de otro niño de primer año que no había desarrollado plenamente su potencial.
Nadie había logrado nunca que se irguiera. Nadie lo había obligado a sentarse ante un pupitre, para abrirle luego la manita, poner un lápiz entre sus dedos y mostrarle cómo se escribe. Nadie había creído que Larry pudiera hacer estas cosas. Pero a Sara jamás le pasó por la cabeza que no pudiera.
Tres semanas después de iniciado el año escolar, el pequeño se sentaba bien ante su pupitre y escribía su nombre. Su madre dijo que sabía que el niño había estado asistiendo a clases y cumpliendo, porque todas las tardes llegaba a casa a mostrarle lo que había hecho en la escuela.
La supervisora de la oficina de distrito era muy celosa de los reglamentos, así que esta situación le pareció intolerable. Larry no debía estar en aquel salón. Se le había clasificado como DMC en los exámenes y, para ella, eso era.
—Mire al niño —le dije—. Sara ha logrado que se siente y camine erguido. Ya sostiene su lápiz y escribe. Él no podía hacerlo cuando se iniciaron las clases, hace apenas tres semanas. No es un DMC.
—Señora Cartwright —insistió la supervisora—: conozco las reglas. Usted no puede cambiar a los niños de un lugar a otro como le plazca.
—Muy bien —repliqué—. ¿Me haría el favor de incluir a Larry en la lista de niños a los que se va a reevaluar?
—Puedo hacerlo —contestó—. Pero tendrá que aguardar su turno, como todos los demás.
A continuación tomó a Larry de la mano y lo llevó al salón 207; la clase de los niños con retraso mental, pero capacitables.
En cuanto la mujer se marchó, saqué a Larry de ese salón y lo llevé de nuevo a la clase de Sara, quien lo abrazó. Luego nos abrazó a la madre del niño y a mí. Las tres teníamos el rostro bañado de lágrimas.
Larry se quedó en el salón de Sara hasta enero, cuando fue reevaluado y ascendido a la categoría de "deficiente mental educable". Estudió los cinco años siguientes en Blaine y se convirtió en uno de nuestros alumnos más queridos. Cuando el break dance se puso de moda, Larry subió al escenario a bailar en una celebración de la escuela y se ganó un fuerte aplauso. El muchachito, cuyo cuerpo Sara ayudó a que se abriera como una flor, parecía un trompo en el escenario.
Yo me puse a pensar en la gente que nos decía lo que no podíamos hacer con nuestros niños.
"MANTENGASE FIRME, MADELINE"
LES HABÍA COMUNICADO a mis maestros que íbamos a hacer un cambio drástico y comprobable en nuestros salones de clase. Luego, antes de que terminara ese primer año, les di la tremenda noticia: haríamos una revisión a fondo del método de evaluación escolar.
Me refería yo al Examen de Aptitud de California (EAC), una prueba oficial que servía para medir la capacidad de los alumnos para leer y resolver problemas matemáticos, y con la que se evaluaba el nivel académico de las escuelas públicas de Filadelfia. Desde hacía varios años las calificaciones venían mejorando, y cada ciclo escolar los administradores se daban palmaditas en la espalda y aseguraban que los resultados del EAC eran la confirmación de su buen desempeño.
Según estos resultados, más de la mitad de los alumnos de primer grado de Blaine estaban dentro del 15 por ciento superior a nivel nacional, y su clasificación era incluso mejor al nivel de la ciudad. De hecho, aventajaban a los chicos de los mejores colegios de los suburbios.
Yo sospechaba que esto era una farsa, así que investigué un poco. Los expedientes revelaron que muchos escolares se clasificaban dentro del diez por ciento superior en el primer año, pero en el segundo quedaban en el 50 por ciento superior, o sea que su resultado era más bajo, y en el tercer año mejoraban, quedando en el 20 por ciento superior.
¿Cómo podía ser? Dos maestros confirmaron mis sospechas. Me explicaron que a los niños se les ayudaba de manera irregular para que obtuvieran calificaciones altas en estos exámenes y el colegio presentara una buena imagen. Las diferencias en los resultados se debían a que algunos maestros ayudaban a los niños más que otros.
Yo sabía que estas cosas sucedían en otros planteles. Se les daba a los alumnos más tiempo para resolver un examen; por ejemplo, una hora para una prueba de 20 minutos. Conocía incluso profesores que dictaban las respuestas correctas.
Estas evaluaciones no servían de nada, y estaban perjudicando a nuestros niños por motivos relacionados con la imagen y las necesidades del sistema escolar. Se trataba de un engaño, declaré, y había que ponerle fin.
Decidí recurrir a la ayuda de los padres. La asistencia a nuestras asambleas seguía siendo alta, y ellos me apoyaban. Cuando se aplicó el primer EAC en Blaine, en febrero de 1980, repartí a los padres en los salones para que estuvieran pendientes de cualquier irregularidad.
Meses antes les había explicado a los maestros que no había nada que temer. Simplemente les transmitiríamos a nuestros alumnos los conocimientos y las habilidades que el examen evaluaba, en lugar de orientar nuestro trabajo hacia la meta de pasar el examen. La presencia de los supervisores, les aseguré, garantizaría que no se cuestionaran nuestras calificaciones.
Como era de esperarse, los resultados de Blaine fueron considerablemente inferiores a los del año anterior. Un hombre de la oficina de distrito salió con las calificaciones en la mano.
—Madeline —se quejó—, otros directores podrían seguir tu ejemplo. Eso se reflejará en el financiamiento que recibimos del gobierno.
—No sé qué pase con el financiamiento —repliqué—. Pero sí sé que una prueba como esta debe medir con toda veracidad el aprovechamiento de los escolares. Debe ser una herramienta de diagnóstico, no una herramienta política ni un instrumento de engaño.
Esa tarde recibí una llamada del director de servicios de evaluación.
—Señora Cartwright —dijo—, se está hablando mucho aquí sobre los resultados del examen en su colegio. —Ya empezamos, pensé—. Sólo quiero decirle —continuó— que usted ha hecho lo que se debería hacer en todas las escuelas de esta ciudad. —Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando—. Por primera vez, los resultados concernientes al aprovechamiento en matemáticas y lectura parecen realistas —dijo. Luego me pidió—: Manténgase firme, Madeline.
A pesar de esas palabras de aliento, yo sabía que me atacarían.
PROGRAMAS IMPERTINENTES
Y LO HICIERON. En una época en que la imagen y las relaciones públicas son tan importantes para los sistemas escolares como para las figuras políticas, mi conducta equivalía a una traición. Con un lenguaje cuidadosamente disfrazado, me lo dijo un coro de voces administrativas.
Pero yo estaba convencida de que los escolares de los barrios pobres de Filadelfia podían aprender tanto como los chicos más privilegiados de cualquier parte del. país. No necesitaban que nadie hiciera trampa. Lo único que les hacía falta era una oportunidad.
Un año después de aquellos resultados del EAC, avivé el fuego al rechazar uno de los proyectos favoritos del distrito escolar: un programa piloto llamado "Excelencia en el Aprendizaje".
Se trataba de uno más en un interminable desfile de programas docentes experimentales inventados por los administradores del distrito escolar para demostrar que estaban haciendo algo por las escuelas de nuestra ciudad. Estos experimentos comenzaron en los años sesenta, cuando las escuelas respondieron a la crítica necesidad de mejorar la educación... y los editores de libros de texto aprovecharon la oportunidad de ganar dinero. Durante ese periodo fuimos testigos de una invasión de textos experimentales, como los libros de historietas "de contenido social" y la introducción a las "matemáticas modernas".
Cuando a maestros competentes se les ordenó que renunciaran a métodos de comprobada eficacia y aplicaran los programas piloto, muchos se desmoralizaron. Inevitablemente reaccionaron con poco entusiasmo y, en consecuencia, muchas escuelas tuvieron un repentino descenso de su nivel académico.
El programa Excelencia en el Aprendizaje no era malo, pero los métodos que utilizábamos en Blaine daban buenos resultados. Yo me proponía manifestar esto cuando convoqué a una junta del personal para anunciar el programa propuesto.
Antes de que yo comenzara a hablar, una maestra de jardín de niños se puso en pie y declaró:
—Estamos cansados de que nos usen como conejillos de Indias para sus programas. Todos los años hay algún "piloto" nuevo. ¿Por qué no nos dejan enseñar en paz?
Los maestros asintieron en silencio. La mujer que acababa de hablar era una excelente maestra, pero no pertenecía a mi club de admiradores. Yo la hacía sentirse abrumada. Así pues, me dio un enorme gusto oírla reforzar mi postura. Era el apoyo que necesitaba.
—Perfectamente —convine—. Si están seguros de que no quieren este programa, no lo aplicaremos. Pero debo advertirles que si lo rechazamos deberemos demostrar que tenemos algo mejor.
Desde lo ocurrido con los EAC me hallaba en una situación vulnerable. Y como los maestros no habían querido participar en el programa Excelencia en el Aprendizaje, estábamos juntos en esto. Durante años, Sara Brooks había acompañado a sus alumnos al comedor, pidiéndoles que deletrearan palabras sobre la marcha. Pero ya en esta época, todos los maestros repasaban con los niños matemáticas, geografía y otras materias mientras hacían cola en el comedor, o mientras aguardaban a que diera comienzo una asamblea; cada minuto libre.
Los chicos se entusiasmaron con nuestro procedimiento. Querían sobresalir, así que les dimos la oportunidad que necesitaban.
Celebrábamos concursos semanales de matemáticas, y dábamos pequeñas sumas de dinero como premio. Exponíamos los mejores trabajos (exámenes, composiciones, tareas y dibujos) para que todos los alumnos vieran lo que hacían sus compañeros. Logramos que se sintieran orgullosos no sólo en lo personal, sino también unos de otros.
Las únicas palabras que jamás permití que se pronunciaran en nuestro plantel fueron "No puedo". Pedí a los chicos que dijeran "Tengo dificultades" o "Necesito ayuda", pero a nadie se le permitía darse por vencido así como así.
Con el tiempo, los alumnos asimilaron esta actitud positiva. En mi segundo año de trabajo, ningún alumno de la Escuela Blaine salía al final de la jornada sin sus libros y sus útiles para hacer la tarea en casa.
Los motivaba la alegría de complacerme a mí, a sus maestros y a sí mismos. Deseaban oírme decir lo orgullosa que estaba de ellos, mientras los abrazaba y les hacía sentir mi satisfacción. También les encantaba decir que se enorgullecían de nosotros, los maestros. No hay palabras para expresar cuánto significaban para todos estas cosas.
PREMIOS CODICIADOS
POR VARIAS RAZONES, el ciclo escolar 1982-1983 fue decisivo para Blaine. No había duda de que nuestros niños estaban desempeñándose mejor. Sus calificaciones empezaban a subir, y eran ya fidedignas.
Por otra parte, se presentaban a clases más niños que nunca antes. El promedio de asistencia llegaba a 90 por ciento, y el de los maestros era aún mayor.
A finales de aquel semestre de primavera, después de recibidos los resultados del EAC, todos los colegios de nuestro distrito se reunieron para la ceremonia anual de entrega de los Premios al Aprovechamiento Académico. Nunca me había gustado demasiado la idea de un concurso como este. Tenía mis dudas con respecto al significado de los resultados de esos exámenes, aun honradamente obtenidos, que muchas veces no era el caso. Pero cuando vi el lugar donde se iba a llevar a cabo la ceremonia, decorado con velas y flores, me di cuenta de que la ocasión era muy importante para mí.
Durante el acto estuve preguntándome a qué director se le otorgaría el reconocimiento más codiciado de todos: el premio a la escuela que había registrado el mayor adelanto en cuanto a aprovechamiento. Por fin llegó el momento y se hizo el anuncio. Escuché el nombre de la Escuela Blaine, y mi corazón se llenó de orgullo. Lo habíamos logrado.
Aquel premio, obtenido en 1983, fue el estímulo que necesitábamos. Nos confirmó que estaba dando resultado lo que habíamos empezado a hacer en nuestro colegio, y nos dio libertad para seguir adelante.
Seguimos adelante, por cierto. Los niños mayores que egresaban para entrar a otras escuelas empezaron a difundir la fama de Blaine gracias a sus conocimientos y a su actitud.
Comenzaron a hablarme los directores de las escuelas de enseñanza media. Me aseguraban que era muy fácil reconocer a mis alumnos, sin tener que preguntarles de qué colegio procedían.
—Caminan y hablan de manera diferente —me dijo uno de ellos—. Y, sin duda alguna, trabajan en forma diferente.
Desde luego. Los alumnos de la Escuela Blaine sabían que se esperaba que cumplieran con su tarea y que asistieran a clases todos los días, lloviera, tronara o relampagueara. Sabían que debían mostrar respeto a sus maestros, a sus compañeros y a sí mismos. Esta actitud había pasado a formar parte de su personalidad.
Para reforzar los valores que tanto apreciábamos, redacté un juramento escolar que imprimimos en folletos y pegamos en las paredes de toda la escuela. Cada mañana, antes de entrar al edificio, los niños se formaban y recitaban en voz alta el juramento de la Escuela Blaine. Por las calles del barrio se oían 600 voces que decían:
Me comportaré de manera que me sienta orgulloso de mí mismo, y que los demás se enorgullezcan de mí.
Vine a la escuela a aprender, y voy a aprender. Este será un buen día.
Les recordaba el significado de esto en cada oportunidad que se me presentaba. "No estaré con ustedes para siempre, y tampoco sus madres. Todos los días deberán tomar decisiones que afectarán su vida, y tendrán que tomarlas solos. Cuando lo hagan, recuerden estas palabras. Les ayudarán a elegir bien".
El distrito escolar celebraba un concurso anual de oratoria, siempre muy reñido. Los colegios enviaban grabaciones de sus candidatos, y los jueces designaban diez finalistas.
Desde el día en que llegué a la Escuela Blaine, comencé a preparar a los niños para este concurso; a todos. Durante cinco años consecutivos logramos que un pequeño llegara a la final. En 1984 el honor correspondió a una niña llamada Felicia Lewis.
Convoqué a los alumnos a una asamblea.
—Niños —anuncié—, vamos a enviar a Felicia para que nos represente en el concurso. Si triunfa, nadie dirá que Felicia Lewis ganó la competencia; dirán que la ganó Blaine. Eso significa que habremos triunfado nosotros: ustedes, yo, todos.
Luego invité a Felicia a ensayar su discurso frente a sus compañeros. Cuando concluyó, los chicos le brindaron un nutrido aplauso, que luego se repitió con el público del concurso. Felicia habló de lo orgullosa que se sentía de su raza y de su escuela. Mencionó a afronorteamericanos destacados, y se refirió al respeto por uno mismo, a la lucha por llegar a ser alguien. El auditorio se vino abajo, y todos los jueces votaron por ella.
Volé de regreso al colegio esa tarde.
—¡Niños, niños! —grité por el sistema de altavoces—. ¡Ganamos! ¡Ganamos!
La escuela entera empezó a gritar. Alumnos y maestros irrumpieron en el vestíbulo para ver a Felicia. Todos la alzaban y la abrazaban. Ella era una niña muy tímida, pero ese día no había nada que la cohibiera. Estábamos muy identificados unos con otros.
EL CRACK
A PESAR de que ganábamos concursos y elevábamos nuestras calificaciones y nuestros promedios de asistencia año con año, había una sombra siniestra que se extendía fuera de nuestras puertas y amenazaba con destruir lo que habíamos logrado.
Esa sombra era una forma de cocaína llamada crack. A lo largo de los años habíamos visto todo tipo de drogas en Strawberry Mansion, pero ninguna como esa. Cuando salía al patio de recreo a charlar y a recoger basura por la mañana, encontraba cada vez más botellitas en el suelo.
Los padres empezaron a ir a la escuela con gran frecuencia, no para ayudarnos, sino para pedir dinero. Algunos ni siquiera eran padres de familia. Personas que yo no conocía entraban en mi oficina a pedirme unas monedas para transporte o para una hogaza de pan. En realidad trataban de reunir los cinco dólares que costaba un frasquito de crack. Yo escuchaba sus mentiras, y luego les respondía categóricamente:
—¡Ni un centavo!
Entre las personas a quienes negué dinero estaban algunos padres de familia que nos habían ayudado con regularidad, que habían participado en nuestras actividades desde el principio, así que esta situación me dolía profundamente. Vi a varios convertirse en "fumadores", como se llama a la gente adicta a fumar la pipa de crack.
Pero en el barrio no se veía que los niños consumieran crack, y las razones eran fáciles de entender. Ellos se daban cuenta de que esa horrorosa pipa se adueñaba de sus hermanos mayores, y atrapaba a sus padres, y los convertía en demonios.
—El crack es malo —les advertía una y otra vez a los chicos en las asambleas—. Se apodera de una persona y la lleva a hacer cualquier cosa por conseguir más. Sé que algunos de sus familiares son adictos. Ellos ignoraban los devastadores efectos del crack cuando comenzaron a fumarlo. Por eso deben ustedes mantenerse lejos de esa droga; muy lejos. Y recuerden que la drogadicción de las personas a las que aman no tiene nada que ver con ustedes. Ustedes no pueden controlar los actos de los demás. Sé que esto duele, pero no permitan que la situación los haga subestimarse. ¿Me han entendido? El problema no tiene ninguna relación con ustedes.
Para mí, lo más triste de todo era que el crack lograba lo que ninguna otra droga había logrado en los barrios bajos de las ciudades: seducía a las mujeres. Ellas, en muchos casos, eran quienes mantenían unidas a las familias. A nuestros niños no sólo les faltaban alimentos, ropa y hasta vivienda, pues sus padres lo sacrificaban todo por conseguir crack; algunos de ellos se estaban convirtiendo en traficantes de la sustancia.
Una y otra vez oía en los pasillos que los alumnos hablaban de niños y niñas que habían entrado en el negocio: servían de vigilantes, llevaban crack o dinero durante un trato, e incluso vendían algo de droga por su cuenta. Dos de los chicos de quienes oí hablar fueron Danny, un muchacho de 13 años que había egresado de Blaine, y Thomas, uno de nuestros escolares de tercer ario.*
—Señora Cartwright —me confió un chico—, Thomas ayuda a Danny a vender droga. Se sienta en unos escalones con el crack y el dinero extra, y Danny se va a la esquina. Cuando pasa un auto, Danny le vende al conductor cinco o diez dólares de crack. Apenas se marcha el auto, Danny le entrega el dinero a Thomas, coge otras botellitas de crack y vuelve a la esquina. Eso es para que, si alguien atrapa a Danny, no le quite todo.
Convoqué a una asamblea. Les anuncié a los niños que iba a hablar sobre las drogas, sus riesgos y peligros. Luego escogí a dos chicos del auditorio y los hice sentarse en la escalerilla del escenario. Uno de ellos era Thomas.
—Bueno, niños, aquí tenemos a dos muchachitos. Supongamos que Thomas está ayudando a este otro chico a vender drogas. Él se queda sentado en los escalones de entrada de esta casa, con el crack y el dinero.
"Supongamos ahora que, al otro lado de la calle, hay dos hombres. Son fumadores y no tienen dinero. Pero han estado observando a Thomas y a su amigo, así que uno le dice al otro: Fíjate, hombre. El chico tiene los bolsillos llenos de botellitas y dinero que le podemos robar. Será como arrebatarle un caramelo".
Acto seguido, simulé ser uno de los fumadores que se acercaba a los niños. Inesperadamente, corrí hacia los escalones, cogí a Thomas, me lo puse bajo el brazo y escapé por la puerta del auditorio.
Luego volví a entrar, sin soltar para nada al muchachito.
—Fue muy sencillo —dije—. Y lo único que costará será la vida de este tontuelo, pues no podemos dejarlo ir. Nos delataría. Tenemos que matarlo.
Al concluir, comencé a estrangular a Thomas; de verdad. Las lágrimas me corrían por la cara cuando él gritó:
—¡Señora Cartwright, me está lastimando!
Lo solté y me volví hacia los alumnos. Mi rostro húmedo y el dolor reflejado en mis ojos les dijeron todo lo que necesitaban saber.
Esa asamblea se celebró un viernes. El lunes siguiente, la madre y el padre de Thomas se presentaron en mi oficina. Me abrazaron y me informaron que iban a enviar a su hijo a vivir con una tía en el sur de Estados Unidos. Deseaban alejarlo de las zonas de narcotráfico, donde el niño se hallaba en plena línea de fuego.
DINAMITA AMBULANTE
LAS COSAS EMPEORARON. En 1986 comencé a ver en nuestra escuela a niños cuyo comportamiento era un misterio. Sus accesos de violencia y su total falta de concentración no se parecían a nada que yo hubiera visto. En ese tiempo lo ignoraba, pero no tardé en sospechar que muchos de ellos eran hijos de madres que habían consumido crack durante el embarazo.
El primero en quien noté estos síntomas fue un alumno de primer grado de nombre Richard*. Había sido muy alborotador en el jardín de niños, pero supuse que su conducta mejoraría con una buena maestra, así que en el primer grado lo coloqué en el grupo de Mary Freeman.
A principios del otoño Mary se presentó en mi oficina.
—¡Este chico está poniendo mi clase de cabeza! —se quejó—. Es perverso, golpea a sus compañeros, y de veras trata de lastimarlos.
Me reuní con todos los maestros que habían estado en contacto con Richard para hablar de su comportamiento. Descubrimos que la mayoría de sus ataques de violencia tenían lugar en el patio de recreo, en el comedor o en el auditorio. Impedimos a Richard el acceso a esos lugares y lo mantuvimos bajo constante y estrecha vigilancia.
Llamé por teléfono a su casa. Vivía con una madre sustituta. Su propia madre no había podido cuidar de él debido a su adicción al crack. Esa fue mi primera pista.
Posteriormente me comuniqué con una amiga que había sido compañera mía en la universidad, y que estaba trabajando como maestra cerca de San Francisco. Yo sabía que el crack había comenzado a consumirse allí antes que en nuestro barrio. Le conté de la conducta que observaba en el niño.
—Parece zombi —expliqué—. Cuando decide hacer algo, lo que sea, se cierra a todo lo demás y lo hace. Si está peleando, por nada del mundo deja de hacerlo. Si está gritando y vociferando, no hay poder humano que lo haga callarse. Parece insensible al mundo que lo rodea. Nunca me había topado con un niño que no me respondiera, como este.
—Madeline —me interrumpió mi amiga—, voy a enviarte literatura sobre el tema.
Me mandó los resultados de unos estudios efectuados a hijos de mujeres adictas al crack. Cuando los leí, pensé que parecía que el autor hubiera conocido a Richard. El comportamiento descrito era idéntico al suyo.
—Esto se vio en nuestra escuela hace unos años —me confió mi amiga cuando volví a llamarla—. Se ha examinado el cerebro de algunos de estos niños, y se han hallado verdaderos agujeros en sitios donde no hubo un desarrollo completo. A veces los chicos parecen comatosos; otras, son hiperactivos.
Leí todo lo que encontré sobre el tema, pero ni los médicos sabían a ciencia cierta qué pensar. Nos esforzamos al máximo por atender con los recursos que teníamos a los pequeños afectados por el próblema.
En 1989 teníamos en el colegio a varios chicos que estaban en las mismas condiciones que Richard. Lo más temible eran sus repentinos accesos de violencia, así que tratamos de controlar las circunstancias en que se presentaban, con la esperanza de amortiguarlos.
La conducta de Richard se agravaba en momentos de ruido y conmoción, así que tratamos de evitarle esas situaciones. Cuando su grupo salía a recreo, tomaba el almuerzo o asistía a una asamblea, Richard se quedaba conmigo en mi oficina. Eso ayudaba a prevenir sus ataques y le daba un respiro a su maestra.
Richard tenía la buena fortuna de contar con una madre sustituta cariñosa que sabía guiarlo. Otros niños afectados por el crack salían de la escuela por la tarde y regresaban a hogares vacíos y vidas desorganizadas. En estos casos, la maestra debía comenzar de nuevo todos los días.
Hablé con las autoridades del distrito y les hice ver que debía hacerse algo para afrontar el problema. Pero no se hizo nada. No me llegó ningún programa, ninguna respuesta. Las cosas siguen igual; los niños afectados por el crack vienen a la escuela y andan por ahí como cartuchos de dinamita. Van a seguir estallando si no se realiza un esfuerzo para identificarlos y tratarlos.
"ME SENTIRE ORGULLOSO"
NUESTROS ALUMNOS seguían cosechando triunfos, aun en este cuadro en el que estaba presente el crack. Las calificaciones de los exámenes iban en ascenso, y nuestros niños sobresalían cuando pasaban a las escuelas de enseñanza media. Seguían saliendo de entre ellos campeones de los concursos que se celebraban a nivel de la ciudad, como el de oratoria. Pero lo más importante era que no dejaban de asistir al colegio, ni los maestros dejábamos de hacer una verdadera labor educativa.
En 1988, la Fundación Merrill Lynch decidió escoger diez escuelas primarias de todo el país a fin de designar en cada una 25 escolares de primer año para que empiecen a disfrutar de una beca universitaria completa en el año 2000, cuando egresen de la escuela de enseñanza media. Según la fundación, cada plantel se seleccionó considerando los aspectos de "buen liderazgo administrativo, un ambiente ordenado en el que se dé importancia a los logros, altos promedios de asistencia de alumnos y maestros, y participación de los padres de familia".
Para Blaine fue un gran motivo de orgullo ser la única escuela elegida en Filadelfia. Richard tuvo la suerte de figurar entre los 25 niños seleccionados en nuestro colegio, aunque todavía estaba luchando contra el legado de la adicción de su madre al crack, y es imposible saber si ingresará alguna vez a la escuela de enseñanza media superior, para no hablar de la universidad.
Al término de la década hubo un cambio en mi vida, pues me transfirieron primero a un plantel a siete calles de distancia, y después, en 1991, a la administración central. Ahora me dedico a fomentar y mejorar la participación de los padres de familia en el distrito escolar de Filadelfia: 257 escuelas, con cerca de 200,000 alumnos.
Todo un reto. Lo más difícil es disipar temores y convencer a directores, profesores y escolares de que la participación activa de los padres mejorará la educación. Muchos maestros se niegan a que los padres observen su desempeño y los critiquen. No quieren compartir la toma de decisiones.
Al mismo tiempo, los padres temen que el personal académico no tenga un verdadero interés en la educación de sus hijos, y que si se decide quitar un poco de aquí para ponerlo allá, sus niños queden "aquí" y no "allá".
"Ustedes y yo pertenecemos al mismo bando", les explicaba yo a los padres descontentos que me visitaban en Blaine. "Nuestro objetivo es el mismo: un programa educativo sólido, en un ambiente favorable para el aprendizaje. Cualquier cosa que les preocupe a ustedes, para mí también es importante".
Sólo cuando los administradores, los padres de familia, los maestros y los escolares hagamos equipo, la educación alcanzará por fin su máximo potencial.
TODAVÍA PASO a veces por la mañana en mi automóvil frente a la Escuela Blaine, de camino a algún sitio cercano a Strawberry Mansion. Mis antiguos alumnos, adolescentes ya, se acercan corriendo al auto para contarme cómo les va, y para preguntarme cómo estoy. Me hablan de sus compañeros: de los que terminaron en la cárcel y de los que ingresaron en la universidad.
La mayoría de nuestros "futuros becarios" siguen estudiando. Richard ha sufrido reveses, pero todavía recibe el apoyo y el estímulo del programa. El año 2000 es un faro que ilumina la vida de todos estos chicos.
Ver la Escuela Blaine siempre me produce una extraña emoción. El patio de recreo se ve limpio; el edificio, sólido y bien conservado. Y si paso a cierta hora de la mañana, oigo 600 voces que se alzan desde el patio y resuenan en la calle:
Me comportaré de manera que me sienta orgulloso de mí mismo, y que los demás se enorgullezcan de mí.
Vine a la escuela a aprender, y voy a aprender. Este será un buen día.
CONDENSADO DE "FOR THE CHILDREN" © 1993 POR MADELINE CARTWRIGHT. PUBLICADO POR DOUBLEDAY BOOKS, DIVISIÓN DE BANTAM DOUBLEDAY DELL PUBLISHING GROUP, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. FOTOS © MICHAEL MALLY/THE STOCK SHOP.
*Los nombres señalados con asterisco se cambiaron para proteger la intimidad de las personas.