LOS BUENOS AMIGOS (Carlos Martínez Córdoba)
Publicado en
noviembre 18, 2015
Anticipando hipotéticas críticas o discusiones (en todo caso positivas, pues serán señal de que alguien ha leído este cuento), diré que sí, que posiblemente “Los buenos amigos” no tenga demasiado de “fantástico”.
En otra ocasión comenté mi interés por el mundo de la infancia. Ahora me vienen a la cabeza “It”, de Stephen King, los “Paracuellos” de Carlos Giménez, “El camino” de Delibes… no porque pretenda compararlos con este relato, sino por algunos temas que esas obras tocan (cada una a su manera) y que yo también he intentado abordar. Por un lado, el poder de la amistad, la amistad en la infancia, por otro, el tiempo, aún más poderoso, y con él lo inevitable, los “caminos” que se desvían y se alejan sin promesas de reencuentro.
Pero yo me he preguntado qué pasaría si, en lugar de resignación, los personajes se opusieran activamente a ese inexorable “todo se acaba” para el que no están preparados ni tal vez vayan a estarlo nunca.
Y quiero creer que es ahí donde sí aparece la “fantasticidad”, aunque solo sea por las ideas, los razonamientos, la lógica de esos “amigos”, la lógica particular de un mundo, el de su niñez, bastante “fantástico” ya por sí mismo.
De hecho, ya lo decían Les Luthiers con más claridad y concisión que muchos estudios sesudos: “…los niños son seres pensantes, casi podríamos decir que son seres humanos”.
Seguramente no es un argumento de peso para demostrar que el relato que viene a continuación sea más o menos “fantástico”; pero tiene mucha gracia.
Tras todo un eterno día de reclusión, en aquella tarde colmada de grises, poco más quedaba que contemplar la lluvia recalcitrante estrellándose contra el cristal, salpicando y salpicando en los charcos de calles desiertas e inundadas, discurriendo en pequeñas riadas por calzadas como torrenteras. Por si fuera poco el inminente fin de las vacaciones, ese tiempo fastidioso se empeñaba en estropearles todos los planes.
Adrián, Daniel y Paquillo solían sentarse en la mesa más cercana al ventanal. Paquillo a ratos se levantaba y paseaba por el restaurante recolocando alguna silla desplazada aquí o recogiendo papeles del suelo allá; labor que no parecía demasiado necesaria en un negocio casi tan decaído como el tiempo. El local estaba menos concurrido incluso que en la peor tarde invernal; en esas noches gélidas y prematuras en que hasta los asiduos preferían quedarse en casa. Tres personas se sentaban en la barra. La más alejada, un hombre que sorbía tristemente una cerveza sin alcohol, era uno de los últimos veraneantes que aún estaban por irse; los demás, todos del pueblo. En la mesa del rincón, justo debajo del televisor apagado, su sitio, se encontraban “Los Tres Mosqueteros”, (que eran cuatro, como los mosqueteros) en una de sus inacabables partidas de dominó. Eso era todo.
Pero últimamente Paquillo no dejaba de insistir en que su hermana mayor, que ahora estaba pasando una semana en París, el próximo curso se iría a estudiar a la Universidad, y entonces tendría que ser él quien echara una mano en el negocio familiar; de ahí su actitud hacendosa. Cuando hablaba de ello no ocultaba cierto orgullo. La responsabilidad le hacía sentirse importante; aunque ver a su hermana marcharse también le apenaba, les apenaba a todos, porque eran ya demasiados los que les habían abandonado, o desertado, o huido; tantas palabras habían buscado para definirlo. Cierto era que en los últimos tiempos venía siendo algo habitual, pero nunca como en aquel verano; el pueblo entero parecía haberse puesto de acuerdo.
Paquillo seguía moviéndose con ese nervioso caminar que siempre tenía, sobre todo en el restaurante de sus padres, y con ese mismo caminar regresó a la mesa y se sentó entre ellos. Sonia les había llevado un buen plato de pipas para que se entretuvieran. Si la cosa se alargaba, a no mucho tardar aparecería con churros y chocolate, o con unos refrescos; les regalaría un par de sonrisas o se sentaría un rato con ellos si la clientela se lo permitía, y aquella tarde se lo permitiría. Siempre estaba muy pendiente de “sus niños”, como ella decía.
Sonia era una prima lejana de Paquillo que vivía en Madrid. Solo había ido a trabajar en el restaurante los meses de verano (la época en que más negocio había), para hacer algo de dinerillo; pero su popularidad había sido inmediata. Por si fueran poco su juventud, su simpatía natural y no haber estado nunca en el pueblo, trabajaba en el bar más frecuentado de por allí, o eso decían Paquillo y sus padres. Así, la gente, sobre todo al principio, no había parado de interrogarla ni en un solo instante de sus largas jornadas. Tenía 22 años, estudiaba Filología Hispánica (Brígido, de “Los Tres Mosqueteros”, decía “Filosofía Hispánica”, lo que provocaba carcajadas inmediatas en Paquillo y sus amigos y una sonrisa cómplice en la chica) y tenía un novio en Madrid, un compañero de carrera.
Pero no todo era verdad. Eso se lo había confiado discretamente a ellos la primera y tórrida tarde de julio, justo en la mesa que ahora ocupaban. Lo de que tenía novio era pura invención, solo lo contaba para alejar “moscones”. Pero hablaba de él con insistencia, incluso respondía con detalladas explicaciones cuando alguien le preguntaba, por ejemplo, por qué no iba por allí para visitarla, como parecería lógico. A los niños les hacía una gracia tremenda eso de los “moscones”, y más aún que tuviera a todo el mundo engañado. Tanto les encantaba ser los únicos en el pueblo que lo supieran, que guardaban el secreto como un auténtico tesoro, pues a los amigos no se les puede fallar, y Sonia había demostrado serlo sobradamente. Por eso, porque todos convenían en que era una más de la pandilla, a pesar de ser chica y mayor, les resultaba más doloroso que pocos días después, cuando acabara el verano, también fuera a regresar a su casa de Madrid, a sus estudios y a su novio inexistente. No era otro verdadero abandono, pero casi.
Adrián miró a sus amigos como asegurándose de que continuaban allí. La lluvia, la lluvia chinchorrera, por muy necesaria que fuera (siempre alguien se ocupaba de sentenciarlo cuando más les molestaba), no solo impedía salir, también volvía a recordarles un montón de esas cosas ingratas. Qué poético. Lo había dicho con bastante mala idea la madre de Paquillo desde la barra, y su padre, que estaba dentro, en la cocina, se había asomado solo para reírse. Todo lo arrastraba el agua; el final del verano, el final de las vacaciones, y acercaba el principio del nuevo curso. “Qué poquito les queda a los estudiantes”, les repetía para pincharles, “poquito poquito”. Pero luego estaba lo otro, por supuesto, lo de las ausencias, todos los que faltarían a ese primer día de colegio cada vez más cercano; aunque de eso ella no dijera nada. Increíblemente, parecía considerarlo normal.
Iván “el lentejas”, “Santito” y “Riqui” eran los últimos que se habían despedido para no volver; algún verano si acaso, pero ya no sería lo mismo. El uno porque su padre había encontrado un trabajo de nosequé en nosedonde, y los otros... por algo parecido; por “cosas mejores”. Los tres estaban cansados de oír lo mismo y de la misma forma. Eran afirmaciones gastadas de tan repetidas, como lo de que la lluvia era muy necesaria. Nadie daba detalles, nadie aclaraba cuáles eran esas “cosas mejores”, como si los mayores pensaran que con diez años uno es demasiado joven para entenderlo. Y así debía ser, porque ninguno lo entendía, porque eso no se hace, porque esos abandonos (o deserciones, o huidas) separan a los amigos, y los amigos han de estar siempre juntos. Y aquello si que no hacía falta que se lo dijera nadie para saberlo.
Menos mal que la llegada de Juana había animado el tramo final de esas vacaciones nefastas.
—Jo —murmuró distraídamente Daniel por enésima vez mientras miraba el cielo encapotado—, y que no deja de llover.
—No pasa nada —dijo Paquillo resignado—. Si no podemos ir hoy ya iremos mañana.
—Pero es que le prometimos que iríamos hoy. A lo mejor se enfada, o algo; ya visteis cómo se puso las últimas veces.
Tenía razón. Aquél era otro motivo de disgusto, y más pensando en lo bien que se había portado hasta entonces. De hecho Juana había llegado en el momento preciso; cuando todos los grandes propósitos de principios de verano ya se habían esfumado, cuando los días comenzaban a transcurrir con una parsimonia similar a la de las interminables jornadas de colegio.
Juana no solo había aparecido igual que el personaje de un cuento, como por arte de magia, sino que el personaje de un cuento parecía. Tenía edad indeterminada, el pelo negro y largo, casi siempre recogido en una coleta descuidada (aunque en su coronilla la cabellera era más bien escasa), y un bigote y una barba bastante poblados. La primera vez que le vieron, además, tenía una nariz de payaso colocada sobre la suya, que era menos roja pero no mucho más pequeña.
Le habían encontrado un buen día por casualidad en la Casa del médico; la casa más vieja y destartalada del pueblo, la casa eternamente abandonada. Con toda tranquilidad (tras el susto inicial, por supuesto), como si frecuentar aquellos lugares fuera habitual para él, les dijo que estaba de paso y solo se había instalado allí unos días porque había oídoque el tiempo iba a empeorar. Su verdadero nombre era Juan Ángel, pero los que le conocían siempre le habían llamado “Juanan”, hasta que una de sus “noviejas” (así lo había contado), medio en broma medio en serio, empezó a decirle “Juana”, y al final con “Juana” se había quedado. Desde ese momento Paquillo dejó de enfadarse cuando le llamaban “Paqui”, cosa que Daniel, Adrián y otros hacían porque sabían que le molestaba, que era nombre de niña.
—¿Os acordáis de la cancioncita? —dijo de repente Daniel, y se puso a silbar dificultosamente mientras movía sus dedos delante de la boca como si tocara la flauta. Al instante sus dos amigos empezaron a dar palmas y canturrear hasta atraer una por una todas las miradas del local.
—Pero bueno ¿puede saberse qué pasa? —dijo la madre de Paquillo mientras deslizaba un paño por toda la barra. Siempre estaba tan atenta a todo como si tuviera cien ojos y doscientos oídos—. ¿Estáis de fiesta o qué?
—Déjales que canten hombre —graznó Brígido, pero inmediatamente volvió a centrarse en la partida.
Los niños se callaron y volvieron a hablar en susurros.
—¿Os imagináis a Juana aquí, tocando la flauta? —preguntó Daniel—. Seguro que les gustaba a todos. Yo no sé por qué no quiere que le vean.
—Ya nos lo explicó, pareces tonto —susurró Adrián tan débilmente que casi no se le oía—. ¿No contó que había tenido problemas en otros pueblos? ¿Qué le miraban raro y que no querían darle trabajo?
—Pero ¿por qué?
—Pues por eso, porque es un... un viajero, un aventurero, un... incomprensible.
—No es como los demás —intervino Paquillo mientras miraba cómo el hombre que no era del pueblo, el de la cerveza sin alcohol, saltaba del taburete y, con un frío “adiós, buenas”, caminaba hasta la puerta, salía a la calle y emprendía una loca carrera bajo la lluvia.
—Claro, eso es lo que pasa —continuó Adrián—. Y por eso no quería que fuéramos a verle, por si le descubren y le echan de la casa —hizo una pequeña pausa—, o algo peor.
—¿Algo peor? —Daniel dio un pequeño respingo.
—Estás tonto; que llamen a los guardias, le detengan y le metan en la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Claro, por sospechoso o algo, yo que sé.
—Bueno, pero cuando vayamos a verle le decimos que toque otra vez la canción ¿vale? —propuso Daniel, y los demás asintieron.
Y es que había sido genial. Juana les había dicho que ese instrumento no era una flauta, que se llamaba dulcina, o algo así; pero ellos seguían llamándole flauta, porque venía a ser más o menos lo mismo. El caso era que cuando la tocaba nadie podía estarse quieto. Juana sacaba aquel estuche alargado de su vieja mochila, lo abría, cogía la flauta (o lo que fuera) y se la llevaba a los labios ceremoniosamente. Siempre daba primero unos pitiditos como para calentar, y luego empezaba la música mientras golpeaba con su pie en el suelo, y ellos se ponían a dar palmas. Al principio Juana parecía un poco cohibido, como si temiera que alguien les escuchara. Pero la Casa del médico tenía gruesas paredes y estaba convenientemente apartada. Tal vez algún paseante perdido, pero era un riesgo que ellos estaban dispuestos a correr.
Sí, todo había sido genial.
—Parece que llueve menos —dijo de repente Paquillo.
Adrián y Daniel miraron al cielo. Efectivamente, ya no caían más que finísimas gotas que el viento zarandeaba.
Les ocurría a veces, no necesitaban decirse las cosas para saber que todos estaban pensando lo mismo, como si tuvieran poderes especiales para hablar mentalmente. Por eso, sin mediar palabra, se pusieron en pie y se dirigieron a la puerta aparentando observar la calle desde otro ángulo. Adrián la abrió con toda discreción, pero fue lo único que pudo hacer antes de oír la voz inconfundible.
—¿Y dónde creen que van los caballeretes?
Los tres se dieron la vuelta para encontrarse cara a cara con la madre de Paquillo, que había salido sigilosamente de la barra. Les tenía controlados.
—Ya ha dejado de llover —musitó, más para sí, un Paquillo lastimero.
—No, no ha dejado. Ahora llueve menos, pero mirad cómo está el cielo, dentro de nada está cayendo otra vez, y luego vuestras madres me echan a mí la bronca. —Miró a Adrián y Daniel con esos ojos negrísimos, y tan fijamente que ambos inclinaron la cabeza hasta localizar sus propios zapatos—. Así que aquí quietecitos.
—Y dad gracias —volvió a gritar Brígido, que siempre parecía más pendiente de lo que ocurría alrededor que de la partida—, que esta lluvia hace mucha falta.
—Jo, mamá —protestó impotente Paquillo con una última mirada a la mujer; pero ya seguía resignadamente a sus amigos hacia la mesa.
—Desde luego… —continuó ella— con todas las cosas que podéis hacer. ¿Queréis merendar? ¿Os hacemos unos sandwiches de jamón y queso en la plancha? Ahora le digo a Sonia que os haga algo, ¿un chocolate con churros? Poned la tele, podéis jugar a las cartas.
—Sí hombre, a las cartas —contestó Paquillo algo fastidiado, y pensó, “o al dominó, como «Los Tres Mosqueteros»”, pero no lo dijo. Y también pensó, y tampoco lo dijo, si Juana sabría hacer algún truco con cartas. Tendrían que preguntárselo. Seguro que podía; además de músico también era malabarista, y mago; les había contado que durante algún tiempo trabajó en un circo, y muchas cosas más. Nunca habían conocido a nadie como él. Además, era emocionante tener un amigo así, un amigo escondido y misterioso, un amigo secreto, y para ellos solos, para cuando quisieran, si no era hoy ya sería mañana.
Paquillo miró a Adrián y a Daniel más animado y vio que también sonreían. Seguro que estaban pensando algo similar.
—¡A por elloooos! —Era el grito de guerra de Adrián, o de Daniel, o de Paquillo, y se lanzaban a por ellos; a por quien fuera, siempre había algún enemigo que combatir.
Desde la plaza de la iglesia, donde solían dar comienzo las gloriosas andanzas, recorrieron en sus bicicletas buena parte del pueblo pedaleando relajadamente, charlando y riendo, gritando, atravesando charcos y recibiendo miradas de desaprobación. Por momentos, cuando se acercaban a alguna meta imaginaria, aceleraban con brusquedad y la cruzaban, y se recuperaban del esfuerzo ralentizando de nuevo la marcha.
Salieron del pueblo por la carretera que desembocaba en la general a un par de kilómetros; aunque no llegaron a ella, y no por tenerlo absolutamente prohibido, sino porque solo habían tomado esa dirección para despistar. Unos metros más adelante abandonaron el asfalto hacia Los Arroyos, y continuaron hasta considerar por unanimidad que se habían alejado lo suficiente. El camino estaba casi impracticable, pero eso no les disuadió de introducirse en uno mucho peor. El barro saltaba con cada golpe de pedal; las ruedas se hundían y les hacían tambalearse entre gemidos de esfuerzo o poner el pie en el suelo, que se clavaba con un brusco chapoteo. Pero al fin, tras unos minutos largos y penosos (y excitantes) llegaron a la Casa del médico.
Todavía se encontraba en las afueras; pero no tardaría en unirse al pueblo, en clara expansión a pesar de la progresiva desbandada de habitantes. Era la última de un grupito de construcciones dispersas, todas residencias de verano (cada vez más abundantes) abandonadas unas semanas antes hasta las próximas vacaciones o el próximo puente. Siempre la habían conocido vacía y siempre cerrada, aunque no tan deteriorada como en la actualidad. Decían que eso ocurría porque pertenecía al Ayuntamiento y nunca había dinero para ocuparse de ella. Tiempo atrás, Adrián y los otros, cuando aún eran una buena panda, descubrieron la forma de entrar, y durante una corta temporada se convirtió en su centro de reuniones. Era un sitio espacioso y algo tétrico donde no quedaba ningún vestigio de habitantes; vivos al menos, como alguno recalcaba de vez en cuando provocando un buen surtido de temblores excitados y risotadas nerviosas. Pero todo acabó cuando Rodolfo y sus amigotes, que eran más mayores y un poco matones (afortunadamente Rodolfo también se había ido en busca de “cosas mejores” el año anterior), se enteraron de todo y les expulsaron del lugar para quedárselo ellos. Sin embargo, su reinado fue aún más corto. Se rumoreó que alguien de su grupo, de los desahuciados, había dado el chivatazo; aunque nunca se supo si era cierto ni el nombre del presunto valiente. Sea como fuere, una mañana, sin que nadie lo esperara, la Casa del médico amaneció con todas las puertas y ventanas tapiadas y las visitas terminaron.
Pero eso fue hasta la semana pasada, cuando, también de la forma más inesperada, Adrián se percató del negro agujero que había en el tabique de una de las ventanas. Así regresó la posibilidad de entrar, y entraron, y se encontraron con Juana de sopetón.
El hueco estaba en la parte de atrás, y hasta allí pedalearon; se detuvieron y desmontaron. Tras un disimulado estudio de los alrededores, ocultaron las bicicletas como mejor pudieron entre los hirsutos matorrales, todavía chorreando, que invadían los alrededores de la vetusta estructura.
—¿Creéis que estamos seguros? —dijo Adrián.
—No se ve a nadie —contestó Paquillo sin dejar de mirar a un lado y a otro.
El día que se toparon con Juana todos se llevaron un buen susto, Juana incluido. Después hubo unos segundos de desconcierto, que acabaron con un torrente de risas. Al fin y al cabo, aquel hombre de rostro bonachón, con su nariz de payaso, parecía más un extraño Papá Noel en ropa de andar por casa que algún aparecido.
Fue el principio. Ese personaje curioso empezó presentándose y diciendo todo eso de que se encontraba allí de paso y que estaba haciendo un viaje muy largo. Luego les preguntó lo que anodinamente hubiera preguntado cualquier persona mayor, que cómo se llamaban, si vivían allí, el colegio, las vacaciones, los amigos, esas cosas. Sin embargo, el verdadero Juana no tardó en aparecer. Fue empezar a hablarles de sí mismo y verse envueltos en un montón de historias cautivadoras; no se sabía muy bien qué tenían de cierto y de falso, pero era lo menos importante. También les hizo trucos de magia, y juegos malabares, y tocó la flauta, sobre todo tocó la flauta. Así transcurrió una de las mejores tardes de todo el verano.
Antes de que se fueran les hizo dos peticiones. La primera, que no le hablaran a nadie de él, pero eso no hacía falta decirlo, pues los amigos han de guardarse los secretos. La segunda más bien fue una advertencia; les dijo que era preferible que no volvieran por allí, que solo iba a estar unos días y no quería líos. Pensaba que si alguien les descubría en su compañía y en esa casa abandonada, seguramente se pensaría alguna “cosa rara” (tampoco había dado más detalles), que en esos pueblos no sería la primera vez que le pasaba.
A esto último sí que no le hicieron mucho caso, porque no era cuestión de prescindir de amistades tan interesantes como ésa. Ya se cuidarían de llegar hasta la casa sin ser vistos y de no contar nada. Por eso siguieron yendo. Y por eso estaban allí otra vez.
Definitivamente convencidos de que nadie podía observarles, se acercaron a la ventana con el agujero. En el muro que la tapiaba faltaban unos cuantos ladrillos, que estaban caídos en el interior. Bien visto, el hueco, que en la distancia parecía un ojo, no era demasiado grande. No se explicaban cómo Juana podía haber pasado por allí; posiblemente por sus habilidades circenses.
Adrián fue el primero en entrar. Con un pequeño impulso, se metió en él y desapareció como si fuera engullido. Le siguió Paquillo, y después Daniel, aunque con algo más de dificultad. Dentro estaba oscuro; pero cuando se esperaba un rato, pequeños hilos de claridad llegaban por todas partes: desde la ventana por la que habían entrado, a través de algunos agujeros más pequeños en las viejas paredes, a través de otros más grandes en el tejado. En absoluto servía para convertirlo en un lugar luminoso, pero sí permitía ver lo suficiente, de lo poco que había por ver.
La ventana se abría a una cocina grandísima con una chimenea más alta que ellos mismos. Junto a ella seguían todas las posesiones de Juana: su mochila, abierta en un bostezo deformado, unos trapos y cartones tirados por el suelo, el saco de dormir extendido que era su cama. La lluvia había formado muchos charcos sobre el decrépito embaldosado, hacía casi frío y olía a humedad.
—¿Juana?, ¿Juana?, ¿estás ahí? —corearon Daniel y Paquillo.
—Chicos —contestó él. Su voz se escuchaba apagada; tenía algo de fantasmal— ¿sois vosotros?
En la cocina había dos puertas. Una conducía a una especie de recibidor, o gran salón, mayor aún que la propia cocina. Allí estaba la entrada principal (ahora un infranqueable muro de ladrillos) y el paso al resto de la casa. La otra puerta se abría a un cuarto estrecho y alargado, con estantes vacíos en las paredes y algo como un fregadero al fondo, bajo el ventanuco a un diminuto patio de luces que solo cumplía su función de mala manera. Lo sabían porque habían entrado allí unas cuantas veces en aquellas visitas años antes.
Sorteando los charcos, cruzaron la cocina en fila india. La puerta del cuarto estaba cerrada. Era muy robusta y no parecía afectada por el paso del tiempo. Tenía un grueso cerrojo bastante oxidado que, aun así, funcionaba perfectamente. Paquillo y Daniel se sentaron al lado y Adrián puso la mano sobre ella.
—¿Sigues ahí Juana? —dijo.
—¿Y dónde voy a seguir? —contestó él con hosquedad desde el interior del cuarto; su voz salía por la tosca gatera que había en la parte de abajo— ¿dónde iba a estar...?
Juana se interrumpió y los niños intercambiaron miradas. Pudieron ver que sus rostros, envueltos en sombras, compartían la misma contrariedad por el tono de aquellas palabras.
—Solo era una pregunta —se disculpó Adrián, pero ni siquiera sabía si Juana había llegado a oírle.
—Escuchad, niños —volvió a decir el hombre con más delicadeza—. Esto es absurdo, no podéis tenerme aquí encerrado, así, sin más, porque sí.
—No es porque sí —protestó Paquillo poniéndose de rodillas—. Ya te lo dijimos. Es porque somos amigos.
—Y querías irte —completó Daniel.
—Pero... si ya os lo expliqué todo. Las cosas son así, hay gente que viene y se va, no podéis obligar a nadie a que esté con vosotros contra su voluntad.
—No es contra su voluntad —dijo otra vez Paquillo—. Tú dijiste que te gustaba el pueblo, que te gustaba mucho. Que te gustaría instalarte en un sitio como éste. Y también que éramos amigos.
—Por supuesto que lo somos. Y por eso no entiendo cómo podéis tenerme aquí encerrado. ¿Eso es lo que le hacéis a los amigos? ¿Sabéis lo que es esto? ¿Sabéis cómo está este cuarto con lo que ha llovido? Todo encharcado. Cogeré una pulmonía, me moriré aquí y será culpa vuestra. ¿Se hace esto a los amigos?
Durante unos instantes el silencio casi les abrumó; en algún lugar resonaron gotas cayendo sobre los charcos de la cocina. Los niños volvieron a mirarse. Aquella conversación no les gustaba. Ellos habían ido con la esperanza de que Juana tocara la flauta, o les contara alguna historia de las suyas.
—Contestadme —siguió el hombre—. No sabéis qué decir ¿verdad? ¿Se encierra a los amigos?
—Pero... —Adrián comenzó a hablar gesticulando nervioso—, es como si yo... como...
—Como cuando tus padres te dicen que algo es bueno para ti, aunque no te guste —continuó Paquillo.
—Sí, las judías verdes —añadió Daniel.
—Dijiste que los amigos no deben separarse —volvió a decir Paquillo.
Desde el otro lado de la puerta surgió un sonido largo y suave, como si algo se restregara contra ella.
—Sí,... bueno, no, quiero decir que sí, que lo dije, pero… no me refería a esto. Esto… esto no está bien. ¿No os he contado historias? ¿No he jugado con vosotros y he tocado la dulzaina? ¿No os dais cuenta de lo que estáis haciendo? Somos amigos, es cierto, y los amigos no deben separarse, sí, también, pero es que los amigos, en el fondo, nunca se separan, porque siempre se llevan en el corazón, se vaya donde se vaya, por muy lejos que se esté.
—Si... —dijo Daniel—. Pero... ¿por qué no tocas la flauta?
Un violento golpe en la puerta que hizo moverse el cerrojo les sobresaltó. Adrián se apartó de ella y retrocedió unos pasos como si estuviera a punto de salir algún animal furioso.
—Que me dejéis salir de una puta vez —gritó—. Que me dejéis salir de aquí.
Tras unos segundos de desconcierto, los niños formaron un corro y comenzaron a murmurar.
—Creo que sigue un poco raro —dijo Adrián; los otros no contestaron, aunque asentían levemente.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Paquillo.
—Me parece que no va a tocar la flauta ni nada. Casi podíamos irnos.
—¿Irnos? —contestaron Paquillo y Daniel casi a la vez—. Pero si acabamos de llegar, y ayer no pudimos estar con él.
—¿Pero no veis que no va a hacer nada?
—¿Puede saberse qué decís? —interrumpió Juana—. ¿Qué pasa ahí afuera? ¿Qué coño pasa?
Adrián se acercó a la puerta lentamente. Habló con la mayor dulzura posible, pero fuerte, para ser escuchado.
—Decíamos que estás algo... ¿enfadado?
—¿Enfadado? ¿Cómo enfadado? Lo que estoy es hasta los… ¿Cómo voy a estar? —Un nuevo golpe movió la puerta—. ¿Cómo? ¿Cómo voy a estar? ¡Coño! ¡Joder!
Adrián retrocedió de nuevo hasta sus amigos.
—Tienes razón —dijo Paquillo—. Lo mejor es irse. Podemos volver mañana y le traemos alguna cosa a ver si se pone contento.
Adrián asintió. Daniel solo observaba; parecía enormemente decepcionado.
—Bueno... Juana —gritó Adrián titubeante—, ya si acaso volvemos mañana ¿vale?
—¿Cómo que vale? No, no vale, no os vayáis otra vez sin sacarme de aquí. No os vayáis, no os vayáis.
Se oyeron nuevos golpes; pero los niños no respondieron. Comenzaron a caminar hacia la ventana; sin embargo, cuando apenas habían dado unos pasos, volvió a oírse la voz de Juana. Era mucho más suave.
—No os vayáis, no os vayáis, no me dejéis —decía, no, rogaba.
Los niños se detuvieron y volvieron a girarse hacia la puerta cerrada expectantes. Nadie habló inmediatamente, como si no encontraran palabras, pero al cabo de unos segundos Juana terminó por hacerlo.
—Está bien, está bien —dijo—. Tocaré la… la flauta.
Cuando parecía haberse marchado, el verano regresó. El mal tiempo se retiró sin más, aunque los augurios meteorológicos no eran optimistas; incluso ese calor repentino y excesivo resultaba bastante sospechoso.
La plaza parecía un océano candente. El sol, que caía sobre los adoquines del suelo sin un solo instante de tregua, la mantenía desierta; nadie paseando por ella, nadie en los bancos recalentados, ni siquiera bajo las sombras aisladas de los pequeños árboles que la rodeaban. Adrián y Daniel se ocultaban en la arcada de la iglesia, sentados en las escaleras e introduciéndose más en ella a medida que el sol la iba invadiendo. Mientras esperaban, se entretenían lanzándose monótonamente una pelota de tenis.
—Paquillo siempre llega tarde —protestó Adrián como si aquella vez le molestara más que nunca. Cogió la pelota, la miró y se la tiró a Daniel.
—Tiene que ayudar en el restaurante, su hermana... —dijo él mientras la recibía.
—Ya sé, ya sé.
Daniel se levantó del escalón para volver a sentarse uno más arriba, otra vez huyendo del sol que llevaba un rato calentándole los pies. Al hacerlo aplastó ligeramente la bolsa blanca que tenía a su lado. En ella llevaba los bocadillos; el suyo, de jamón y queso, y el de Adrián, cuyo contenido era un misterio.
—Jo —dijo—, qué poco verano queda. Qué pocas vacaciones quedan... qué mierda.
Pero en sus palabras había más desencanto del que realmente sentía. Que Juana, la tarde anterior, hubiera vuelto a ser él mismo hacía todo más llevadero, incluso el colegio, incluso los amigos perdidos. Seguramente no había sido más que una mala racha, a veces ocurre, como cuando ellos se enfadaban por cualquier tontería. Pero las malas rachas pasaban, como pasaba el mal tiempo, porque entre amigos no podía ser de otra forma.
Adrián abrió las manos para que Daniel volviera a lanzarle la pelota, y su amigo lo hizo, pero con un gesto algo brusco y excesiva energía. El tiro fue defectuoso y rebotó en el borde de un escalón. Adrián se estiró como si su vida dependiera de ello, pero no consiguió alcanzarla ni evitar que saliera despedida hacia la plaza. Por suerte no tuvieron que ir a por ella, pues Paquillo llegaba hasta allí con su rápido caminar y las manos en los bolsillos. Al ver la pelota, la recogió y siguió andando y mirándola como un adivino consultaría su bola de cristal.
—Hola —dijo al llegar. Llevaba una gorra azul que le quedaba grande. Por debajo asomaban unos cuantos mechones negros humedecidos y resbalaban gotas de sudor. Las correas de una mochila le rodeaban los hombros—. Jo, qué calor.
—Sí, mucho calor —corroboró Daniel.
—Llegas un poco tarde —dijo Adrián sin mucho interés, pero al instante captó la expresión inquieta de Paquillo.
—Ya lo sé —contestó el niño nerviosamente. Miró a su alrededor, se aproximó aún más y bajó la voz aunque no hubiera nadie cerca—. Tíos, por poco nos pillan.
El comentario atrajo toda la atención de sus dos amigos. Con el dedo pulgar señaló la mochila que colgaba de su espalda y volvió a hablar.
—Ha sido cuando cogía las provisiones...
—¿Qué ha pasado? —preguntó Adrián.
—En la siesta, cuando no había nadie, me he metido como otras veces en la cocina del restaurante. He cogido algunas cosas, unos filetes con guarnición, unas patatas, y eso, y cuando estaba allí ha aparecido Sonia.
—¿Y qué ha dicho? —dijo ahora Daniel.
—Pues me ha preguntado que qué hacía con toda esa comida. Yo le he dicho que era para nosotros, que íbamos a ir al campo. Es lo primero que se me ha ocurrido. Pero es que Sonia no es tonta, y creo que se me ha notado mucho que estaba mintiendo.
—Pero tampoco estabas haciendo nada malo, y tampoco estabas mintiendo del todo. La comida es para Juana, que también es un amigo, y está... bueno, casi en el campo.
—Sí, pero lo malo es que en la mochila también tenía una botella de vino escondida, y si llega a descubrirla... La cogí para ver si Juana se alegra cuando se la dé.
—Pero no la ha visto ¿no? —dijo Adrián.
—No. Pero estaba cagado, y como ella no se iba y me miraba un poco raro, he terminado contándole...
—No le habrás contado lo de Juana, dijimos...
—No, hombre. Le he dicho que era un secreto, pero que no era nada malo, que si no decía nada ya se lo contaría, como ella nos contó lo de su novio, pero que de verdad que no era para nada malo.
—¿Y qué ha hecho ella?
—Nada, se ha reído y me ha dado un capón. Pero flojito, y me ha dicho que a ver si era verdad que le contaba ese secreto tan importante. Y luego se ha ido. Qué susto me he llevado. Y menos mal que era ella; si llegan a ser mis padres...
—Bueno, pero no ha pasado nada.
—No.
—¿Y se lo vamos a contar?, ¿el secreto? —intervino Daniel algo confuso.
—No hombre, si Sonia se va en unos días a su casa. Seguro que ni se acuerda.
Los tres soltaron una buena cantidad de aire retenido. Los acontecimientos iban demasiado bien para que un tonto incidente los estropeara.
—Pues lo del vino es buena idea —dijo entonces Adrián—. Seguro que a Juana le gusta. Se va a poner más contento.
—Eso espero, con lo que me ha costado conseguirlo.
Al tiempo que daba palmas, Daniel golpeaba el suelo con el pie imitando a Juana cuando tocaba la flauta; y lo hacía con una desenvoltura admirable. Los demás le miraban casi con curiosidad. Daniel siempre había sido algo medroso y retraído, y constantemente indeciso, por cualquier tontería se ponía colorado, por eso resultaba sorprendente ver aquella actuación.
Pero tampoco era tan extraño. La música, que salía en cascada por la gatera, era la melodía más endiablada que habían oído en su vida. Ahora comprendían un poco más el cuento del flautista ése que se llevaba a los niños.
Cuando la música terminó, Daniel se tambaleó entre carcajadas. Los tres pidieron más; pero Juana era demasiado modesto para ceder a la primera.
—Toca otra —dijo Daniel, que estaba absolutamente desbocado—, una con mucha marcha.
—Bueno bueno —respondió Juana desde detrás de la puerta—. Esperad que me reponga un poco.
—Yo quiero aprender a hacer juegos malabares —dijo Paquillo—. He traído tres pelotas de tenis y todo. Me tienes que decir cómo se hace.
—Es facilísimo. Si me abrís...
—Bueno, bueno, eso otro día —volvió a decir distraídamente Daniel—. Ahora a lo que importa, tienes que tocar.
Como única respuesta se escucharon unos pitiditos, inequívoco preámbulo de una nueva canción, y los niños se miraron sonrientes. Se alegraban tanto de que a Juana se le hubiera pasado por fin el enfado que solo deseaban oír su música y estar con él. Y más aún cuando, con un corto “bueno, pues allá va”, la melodía comenzó. Los tres volvieron a bailotear tan alocadamente como en una orgiástica danza tribal. Tan embebidos estaban de esos terribles sonidos, que terminaron por iniciar espontáneos cánticos, tan incomprensibles como un revoltijo de quejidos.
Hasta que la música cesó de nuevo y el trío, rendido, se derrumbó sobre el duro suelo.
—Me parece que ésta sí que os ha gustado —dijo Juana divertido.
—Ha sido genial —clamó Adrián—, genial.
—Y ahora a merendar —ordenó Paquillo poniéndose en pie—. A por elloooos —gritó, y se lanzó sobre su mochila, que había colocado junto a la de Juana. Nerviosamente la abrió y se puso a rebuscar hasta sacar los bocadillos. Primero la bolsa blanca de Daniel y Adrián; se la entregó. Después el suyo y, por último, un paquete más grande.
—Te he traído unas cosas del restaurante —dijo—, unos filetes con guarnición. Los he envuelto muy bien para que no chorreen.
—Vaya —dijo Juana—, cómo me cuidáis.
Paquillo se acercó a la puerta e introdujo el paquete a través de la gatera; tuvo que empujar, pues entraba un poco justo, hasta que Juana se hizo con él.
—Bien chicos —dijo el hombre—, os estoy agradecido de verdad, pero... creo que tenemos que hablar seriamente. Muy pronto va a empezar el colegio —los niños le interrumpieron con sus lamentos—, sí, sí, es un rollo, pero es así. ¿Y habéis pensado que ya no vais a poder venir aquí todos los días?
—Sí, bueno… —empezó a decir Adrián.
—Entonces tendréis que abrir esta puerta ¿no?
—¿Abrir? —exclamaron los tres al unísono.
—No vais a tenerme aquí para siempre, no puedo seguir aquí, esto está…
—Qué pesado, todavía con lo mismo —gruñó Paquillo algo fastidiado—. Anda, voy a darte una sorpresita para que te pongas contento y te dejes de todo eso. Con lo bien que estamos ahora.
Volvió a correr hasta la mochila, sacó la botella de vino y regresó junto a la puerta.
—Toma —dijo mientras la introducía por la gatera—. Y a ver si se te pasan los enfados.
—Pero… escuchad niños…
—Que tomes hombre, que tomes —insistió Paquillo graciosamente—, que para eso somos amigos.
Durante unos instantes la botella permaneció inmóvil, pero Paquillo sintió al fin que Juana la agarraba y todos vieron cómo también se perdía por el agujero.
—Vaya, qué sorpresa, esto sí que no me lo esperaba —se oyó decir a Juana, y al instante su mano apareció por la gatera—. Choca esos cinco, amigo.
Paquillo agarró la mano divertido y la agitó un par de veces, pero cuando iba a soltarse no pudo.
—Bueno, pues ahora las cosas han cambiado —el tono de Juana se tornó mucho más serio—. ¿No contestáis?, pues voy a ser más claro. Yo no quería, pero vosotros me obligáis. O abrís ya, o sea, ¡ya!, o veremos lo que le pasa aquí a Paquillo. Y ojito que ya no estoy con bromas.
—Creía... que... éramos amigos —dijo tímidamente Paquillo.
—¿Amigos? ¿Qué os pensabais? ¿Qué me ibais a tener aquí para siempre? ¿Estáis locos? Estoy empapado, helado, la comida que me trajisteis sabe a rayos, debe de estar podrida. ¿Sabéis cómo tengo que cagar y que mear? ¿Y aún me decís...? Esto es peor que una mazmorra.
—Nosotros... —tartamudeó Adrián— queremos que te quedes... Los amigos...
—¡Basta ya! —vociferó el hombre como un loco— ¡Estoy harto de…!
La frase se cortó súbitamente cuando, ante la sorpresa de todos, Daniel se lanzó sobre las manos unidas y mordió con todas sus fuerzas la de Juana, hasta que se abrió con un grito de dolor y desapareció por la gatera. Daniel se irguió. La tenue iluminación no disimulaba una mancha de sangre oscura en sus labios.
Automáticamente los tres se retiraron de la puerta. Paquillo estrechaba su mano contra el pecho, como si se sorprendiera de tenerla todavía consigo.
—Vá-vá-vámonos —murmuró asustado.
Sin contestar, sus dos amigos le obedecieron y caminaron hasta la ventana tras él, fue entonces cuando los gritos de Juana volvieron a escucharse.
—¿Estáis ahí? ¿Aún estáis ahí? ¿Me oís? Chicos, perdonadme, no sé qué me ha pasado. Por favor, perdonadme, pero dejadme salir. Todo esto es por estar encerrado. ¿Me oís? Dejadme salir, por favor... ¿Me oís? ¿Me oís?
Los niños siguieron paralizados hasta que Paquillo, sin dejar de estrecharse la mano contra el pecho, regresó hasta la puerta, aunque se mantuvo a una prudencial distancia.
—Juana,... Juana —dijo.
—Dime, dime Paquillo —contestó el hombre—. Lo siento. ¿Vas a abrirme?
—Yo... te perdono. Seguimos siendo amigos.
Durante unos instantes todos esperaron alguna respuesta, pero en lugar de eso, una especie de gran chispazo se coló por todos los agujeros de la casa, y después un ruido mucho más fuerte que si toda ella se viniera abajo.
Cuando se recuperaron del susto, percibieron algo en el interior del cuarto. Juana parecía reír.
Fueron dos días como no se recordaba.
Sentados junto a la gran ventana, a Adrián, Daniel y Paquillo (que a ratos se levantaba para recolocar alguna silla o recoger papeles perdidos) no les quedaba otro remedio que aceptar resignados aquella lluvia que les mantenía recluidos.
La tormenta era impresionante. En medio de esa oscuridad casi nocturna, todo se iluminaba súbitamente con algún inesperado relámpago y, al momento, un trueno imponente que acallaba su conversación.
—Jo —musitó distraídamente Adrián mientras miraba los riachuelillos de agua sobre los cristales—, y que no deja de llover.
—No pasa nada —dijo Paquillo resignado—. Si no podemos ir hoy ya iremos mañana.
—¿Creéis que estará bien? —susurró Daniel.
—Y ¿por qué no iba a estarlo? —preguntó Adrián.
—Como llueve así...
Todos seguían pensando en Juana; pero tanto habían hablado de lo ocurrido que ya no había mucho que añadir.
—¿Os acordáis al principio qué bien? —dijo Daniel, tal y como había repetido mil veces ya en esa misma tarde.
—Sí, pero… —respondió Adrián— no hay quien entienda a los mayores.
—Que me lo digan a mí —dijo Paquillo acariciándose la mano que Juana le había estrujado.
—A lo mejor se ha cansado del pueblo —insistió Adrián.
—Si decía que le gustaba mucho.
—Sí, pero iba a irse. Como todos. Estaba empeñado en que le dejáramos salir. No hay quien entienda a los mayores, ni siquiera a Juana. ¿Por qué se ha vuelto así, a ver, por qué?
—A lo mejor, si le lleváramos algo… algo más, no sé, alguna cosa…
—¿Más vino? —preguntó Daniel.
—Yo no se lo doy —dijo Paquillo con cara de circunstancias.
—Que no, que no, que quiere irse, quiere dejarnos, como todos, como todos —protestó Adrián irritado.
Hubo unos instantes de silencio. Primero miraron a la calle, luego al cielo. En el interior, debajo de la televisión apagada, “Los Tres Mosqueteros” discutían sobre alguna jugada dudosa, con puñetazos en la mesa y todo, pero la sangre no llegaría al río. Tras la barra, la madre de Paquillo estaba manipulando algo que ellos no podían ver. Su padre estaba dentro, en la cocina.
Otro relámpago, otro trueno.
Volvió a ser Adrián quien tomó la palabra.
—¿Vosotros queréis que se vaya?
Paquillo y Daniel dirigieron sus ojos hacia él; en sus miradas no había verdadera sorpresa, más bien pesadumbre. Todos tenían aquella pregunta en la cabeza, como si compartieran sus pensamientos, solo que era Adrián quien se había atrevido a formularla.
—No, eso no —contestaron casi al tiempo. Adrián se mostró de acuerdo. Sin duda Juana todavía tenía mucho que ofrecerles, mucho que contarles, mucha música que tocar. Eso significaba ser amigos, estar para lo bueno y para lo malo. Seguro que había alguna forma; si le daban el tiempo suficiente...
O quizá no. Tal vez las cosas fueran así y así había que aceptarlas. Tal vez debieran ir a la Casa del médico, abrir la puerta y dejarle salir, y que se marchara si tantas ganas tenía. Seguramente se olvidaría de ellos para siempre, por mucho que dijera que eran amigos. Igual que se olvidarían “el lentejas” y “Santito”, y los otros. Como Roberto, el profesor que habían tenido el año pasado, y como Santi casi tres años antes, uno de los primeros que se fue a buscar “cosas mejores” y al que no habían vuelto a ver ni siquiera en los veranos. Y como Rodolfo y alguno más de su grupo, por mucho que eso les hubiera alegrado. Igual que la hermana de Paquillo.
Alguien se acercó por la espalda y los tres se sobresaltaron. Al instante se escuchó una carcajada suave y musical.
—¿Qué están conspirando mis niños? —dijo Sonia, y colocó una bandeja con tres tazas humeantes y un plato rebosante de churros. Los tres levantaron la mirada y sonrieron.
—Contábamos cuentos de miedo —dijo automáticamente Paquillo.
—Bueno, pues ya me contaréis alguno a mí —contestó la chica.
Era una frase de cortesía, claro. Eso no iba a ocurrir porque Sonia se iba al día siguiente, casi como el verano; y qué más daba ya. Los padres de Paquillo le habían insistido en que ya no hacía falta que trabajara ese último día; pero ella dijo que para eso le habían pagado y por allí estaba, igual que siempre, pendiente de todo el local, aunque ya no tuviera demasiado que hacer.
Adrián la observó mientras se alejaba hasta el fondo del restaurante y se detenía junto a “Los Tres Mosqueteros”, que parecían bastante satisfechos en su compañía. No le extrañaba; era tan buena. El niño estuvo a punto de reír. Incluso en ese último día, Brígido había vuelto a decirle a Sonia algo sobre su novio y ella, una vez más, le había hablado del chico como si existiera de verdad. Pero no existía y, casi seguro, ya nadie más que “sus niños” llegaría a saberlo.
De repente, Adrián giró la cabeza hacia sus amigos, y tan rápido que el cuello le dolió. Daniel y Paquillo ya le miraban a él.
A veces, las ideas surgían y se extendían por sus mentes como si fueran una sola. Puesto que Sonia había confiado en ellos de esa forma, ¿no deberían contarle también su propio secreto, tal y como le habían prometido?
Aunque les costara aceptarlo, Juana sí tenía algo de razón; pronto empezaría el colegio, y allí, en esa casa tan vieja y tan grande, podía sentirseun poco solo. Ése era el problema, seguro, el verdadero problema, ¿cómo no se habían dado cuenta antes?; por eso estaba tan raro. Pero ellos podían ayudarle.
Al fin y al cabo, para eso están los amigos.
Fin