Publicado en
noviembre 19, 2015
Siempre es una bruja, que dejó a los hijos sin padre...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando Diana Spencer salió de la iglesia del brazo del príncipe Carlos, la abuela inglesa de mi amiga Eileen, que llevaba 50 años soñando con ver al heredero casándose con una verdadera princesa, se desmayó de emoción. Y años más tarde, cuando el mismo Príncipe apareció por televisión confesando que tenía un "love affair" con Camilla Parker-Bowles, la buena señora sufrió un paro cardíaco de poco menos de un minuto.
Con la sola excepción del bombardeo de Londres por las fuerzas alemanas en la Segunda Guerra Mundial, nada ha dado tanto que hablar entre los ingleses como la confesión pública de Carlos. La dulce Diana había sido estafada, la corona había sido mancillada y Camilla pasó a ser una desalmada sin remedio, cara de caballo y corazón de piedra, que vino a romper el embrujo de un matrimonio de cuentos de hadas.
En pocas palabras, Camilla pasó a ser "la otra" y todas sabemos que "la otra" es siempre una mala pécora, que se la lleve el diablo, desgraciada que se robó al marido (como si el marido fuera un débil mental y no tuviera nada que ver en el asunto), mala persona que dejó a los hijos sin padre, mujer sin ninguna moral, criminal y cosas de ésas. "La otra" es bruja por derecho propio, aunque sea encantadora y no tenga nada que ver con que el matrimonio estuviera haciendo agua.
En el caso de Camilla Parker-Bowles, habría que decir con toda honestidad que ella ha sido la más señora de todo el escándalo; no se anda suicidando ni mostrando los calzones en público, como Fergie, no escribe libros comprometedores, como Diana, y no padece de ninguna neurosis, ni de bulimia, sino todo lo contrario, se la ve tranquila y puesta en su lugar, porque lo cierto es que ella y este Príncipe están enamorados desde hace 26 años y si hay alguien que ha hecho mal las cosas no ha sido ella, sino él. Pero como es "la otra"...
"La otra" siempre lleva todas las de perder. Lo inexplicable es que la mayoría de las mujeres ni siquiera se detienen a pensar en la responsabilidad del marido; mal que mal, para que exista "la otra" tiene que existir un marido primero y para que "la otra" se meta con él, él tiene que haberla invitado... Sin embargo, las mujeres suelen actuar como si el marido hubiera sido hipnotizado por esta especie de bruja salida de la nada, y luego hubiera sido llevado a la fuerza a un hotel y hubiera amanecido en otra cama sin saber por qué se acostó allí. ¡El pobrecito!
En el caso del príncipe Carlos, los ingleses suelen contar que éste ya no daba más con los ataques de bulimia de Diana, que la Princesa era histérica... "Si una vez hasta se quiso lanzar escalera abajo", dicen, conteniendo un par de lágrimas, "qué iba a hacer el pobre Carlos sino dejarse seducir por otra". Y "la otra" estaba a la espera, agazapada tras una vuelta de la vida, lista para saltarle al Príncipe a los brazos y romper el matrimonio de ensueño. Lo que nadie se detiene a pensar es que el matrimonio de cuento de hada hacía rato que se había convertido en novela de horror, y no por la bulimia de la Princesa, sino porque Carlos no pudo olvidar a su amor de la primera juventud. Y, claro, a nadie le gusta estar casada con uno que anda suspirando por la flaca de hace más de 20 años y regalándole pulseras a escondidas.
Después de más de 20 años de un matrimonio como todos, mitad excelente, mitad insoportable, el marido de mi tía Eufemia se fue con "otra". Mi tía no sabía quién era la susodicha, pero un día, revisando los bolsillos de las chaquetas de su esposo, encontró la dirección de la malvada en el reverso de una nota de amor.
De allí en adelante no hizo nada más que escribirle car tas insultándola: "¡Desgraciada! Si te encuentro en la calle te saco los ojos. Dejaste a mis hijos sin padre y a mí con el alma rota. Donde te vea, te arranco el corazón. Te quedaste con los mejores 20 años de mi vida. Donde te halle te destripo. ¡Inmoral! Te metiste con un hombre casado en un país católico. Donde sea que te escondas, te alcanzará el diablo. ¡Desalmada! No te acerques ni a mi tumba, porque desde la misma muerte regresaré a buscarte".
Hasta que un día, a la salida del teatro, mi tía se encontró con el esposo y con "la otra". Quiso echársele encima y arrancarle el vestido o darle un carterazo, pero no hizo nada de ello. "La otra" parecía enferma de algo, era delgaducha y pálida, tenía unos ojos como de agua, que la observaban sorprendida; había en su rostro una gran dulzura y mucho miedo.
La mujer extendió una mano hacia mi tía y se presentó con la voz en un hilo:
"Me llamo Lucía". Mi tía entonces le echó una mirada al marido y al verlo con esa cara de satisfecho que había tenido toda la vida, con una sonrisa dibujada en los labios y con esa expresión de rey, que se les pone a los hombres cuando han llegado al convencimiento de que son sublimes, le pegó un carterazo a él. De golpe y porrazo entendió todo: esa pobre flacuchenta no podía ser una maldita ni mucho menos, era imposible que ella lo hubiera hipnotizado o que lo hubiera llevado a la fuerza a su vida; no era pensable que esa pajarita lo hubiese seducido a pesar de él mismo, y le daba no sé qué haberla insultado por carta de esa manera. Aquella mujer no tenía cara de bruja, sino de ángel, quién sabe qué tristeza guardaría en su pecho y quién sabe qué mentiras le habría contado Hipólito para conquistarla. Otro carterazo.
Esa noche ya no le escribió a ella, sino a él.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 28 DE 1997