Publicado en
noviembre 11, 2015
Hay mujeres que llegan a la vejez, como mi tia Aurelia, con el corazón amargado, los ojos de pescado, nada les parece bien, reclaman por todo y salen a la calle con un palo para pegarles a los perros e insultar a la gente.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Me encantaría poder decir que todas las ancianas son encantadoras y lindas, que se llega a la edad dorada con el corazón de oro y la mirada dulcificada, o que la vejez es sinónimo de buena persona, sa biduría y buen entendimiento. Me encantaría, pero para qué estamos con cuentos. Hay viejas espantosas que dan ganas de matarlas ahí mismo, viejas de corazón amargo y ojos de pescado que le hacen la vida miserable a quienes las rodean. Como mi tía Aurelia.
Mi tía Aurelia no tenía ningún motivo claro para llegar a la vejez tan amargada. No se le podía echar la culpa a su soledad porque nunca estuvo sola, ni diez minutos en toda la vida. Se casó a los veinte años, tuvo siete hijos, veintidós nietos, un bisnieto, cuatro perros, cinco casas y seis autos convertibles. No se le podía echar la culpa al marido porque pocas veces se había visto un marido más perfecto que el suyo. Tampoco se le podía echar la culpa a una vida muy difícil porque mi tía Aurelia vivió entre rosas, llena de sirvientes, en unas casas preciosas, levantaba un dedo y ahí tenía lo que pedía.
Sin embargo, a los 80 años, era la vieja más desgraciada que he visto en toda mi vida. Sarcástica, controladora, mala persona. Cuando sus hijos se descuidaban, pellizcaba a los nietos, una vez le apretó la nariz al bisnieto de dos meses y tres veces la pillaron clavándole una aguja al gato. Reclamaba por todo, nada le parecía bueno, odiaba a sus nueras y de sus hijos exigía una sumisión total. Había que llevarla a todas partes y a todas partes partía con un palo, y se iba por la calle pegándoles palos a los perros que pasaban e insultando a la gente que la miraba.
—¡Por qué me mira, impertinente! —chillaba, y la gente salía corriendo, espantada por sus ojos de cuchillo y su perilla puntiaguda.
Era una bruja, en realidad, y cuando se murió la enterramos más que corriendo, para que no fuera a arrepentirse y resucitar.
Me acordé e mi tía Aurelia porque el otro día fui a visitar a la señora O'Grady, su polo opuesto, una vieja preciosa de ochenta años, que vive en el Bronx. Toda su vida ha vivido allí. El Bronx es su mundo y Manhattan su paseo predilecto. Vive completamente sola en un departamento y goza de su vida como si tuviera treinta años. Camina dos horas todos los días. Sale tempranito en la mañana y se va a Manhattan en un autobús. Se baja en la 48 y camina hasta la 62. En la 49 se detiene a comerse un Falafel y luego sigue andando hasta el Parque Central. Allí se junta con un par de amigas de su club de ancianas y se sientan en el parque a conversar. Suelen almorzar en la misma calle, unos pretzels con mostaza o un souvlaki de los que vende el griego que se para frente a F.A.O Schwartz, en la Quinta Avenida con la 59. Después regresa al Bronx, hace un par de compras en la esquina de su casa y sube a su departamento a mirar las noticias y a prepararse una cena liviana. Después de cenar se fuma su buen cigarrillo español, le gustan los Ducados, se toma una copita de Grand Manier y se acuesta temprano, porque día por medio parte con sus amigas, en otro autobús, a los casinos de Atlantic City.
Le gusta jugar en el Trop World, dice que es donde va la gente más joven y como a ella le gusta la vida, le gusta la juentud. Y le gusta almorzar en el Show Boat porque le recuerda su luna de miel en Nueva Orleáns. Los sábados los dedica a cocinar para sus invitados de todos los domingos del año: sus hijos, sus nietos y sus dos bisnietos. Como buena irlandesa que es, prepara un buen corned beef con repollo, papas cocidas y salsa Cumberland. Nunca faltan en su mesa una botella de San Michaele, un Chardonnay de Trentino que le encanta, ni el pastel de limón, ni el puro habano para cada uno de los hijos y una copa de Grand Manier para toda la familia. De más está decir que la señora O'Grady no se ha enfermado nunca de nada, no tiene colesterol, prepara su propia mantequilla, no ha hecho una dieta en toda su vida y no se acuerda en qué momento le llegó la menopausia, ni siquiera se acuerda haber oído hablar de ella jamás.
Es una vieja linda con el pelo completamente blanco, las manos delgadas y muy largas y los ojos tan azules y transparentes que parecen dos pedazos de cielo por donde asoma su mirada alegre y vivaz.
—¿Cuál es su secreto? —le pregunté.
—¿Mi secreto?
—Sí, el secreto de su alegría, su buen carácter y su encanto, ¿cuál es?
Ella se quedó mirándome en silencio y después de un rato me dijo: "Este es mi secreto", y me mostró una botellita de jerez añejo. "Y éste también es mi secreto", y me mostró su cajetilla de Ducados. "Y éste otro también es mi secreto", y me mostró un retrato de su marido muerto. "Y esto de acá es mi secreto", y me mostró un zapato que había pertenecido a su hijo mayor cuando tenía dos años. "Y esto otro es mi secreto también", y me mostró un talonario de entradas para los partidos de basquetbol de los New York Knicks, en Madison Square Garden.
Por último fue a buscar un bolso a su armario; del bolso sacó algo y me lo alcanzó. Era un retrato reciente, donde aparecía ella sentada en un banco del Parque Central, frente a una laguna con patos, tomada de la mano de un señor que debe de haber tenido cerca de noventa años. Los dos viejitos aparecían sonriendo y mirando a la cámara con cara de pillos, como si estuvieran haciendo alguna travesura.
—¿Y éste, quién es? —le pregunté.
—Mi honey —me dijo ella orgullosa.
—¿Su qué...?
—Mi honey, mi novio —me aclaró.
Después me contó que había conocido a su novio en Atlantic City el año pasado, y que había sido amor a primera vista. Ella estaba jugando video-póquer en su máquina predilecta cuando sintió que alguien la miraba desde atrás. Se dio vuelta y ésa fue la primera vez que lo vio. Tenía los ojos verdes, el pelo blanco como el suyo y una voz dulce y educada. No más verlo y escucharlo, la señora O'Grady había adivinado que aquél era el hombre de su vida. Y a él le había ocurrido lo mismo. No pensaban en casarse porque con tantos hijos, nietos y bisnietos resultaba muy complicado; además, a ella le gustaba su libertad, pero se veían todos los jueves en el Parque Central y hablaban por teléfono todas las noches para comentar las noticias del día.
Luego de contarme su historia, me pidió que le guardara el secreto. Sus hijos no sabían nada del romance y ella no quería que lo supieran, "porque en lo escondido y prohibido está la gracia, ¿no cree?", me dijo clavándome sus ojos llenos de vida y luego lanzó una carcajada cristalina.
¡Qué daría yo por llegar a vieja siendo como ella!
Si usted conoce a una vieja desgraciada, cuéntele lo de la Sra. O'Grady.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 01 DE 1995