AMOR IMPOSIBLE EN SARAJEVO
Publicado en
noviembre 11, 2015
Foto: AP/Wide World Photos.
Pocas veces se ha visto, en tiempos recientes, un odio étnico tan devastador y una intolerancia religiosa tan ciega como en lo que fue Yugoslavia. El mundo entero se ha horrorizado al presenciar el derramamiento de sangre y la terrible masacre a la que ha dado lugar el fanatismo desbocado.
Esta historia trata de dos jóvenes que se atrevieron a salvar el abismo étnico y religioso. Su sino debería servir de advertencia a la humanidad.
Por Slavenka Drakulic (Una de las más destacadas escritoras croatas, es autora de varios libros).
HE VISTO Su fotografía en los periódicos. Sin lugar a dudas la tomaron desde lejos: dos cuerpos en el suelo. El abrigo oscuro de Admira cubre las suaves curvas de su cuerpo. Bosko lleva pantalones vaqueros, y ambos calzan tenis. Pero, aun cuando la foto es borrosa, se alcanza a ver que Admira está abrazando a Bosko, mientras yacen allí, muertos.
He aquí lo que ocurrió. El miércoles 19 de mayo, a eso de las 4 de la tarde, los dos muchachos caminaban junto al río Miljacka en tierra de nadie, por un sitio en el que podían verlos lo mismo los bosnios que los serbios. Ambos bandos los habían dejado cruzar al lado serbio. Tuvieron que recorrer a pie unos 500 metros, pero, cuando faltaban 30 para llegar a territorio serbio, inmediatamente antes del puente Vrbanja, se desplomaron, acribillados por un francotirador.
Casi puedo oír el breve quejido en el aire cálido y quieto de la tarde, seguido, como una especie de eco, por el lejano clamor de la artillería en una montaña vecina. Bosko murió al instante; Admira alcanzó a arrastrarse hasta él y abrazarlo. Y allí se quedaron seis días, mientras el olor de sus cuerpos en descomposición se mezclaba con el de la hierba nueva. No se sabe quién los mató.
Los dos bandos pelearon por los cadáveres durante cinco días. Los serbios los reclamaban porque Bosko era serbio y porque los jóvenes se dirigían a Serbia cuando murieron; los bosnios alegaban que Admira era musulmana y que, como ambos habían vivido toda su vida en Sarajevo, lo correcto era enterrarlos allí.
A la sexta noche, los soldados serbios resolvieron la disputa robándose los cuerpos. La madre de Bosko, que se había marchado de Sarajevo un año antes y vivía ahora en Serbia, había dado autorización para que su hijo fuera sepultado en Sarajevo. Los padres de Admira, por su parte, dijeron que preferían que los enterraran en Sarajevo a fin de poder cuidar de la tumba, pero luego agregaron que lo mismo daba un sitio que otro, siempre y cuando los inhumaran juntos.
Finalmente, la muchacha musulmana y el chico serbio que se habían amado durante nueve años fueron puestos en la misma tumba, en un cementerio militar serbio situado al sur de Sarajevo.
Bosko y Admira se equivocaron al creer que podían escapar de la guerra, la cual amenazaba con destruir su amor y su existencia misma. Se equivocaron también al creer que el amor podía salvar todos los obstáculos. Antes de principiar el conflicto, ¿qué más les daba ser musulmán o serbio? ¿En qué momento se dieron cuenta de que pertenecer a uno u otro bando podría determinar su futuro?
Cuando miro una fotografía que les tomaron en 1985, luego de terminar la enseñanza media —una foto en la que aparecen abrazándose y sonrientes—, me cuesta trabajo pensar que a estos chicos, o a sus amigos, les haya importado ser serbios o musulmanes. No quiero decir que no estuvieran conscientes de su nacionalidad. Probablemente sí lo estaban, como lo está cualquier ser humano. Pero la nacionalidad no les importaba gran cosa. Su nacionalidad no obstaba para que ellos se enamoraran.
Tenían amigos en Croacia y en Serbia, con los cuales se iban en verano a acampar a la costa adriática. Entonces estalló la guerra, como si alguien hubiera abierto un viejo libro de historia.
Era una guerra absurda y monstruosa, salida de los relatos de sus abuelos y de esas patéticas películas yugoslavas sobre la Segunda Guerra Mundial. Y se les vino encima esta guerra, aplastando a toda una generación que había crecido en la creencia de que ya pertenecía a Europa; de que tenía ante sí un futuro más despejado.
Bosko y Admira resolvieron ponerse a salvo. Al fin y al cabo, la guerra los tenía sin cuidado. Cuando la madre de Bosko le preguntó a la muchacha si la guerra podría separarlos, Admira respondió:
—No. Solamente las balas podrán separarnos.
Cualquiera diría que sabía lo que iba a suceder.
Admira y sus padres interpretaron la determinación de Bosko de no acompañar a su madre a Serbia, como una señal de amor. El amor lo había movido a permanecer en Sarajevo. Pero yo me atrevo a decir que también se quedó porque ni él ni Admira creían posible que la guerra llegara a Bosnia. ¿Cómo se puede dividir a la gente que vive en el mismo piso de un edificio tan sólo porque son de distintas nacionalidades? ¿Cómo se puede separar a una familia mixta?
Pero la política pudo más que su fe sincera en la tolerancia y la solidaridad. Después de que miles y miles de civiles —entre los cuales figuraban muchos vecinos, amigos y parientes suyos— fueron asesinados por no ser de la nacionalidad "correcta", Bosko y Admira comprendieron que estaban en un callejón sin salida. Quizá por primera vez, se percataron de que la nación había dejado de ser un concepto abstracto, y de que podía convertirse en una trampa.
Al final del largo invierno empezó a sentirse una creciente desesperación en la ciudad. Quizá alguien pueda sobrellevar la escasez de electricidad y de agua, incluso el frío y la falta de alimentos, pero nadie puede soportar la desesperanza durante mucho tiempo.
En el momento en que Bosko y Admira resolvieron marcharse, la ciudad donde habían vivido desde niños ya no existía. Esto les hizo más fácil la partida. Tal vez a los amigos de Admira les parecía una locura que una musulmana fuera a Serbia. Era tanto como meterse a la boca del lobo.
La chica confiaba en que Bosko y su madre encontrarían la manera de protegerla, y que en Belgrado tendrían al menos cierta posibilidad de sobrevivir.
Me la imagino sacando su vieja bolsa deportiva aquella tarde del martes 18 de mayo, y disponiéndose a empacar. "No lleves demasiadas cosas", le advierte Bosko. "Hazte cuenta de que sólo vamos a visitar a mi madre durante una semana".
Ya muy avanzada la noche, Admira termina de hacer su equipaje. Un extraño silencio se enseñorea de la ciudad, como si todos sus pobladores estuvieran profundamente dormidos, hartos ya de esta guerra interminable. Desprende de su cuaderno una hoja de papel. Afuera está oscuro, tan oscuro como el fondo de un pozo profundo y lúgubre. Su habitación está iluminada tan sólo por el tenue resplandor de una vela, pero sus ojos ya se han acostumbrado a ello. "Queridos mamá y papá", escribe.
Hace una pausa. ¿Qué puede decirles? ¿Que tiene que partir porque Bosko corre peligro en Sarajevo, pues en cualquier momento pueden obligarlo a alistarse en el ejército bosnio? ¿Que los podrían separar o matar por ser de nacionalidades diferentes? ¿O que los pueden matar en una calle de Sarajevo? Mamá y papá lo saben de sobra, piensa Admira. No tengo que explicarles nada. Sólo necesitan estar seguros de que hemos logrado escapar de la muerte.
Admira se queda inmóvil unos minutos, y luego decide escribir algo sobre su gato. "Por favor, cuiden de mi gato. Mientras escribo estas líneas y lloro, él me mira y maúlla. Duerman con él durante un mes por lo menos, y no dejen de hablarle". Luego apaga la vela (las velas escasean mucho), se mete en la cama y se queda un rato con la mirada perdida en la oscuridad.
Todo ocurrió al día siguiente, y así es como lo imagino: el miércoles por la tarde, después de dar un rápido abrazo a sus padres, Admira sale de la casa. El gato ha dejado de maullar y ahora se limita a mirarla desde lejos. La joven debe de haber hecho acopio de todas sus fuerzas para no llorar, para no mirar atrás. Cerca del río, Bosko la aguarda.
Lo reconoce fácilmente por su estatura y sus ademanes nerviosos. De pronto comienzan a sudarle las manos, pero cuando corre hacia él se desvanece el miedo. Todo va a salir bien, piensa, con tal de que estemos juntos.
Entonces dejan su refugio y salen a campo raso, donde cualquiera puede verlos. Se hallan en la ribera norte del río. No echan a correr. No lo creen preciso, pues. ambos bandos les han asegurado que pueden pasar sin peligro.
Tomados de la mano, caminan rápidamente en dirección del puente. Lo único que oyen es el murmullo del río y el ruido de la arena bajo sus pies.
La zona de seguridad ya está cerca y Bosko aprieta un poco el paso. Admira quiere pedirle que vaya más despacio, y se arrepiente de haber metido tantas cosas en su bolsa deportiva, porque el peso le impide correr ahora.
Pero en el momento en que se dispone a decirlo, siente algo cálido que le sale del estómago. Cuando mira hacia abajo, sorprendida, se percata de que tiene las manos llenas de sangre. Luego siente el dolor y cae al suelo. Después ve a Bosko, tirado lejos de ella, inmóvil.
¡Qué extraño! No oí nada, piensa, arrastrándose hacia él con la bolsa en la mano, como si aún pudieran escapar. Antes de hundirse en el vacío se acerca a él, levanta la mano izquierda y lo abraza.
Admira y Bosko, después de terminar la enseñanza media. Foto: Paris Match.
RADMILA, la madre de Bosko, es el único pariente cercano que asiste al funeral, el cual se lleva a cabo el 27 de mayo en una árida colina situada al sur de Sarajevo. Los padres de Admira no se atreven a asistir, pese a que los soldados serbios les han garantizado que no corren peligro. Ellos no confían en su palabra, sobre todo porque aún no saben quién mató a los muchachos.
Nunca las dos familias tuvieron diferencias, y menos ahora. Antes bien, hicieron lo que estuvo en su mano por ayudar a sus hijos a huir de su destino. Fue la guerra lo que los mató, y ellos lo saben.
Sobre un sencillo ataúd, Radmila Brkic extiende un suéter que tejió para su futura nuera. Luego arroja un puñado de tierra al interior de la tumba abierta. "Hijos míos, los vientos de guerra los trajeron aquí", dice. No tiene nada más que añadir, ni más lágrimas que derramar... No tiene nada.
Me la imagino allí, con los pies hundidos en la tierra amarilla y grasienta que pronto se ha de tragar el ataúd. No hay dolor más grande que el de una madre que entierra a su hijo. Y no hay guerra que justifique tal dolor. Aunque Radmila no lo advirtiera, en ese momento su pesar se convirtió en nuestro pesar, en el pesar de todos los seres cuyas vidas ha trastornado la guerra.
Bosko y Admira, dos jóvenes de la misma edad que mi hija, representaban el futuro. Pero los arrastraron al pasado, al torbellino de una guerra de la que ni ellos ni su generación pudieron salvarse.
© 1993 POR SLAVENKA DRAKULIC. CONDENSADO DE "THE OBSERVER" (10-X-1993), DE LONDRES, INGLATERRA