BOCHORNOSO DÍA DE LAS MADRES
Publicado en
noviembre 05, 2015
¡Qué lecciones nos da a veces la vida!
Por Deborah Smoot.
ERA EL DÍA DE LAS MADRES, y la pequeña iglesia de nuestra comunidad estaba a reventar. En la puerta, una ujier entregaba un clavel rosa de tallo largo a todas las mujeres que cumplían el requisito. "¿Es usted madre?", preguntaba.
Yo tenía los brazos ocupados con la chaqueta de uno de mis hijos y con la bolsa de pañales del otro. Me pasé estos objetos al brazo derecho, levanté el clavel por encima de la cabeza para que no se maltratara y me abrí paso hasta la banca en que me esperaban mi marido y mis padres.
Seguramente no habría sorpresas en el programa. Cada año se organizaba la misma cantaleta: un mar de claveles de color rosa, apologías a la maternidad y, por supuesto, cantos alusivos a la ocasión, entonados por un montón de niños bulliciosos.
Sin embargo, este año se le había ocurrido una idea más brillante a una de las catequistas. Les había encargado a los pequeños que hicieran un dibujo de su madre, y esos dibujos los había convertido luego en diapositivas. Al término de cada canción se proyectaba una diapositiva, y su autor tomaba el micrófono.
"Esta es mi mamá manejando. Nos lleva a muchos lugares". En la pantalla que se encontraba detrás del púlpito aparecía el dibujo de una feliz madre mirando por la ventana del coche y con una sonrisa pintada de rojo.
"Esta es mi mamá preparando la cena". Se veía entonces a una mujer de cabello amarillo y con un delantal plisado.
Todas las transparencias, aunque diferentes en los detalles, eran dulces y tiernas. Conforme se acercaba mi turno, me ponía más y más impaciente. Sabía que el dibujo de mi niño de cuatro años iba a ser estupendo. Me imaginaba ya representada en un campo lleno de flores.
Estaba sumida en mis fantasías cuando escuché a Owen gritar: "Esta es mi mamá lavando ropa cuando se acaba de levantar". El público estalló en carcajadas al ver lo que aparecía en la pantalla. Como todo un profesional, Owen aguardó a que las risas se acallaran antes de añadir: "Pero el cabello no me quedó bien. ¡Se le levanta más!"
Se me cayó la cara de vergüenza. Se apoderó de mí un sentimiento de culpa y dudé incluso de mi proceder. ¿De veras me ve así Owen? ¿ Debería acaso levantarme una hora antes que los demás para vestirme, peinarme y pintarme los labios?
Nunca, antes de ser madre, dudé de mi capacidad para desempeñarme como tal. Poco después de casarnos, Dave y yo invitamos a cenar a su hermano, a su cuñada y a sus hijos. Los niños se aburrieron de lo lindo; se metieron debajo de la mesa, debajo del piano y entre las piernas de los adultos. Luego le comenté a mi marido que, cuando tuviéramos hijos, jamás iban a meterse debajo del piano; yo les llevaría juguetes para que no se aburrieran. Pensé que podría hacerles unas bolsas de colores y colgarlas de algún gancho en el garaje. Una bolsa estaría repleta de lápices de cera; otra, de juegos infantiles... De allí podría tomarlas en el momento requerido para que mis hijos estuvieran siempre entretenidos y aprendiendo. Para que no se fastidiaran.
Ahora que llevo 16 años de maternidad debo reconocer, en honor a la verdad, que fui sumamente ingenua. Mis hijos se metieron más de una vez debajo del piano, y lo único que alcanzo a coger cuando salimos corriendo de casa es una bolsa de galletas. Con tres hijos —Owen tiene ahora 16 años; Emily, 13, y Amy, 9— no hago otra cosa que intentar sobrevivir.
La maternidad obliga a ser humilde. Hace tiempo, Amy entró en la cocina seguida de dos amigas, y dijo: "¡Mamá, tienes que reírte! Les dije que te ríes como tonta. Quiero que te oigan. para que me crean. ¡Anda, mamá, ríete!".
Siempre he admirado la humildad en los demás, pero no tenía la menor idea del precio que se debe pagar por ella.
Una amiga mía cuenta que cierto ejecutivo y su esposa, cuando asistían a una cena, predicaban sus "diez mandamientos de la paternidad". Poco después nació su primer hijo, y luego el segundo, y entonces ya hablaban de las "ocho reglas de la paternidad". Cuando nació el tercer hijo y los tres llegaron a la adolescencia, los "diez mandamientos" eran nada más "tres recomendaciones".
Este Día de las Madres yo me encuentro poco más o menos en esa situación. Voy a dar aquí tres sugerencias que podrían funcionar no sólo en el caso de la paternidad, sino para la vida en general. Porque, estrictamente hablando, ¿qué son los niños, sino personitas?
1. Escuche. De niños, mi tía Lois siempre nos escuchaba, aunque le preguntáramos simpleza y media. En cambio, si queríamos charlar con los demás adultos, casi siempre acabábamos hablando con sus rodillas o con la hebilla de su cinturón. La tía Lois no se limitaba a darnos una respuesta: se nos brindaba ella entera. Se ponía en cuclillas, con su nariz a la altura de la nuestra. La mirábamos a los ojos; olíamos su perfume. Indefectiblemente repetía nuestras preguntas para asegurarse de haber entendido bien. Nos hacía sentir importantes. Nuestras preguntas eran tan importantes, que ella se agachaba a escucharnos.
2. Trate a las personas como si fueran bienes. Esta verdad la aprendí de la gerente de la oficina de mi marido. Carol, madre de cuatro niños, es una estupenda mamá. En su familia todos se respetan y se quieren. Un día le pregunté cómo lo había logrado. Me contestó que, a raíz de su divorcio, cayó en la cuenta de que tendría que educar a sus hijos ella sola. De la noche a la mañana, necesitó tanto de sus hijos como sus hijos necesitaban de ella. Aprendieron a apoyarse entre sí. "Mis muchachos son mis mejores amigos, mis bienes más preciados", comentó.
Lo mejor que podemos hacer por una persona —llámese hijo, amigo, compañero de trabajo o cónyuge— es tratarla como si fuera un bien y no como una carga. Durante un tiempo, yo corría a contestar el teléfono antes que los niños por temor a que dijeran algo "inconveniente". Ahora no me importa quién llame. Esos tres rostros son obra mía. Son personas inteligentes y capaces. Son bienes, y me enorgullezco de ellos.
3. Recuerde que todos somos hijos de Dios. Fran, una antigua vecina mía, tiene seis hijos. Todos ellos resultaron ser muy capaces y seguros de sí mismos. No obstante, siempre se conducían con sencillez. Un día le pregunté a Fran por sus hijos, y me dijo tranquilamente: "¡Pero si no son mis hijos, Debbi! Son de Dios. Yo los tengo prestados, y lo considero un privilegio. Son una especie de invitados importantes; grandes personajes en ciernes".
¡Qué manera de ver a los hijos! ¡Qué manera de ver a los demás! Porque, no me lo negarán, el Día de las Madres no es únicamente para las madres, sino para todo el mundo.
MANDÉ ENMARCAR el dibujo de Owen, y lo tengo colgado en el cuarto de lavado. Es uno de mis cuadros favoritos, pues no olvido que lo pintó inocentemente un pequeño que ama a su madre aunque tenga el pelo levantado.