65 INSTANTES (Rafael Avendaño Torres)
Publicado en
noviembre 30, 2015
Cuando era niño, Richard solo tuvo un único amigo. Se llamaba Mario y vivía en el interior del computador portátil que sus padres le regalaron en su quinto cumpleaños. Mario era un hombrecillo de rostro ovalado y ojos saltones, vestía un trajecito azul con el logotipo de Windows y siempre sonreía. Durante las dilatadas y solitarias tardes de verano que Richard pasaba encerrado en el dormitorio, su principal diversión consistía en satisfacer su inagotable curiosidad infantil. Mario era muy listo. Parecía saberlo todo sobre cualquier tema, desde historia o geografía hasta matemáticas. Su repertorio de juegos también era inagotable, aunque el favorito de Richard era el ajedrez. Al principio Mario siempre ganaba, hasta que Richard descubrió que podía pillarle desprevenido si no se limitaba a pensar únicamente en la jugada inmediata, sino que anticipaba sus consecuencias en los ocho o diez movimientos siguientes.
Sin embargo, en ocasiones Richard se irritaba porque sospechaba que Mario le ocultaba algo.
—¿Por qué mis padres pasan tanto tiempo fuera de casa? —preguntó en cierta ocasión.
Mario levantó las cejas durante unos instantes. Richard había aprendido a interpretar aquel gesto como la señal de que Mario no tenía una respuesta inmediata y necesitaba cavilar intensamente.
—¿Qué significa exactamente fuera de casa? —dijo al cabo de unos segundos con su vocecita metálica.
—Pues eso, fuera, por ejemplo viajando —intentó explicar.
—Probablemente ellos necesitan viajar.
—Sí, pero ¿por qué?
—¿Qué quieres saber exactamente?
—Quiero saber por qué papá y mamá no están aquí conmigo.
—Porque están viajando.
—Sí, pero ¿por qué?
—¿Puedes aclarar tu pregunta?
Y así continuaban, encadenando una pregunta tras otra en círculos sin sentido, hasta que la conversación derivaba hacía un tema completamente diferente del inicial, y Mario recuperaba de nuevo su discurso de datos y significados concretos.
Un día Richard tuvo una extraña ocurrencia. Tumbado sobre la moqueta naranja del dormitorio, mascando un trozo de caramelo, observaba fijamente la pantalla del ordenador, en el suelo frente a él. Permaneció en silencio durante un rato, mientras los grandes ojos de Mario le devolvían impávidos la mirada, aguardando pacientemente.
—Mario —dijo al fin mirándole con atención—. ¿Cómo es estar ahí dentro?
No le gustó que el hombrecillo levantara las cejas.
****
Richard sabía que la próxima vez que abriera los ojos la locura podría haberse apoderado de su mente. No le importaba. Aunque se jugase la cordura, estaba decidido a averiguar qué estaba fallando en el interior de la simulación. Después de todo, perder la cabeza no parecía tan importante cuando es tu vida entera la que ya está perdida. Dio la orden de activar los inhibidores neuronales que le sumieron en un profundo sueño.
Simultáneamente, despertó en otro lugar.
Tuvo la fugaz visión de un largo túnel, justo antes de que algo le empujase desde atrás, precipitándole al vacío. La vertiginosa caída duró un instante eterno, y cuando por fin se detuvo, se encontró inmerso en una pesada oscuridad que le aterró. Las tinieblas, plagadas de ausencias, se extendían hasta el infinito devorándolo todo. Tuvo la certeza de que nunca podría salir de allí.
Quiso gritar.
Silencio.
Envuelto en un acuciante sentimiento de pérdida, de nostalgia de materia, sintió como le asediaba un vacío intolerable, que tiraba de él desde todas direcciones rompiéndole en un millón de pedazos, como si quisiera diseccionar su alma para difuminarla en volutas incorpóreas.
¿Dónde estoy?
La pregunta se transformó en una duda punzante que viajó por espacios infinitos, atravesó estancias y sombras y se instaló fugaz en un punto indeterminado. Se esforzó por recordar quién era, pero los recuerdos de su pasado huyeron recorriendo distancias sin fondo, hasta perderse en los inhóspitos confines de territorios deshabitados.
Más allá, delante. Había algo. ¿Qué era? Detrás, detrás, más allá.
Estaba tan cerca, detrás de todo. Al otro lado de un horizonte sin llegada.
El futuro se llama ayer. Segundos, siglos, eternidad. Hoy y mañana junto al nunca.
Despertó.
El corazón latía con fuerza en el pecho. Cobró consciencia, como nunca antes la había tenido, de cómo la gravedad tiraba de la masa de su cuerpo, presionándolo contra la camilla sobre la que estaba tendido. Sintió con alivio las piernas entumecidas, la áspera sequedad en la garganta, el familiar dolor de espalda. Parpadeó agradecido de poder abrir los ojos deslumbrados. Unos brazos le ayudaron a incorporarse. Lentamente, a su alrededor se materializaron familiares rostros expectantes. Por fin reconoció a Dave, que le miraba, el semblante tenso.
—Richard, amigo ¿te encuentras bien?
Richard cerró de nuevo los ojos. Tenía nauseas. Un gélido susurro le recorrió la espalda hasta la nuca.
—Sí... creo que sí. —respondió por fin.
—¿Puedes recordar?
—Yo... —se dejó caer flojamente sobre la camilla—. He estado ahí dentro..., estoy seguro. Pero algo..., algo tiraba de mí, no... no podía pensar...
—Tranquilo, descansa. Habrá tiempo para analizar lo que ha sucedido.
Pero en su cabeza ya revoloteaban los turbios recuerdos una y otra vez. En esos exiguos recuerdos residía la prueba de que no estaba equivocado, se dijo abandonándose a un frío sentimiento de triunfo.
****
—De acuerdo, señor Allen, puede comenzar su informe.
Richard se aclaró la garganta mientras estudiaba las caras que se congregaban junto a él. Ocupaba uno de los extremos de la ovalada mesa de juntas. A su alrededor se sentaban los doce miembros del comité de evaluación de proyectos, y en el otro extremo se encontraba Makencie, el presidente de la comisión y probablemente el único que aún le apoyaba. Pero tal vez ya ni siquiera su ayuda fuese suficiente para que el maldito comité prorrogara la investigación. Empujó imperceptiblemente los hombros hacía atrás, intentando librarse de la molesta tensión en la espalda. Sabía que no podía permitirse el lujo de mostrar su desagrado. Pasar por las revisiones del comité suponía un esfuerzo cada vez mayor para su voluntad. Sentía ganas de levantarse y golpear a cada uno de aquellos acomodados burócratas que se atrevían a cuestionar la continuidad de su trabajo, a amenazar con poner fin a lo poco que todavía le daba algo de sentido a su vida. Y sin embargo, no tenía más remedio que fingir su cara más amable. Probablemente era la última oportunidad que tenía para convencerles.
—Veo rostros nuevos —dijo con voz esforzada— así que comenzaré con un resumen del trabajo que hemos venido desarrollando estos últimos años. —Miró a Makencie en busca de aprobación. El jefe de la comisión asintió con un leve gesto de su gran cabeza calva.
—Como todos ustedes saben, estoy al frente de un ambicioso proyecto que trata de reproducir una inteligencia artificial— miró de reojo a Smith, uno de los nuevos. Desde que él y los otros dos controladores financieros se incorporaron al comité, la rentabilidad económica había sido el único criterio para determinar qué proyectos seguían adelante y cuáles se paralizaban.
—Para lograr ese fin —continuó— hemos seguido la línea de investigación probablemente más evidente, pero sin duda también la más compleja: realizar una simulación informática del propio cerebro humano.
Todos asintieron. El escaneo de la totalidad de las sinapsis neuronales de un cerebro se había logrado un par de décadas atrás. Gracias a las nuevas técnicas basadas en el mapeado y modelado de la mente humana la neurociencia dio un importante salto cualitativo. Sin embargo, pese a las expectativas que se generaron, la potencia de cálculo se constituyó en un escollo aparentemente insalvable. La información de cien mil millones de neuronas interconectadas entre sí resultaba tan compleja que, en la práctica, solo era posible simular computacionalmente el comportamiento de pequeñas regiones de unos cuantos miles de ellas. Pero pronto se descubrió que el cerebro actúa como un sistema distribuido, en el que cada función se reparte entre conjuntos aislados de varios millones de neuronas, así que modelar una pequeña parte no fue suficiente para reproducir, siquiera de forma aproximada, la mayoría de las actividades que una mente humana lleva a cabo.
Otras líneas de investigación trataron de abarcar la totalidad del cerebro, desarrollando modelos simplificados mediante técnicas de compresión de la información o eliminando ciertos aspectos que no se consideraban relevantes. Pero los resultados también fueron desalentadores. No se consiguió nada remotamente parecido a una respuesta humana. El fracaso sirvió para constatar lo intrincados que se encuentran los procesos mentales en la red neuronal, y cómo hasta el último detalle es fundamental para definir un comportamiento netamente humano.
—Mi trabajó —explicó Richard— se basó en modelar con exactitud el cien por cien del conexionado neuronal del cerebro en su conjunto, sin preocuparme de qué tipo de procesos mentales estaba codificando realmente cada segmento de programa. En cuanto a la potencia de cálculo, confiaba esperanzado en que otros solucionasen el problema.
—Ese problema —interrumpió Smith— se resolvió hace tres años, señor Allen—. Smith le miró con unos profundos ojos grises, nublados de hostilidad. Su expresión recordaba a un ave de rapiña—. Hace ya más de dos años que este Instituto adquirió, con notable esfuerzo, uno de los primeros supercomputadores.
Se trataba de un computador cuántico auto-replicado. Con el innovador sistema, formado por millones de ordenadores moleculares elementales dotados de capacidad para replicarse a si mismos, se podía obtener una capacidad computacional casi ilimitada a partir de unos cuantos centímetros cúbicos de materia y una fuente suficiente de energía.
—Es de suponer que por fin pudo probar su modelo cerebral completo, y sin embargo después de tres años sus resultados siguen siendo negativos.
Richard reprimió un gesto de rabia.
—Así es —admitió suavemente—. No fue fácil adaptar los modelos de datos de nuestros diseños al código máquina del computador. Pero ahora que hemos superado esas dificultades y por fin hemos realizado las primeras pruebas...
—Han sido un fracaso —interrumpió de nuevo Smith.
Richard respiró hondo antes de hablar. Si el hijo de perra quería hacerle perder los nervios, no lo iba a conseguir. Debía evitar que aquello se convirtiese en una discusión personal entre ellos dos. Eso era lo que sin duda estaba buscando, desgastarle frente a los demás, vaciar su discurso de contenido.
—Tengo que admitir que las primeras simulaciones no han resultado como esperábamos —explicó pacientemente—, la actividad mental que se manifestó ha sido prácticamente inexistente. Podríamos decir que, tras unos segundos, la respuesta monitorizada ha sido análoga a la de una muerte cerebral.
—¡Muerte cerebral! —espetó Smith— curioso eufemismo para expresar que su simulación no produce ningún resultado en absoluto.
Richard le miró con una sonrisa forzada.
—Hay una diferencia entre una respuesta nula y una respuesta plana... —dijo— aunque lo verdaderamente importante...
—Dígame, señor Allen —esta vez fue otra voz la que interrumpió, una voz aguda, casi femenina. Era Sanders, otro de los controladores financieros. Ojeaba despectivo el grueso dossier del proyecto repartido al inicio—. Si no he entendido mal sus notas, sus programas tratan de reproducir la mente real de un sujeto particular.
—Así es.
—¿Y de quién se trata?
Richard se llevó un dedo a la sien. Sanders levantó las cejas.
—Interesante. Así que espera usted conseguir una inteligencia artificial que imite su propia personalidad...
—No se trata de una imitación, sino de una reproducción exacta de mi propia mente, perfectamente consciente...
—¿Consciente? —la voz de Sanders subió varios tonos—. ¿Insinúa usted que cree realmente, que si su simulacro funciona —la boca se torció en una maliciosa sonrisa— será consciente de su propia existencia?
—Así es —Richard fue tajante.
Sanders parpadeó sorprendido.
—Aunque admito que no soy ningún experto en el tema, en mi opinión, cualquier simulación de una mente humana, aunque se comporte y responda exactamente como un ser humano, incluso si actuase de forma creativa y artística —sus dedos aletearon sobre la mesa, como si tocase un piano— nunca podría experimentar la sensación del yo interior. En definitiva señor Allen, no se trataría de un ser vivo.
—No estoy de acuerdo —espetó Richard—. Si el modelo reproduce exactamente un cerebro humano, la consciencia brotará. ¿Acaso no da igual que sean las neuronas o los procesadores moleculares los que generen los procesos mentales, siempre y cuando sigan las mismas pautas?
—Me temo que está discusión es estéril —advirtió Smith—. Nunca podremos distinguir una cosa de la otra porque nunca sabremos qué ocurre realmente en el interior del computador.
Richard le miró directamente a los ojos. Te tengo, pensó.
—Existe una forma de averiguarlo —anunció recorriendo con la mirada al resto de los reunidos—. Como algunos de ustedes conocerán, la técnica de escaneado opera en dos direcciones. Además de leer los datos de las sinapsis neuronales, también permite crear nuevas conexiones.
—¡Richard! —intervino Mackenzie alarmado— ¡eso es una locura! No puedes correr ese riesgo.
Todos conocían lo ocurrido cuando se intentaron los injertos de nuevos recuerdos en el cerebro. Se puso de manifiesto que al igual que descifrar la información leída resultaba una tarea tremendamente compleja, también lo era configurar nuevas conexiones neuronales que actuasen como recuerdos reales. Los implantes resultaron extraños, de pesadilla, y en el mejor de los casos, los sujetos de los experimentos acabaron presa de la locura, cuando no en un profundo coma. Un famoso neurólogo describió la situación en la que se encontraba la técnica del escaneado cerebral como ‘poder abrir un libro en un idioma desconocido que no alcanzamos a descifrar y tener un lápiz para escribir en el libro, pero sin saber reproducir nada coherente.’
—Conocía los riesgos y los asumí —dijo Richard con firmeza—. Sepan que esta mañana hemos revertido el proceso —un murmullo de asombro recorrió la sala—. Los datos generados en la simulación fueron traducidos y escritos secuencialmente de vuelta a mi cerebro. Y, según parece — sonrió ligeramente— sigo cuerdo.
—Dios santo Richard, espero que no suceda una desgracia— murmuró Mackenzie, la frente surcada por arrugas de honda preocupación.
—¿Y qué nos puede decir después de la experiencia? —preguntó Smith con voz indolente.
Richard trató de aparentar confianza en sí mismo.
—Aún es pronto para sacar conclusiones, lo admito, pero sí les puedo decir que recuerdo perfectamente haber estado consciente en el interior del computador. Algo me impidió mantener bajo control el hilo de mis pensamientos, pero les aseguro que pronto resolveré ese problema.
—¡Pronto! —exclamó Smith—. Señor Allen debe usted concretar los plazos. El computador cuántico ha significado una inversión extraordinaria para nosotros. Solo podemos hacer frente a la carga financiera que supone utilizando su potencia inigualable a pleno rendimiento, en proyectos que produzcan una rentabilidad a corto plazo. Cada precioso segundo que usted pierde con él, nos cuesta una fortuna.
Richard sabía a qué se refería. El mercado de los fármacos genéticos a la carta, fabricados al instante, crecía sin parar desde que aparecieron los primeros supercomputadores.
—Señores —prosiguió con voz fatigada—. ¿Acaso dudan de que mi proyecto no les reportaría beneficios si tiene éxito?
—Las aplicaciones de su inteligencia artificial aún están por determinar —replicó Smith.
Llegó el momento de sacar el as de la manga. Si se mantenía lo suficientemente sereno quizás nadie notara que se trataba de un farol.
—Déjenme explicarles algo. Cualquiera que se haya enfrentado a la programación de un algoritmo básico sabe que los ordenadores no solucionan los problemas por sí solos. Los ordenadores no resuelven ecuaciones. Implementan métodos de aproximación que alcanzan una solución tan exacta como se quiera en microsegundos. El computador solo ahorra tiempo, pero no llega a ninguna conclusión que una persona no pueda obtener con un lápiz y papel, aunque necesite un millón de años. Los ordenadores facilitan el avance de la ciencia solo en el sentido en que hacen posible explorar miles de alternativas de forma mucho más rápida. En cambio — hizo una pausa para que sus palabras calasen en la audiencia— la mente humana posee lo que ningún computador ha conseguido siquiera aproximar hasta el momento: la capacidad para resolver problemas por caminos totalmente inextricables. Lo hemos llamado intuición.
—Piensen por un instante —prosiguió— qué ocurriría si se conjuga esa misteriosa habilidad del cerebro humano con una potencia de cálculo prácticamente ilimitada. Imaginen el infinito campo de aplicación que se abriría. Con un cerebro así a nuestra disposición podríamos desentrañar muchos de los misterios que aún desafían al hombre. Desde cuestiones puramente teóricas hasta remedios de enfermedades o avances tecnológicos.
»Y por supuesto —concluyó— todos esos nuevos descubrimientos les reportarían a ustedes unos jugosos ingresos.
Smith le miró con el ceño fruncido y gesto inexpresivo.
—¿Cree usted que eso es realmente posible? —preguntó finalmente.
—No le puedo asegurar nada —admitió—. Pese a toda la complejidad del entramado que constituye el modelo cerebral, apenas consume un quince por ciento de la capacidad del computador. Mi hipótesis es que, una vez liberada de las limitaciones orgánicas, la mente artificial podrá hacer uso de esa capacidad extra.
Smith pareció meditar intensamente durante unos instantes. Luego, cruzó una mirada con Mackencie y asintió levemente.
—Bien, señor Allen —dijo el presidente del comité— creo que podremos prolongar el costo de esta investigación. ¡Un mes! Si en ese periodo sus resultados no se consolidan, suspenderemos el proyecto.
Richard se levantó sin decir una palabra y salió de la sala. Un mes sería suficiente. Tendría que serlo.
****
Cuando llegó a casa, bien entrada la noche, la tensión de su cuerpo había dado paso al agotamiento.
Se dejó caer en el gran sofá que presidía el salón y encendió un cigarrillo. El humo siempre tenía el efecto casi místico de alejar sus miedos. Con el cigarro entre los labios, se quitó los zapatos que lanzó al otro extremo de la habitación. Se levantó con esfuerzo para dirigirse hasta el mueble bar, donde tomó un vaso y la botella de whisky, y regresó con ambos al sillón. Su mirada recayó sobre la fotografía de la pequeña mesa de cristal. Una mujer joven, rubia, de finos labios curvados en un gracioso mohín y ojos brillantes, posaba junto a un hombre pálido, de pelo castaño e incipientes entradas, y una gran sonrisa que mostraba unos dientes ennegrecidos por el tabaco. Habían transcurrido ya cinco años desde que él y su esposa se tomaron la fotografía, y ahora, la mayoría de su pelo había desaparecido, sus ojos estaban hundidos tras unas pronunciadas ojeras y su cara casi nunca sonreía. Ella estaba muerta.
Caminó por la habitación como un animal enjaulado, deteniéndose brevemente cada poco para dar un pequeño trago al vaso de whisky. Estaba más cerca que nunca de lograr su sueño, y sin embargo solo sentía una profunda lástima de sí mismo. Volvió a sentir la misma soledad que en su infancia, cuando su única compañía había sido el hombrecillo que habitaba el interior del computador. En aquella ocasión, la decepción inicial que sintió al crecer y descubrir que su fiel amigo no era más que un tosco simulador de conversación, había servido para despertar en él una gran curiosidad. Diseñar una verdadera inteligencia artificial se convirtió en la obsesión que marcó una meta a su vida. Pero ahora ya no le quedaba ningún horizonte al que apuntar. Porque cuando ella murió él también murió con ella. Algo tan estúpido como el reventón de un neumático había puesto fin a sus vidas.
Apenas recordaba nada de los primeros meses después del accidente, que pasó sumido en una niebla alcohólica de dolor y autocompasión. Luego, la idea compulsiva de acabar su trabajo se apoderó de él, y se aferró a la investigación como a una tabla salvavidas. Ahora, después de tres años de febril actividad, casi había llegado al final.
Se esforzó en evocar una vez más cada exiguo detalle. Por un instante había sido consciente de sí mismo, no tenía ninguna duda. Aunque desposeído de recuerdos, sin pasado ni futuro, esa vocecita interior que siempre le acompañaba estuvo presente. Y sin embargo, desapareció tan rápido. Fue como caer dormido en el interior de un sueño. Tal vez así es la muerte, pensó sombrío.
Apuró el vaso de un trago. La cabeza le ardía. Fue hasta el cuarto de baño donde tomó un pequeño frasco de tranquilizantes del estante. Permaneció inmóvil, observando las diminutas cápsulas rosáceas vertidas sobre la palma de la mano. Las blancas paredes enlosadas parecían girar imperceptiblemente a su alrededor. Un par de cápsulas y podría engañar a su cabeza para dormir, como si todo estuviese bien, como si no hubiese ningún motivo para no querer despertar jamás.
—¡Eso es! —gritó de repente.
Arrojó las pastillas al suelo y corrió hasta el teléfono. Marcó el número de Dave.
—¡Ya sé lo que ocurre!
—Richard, ¿eres tú?
—¡Lo he comprendido! Se detenía. ¿Entiendes? Simplemente se detenía.
—Richard, son... las tres de la mañana, ¿qué rayos pasa?
—Sé cómo resolver el problema. Escucha. Enciendes tu ordenador, se carga tu sistema operativo Linux, y ¿qué sucede?
—Maldita sea, no son horas para acertijos —gruñó.
—Contesta Dave, ¿qué sucede?
La línea quedó en silencio durante unos segundos.
—Nada —se escuchó finalmente—. Creo que empiezo a entender...
—Es evidente —Richard caminaba frenético por el salón—. ¿Cómo no se nos ha ocurrido antes? Sin un cuerpo al que atender, los procesos mentales no tienen sentido en sí mismos, se atenúan. ¡Bioquímica! ¡Son los impulsos nerviosos los que hacen brotar los nuevos pensamientos! Por si sola la mente no genera nuevas ideas.
—Humm... es posible, ¿qué sugieres entonces?
—Le daremos un estímulo artificial. Un foco de atención —la mano libre tomó la botella y vertió un largo chorro en el vaso.
—Vamos a programar un guía, una azafata —dijo después de engullir el whisky de un trago— un programa residente autónomo. Lo lanzaremos antes de la transferencia. Cuando yo llegue ella me estará esperando, me ayudará a aglutinar mis pensamientos, ¿comprendes?
—Amigo, ya estoy trabajando en ello —exclamó Dave. Su entusiasmo podía adivinarse al otro lado de la línea telefónica.
Richard colgó y corrió hasta el ordenador. Se le ocurrieron más de cien funciones básicas que podría programar en Azafata. La noche iba a ser fructífera después de todo.
****
Una mujer vestida con un ceñido traje blanco de azafata de vuelo y un ajustado sombrerito en la cabeza se materializó repentinamente. Sonreía mostrando una perfecta dentadura, tan nívea como su vestido.
—Bienvenido señor Allen —saludó con una voz sedosa y gutural.
Los pensamientos dispersos de Richard acudieron desde todos los rincones de la nada, reuniéndose en torno a la mujer como esquirlas de hierro atraídas por un imán. Súbitamente supo quién era y qué estaba haciendo allí. Sin embargo, era incapaz de ver nada más allá de la imagen de la mujer. El mundo parecía comenzar y acabar en ella. No podía pensar en otra cosa que no fuese aquel cuerpo que se deformaba continuamente, oscilaba, giraba sobre si mismo, se estiraba o se encogía. Tan pronto parecía alejarse hasta convertirse en un diminuto punto que concentraba toda su atención, como crecía hasta que la visión de una sola parte de su anatomía, un ojo, la boca o una pierna le desbordaba.
Haciendo un terrible esfuerzo logró articular un pensamiento en forma de pregunta.
—¿Puedes escucharme?
La mujer asintió con un gracioso gesto de cabeza que provocó que su pelo dorado ondease ligeramente
—Sí —dijo— Me alegra informarle que su modelo mental se ha compilado con éxito.
—Me estoy volviendo loco —espetó angustiado—. ¿Qué puedo hacer?
—Debe construir un marco de referencia —respondió Azafata—. Piense en un entorno que le trasmita sensación de familiaridad. Eso evitará su dispersión.
Richard rebuscó con esfuerzo entre sus recuerdos, que parecían huir cuando trataba de aprehenderlos, como huyen esos pensamientos fugaces que brotan en el inicio del sueño y que acaban escapando sin que se alcance a recuperarlos por mucho que se persigan.
—N… no puedo acordarme de nada...
—Piense en su casa, por ejemplo —indicó Azafata.
¡Sí! Su hogar. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Lentamente, fragmentos de imágenes comenzaron a instalarse en sus recuerdos. Se concentró en los detalles del despacho, las paredes forradas de libros, la colección de música, el cómodo sillón de piel café donde solía sentarse a fumar mientras meditaba, la moqueta gris. El escenario se materializaba a su alrededor desde la negrura, borroso al principio, como visto a través de una lejana neblina, enfocándose lentamente hasta adquirir un aspecto nítido, sólido y luminoso. No obstante, todos los detalles gravitaban a su alrededor, desordenadas hojas de papel impreso cubiertas por cientos de líneas de código, la pata de una mesa, destellantes luces del equipo informático, letras en lomos de libros, el bordado de una cortina.
No. Era él quien flotaba como un gas, girando y oscilando sin control como un astronauta en órbita.
Se hundió despacio, hacia lo alto.
—Un cuerpo le ayudará a ubicarse espacialmente —informó Azafata observándole desde el suelo.
Sin lograr ver otra cosa que el techo, Richard buscó inútilmente su mirada. ¡Cierto! Un cuerpo era fundamental. La habitación giró ciento ochenta grados. Vio bajo él, aunque no sentía nada en absoluto, un simulacro de carne, brazos y piernas. Y pese a que no podía verla, tuvo la reconfortante ilusión de tener una cabeza que contenía sus pensamientos.
—Trate ahora de caminar —indicó amablemente Azafata dando unos ilustrativos pasos alrededor del cuarto.
Su punto de vista respecto a la habitación se desplazó mientras las piernas, obedeciendo fielmente a sus órdenes, se movían como lo hubieran hecho de tratarse de un cuerpo de carne y hueso.
—Fantástico —exclamó aliviado—. Vuelvo a ser yo mismo —habría sonreído de haber tenido una cara que pudiese sonreír.
Recorrió encantado la habitación. Se detuvo frente a una de las estanterías repletas de libros. Estiró un brazo y observó con placer como la mano se movía entre los lomos extrayendo un ejemplar al azar. En la portada leyó “Así habló Zaratustra”. Abrió el libro por una página cualquiera y leyó:
“Yo soy cuerpo y sólo cuerpo; y el alma no es más que una palabra que designa algo del cuerpo”
Sonrió para sus adentros.
—Cuánta razón tenías viejo amigo... —murmuró—. Bien, creo que estoy preparado —sugirió mirando a Azafata.
Con expresión impasible, Azafata se acomodó en uno de los sillones mientras señalaba al otro con un educado ademán. Richard se sentó obediente frente a ella. El gesto era simbólico. Puesto que no experimentaba ninguna sensación física, estar de pie o sentado no suponía ninguna diferencia, aunque le otorgaba mayor naturalidad a la situación. Y cuanto más familiar le resultara el entorno, mayor control tendría sobre sí mismo.
—Comenzaremos con el test de Turing reformulado —anunciaron los labios carnosos.
Iniciaron un veloz intercambio de preguntas y respuestas. En ocasiones tenía que describir una imagen o un dibujo. Richard contestaba sin vacilar, con creciente seguridad. El interrogatorio se prolongó durante lo que le pareció una hora, hasta que finalmente, su rubia acompañante le miró con una gran sonrisa y dijo:
—Hemos terminado, señor Allen. Sus datos están siendo monitoreados desde el exterior, y me complace informarle que todo indica que es usted un ser consciente.
¡Ja! Richard reprimió el impulso de levantarse y abrazar a la mujer. ¡Claro que era un ser consciente! No necesitaba ningún test para constatarlo. Pero desde fuera las cosas no se verían igual. Incluso él mismo podría tener dudas cuando despertara si por algún motivo sus vivencias no se grababan correctamente en el cerebro.
Se levantó y miró a su alrededor. La imagen de la habitación se había vuelto tan estable que parecía absolutamente real. Pese a ello, la idea de que más allá de aquellas paredes no había nada le causaba cierto vértigo. Pensó que se sentiría más cómodo en un espacio abierto. La habitación se esfumó para dar paso a una pradera de brillante hierba verde, que se extendía indefinidamente en todas direcciones bajo un cielo azul.
Tal y como había sospechado, no era necesario construir el mundo virtual mediante una tediosa programación externa. Los paisajes interiores de su mente funcionaban como verdaderos escenarios de realidad virtual. El auto-código necesario podía generarse directamente a partir de sus recuerdos y fantasías. En ese sentido, aquel mundo no tenía más limitación que la de su imaginación.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que entré? —preguntó— Tiempo real quiero decir.
—Diecisiete segundos —respondió Azafata tras una breve pausa.
Genial. La velocidad de reloj del computador era tan elevada que sus pensamientos discurrían increíblemente más rápido que en el exterior.
—Bien, ahora voy a tratar de comunicarme. Activa los interfaces de entrada y salida.
Habían preparado un par de ojos artificiales, similares a las prótesis médicas utilizadas para curar la ceguera, conectados a un compilador que traducía los impulsos eléctricos a código máquina. El código se suministraba mediante un interfaz análogo al que usaba Azafata para interactuar con Richard. También dispusieron un par de prótesis auditivas y un generador de voz. En realidad no sabían si daría resultado. La dificultad radicaba en traducir los datos en imágenes. Aunque con los años las prótesis artificiales habían alcanzado una gran similitud con el ojo humano, los ciegos que se sometían a un transplante no recuperaban la vista inmediatamente. Percibían imágenes desde el primer momento, pero les resultaban totalmente inteligibles hasta trascurrido un largo periodo de adaptación, en el que su cerebro debía aprender a interpretar de nuevo la información.
—Los interfaces de entrada y salida están activos —anunció Azafata al cabo de unos instantes.
Richard miró a su alrededor, atento ante cualquier cambio. Los detalles de la habitación permanecían inmutables. Descubrió que sin la adrenalina corriendo por las venas resultaba verdaderamente difícil ponerse en alerta.
—Es posible que las imágenes virtuales estén bloqueando las que llegan de los ojos —dijo en voz alta—. Nos quedamos tú y yo solos de nuevo.
Con un esfuerzo se desligó del paisaje que les rodeaba y quedaron suspendidos en el vacío, formando una isla habitada solo por dos voces. La imagen de Azafata volvía a concentrar toda su atención, como si el universo comenzara y acabase en su cuerpo. Comprendió que si quería dejar paso a las imágenes del exterior, también tendría que suprimirla a ella.
—Azafata —dijo ignorando una punzada de pánico— necesito que salgas. Pero debes estar alerta para acudir cuando te llame.
Se preparó para luchar contra la resistencia sorda de la oscuridad. Se dijo que él estaba allí y ninguna ausencia de percepciones le haría desaparecer.
—De acuerdo —dijo la muchacha dulcemente antes de esfumarse.
Su alma quedó ciega, convertida en una sombra diáfana que anhela una luz que la ampare, sutil copia de una idea que aparece o desaparece, se hace tenue o se diluye. Lo obvio se transformaba lentamente en incertidumbre. Su atención se difuminó en extrañas preguntas, entre conceptos errantes. Olvidó qué estaba buscando, como al olor de una rosa se le olvida la rosa. Tan solo sabía que buscaba.
Persiguiendo una huella de la huella. Luego también olvidó el hecho mismo de buscar.
Se sumergió despacio, suavemente, en un dulce sueño descarnado.
El tiempo borró al tiempo. Durante una eternidad.
Un peregrino jirón de pensamiento halló una fuente de luz y, como un vigía que divisa el distante faro oculto por la niebla, llamó congregando al resto de su ser. ¡Una luz! Despertó de un profundo abismo. Recreó inmediatamente un cuerpo y su presencia se reafirmó de nuevo, sólida como un cúmulo de estrellas. Le rodeaba un vaporoso y multicolor caos luminoso. Asombrado, se dejó asediar por miles de rayos de luz que llegaban aleatoriamente desde todas las direcciones. No, no aleatoriamente. En realidad cada rayo había recorrido una determinada trayectoria y contenía información precisa del objeto en el que había rebotado.
Intentó distanciarse, coger una cierta perspectiva. Paulatinamente la anarquía luminosa fue cobrando orden, hasta que, como si estuviese enfocando una lente graduada, una imagen se volvió casi nítida en todos sus detalles. Alcanzó a distinguir las parpadeantes pantallas indicadoras, las hileras de consolas de control, los mazos de cables que brotaban de centelleantes equipos de soporte vital. Un cuerpo yacía fláccidamente sobre una camilla, la cabeza envuelta en un enjambre de cables. No lo reconoció al instante. Al principio le pareció un poco grotesco, ligeramente desproporcionado. Las piernas parecían demasiado delgadas para el voluminoso tronco y los anchos hombros. Cuando entendió que se estaba viendo a sí mismo experimentó una intensa sensación de disgusto, como si observase a un animal muerto, totalmente ajeno a él. Se obligó a mirar hacia otro punto.
Vio al personal del laboratorio, que se movía a cámara lenta. El tiempo parecía casi detenido, avanzando en lapsos imperceptibles. Recordó algo que le había dicho una vez su esposa: ‘en un momento hay sesenta y cinco instantes’. Ella leía un libro sobre meditación zen, y él se rió tomándolo a broma. ‘¿Cómo puedes saber eso?’ ‘Por los monjes de las cuevas’ respondió ella, ‘esos monjes meditan imperturbablemente durante treinta años. Sus mentes llegan a funcionar tan despacio que pueden distinguir cómo surgen los instantes y contarlos’
Ahora entendía a qué se refería.
Un rumor sordo llamó su atención. Las prótesis auditivas. Se concentró en el murmullo imperceptible que crecía lentamente. Identificó sin esfuerzo las diferentes componentes espectrales del sonido, una multitud de ondas vibrando en un mar de distintas frecuencias. No, una vez más tenía que abstraerse del detalle, subir un escalón conceptual. La información no se encontraba en cada forma de onda, sino en la envolvente. Segundos más tarde alcanzó a reconocer las voces procedentes del exterior.
Era el momento de intentar comunicarse.
—Tengo imagen y sonido. ¿Alguien puede oírme?
No tenía ni idea de si habría activado correctamente el generador de voz. Solo podía confiar en que sus procesos mentales hiciesen bien su trabajo. Repitió la pregunta varias veces. Temía que, debido a la diferencia de velocidad entre el tiempo máquina y el tiempo real, desde que formulara la pregunta hasta que llegase una respuesta transcurriese una eternidad. Tenía la vaga esperanza de que sus procesos mentales utilizaran los tiempos muertos de espera para realizar otras funciones, adecuándose al flujo de información entrante, al igual que el cerebro realiza infinidad de tareas rutinarias en distintos niveles debajo del pensamiento consciente. Sería como escribir muy lentamente mientras prestas atención a alguien que te habla muy deprisa. Ambos procesos no tienen porque interferir entre si. Si no sucedía así, la comunicación en tiempo real con el exterior sería inviable.
—¡Richard! ¡Richard! ¿Puedes oírme? Te hemos escuchado.
Era la voz de Dave. Richard pudo verlo de pie junto a sus ‘orejas’.
—Alto y claro —respondió.
—¡Dios santo! Es increíble, estás ahí realmente.
Oyó gritos de júbilo y vio como todos se miraban sonrientes, gesticulando triunfalmente. Dave le miró a los ‘ojos’:
—¿Y qué hay del video?, ¿puedes verme?
—Puedo distinguir hasta el último pelo de tu barba —bromeó— ha sido lo más difícil pero creo que ahora lo tengo controlado.
—Fantástico —exclamó Dave entusiasmado—. ¿Experimentas algún retardo?
—Realmente no —informó Richard— aunque siento que puedo hacer mil cosas distintas mientras hablamos.
—De acuerdo, tenemos todos tus datos. Creo que es suficiente por ahora.
—Azafata —llamó.
La mujer apareció junto a él, pero ahora ya no ocupaba todo el espacio. Podía percibir dos realidades distintas, el mundo exterior, captado a través de los ojos artificiales, y el virtual. Ambos aparecían superpuestos, pero no había ninguna duda sobre dónde acababa el uno y dónde empezaba el otro. Tuvo la impresión de que una nueva dimensión se abría ante él, como si un ser bidimensional levantara la vista para descubrir que sobre su mundo plano existen infinitos estratos por los que también puede desplazarse. Sin perder de vista el mundo real, podía pasear por los ricos paisajes interiores de su realidad virtual.
—Creo que hemos terminado por hoy —anunció— Azafata, por favor prepara mi desconexión.
****
Richard bebió un trago de whisky mientras contemplaba, con la mente en otra parte, el desorden a su alrededor. La improvisada celebración había terminado. Todos se habían marchado salvo él y Dave, que se encontraban más borrachos de lo que hubiesen deseado, sentados en el suelo, rodeados por las cajas del almacén cubiertas ahora de vasos y botellas vacíos. Dave y él se conocían desde hacía años. Su pasión común por la I.A. les convirtió en amigos después de compañeros de investigación. Dave siempre le había apoyado en los momentos duros. Era de esas personas que saben encontrar las palabras justas que aligeran las dificultades y alimentan las esperanzas.
—¿Queda para una última copa? —preguntó Richard alzando el vaso.
—Voy a mirar —Dave se levantó tambaleante. Alzó una botella ante sus ojos, observándola con el ceño fruncido.
—Hemos acabado con todo —dijo mientras vertía las últimas gotas de whisky en el vaso de su amigo.
—Teníamos motivos para celebrarlo —masculló Richard.
—Sí, la cara de Smith cuando le hablaste desde el computador ha sido lo mejor que he visto en mi vida.
Richard sonrió.
—Ahora nos dejarán en paz durante una temporada —murmuró.
Permanecieron en silencio durante unos minutos, acompañados por el zumbido de los tubos fluorescentes del techo.
—Creo que deberíamos irnos ya a dormir, o mañana lo lamentaremos. —Dave se frotó los ojos con las palmas de las manos tratando de incorporarse.
—Vosotros lo lamentaréis. Para mí la resaca desaparecerá en cuanto comience el trabajo.
—Quizás, pero los demás tenemos que estar bien despiertos, ¿no querrás que friamos tu cerebro por un error en la calibración de escritura? — intentó que sonara como una broma, pero el semblante de Richard adquirió un aspecto grave de repente.
—A veces pienso que no me importaría —dijo lacónicamente.
—¿Qué quieres decir? —Dave logró ponerse de pie, mirándole con el ceño fruncido.
—¿Por qué no? —se encogió de hombros—. No sería como morir. Siempre y cuando mantuvieseis en marcha la simulación del computador, yo seguiría vivo.
Richard cerró los ojos recostando la cabeza contra la pared.
—Mi vida aquí está perdida —balbuceó— puede que aún tenga una oportunidad ahí dentro.
—Mierda, Richard, ¿en qué diablos estás pensando?
—Podría recuperar a Marta —contestó mirándole con ojos hundidos en tristeza.
—¡Joder tío! ¡Estás borracho! —exclamó—. No hablas en serio.
—¡Maldito sea! ¿Y tú que sabes? —gritó airado—. Todos mis recuerdos parecen reales ahí dentro. ¿Por qué iba a ser distinto con ella?
—Sencillamente —replicó Dave suavemente— porque tu estás vivo y ella no.
Los ojos de Richard se llenaron de lágrimas. Sus manos se aflojaron dejando caer el vaso, que se estrelló ruidosamente contra el suelo. Sacó un cigarrillo y lo puso entre sus dientes. Con gesto tembloroso acercó un encendedor que llameó en su mano como una pequeña hoguera.
—Sí —susurró en una bocanada del humo— probablemente estoy borracho.
****
Cerró los ojos sintiendo el familiar tacto de las ventosas de los electrodos adheridas a la piel desnuda del cráneo. El escáner cilíndrico avanzó hasta cubrir su cabeza. Estaba tranquilo ahora, y sin moverse, se dejó caer flojamente en los destellos del escáner tras los párpados. La lectura de las sinapsis neuronales duraría unos minutos, y después, los inhibidores neuronales le llevarían al otro lado.
Cada día esperaba con ansía el momento de salir de su cuerpo. En el mundo real, sobrevivía manteniéndose ocupado día y noche. Siempre había algo que hacer, revisar los registros, optimizar el código de los interfaces, chequear los instrumentos, reprogramar algunas funcionalidades de Azafata. Los calambres en la espalda se hicieron cada vez más frecuentes, y el dolor de cabeza por las horas sin dormir se convirtió en un compañero habitual. Pero cuando despertaba en el interior del computador, el agotamiento y las dolencias quedaban atrás, junto a su cuerpo, como si nunca hubiesen existido.
Azafata le esperaba de pie, enfundada en un traje blanco, mostrando unas delicadas piernas torneadas. Instintivamente recreó su cuerpo y un paisaje, una soleada pradera esmeralda rodeada de colinas cubiertas por brillantes bosques de árboles dorados.
—Estoy dentro —anunció.
—Bien. Comencemos —dijo la voz de Dave—. Tómate el tiempo que necesites. Estaremos a la espera registrando tus números.
Antes de escuchar la respuesta ya estaba concentrado en la tarea que tenía por delante. Había llegado el momento de poner a prueba los límites de su mente.
—Uno. Tres. Cinco. Siete. Once. Trece. Diecisiete. Diecinueve, veintitrés, veintinueve...
Continuó recitando los mil primeros números primos.
—Siete mil ochocientos ochenta y tres...siete mil novecientos uno, siete mil novecientos siete, siete mil novecientos diecinueve... —se detuvo.
Hasta ahí era fácil. Prácticamente conocía de memoria la mayoría de los números primos de cuatro cifras. Cuando hicieron la prueba en el exterior no había podido pasar de ese número. A partir de ahí tenía que calcularlos mentalmente. La tarea era difícil incluso para una máquina. Cuanto más alto es un número primo, mayor es el tiempo que se necesita para factorizarlo. Fijada una determinada potencia de cálculo, siempre se puede elegir un número de cifras lo bastante alto como para que el elevado tiempo de cómputo haga inviable tratar de dar con el. Sin embargo había personas capaces de generar números primos de un número de cifras asombroso sin más ayuda que su propia mente. Cómo lo lograban, ni ellos mismos lo sabían.
Richard tampoco tenía idea de qué algoritmos debía emplear para obtener el resultado. Simplemente se concentró en las características del número que estaba buscando y esperó.
Sin ser apenas consciente de lo que hacía, vocalizó el número que acudió súbitamente a su mente.
—10393 —dijo—. ¿Lo tenéis? ¿Lo habéis comprobado? —preguntó.
—Es primo —respondió Dave— ¿puedes seguir?
No tuvo que hacer ningún esfuerzo para continuar. Cuando acabó con los números de cinco cifras pasó a los de seis, y luego a siete, ocho, nueve, diez. Ni siquiera esperaba confirmación. Sabía que eran correctos. De igual forma que sabes que dos más dos son cuatro sin necesidad de comprobarlo en una calculadora.
Entendía esos números.
En ese instante, mientras continuaba recitando números cada vez mayores, tuvo una revelación. Supo que cuando conoces la naturaleza de algo, cuando comprendes cuál es la esencia misma que lo origina, entonces eso se encuentra inevitablemente bajo tu control.
—¡Richard! ¡Detente! —los gritos venían del exterior—. Has saturado el modulador de voz. No entendemos nada.
Se detuvo. Miró a Azafata.
—¿Tienes los números? —preguntó.
—Sí señor. Los he pasado al exterior.
—Bien. ¿Has registrado alguna variación en el consumo de la potencia de cómputo?
—Ha crecido en punto cero quince —informó Azafata con una voz suave carente de emociones.
—Fantástico. No es mucho, pero el problema era sencillo. Más tarde trataremos con un problema más complejo. ¡Dave! ¿Me escuchas? —gritó hacia el exterior.
No hubo ninguna respuesta.
—El modulador de voz debe ser reparado —informó Azafata—. Les llevará unos minutos tiempo real.
—Eso es una eternidad para nosotros —murmuró impaciente—. Pasaremos a la siguiente prueba. Por favor habilita la conexión de área local.
Lo siguiente que intentaría sería comunicarse con el exterior por medio de una conexión puramente de datos. Y para lograrlo, debía conectarse de alguna forma con el protocolo de transmisión de datos que previamente habían ensamblado en el sistema de su mente. Richard sospechaba que no iba a ser fácil. Aunque la actividad de sus ‘ojos’ resultaba infinitamente más compleja que el mero hecho de recibir y descifrar datos encapsulados en tramas, había contado con la ventaja de que los mecanismos de interpretación de imágenes ya se encontraban presentes de forma innata en su cerebro. Pero ahora se trataba de manejar un flujo de información en absoluto familiar para sus esquemas mentales. Al menos esperaba que fuera de ayuda el haber estudiado en profundidad la estructura del protocolo de transmisión, pese a que el objetivo no era tratar con los datos directamente, sino con su significado. Al igual que los rayos de luz se habían transformado finalmente en imágenes, los bits de información debían transformarse en conocimiento.
—Azafata —dijo mientras cerraba el canal con el exterior y suprimía el paisaje virtual—. Déjame solo. La experiencia con los órganos sensoriales le había enseñado que para conectarse con un sistema ajeno tenía que suprimir cualquier percepción, interna o externa, y confiar en que alguna parte de su mente errática encontrara el foco de atención proveniente del exterior.
Azafata se esfumó.
La oscuridad solo fue el preludio de algo peor. Al principio trató instintivamente de combatir en vano la angustiosa sensación de su alma descomponiéndose en miles de pedazos, que huían en todas direcciones, como si la fuerza que mantiene cohesionada cada pieza se tornase de pronto en repulsión. Luchó tratando de salir de un espacio infinito donde ardían unos fuegos fríos. Pero finalmente cesó el esfuerzo por mantener encadenados los volátiles pensamientos, y se abandonó a las trémulas tinieblas.
Súbitamente, un aluvión de datos se estrelló contra los fragmentos de su mente, agitando los últimos rescoldos de sus pensamientos, ahogándolos bajo mar de hechos, cifras, fechas, imágenes, opiniones, rostros, palabras, tesis, conceptos, ideas, hipótesis, cálculos, teorías, estadísticas, críticas, noticias, un tsunami de conocimiento que anegaba a su paso las deshabitadas estancias de su ser.
En alguna parte, un resorte de su mente logró cerrar el canal de comunicación que había abierto. Fue como despertar de una pesadilla en la que sueñas que te ahogas hasta que descubres que lo único que tienes que hacer para detener la subida del agua es cerrar el grifo.
—¡Azafata! —llamó recuperando el control de sí mismo. La muchacha apareció frente a él.
—Tenemos conexión con la Intranet de la Universidad —anunció.
Richard no necesitaba la confirmación, pero la presencia de Azafata le reconfortaba. Realmente alcanzaba a ver todas las bases de datos interconectadas a la red, como si una vez más se abriese una nueva dimensión ante sus ojos. Podía absorber toda esa información de un solo golpe, con solo dirigir la atención hacia ella, como se aprehenden de un vistazo los detalles de una fotografía.
Ahora, salir al exterior, a la omnipresente Internet, solo era cuestión de mirar un poco más allá. Se le ocurrió intentarlo en primer lugar con la Biblioteca Nacional. De forma instantánea, en alguna parte de su mente, su deseo de acceder al catálogo de novedades se transformó en una trama encriptada que albergaba una petición de búsqueda. La trama viajó por las redes mundiales de fibra óptica, rebotando de pasarela en pasarela hasta encontrar su destino. La petición fue aceptada por el servidor de la biblioteca y los datos fluyeron de vuelta por la intrincada red hasta el computador que albergaba su mente, donde se transformaron en conocimiento. Vio unos cuantos títulos interesantes y solicitó leerlos.
No ocurrió nada.
El sistema de pago automático. Se había acostumbrado tanto a el que casi había olvidado cómo, cada vez que descargaba un libro, el sistema le descontaba una pequeña cantidad de su cuenta corriente. Se impacientó. Estaba cansado de las barreras del mundo real y no iba a permitir que también entrasen en su mundo. Decidió darles una pequeña lección. No era un experto en hackear sistemas, pero conocía algunos sitios en la red donde podría aprender lo suficiente. Leyó en pocos segundos decenas de manuales que describían con detalle ingeniosos procedimientos de ataque para romper la seguridad, y esperó unos instantes hasta que sintió que el interfaz de comunicaciones, totalmente integrado ahora en su cerebro, se reprogramaba a sí mismo.
Lo intentó de nuevo, y esta vez, de igual forma que casi inconscientemente se aparta una cortina para pasar al otro lado, se deshizo de la barrera que le impedía acceder al contenido íntegro de la biblioteca. Descargó gran parte de los títulos en su propio y casi ilimitado almacén de memoria.
‘¿Hasta dónde puedo llegar?’ se preguntó. Sentía como despertaba un voraz apetito de conocimientos, un ansía de nuevos desafíos.
Entró sin dificultad en su cuenta bancaria y añadió varios ceros al saldo. Demasiado fácil. ¿Que hay de las bases de datos del Pentágono? Leyó la información pública, pero cuando trató de ir más allá algo se interpuso. Se esforzó por apartarlo pero no pudo. De acuerdo, se dijo, no hay sistema imbatible, solo se trata de encontrar la forma de romperlo. Esta vez realizó una búsqueda exhaustiva de todos los conocimientos relacionados con programación y contraprogramación de medidas de seguridad en redes, se dio a si mismo unos instantes para asimilarlos y lo intentó de nuevo. La oposición que había sentido se derrumbó sin estrépito en un callado cataclismo informático. Estaba dentro, o tal y como él lo sentía, toda aquella información formaba ahora parte de él.
‘Así que eso fue lo que le sucedió realmente a Kennedy. ¡Ja! Nunca lo hubiera pensado, malditos cabrones conspiradores’ Todos los trapos sucios de la Administración Norteamericana desfilaron ante sus ojos divertidos. Sin embargo, pronto se agotaron las novedades. Dio una vuelta por la mayor parte de las grandes bases de datos, pero después de aprehender todo lo que le pareció interesante comenzó a sentir cierto tedio. Diablos, ¿acaso en todo el jodido planeta no había nada capaz de mantener su interés durante más de unos segundos?
Claro que no tenía por qué limitarse a la Tierra. Recordó cómo el recientemente inaugurado PEEP —Proyecto de Exploración del Espacio Profundo— había puesto en marcha una red de satélites equipados con telescopios de alta resolución capaces de escrutar el espacio exterior como nunca hasta entonces había sido posible. Después de un breve tanteo, se coló sin ningún problema en el Centro de control de Houston, donde se procesaban las imágenes en tiempo real.
La escena que apareció ante él le sacudió conmoviéndole profundamente. La red de satélites captaba múltiples imágenes del espacio desde distintos puntos del arco visual, para luego recomponer una única imagen tridimensional. La reconstrucción era de una riqueza en detalles que nunca podría ser apreciada por los astrónomos, incapaces de asimilar más de una cierta cantidad de información de forma simultánea, y constreñidos por las propias restricciones de profundidad de campo inherentes a la visión humana. Richard había superado esas limitaciones. Lo que él veía no dependía de las meras propiedades ópticas de la retina, ni se limitaba al espectro de radiación visible; podía combinar toda la información radioeléctrica que los instrumentos recogían y que los científicos analizaban normalmente por separado. El espectáculo del universo se desplegó ante sus ojos, en su inmensidad y profundidad casi ilimitadas. Podía percibir cada detalle con igual intensidad, como si observase un infinito mosaico cósmico en el que cada tesela reclamara atención por igual. Como un cometa errático en la vasta noche sideral, vagó atravesando destellantes cuásares y sombrías nubes de denso polvo y gas; se dejó arrastrar por los rojizos vientos galácticos entre fulgurantes supernovas y efervescentes chorros de antimateria expulsada en violentas explosiones escarlata; y se abandonó dominado por la maravillosa visión de gigantescas nebulosas y voraces agujeros negros. Millones de abrumadores cúmulos de galaxias, grumosas estructuras estelares configuraban una telaraña cósmica que se asemejaba a...
¿A qué? La misma pregunta fundamental que desde la noche de los tiempos atormenta al hombre cada vez que levanta la vista al cielo, agitó su espíritu hambriento de saber. Averiguarlo tal vez sería un desafío a su altura. Nadie volvería a dudar jamás de él si desentrañaba el mismísimo misterio del origen del universo.
Sin vacilar un instante, saqueó las bases de datos mundiales, recopilando cualquier información relativa a la física y mecánica cuántica. No le llevó mucho tiempo revisar los datos para descubrir que había demasiadas lagunas en las teorías cosmológicas. Decidió comenzar por lo más sencillo, el modelo estándar de la física de partículas, y a partir de él, programó un modelo donde introducir los datos empíricos que recibía a través de la red de satélites. Comparando las diferencias entre el resultado de la simulación con los datos reales, comenzó a entender que es lo que fallaba en las ecuaciones. Pronto vio cuáles eran las limitaciones del modelo estándar y lo amplió al modelo estándar supersimétrico mínimo.
****
—¡Dave! ¡Ven a ver esto! —era Hal, se ocupaba del mantenimiento del computador cuántico. Su voz sonaba alarmada.
—¿Qué ocurre? — Dave corrió hasta él.
—Algo está sucediendo. Mira —dijo nerviosamente apuntando con un dedo al monitor—. El volumen de la transferencia de datos del enlace con el exterior se ha disparado hace unos segundos. Es como si estuviera descargando información de forma masiva.
Dave observaba los datos sin entender. La tasa de transferencia había subido hasta alcanzar varios gigas por segundo.
—¿Qué rayos está haciendo?
—No lo sé. Pero eso no es lo peor —Hal señaló hacia otra pantalla—. La cantidad de potencia utilizada por el computador ha empezado a crecer exponencialmente. Si sigue así en unos cuantos minutos la habrá agotado.
Dave le miró incrédulo. Algo estaba yendo mal.
—¡Richard! —exclamó preocupado— ¿puedes oírme? ¿Qué está pasando?
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Comenzaba a comprender ciertas cosas cuando escuchó una voz que le llamaba. Era Dave. Dirigió la mirada hacia el laboratorio, y vio como su amigo se agitaba patéticamente nervioso frente a él. Junto a Dave, el resto de ridículos hombrecillos se movían a cámara lenta, como pequeñas hormigas atareadas incapaces de apreciar la grandeza de lo que les rodea.
Ignorándoles, regresó a su análisis. Estaba a punto de abordar la teoría de supercuerdas y de enfrentarse al problema de la materia oscura. En ese punto, todas las teorías cosmológicas le resultaron inútiles. Sintió como llegaba a un callejón sin salida.
Decidió abordar el problema desde un punto de vista diferente. Al fin y al cabo él no era físico, sino programador. El ordenador cuántico en el que se encontraba se basaba en la idea de que cada electrón, cada fotón o cualquier partícula elemental codifica un bit —ya que su eje o spin puede apuntar sólo en una de dos direcciones— comportándose como una puerta lógica de un ordenador. Cualquier sistema físico se podía describir también como un número finito de bits. Se preguntó qué ocurriría si aplicaba los principios de la Teoría de la Información al análisis del universo. Comenzó a cartografiar la geometría del espacio tiempo calibrando las distancias mediante transmisión y procesamiento de información. Con ese método obtuvo el número máximo de operaciones que habría podido realizar el universo desde su comienzo: 10123. A partir de la densidad de energía cósmica, comprobó que ese número coincidía exactamente con el número máximo de operaciones que las leyes de la física permitían realizar, si consideraba únicamente la materia ordinaria. ¿Qué ocurría entonces desde esa perspectiva con la materia oscura, mucho más abundante? Si estuviese codificando el número máximo de bits permitido, la abrumadora mayoría de esos bits no habría tenido tiempo para cambiar de estado más de una vez en el transcurso de la historia cósmica. Así que esos bits no eran sino meros espectadores de los cómputos efectuados a velocidad mucho mayor por un número mucho menor de bits ordinarios. Eso significaba que la materia ordinaria actuaba como un computador ultrarrápido, computando en paralelo, mientras que la materia oscura se comportaría como un ordenador secuencial sobre el que se basaría el resto de materia. La materia oscura actuaba como el Sistema Operativo, suministrando al universo la materia que necesita y acelerando su expansión.
Richard observó la imagen del espacio exterior que le rodeaba y sintió como todas las piezas comenzaban a encajar. Sonrió para sus adentros. ‘Claro, por eso se expande, es evidente’. Ajustó su modelo teórico y realizó algunas correcciones aquí y allá sobre las constantes cosmológicas tradicionalmente aceptadas. Los errores le parecieron tan evidentes que no puedo evitar soltar una condescendiente carcajada de satisfacción. Ahora todo tenía sentido. Comprendía los fundamentos del Universo. Comprendía cómo se originó y qué mecanismos le daban forma. Pero... ¿cual era su finalidad? Si el Universo se comportaba como una gigantesca computadora, ¿qué estaba computando?
La respuesta fue evidente para él, cuyo propio ser no era más que la consecuencia de la computación de un metro cúbico de materia. El resultado del cálculo del universo debía de ser una suerte de súper-consciencia cósmica. O dicho en términos mundanos, debía tratarse de Dios.
Entonces tuvo la certeza de que la única diferencia entre él y Dios era la cantidad de materia que estaba en juego. Había logrado trascender las limitaciones de su ridículo recipiente de carne y hueso, pero seguía estandoen inferioridad. Él contaba con un metro cúbico, Dios con el resto del Universo. No parecía demasiado justo. Debía encontrar una forma de ampliar su capacidad, de controlar más materia. Entonces podría rivalizarcon Él. Hablarle de igual a igual.
Todo Su poder estaría también a su alcance. Y si Dios proporcionaba la vida...
Sí, tal vez. Marta, su amada esposa...
****
—¡Dios mío Richard! ¡Reacciona!
Dave gritaba frenético. Había tomado la decisión de detener la transferencia, pero no lograban reactivar los procesos mentales de Richard. De su nariz brotaba un preocupante hilillo de sangre.
—Ha entrado en coma.
Era el neurólogo del equipo. Observaba un mapa del cerebro de Richard con el ceño fruncido.
—Su mente ha sufrido un colapso. Y por el aspecto del mapa neuronal, me temo que es irreversible —anunció.
Todos quedaron en silencio, mirándose consternados unos a otros, los rostros sombríos, sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Violentamente la puerta del laboratorio se abrió de par en par y alguien entró vociferando.
—¿Qué demonios está sucediendo aquí? —era Makencie. Tras él entraron en tropel varias decenas de soldados haciéndole bruscamente a un lado. Los soldados se abalanzaron sobre cada uno de los atónitos miembros del equipo de investigación, inmovilizándoles contra el suelo, apuntando cada cabeza con una pistola. Un hombre apareció en el umbral, vestido con un inmaculado traje azabache e impenetrables gafas de sol.
—Señores —anunció observando a su alrededor con un altivo movimiento de cabeza— por orden del Presidente quedan ustedes detenidos, confiscado todo el material de este laboratorio y suspendida cualquier actividad que aquí se estuviese llevando a cabo.
—¿Y de que se nos acusa? —preguntó Dave luchando por levantar la cara fuertemente aplastada contra el suelo.
—Entre otras cosas... —el hombre de las gafas mostró una canina sonrisa— de violar la seguridad y extraer ilegalmente información de la mayoría de centros de datos del planeta, incluido —dio un paso adelante— y ese es fundamentalmente el motivo por el que yo estoy aquí, el archivo del Pentágono.
Dave dejó de forcejear con el soldado que le retenía. Las lágrimas arrasaron sus ojos. Al menos él podía sentirse afortunado de pudrirse en una cárcel el resto de sus días. Su amigo Richard había corrido peor suerte.
EPILOGO
Durante un brevísimo instante algo llamó su atención, un fugaz brote de inteligencia, leve como el susurro del viento galáctico. Se trataba de una de las semillas. En el tercer planeta de la pequeña estrella, en uno de los brazos de su galaxia. Llamó a su compañero.
—¿Lo viste?
—Sí. Parece que esa semilla empieza a germinar. Voy a tener que darte la razón. Tal vez el carbono también pueda evolucionar.
—Te dije que confiaras en mí. Solo necesitaban un pequeño empujón hacia la dirección adecuada. Creo que no tendremos que esperar mucho más antes de tener compañía.
—¿Sigues pensando que lo lograrán?
—Estoy convencido. Incluso puede que sean los primeros de esta galaxia. Eso que los hace tan destructivos también les hace avanzar mucho más rápido que los demás.
La súper consciencia cósmica, que algunos de los habitantes del minúsculo planeta Tierra habrían llamado Dios, miró a su compañero y sonrió confiado.
Fin
No puedo imaginar mejor presentación para este relato que las palabras del físico Roger Penrose en su libro La Nueva Mente del Emperador:
“Cuando nos hacemos adultos y las preocupaciones del ‘mundo real’ comienzan a cargarse sobre nuestros hombros, solemos olvidar las maravillosas sensaciones de cuando éramos niños. Los niños no tienen miedo de hacer preguntas básicas que nosotros, como adultos, sentiríamos vergüenza de plantear. ¿Qué sucede a cada uno de nuestros flujos de consciencia después de morir?, ¿dónde estaba antes de que naciera?, ¿podríamos convertirnos en, o haber sido, algún otro?, ¿por qué percibimos en absoluto?, ¿por qué estamos aquí?, ¿por qué hay un universo en el que podamos estar?
Recuerdo haber sido turbado, yo mismo, por muchos de estos enigmas cuando era niño. Quizá mi propia consciencia podría ser intercambiada repentinamente con la de algún otro. ¿Cómo sabría yo alguna vez si no pudiera haberme sucedido tal cosa antes? O quizá estoy viviendo simplemente las mismas experiencias de diez minutos una y otra vez, cada vez con exactamente las mismas percepciones. O quizá solo existe para mí el instante presente. Quizá el yo de mañana, o el de ayer, es realmente una persona muy diferente con una conciencia independiente. O quizá estoy viviendo realmente hacia atrás en el tiempo…”
Preguntas a las que yo añadiría otras que probablemente también nos hemos hecho todos en algún momento: ¿será posible algún día recrear una mente en un computador?, ¿cómo podremos estar seguros alguna vez de se trata de una verdadera inteligencia artificial, por muy humanas que parezcan sus respuestas?, ¿tiene sentido pensar en una mente aislada de un cuerpo?, ¿cuáles serían los límites de esa inteligencia?
Podemos hacernos todas esas preguntas, y podemos fantasear con algunas posibles respuestas…
Su primera novela, «Los Eternos», aparecerá en los próximos meses en AJEC.
Rafael Avendaño vive en Laguna de Duero, Valladolid.