Publicado en
octubre 19, 2015
A mi madre, que aceptó la muerte con asombrosa gracia..., tal como había aceptado la vida.
Por Georgina Lewis.
MI MADRE FALLECIÓ hace poco más de un año. Y murió con el mismo buen ánimo y el mismo sentido práctico con que había vivido cada uno de sus 74 años; incluso con un toque de humorismo, pues anticipó su muerte como el niño que espera con ansias un regalo.
Sólo ahora que se ha ido he llegado a comprender cuán extraordinaria es esa actitud. Grace había estado más que dispuesta a "irse a casa" (con estas palabras se refería a la muerte) desde el diciembre anterior a su deceso, cuando terminó llevándosela la lesión pulmonar que padeció desde chica. Una noche, mientras subía por la escalera a acostarse, se desplomó —jadeante y con el rostro azul— en brazos de mi padre.
La llevaron a toda prisa a un hospital, donde los médicos la revivieron con la mejor de sus intenciones. Le administraron antibióticos y otros medicamentos por vía intravenosa, para estabilizarle el intercambio de gases en la sangre. Después la enviaron a casa, a llevar una existencia llena de restricciones.
Aunque estaba del todo consciente de su situación, le costaba mucho trabajo respirar y no tenía fuerzas ni siquiera para sostener un libro en las manos o para concentrar la atención más de unos minutos. Grace no quería vivir así.
—No voy a soportar esto mucho tiempo —se quejó un día en que estábamos con ella papá y yo—. ¿Por qué me retuvieron por la fuerza? ¿Por qué no me dejaron ir?
—Porque para eso son los hospitales: para salvar vidas —le señalamos—. Cuando admiten allí a una persona, se sobreentiende que la misma está de acuerdo.
—En ese caso —declaró—, no quiero volver allí. Lo único que hacen en esos lugares es prolongar la agonía de los enfermos. Yo quiero estar aquí; en mi casa, rodeada de ustedes y de todo lo que amo.
—¿Comprendes lo que eso significa? —le preguntamos, angustiados.
Mi madre nos acarició las manos y respondió:
—Miren, he tenido una vida maravillosa y 52 años de matrimonio feliz. Ahora se acerca el fin. Yo lo acepto, y me alegra que la naturaleza siga su curso.
Se volvió hacia mí:
—Pero me gustaría que estuvieras conmigo cuando me vaya, para que me veas dejar este mundo.
—Te lo prometo —le aseguré.
Y ese fue el trato. Mi padre debía telefonearme en cualquier momento del día o de la noche, y yo acudiría de inmediato.
En los seis meses siguientes visité a Grace con tanta frecuencia como me fue posible. Dos de mis tres hijos vivían todavía en casa, así que estaba yo muy ocupada, pero casi siempre iba dos veces por semana a la casa de mis padres, distante 45 kilómetros de la mía. En ocasiones me encontraba con que Grace había empeorado; otras, parecía un poco mejor.
—¿Sabes? —a menudo comentaba ella—. Es sorprendente que haya llegado a los 74 años. Alguna vez me aseguraron que no podría tener hijos y que no llegaría a los 50. Y mira, ¡todavía ando aquí!
A los tres años de edad, cuando todavía no existían los antibióticos, Grace padeció de una devastadora pulmonía, complicada con empiema pleural (pus en el espacio entre las pleuras, las membranas que tapizan y lubrifican los pulmones). El efecto fue semejante al de un enfisema: una lesión pulmonar irreversible, que la condenó de por vida a tener poca energía y a contraer a cada rato infecciones torácicas graves.
Grace procreó dos hijos (mi hermano Joe y yo) y viajó por todo el mundo con mi padre, que trabajaba en el Servicio Colonial de Inglaterra. Practicó la pintura y expuso un respetable número de cuadros muy originales. Además, se confeccionó un guardarropa muy elegante. A sus sesenta y tantos años, con gran mérito y placer, se convirtió en autora de novelas románticas y, actuando como su propio agente literario, logró que le publicaran cinco libros.
—Puedes lograr casi cuanto te propongas, si tienes la decisión suficiente —me decía—. Con creerte capaz de realizar algo, ya llevas andado medio camino. Estoy segura de que es mi sola fuerza de voluntad la que me conserva con vida.
Sin embargo, después de Navidad, a medida que. transcurrían las semanas, Grace anhelaba cada vez más liberarse del agotamiento constante y emprender el viaje cósmico.
Con alegre sentido práctico dispuso de sus pertenencias más queridas: su máquina de coser, para mi hija Emma; su procesador de palabras, para mi hijo Jonathan, a quien le encantan las computadoras.
Me hizo revisar, una por una, sus bellas prendas de vestir, para que me quedara con las que me gustaran. Respirando con esfuerzo pero gozando de cada momento, me observaba desde su cama mientras yo posaba con sus diversos atavíos: la falda que había convertido en una elegante chaqueta de noche; el juego de abrigo y falda de seda cruda, color crema; el exquisito cardigán de suaves tonos azules y lilas que había tejido durante el invierno pasado, antes de su crisis.
—¡Cómo me gusta esto! —me dijo, jubilosa—. No importa que nunca use la ropa. Por lo menos tuve el placer de hacerla.
Se puso seria entonces, y añadió:
—Ojalá no falte mucho para mi partida. Estoy preparada para el viaje. Aunque, como he tenido una vida tan maravillosa, supongo que ahora las cosas no van a ocurrir como yo quiera.
Sus médicos la apoyaron mucho, al igual que la enfermera. Los servicios sociales prestaron toda la ayuda necesaria: le administraban oxígeno con gran eficiencia, y también le practicaban fisioterapia. Varias veces por semana nos enviaban cuidadoras nocturnas: unas señoras maravillosas que a las 3 de la madrugada le preparaban té, le daban sus medicamentos y le acomodaban sin cesar las almohadas. En suma, la colmaron de afecto y cuidados, y esto confortó mucho a mi padre.
A veces pasaba yo la noche en un colchón, tirado al pie de la cama de Grace. Al amanecer escuchaba su penosa respiración, y preguntaba con inquietud:
—¿Estás bien?
—Yo sí —me respondía con una risita—. Pero mis pulmones, no.
Bromeábamos entonces, en voz baja y a oscuras, hasta que mi padre se levantaba de la cama en la habitación contigua y se asomaba, refunfuñando en broma porque no lo dejábamos dormir.
Un sábado de mayo, mi padre me telefoneó de madrugada.
—Creo que debes venir —me dijo—. Según el doctor, es cuestión de horas.
Cuando llegué, mi padre me llevó aparte y me explicó:
—Anoche se puso peor de repente. ¿Podrás quedarte hoy?
—Me quedaré el tiempo que me necesiten —prometí, serena.
Subí a la recámara de Grace. Había empeorado notablemente desde mi última visita, pero me saludó con su acostumbrada alegría:
—¡Qué bueno que viniste, hija! Ya sabes que estoy a punto de irme a casa, ¿verdad?
—¿Lo crees? —le pregunté, mientras tomaba sus manos entre las mías.
Me agradaban esas manos pequeñas, de dedos ágiles; esas infatigables creadoras de maravillas.
—Eso parece, y eso espero —me respondió—. ¡De veras lo espero! Lo único que deseo es quedarme dormida contigo a mi lado, y no despertar más.
Le acomodé las almohadas y, exhausta, se hundió de nuevo en ellas con una sonrisa.
—En muchas películas aparecen personajes en sus lechos de muerte, rodeados de sus seres queridos. Cuando las vemos, nos parece que la experiencia debe de resultar terrible para esos testigos. ¡No pensamos que el agonizante quizá esté a punto de liberarse!
—¿Qué se siente? —le pregunté.
Ponderó la pregunta largo rato.
—Se siente como algo del todo natural —contestó al cabo—. Como Dios manda. El día que me diste, Señor, ha terminado. Eso se siente.
La estreché entre mis brazos.
—¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero!
—Lo sé —repuso y, después de mirarme con un profundo amor, bostezó ligeramente—. Bueno, allá voy.
Entonces cerró los ojos y no tardó en dormirse. Me quedé sentada a su lado todo el día. El médico entraba y salía. Grace fue abismándose más y más en su sueño, hasta que imperceptiblemente entró en estado de coma. Su respiración se volvió menos profunda.
A eso de las 5 de la tarde le canté una canción de cuna con la que ella solía arrullarnos .a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. Al terminarla, apoyé mi mejilla contra la suya y le susurré al oído:
—Puedes irte cuando gustes, mamá. Todo está bien.
Exhaló un largo suspiro, como de felicidad, y su vida se apagó.
Esa noche volví a dormir en el colchón, al pie de su cama. Ya no escuché la respiración penosa; sólo un aterciopelado silencio. A veces miraba el bulto de sus pies, inertes bajo las cobijas.
Quise acompañar a aquel cuerpo —el cuerpo que me había dado la vida—en su última noche en la Tierra. Deseaba que, si mi padre despertaba en el cuarto contiguo, supiera que ella no estaba sola. Que no la habíamos abandonado en el trance de la muerte.
Después de las exequias, esparcimos sus cenizas por los rincones del jardín que más le gustaban, y cerca de los rosales. "¡Adiós, querida!", le dijimos. "¡Buen viaje!"
DESDE ENTONCES, siempre que pienso en ella experimento una serena dicha. Que yo sepa, no desperdició ni un momento de su existencia. En ocasiones era arrogante, exasperante, y luego irresistiblemente adorable. Todo, en la misma hora. Y yo la quería mucho.
A pesar de la considerable incapacidad física que sufrió, vivió con los brazos abiertos y con entusiasmo indeclinable. Y así también se enfrentó a la muerte. Grace, admirable Grace, ¡que Dios te lleve a casa!
ILUSTRACIÓN: CHRIS NOTARILE