LA BOMBA QUE SACUDIÓ A ESTADOS UNIDOS
Publicado en
octubre 19, 2015
Era un viernes de febrero como cualquier otro. Había caído una ligera nevada en el sur de Manhattan, donde las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio se yerguen sobre una red de estrechas callejas.
Poco después del mediodía, la Torre Uno se estremeció desde sus cimientos; incluso quienes estaban almorzando en el restaurante, a 305 metros de altura, sintieron la sacudida. En unos instantes un humo denso subió por el edificio, convirtiendo las cajas de las escaleras en chimeneas de 110 pisos. Las líneas telefónicas de emergencia se saturaron con frenéticas llamadas de auxilio.
Mientras tanto, en lo más profundo del sótano del rascacielos se desarrollaba un drama infernal. La estructura subterránea se había vuelto un candente cráter de siete pisos de profundidad. Había seres humanos atrapados bajo los escombros de lo que momentos antes fueran pisos de concreto y canceles de oficina. Seis vidas se extinguieron en un brutal destello.
El terrorismo había llegado a Estados Unidos.
Por Jim Dwyer, David Kocieniewski, Deidre Murphy y Peg Tyre.
SI SE PIENSA en el Centro Mundial de Comercio, ubicado en la zona sur de Manhattan, lo primero que acude a la mente son las famosas Torres Gemelas, cada una de 110 pisos y unos 400 metros de altura. Sin embargo, el centro es mucho más que eso. Ocupa una superficie de 6.5 hectáreas, consta de siete edificios y tiene una población equivalente a la de una ciudad pequeña. Cerca de 50,000 personas trabajan en él, y 80,000 más lo visitan cada día.
El centro se construyó principalmente para alojar a quienes mueven los hilos del comercio internacional. Allí se hacen transacciones que repercuten en la vida de todo el mundo. El empleo de un minero en Sudáfrica depende a veces de las decisiones que se toman en el mercado de productos agrícolas y mineros situado bajo las imponentes torres del complejo. En otro piso, los corredores de valores transfieren fortunas de un continente a otro pulsando unas teclas de sus computadoras.
Además, los edificios encierran una intensa actividad administrativa. Allí se encuentran más de diez dependencias de gobiernos municipales y estatales de Estados Unidos, así como del gobierno nacional de ese y de otros países, entre ellos Tailandia, Francia, Japón, Taiwán y Chile. Hay también una delegación de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego y una del Servicio . Secreto estadounidense, que guarda en el estacionamiento una flotilla de limusinas y vehículos de persecución blindados.
Los tres conmutadores telefónicos del complejo, que costaron varios millones de dólares, dan servicio al sector financiero de Manhattan. Sin ellos quedarían interrumpidas las telecomunicaciones en Wall Street, y la posibilidad de cerrar negocios de cientos de millones de dólares.
Para poner los cimientos del centro hubo que excavar hasta una profundidad de 21 metros, donde se encuentra un lecho de roca formado hace casi 500 millones de años. Para hacerla impermeable a las aguas del río Hudson y de la bahía de Nueva York, la excavación se revistió con una especie de cisterna que ocupa un área de ocho manzanas.
Dentro de esa cisterna se encuentra el sótano del centro, que está dividido en varios niveles y aloja las grandes columnas centrales de las torres, un centro comercial, un ferrocarril subterráneo y un estacionamiento para 2000 vehículos. En el sótano también se encuentra una computadora que regula la calefacción y la refrigeración del complejo de acuerdo con las señales que recibe de unos sensores de temperatura instalados en numerosos puntos de los edificios.
El sótano es casi siempre un lugar bullicioso. En él trabajan 300 mecánicos que se ocupan del sistema de aire acondicionado, de la calefacción y de la instalación sanitaria. Pero el 26 de febrero de 1993, poco después del mediodía, estaba en silencio. La mayoría de los trabajadores habían aprovechado la hora del almuerzo para ir al banco.
En el nivel B-2, los teléfonos seguían sonando, porque nunca dejan de hacerlo en el Centro Mundial de Comercio. Monica Smith, secretaria de la administración del centro, estaba todavía en su escritorio contestando las llamadas. Por su habitual buen humor, Monica se había ganado la simpatía de cuantos trabajaban en el sótano. Conversaba alegremente con quienes pasaban por su escritorio, y su presencia daba luz y calor a aquellas oficinas sin ventanas.
En el comedor, situado junto a la oficina de Monica, Bob Kirkpatrick, jefe de cerrajeros del centro a quien le faltaban seis meses para retirarse, estaba abriendo la bolsa del almuerzo que acababa de comprar en la cafetería. Bill Macko, un subgerente que ocupaba una mesa próxima, extendió un periódico a modo de mantel, se sacó un cuchillo del bolsillo y comenzó a pelar una naranja.
Luego llegó Steve Knapp, jefe del sótano, y se puso a resolver el crucigrama del día. Era un hombre alto y delgado, de pelo castaño lacio y barba, que usaba unos lentes de armazón grande. Se había abierto camino desde abajo; hacía poco lo habían ascendido, y su nuevo puesto le exigía llevar saco y corbata, pero él rara vez cumplía con ese requisito. Todos sabían que en su oficina guardaba un saco informal por si tenía que asistir a alguna junta.
Macko, Knapp y Kirkpatrick eran empleados de la Autoridad Portuaria, que se encarga de la administración del centro.
Monica, que tenía siete meses de embarazo, le estaba explicando ciertos detalles de su trabajo a la mujer que iba a suplirla cuando se ausentara para dar a luz. Al darse cuenta de que se hacía tarde para el almuerzo, le propuso a la mujer:
—¿Por qué no vas a almorzar? Yo iré cuando tú regreses.
Luego se puso a organizar los papeles de su escritorio, ignorante de que, al otro lado de la pared de su oficina, una camioneta Ford Econoline amarilla se había parado en un lugar prohibido. En su interior había unos cajones con más de 450 kilos de explosivos de manufactura casera. De los cajones salían cuatro mechas de seis metros de largo, rellenas de pólvora y envueltas en mangueras quirúrgicas para contener el humo y controlar la velocidad de la combustión.
La camioneta no había llamado la atención porque tenía el aspecto y el color de los vehículos de la Autoridad Portuaria. Mientras Monica y sus compañeros del comedor continuaban con sus actividades habituales, uno de los dos ocupantes de la camioneta prendió un encendedor y fue aplicando la llama a cada una de las cuatro mechas. A causa de las mangueras, se produjo muy poco humo. Nadie notó nada.
Los individuos bajaron de la camioneta, subieron a un automóvil rojo que los había seguido y salieron del estacionamiento.
LA EXPLOSION
COMO LAS CALLES del sector financiero de Manhattan están atestadas, el estacionamiento contiguo al comedor del nivel B-2 es muy socorrido. Aquella tarde estaba repleto, y había dos autos esperando turno para entrar: un Ford Taurus plateado y, detrás de él, un Toyota 4Runner cuyo conductor, Timothy Lang, aguardaba con impaciencia.
Trabajando como corredor de bolsa en Wall Street, Lang ya había amasado, a sus 38 años de edad, una cantidad suficiente para retirarse. Aunque no tenía pensado trabajar ese día, decidió ir a la oficina por la tarde a instancias de uno de sus socios. En el Taurus, y también con prisa, estaba John DiGiovanni, vendedor de equipo para dentistas. Le urgía llegar a una cita con un cliente que trabajaba en el centro. Al cabo de diez minutos de espera, un empleado del estacionamiento les permitió pasar.
Como no había lugares disponibles en el nivel superior (zona amarilla, B-1), los dos conductores bajaron al siguiente (zona roja, B-2). DiGiovanni dejó su automóvil cerca del extremo más distante del estacionamiento, y Lang en un sitio próximo a la salida. Mientras este abría la portezuela y tomaba su abrigo y sus papeles del asiento trasero, las mechas ardían cada vez más cerca de los explosivos.
En una oficina del nivel B-1, Wilfredo Mercado se echó hacia atrás en su sillón, cruzó los brazos y cerró los ojos. De lunes a viernes, Wilfredo se encargaba de recibir alimentos para la cocina del famoso restaurante Windows on the World, situado 107 pisos más arriba. Ese día llegó temprano y, al dar las 9 de la mañana, ya había recibido más de 2700 kilos de papas, cebollas, kiwis y pepinos. Por eso a mediodía, una vez que terminó sus quehaceres, decidió tomar una breve siesta en su sillón.
Hacia la misma hora, Carl Selinger, ingeniero de la Autoridad Portuaria, subía de regreso a su oficina tras haber comprado una ensalada en la cafetería del piso 43. Iba solo en uno de los 99 ascensores de la Torre Uno.
A cientos de metros bajo sus pies, las llamas no tardaron en llegar a cuatro cartuchos detonantes llenos de pólvora. Al estallar estos (algo que seguramente no se oyó más que a muy corta distancia), se inició una serie de descargas pequeñas que acabaron por encender los explosivos contenidos en los cajones. Con un pavoroso rugido como de trueno, la masa de explosivos se transformó en una mortífera onda de choque de gases calientes que avanzó con el ímpetu de un tornado.
En un instante, la onda hizo volar la carrocería de la camioneta en miles de fragmentos de metal, pulverizó paredes de hormigón ligero, destrozó muros de ladrillo y, luego de arrancar un tramo de viga de acero de más de seis toneladas, lo arrojó a 15 metros de distancia.
En milésimas de segundo, la plancha de hormigón armado de 28 centímetros de espesor sobre la que estaba estacionada la camioneta se desintegró. La explosión atravesó también la plancha de arriba, del mismo grueso, siguió avanzando por el piso superior y horadó una tercera plancha. Dos pisos más arriba de donde había estado la camioneta, una mujer salió lanzada a nueve metros del escritorio ante el cual se encontraba.
Las carrocerías de los autos que estaban más cerca de la bomba se abrieron como los pétalos de una flor. La pintura se desintegró y los neumáticos se derritieron.
En el momento en que se produjo la explosión, el cerrajero Bob Kirkpatrick era quien más cerca estaba del muro tras el cual se encontraba la bomba. Murió al instante, con el cráneo atravesado por un tubo. A Bill Macko la explosión le acribilló el costado izquierdo con una ráfaga de proyectiles de concreto que le despedazaron el riñón de ese lado, el bazo y las arterias de ambos órganos. De los ocupantes del comedor, Steve Knapp, el jefe del sótano, fue el último en morir. Varias partículas de concreto que salieron despedidas a una velocidad de cuatro kilómetros por segundo se le incrustaron en el ojo izquierdo, lo cual hace pensar que la explosión le causó la muerte antes de que, literalmente, pudiera parpadear. Las tres víctimas del comedor quedaron sepultadas bajo 1.20 metros de escombros.
Wilfredo Mercado murió cuando la oficina en que dormitaba se desplomó. Su cuerpo fue a parar cinco pisos abajo, y quedó tan oculto en un montón de residuos de 3.50 metros de altura, que no lo encontraron sino al cabo de varias semanas.
John DiGiovanni, el vendedor del Taurus plateado a quien le urgía un lugar en el estacionamiento, sobrevivió brevemente a la explosión, pero acabó sucumbiendo al humo tóxico que le llenó los pulmones mientras yacía inconsciente en una rampa sembrada de escombros. Lo declararon muerto dos horas más tarde.
Tim Lang, el automovilista que había entrado detrás de DiGiovanni, corrió mejor suerte. La descomunal explosión le desinfló los pulmones y lo arrojó al aire. Cuando volvió en sí, estaba tendido boca arriba en el suelo, con el cuello ensangrentado. Tenía una herida profunda en la nuca.
Trató de ponerse en pie, pero no lo consiguió. Cayó de rodillas y se puso a andar a gatas sobre astillas de vidrio y partículas de concreto que unos momentos antes habían sido un sólido muro.
Avanzando con dificultad en medio de un humo cada vez más denso, llegó por fin a una escalera, pero el hueco estaba totalmente lleno de escombros. Lang se arrastró en otra dirección a través de la humareda, pasó sobre un muro bajo de piedra y se metió en lo que había sido la oficina de Mónica. Cayó sobre una masa blanda. Sintió carne humana... un brazo. La persona no reaccionó. Lang emitió un grito ahogado.
Salió de la oficina a tropezones. Se iba desgarrando las manos con trozos de metal y de vidrio, pero el miedo le impedía sentir dolor. De pronto, el instinto lo hizo detenerse. Frente a él había un hueco en el suelo. Se asomó por el borde y vio un espectáculo infernal: un inmenso pozo incandescente de donde subían humo y partículas calientes. Entre el ulular de las alarmas de coche alcanzó a distinguir una voz que gritaba desde el fondo.
El cadáver, el abismo ardiente, los autos destrozados, la negrura del lugar, el grito.... era demasiado. Se acurrucó en el suelo, en posición fetal.
Unas palabras del Génesis le resonaron una y otra vez en los oídos: Estoy contigo, y te protegeré a donde quiera que vayas... siempre estaré contigo, hasta haberte dado cuanto te he prometido, Su respiración se hizo más pausada. Estaba en paz. Se dispuso a morir.
INFIERNO EN LA TIERRA
A LOS POCOS MINUTOS de la explosión, el humo había alcanzado 300 metros de altura en el interior del edificio. Como todos los ascensores dejaron de funcionar, miles de personas se lanzaron en tropel a las escaleras. Pero en seguida vieron que esas vías de escape estaban succionando el humo del sótano; se habían convertido en las chimeneas más altas del mundo.
El primero de los 648 telefonazos que informaron de una emergencia en el Centro Mundial de Comercio se efectuó a los cuatro segundos de la detonación. La respuesta de las brigadas de salvamento no se hizo esperar, y se mantuvo hasta el final. Habrían de transcurrir 28 días para que los bomberos se retiraran definitivamente del lugar.
Cientos de dramas se desarrollaban en el edificio mientras los bomberos dirigían sus mangueras a las llamas. A una mujer inválida, sus colegas la bajaron 60 pisos por las escaleras en una silla de ruedas. Fred Ferby, un trabajador que estaba en el nivel B-5 al momento de la explosión, se echó a cuestas a dos de sus compañeros, que estaban medio inconscientes, y subió con ellos dos tramos de escaleras. A uno lo puso en una mesita con ruedas y lo sacó a la calle, mientras un circunstante le ayudaba con el otro.
Cerca del piso 42, el teniente de policía de la Autoridad Portuaria Michael Podolak abrió un boquete en el techo de un ascensor atascado valiéndose solamente de las manos. En el interior había un grupo de aterrados niños de cinco años. Logró sacar a doce, y ya sólo le faltaba uno cuando el ascensor se sacudió y cayó a una velocidad vertiginosa. Llegó hasta el fondo del humeante foso, donde lo detuvo un freno de seguridad.
El bombero William Duffy forzó la puerta de otro ascensor y lo encontró lleno de personas tendidas en el suelo, medio desmayadas. Más tarde dijo que había sido como abrir una tumba.
Solo en otro ascensor atascado, el ingeniero Carl Selinger percibió un olor acre. Era humo. Esperó largo tiempo a que acudieran en su ayuda, pero el humo se hacía cada vez más denso. La nariz empezó a escurrirle. Luego se pasó un dedo por los labios, y el dedo quedó negro.
Sacó una pluma y un trozo de papel de un bolsillo, y escribió:
"A mi familia, de papá."
"12:40 p.m., ascensor 66, 26 de febrero de 1993."
"Estos son algunos pensamientos por si me ha llegado la hora de dejarlos:"
"Los quiero mucho. Sean buenos. Hagan cosas maravillosas en su vida."
"Estoy muy orgulloso de mis hijos. Todos son personas magníficas."
"Estas son cosas que me gustan y que atesoro: las ideas, la gente, la Escuela Superior Cooper Union, mi trabajo, mi familia, haberme esforzado al máximo. No tengo nada más que decir".
"Los quiere,"
"Papá."
"(Carl Selinger, Bloomfield, Nueva Jersey.)"
Releyó la carta y luego se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, como si fuera un pañuelo, para que no pasara inadvertida.
Mientras tanto, abajo, en el nivel B-2, Timothy Lang se levantó, se metió a gatas en un coche y prendió los faros. Luego volvió a salir y se acostó frente a las luces. No sabía cuánto tiempo llevaba acostado cuando oyó un estampido.
—¡Auxilio! —gritó.
—¿Dónde está? —preguntó una voz.
—¡En el nivel rojo, frente a las luces!
No veía nada. Una espesa humareda lo ocultaba todo.
—¿Dónde? —repitió la voz.
Lang intentó gritar de nuevo, pero se estaba quedando afónico y los socorristas no lo oían. Y con tanto humo tampoco lo veían. No sabía qué hacer.
—Díganos dónde está —insistió otra voz.
Entonces Lang vio frente a él una intensa luz que alumbraba una bota. Un hombre que caminaba en el humo había dejado que su linterna le colgara a un lado porque no le servía de nada. Lang estiró un brazo y se aferró a la bota. Dos oficiales de la policía lo levantaron en hombros y lo llevaron a una escalera exterior, donde al fin pudo respirar aire puro.
La tarde avanzaba y Carl Selinger, atrapado todavía en el ascensor, oía ir y venir a los socorristas. No dejaba de gritar, pero no lo oían. Por fin, a eso de las 5:30 de la tarde, el ascensor se movió. Selinger volvió a gritar. Más tarde, los socorristas dijeron que les había sorprendido encontrar a alguien aún con vida en el interior.
Unos policías ofrecieron llevarlo a la calle, 44 pisos abajo, pero él no aceptó, y se puso, en marcha solo. A mitad del camino, pensó en su familia y no pudo contener el llanto.
Una vez en la calle, se dirigió a un hospital para que le suministraran oxígeno y llamó por teléfono a sus familiares para decirles que estaba sano y salvo. Luego tomó el primer autobús a casa. Caminó las dos manzanas que había de la parada a su puerta. Cuando buscaba la llave en el bolsillo de la chaqueta, hizo una pausa y volvió a llorar. Espero que no me vean los vecinos, pensó.
Luego abrió la puerta y cayó en los brazos de su esposa y de sus hijos, que lo estaban esperando.
NOTICIA MORTAL
ED SMITH, el esposo de Monica, estaba en una reunión de ventas, en Boston, cuando oyó en la radio la noticia de la explosión en el Centro Mundial de Comercio. Sin pérdida de tiempo telefoneó a la oficina de su mujer. Nadie contestaba. Debe de estar bien, se dijo. Seguramente los teléfonos están congestionados. Luego llamó a una oficina de la Autoridad Portuaria en Newark, Nueva Jersey.
—En efecto, hubo una explosión —le informó un policía—. Y fue bastante grave.
Smith corrió a su coche y se dirigió a Nueva York. Durante todo el trayecto estuvo marcando en el teléfono del auto. Una y otra vez se decía que no lograba comunicarse porque había mucha gente llamando al mismo tiempo; sin duda Monica lo llamaría en cuanto pudiera.
No dejaba de pensar en ella. Recordó cómo había comenzado su romance, en el Centro Mundial de Comercio, en 1982. Él apenas tenía dos años de haber salido de la escuela de enseñanza media; era vendedor, y hacía visitas frecuentes al nivel B-2 del centro, donde Monica ya trabajaba como secretaria. Se prendó de ella de inmediato, y pasó algún tiempo cortejándola.
No tardaron en hacerse novios. Ed era un muchacho alocado, cinco años menor que Monica. Ella era hermosa, vivaracha y muy simpática. Se casaron en la Iglesia de la Natividad de la Santísima Virgen, en Queens, Nueva York, el 31 de agosto de 1990.
Compraron una casa en Long Island, donde Ed se había criado. El se inscribió en la escuela nocturna, y a veces llegaba a casa pasadas las 10 de la noche. En esas ocasiones, Monica se levantaba de la cama para calentarle la cena.
Cierta noche Monica telefoneó a la escuela y le dejó recado de que volviera a casa lo antes posible. Había comprado un equipo para hacerse la prueba del embarazo en casa. Juntos observaron cómo el reactivo blanco se teñía de rosa. Esa noche durmieron como bienaventurados, uno en los brazos del otro.
Hicieron lugar para la cuna en su habitación. Más adelante, los médicos les dijeron que la criatura era un varón.
Ed apartó los recuerdos de su mente y encendió el radio. Un noticiario de Nueva York estaba transmitiendo entrevistas con personas que salían del centro.
"Trabajo en el nivel B-2", dijo un hombre. Conozco esa voz, pensó Ed. "Todo está en ruinas allá abajo. La zona donde yo trabajo quedó completamente arrasada".
Ed reconoció la voz de Vito De-Leo, compañero de Monica, y ya no pudo contener la angustia. Debe de estar herida, pensó. ¡Dios mío, no! ¡El bebé!
De inmediato se dirigió a casa de los padres de Monica, en Queens. Los amigos de ella habían telefoneado ya una vez a todos los hospitales, y estaban comenzando de nuevo. Cerca de la medianoche sonó el teléfono. Era la madre de la mejor amiga de Monica.
—Eddie, querido, más vale que llames al depósito de cadáveres —le dijo.
Él marcó maquinalmente el número del depósito.
—Soy el esposo de Monica Smith —explicó—. Me dijeron que mi esposa estaba allí.
—No le puedo dar informes por teléfono —repuso el empleado—. Pero le aconsejo que venga cuanto antes.
Monica había recibido primero el golpe de la onda de choque, y luego el de las partículas que salieron disparadas. La onda le causó una muerte instantánea reventándole pulmones y arterias. Y el calor que se produjo fue tan intenso que el dibujo de su suéter verde se le quedó grabado en la piel de los hombros y la espalda.
Si no hubiera estado ya muerta a causa de la onda de choque, los escombros la habrían rematado en seguida. Tenía fracturas en las clavículas, las costillas, la pelvis y una pierna, y los órganos internos deshechos. El hijo que llevaba en las entrañas había muerto de lesiones similares. Monica y Ed habían pensado llamarlo Eddie.
LOS ASESINOS
SEGUNDOS ANTES de la explosión, Mahmud Abouhalima, individuo de 1.88 metros de estatura, de pelo rojizo y rizado, barba espesa y espaldas anchas, deambulaba por los pasillos de una tienda de discos situada unas cuantas calles al norte del Centro Mundial de Comercio. Como más tarde le contaría a un compañero de celda, se abrió paso entre la clientela hasta quedar frente a una ventana que ofrecía una vista panorámica de la calle.
Miraba su reloj con insistencia, preguntándose qué estaría pasando. Habían puesto en esa camioneta suficientes explosivos para hacer caer una de las Torres Gemelas en el río Hudson o estrellarse contra la otra. ¿Habré vuelto a fallar?, pensó.
Entonces vio pasar un camión de bomberos a toda velocidad. Detrás de él apareció otro, y después una ambulancia. Poco a poco, los vehículos de salvamento fueron sumando sus sirenas en un coro de destemplados lamentos. La bomba había estallado. Abouhalima se sintió aliviado de sus remordimientos.
De acuerdo con una fuente de la FBI, más de dos años antes, la noche del 5 de noviembre de 1990, Mahmud Abouhalima se encontraba al volante de un taxi, esperando a las puertas de un hotel de Manhattan donde el rabino Meir Kahane, fundador de la Liga de Defensa Judía, estaba dando una conferencia. Kahane era un adversario fanático de los árabes, con antecedentes de racismo. Cuando bajó del podio se oyó un disparo, y el rabino cayó al suelo con una herida sangrante en el cuello. Unas horas después murió.
El auto de acusación formal identificó al autor material del crimen como El Sayyid Nosair, inmigrante egipcio de 34 años y sectario islámico que presuntamente le había seguido los pasos a Kahane durante un año. Como Abouhalima le diría más tarde a un informante de la FBI, él estaba esperando a Nosair frente al hotel para ayudarlo a escapar, pero se vio obligado a mover el taxi porque había una señal que prohibía estacionarse. Cuando Nosair salió corriendo a la calle, subió a otro taxi, y la policía lo capturó.
Un jurado lo absolvió del asesinato de Kahane, pero lo declaró culpable de haber herido a dos de los asistentes a la conferencia, y de otros cargos relacionados con este. El juez lo condenó a un plazo máximo de 22 años de prisión en la Institución Correccional Estatal de Attica. Nosair, que también está acusado de delitos federales, se puso como un basilisco, y la idea de su liberación llegó a obsesionarlo.
Cierto día de mayo de 1992, sus simpatizantes fueron a visitarlo en la cárcel. Uno de ellos era Abouhalima. De acuerdo con un informante de la FBI, Nosair los instó a seguir adelante con su yihad, o guerra santa. "Fabriquen bombas, consigan adeptos, tomen rehenes", les dijo. "Hagan lo que sea necesario".
Esa era la gran oportunidad que Abouhalima estaba esperando para reparar su falta. También él era inmigrante egipcio. Sus correligionarios lo llamaban "El Rojo" por el color de su cabello y sus pecas. Era un conocido activista islámico que había hecho varios viajes a Afganistán durante la guerra. Había iniciado su militancia en una comunidad musulmana de Brooklyn, Nueva York, donde conoció a Nosair.
El jordano Mohammad Salameh era otro de los que visitaron a Nosair en la prisión. En 1988, después de salir de su país, había obtenido una visa estadounidense válida por cinco años. Hombre de escasa educación, Salameh era un seguidor, un solitario sin aspiraciones propias. No tardó en hacerse discípulo de Nosair, a quien acabó por presentarle a un amigo que iba a resultar muy útil para la causa: Nidal Ayyad.
Hijo de palestinos, nacido en Kuwait en 1967, Ayyad se mudó más tarde a Estados Unidos y se naturalizó. Era alto y apuesto, un hombre de éxito titulado en ingeniería química y con un buen empleo de químico.
Aparentemente tranquilo, Ayyad guardaba en casa una fotografía que no les mostraba sino a pocas personas. En ella aparece sentado, con la bandera palestina cruzada sobre el pecho; en una mano sostiene una granada. Al igual que Salameh, pronto se hizo seguidor de Nosair.
Según la acusación de un gran jurado federal, tras la reunión que tuvieron en la cárcel los conspiradores idearon un plan para fabricar y usar una bomba lo bastante potente para causar daños graves a un rascacielos. No les faltaban objetivos. Tras el encarcelamiento de Nosair, la FBI confiscó cajas llenas de panfletos integristas entre los cuales se encontraron fotografías de cuatro construcciones famosas: el Monumento a Washington, en Washington, D. C., la tienda de departamentos Saks de la Quinta Avenida, en Nueva York, el edificio Empire State y el Centro Mundial de Comercio.
Para fabricar una bomba de semejante destructividad, necesitaban el asesoramiento de un experto. Este llegó al Aeropuerto Internacional John F. Kennedy, en un vuelo de Aerolíneas Internacionales Paquistaníes, el 1 de septiembre de 1992. Se trataba de Ramzi Yousef, terrorista de 25 años adiestrado en Pakistán, según fuentes del servicio de inteligencia, que tenía 12 nombres falsos y años de experiencia en la fabricación de bombas.
—Exijo asilo político —le dijo a un funcionario del Servicio de Inmigración y Naturalización.
Según dijo, las autoridades iraquíes lo acusaban de pertenecer a una organización guerrillera kuwaití, y si regresaba a Irak sería víctima de una persecución. Lo llevaron a una sala de espera para que aguardara la decisión de las autoridades estadounidenses.
El palestino Ahmad Ajaj llegó en el mismo avión que Yousef. Como era de tez morena y barbado, la agente de inmigración se sorprendió de que presentara un pasaporte sueco.
—Mi madre era sueca —explicó Ajaj—. Mi padre era paquistaní.
La agente revisó el pasaporte con desconfianza. Algo anda mal, pensó. La fotografía parece demasiado gruesa. Metiendo una uña bajo una esquina de la foto, la desprendió y dejó al descubierto el retrato de otro hombre. Pidió ayuda a sus compañeros, y Ajaj fue llevado a la misma sala de espera, donde lo arrestaron.
En el mostrador contiguo, Yousef no se inmutó. Portaba un pasaporte iraquí legal, pero no tenía visa. La agente tenía sospechas, pero en la confusión su supervisor le ordenó que dejara pasar a Yousef, quien desapareció en las calles de Nueva York para luchar en la guerra santa.
FABRICA DE MUERTE
UN MES DESPUÉS de la llegada de Yousef, Salameh y Ayyad abrieron varias cuentas bancarias. Con ellas manejaron unos 100,000 dólares en el curso de los cuatro meses siguientes. El dinero procedía de Arabia Saudita, Irán y otras fuentes del Oriente Medio.
Salameh se encargó de buscar un sitio apropiado para almacenar sustancias explosivas. Presentándose con un nombre falso, alquiló un espacio de tres metros por lado en Space Station, un negocio de almacenamiento de Jersey City, población situada precisamente frente al Centro Mundial de Comercio, en la otra margen del río Hudson.
Utilizando el mismo nombre falso que Salameh, Yousef, el experto en explosivos, entró en la droguería City Chemical y compró cerca de 450 kilos de urea, 400 litros de ácido nítrico y 230 litros de ácido sulfúrico, por los cuales pagó más de 3600 dólares en billetes nuevos de 100. Las sustancias se entregaron en la bodega dos días después.
Los conspiradores buscaron entonces un local para fabricar la bomba. Poco antes del día de Año Nuevo de 1993, Salameh tomó en alquiler, mediante el pago de 1100 dólares, uno de los dos apartamentos en que se había dividido un ruinoso garaje, a pocos kilómetros de la bodega. Allí, ocultos de los transeúntes tras la maleza y un montón de chatarra, trabajaron hasta bien entrada la noche por espacio de un mes, mezclando los ingredientes de la bomba.
Carl Butler vivía en el apartamento de arriba. Todas las noches, hacia la misma hora, sacaba a su perro a dar una vuelta a la manzana. A menudo veía a un individuo pelirrojo dando instrucciones a otros que metían cajas y baldes en el apartamento de abajo. Por entonces no le pareció extraño.
Usando tapabocas para protegerse de los vapores, los terroristas revolvieron litros y litros de ácido nítrico con cristales de urea en grandes recipientes metálicos hasta que la mezcla tomó una consistencia gelatinosa. Luego dejaron secar el menjurje sobre periódicos y bolsas de papel, y finalmente lo vertieron en cuatro recipientes. Aquello sería el núcleo de la bomba.
La parte más peligrosa de la operación consistió en producir nitroglicerina, que se forma por la acción de los ácidos nítrico y sulfúrico sobre la glicerina. Los ácidos les salpicaban la ropa y les quemaban la piel, carcomían los pisos, y despedían vapores tan corrosivos que las bisagras de las puertas se oxidaron.
El principio científico de la bomba era muy sencillo. Toda explosión requiere un combustible y un oxidante, o fuente de oxígeno. En este caso, el combustible eran píldoras de urea, y el oxidante, ácido sulfúrico. Una vez detonadas las dos sustancias, producirían una bola de gas a alta presión que mezclaría el ácido sulfúrico con la base de nitrato de urea. Al hacerlo, la masa gelatinosa se volatilizaría en un gas caliente cuya propagación generaría una onda explosiva de imponente magnitud.
Los terroristas terroristas hicieron estallar una muestra del preparado, pero les pareció que le faltaba potencia. La solución consistía en añadirle hidrógeno comprimido, por lo que hicieron que les llevaran este ingrediente al espacio de almacenamiento que tenían alquilado.
Como los clientes de un negocio de alquiler de almacenamiento no suelen presentarse más de una vez al mes, Mohammad Salameh resultaba sospechoso. Dave Robinson, subgerente de Space Station, advirtió que el jordano visitaba el espacio número 4344 casi todos los días.
Hacia el mediodía del jueves 25 de febrero, Salameh volvió a presentarse, esta vez acompañado de su amigo Ramzi Yousef. Se sentaron en la oficina a esperar otra entrega.
Media hora después llegó un camión en cuya plataforma iban varios tanques de hidrógeno comprimido de 1.20 metros de alto.
—No pueden guardar eso aquí —les dijo Robinson—. Los tanques de gas están prohibidos.
El subgerente no sospechaba que en el espacio alquilado, a unos cientos de metros de allí, ya había suficientes explosivos para volar en pedazos las instalaciones de Space Station.
Salameh y Yousef se indignaron, pero al ver que Robinson no estaba dispuesto a ceder, hicieron una llamada telefónica, y al poco tiempo llegó una camioneta amarilla. Cuando Robinson se dio cuenta, Salameh y Yousef ya habían desaparecido con los tanques y la camioneta. Aquello no le olió nada bien, y decidió contárselo a su jefe más tarde.
A la mañana siguiente, tres horas antes del amanecer, la camioneta amarilla, un Lincoln azul y un Chevy rojo entraron en una gasolinera del Bulevar Kennedy, en Jersey City. El encargado, Willie Moosh, se acercó a la camioneta.
—Llénelo —le dijo Yousef.
Luego bajó de la camioneta y se puso a caminar en torno de ella, como inspeccionándola. Mientras se llenaba el tanque, Moosh se aproximó al Lincoln.
—Llénelo —le dijo el conductor, Abouhalima.
Una vez que el egipcio pagó la cuenta, los tres vehículos reanudaron la marcha, pero Moosh los vio detenerse poco después. La camioneta viró bruscamente y se metió en un lugar de estacionamiento, detrás de la oficina de la gasolinera. Yousef bajó de un salto y abrió la tapa del motor de la camioneta. Salameh bajó por el otro lado y se detuvo junto a él, fingiendo revisar el motor. En ese momento, Moosh vio pasar una patrulla de la policía de Jersey City.
Cuando pasó el auto patrulla, Yousef cerró la tapa de golpe, y él y Salameh volvieron a subir. Llegaron a la carretera, donde Salameh enfiló la camioneta (convertida en una bomba rodante) hacia las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio.
PIEZAS DE UN ROMPECABEZAS
UNA LLAMADA telefónica hizo que el detective Donald Sadowy olvidara por completo que le dolían los pies. Se encontraba en su oficina de Greenwich Village, sector residencial del sur de Manhattan, trabajando en casos atrasados.
—Escuadrón antiterrorista —contestó un detective que estaba cerca.
Un agente del Servicio Secreto llamaba desde su oficina, en el sótano del Centro Mundial de Comercio. A juzgar por el pánico de su voz, había pasado algo muy grave.
—¡Vengan pronto! —dijo—. Algo estalló. No sé lo que fue, pero fue algo tremendo.
Al principio Sadowy no imaginaba las proporciones de la explosión. Tras acudir a toda prisa a la torre, pasó la mayor parte de aquel viernes en los pisos altos ayudando a las víctimas atrapadas y buscando más explosivos. Pero el sábado hizo una inspección preliminar del sótano para evaluar la gravedad de los daños. La devastación que vio lo dejó atónito.
Ya para el domingo, Sadowy y otros concluyeron que se trataba de un atentado terrorista, y las averiguaciones quedaron en manos de la FBI. Los investigadores asignados al caso se dividieron en equipos. Los colaboradores de Sadowy serían Joe Hanlin, experto en explosivos de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, un químico, un dibujante, un fotógrafo y varios peritos en pruebas.
Las entrañas del Centro Mundial de Comercio estaban destrozadas; de las cañerías de desagüe rotas habían salido torrentes de aguas negras que se vertieron en el cráter abierto por la explosión. El aire pestilente, cargado de los acres vapores dejados por la bomba, irritaba los ojos y escocía los pulmones. Antes de hacer su reconocimiento del sótano, los investigadores tuvieron que ponerse máscaras antigás y sofisticados trajes protectores (unos sobretodos blancos y acolchados) a fin de evitar infecciones y el contacto con partículas de asbesto.
El domingo, cuando terminaron de vestirse, tomaron sus linternas y se aventuraron entre los escombros en busca de pistas.
Sadowy sabía que en algún lugar, enterradas bajo un montón de desechos, tenía que haber pruebas que los condujeran a los terroristas. Seguramente sería algo en apariencia insignificante, como un jirón de tela o de papel. Los integrantes del equipo tenían que averiguar dónde podría estar esa prueba, saber reconocerla cuando la encontraran y sacarla... todo ello mientras corrían el riesgo de morir aplastados.
Sadowy propuso que fueran al nivel B-2, convertido para entonces en un punto de concreto apenas accesible en mitad del cráter de siete pisos creado por la bomba. Sus motivos eran claros: ese lugar era el que había sufrido los peores daños, y nadie lo había revisado aún.
Internándose en los escombros, el equipo pasó junto a la oficina del Servicio Secreto, y Sadowy comprendió por qué el agente había estado tan alarmado al llamar por teléfono, 48 horas antes. La oficina y todos sus vehículos estaban despedazados.
Recorrer el escenario del crimen era como caminar en un campo minado. El suelo del inmenso estacionamiento había quedado reducido a enormes y caóticos montones de concreto y metal retorcido. Cualquier cosa podía venirse abajo de un momento a otro. Un paso en falso bastaría para dejar sepultado a todo el equipo. Con frecuencia se veían obligados a andar a gatas.
Por fin, al cabo de 45 minutos, el grupo llegó al nivel B-2. El bombazo lo había transformado en un acantilado: una plataforma de concreto suspendida a unos 15 metros sobre el fondo del cráter. Una decena de automóviles se mantenían en precario equilibrio sobre una losa inclinada 15 grados hacia el abismo.
Para un investigador de atentados con bomba, el espectáculo era alentador. Hanlin y Sadowy abrieron bien los ojos en busca de pistas. El químico les mostró un fragmento grande de metal, en forma de dedal.
—Me parece que es una caja de velocidades —dijo.
—No —opinó Sadowy, que sabía mucho de autos—. Es la caja del diferencial.
Luego recogió otro fragmento y le mostró que los dos ajustaban entre sí como si fueran piezas de un macabro rompecabezas.
—Y es acero forjado —le dijo a Hanlin—. Nunca había visto que pudiera partirse de esta manera. Para haber quedado así, ¡debe de haber estado justo bajo la bomba!
No cabía duda de que se estaban acercando a lo que había sido el foco de la explosión. Los dos investigadores se pusieron a escarbar con impaciencia. Sadowy quitó unos trozos de concreto y de pronto vio otra pieza de metal retorcido. Al cabo de unos minutos consiguió sacarla. Era una viga de acero, de 1.20 metros de largo, quemada y retorcida.
Sadowy la alumbró con su linterna para limpiarla y buscar marcas. Hanlin le pasó un cepillo para quitarle el hollín y las cenizas, y poco a poco fueron apareciendo varios puntos. Sadowy notó que formaban una figura... un número.
—¡Creo que es un número de identificación automovilística! —exclamó—. Los compañeros de la sección de robo de autos pueden usarlo para rastrear un vehículo.
Hanlin siguió frotando, hasta que surgieron todas las cifras.
Sadowy sonrió. Los terroristas habían dejado su dirección.
EL CONTRAATAQUE
PAT GALASSO, dueño de una concesionaria de la firma Ryder (arrendadora de vehículos pesados) en Jersey City, vio a un individuo delgado entrar en su establecimiento. Otra vez él, pensó. El sujeto tenía el mismo aire nervioso y confundido que presentaba tres días antes, cuando había ido a alquilar una camioneta, haciendo muchos aspavientos.
Se llamaba Mohammad Salameh, y le exigió a Galasso la devolución de los 400 dólares que había dejado en depósito por el alquiler de la camioneta. Había telefoneado el día anterior al de la explosión en el Centro Mundial de Comercio para decir que le habían robado el vehículo, y el mismo día del atentado había regresado a importunar a los empleados de la concesionaria.
—Me robaron la camioneta —le insistió a Galasso—. Quiero que me devuelvan mi dinero.
—No podemos devolvérselo mientras no tengamos un informe de la policía.
Salameh se retiró después de advertir que volvería.
Lo hizo seis días después del atentado. Para entonces, la FBI ya había averiguado que el número de identificación automovilística correspondía a un vehículo de la arrendadora DIB, de Jersey City. Los detectives estaban seguros de que, cualquiera que hubiese sido el vehículo usado por los terroristas para transportar y esconder la bomba, tenía que haber sido robado. Sin duda unos criminales lo bastante expertos para haber atentado contra el edificio más alto de Nueva York sabían que era muy fácil rastrear un número de identificación automovilística.
Sin embargo, los terroristas les ahorraron mucho trabajo a los detectives. Cuando Salameh alquiló la camioneta Ford Econoline modelo 1993, usó su nombre verdadero, presentó su licencia de conductor y dio la dirección del centro cultural islámico de la localidad, en el cual lo conocían. La FBI no tardó en indagar que había telefoneado para informar del "robo" de la camioneta y había estado importunando con el asunto de su depósito.
Cuando Salameh regresó al establecimiento, lo atendió un agente de la FBI que se hizo pasar por empleado. El barbado sujeto llevaba en el bolsillo un boleto de avión para salir a Amsterdam al día siguiente, pero era un boleto para niño. Lo había comprado por 69 dólares y luego había conseguido la visa holandesa. Para cambiar el boleto por uno para adulto y así poder escapar, necesitaba los 400 dólares del depósito.
Tras 45 minutos de discusión, Salameh se guardó el dinero y salió de la oficina. Al instante lo rodearon decenas de agentes con chaquetas de la FBI. Así se aprehendió al primer sospechoso.
Menos de una hora después, los detectives ya estaban registrando el apartamento cuya dirección había proporcionado Mohammad Salameh. Encontraron el portafolio del detenido, en el que había información sobre las cuentas bancarias, y una fotografía de Salameh con El Sayyid Nosair. De inmediato comprendieron que apenas habían tocado la superficie de una conspiración.
Antes de que terminara el día, la FBI tuvo otro golpe de suerte. El gerente del negocio de alquiler de almacenamiento en Jersey City había concebido sospechas una semana antes, cuando su asistente, Dave Robinson, le dijo que dos clientes habían tratado de guardar tanques de hidrógeno en el lugar. El gerente abrió el espacio número 4344, y se encontró con un depósito de sustancias mortíferas.
Telefoneó sin tardanza a la FBI, y más tarde los agentes de la oficina le mostraron unas fotografías en las que identificó a Mohammad Salameh como el hombre que había alquilado el almacenamiento.
Sin embargo, otros participantes en el acto terrorista lograron eludir la justicia, al menos por un tiempo. Antes de que se disipara el humo de la bomba, Ramzi Yousef se escabulló en un avión con destino a Pakistán.
Cuatro días después del atentado, Abouhalima partió a casa de sus padres, en Egipto, en un vuelo con escala en Arabia Saudita. Pero no duró mucho tiempo prófugo. El 14 de marzo, al amanecer, unos agentes de la policía militar secreta de Egipto rodearon la casa, lo sacaron de la cama y lo llevaron a una base militar situada a 40 kilómetros de distancia. Allí lo golpearon y lo interrogaron durante diez días.
Luego, sorpresivamente, le vendaron los ojos, lo encadenaron y, tras un corto viaje en jeep, lo subieron en un avión alquilado por la FBI. La tarde del 24 de marzo, el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional Stewart, en Newburgh, Nueva York. Se había echado el guante a otro de los sospechosos.
Cuando la FBI estudió la lista de pasajeros del avión en que había llegado Yousef, descubrió algo interesante. El boleto que se había comprado inmediatamente después del de Yousef estaba a nombre de Ahmad Ajaj, el individuo al que habían encarcelado por viajar con un pasaporte sueco falsificado. Los dos se habían sentado juntos en la primera etapa del vuelo. Como la condena de Ajaj había terminado hacía unos cuantos días, la FBI le siguió la pista y volvió a arrestarlo.
La búsqueda de los demás terroristas se intensificó. Cuando los agentes de la FBI registraron el espacio 4344 de Space Station, encontraron documentos de las cuentas bancarias mancomunadas que tenían Salameh y Nidal Ayyad, lo cual justificaba un registro policial de la casa de Ayyad en Nueva Jersey.
Otros agentes registraron su oficina y recuperaron electrónicamente documentos que Ayyad había tratado de borrar de su computadora. Entre ellos había una carta en la que Ayyad se atribuía el atentado contra el Centro Mundial de Comercio y amenazaba con perpetrar otro ataque terrorista si no se cumplían ciertas demandas, entre ellas, que Estados Unidos retirara su apoyo a Israel.
La FBI notó algo extraño: a diferencia de los otros sospechosos, Ayyad no había comprado boleto de avión. Al parecer, se había quedado. Pero, ¿por qué?
La FBI lo detuvo al averiguar que había tratado de conseguir más sustancias para hacer explosivos. La guerra santa parecía estar lejos de haber terminado para Nosair. De acuerdo con un informe entregado al departamento correccional de la prisión de Attica, cuando un guardia lo llevaba a una celda de aislamiento, Nosair le dijo en tono desafiante:
—Este es sólo el principio. ¡La guerra no terminará hasta que me liberen!
OTRA OLEADA DE TERROR
La FBI se enteró de la presunta participación de El Sayyid Nosair en el complot gracias a uno de sus informantes, Emad Salem.
Ex agente del servicio de inteligencia egipcio, Salem también había visitado a Nosair en la cárcel. Antes del atentado, le advirtió a la FBI que el grupo se estaba preparando para iniciar una brutal guerra terrorista en Estados Unidos, comenzando por la Ciudad de Nueva York.
Los agentes de la FBI lo escucharon, pero no se fiaban enteramente de su juicio, pues los informes que había dado con anterioridad no siempre habían sido dignos de crédito. Algunos agentes sospechaban que sus afirmaciones sobre la conjura terrorista eran un ardid para que la FBI le siguiera pagando por sus servicios. Finalmente dejaron de pagarle, lo que equivalía a despedirlo.
Pero después de que se llevó a cabo el atentado al Centro Mundial de Comercio, la FBI no tardó en rehabilitarlo como informante.
Al poco tiempo, Salem informó que otro grupo de terroristas islámicos, pertenecientes a la misma organización de Nosair y sus secuaces, estaba planeando un nuevo ataque, esta vez mucho más violento y generalizado que el del Centro Mundial de Comercio. El plan contemplaba la colocación de varias bombas en objetivos situados a lo largo y ancho de la ciudad.
Según la acusación de un gran jurado federal, una de las bombas estaba destinada para el puente George Washington, y otras dos, para los túneles Holland y Lincoln. La sede neoyorquina de la FBI y el edificio de la ONU también estaban en la lista. Y para saldar una vieja cuenta, los terroristas reservarían una potente explosión para el barrio de los diamantes, en el corazón de la ciudad, el cual está atestado de judíos jasídicos en los días laborables de la semana.
Sorprendidos por el alcance de la conspiración, los agentes de la FBI emprendieron una intensa operación secreta de contraataque. Salem recibió instrucciones de seguir reuniendo información y granjeándose la confianza de los conspiradores, y de ofrecerse a buscarles un escondite para fabricar las bombas.
A fines de abril llevó al grupo a un espacioso garaje ubicado en el barrio de Jamaica, en el sector de Queens. Rodeado de edificios abandonados, era el lugar perfecto. Sólo tenía un inconveniente, que Salem omitió mencionar: una cámara de televisión oculta entre las vigas del tejado. Cualquier bomba fabricada allí quedaría bajo la vigilancia de la FBI.
En mayo, los conspiradores comenzaron a preparar explosivos siguiendo una receta muy socorrida entre los terroristas: una mezcla de aceite combustible y fertilizante. Aunque estos explosivos eran menos elaborados y menos potentes que los utilizados contra el Centro Mundial de Comercio, los ingredientes se conseguían con tanta facilidad que era posible fabricar más bombas para compensar su reducida potencia.
Todo marchó a pedir de boca hasta las primeras horas de la mañana del 23 de junio, cuando los agentes de la FBI rodearon el garaje. Tenían tiradores apostados en los tejados vecinos y detrás de los coches. No hacía falta derribar la puerta: Salem la había dejado sin llave. Tampoco iba a ser necesario buscar a los seis terroristas por todo el mundo, pues todos estaban allí, y aparecían en una cinta de vídeo fabricando bombas. Los agentes irrumpieron en el local y los esposaron sin mayor dificultad.
Luego llevaron a Salem a un lugar secreto y le dieron un nombre falso para protegerlo hasta que lo llamaran a testificar.
EL PROCESO
EL JUICIO contra los cuatro sospechosos del atentado al Centro Mundial de Comercio comenzó el 4 de octubre de 1993. En la sala del Tribunal Federal de Distrito correspondiente, en Manhattan, tenía la palabra el fiscal federal adjunto J. Gilmore Childers, hombre alto y calvo. Se volvió y saludó con un gesto a quienes habían acudido para apoyarlo moralmente: Ed Smith, el esposo de Monica; James Fox, jefe de la FBI en Nueva York, y algunos bomberos que habían bajado víctimas a la calle desde el piso 107. Childers fijó los ojos en el jurado.
"Era la hora del almuerzo del viernes 26 de febrero de 1993", comenzó su alegato. "En muchos sentidos, era como cualquier otra hora del almuerzo en el Centro Mundial de Comercio. Había decenas de miles de empleados en sus oficinas. Los restaurantes, el mirador y los ascensores estaban llenos de visitantes que ignoraban que, un minuto después, su vida iba a cambiar para siempre. Y es que el 26 de febrero de 1993 sería recordado como el día en que se perpetró el acto de terrorismo más sangriento en la historia de Estados Unidos. Desde entonces, los estadounidenses supieron que corrían peligro en su propio país".
Los acusadores fueron llamando uno tras otro a los testigos, con la intención de hacer ver al jurado el terror, la angustia, la muerte y la desolación que los criminales habían sembrado en la ciudad.
Timothy Lang, el corredor de bolsa que acababa de entrar en el estacionamiento cuando estalló la bomba, proporcionó uno de los testimonios más elocuentes. Describió cómo había andado a gatas hasta el borde del cráter formado por la explosión.
—Me asomé al abismo. En el fondo vi un resplandor amarillo. La sustancia que salía de allí estaba caliente y humeante. Oí unos gritos, pero no duraron mucho tiempo.
Luego los fiscales le mostraron al jurado fotografías de los cadáveres de las víctimas.
A principios de diciembre, luego de dos meses de testimonios, el jurado ya estaba al tanto de la mayoría de las pruebas que se tenían contra Nidal Ayyad y Mohammad Salameh. Existían suficientes elementos para declararlos culpables.
Ahmad Ajaj estaba en prisión el día del atentado, y las pruebas que lo implicaban en él no eran muy convincentes. Sin embargo, el jurado sabía que Ajaj había viajado a Pakistán en compañía de Yousef, que los dos se habían sentado juntos durante la primera etapa del vuelo a Estados Unidos, y que al llegar a la aduana habían fingido no conocerse. Entre las pruebas más condenatorias estaba el hecho de que Ajaj tenía en su poder un sinnúmero de pasaportes e identificaciones falsos, papel membretado de bancos, y manuales de fabricación de bombas: el equipo de un terrorista, como dijo el fiscal.
Más graves todavía resultaron las traducciones de ciertas grabaciones de llamadas telefónicas que Ajaj hizo desde la cárcel. En diciembre de 1992 telefoneó a un amigo que utilizó un intercomunicador triple para conectar la conferencia con el teléfono del apartamento de Nueva Jersey donde se alojaba Ramzi Yousef.
En opinión de los acusadores, esas llamadas implicaban que Ahmad Ajaj había llegado al país con Ramzi Yousef, no como un inocente compañero de viaje, sino como cómplice suyo en la conspiración.
Las pruebas contra Abouhalima también eran escasas. Sólo dos testigos lo relacionaban con la conspiración. El primero era Carl Butler, el vecino que lo había visto en el apartamento donde se fabricó la bomba. El segundo era Willie Moosh, el encargado de la gasolinera que lo había visto con los demás cuando se dirigían al Centro Mundial de Comercio. Ninguno de los dos testimonios fue útil para la fiscalía.
Carl Butler fue incapaz de identificar a Abouhalima. Y cuando Childers le pidió a Moosh que lo hiciera, este señaló a un miembro del jurado, que era pelirrojo.
Los presentes se quedaron atónitos, y en los rostros de los defensores apareció una sonrisa de triunfo. Pero más adelante en el juicio, el equipo de la defensa se dividió. Los abogados disentían en cuanto a la conveniencia de una defensa colectiva, y para fines de enero el desacuerdo ya era muy grande.
El 15 de febrero de 1994, el fiscal Henry DePippo, colaborador de Childers, se levantó para hacer su alegato final. Tan pronto como tomó la palabra, el juicio adquirió un cariz completamente distinto. La fiscalía había pasado meses presentando pruebas sin interpretarlas. Pero en ese momento DePippo le habló al jurado como un consumado narrador, rompiendo la pesada formalidad propia de los tribunales.
Más que unos fanáticos, dijo, los acusados parecían refinados personajes de una truculenta novela de espionaje. Al decir del fiscal, Yousef había sido el "perverso incitador" del complot, y Salameh y Ayyad, sus ávidos aprendices. Abouhalima era el experto en pertrechos, y Ajaj había utilizado una estratagema para introducir a Yousef en el país.
Los miembros del jurado quedaron cautivados por la exposición de DePippo. Los fiscales dieron por terminada su intervención.
Durante seis meses, pese al intenso frío y las nevadas de ese año, las epidemias de gripe y las dificultades familiares, casi no hubo faltas de asistencia entre los jurados. Al cabo de ese tiempo les llegó el momento de evaluar la credibilidad de 206 testigos y más de 10,000 páginas de testimonios. Luego de 22 horas de deliberación, el jurado emitió su veredicto: los cuatro acusados fueron declarados culpables de todos los cargos.
"La fiscalía presentó una enorme cantidad de pruebas", comentó más tarde uno de los jurados. "La defensa no presentó nada".
ÚLTIMAS PALABRAS DE ANGUSTIA
—¿SE ENCUENTRA usted bien, señor? —preguntó la sobrecargo en voz baja.
Había transcurrido cerca de la mitad del vuelo de Nueva York a Los Ángeles cuando la azafata vio que rodaban lágrimas por las mejillas de aquel hombretón de pelo rubio cenizo. Tenía una pluma en la mano y estaba inclinado sobre un bloc de escribir.
—Perdón —contestó Ed Smith, sorprendido. Recobrando de inmediato la compostura, explicó—: Es que padezco una alergia terrible. Siempre me da en primavera.
El bloc que llevaba en el regazo se estaba llenando rápidamente. En unos días volvería a Nueva York para estar presente en el momento en que sentenciaran a los cuatro terroristas. Pensaba decir unas palabras. No se podía permitir a los criminales salir de la sala del tribunal sin reflexionar en lo que habían hecho, en lo que habían robado. Ed se encargaría de decírselo.
El fiscal Gil Childers le había preguntado si quería hacer una declaración el día de la condena. En los tribunales federales de Estados Unidos no es común dar la palabra a las víctimas del crimen que se juzga. Ed aceptó gustoso; de hecho, tenía varias cosas que decir. Childers le pidió entonces que esperara, pues la decisión dependía del juez Kevin Duffy. Se presentó una solicitud, a la que el juez accedió prontamente.
Solo en la sección que ocupaba en el avión, Ed revisó el discurso que iba a pronunciar ante el tribunal. Miró por la ventanilla a la oscuridad de la noche, tratando de elegir bien sus palabras.
A los pocos días, en presencia de su madre y de los hermanos de Monica, subió al podio del tribunal, cerca de donde estaban sentados los terroristas, y comenzó un discurso de cinco páginas:
"Una noche llamé por teléfono a casa, desde la escuela. Mi esposa, Monica Smith, me dijo que me apresurara a volver cuando terminaran las clases. Había comprado un equipo para hacerse la prueba del embarazo y no quería usarlo hasta que yo llegara. Al terminar las clases corrí a casa. El resultado fue positivo. Recuerdo esa noche como si fuera ayer. En mi vida me había sentido tan cerca de otro ser humano."
"Supimos que iba a ser varón, y decidimos llamarlo Eddie. Desde ese momento, cada vez que volvía yo a casa por la noche le cantaba al bebé. En el consultorio del médico oímos su corazón. A fines de febrero, faltando sólo dos meses para que naciera Eddie, fuimos a comprar muebles para él."
"Entonces llegó el 26 de febrero de 1993. El día empezó bien. Yo iba a regresar de un viaje de negocios para estar con Monica y Eddie. Pero un compañero me interrumpió en una reunión para decirme que había estallado una bomba en el Centro Mundial de Comercio. Llamé por teléfono a la oficina de Monica, pero no hubo respuesta. Y ya nunca habrá respuesta."
"Perdí a mi esposa, mi mejor amiga, mi ídolo... y a mi hijo. Ya no podré decirle a Monica cuánto la amaba. Nunca tendremos a Eddie en brazos. Ya no lo veremos crecer ni experimentar el amor, el respeto y la amistad que los padres comparten con sus hijos."
"Perdimos todo eso porque los cuatro hombres a los que hoy van a sentenciar querían aterrorizar al pueblo de Estados Unidos. ¿Qué clase de persona es capaz de despreciar así la vida humana y poner una bomba en los rascacielos más populosos del mundo? ¿Qué dios podría desear que alguien muriera en su nombre?"
Escuchando la traducción simultánea de las palabras de Smith por unos audífonos, los terroristas parecían aburridos.
"Quiero hacer dos últimas observaciones. La primera, para el juez Duffy: recuerde que los crímenes que se cometieron a unas cuantas calles de este tribunal no son meras abstracciones."
"Nosotros, que hemos enterrado a nuestros muertos sin haber tenido ocasión de consolarlos, le pedimos que no olvide que este atentado fue un asesinato múltiple."
"Por último, quienes cometieron este crimen, tanto los que están aquí como los que se encuentran prófugos, recuerden este día. Y ya sea que pasen el resto de sus días en una prisión federal o huyendo de la justicia, recuerden estos nombres, que los acompañarán para siempre:"
"Robert Kirkpatrick, esposo y amigo, muerto el 26 de febrero de 1993."
"William Macko, esposo y padre, muerto el 26 de febrero de 1993."
"Stephen Knapp, esposo y padre, muerto el 26 de febrero de 1993."
"John DiGiovanni, hijo, tío y amigo, muerto el 26 de febrero de 1993."
"Wilfredo Mercado, hijo, padre y esposo, muerto el 26 de febrero de 1993."
"Monica Rodríguez Smith, hija, esposa, madre en cierne y mejor amiga, nacida en 1959 y muerta el 26 de febrero de 1993."
"Y nuestro hijo, Edward Smith, muerto el 26 de febrero de 1993 sin haber nacido más que en nuestros corazones".
Cuando Ed Smith terminó de hablar, el juez Duffy dictó la sentencia. Había calculado el número de años que las víctimas habrían podido vivir, y condenó a los terroristas a 240 años de prisión: uno por cada año de vida que les habían quitado a sus víctimas.
En febrero de 1995, después de dos años de persecución, Ramzi Yousef fue detenido por las autoridades paquistaníes y enviado por avión a Estados Unidos para que compareciera ante un tribunal federal.
CONDENSADO DE "TWO SECONDS UNDER THE WORLD: TERROR COMES TO AMERICA - THE CONSPIRACY BEHIND THE WORLD TRADE CENTER BOMBING". © 1994 POR JIM DWYER, DAVID KOCIENIEWSKI, DEIDRE MURPHY Y PEG TYRE. PUBLICADO POR CROWN PUBLISHERS, INC., DE NUEVA YORK.
ILUSTRACIÓN EN COLOR: ALAN REINGOLD. ILUSTRACIONES: DAHL TAYLOR.
DIAGRAMA: DELORES BEGO