Publicado en
octubre 04, 2015
Un padre aprende lo que todos los padres deben aprender.
Por Christopher de Vinck.
UNA VEZ me encontré una polilla color de rosa en el porche de mi casa. Yo tenía unos ocho años, y acababa de cruzar la puerta que daba al vestíbulo rodeado de cristales donde dejábamos nuestras botas en el invierno. La polilla trataba desesperadamente de salir.
En varias ocasiones me había encontrado abejas o polillas encerradas en el porche, y siempre las había atrapado para luego dejarlas ir. Pero esta polilla era de un color que nunca antes había visto: rosada, completamente rosada. La capturé y la sostuve entre las manos.
¿Qué hace un niño con una polilla color de rosa? Tomé una caja de zapatos, la llené de pasto, le puse una tapa de refresco con agua e instalé allí a mi polilla.
Naturalmente, murió. No es posible aferrarse a las cosas mucho tiempo; hay que dejarlas ir. Tiré la caja de zapatos a la basura, y sepulté la polilla en el jardín.
Aun hoy, constantemente me siento dividido entre mi deseo de aferrarme a las cosas y mi deseo de soltarlas. Recuerdo la tarde en que Karen anduvo sola en bicicleta por primera vez. Había empezado yo a enseñarle a principios del otoño. Le quité las pequeñas ruedas laterales a la bicicleta, pero ella insistió en que yo sujetara el manillar y el asiento mientras corríamos por la calle.
—Te voy a soltar un segundo, Karen.
—¡No! —suplicó.
Quizá algún día Karen sea abogada, o cantante. Tal vez haga un descubrimiento, o dé a luz una hija. En todo eso pensaba yo mientras zigzagueábamos alrededor de la manzana.
Karen no tardó en aprender a pedalear. Mientras yo sujetaba la bicicleta, su cabeza y su cabello oscuro casi me rozaban la mejilla.
Luego de algunas semanas, Karen aceptó que soltara yo el manillar, mas no la parte posterior del asiento.
—No me sueltes, papá.
Pasaron los meses. Los árboles se desnudaron. Practicábamos cada vez menos tiempo. Viento. Frío. Invierno. Acabé por colgar de un clavo en el garaje la bicicleta de Karen.
Navidad. Uno de los regalos favoritos de Karen ese año fue el de su madre: cinco jabones en forma de conchita.
Año Nuevo. Nieve. Cuentas altas de combustible para calentar la casa. Y de pronto, unos días de calor.
—Roe —le dije a mi esposa cuando desperté—, ¿oyes cantar a ese pájaro? Es un cardenal.
Roe y yo seguimos escuchando. Abajo, los niños veían la televisión.
Después del desayuno, encontré a Karen en el garaje tratando de descolgar su bicicleta. Entré y le ayudé a hacerlo.
Se montó de un salto, y la conduje por el camino de grava que lleva a la calle. Le di un leve empujón. Karen gritó:
—¡Suéltame, papá!
Vaciló un poco, se bamboleó, se echó a reír y empezó a pedalear, mientras yo la observaba.
Sentí deseos de correr hacia ella, de sujetar el asiento de su bicicleta, de sostener el manillar, de sentir su cabello oscuro contra mi mejilla. Pero en vez de ello, grité:
—¡Pedalea, Karen! ¡Pedalea!
Y luego aplaudí.
No tiene sentido aferrarse a una polilla rosada, o a una hija. Les va a ir bien solas. Basta con soltarlas.
¡Pedalea, hija, pedalea!
CONDENSADO DE "ONLY THE HEART KNOWS HOW TO FIND THEM". © 1994 POR CHRISTOPHER DE VINCK, PUBLICADO POR PENGUIN BOOKS USA, INC DE NUEVA YORK.