Publicado en
octubre 09, 2015
¿Por qué las mujeres tienen más capacidad para sobrepasar una enfermedad?
"Los hombres no se enferman, se enferman graves..." "Hay pocas cosas más lastimosas que un marido en cama, víctima de un resfriado, porque nunca es un resfriado..."
Por Elizabeth Subercaseaux.
Siempre se ha dicho que los hombres tienen menos resistencia al dolor que las mujeres. "Es que nosotras hemos sufrido los dolores del parto", explicaba mi tía Antonia, y luego abría la Biblia en una página del medio y leía: "Parirás con el sudor de tu frente" . Quizás sea por eso que cuesta tanto llevar al marido al médico o que vaya al dentista o que se tome la pastilla que el doctor le recetó, pero lo cierto es que los hombres parecen tenerle más miedo al dolor que las mujeres.
Fue por allá por los setenta que alguien descubrió los beneficios de los maridos participando en el parto de sus mujeres. ¿Cómo era posible que la mujer diera a luz a ese hijo. o hija de ambos, mientras él estuviera paseándose por la sala de espera, comiéndose las uñas y fumando como condenado a cadena perpetua? ¡Eso no podía ser! El padre debía estar. presente para el parto, ser testigo de los dolores de su esposa y testigo de la primera aparición de su hijo al mundo, dijeron. Y de un plumazo se puso de moda que el papá (vestido de cirujano, pálido como muerto y medio temblando) estuviera allí, en medio del parto, reconfortando a su mujer, tomándole la mano y susurrándole palabras cariñosas al oído. En algunos casos la ex periencia resultaba positiva, en otros resultaba espantosa.
Mi tía Eulogia, que se había propuesto ser moderna para todo y seguir al pie de la letra todas y cada una de las ordenanzas de la modernidad, obligó a su marido Cristóbal a presenciar el parto del último de sus hijos. Cristóbal era el hombre menos moderno de la tierra, pero ante la insistencia de mi tía, aceptó. Para mal de sus pecados, aceptó, porque nadie le avisó que "el hijo" ¡iban a ser tres!, y en la mitad del parto cuando uno de los trillizos había nacido y el segundo estaba asomando la cabeza, Cristóbal lanzó un grito como de otros mundos, creyendo que su hijo era deforme. "¡Un bicéfalo!", chilló, después cayó desmayado en medio del quirófano y mientras la matrona tiraba de las piernas al segundo de los niños, la enfermera intentaba sacar a Cristóbal de entre las piernas del doctor y mi tía Eulogia amenazaba con matarlo. "¡Por cobarde!".
Todo eso se comprende, es explicable, presenciar un parto debe ser una experiencia más bien traumática para cualquier hombre. Pero a la hora de un marido hipocondríaco... Ahí sí que cambia la historia. Y hay miles.
Mi tío Roberto estuvo "a punto de morir de cáncer", como solía contar, cinco veces. El primer cáncer que le vino, lo atacó en medio de un viaje a España. Se encontraba en Alicante, jugando golf, cuando se descubrió una mancha en la mano derecha. Quedó atónito en medio de la cancha, mirándose la mancha y persignándose. Después le regaló los palos al caddy, se caló el sombrero y partió al hotel donde estaba mi tía Antonia. Hasta ahí llegó el viaje, porque mi tío Roberto, convencido de que tenía cáncer a la piel y haciendo caso omiso de los gritos de mi tía, tomó el primer avión de vuelta a Chile, para operarse en su país "y porque sólo confío en el doctor Gacitúa".
Cuando el avión aterrizó en Santiago, mi tío Roberto tenía su testamento redactado, y en el curso del viaje le había dado instrucciones a mi tía de que no cremaran su cuerpo y que lo enterraran en "Parque del Recuerdo". Del aeropuerto se encaminó a la consulta de su médico... No era cáncer, claro que no, era un lunar... El segundo cáncer (al cerebro) era una jaqueca que el doctor Gacitúa le curó con un par de aspirinas. El tercero y el cuarto fueron cánceres al pulmón (a pesar de que mi tío no había fumado en su vida) y el quinto cáncer, al estómago, fue sanado en un cuarto de hora con una pastilla para la acidez.
Al marido de mi tía José le daba por despertar en medio de las noches. "Me duele el pecho", decía, sudando a mares, con la voz entrecortada. "¿Otro infarto?" , preguntaba mi tía y se daba media vuelta para seguir durmiendo.
Los hombres no se enferman, se enferman graves. Hay pocas cosas más lastimosas que un marido en cama, víctima de un resfriado, porque nunca es un resfriado, siempre es una condena a muerte. "¿Estás segura que no tengo neumonía?", "¿Le preguntaste al doctor qué significa esa fiebre y ese dolor en la espalda?" "¡Háblame, Sofía! Te pregunto porque ayer leí en el Time que el dolor de espalda es el primer síntoma de una enfermedad coronaria".
Mi abuela decía que los culpables de la hipocondría en los hombres eran los mismos hombres, por haber inventado que resfriarse es cosa de mujeres y que la jaqueca es un asunto de señoras menopáusicas. Y mi abuelo, que siempre tenía a mano una teoría más bien inverosímil de las cosas, advertía: "Mira, Virginia, un hombre cabal no se enferma nunca, y si se enferma, es porque lo atacó una verdadera enfermedad". Según mi abuelo, estar resfriado era cosa de "maricas" (como decía), tener indigestión era cosa de niños y un dolor de cabeza era cosa de mujeres. Sólo un buen infarto, una buena pulmonía, una costilla rota por un puñetazo o un buen trombo eran cosas de hombres "valerosos" . Demás está decir que la hipocondría no fue un defecto de mi abuelo.
Al principio yo pensaba que los hombres hipocondríacos sólo existían en los países nuestros, que el terror a enfermarse era cosa tercermundista. Sin embargo, cuando llegué a Estados Unidos me di cuenta que aquí es mucho peor. Existe tal cantidad de información, más que información, bombardeo diario sobre asuntos de la salud y los diversos peligros que la vida esconde, que los norteamericanos parecen no saber qué hacer para salvarse.
Cuando se descubrió que la fuente de la vida y de la juventud no estaba en el "McDonald's" ni en el "Burger King" sino en trotar, los maridos norteamericanos salieron a la calle en masa. Pero los hipocondríacos hicieron del ejercicio un culto. No es raro encontrarse con estos maridos que trotan por las mañanas, levantan pesas por la tarde, van al gimnasio los sábados y juegan tenis los domingos. ¡Para qué decir la que se armó cuando apareció la noticia de que el colesterol alto mata!
El marido de mi amiga Joyce, Michael, se hizo un examen de sangre y descubrió que su colesterol estaba en 210. Y como es hipocondríaco, el 210 se convirtió en una pesadilla para toda la familia. Lo primero que hizo Michael fue convocar a una reunión, "porque tenemos que hablar seriamente", dijo. El estaba enfermo. Grave. Su colesterol había subido diez puntos por encima de lo normal. Le quedaba poco tiempo de vida. Si no se lo llevaba un infarto, se lo llevaría una trombosis... No quería ver un huevo en su casa, ¡nunca más! Ni siquiera un Huevo de Pascua, huevo de esos huecos que pintan los niños. No quería ver un pedazo de carne en esa casa, ¡nunca más! y de ahora en adelante Joyce tenía que aliñar las ensaladas con una mezcla de agua y vinagre. Se habían terminado para siempre los asados, él iba a tirar la barbacoa a la basura y a partir de mañana iban a echarle salvado de avena a todo, hasta el pan iban a untarlo con una mezcla de salvado y jugo de naranjas. Acto seguido dijo que iba a plantar una buena huerta y compró un kilo de semillas de brócoli, "porque tiene betacarotina", treinta plantas de zanahorias "porque tiene betacarotina" y diez plantas de espinaca "porque tiene betacarotina".
Seis meses más tarde, cuando Joyce y los niños estaban amarillos por la betacarotina y flacos como espárragos, Michael se hizo un segundo examen para saber cuánto le había bajado el colesterol. Pero como le bajó sólo dos puntos, volvió a casa balbuceando que ahora iban a suprimir la margarina y el yogur. Y un año después, cuando el colesterol le bajó sólo otro punto más, Michael decidió que, de ahora en adelante, la familia iba a dedicarse al jugo de acelgas con repollos de Bruselas, "porque leí en una revista que la acelga y el repollo de Bruselas bajan el colesterol". Ahí fue cuando Joyce llegó a mi casa diciendo que ella prefería mil veces un marido latino.
—¿Por qué? —le pregunté.
—¡Porque se mueren! —me dijo, y se puso a llorar.
Menos mal que seis meses más tarde el colesterol de Michael volvió a los 200 "normales". Pero Joyce ya había aprendido la lección, y cuando Michael empezó con lo del dolor en las coyunturas, Joyce pescó a los chiquillos y partió a casa de su mamá, dejándole una nota en la la cocina: "Cuando te mueras, avísame, pero sólo si estás muerto. Si me llamas antes, te mato. Saludos, Joyce".
No fue mala la idea, porque Michael la llamó esa misma noche diciéndole que estaba sano como un roble, quería invitarla a comer una parillada a la argentina.
—¿No estás enfermo? —preguntó ella.
—De nada— dijo él, y brindaron junto a un buen bistec.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, OCTUBRE 27 DE 1992