GRACIAS A UN GESTO DE BONDAD
Publicado en
octubre 20, 2015
Swede Roskam con unas estudiantes. Foto: © David DeJong.
Los sueños de muchos jóvenes se han vuelto realidad.
Por Wayne Kalyn.
UNA TARDE invernal de 1942, Verlyn Roskam, de 13 años, apodado Swede ("Sueco") por su cabello rubio, se acomodó en una butaca del cine Rialto, en Fort Dodge, Iowa. La pantalla se iluminó con la película Blondie Goes to College ("Pepita va a la universidad"), y el público rió a carcajadas al ver a ese personaje de las tiras cómicas abandonar las tareas domésticas y enviar a su hijo a una academia militar privada, a fin de poder asistir al colegio universitario. Los amigos de Swede se unieron a la risa, pero él fue sumiéndose en un extraño silencio. La película le inspiró un sueño aparentemente imposible.
En el camino de regreso a su casa, Swede anunció de repente:
—Algún día asistiré a una academia militar.
Aquello sorprendió a sus amigos. Uno le dio un empellón y dijo:
—¡Claro! Todos vamos a ir a una academia militar.
Y el grupo rompió a reír.
Fort Dodge era una pequeña ciudad industrial. Allí los jóvenes seguían los pasos de sus padres y trabajaban en las fábricas, en el rastro o, como el padre de Swede, planchando ropa en la tintorería. Si en verdad quiero asistir a una academia militar, tendré que conseguirlo por mí mismo, se dijo el muchacho aquella noche, mientras que, acostado en su cama, acariciaba su sueño.
Dos veranos después, cuando la familia Roskam se mudó a Waterloo, otra población industrial de Iowa, Swede obtuvo un empleo nocturno en una panadería, donde se dedicó a cargar de pan los camiones repartidores. Al terminar su turno, a las 7 de la mañana, cruzaba de prisa la ciudad para ir a trabajar en una fábrica de chaquetas y botas para la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Todas las semanas depositaba su salario en el banco, y pensaba que cada vez se hallaba más cerca del día en que portaría un uniforme de cadete.
Al cabo de otro verano de trabajo, Swede había reunido la mayor parte del dinero necesario para pagar la matrícula del undécimo grado en la Academia Militar Wentworth, institución de enseñanza media superior y colegio universitario de Lexington, Missouri. El día en que se colocó en la fila para los trámites de inscripción, en el otoño de 1945, se quedó mirando los elegantes coches de los que se apeaban muchos de sus nuevos condiscípulos. A la par de un gran entusiasmo, empezó a sentir dudas insidiosas. ¿Se adaptaría a ese medio? ¿Soportaría la disciplina militar?
Le dieron unos pantalones color caqui con una ancha franja negra en cada pernera, y una camisa color marrón. En la peluquería cayeron sus rubios rizos, víctimas de la maquinilla eléctrica. Se miró al espejo y se aseguró: No soy diferente de estos chicos. Valgo tanto como el que más.
En los meses siguientes estuvo muy contento con el entrenamiento y la disciplina de los que muchos otros se quejaban. Era bueno tanto en el campo deportivo como en el salón de clase. Pero hacia el final del segundo semestre se dio cuenta de que tendría que volver a Waterloo para terminar sus estudios. Ya se le habían acabado los fondos, y aún debía 200 dólares a la academia.
Al terminar su último año de enseñanza media superior entró a trabajar en una fábrica. Cada día, cuando cruzaba la puerta, lo abrumaba una sensación de fracaso. Estaba más decidido que nunca a asistir a la universidad, ¿pero cómo lograrlo?, se preguntaba.
Cierto día de verano, Anna Gibbons, una maestra de Wentworth que le había cobrado afecto a Swede, llamó a su puerta. Le preguntó si quería regresar a la escuela, con la matrícula y todos los gastos pagados. Un matrimonio había perdido a su hijo, graduado en esa academia, y con el dinero del seguro de vida deseaba patrocinar a un estudiante que lo mereciera. La señora Gibbons pensó en Swede de inmediato.
Esa noche, el joven les escribió a Roy y a Ella Jenkins. Unas semanas después recibió una carta urgente, con un mapa y una invitación para ir a la casa de aquella pareja, en Ogden, Iowa.
Swede tardó casi un día entero en hacer el viaje de 240 kilómetros pidiendo en la carretera que lo llevaran. Ella Jenkins lo recibió con una sonrisa cordial, y Roy le dio un fuerte apretón de manos. Se sentaron en el comedor, y el joven se fijó en una fotografía que estaba sobre una mesa.
—Es nuestro hijo George —dijo Ella con suavidad—. Pertenecía a la 82a. División Aerotransportada, que aterrizó en Normandía. Ahí murió.
Se hizo un silencio que Roy Jenkins al fin rompió.
—Pues bien, Verlyn: nos han dicho que te encanta la academia de Wentworth y que deseas volver para hacer allí tus estudios de colegio universitario.
—Sí, señor —repuso Swede—. Quiero llegar a ser alguien.
Ella miró con intensidad al joven, en cuyas palabras escuchaba ecos de las de George, que siempre había asegurado que sería un triunfador. Los Jenkins recordaban la emoción reflejada en el rostro de su hijo cuando lo llevaron a Wentworth por primera vez.
Después de la cena le preguntaron a Swede si quería acompañarlos al cementerio. Se acercaron a la tumba, y Ella comenzó a llorar muy quedo. El joven comprendió la pena que embargaba a los Jenkins, y se prometió a sí mismo: si lo enviaban a Wentworth, encontraría la forma de corresponderles.
En cuanto volvió a la academia, acometió los estudios con determinación. Fue un estudiante destacado; se convirtió en líder de pelotón, y después en teniente, y además se ganó un lugar en el equipo de futbol americano.
Sus benefactores recibían cartas en las que Swede les hablaba de sus alegrías y sus triunfos. Cierta vez su equipo ganó el campeonato estatal, y él les mandó el balón con el que se jugó el partido decisivo.
La víspera de su graduación, el joven cenó con los Jenkins, que no dejaban de repetirle lo orgullosos que estaban de él. Después, Roy le preguntó cuáles eran sus planes.
—Ya presenté mi solicitud en la Universidad Knox —les contestó.
Al día siguiente, Swede recibió su diploma de colegio universitario. Su padre y los Jenkins se encontraban entre el auditorio. Más tarde, Ella le comunicó:
—Roy y yo hemos decidido costear tu carrera en la universidad. Swede se graduó en la Universidad Knox en 1951, y fue a la Guerra de Corea. Empezó como líder de pelotón, en el ejército, y fue ascendido a comandante de una compañía. Su entrenamiento en Wentworth dio fruto.
Volvió de Corea y cursó una maestría en relaciones industriales. Siempre estuvo en contacto con los Jenkins. Ellos se encontraban en primera fila en la boda de Swede y Martha Jacobsen, una joven que conoció en Knox.
La educación le abrió a Swede muchas puertas, y lo libró de las penurias de su primera juventud. Ocupó diversos puestos en el campo de las ventas y la mercadotecnia, y con el tiempo se convirtió en vicepresidente de una gran empresa. A veces, de camino a su oficina, pasaba en su auto por los barrios pobres de Chicago y veía a los niños que jugaban en las calles.
¿Qué les depara el futuro?, se preguntaba. ¿Cuántos de ellos verán sus sueños de una vida mejor desvanecerse en la nada? ¿Cómo puedo darles lo que a mí me dieron los Jenkins?
Un día del invierno de 1981, Swede se dirigía en su auto a una cita de negocios. Iba reflexionando sobre un artículo que había leído acerca de una compañía que adquiría los excedentes de producción de diversas empresas a precio de descuento y obtenía utilidades revendiéndolas. ¿Por qué no pedir a esas firmas que donen sus excedentes a universidades que puedan utilizarlos?, pensó. A cambio, esas instituciones otorgarían a jóvenes necesitados becas por el equivalente al valor de las donaciones. Las empresas obtendrían beneficios fiscales, y todos saldrían ganando.
Al llegar febrero, Swede ya había fundado la empresa Educational Assistance Limited (EAL), en una habitación de su casa. Las universidades respondieron con entusiasmo, pero las empresas no estaban interesadas o recelaban de sus motivos. Swede estuvo más de una vez a punto de darse por vencido.
W. W. Grainger, Inc., firma distribuidora de equipo industrial, le dio el impulso que necesitaba al donar al departamento de mantenimiento de una universidad de Chicago acondicionadores de aire y motores que representaban becas por casi 5000 dólares. Y poco después Monsanto donó muebles de oficina a una universidad de Missouri. Al finalizar el segundo año de existencia de EAL, 11 instituciones educativas habían ofrecido becas a 60 jóvenes, por un total de 71,000 dólares.
La misión de EAL supone un desafío: encontrar a los muchachos idóneos para recibir las becas. Un buen ejemplo es Julian Johnson. Este joven se había criado en un lugar donde se vendía crack en las aceras. Swede notó que tenía posibilidades, y lo inscribió en un curso de verano de Wentworth.
EN AGOSTO DE 1991, Swede Roskam asistió a la ceremonia de premiación de Wentworth. El público se agitó, emocionado, cuando los cadetes entraron marchando en el gimnasio. Pasó con gran orgullo un líder de pelotón. ¡Julian Johnson!
Hasta ese momento, Swede ni siquiera había estado seguro de que el jovencito de 15 años siguiera en la escuela. El día de las inscripciones en Wentworth, más de un año antes, lo había encontrado solo, sentado en una bolsa de lona. Al ver a Swede, Julian había bajado la mirada a sus gastados zapatos deportivos.
—Quiero irme a mi casa, señor Roskam —dijo con voz apagada.
—¡Tonterías! —exclamó el hombre—. Una vez sentí lo mismo que tú sientes ahora, pero me quedé y descubrí que valía tanto como los demás. Tú también lo descubrirás. Te lo prometo.
Swede vio con el corazón henchido de orgullo que Julian terminaba su segundo verano en la academia. Lamentaba solamente una cosa: el señor y la señora Jenkins habían fallecido en 1971. Él había prometido corresponder a su generosidad, y en ese momento deseó que hubieran visto lo que habían hecho posible con su desprendimiento. Desde 1982, EAL ha recaudado 7 millones de dólares, y ha ayudado a más de 1300 jóvenes.
Gracias a un gesto de bondad que se transmite, cuánto bien se logra, pensó Swede.