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octubre 21, 2015
En la vida de una mujer "el hombre de mi vida" aparece a cada rato. Siempre es un ser único, distinto, aunque el amor dure menos de una semana, y si usted tiene una hija, sabe lo que digo...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Si usted tiene una hija de entre 17 y 35 años habrá escuchado hablar del "hombre de mi vida" por lo menos unas diez veces.
En esos años benditos el hombre de la vida aparece a cada rato, está en cada esquina y siempre es "el único", "el ser más maravilloso de la tierra", "mi otra mitad del alma" y "el que por fin llegó a mi destino", aunque el amor dure cuatro días y la otra mitad del alma no sea más que un adefesio que ha estado en la existencia de su hija menos de una semana.
La primera vez que mi tía Alicia llegó a la casa de mi abuela corriendo y gritando desde la puerta del jardín "¡encontré al hombre de mi vida, me voy a casar!", mi abuela le creyó y salió esa misma tarde a mirar trajes de madrina. La sola idea de que Alicia se casara le producía estertores de alegría. Mi tía Alicia fue complicada desde que nació. Llegó al mundo con un ojo abierto y el otro cerrado y desde el primer instante en que la vio, mi abuelo vaticinó "esta niñita no promete futuro esplendor, Virginia, así que prepárate". Dicho y hecho. La niñita fue rebelde desde los cuatro años para arriba y a los 16 nadie en la familia daba ni un penique por ella.
El mismo día de su anuncio, cuando mi tía Alicia volvió tarde en la noche, con "el hombre de mi vida" a cuestas, mi abuelo perdió el habla por diez minutos. El "hombre de mi vida" tenía por lo menos treinta años más que ella, cojeaba de la pierna izquierda y expelía un aliento a alcohol tan fuerte que mi abuelo creyó que andaba con la botella de tequila abierta debajo de la chaqueta.
El romance duró un mes, "el hombre de mi vida" vendió la guitarra de mi tía, le mató el gato a patadas, robó la pulsera de oro de mi abuela y después se fue de sus vidas con la misma cara de fresco con que había llegado. Mi abuelo, quien solía decir que los hombres eran puro corazón y las mujeres puro cuerpo y el cerebro lo ponía Dios, declaró que había estado equivocado: los hombres eran unos sinvergüenzas, las mujeres unas taradas y Dios, una víctima de su propia creación.
Entre ese novio y el "hillbill" de Missouri pasaron ocho "hombres de mi vida" por la turbulenta existencia de mi tía Alicia, mi abuela fue seis veces a mirar trajes de madrina, mi abuelo perdió el habla indistintamente con todos y la familia gastó diez mil dólares en pasajes a diversas partes del mundo, porque cada vez que mi tía terminaba un romance con el "hombre de mi vida" de turno, caía en una tristeza interminable y había que enviarla al extranjero para que volviera a sonreír.
A los 27 años mi tía declaró que el progreso la estaba ahogando, no quería ver una computadora ni un teléfono celular nunca más en toda su vida y se fue a vivir a un cerro de Missouri. No llevaba ni dos meses en esas lejanías cuando llegó la carta que anunciaba que había encontrado al "hombre de mi vida", ahora sí que sí, mamá, tú lo vas a adorar y estoy segura de que a mi papá le va a encantar, es el hombre más fascinante de la tierra, es lindo, inteligente, religioso, es un místico de la naturaleza, se llama Mike, me adora y yo lo adoro y nos vamos a casar. Esa vez a mi abuela no le cupo duda de que era cierto y compró esa misma tarde un vestido de madrina que le venía gustando desde hacía más de cinco años, pasó a la agencia de viajes y adquirió dos pasajes a Missouri, uno para ella y otro para mi abuelo. Iban a conocer al futuro yerno cuanto antes.
Llegaron a Kansas City un lunes frío de noviembre y por la tarde de ese día lluvioso partieron en un auto alquilado a Gainesville donde vivía mi tía Alicia.
Ese día no pudieron conocer a Mike, había estado muy ocupado, les explicó ella, pero al día siguiente se haría un hueco en su trabajo para conocer a sus futuros suegros, "¡ay, mamá! estoy tan feliz", exclamaba con los ojos brillantes mientras hablaba, "el hombre de mi vida te va a encantar".
Mike llegó hacia las nueve de la mañana y mi abuelo perdió el habla hasta el otro martes.
Para empezar a conversar Mike tenía una edad completamente indefinida, podría tener veinte, treinta o sesenta años. Bajo la espesura de su barba hirsuta era casi imposible adivinarle el rostro, o si tenía arrugas. Casi pegados a la barba asomaban un par de ojitos verdes enrojecidos, mudos testigos de la cantidad de alcohol o lo que fuera que aquel hombre se estaba echando al cuerpo. Era flaco como una aguja, le faltaban casi todos los dientes, no se había duchado desde sabe Dios cuándo y hablaba un inglés de los cerros de Missouri que ni siquiera un lingüista habría sido capaz de descifrar. Había llegado en un Ford del año 50 y andaba con una escopeta del 39 atada al hombro con un cordel.
—¡Ay!, Virginia —balbuceó mi abuelo en la oscuridad de su pieza esa noche cuando se fueron a dormir— ¡es un "hillbill"!
—¿Y qué es eso? —preguntó mi abuela llorando con los nervios rotos.
Entonces mi abuelo le explicó que un "hillbill" era una especie de vago de los cerros de Missouri, un hombre primario, apenas sabían leer y escribir, no se bañaban nunca, pariente cercano del mono, Virginia, por eso es que habla ese inglés de la selva, le decía y mi abuela se enjugaba las lágrimas con cara de horror.
A la mañana siguiente, el "hillbill" y mi tía Alicia estaban tomando el desayuno cuando ellos se levantaron. Mis abuelos intentaron ser corteses con él, mal que mal, aquel adefesio iba a entrar en la familia y más valía tener buenas relaciones. Pero cuando el hombre anunció que tenía que hacer y en su inglés de otros mundos declaró que su trabajo del día consistiría en salir a matar curas con la escopeta, mi abuela sufrió un desmayo y mi abuelo clavó sus ojos de padre decidido en el rostro angelical de mi tía y le dijo: "¡Alicia, este cuento se acabó!". La subieron al auto alquilado y esa misma noche tomaron el avión de vuelta. A mi tía Alicia se le olvidó "el hombre de mi vida" a las dos semanas de regresar a casa, pero esta vez mi abuela tuvo una seria conversación con ella y le dijo lo que debió haberle dicho hacía más de diez años atrás:
—Mira, Alicia, el hombre de la vida no existe, lo que existe son la vida y los hombres y con eso una tiene que arreglárselas lo mejor posible, ¿entiendes?
—Entiendo —dijo mi tía.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 26 DEL 1995