Publicado en
octubre 23, 2015
Cuando uno viaja con regularidad en un autobús, lo de menos son los nombres de los demás pasajeros.
Por Kim Shippey.
MI ESPOSA Y YO creíamos que era prácticamente imposible trabar una verdadera amistad con alguien cuyo nombre se desconoce. ¡Qué equivocados estábamos! Después de viajar durante varios años en autobús los domingos en la mañana, con el mismo grupo de gente "anónima", hemos cambiado de opinión.
Nosotros, que nos dirigimos a la iglesia muy de mañana, nos sumamos al grupo en la terminal del autobús. Lo mismo da que llueva, nieve o que haga un calor infernal. En esas circunstancias, funcionar como equipo importa mucho más que saber cómo se llaman los demás.
Uno de los pasajeros se cerciora de que nos toque el conductor de siempre, y ve si este ha puesto el letrero correcto de nuestro destino en el frente del vehículo. Los grandes bigotes del chofer, con sus puntas blancas, contrastan fuertemente con su rostro arrugado. El hombre sonríe bonachonamente a cada pasajero, seguro de que todos pondrán en el depósito de monedas el importe fijado y de que acatarán las reglas, escritas y tácitas, del viaje.
Por nada del mundo se fuma en el autobús, ni se tira basura, ni se es descortés, y casi nunca toca alguien el timbre machaconamente para avisar que va a bajar. El conductor se ha tomado la molestia de aprender dónde se apea cada uno de sus pasajeros habituales.
Antes de salir, pasamos lista mentalmente: ¿dónde está esa señora tan taciturna que se sienta adelante y jamás contesta nuestros saludos? Ahí viene. A juzgar por su ropa, no le sobra el dinero y, sin embargo, siempre le regala una taza de café al chofer.
¿Dónde estará el guardia de la fábrica que toma el autobús al concluir su larga jornada nocturna y cuya presencia nos hace sentirnos protegidos? Ahí está. Se tumba en su asiento y cierra los ojos hasta el preciso instante en que llegamos a su esquina.
Está también el tipo fornido que viaja a la ciudad a comprar el periódico dominical, se reúne con nosotros en la cafetería de la terminal y regresa en el autobús con el periódico apretado bajo el brazo. Una mañana, se desplomó en la acera en el momento en que iba a subir. Todos corrimos a ayudarle. Varios brazos anónimos le detuvieron la cabeza mientras llegaba la ambulancia. Reinaba un silencio preñado de aflicción cuando el autobús arrancó. En eso, alguien reparó en que su periódico estaba sobre el pavimento, y el conductor esperó a que se lo lleváramos a su dueño hasta la ambulancia. El autobús se retrasó considerablemente aquel día.
Al domingo siguiente, el pasajero estaba de vuelta, con un periódico nuevo y una inconfundible sonrisa de gratitud.
También nos sonríe una pareja de mexicanos que suben al autobús tomados de la mano. Cuando se apean, sus manos siguen unidas. La señora estuvo embarazada el año pasado, y el día en que, por su figura, dedujimos que ya había dado a luz, no pudimos menos que ufanarnos, pues nuestra familia había crecido.
Hay un grupo de haitianos que trasbordan a nuestro autobús a unas 15 calles de la terminal. Su autobús llega indefectiblemente después que el nuestro al punto de correspondencia. Sin embargo, son tan alegres que no nos gusta partir sin ellos. ¿Quién precisa de palabras —o de nombres— cuando se puede hablar con el corazón?
Lo único que opacó nuestra alegría durante muchos meses fue que no podíamos establecer la misma afinidad con la señora silenciosa del frente. Luego, una noche, mi esposa y yo fuimos a cenar a un restaurante de mariscos situado en la ruta del autobús. Nos asignaron una mesa contigua a la de una persona que comía sola, enfundada en un abrigo que reconocimos en el acto: era la señora del autobús.
La saludamos con la familiaridad de siempre, pero en esta ocasión su rostro se iluminó al reconocernos; luego esbozó una sonrisa tímida. Cuando por fin habló, salieron de sus labios rígidos unas palabras casi ininteligibles. Evidentemente, tenía dificultades para hablar. Por eso nunca lo hacía.
Durante la cena nos enteramos de que era madre soltera y de que tenía un hijo incapacitado que recibía atención especializada lejos de su casa. Lo echaba muchísimo de menos, según nos explicó.
—Lo quiero... y él me quiere, a pesar de que no sabe expresar su cariño —murmuró con voz entrecortada—. Mucha gente tiene ese problema, ¿verdad? No decimos lo que queremos decir, lo que deberíamos decir. Y eso no está bien.
Se pasaba la mañana de los domingos en el autobús —en el mismo asiento, por la misma ruta, una y otra vez— tan sólo por disfrutar de la compañía de un conductor cuyo nombre ignoraba, pero que apreciaba los cafés que ella le ofrecía.
Nada le complacía tanto como esos paseos, nos contó. Y también le gustaba ir de tiempo en tiempo al restaurante de mariscos.
—Esta vez lo estoy compartiendo con a-a-a-amigos —añadió.
Las velas brillaban en nuestras mesas, tan cerca una de la otra que parecían una sola. Nunca nos supo mejor el pescado. La noche se alargó y se fue tornando más y más íntima. A la hora de despedirnos, intercambiamos nuestros nombres. Ya éramos amigos.
© 1993 POR KIM SHIPPEY CONDENSADO DE "THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR" (23-VI-1993), DE BOSTON, MASSACHUSETTS.
ILUSTRACIÓN: BRADLEY CLARK.