Publicado en
septiembre 09, 2015
Cuando Roberto llegó a las 5:30 a.m., mi tía Eulogia supo que había pasado la noche con otra mujer y lloró todo lo que tenía que llorar hasta que se le pasara la rabia... Al verse descubierto, él, como todos los hombres, le juró que la quería a ella y a la otra no, que había sido sólo una aventura...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Una noche mi tía Eulogia estuvo esperando a Roberto, vestida, hasta que el sol entró por la ventana. Pasó las horas subiendo y bajando la escalera de la casa, restregándose las manos, casi desmayándose cada vez que sonaba el teléfono, jurando que en cuanto llegara iba a matarlo y acto seguido poniéndose a llorar, porque a lo mejor no tenía que matarlo ni nada, porque el pobre ya podía estar muerto... Usted sabe lo que son esas noches. Porque todas las mujeres hemos estado, al menos una vez en la vida, en esa situación...
La cosa es que dieron las tres y Roberto no llegaba y entonces mi tía se puso a llamar a todos los hospitales, postas de emergencia y a la policía. No llamó a ninguno de sus parientes, porque una vocecita interna le decía que el sinvergüenza de Roberto no estaba herido ni muerto, sino en brazos de alguna flaca, y a ella le daba vergüenza, pero sí llamó a su suegra y la despertó en medio de la noche y casi la mata del corazón, "mal que mal es su hijo, usted lo crió y usted es la responsable", le dijo y la pobre vieja se puso a rezar...
A las cinco y media de la mañana, cuando el tímido sol de comienzos de octubre hizo su entrada al mundo y mi tía Eulogia ya estaba al borde de la desesperación total, escuchó el auto de Roberto. "Desgraciado", se dijo a sí misma, "me la vas a pagar. Infeliz, pobre de ti que vengas entero y que no hayas tenido un accidente. Pobre de ti".
Roberto, que no había tenido ningún accidente distinto de una buena noche de amor, entró a la casa apenas pisando el suelo, como si no pesara, sumido en un silencio total, con esa cara que ponen los maridos cuando entran a la casa a las cinco y media de la mañana y no vienen ni de misa ni de enterrar a la mamá...
Mi tía lo estaba esperando en la escalera con esa cara de "ahora te las vas a ver conmigo, de aquí no sales con vida", que ponen las esposas cuando saben que el marido no viene ni de enterrar a la mamá ni de misa...
—¿Qué haces en pie a esta hora, Eulogia? —le preguntó Roberto con esa voz de "¡madre santa, ahora sí que me llegó!" que ponen los maridos cuando saben que, efectivamente, ahora sí que les llegó.
—Te estoy esperando —dijo escuetamente mi tía Eulogia y en seguida vino lo que pasa siempre cuando un marido trémulo tiene que decirle a la señora que ha pasado la noche con otra mujer.
No se hablaron por dos semanas. Mi tía lloró todo lo que tenía que llorar hasta que se le pasara la rabia. Roberto le dijo que la quería a ella y a la otra no, y se lo repitió todas las veces necesarias para que mi tía le creyera.
La Domitila increpó severamente a Roberto diciéndole que era la mitad de un hombre, un caballero mal nacido y si Eleuterio le hiciera lo mismo a ella, ella lo mataría a palos. Y Roberto se tragó todo el vendaval jurando y rejurando que nunca más lo haría en toda su vida, que no había sido su intención hacer sufrir a nadie, que la carne es débil y todas esas patrañas que dicen los maridos cuando se bajan los pantalones donde no deben, y se dispuso a ser fiel como un cura a Dios.
Pasó un tiempo y a la vuelta de la vida mi tía se enamoró de Federico. No por vengarse de Roberto ni nada por el estilo. Simplemente se enamoró. Lo vio por primera vez una mañana en el autobús; lo vio a la mañana siguiente en el mismo autobús y dos semanas más tarde, cuando cayó en la cuenta de que Federico tomaba ese autobús sólo para verla a ella (cuando ella se bajaba en su oficina él tomaba el otro autobús de vuelta), se empezó a fijar en sus ojos rasgados, su boca un poco abultada, los pómulos algo salidos, la anchura de su frente, la cierta tristeza de su sonrisa, los músculos de su cuello, el ancho de sus hombros, la angostura de sus tobillos, la sedosidad de su cabello negro, y cuando ya se estaba tratando de fijar si tenía o no tenía pelos en el pecho, Federico la invitó a tomarse un café en la esquina...
Unas horas más tarde vino lo que pasa siempre cuando una mujer y un hombre se cruzan esa mirada que no necesita explicación y que en buen castellano quiere decir: "contigo y conmigo pronto va a ocurrir algo".
Y los dos se hicieron amantes.
Pero mi tía Eulogia no hizo ninguna de las cosas que hacía Roberto cuando se bajaba los pantalones donde no debía y ella lo sorprendía, sino que le escribió una cartita que le pasó a dejar a su oficina.
Querido Roberto: Yo sé que esto te va a sonar terrible, pero me voy.
Roberto chilló, amenazó, bajó tres kilos e hizo casi todas las cosas que hacen los maridos cuando la señora se les va, pero no hubo solución. ¡Mi tía se había enamorado!
Nunca deja de sorprenderme lo distintas que somos las mujeres de los hombres a la hora de enfrentar la infidelidad matrimonial.
El hombre que se involucra con otra mujer se distancia físicamente de su mujer, llega tarde a la casa, se escuda en las disculpas que debe dar su aleccionada secretaria, se inventa reuniones, miente... Si lo pillan, le dice a la mujer que a la otra nunca la ha querido, que es una aventura y nada más, puro sexo, que el amor verdadero es el que siente por ella, por el hogar, el matrimonio; si no lo pillan, le dice a la otra que no puede ver a la vieja, pero que tampoco se puede separar por los niños. Y cuando la esposa ya no da más con el "affair" de este marido que la toca el viernes primero de los meses de invierno y lo pone entre la espada y la pared, "o esa señora o yo", se va a la casa de la mamá...
Una mujer que se enamora de otro hombre, casi siempre hace la misma y única cosa: se va.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 01 DE 1999