HUITZILOPOCHTLI TONIGHT (Alejandro Carneiro)
Publicado en
septiembre 25, 2015
Un día antes
No me extraña que los hosteleros se quejen ante el ministerio. Los rituales aztecas del dios Huitzilopochtli son una competencia abusiva. No miento si digo que el sábado pasado más de medio planeta se paso la noche viendo el fabuloso espectáculo de los sacrificios. Yo no pude porque la vecina del trigésimo cuarto D me llamó para que le arreglase el mando de la nevera. La pobre ya no sabe qué organizar para verme a solas. Es una maldita pesada con una ansia de emparejamiento tan desquiciada que no le entra en la cabeza que lo nuestro sólo fue una tarde de lujuria en el ascensor averiado, sin más etiquetas. No me vuelvo a liar con solteras que se me abalancen en espacios cerrados. Cientos de millones de personas se quedaron en sus casas con las pupilas pegadas a sus televisores panorámicos, pero yo de estúpido, ajustando un mando ni siquiera estropeado y aguantando otro discurso de amor despechado. Para este fin de semana se anuncia la presentación estelar del futuro programa sobre sacrificios cartagineses al dios Baal, que promete mayores emociones y premios para toda la familia. Incluso se habla de nuevas versiones con extraños rituales orientales bajo el asesoramiento de expertos antropólogos. No pienso perdérmelo y no me extraña que los hosteleros se subleven ni que las cadenas televisivas rivales de Canal ZCO abarroten los despachos de los juzgados con denuncias estúpidas sobre los derechos humanos. Ya no saben cómo impedir el descalabro de sus negocios y el despeñamiento de sus índices de audiencia. Me dan una pena, pero así es la ley de mercado.
En el trabajo aprovecho para hacer decenas de llamadas al concurso. Quiero que me elijan para ser sacrificado algún sábado antes de la primavera, a ser posible en Navidad, cuando el programa lo ve más gente. Me importa un bledo que el día de mañana se quejen a mi jefe de planta por la factura de mi mascletófono los pesados del departamento de control de empleados. Mi jefe es el primero que se anima a llamar, todos en mi sección del edificio nos turnamos en los mascletófonos por orden de antigüedad. No debemos ser los únicos fanáticos por ser elegidos. En dirección deben estar haciendo la vista gorda hasta que pase la moda o puede que estén pensando en descontar el dinero de las nóminas. También puede ser que estén ocupados llamando por su cuenta. Después de todo, quién se resistiría a ser sacrificado en el gran templo escalonado, con sus pebeteros ardientes y sus sacerdotes ensangrentados reclamando tu presencia mientras ondean sus cuchillos de pedernal desde lo alto de la plataforma. Es una tentación irresistible. El mejor fantasy show de la historia. Siempre portada de inicio del Eventos 1º Edición de los domingos.
Mi madre nunca se pudo imaginar semejante espectáculo cuando me contaba los programas que alegraban su infancia. Pensaba que ya estaba todo hecho y que las telenovelas polinesias no tenían rival, que eran insuperables. Siempre decía que un romance de polinesios entre cocoteros, acabado en boda bajo un huracán salvaje que se llevaba volando a la mala de la serie, supera a cualquier partido de fútbol de los que se tragaba mi padre. Pero ahora ya nadie se acuerda de las lágrimas vertidas por culpa de los amoríos polinesios y los jugadores de fútbol tienen que firmar contratos más reducidos porque se les ve menos cada domingo. Muchas cámaras ocultas los han cazado llorando como críos en los vestuarios. Huitzilopochtli Tonight y sus malas copias arrasan las audiencias de todas las edades y condiciones, sin posibilidad de hacer distingos que alivien conciencias. Es que la televisión avanza que es una barbaridad. Si mi madre levantara la cabeza...
Tengo que reconocer que al principio el programa no me enganchó como a la mayoría de mis amigos y gente con la que he hablado del tema. Parecía muy previsible. Se escogen a tres personas por sorteo y se les obliga durante una semana a vivir como conquistadores españoles prisioneros de los aztecas. El último día el público elige a uno de ellos para ser sacrificado a la antigua usanza del dios Huitzilopochtli en una reconstrucción perfecta del gran templo de Méjico. El premio, claro está, es ganarse un puesto en el paraíso azteca y en segundo lugar, pero creo que no menos importante, hacerse famoso en todo el mundo y que hablen de ti hasta el comienzo del siguiente programa. A los perdedores se les regala un simple apartamento y un coche deportivo para que lloren la amargura de la derrota. A primera vista, más bien una curiosidad histórica con ciertos toques de concurso que un programa de entretenimiento. Pero lo sigues una vez y ya no puedes apartar el ojo. Es como una droga sin secuelas. Siempre hay algún concursante que no aguanta la semana e intenta escaparse de su prisión a través del decorado a tamaño natural de la ciudad de Tenochtitlán. El premio por lograr esta aventura es sustancioso, nada menos que presentar las siguientes ediciones del programa hasta que otro tenga tanta suerte como tú. Pero ninguno lo ha conseguido. El presentador y sus guerreros jaguar los persiguen con saña asesina y acaban todos capturados y arrojados al foso de las fieras. Es misión imposible, el truco malvado del programa para concursantes demasiado ambiciosos, pero rezo porque algún día suceda un desenlace contrario. Ojalá un afortunado consiga la proeza de fugarse del decorado y ser el nuevo presentador, pues el actual me resulta un relamido insoportable, es la única pieza errónea del concurso. Se pasa el rato sonriendo bajo su bigote de gigoló de tebeo y su verborrea intrascendente de filósofo de bazar siempre le roba el tiempo de despedida a la víctima del sacrificio. Apenas le suelen quedar cinco minutos para despedirse del mundo después de que el presentador le haga su largo discurso de entrada, que es más bien una alabanza de su propia persona. Un verdadero chupacámaras. Me cae mucho mejor el sacerdote que se encarga de abrir a las víctimas y arrancarles el corazón palpitante. Se nota que lo suyo es por savoir—faire y no alarde de cutis bigotudo y palabrería vana. Es un azteca descendiente de los originales, igual que sus ayudantes, de mirada perdida en otro tiempo de realidades únicas y que no le tiembla el pulso ni le falla la mano a la hora de usar el cuchillo de pedernal afilado. Clavar, abrir y sacar. Con las pausas necesarias para el ritmo televisivo no sea demasiado rápido ni excesivamente lento. Un maestro, el alma mantenedora del show, carente del afán de protagonismo del ubicuo presentador con bigotes imposibles. Aunque, por otra parte, a mí me estremece el verlo tan puesto en su papel de sacerdote verdugo. Tiene que tener hielo en las venas para sacrificar a una persona todos los domingos sin denotar el menor indicio de duda o aprensión. Yo una al mes podría, como cualquier persona normal, pero una a la semana es para gente con mucho aguante o carácter tirando a salvaje sediento de carne. Incluso creo que no le cuesta nada el abrir pechos como latas, que en sus acciones hay cierto sentimiento de venganza secular, acumulada generación tras generación, porque más de una vez le he visto elevar al corazón arrancado ante la estatua del dios con una sonrisilla satisfecha asomando en su cara goteante de sangre. Para él, aparte de un sacrificio, debe ser también la celebración de que hay un gachupín explotador de menos. Se lo debe pasar pipa en cada programa el muy hijo de mezcal adulterado. Bueno, eso es lo que pienso a bote pronto, no es que sea racista ni un xenófobo de esos. Es sólo una interpretación. Respeto mucho al sacerdote y me cae mucho mejor que el presentador.
Por supuesto, programas de tanto éxito siempre tienen sus detractores. En la oficina tenemos a uno que se pasa el día despotricando sobre los sacrificios. No es que tenga un pariente hostelero o trabajando en una cadena rival de ZCO, el cachalote multimedia, sino que es el típico rarito que hay en todas partes. Los que disfrutan al margen del gusto común y se meten de lleno en la adoración de exotismos y el disfrute de trivialidades de esnob. Gente alterna que produce cortocircuitos. Este lo único que tiene de normal es el nombre, Fernando, porque el resto es para dar de comer aparte. No usa corbata ni pajarilla, en los descansos prefiere el té verde al café, lee libros y nunca hace comentarios sobre la mujer del jefe. Siempre filosofa sobre la marginación de las personas en nuestra sociedad y la presión del ambiente sobre la individualidad. Chorradas de radicales universitarios. Además, casi no ve la televisión. Como lo oyen. Nunca ha visto el Eventos 1º Edición. Un verdadero extraterrestre. Por supuesto, un tipo así detesta el Huitzlopochtli Tonight, al que considera una bestialidad típica de la bajeza hipócrita de nuestros tiempos decadentes. A saber lo que quiere decir con eso. Le gusta comentar que los sábados por la noche sale a pasear en vez de quedarse a gusto en casa. En la oficina ha corrido el rumor de que no sólo pasea con nocturnidad, sino que incluso se detiene en bares oscuros a beber cerveza y que fuma a escondidas en parques solitarios. No sabía que aún dieran cerveza en los bares, me da la impresión que los rumores son exagerados, pero no deja de ser un border line de primera. Aunque como sea cierto y lo pille la policía ingiriendo bebidas no recomendadas se le va a pasar la tontería rebelde a porrazos. No entiendo como entró en la empresa. Seguramente gracias a cualquier programa de rehabilitación social para inadaptados, que aún quedan como restos de tiempos más caóticos. Aunque entiendo menos que todavía no le hayan echado a la calle. Quizá los de arriba no sepan que sigue por aquí. Es lo malo de las multinacionales con millones de empleados. Siempre puedes ocupar un despachito entre dos tabiques de formica donde nadie te pregunte qué demonios haces y te puedas pasar el tiempo acelerando la evolución del arte de la papiroflexia. Tardan años en descubrirte y al final la culpa es del sistema informático, que también tiene sus momentos de delirio, y te dan excusas e incluso te indemnizan por el daño moral causado a tus ganas de estabilidad laboral. Fernando lleva dos años vegetando de esta manera al lado de mi despacho. A veces levanto la cabeza para echar una ojeada de vecino curioso a su rincón. Siempre lo encuentro vagueando con el ordenador o peor aún, leyendo un libro. Según la teoría de la esbelta Antonia, la secretaria del subdirector de planta, Fernando es un infiltrado de los directivos. Un topo vigilante del personal. Hay que tratarle bien y tenerlo contento en los intermedios del café, aunque le guste dar la nota con su taza de té verde. Creo que la Antonia se engaña a sí misma y se deja llevar por los vericuetos de su vena tierna. El Fernando sólo es un tipo estrafalario, un inmaduro con buena pinta, cuyo aire de niño perdido despierta el lado maternal de las mujeres responsables. Detesto que le guste. Pero la Antonia ya se dará cuenta de que con el Fernando no tiene nada en común.
Vaya, estoy cayendo en la charla de cuestiones del trabajo que no deberían importarme lo más mínimo. Pues estoy convencido que en menos de un par de semanas me llamarán al concurso y que estos cotilleos se convertirán en tonterías lejanas. Ayer visité a un tarotista experto, de los que salen por la televisión. Me costó medio sueldo mensual, pero como si fuera toda mi fortuna. Me dijo que no necesitaré de más dinero en corto tiempo, que las cartas anuncian mi futura fama sobre una gran plataforma ensangrentada. Más claro es agua de manantial. Me siento muy ilusionado por el aviso. Les puede parecer de idiotas que crea en las incertidumbres de la adivinación, pero un sexto sentido me anuncia desde mi infancia que conmigo funcionan las reglas del destino, que soy una pantalla encendida que despierta en la gente una sensibilidad especial con la que puede ver los rasgos del porvenir que en otros se ocultan. Mi madre siempre me veía como un futuro oficinista. Lo tenía muy claro. Es que se te ve de una ojeada, mi niño, acabarás en un despacho haciendo informes como el apagado de tu padre, tus abuelos y los calandracas de tus tíos. Te miro y veo un formulario con patas. Has nacido para vivir entre grapadoras y aire acondicionado, sólo espero que no esté contaminado de hongos. También la tía Engracia predijo que me rompería una pierna antes de llegar a la edad adulta si seguía empeñado en mi manía de trepar por la secuoya gigante del parque. Cosa que ocurrió la víspera de cumplir quince años, pero se me rompieron las dos piernas. Es un trauma que todavía no he superado. Me molesta recordar que no llegué por poco a la primera rama. Pero bueno, no se puede tener éxito en todo lo que uno emprende. Mi amigo del colegio, Roberto, siempre me avisaba de que una voz interior le decía que más tarde o más temprano romperíamos nuestra amistad por culpa de una mujer fatal, que nuestra relación terminaría como consecuencia de una disputa por celos de efectos imprevisibles. Tomaba sus augurios a risa, los consideraba efectos de su carácter pesimista de romántico desafortunado, pero su voz interior tenía razón. Una mujer peligrosa nos separó para siempre. Una mañana lluviosa a Roberto le atropelló un coche conducido por una recién divorciada. Murió en el acto. Con precedentes como estos es normal que la predicción del tarotista haya de ser tenida en cuenta. Basta con que fuese un poco legal con sus cartas o despierto de mente para descubrir un indicio seguro del porvenir en una persona tan diáfana como yo.
En fin, tengo que mentalizarme que a corto plazo seré concursante del programa más deseado por la audiencia. El destino lo ha decretado. Porque mi madre no captó todo mi futuro, las telenovelas polinesias debieron embotarle el cerebro, sino también vería que no he nacido sólo para seguir la cadena familiar de oficinistas de multinacional. Mi final es el sacrificio en el gran templo frente a millones de espectadores que comentarán mi vida y envidiarán mi apoteósica muerte durante una semana entera. Excepto los excéntricos como el Fernando. Ojalá le persiguiera la bruja del trigésimo cuarto D para que supiera lo que es sentirse presionado por el entorno y se dejase de tanta filosofía barata.
Por cierto, mañana llamarán a los elegidos del canal ZCO para el programa de esta semana. Quizá soy un apresurado optimista, pero mi intuición me anuncia que el corto plazo para mi elección puede ser de apenas horas. Debido a los nervios esta noche no podía dormir y la televisión no me calmaba como de costumbre. Empeñarme en cerrar los ojos y vagar por la cama adoptando todas las posturas de un catálogo de monos sería inútil remedio. Así que decidí pasar la noche en vela hasta cansarme lo suficiente para echar una cabezadita. La mejor manera de alcanzar ese estado es visitar a mi vecino de descansillo, el ultra Mboto, que nunca duerme y siempre está dispuesto a soltar su aburrido monólogo sobre los problemas de nuestra sociedad. Sé que los ultras no están considerados una compañía agradable ni aconsejable para gente de bien, pero es que yo, a mi manera, soy bastante tolerante con las ideas políticas de los demás. Por supuesto, soy de centro como todo el mundo civilizado, no piensen mal, pero estoy abierto a la discusión constructiva y a relacionarme con amplia gama de pareceres. Después de todo, me gusta toda clase de canales mientras no abusen de la publicidad.
Mboto me recibió en su apartamento con su alegría habitual y el desorden como estilo decorativo. Había revistas y panfletos esparcidos en cada rincón, arrugados como si los leyera u ojeara de forma compulsiva y se olvidara de ellos al leer la última línea. Dice que lee libros, pero lo dudo. Se las quiere dar de rarito como el Fernando pero en otro estilo. He oído que los que leen libros cuidan el objeto de sus lecturas, incluso toda la vida, y no los siembran por su casa como si fueran cáscaras de frutos secos que se pisan sin contemplaciones. Mboto es un poco fantasma, pero es simpático. No puso reparos a mi visita intempestiva. Suele permanecer despierto hasta el amanecer, así que lo encontré hablando en Internet con un grupo de sus amistades de ideas marginales semejantes. Se pasa las noches montando conspiraciones y maquinando un futuro sin inmigrantes ilegales, principalmente australianos. Defiende que la abusiva llegada de australianos en la última década, para ocupar el espacio dejado por los emigrantes a Marte, está aumentando los índices de violencia callejera e incrementando el paro nacional hasta cotas del siglo XXI, pues los europeos de toda la vida no trabajan por el salario misérrimo que aceptan los australianos. Además, hablando sin tapujos, quién se atreve en su sano juicio a entrar en un barrio australiano, si es que te matan por un par de zapatos. Hay cientos de casos de violencia inmigrante según Mboto. El barrio de La Magdalena, por ejemplo, lleva como cinco siglos de civilizada tradición senegalesa y argelina. Pero desde que los australianos se han instalado con sus enormes familias, su horrible música y sus horrorosas mascotas saltarinas, que lo dejan todo perdido y encima dan puñetazos, el índice de delincuencia se ha disparado a tales cifras que la mayoría de las familias de toda la vida han tenido que cambiar de barrio. Los Hassani, los Ngono Kama, los Pérez Torrecilla, las familias con más pedigrí cuyas raíces se pierden en el tiempo, muchos instalados en el barrio desde antes de la primera expedición a Marte, han mudado sus hogares a zonas más tranquilas de la periferia. El mismo Mboto se tuvo que ir de su casa familiar, habitada durante generaciones de Mbotos. Ahora ya nadie cruza las calles del barrio de su infancia para atajar hacia la autopista. El miedo primitivo a los depredadores asoma en la ciudadanía al pronunciar el nombre de La Magdalena. No me extraña que mi vecino defienda la política de poner cuota de entrada a tanta escoria de la antípoda, como él la llama. Dice que si los australianos tienen derecho a expresarse reclamando trabajo él también tienen derecho a pedir su expulsión. Debe estar muy amargado. Normalmente lo están todos los que habitan los retales sueltos de la sociedad y devoran panfletos. Pero como ya he dicho antes, a mí me trata con simpatía y marcado respeto. Será porque soy de los «autóctonos».
Había ido a su apartamento para ver si su monólogo de siempre me daba sueño. Pero tuve que sufrir el suyo y el de sus tres camaradas que estaban conectados a la red. No me transportaron al deleite onírico, sino más bien al hastío profundo preludio de una gran depresión. La dosis de aburrimiento fue demasiada para mi intelecto. Casi acabo solidarizándome con los inmigrantes australianos. Así que viendo lo inevitable de pasar la noche en vela y antes de pensar en el suicidio, me despedí del gentil Mboto y sus insufribles amigos para volver a mi piso y al menos pasar las horas viendo capítulos grabados de Huitzilopochtli Tonight, que es pasatiempo más gratificante a la hora de devorar minutos de insomnio. Creo que mi decisión fue como un augurio instintivo de la gran mañana que me esperaba. El prólogo ideal y perfecto para asimilar la gran noticia de mi vida.
El día del anuncio
Estaba distraído, disimulando que repasaba un informe de personal. Me acuerdo perfectamente. Siempre retenemos en la memoria las circunstancias que rodean los momentos de dicha extrema. Normalmente nuestra memoria es un archivo informático de caducidad temprana, pero si la felicidad es desbordante, la memoria se convierte durante unos segundos en una pizarra de barro de las que usaban los antiguos que vivían en las pirámides de pedruscos que salen en la tele, que graba y luego al secarse deja inscritos para toda la vida los detalles del momento, por muy ínfimos y vulgares que se nos antojen. Yo estaba masticando la punta de mi bolígrafo electrónico, eran las 8:30 de la mañana en el reloj fosforito de mi mesa y el sol buscaba asomarse en los ventanucos poligonales de las paredes. Meditaba sobre ellos, pues me ha sorprendido desde la más tierna infancia esa manía de reducir las vistas exteriores de las oficinas como si trabajásemos en naves espaciales. Es una moda duradera que han tenido que sufrir la generación de mi padre y la mía. Será porque resulta más fashion y avanzado, estilo colonia marciana de aguerridos pioneros, y te centra más en tus labores a la vez que aumenta la comunicación entre el personal de oficina, pero me choca tanto como los malditos bares con sistemas antigravitatorios de la zona centro; donde acabas persiguiendo el contenido grumoso de tu copa por el techo mientras chocas con el resto de la clientela, por no hablar de los problemas en los servicios. Es que te pone de los nervios tanto flotamiento, aparte de los cardenales que te propinas. Son modas estúpidas para gente con ganas de que le tomen el pelo. Pero hay que sufrirlas para sentirse bien en sociedad. Toda queja es vana.
Ya estaba pensando en escribir una solicitud para que abriesen por lo menos otro ventanuco en mi piso a la altura de mi despacho cuando sonó el teléfono de mi mesa. Me dio un susto morrocotudo y casi me parto un diente del mordisco que le di al bolígrafo. Llevaba diez años trabajando junto a aquel aparato y era la primera vez que realizaba su función. Hasta ese momento había sido un adorno prehistórico, molesto y carente de utilidad que me obligaba a colocar el teclado del ordenador al borde del precipicio sobre la moqueta. Pero es que no se puede luchar contra la tradición empresarial. El fundador de nuestra multinacional, Don Robustiano, había dejado claro hace unos cuatrocientos años que debería haber un teléfono al lado de cada empleado, con la excusa de aumentar la fluidez de información e intercambio de ideas en la empresa. Era uno de sus lemas más repetidos en los carteles del edificio y por eso desde hacía cuatro siglos no faltaba en ninguna mesa el maldito cacharro bendecido por el fundador. Rituales de las viejas compañías con solera que hay que aceptar como inevitables. Cuantos más años se tiene, más surrealista se comporta uno con el mundo, ya se sea persona o una empresa con millones de empleados. Gran parte de la plantilla pensábamos que los aparatos telefónicos eran meros complementos al mobiliario, sin ningún valor excepto su irritante presencia. La ocurrencia de que pudiesen funcionar resultaba cómica, para algunos incluso siniestra. Se conocían leyendas oscuras sobre empleados que habían recibido llamadas, pero nadie se las creía muy de veras. Una llamada por teléfono es impensable dentro de la lógica, aunque quién no conoce su sonido elemental de las visitas escolares a los museos. Es tan simple como inolvidable. Así que ya se pueden imaginar el nerviosismo que aquel pitido me metió en el cuerpo. Pensé, alelado, que incluso podría ser la vecina del trigésimo cuarto D que necesitaba verme. Menuda estupidez, pero lo digo para que imaginen el estado de confusión de mi ánimo en ese momento. Todas las mesas cercanas a la mía se llenaron de ojos de búho que se clavaron en mi cara. Por un instante dudé entre meterme debajo de la mesa o salir corriendo pasillo adelante, lejos de aquella pesadilla. Hasta que Fernando me dijo tranquilamente si pensaba descolgarlo de una vez o prefería seguir deleitándome con el pitido insistente. Su aplomo me hizo dar cuenta del ridículo en que estaba cayendo. No pensaba darle la satisfacción a ese rarito de esconder el bulto o verme escapar como iguana despavorida. Para retos, yo mismo. Levanté el auricular y contesté lleno de pavor, pero con voz sonora y decidida, un rotundo «¿aló?». Recordaba que se decía algo así al levantar los teléfonos.
Me llamaba el presidente regional de la compañía. El excelentísimo Don Manuel McAllister de Guayaquil. Casi me caigo de mi silla eco— ergonómica. Increíble, un presidente regional llamando a un empleado de oficina local grado tercero de auxiliar administrativo. No me negarán que es más sorprendente que descubrir que funcionaba el maldito teléfono. Debía estar saltándose como treinta escalones del organigrama de la empresa. Tal imprevisto sólo podía anunciar uno de mayor asombro. Aunque ya me la esperaba con el ánimo de un volcán a punto de despertar de la resaca. Así que no le dio tiempo a Don Manuel para acabar su segunda felicitación. Mi grito atronó en varios pisos y puso los pelos de punta a los ascensoristas. La saliva llegó a la distancia de cuatro mesas y el monitor de la mía destelló como un flash ante semejante descarga de energía contenida. Al fin la intuición se volvía realidad. ¡Me han elegido! ¡Soy el nuevo concursante de Huitzilopochtli Tonight! ¡Uno de los elegidos! Ni que decir tiene que todos los empleados de la planta murmuraron maldiciones de envidia antes de volver a serenarse en sus asientos, recuperar la decencia social y felicitarme con admirada y casi afectuosa educación. Incluso el rarito del Fernando me levantó el pulgar de la mano en señal de enhorabuena, aunque creo que fue en realidad más ironía que fingido cumplimiento. El director de planta me regaló un puro, llevado por la emoción y rompiendo todas las normas antitabaco que defiende en las comidas anuales con la plantilla. Luego soltó un pequeño discurso sobre la fortuna de la gente de su sección como ejemplo de que los buenos empleados siempre son recompensados, ya sea por el prestigioso departamento de cálculo de nóminas o por la providencia divina, que viene a ser lo mismo. Estaba pidiendo un brindis en mi honor cuando volvió a sonar el teléfono. En mi conmoción por el feliz desenlace de todos mis deseos había colgado el auricular al presidente regional sin darle tiempo a felicitarme del todo por mi elección. Un pecado inaudito pero comprensible por la situación, aunque el presidente estaba en verdad muy molesto. Tuve que disculparme anunciándole que sería de las primeras personas que saludaría durante mi estancia en el programa y que la empresa tendría en mí un adalid que dejaría su pabellón bien alto frente a la audiencia. Ganaría el concurso y sería la más barata y mejor inversión en publicidad desde que hace un año copatrocinamos con Pepsi el famoso viaje tripulado de exploración a Plutón. Que en principio no parecía una inversión muy rentable, sino otra expedición de astronautas aventureros a un planeta congelado de escaso interés para el público general. Pero cuando se descubrió que era el hogar de la tribu perdida de Israel, Dios santo, fue la repera informativa, quién no lo recuerda todavía, nuestras acciones subieron hasta arañar la cornisa de la Bolsa. El logotipo de la empresa salió en todos los telediarios de difusión mundial durante un mes. Y cuando el Gran Rabino Plutoniano se ofreció a vender nuestros bizcochos dietéticos a cambio de financiar la nueva sinagoga, llegamos al paroxismo de dividendos. Se cuenta que los beneficios de un solo día dieron para construir el nuevo megacentro de oficinas en Segovia. Desde luego, ahora yo no pretendo devolver a la memoria estos hechos todavía actuales como dando a entender que mi elección para participar en Huitzilopochtli Tonight es comparable. No soy tan soberbio ni persigo mayores méritos. Simplemente lo menciono para que se entienda la alegría con que en mi empresa recibieron la noticia y mi empeño de llegar en el concurso hasta el final. No me rendiría para luego consolar mi cobardía con un miserable apartamento y un coche cualquiera. Sería el elegido para el sacrificio ante todo el mundo y la mayoría de las colonias marcianas. Un empleado de la empresa en la cumbre de la fama universal. En las alturas comprendieron perfectamente mi potencial a corto plazo y me concedieron libre el día que faltaba hasta mi presentación en la cadena ZCO, el cachalote multimedia. Nunca desde el siglo XXII se habían concedido a ningún empleado un día de vacaciones fuera de los obligados de Agosto.
Aunque mi primera acción del día libre no fue mía, tuve que presentarme ante los periodistas en una rueda de prensa que duró un par de horas. Exigencias de la empresa y la productora del concurso. Pero tras la felicitaciones y preguntas banales de rigor se me concedió unas horas para invitar a cenar a Antonia, ya saben, la esbelta secretaria del subdirector de planta. Es que me encontraba ya capaz de todo y quería disfrutar del instante a lo grande, con la chica más guapa de mi oficina brindando a dos velas. A los del concurso y la empresa les pareció una idea estupenda, pues daba un toque romántico a mi imagen, incluso con matices secundarios familiares muy del agrado de la audiencia. Encima Antonia fue muy amable, se mostró ilusionada y aceptó la invitación, que en el fondo era irresistible. Aunque luego, durante la cena en el restaurante más lujoso de la ciudad, mi idea de una velada íntima se convirtió en un baile de cámaras por delante de nuestra mesa y fuera del escaparate que quizá pecó en exceso de entrometido. No es que me haya molestado tanta falta de intimidad, es el precio inevitable de la fama, pero me irritó de veras que en los pocos momentos de relativo aislamiento que tuvimos Antonia y yo, en los minutos de anuncios, a ella sólo le interesase hablar del Fernando y su maldito té verde. Menuda inoportuna, descubrí enseguida que no tiene ningún tacto con las personas que la aprecian y le dan un homenaje con todo su cariño. Que se quede con su rarito. No tengo ganas de insistir a estas alturas. En fin, porque estaban los periodistas de Eventos 1º Edición a la salida del restaurante, que si no se vuelve a casa en taxi. Que tampoco tenía tiempo para ser un caballero.
Al entrar en mi edificio me encontré con mi vecino Mboto que venía de planear revoluciones totalitarias con sus amigos en oscuros rincones. Me seguían de aquella solamente tres cámaras de programas nocturnos, pues ya era madrugada entrante, pero al Mboto le enfadó mucho su aparatosa presencia. Creo que hasta se asustó del alboroto de los focos. No las dejó colarse en el portal, y les escupió al objetivo que se dedicaran a grabar las tropelías de los inmigrantes australianos, que eso sí que es noticia de interés general, en vez de perseguir a honrados ciudadanos que desean descansar en su hogar. No sé si lo dijo por mí, por él o por ambos. Yo, como estaba alicaído y apático por el desplante de Antonia, no me percaté de la imagen poco correcta que estaba dando Mboto de mi entorno y hasta solté en murmullo que nos dejaran en paz, como aprobando su discurso xenófobo. Luego me felicitó en el ascensor por echarle agallas a las televisiones izquierdistas y me invitó a su piso a tomar la última copa, que todavía no se iba a la cama, faltaría más, que había dicho lo anterior para desinformar a las teles corruptas que me acosaban, pues en verdad volvía para preparar una fiestecita nocturna fin de noche con una banda de amigos que estaban a punto de llegar; que la madrugada todavía es joven, el ánimo se niega a rascar el colchón, apetece diversión sana y todas esas mandangas que te sueltan los bohemios que presienten la llegada de la apatía diurna. Acepté su invitación, aunque no me encontraba demasiado animado para escuchar su lista de planteamientos radicales y tenía que pensar en mi ajetreado mañana. Pero era mi última noche en la vida normal, tenía ganas de un poco de desenfreno, que tampoco es pedir mucho.
Al día siguiente me despertó la llamada a la puerta de los delegados del concurso. Me había quedado dormido y las sienes me retumbaban como una maraca electrónica. Un vago recuerdo de haber tomado güisqui en casa de mi vecino, rodeado de más gente y con música de instrumentos histéricos, me rondaba la cabeza sin definirse por completo. También la horrorosa imagen de la vecina del trigésimo cuarto D pegada a mis morros con cara traviesa y una lengua muy larga. Espanto y pesadumbre, preferí no indagar más en mis recuerdos. Menos mal que la bendita resaca me difuminaba lo peor de la noche. Nunca he sido aficionado al alcohol, como buen ciudadano que se precie, pero varias copas de güisqui sumadas a la emoción del día anterior y el champagne—cola de la cena infructuosa con la cursi de Antonia debieron afectarme más de la cuenta. Tampoco recordaba cómo había llegado a mi cama en mi última noche de vida normal. La primera vez que estaba en tal estado. Suponía que me lo había pasado de miedo en la fiesta o lo que fuese el lío organizado en el apartamento de Mboto y que alguien de loable caridad me había traído a casa. Destellos en mis neuronas de botellas itinerantes, risas femeninas y desenfreno báquico me servían de prueba de que debía habérmelo pasado de juerga extrema, exceptuando, claro está, la pesadilla de mi morreo con la vecina, que no conseguía borrarla y me daba nauseas. Mejor no saberlo todo.
Pero a los delegados del concurso mis explicaciones confusas pero lógicas del retraso no les agradaron. Les pareció una falta de respeto que les abriera la puerta rascándome los tegumentos y en pijama arrugado. Mi análisis psicológico no decía eso. Me vistieron a toda prisa y me sacaron sin contemplaciones a la calle, sin darme tiempo a despedirme de mis cosas. Con el ajetreo casi vomito en el ascensor.
Al llegar a la calle tuve que sortear a una marabunta de cámaras insidiosas que no dejaban de hacerme preguntas estúpidas para rellenar los programas de mediodía. Los del concurso me llevaron en andas hasta la limusina y me arrojaron a su interior como si fuera un peluche. No protesté porque no quería quedar mal ante las azafatas embutidas en cuero y sonrisas picaronas que me esperaban en el interior, que si no, les lleno los nombres familiares de improperios. Hay que reconocer que los de ZCO son un poco brutos, pero saben preparar ambientes. El viaje hasta los estudios de televisión fue muy agradable gracias a las atenciones de la compañía femenina; creo que las dos horas a través de la ciudad me parecieron tan cortas como el tiempo entre dos jadeos después de jugar un partido de waterhockey. Pero me negué a tomar más champagne—cola y, por si me estaban grabando, a cada rato alababa las virtudes de los productos de mi empresa a las atentas azafatas encueradas que no me quitaban ojo. Que no se quejen los directivos por mi comportamiento. A mí no se me sube la fama.
Al llegar a los estudios, me volvieron a llevar de los brazos a hasta una especie de ropero gigantesco del tamaño de un aeropuerto, donde unos tipos de mono rosa me subieron a una cinta transportadora que me fue llevando por diferentes secciones del gigantesco ropero, donde otros tipos de mono rosa me iban desvistiendo a toda prisa y enfundando las diversas partes del traje de conquistador español, modelo siglo XVI. Al llegar al final de la cinta me recibió un ayudante de realización que me preguntó por mis impresiones sobre la vestimenta y sin darme tiempo a responder dio su visto bueno. Le dije que la armadura me sentaba como un guante, pero protesté porque el casco me quedaba estrecho y apenas se sujetaba en la cabeza. Comentó de forma muy seca que mucho mejor, que así caería con más efecto. No entendí lo que eso significaba hasta que abrieron una puerta y unos tipos de mono negro me arrojaron dentro de ella como un saco de patatas. La sorpresa fue morrocotuda. Entré de sopetón en medio de una batalla bajo un sol ardiente, rodeado y a merced de varios aztecas furibundos, vocingleros y enrabietados, que me miraban con una mala leche evidente desde detrás de sus escudos. Casi creí que eran de verdad. Aunque no me dio tiempo a recuperar el hilo cabal de mis pensamientos. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y caí de bruces soltando un lamentable gorgorito. Al tocar tierra, antes de sumirme en la placidez de la inconsciencia, vi como mi casco rodaba perezoso entre los pies de los guerreros. Tenía razón el ayudante de realización, el efecto era muy bonito. Seguro que lo emitirían a cámara lenta en las cuñas del programa. En fin, que ya empezaba el concurso, y conmigo dentro.
El día del sacrificio
Conseguido. Son cuatro sílabas que resumen una semana de duro sufrimiento pero también de alguna que otra alegría compensatoria, que no todo ha sido aflicción y amargura. Podría alargarme en mi propio elogio durante horas, pero tampoco quiero que me tachen de vanidoso, y la verdad, no me queda mucho tiempo. Ya han anunciado el estreno el miércoles del nuevo programa de inspiración cartaginesa: Moloc Insaciable. Ha sido un espectáculo muy bonito, con un grupo de niños bailando de forma muy graciosa la melodía que un coro elefantes barritaba mientras meneaban sus trompas en armonía. El concurso promete emoción a raudales, es todo un punto a su favor el foso de fuego espeluznante que traga entre sus llamas a la víctima infantil ofrecida al dios. Los cartagineses tenían su morbillo a la hora de los rituales. Me da pena dejar este mundo sin poder echarle una ojeada, pero no deja de ser un programa que plagia al verdadero y único concurso de sacrificio que pasará a la historia por mérito propio. El Huitzilopochtli Tonight seguirá marcando la pauta y yo seré parte de su gloria.
El sacerdote está repasando su cuchillo de pedernal en la capilla situada en lo alto del templo y el presentador me indica por gestos que empiece a subir la escalinata, que ya he chupado mucha cámara durante la semana. Será capullo el muy caradura bigotudo y rompedor de espectáculos. Pues bien que se cargó la trama hasta el fondo hace dos días, cuando cazó al iluso de Juan Gustav y dejó a la audiencia sin su ración de aventura. Está perdiendo el norte. No me extrañaría nada que apareciese un día estos apuñalado en su mansión del Caribe por un fan decepcionado. Pero vayamos por partes.
Me caía bien el Juan Gustav. Cuando me desperté en la jaula de los prisioneros fue el que se acercó a preguntar por mi chichón. El otro concursante, Hassan Ricardo, mostró distanciamiento desde el primer momento. Puede ser que por no perder la concentración y objetivo del concurso, que en una semana y en estas condiciones concedo que es difícil juzgar a las personas, aunque me da la impresión que el Hassan Ricardo no será muy diferente en la vida normal, trabaje en la compañía que trabaje, que nunca lo dijo. Tuve suerte de padecer su desprecio, al público debió caerle más simpático mi carácter optimista y el buen rollito que me surgió con el Juan Gustav. Desde el primer día nos llevamos como buenos hermanos. Encima era administrativo como yo. En una empresa africana de video consolas. Creo que su cercanía a los juegos liberadores de adrenalina acabó siendo el motivo de su perdición. Pensó que su experiencia en el mundo de las aventuras virtuales le ayudaría a escapar y quitarle el puesto al maldito presentador. Desgraciadamente no se dio cuenta que se necesita jugar en el modo Dios para conseguir semejante proeza.
El concurso en sí no fue tan difícil como parece desde fuera. Los aztecas no te torturan en exceso; algún que otro pinchazo con la lanza cuando hay conexión en directo, pero no dejaron de alimentarnos de buenas tortitas de maíz, acompañadas de gran variedad de salsas, frutas y hortalizas que no desmerecen formar parte de menús de postín. Incluso nos dejaban salir dos horas al día a estirar las piernas y desentumecer los huesos, cosa de agradecer, pues en la jaula apenas podíamos estar de pie sin rozar el techo con la cocorota, lo cual producía un molesto sentimiento de claustrofobia durante gran parte del encierro. Por supuesto, esto no es más que un concurso, así que en caso de necesidad fisiológica podíamos ir al servicio al fondo de la jaula, camuflado bajo la apariencia de serpiente emplumada. Un poco hortera y fuera de contexto, pero la intimidad ante todo.
Mi táctica para conseguir el aprecio del jurado popular fue asumir mi papel de conquistador español y mostrarme altanero con mis captores. Llegando al extremo de intentar abrir sus mentes paganas a las bondades del evangelio mediante narraciones de episodios de la Biblia y explicaciones someras de teología. Un papel heroico e histórico que causó la réplica contraria en Hassan Ricardo, que buscó la integración con los aztecas, buscando aprender su lengua y sus costumbres en una pose claramente forzada y bastante ilógica; difícil de comprender si no es producto de la desesperación por ganar el concurso. Resultaba patético que después de un golpe de maza de cualquiera de los guardianes preguntase muy cortés por la palabra náhuatl para «somanta». Poco creíble y bastante ridículo. Hay que conocer al público. Los espectadores quieren héroes altivos, no antropólogos sumisos.
Mientras, el simpático pero optimista Juan Gustav calculaba el mejor momento para fugarse y pensaba una ruta de escape por el gran decorado de Tenochtitlán. Había visto todos los programas de Huitzilopochtli Tonight y estudiado con atención los intentos de fuga de los ilusos con sus mismas ideas. Me dijo que se podía conseguir llegar hasta los espectadores sentados al fondo del gigantesco decorado si en vez de correr por las calles, disfrazarse o saltar de tejado en tejado, se usaban los canales de agua que atravesaban la ciudad. De día estaban llenos de canoas de extras ambientando el decorado en las horas de prime time, pero de noche no había ningún movimiento en sus aguas, eran líneas oscuras y plácidas entre los bloques de casas, siempre al margen de la atención de los focos. Los guerreros jaguar del presentador lo buscarían por las calles principales, los puentes y los tejados, buscando de forma secundaria los mejores planos de cara a la conexión en directo que se produciría de inmediato. Pero Juan Gustav escaparía por la ruta acuática relativamente corta que tenía memorizada en la cabeza. Estaba seguro que nadando con cuidado durante una noche y regulando las fuerzas llegaría hasta la primera fila de espectadores antes del alba y de que entrasen los extras a trabajar. El maldito presentador de bigote imposible tendría que reconocer su derrota y darle su puesto. Era un buen plan en principio, al menos original en la forma. Pero nunca debió contármelo en la hora de más audiencia, aunque fuese en voz baja. Le traicionó la vanidad. A los pocos minutos supongo que todo el planeta ya estaba apostando sobre su fuga y esa noche los debates en los programas de opinión debieron echar brasas de alegría por semejante caramelo.
Intenté hacerle cambiar de opinión, de veras, no estaba disimulando de cara a la galería mundial para quedar como amigo de buen corazón. Era evidente que su plan se derrumbaría a las primeras de cambio. El programa haría trampas de alguna manera para aumentar la emoción y lo cazarían, o lo haría el mismo presentador, que no se iba a quedar con los brazos cruzados sabiendo lo que pretendía llevar a cabo. Aunque su confesión parecía tan estúpida que seguro que muchos pensaron que haría lo contrario, buscando fugarse de una manera distinta y que su intención al contármelo era despistar y provocar la confusión. Puede ser, es una posibilidad. Pero no creo que fuera tan rebuscado, sino más bien un bocazas. Estaba allí y puedo opinar con argumento. Era un buen chico, pero con el impulso peligroso de tener que demostrarlo a la primera oportunidad y de parecer siempre un pedazo de pan. Aún así, no sabremos nunca qué pretendía, pues no dio tiempo a comprobar la veracidad de su plan. La noche siguiente Juan Gustav comenzó su huida cortando las ligaduras de la puerta de la jaula con un trozo aserrado de hueso a modo de lima. Se despidió de Hassan y de mí con un hasta la vista bastante fuera de lugar y avanzó un par de metros. No avanzó un centímetro más porque los guerreros jaguar le cubrieron con un ovillo flechas en un suspiro. Varias decenas de arqueros se habían escondido en las sombras de los edificios cercanos. El pobre Juan Gustav gritó como un animal durante un par de minutos, no creo que fuera sólo el dolor, pero su alarido fue decayendo en gemido hasta que el silencio cubrió su sombra. El presentador no había querido darle ninguna oportunidad y prefirió curarse en salud acribillándolo como un perro.
Por eso ahora, bajo el gran templo, el público le silba e insulta desde sus asientos. Después de tres días todavía no le han perdonado que su miedo les dejara sin un intento de fuga que había levantado tanta expectación. El pobre no sabe adónde dirigir su mirada de cuervo, le tiembla el bigote y sólo puede indicarme que suba la plataforma de una maldita vez, mientras sus guerreros jaguar se ocultan de nuevo con disimulo en las sombras de la gran plaza, pero esta vez para que no les tiren más botes de Coca—Cola. Yo no hago caso al presentador y me tomo el tiempo que me da la gana. El protagonismo es al fin todo mío. Es el gran momento que he esperado durante lustros de disciplinado anonimato por las calles de la ciudad, puede que desde el comienzo de la monotonía de calendarios a la que llamo vida. Creo que nací predestinado a ser concursante de Huitzilopochtli Tonight, que mi destino tiene su punto final en lo alto de la escalinata del templo, asomado al mundo entero, saludando a las masas desde la plataforma que me llevará al cielo. No hay nada con más sentido que este instante. Mañana seré la portada de Eventos 1º Edición.
Veo en una esquina del público a Hassan Ricardo, con las ridículas llaves del coche y el folleto del apartamento de consolación. Apenas contiene las lágrimas por su derrota. Falló sin remedio al intentar conseguir el objetivo de su vida. El 82% del público votó a mi favor. Yo, en su lugar, me he hubiera suicidado de una manera discreta, antes que cargar el resto de la existencia con la idea de haber llegado tan cerca para ser vencido de una forma tan abrumadora en el umbral de la meta. A su lado veo a mi primo Juanjo, que se ha anotado de gorra al espectáculo como pariente más cercano. Llevo veinte años sin verle, no ha habido comunicación entre mis tíos y yo desde que emigraron a las colonias marcianas buscando futuros imposibles. Pero se aprovecha de los flecos que deja la fama, esa modista siempre despilfarradora en sus costuras. Seguro que mañana sale en un par de entrevistas. También veo a Antonia, que me saluda con admiración, sentada junto al rarito de Fernando, que se ha traicionado aceptando venir rompiendo con sus ideales. Es cierto lo que dicen los viejos, que el amor puede con todo, incluso la dignidad. Aunque me resulta más extraño no ver al ultra Mboto; podía permitirse el gesto de venir para despedirse de un amigo, no creo que haya australianos en producción que le destrocen el día. En fin, al menos es un alivio que no aparezca la insoportable del trigésimo cuarto D.
La escalinata termina. He llegado a lo alto de la plataforma y me giro para saludar a todo mi pasado. Me enmarcan dos grandes pebeteros de imponente fumarola y la plaza extiende a mis pies una alfombra de cabezas que reclama la sangre de mi sacrificio. Todo es pequeño bajo mi mirada. Delante, cientos de extras aztecas chillan pidiendo la presencia del sacerdote. Al fondo, el público del programa contiene la respiración bajo los focos de las cámaras. Me quito la camisa arrugada y me dejo sujetar de brazos y piernas por los ayudantes del sacerdote, que me acuestan en la piedra de los sacrificios. Su contacto es duro y pegajoso, me da la impresión que no la limpian después de cada programa. Pero no es momento para pensamientos de tanta banalidad. Hay que pensar en la gloria. Evitar no sufrir la traición del instinto de conservación y que se fastidie el asunto en el último momento. He visto en emisiones anteriores como algunos ganadores perdían los nervios de forma vergonzosa cuando el sacerdote levantaba el puñal de pedernal sobre su cuerpo, retorciéndose como gatos acosados en un vano intento de escapar del golpe. Puro instinto dominante y relajación del espíritu racional. Es un comportamiento que recibe al día siguiente críticas tremendas en los talk—show más vistos de la franja nocturna. Mi último deseo es no acabar así, entre berridos y convulsiones cobardes. Hay que recibir la muerte con la sonrisa irónica de los héroes.
Los tambores retumban en la lejanía, es el anuncio de que el sacerdote va a salir de la capilla del dios Huitzilopochtli para completar mi destino. Llega el sacrificio ritual, el pedernal liberador que me llevará a la inmortalidad. Millones de ojos me contemplan tendido a las puertas del martirio. Ahí sale el altivo azteca de mirada fría, debo tener valor y firmeza... no, no puede ser, no tiene sentido, esto es una pesadilla cruel... ¡soltadme, soltadme, voy a matar a ese desgraciado!
¡Bienvenidos a Eventos 1º Edición, señoras y señores! La información servida a la gente corriente como ustedes, que sostienen la sociedad para conseguir un mundo mejor y más agradable.
Es de obligación empezar nuestro informativo de hoy con los graves sucesos acaecidos en la última emisión del popular programa Huitzilopochtli Tonight, emitido todos los sábados noche en esta misma cadena y que es seguido por una multitudinaria audiencia entre la que se encuentran ustedes, siempre excelentes. La cadena ZCO quiere dejar bien claro que no ha tenido toda la culpa de lo sucedido y que el fallo producido en la seguridad es en gran parte achacable a la desidia de las autoridades, que permiten tener tarjetas de identificación en regla, sin ninguna restricción, a conocidos activistas defensores de la violencia terrorista. Así es imposible controlar al público y estos lamentables sucesos son difíciles de evitar. Una vez más, disculpen las molestias.
Pero vean ahora el momento en que un grupo de unos diez alborotadores extiende su pancarta protesta en contra de la inmigración australiana desde lo alto del templo y como su líder, vestido con las ropas del sacerdote al que previamente había maniatado, grita sus proclamas frente a las cámaras durante varios segundos, exigiendo su derecho a la libre expresión, hasta que es derribado al suelo por el propio concursante vencedor del concurso, que le replica su derecho a pegarle y, preso de una ira incontenible, le muerde la nariz, le araña la cara y le cubre de patadas hasta que es sujetado a duras penas por las fuerzas de seguridad. Todo ante la asombrada mirada de los espectadores. Las imágenes que les ofrecemos hablan por sí solas y no necesitan comentarios.
El líder terrorista del grupo ha sido identificado como Edelmiro Mboto, conocido activista de tendencias xenófobas, vecino del concursante, cuya relación se sospecha que utilizó para conseguir las entradas a la final. También ha sido detenida en el altercado su vecina del trigésimo cuarto D, que ha declarado antes de ser metida en el furgón policial que su acción es producto de la promesa de amor sincero que le había hecho al concursante; un sujeto que está siendo interrogado en estos momentos por la policía de ZCO, pues las últimas informaciones llegadas a esta redacción indican que poseía un fuerte vínculo con los terroristas, todavía no precisado. Se sabe que la noche antes de ingresar en el concurso la pasó en su compañía hasta altas horas de la madrugada y es previsible que todo haya sido un montaje bien preparado para sabotear el buen discurrir del concurso, por lo que el canal ZCO ha declarado en varias notas informativas que no acepta ninguna posible reclamación de terceras partes. Desgraciadamente, según los médicos de la cadena que le han atendido, el concursante parece que ha entrado en un proceso de alineación mental de evolución desconocida, en el cual se limita a balbucear incoherencias sobre pedernales.
Les mantendremos informados en próximas emisiones de Eventos 1º Edición. Esta impactante noticia de actualidad ha sido patrocinada por los bizcochos dietéticos Pazo de Don Robustiano, el manjar del Gran Rabino Plutoniano. Ahora, los deportes...
Fin
Alejandro Carneiro (Ferrol) es un gallego que pasaba por aquí y nos gustó lo que trajo. Disculpen las molestias. También pasa por otros sitios y le publican, así que no es una novedad ver un cuento suyo, incluso le han premiado alguna vez. Todos sus cuentos están basados en casos reales que imagina. No le suelen pagar, pero él acepta donativos en metálico o en especie (sexuada preferiblemente). Le gusta leer a Luciano de Samosata a la luz de una vela, se viste de romano en fin de año, es hincha del Racing de Ferrol y se pirra por los higos turcos.