Publicado en
septiembre 16, 2015
"¿Cómo no me di cuenta antes?", se preguntaba mi tía Eulogia. Roberto era un tirano y ella era su pobre súbdita. No tenía por qué seguir soportando esa situación tan indigna. "¡Quiero que se acabe la dictadura! Voy a someterte a votación", le dijo a su marido.
Por Elizabeth Subercaseaux.
A veces pasamos años con una realidad frente a nuestros ojos y no la vemos. Simplemente no la vemos. Hasta que de pronto, una mañana, despertamos y ¡paf! ¡Ahí está! Clara como una gota de agua, sin asomo de duda. Fue lo que le pasó a la tía Eulogia con Roberto. Una noche se acostó creyendo que Roberto era el perejiliento que le había tocado en suerte, qué se le iba hacer, no todas eran tan afortunadas, había que apechugar con él como fuera, porque marido hay uno solo y para siempre. Y a la mañana siguiente despertó viendo su vida de otra manera. ¡Roberto era un dictador y ella su pobre súbdita, y no tenía por qué seguir soportando esta situación indigna! ¿Cómo no me di cuenta antes? ¿En qué mundo he estado todo este tiempo? Pero ¡qué bruta! Llevo años, siglos, casada con un dictador y ahora me viene a caer la teja.
—¡Roberto! ¡Despierta!
—¿Qué pasa, mujer? Son las cinco de la mañana.
—Acabo de darme cuenta de que eres un dictador.
—¿Un qué?
—¡Un dictador! Y no soy más que una pobre y triste súbdita tuya. ¡Tu alfombra! —le dijo Eulogia.
—Perdiste la cabeza. Tú eres mi mujer.
—Ya lo sé, perejiliento, y a eso, justamente me refiero. No sé qué entiendes tú por ser la mujer de alguien, pero te aseguro que ahora me cayó la teja. Llevo 20 años casada con un tirano y este cuento se acabó. ¿Me estás oyendo?
Roberto se restregó los ojos creyendo que estaba soñando.
¿Qué había hecho él para merecer esto? ¿Era natural o lógico que a uno lo despertaran a las 5 de la madrugada con esta ridícula historia del dictador?
—Mira, Eulogia, hoy tengo un día espantoso, reuniones toda la mañana, un comité en la tarde, otra reunión antes de las 7, otro comité y una entrevista telefónica con Japón. Francamente no estoy para sermones de dictadores a esta hora del día.
—Y yo tengo que ir a la tintorería, pasar por la carne, cambiar el aceite del auto, dejar a Eulogita en el dentista, llevar tu traje al sastre, pagarle el seguro a la Domitila para que pueda sacarse la muela, comprar las plantas que encargó el jardinero, colgar las cortinas de tu escritorio, sacar la cuenta de si me alcanza o no me alcanza el presupuesto para comprarme un par de zapatos, ir a la zapatería y comprármelos, hacer mayonesa para la comida, volar al mercado y llevarle naranjas a tu mamá.
Roberto se levantó de un salto.
—¡Está bien! ¿Qué quieres?
—Que se acabe la dictadura.
—Bueno, mujer, acepto, me rindo, se acaba la dictadura. Pero ¿cómo se acaba? Es decir... a ver si nos entendemos, dices que se acabe la dictadura y estoy de acuerdo, pero ¿hay algo que yo deba hacer?
—Sí. Tienes que someterte a votación.
—¿A votación?
—Por supuesto. ¿Nunca estudiaste educación cívica en el colegio? Una dictadura es el gobierno de un solo hombre sin el concurso de los demás, que se ha impuesto sin mediar votación democrática, generalmente asesinando a medio mundo, y se ha quedado hasta el final de los tiempos. Es decir, lo mismo que has hecho tú en esta casa.
Roberto la miraba con la boca abierta.
—Nunca he asesinado a nadie.
—Depende de lo que entiendas por asesinato —replicó Eulogia, puede ser que no hayas disparado un tiro y no hayas pasado a nadie por cuchillo, pero hay otras maneras de matar. A mí, por ejemplo, me has matado la iniciativa, me has matado la ilusión, me has matado la fuerza para hacer dieta y me has matado la pasión. Pero ya que estás de acuerdo en que termine la dictadura y tu constante atropello a mis derechos humanos, vamos a someter todo esto a votación.
—¿Se puede saber cómo?
—Muy fácil. Esta noche, a las 9 de la noche, una vez que hayas vuelto de la oficina, la Domitila, la flaca de la esquina, tú y yo votaremos en la cocina.
—¡Qué tiene que ver la flaca de la esquina! Hace mil años que no la veo.
—Tiene mucho que ver, pues de cuando en cuando ella también se convierte en súbdita tuya y tiene todo el derecho a votar. Hará mil años que no la ves, pero antes de la última vez que la viste también hacía mil años que no la veías.
Roberto abandonó la casa como un quiltro cansado de la vida. Nada sacaba con discutirle. Era mejor someterse a la votación y terminar el problema cuanto antes. ¿Pero qué iban a votar? ¡Se le olvidó preguntarle!
Volvió corriendo.
—Eulogia, algo muy importante, ¿qué es lo que vamos a votar?
—Esta noche lo sabrás. No es conveniente darle pautas al enemigo con demasiada anticipación, pues aprovecha para trazar estrategias —dijo Eulogia.
Esa noche, hacia las 10, llegó la flaca y una vez que estuvieron todos sentados a la mesa de la cocina, la tía Eulogia tomó la palabra.
—En esta importante e histórica hora votaremos para determinar si el dictador, aquí presente, cae o permanece en el poder hasta que se enfríe la tierra. Quienes quieran que este hombre continúe con poderes omnímodos sobre esta familia votarán R; quienes quieran que abdique y no tenga ni un poder en esta familia, votarán A.
Y comenzó la votación.
La tía Eulogia fue la encargada de leer los votos. Abrió el primero: R (palideció). Abrió el segundo: A. El tercero: A. El cuarto: A.
—El voto es secreto, así que no vamos a indagar quién votó R y, además, lo sabemos muy bien —dijo pegándole una mirada de cuchillo a Roberto, que estaba lívido—, pero ha ganado la opción A. Y debes abdicar de inmediato, Roberto. Tu poder ha terminado.
—Abdico —dijo Roberto, sin entender para nada de qué se trataba aquella estupidez.
Y las tres mujeres alzaron la taza de té que estaban tomando y brindaron.
—¡Por la democracia! —dijo la flaca.
—¡Por la democracia! —contestaron al unísono la Domitila y la tía Eulogia.
—¿Y qué viene ahora? —preguntó Roberto, asombrado.
—Ahora te vas al exilio, como todos los dictadores del mundo —dijo la tía Eulogia.
La cosa es que esa noche, Roberto durmió en un hotel, supuestamente el exilio, y como estaba tan cansado, decidió quedarse toda la semana exiliado. Mientras tanto, en la casa, Eulogia y la Domitila emprendían los primeros pasos de la vida "democrática".
La tía Eulogia decidió darse el día libre, no ir al mercado ni pasar a la tintorería, y por la noche determinó que no tenía apetito y se acostó sin comer, y al día siguiente hubo uno que otro arresto de libertad, pero a poco andar se dio cuenta de que el dictador tenía que volver para darle la plata de la luz, y lo llamó por teléfono.
—Si llama mi señora, dígale que he muerto en la isla Santa Elena —le dijo Roberto a su secretaria, así que cuando mi tía llamó, la secretaria cumplió sus órdenes al pie de la letra.
—Murió en la isla Santa Elena, señora Eulogia, lo siento.
—Déjate de tonterías, que se ponga inmediatamente al teléfono —gritó la tía Eulogia.
—Los muertos no hablan por teléfono, señora —repuso la secretaria, y sintiéndose feliz de vengarse de la tía Eulogia, a quien había odiado toda la vida, cortó la comunicación.
La tía Eulogia llamó a la flaca.
—Tienes que ayudarme —le dijo.
—¡Ah, no! Arréglatelas como puedas, tú inventaste esto de la democracia. Los hombres son muy vivos, mujer, les gusta tener esclavas por esposas, ¿no te has dado cuenta todavía? Y no hay nada peor que devolverles la libertad y quitarles el título de dictadores, porque se van a un hotel y no vuelven nunca más. ¡Lo has arruinado todo, Eulogia!
Desesperada, la tía Eulogia se acercó al hotel donde estaba exiliado el dictador y le dejó una nota:
La democracia no me ha sentado nada de bien, alguien tiene que pagar la luz y el teléfono. Parece que prefiero tu gobierno. Las puertas de la casa están abiertas para ti. Eulogia.
Y se esclavizó para siempre.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, 2003