Publicado en
septiembre 29, 2015
A veces, los rituales "intrascendentes" mantienen unidas dos vidas.
Por Marilyn Myers Slade.
EL DÍA EN QUE MI ESPOSO y yo estábamos celebrando nuestro trigésimo octavo aniversario de bodas en un restaurante, el pianista se acercó a nosotros y preguntó:
—¿Cómo lo lograron?
La respuesta no era nada simple. Pero después, ya cerca del fin de semana, se me ocurrió que tal vez habían contribuido nuestros desayunos en la cama el sábado y el domingo.
Todo comenzó con una bandeja que mi madre nos regaló cuando nos casamos. Tiene cubierta de cristal y, a cada lado, una canastilla para poner el periódico. Mi flamante esposo, que estaba perdidamente enamorado de mí, tomó muy a pecho el mensaje.
A mí me remordió la conciencia, y le propuse que nos turnáramos para servirnos el desayuno el uno al otro. A pesar de sus refunfuños ("¡Cómo me molestan las migajas en la cama!", decía), los domingos por la mañana esperaba con ansia la bandeja. Con el tiempo, esos desayunos acabaron cobrando tanta importancia, que jamás me pasaba por la cabeza omitir alguno. Sabía muy bien que disfrutábamos de lo lindo esos ratos de feliz intimidad en los que leíamos, nos relajábamos y nos olvidábamos de todos nuestros asuntos pendientes.
Ahora que repaso los años transcurridos, veo cómo fueron cambiando nuestros fines de semana, pero ni aun así renunciamos a nuestro preciado ritual. Aunque tuvimos hijos, siempre encontramos la manera de regresar a los inicios: los desayunos para dos, uno en sábado y otro en domingo.
Cuando dispusimos de más tiempo, mi bandeja se volvió más alegre. Al principio, mi esposo disponía en forma geométrica las rebanadas de frutas; después discurrió adornarla con flores de nuestro jardín, aunque fuera sólo un capullo encajado en una mitad de toronja. Mi marido había adquirido una extraordinaria habilidad para decorar, y utilizaba lo mismo, amarilis que retoños de arce. Decía que mi arte culinario lo inspiraba. Mi madre se habría sentido complacida.
Quizá fue el sábado en que me puso una fresa grande, con una margarita a modo de sombrero, cuando empecé a preguntarme si había alguna manera de aventajarlo. Y cierta noche oscura de invierno desperté con una idea: un hombre de nieve en la bandeja. El domingo siguiente tomé un puñado de nieve e hice mi muñeco. Luego le planté una piña de pino en la cabeza.
Le subí la bandeja, y esperé a ver su reacción. Pero no la hubo. Ya iba yo bajando la escalera cuando oí una carcajada.
—¡Ganaste! —dijo— ¡Sí, señor, te llevaste el premio!
© 1994 POR MARILYN MYERS SLADE. CONDENSADO DE "YANKEE" (FEBRERO DE 1994), DE DUBLIN, NUEVA HAMPSHIRE.
FOTO: © SKIP HINE.