ÚLTIMAS NOTAS DEL GUETO DE VARSOVIA
Publicado en
agosto 24, 2015
Después de una despiadada campaña de cuatro años, el régimen polaco ha logrado expulsar a los pocos miles de judíos que sobrevivieron a las persecuciones de Hitler.
Por Lawrence Elliott.
Varsovia, enero de 1967. Los judíos están de nuevo en dificultades. Constituyen sólo un resto, acaso 25.000, de los 3,3 millones que vivían en Polonia al comenzar la segunda guerra mundial. Pero uno siente que se está preparando un nuevo ataque a una antigua víctima propiciatoria; lo mejor para distraer a la nación polaca de los fracasos del Gobierno. Hay escasez de viviendas, los precios suben, la economía se hunde. ¿Por qué? Porque la dictadura comunista, resguardando su poderío, niega a técnicos y directores toda libertad de acción.
Esta es la opinión de Andrey C.,* empleado de 30 años de edad que hace traducciones para una imprenta gubernamental. Andrey es judío, pero se considera simplemente polaco, pues polaca es su esposa y polacos son sus amigos. Nunca ha entrado en una sinagoga; ni siquiera comprende el yiddish. Sin embargo, cuando oye las despreciativas referencias a "los sionistas" en las noticias que propaga la televisión, se siente amenazado.
Primavera de 1967. Una sección especial del Ministerio del Interior ha comenzado a preparar una nómina de todos los judíos del país. ¿Quién es judío? Según el Gobierno, todo el que tenga un solo bisabuelo de esa raza, y muchos polacos se asombran al verse en la lista. "Han encontrado a los culpables", dice amargamente Stefan B. "Ahora buscan el delito".
Stefan trabaja en una agencia de viajes. Durante la guerra luchó con el Ejército polaco de liberación y es el único miembro de la familia que sobrevivió. Después de la ocupación alemana, Stefan permaneció en el Ejército, se afilió al partido comunista y progresó. Pero más tarde, durante un movimiento antisemita que estalló en 1960, le obligaron a renunciar a la carrera de las armas aunque sólo tenía 38 años. Ahora teme por su empleo.
Junio de 1967. Se ha encontrado el delito. En seis días de lucha, Israel humilló a los Estados semicomunistas del Oriente Medio. Imitando a los de Moscú, los líderes comunistas insultan a los "agresores imperialistas". El 19 de ese mes Wladyslaw Gomulka, primer secretario del partido comunista, habla en un congreso de sindicatos y pone en guardia contra la quinta columna sionista de Polonia.
Lo cierto es que actualmente no existen en esa nación sionistas, ni organizados ni clandestinos. Los judíos que se sentían atraídos por Israel fueron allá justamente después de la guerra, o durante la gran emigración de 1956 y 1957. Los que se quedaron, trataron de amalgamarse con la población. Probablemente desean a Israel éxito y paz, pero lo mismo hace la mayoría del pueblo polaco, incapaz de ocultar su disgusto con la Unión Soviética y sus maquinaciones en el Oriente Medio.
Todo fue inútil. La campaña antisemítica está en marcha, y que diga estar sólo en contra del sionismo no consuela a los afectados por ella. Se obliga a los obreros de las fábricas a escribir cartas al Comité Central quejándose de que deben trabajar: bajo la supervisión de judíos. Los jefes militares y los altos funcionarios del partido que tengan una remota ascendencia hebrea son despedidos. Un chiste corriente pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre el antisemitismo actual y el de antes de la guerra ? Y la respuesta es: Antes de la guerra el antisemitismo no era obligatorio.
Verano de 1967. Resulta irónico el hecho de que en Rusia cientos de miles de judíos desean emigrar y no pueden, mientras de Polonia, cuyo Gobierno está decidido a echarlos, han salido menos de 400. Los que permanecen se sienten demasiado unidos a Polonia y a su gente. Pero la presión es inexorable.
La costurera Klara C., viuda e impedida, ha pagado 8000 zlotis (unos 320 dólares) para renovar una vieja tienda en la casa donde vive. Ahora un funcionario le informa que no se le permite seguir con su negocio. Su yerno, técnico de televisión, también ha perdido el empleo. Su hija les dice que todos deben emigrar, que en Polonia son ciudadanos de segunda clase. Pero Klara replica: "¿A dónde iré? ¿Qué país me aceptará?"
Invierno de 1967. La locura continúa. Quienes sólo ven en este episodio la dura mano del ministro del Interior, Mieczyslaw Moczar, notorio antisemita, olvidan que el "liberal" Gomulka lucha para conservar su posición política. Polonia tiene serios problemas económicos, y Gomulka está más que dispuesto a echar la culpa de todo a los judíos. (Además, por cada uno de ellos que parte queda un apartamento libre y un empleo disponible.) Moczar podrá ser el organizador del antisionismo, pero Gomulka se ha convertido en el espíritu que lo anima, y eso a pesar de que su esposa es judía.**
Marzo de 1968. Corre la sangre. El día 8 cientos de estudiantes hacen una manifestación en el patio de la Universidad de Varsovia solicitando un mínimo de libertades civiles y que liberen a sus condiscípulos encarcelados. Cuando comienzan a dispersarse pacíficamente, policías y soldados los rodean, los aporrean con cachiporras de caucho y llevan presos a muchos de ellos. "El régimen comunista sólo tiene una manera de responder al disentimiento: con palos", comentaba Jan D., estudiante de cinematografía, que también fue detenido el día 11.
El descontento se propaga. Hay huelgas y reuniones de protesta en Cracovia, Lublin y Lodz, y más detenciones en masa. Después de tres días, durante los cuales la prensa ni siquiera ha mencionado lo ocurrido, el periódico del partido da de pronto los nombres de ocho "agitadores". Siete de ellos son judíos.
El día 19 Gomulka pronuncia un discurso de dos horas ante elementos activos del partido. Acusa a los sionistas de fomentar los desórdenes e informa que 1208 han sido arrestados. Y finalmente dice a sus prosélitos lo que están deseando oír: "Un número definido de judíos está ligado intelectual y emocionalmente, no a Polonia, sino a Israel. Esperamos que esos judíos salgan tarde o temprano de este país". Y el público grita: "¡Ahora! ¡Inmediatamente!"
Junio de 1968. Jan D. —que nada puede confesar fuera de que su padre, ya fallecido, era judío— lleva tres meses en la Prisión Central de Interrogatorios sin que se le haya juzgado. Alternativamente le hacen preguntas y le golpean las canillas con una barra de acero hasta dejarlo imposibilitado de andar. Su celda se encuentra en el pabellón 12, reservado para los prisioneros políticos, y la comparte con un anciano hombre de ciencia, candidato una vez al Premio Nobel.
Fuera, el mundo se convierte en una pesadilla en que todo está trastornado. Los diarios y la televisión vilipendian a la supuesta quinta columna. Se vuelve a escribir la historia para quitar toda mención de los padecimientos de los judíos durante la guerra. Entre las cesantías en masa y los despidos de sionistas sospechosos de "puestos delicados", Stefan B. perdió inexplicablemente su empleo en la agencia de viajes.
Julio de 1968. El éxodo de los judíos polacos se ha convertido en huida. Los que se quedan presencian una implacable sofocación de la vida cultural judía. El diario yiddish se vuelve un periódico semanal; se cierran escuelas y agrupaciones sociales judías. Aunque el Teatro Judío sigue abierto, realiza sus funciones ante filas de asientos desocupados, pues el espíritu que lo animaba era Ida Kaminska, de fama mundial, y tuvo que emigrar.
Stefan B. decide irse. "Yo me quedaría", explica, "pero mis hijos nunca tendrán aquí las mismas posibilidades de otros ciudadanos, y eso es algo que no puedo aceptar. Yo creí en esta nueva generación de polacos, pero me equivoqué".
Andrey C., el joven traductor, se va también. Nadie lo amenaza personalmente, al menos todavía. En realidad, cuando da la noticia a su jefe, este le dice: "Pero hombre, nadie lo ha acusado a usted".
Sin embargo, Andrey sabe bien que ese funcionario reemplazó a su antiguo jefe, un judío que había luchado por Polonia en dos guerras, y que fue despedido inmediatamente después de los acontecimientos de marzo.
A la esposa de Andrey le va peor. Cuando anuncia su decisión, su superior le dice:
—Nada de esto la afecta a usted. Usted es polaca. Si su marido desea irse, déjelo y quédese.
—No puedo abandonarlo —responde ella.
Una hora después, y aunque ha trabajado en esa oficina ocho años y no podrá partir antes de varios meses, recibe la comunicación de su despido, que se cumple inmediatamente.
Andrey descubre pronto que la burocracia comunista se prepara a hacer su partida tan penosa como le sea posible. Todos los judíos que emigran deben comenzar por renunciar a su ciudadanía polaca, y solicitar visa para Israel, aunque en su mayor parte no tengan intención de ir allá. Este engaño permite al Gobierno afirmar que los exiliados son devotos sionistas y se dirigen hacia la que consideran su patria.
Las visas costarán a Andrey y a su mujer. 10.000 zlotis (unos 400 dólares), lo que significa dos meses de sueldo para cada uno. Además, tendrán que pagar "los arreglos y la pintura" de su apartamento, y reembolsar al Estado el costo de su educación. Finalmente, sólo podrán llevarse 125 zlotis (cinco dólares) y tendrán que dejar virtualmente todas sus posesiones.
Diciembre de 1968. Ya con sus documentos en orden, Andrey y su esposa parten una tarde muy fría. Justamente antes de que el tren salga de la estación de Danzig, dos amigos les pasan unas frutas por la ventanilla. Este último y cordial acto hace que, por alguna razón, ambos comprendan que dejan a Polonia para siempre. Mientras el tren se aleja, se asoman desesperadamente y siguen con los ojos a sus amigos hasta que los pierden de vista. Entonces ambos se echan a llorar.
Roma, abril de 1969. Stefan y su familia han residido aquí cinco meses, esperando. Él ha solicitado una visa para Canadá, pero teme que se la nieguen por las restricciones impuestas a los refugiados. ¿E Israel ? "Sólo tenemos una vida", comenta. "Hasta ahora la mía no ha sido más que luchar y huir; por eso desearía un poco de paz".
El 18 tiene noticias del Canadá. Como temía, la respuesta es negativa. El Canadá no difiere de la mayor parte de las naciones occidentales. Todas han ayudado de una u otra manera a los refugiados, pero todas imponen restricciones a los inmigrantes, cualquiera que sea el lugar de donde vengan. En los Estados Unidos el papeleo y las formalidades llevan varios meses. Francia sólo acepta a quienes pueden presentar una garantía proporcionada por parientes que ya residan en el país. Suecia es menos estricta, pero únicamente una nación tiene un programa especial para los que solicitan asilo: Dinamarca, la cual salvó a casi toda su población judía durante la guerra haciendo pasar a miles a la vecina Suecia, que era neutral, y escondiendo al resto. En esta nueva crisis hasta suprime el período de seis semanas que requieren los visados. El 25 de abril, con sus pasajes pagados por la Sociedad de Ayuda a los Inmigrantes Hebreos, Stefan y su familia aterrizan en Copenhague.
Copenhague, agosto de 1969. El buque St. Lawrence, ex trasatlántico canadiense, se convierte en el asilo de los judíos polacos. Amarrado a un muelle, el viejo vapor blanco alberga simultáneamente a 350 inmigrantes mientras el Dansk Flygtningehjalp (Consejo Danés de Refugiados), organismo particular fundado por el Gobierno dinamarqués, les busca alojamientos más permanentes. Hanna Kaufmann, que ayuda a quienes viven a bordo, dice que siempre que llama a una puerta, halla detrás una tragedia.
Un hombre de ojos oscuros y tristes tiene una esposa polaca que no pudo decidirse a dejar a su patria y a sus ancianos padres. Hay una mujer joven con dos niños cuyo marido debió quedarse porque sólo tenían dinero para tres visados. El marido de otra era uno de los eminentes profesores e investigadores universitarios de Polonia, respetado por los estudiantes y honrado por sus colegas. Dejado cesante de la noche a la mañana, perdió hasta el deseo de vivir, y la esposa tuvo que correr con todos los trámites de la partida. Ahora ha muerto, y los magistrados dinamarqueses, al tasar la herencia, informan que consiste en una bicicleta.
Para hacer frente a esta devastación humana, y también para ayudar a otros refugiados que han obtenido asilo en Dinamarca, han coordinado sus esfuerzos 11 agencias distintas, incluyendo entre ellas las de la Cruz Roja y de iglesias católicas y protestantes. Hallan empleos para las personas capaces de trabajar. A las otras se les da una pensión de acuerdo con el sistema de seguridad social. En un principio todos reciben algún dinero para gastos inmediatos y billetes gratis para los autobuses y tranvías; luego se les enrola en un curso para que aprendan el danés. Todos los inmigrantes tienen derecho a asistencia médica, educación y subsidio en caso de cesantía, lo mismo que los ciudadanos daneses.
Diciembre de 1969. En Nochebuena, el pueblo de Copenhague ofrece a los refugiados dos comidas de gala, una de ellas a bordo del St. Lawrence. Estos envían un telegrama de agradecimiento al rey Federico IX, deseándole feliz Navidad, "en nombre de 2000 personas que, por primera vez en 25 años, sienten lo que significan libertad y democracia". Cuando llega del Palacio la contestación, se ponen de pie para oírla; a los ojos de muchos asoman lágrimas, pues el Rey dice: "Doy a ustedes la bienvenida, y les deseo felicidad en su nueva patria".
Junio de 1971. El éxodo de los judíos polacos se ha reducido a un mínimo, quizá a cinco por semana. De los 12.000, o más, que salieron de Polonia, menos de un 30 por ciento ha ido a Israel. Unos 2000 se establecieron en Dinamarca, más o menos el mismo número en Suecia, y los otros se dispersaron de preferencia entre los Estados Unidos, Canadá, Francia, Noruega, Suiza y Australia. Nunca podrán recobrar lo perdido —posesiones, seres queridos, patria—, pero en su mayoría se esfuerzan seriamente para lograr una dolorosa readaptación.
Klara C., la costurera impedida, vive en Copenhague, en un hogar de ancianos recientemente renovado. Su hija y su yerno han ido a París, donde él tiene más probabilidades de hallar trabajo en la televisión, su especialidad.
Jan D., el joven cineasta, fue puesto en libertad después de 18 meses y también reside en Copenhague. Se ha casado con una dinamarquesa y prosigue sus estudios en la universidad. Pero su madre y su abuela aún están en Polonia.
Y Stefan B., que ahora dirige uno de los centros comunales daneses para refugiados, dice irónicamente: "Bueno, aquí estoy yo, ex oficial del Ejército comunista a quien una monarquía capitalista ha ayudado a recuperarse". Pero devuelve en trabajo lo que recibe, y está rehaciendo su vida.
Así termina la historia milenaria de los judíos polacos. Una vez constituyeron una de las tres colectividades judías más numerosas del mundo, pero ahora sólo quedan en ella los ancianos y los achacosos. Aunque sus métodos difieren totalmente de los de Hitler, los dirigentes comunistas han logrado lo que ni él, con toda su locura, pudo: Polonia está ahora, para usar la terrible palabra del Führer, Judenrein, o sea libre de judíos. La forma en que esto se consiguió constituye una lacra moral que afectará durante mucho tiempo al régimen polaco.
*NOTA DEL AUTOR: Por razones obvias, las personas entrevistadas durante la preparación de este artículo solicitaron que se modificaran sus nombres y hasta el de algunos lugares. Así se hizo.
**En diciembre de 1970, después de los disturbios provocados por la escasez y la carestía de los alimentos, Gomulka se vio en la necesidad de renunciar ignominiosamente, pues ya no podía echar la culpa a la colectividad judía, eterna cabeza de turco.