EL BURGOMAESTRE EMBOTELLADO (Erchmann y Chatrian)
Publicado en
agosto 28, 2015
Nunca he dejado de sentir una gran admiración, que podía llegar a considerar devoción, por el digno vino del Rhin. Me parece tan espumoso como el champaña, tan dulce al paladar como el burdeos y tan estimulante de la imaginación como los mejores caldos españoles, a la vez que aporta la nostalgia que se siente al beber un lacrima-cristi. Resumiendo, sobre todas las cosas permite soñar, con los ojos bien abiertos, para recorrer los extensos campos de la fantasía.
En 1846, hacia finales del otoño, tomé la decisión de viajar a Johannisberg. Como nunca he contado con grandes recursos económicos, tuve que conformarme con montar en mi humilde caballo, tan delgado que casi se le pueden contar los huesos, en cuyos costados colgué dos cántaros de latón, que por cierto encajaban a la perfección en sus espacios intercostales. Esto me forzó a tener que cubrir más etapas de las que había calculado.
¡Qué bella es siempre la vendimia! Debo reconocer que tengo la costumbre de llenar uno de los cántaros, mientras que el otro lo dejo vacío. Todo esto porque en el momento que abandono un viñedo, sé que me espera un segundo que resultará mucho mejor. Lo que siento de verdad es no haber podido compartir mi placer por el vino de Rhin con un auténtico especialista.
Una tarde, cuando la noche andaba muy cerca porque el sol acababa de desaparecer, a pesar de que en el horizonte se descubrían los últimos destellos sobre las amplias hojas de las vides, escuché los cascos de un caballo que venía al trote. Procuré dejar libre la parte derecha del sendero, ¡y me llevé la mayor sorpresa del mundo al reconocer a mi buen amigo Hippel, el cual, nada más verme, me saludó entusiasmado!
Me gustaría que hubieseis conocido antes a Hippel, con su amplia y carnosa nariz, sus labios que parecen haber nacido para recibir el mejor vino y su barriga de tres compartimentos. En aquel momento, se parecía al benigno Sileno yendo en busca del dios Baco. Nos dimos un abrazo llenos de alegría.
Hippel se había decidido a salir de viaje por una causa similar a la mía: reconocido catador de vinos, deseaba comprobar la calidad de los más reconocidos viñedos, con el fin de eliminar algunas dudas que andaban pendientes. Como entenderéis, seguimos juntos por el mismo camino.
Mi amigo se mostraba bastante entusiasmado, por eso se cuidó de organizar nuestro itinerario dentro de los viñedos de Rhingau. En unas convenientes paradas, nos deteníamos para echar unos tragos de nuestros cántaros y, luego, con el sabor del mejor vino en las gargantas no nos importaba deleitarnos con el silencio que nos rodeaba.
Recuerdo que ya había entrado la noche en el momento que nos paramos ante una posada no demasiado importante, que se encontraba en la pendiente de una colina. Descabalgamos y Hippel se asomó por una de las ventanas, precisamente la que se hallaba a ras de suelo. Me dijo que estaba viendo una habitación, en la que había una larga mesa, apoyada en la cual dormitaba una vieja, a la que observaba perfectamente porque tenía cerca una lámpara encendida.
–¡Ábranos, abuela! –ordenó mi amigo–. ¡Vamos, no nos haga esperar!
La mujer se sobresaltó, pero vino, al final, a la ventana, para juntar su rostro apergaminado sobre los cristales. Por cierto, la ventana se asemejaba a una de esas vidrieras flamencas en las que se combinan el ocre y el azul con gran habilidad.
En el momento que la anciana sibila nos echó un vistazo, compuso una sonrisa y fue a abrir la puerta.
–Pueden pasar, caballeros –nos invito con una voz rota–. Esperen aquí, que voy a despertar a mi hijo. Considérense en su casa.
–Necesitamos grano y paja para nuestras monturas y una cena abundante para dos hambrientos –pidió Hippel.
–De acuerdo –aceptó la vieja, para meterse luego en una estancia próxima.
Pronto escuchamos sus cortos pasos subiendo por una escalera de madera, que debía estar más carcomida que la utilizada por Jacob.
Nos quedamos unos minutos dentro de un salón de techo bajo, envuelto en un aire rancio. Hippel fue a cerrar la puerta de la cocina y, al momento, me anunció que había visto un montón de cuartos de tocinos colgados de una chimenea.
–Eso me anuncia que vamos a cenar bien –dijo acariciándose el vientre–. ¡Cómo lo necesitamos, amigo mío!
En seguida caímos en la cuenta de que las maderas retumbaban sobre nuestras cabezas. Poco más tarde, un joven fornido, que vestía sólo un pantalón, ya que llevaba el pecho al desnudo y los cabellos despeinados, abrió la puerta, cruzó delante de nosotros y salió de la posada sin decir ni una sola palabra.
Más nos tranquilizó el hecho de ver a la anciana echando la manteca en una sartén, que en seguida puso en el fuego.
Se nos sirvió la cena que necesitábamos: un buen jamón cocinado en compañía de dos botellas de vinos distintos: uno blanco y el otro tinto.
–¿De cual van a beber? –preguntó la vieja.
–Primero tendremos que probarlos antes de decidir –contestó Hippel, al mismo tiempo que tendía su vaso a la posadera, que le echó un poco de vino tinto.
Hizo lo mismo en mi vaso. Degustamos el caldo, que nos pareció áspero e intenso. Al final dejaba un sabor muy singular: ¡una mezcla de verbena y ciprés! Tomé varios vasos del tinto, con lo que me puse triste, lo que no le sucedió a mi amigo, ya que chasqueó la lengua muy complacido.
–¡Maravilloso! –exclamó–. ¡Maravilloso! ¿Puedo saber de dónde lo obtenéis, señora?
–Proviene de un viñedo nuestro, que se encuentra cerca de aquí –dijo la anciana, sonriendo misteriosamente.
–Magnífica cosecha –insistió Hippel, mientras llenaba su vaso de nuevo.
Tuve la sensación de estar bebiendo sangre.
–¿A qué se debe esa expresión tuya, Ludwing? –preguntó mi amigo–. ¿Te sucede algo malo?
–Veras... Es que me desagrada este vino tinto.
–Ya sabes, compañero, lo que se dice: «sobre gustos nunca disputes» –comentó Hippel, mientras dejaba vacía la botella, por lo que comenzó a dar golpes en la mesa–. ¡Quiero del mismo vino, sin otras mezclas, mi hermosa posadera! ¡Siempre he sabido elegir lo mejor! ¡Por todos los diablos! Este vino resucita a un muerto, es algo muy especial.
Le vi echarse hacia atrás sobre el respaldo de su asiento. Pero me pareció que su rostro se le desencajaba. Para animarme procuré vaciar en mi estómago lo que quedaba de la botella de vino blanco. Esto logró que recuperase el ánimo. Que mi amigo prefiriese el tinto lo consideré un error, aunque se le podía perdonar.
Estuvimos bebiendo, sin parar, hasta la una de la madrugada. Hippel dando cuenta del vino tinto, y yo del blanco. Sin mezclarlos.
¡Qué hora más extraordinaria es la una de la madrugada! Se abren los portones de la fantasía, la imaginación dibuja los mejores paisajes empleando los más ricos colores, donde se mueven las mariposas y las hadas de las aguas azules y tranquilas.
¡La sublime una! El instante que la divina música acaricia los oídos de los hombres imaginativos, soplando dentro de la armonía de los universos invisibles. Momento en el que corre el ratoncillo en busca del grano y la lechuza abre sus alas de amplios plumones para sobrevolar las cabezas de quienes saben soñar con los ojos abiertos.
–Es la una –recordé a mi amigo–. El mejor momento para ir a la cama, si pretendemos seguir el viaje a la mejor hora de la mañana.
Hippel se puso en pie sin poder sostenerse bien en la vertical.
Después, la anciana nos llevó a un dormitorio, en el que había dos lechos espaciosos y nos deseó que descansáramos bien.
Nos quitamos la ropa. Yo fui el último en meterse bajo el edredón, por eso me encargué de apagar la luz. Apenas había puesto la cabeza sobre la almohada, cuando escuché los ronquidos de mi amigo. Parecían provenir de la más dura tormenta. Como no me atreví a despertarle, eso supuso que me quedase en vela. Algo que me obligó a imaginar mil fantasías, como pueden ser los gnomos, los diablillos voladores, las brujas de Walpürgis y otras criaturas similares, todas las cuales parecían estar danzando sobre el techo que alcanzaban mis ojos. ¡Hermosas secuelas del vino blanco!
Terminé por abandonar la cama, prendí la mecha de la lámpara y, dejándome llevar por una repentina curiosidad, me aproximé al lecho de Hippel. Su rostro ofrecía el tono rojizo de un rubor encendido, tenía la boca muy abierta y sus orejas parecían sangrar. Me quedé allí un buen rato, observándole. Hubo un momento que me pareció que se agitaba como si intentara contar algo. Sentí el deseo de penetrar en su mente; sin embargo, los sueños suponen unos misterios insondables que, al igual que la muerte, ocultan sus secretos.
Lo mismo el rostro de mi amigo daba muestras de pánico, como de tristeza o de abatimiento. También se contraía, como si fuera a llorar.
Aquellas siempre bondadosas facciones, que yo creí formadas para la risa, presentaban todo el aspecto de estar soportando un gran sufrimiento.
¿Qué podía estar ocurriendo en las profundidades de su cerebro? Creí estar viendo algunos de sus temores aflorar a la superficie de la cara; sin embargo, ¿qué alimentaba esas intensas emociones? Súbitamente, Hippel se incorporó, sus ojos se abrieron y pude observar que sus pupilas estaban en blanco. Todo su rostro se convulsionó, en sus labios quedó retenido un alarido de terror y, después, se derrumbó en medio de una pesadilla que le atormentaba. Hasta escuché sus lamentos.
–¡Despierta, amigo mío! –supliqué a gritos y, como no se despertaba, le eché en el rostro el agua que contenía el jarro que había en la mesita.
Volvió a la realidad.
–¡Ah! –exclamó–. ¡Bendito sea Dios, era un mal sueño! Mi estimado Ludwing, cómo te agradezco que me hayas arrancado de ese tormento...
–De acuerdo, pero quiero que me confíes ahora mismo lo que soñabas.
–Lo haré, pero mañana... Necesito descansar... Tengo mucho sueño...
–No seas injusto, Hippel. Mañana ya no lo recordarás.
–¡Maldita sea! –protestó–. Me caigo de sueño... Me faltan las fuerzas... Por favor, déjame dormir... ¡Necesito descansar!
Yo no estaba dispuesto a permitírselo.
–Hippel, caerás en la misma pesadilla. Entonces no esperes que yo te vuelva a ayudar.
Mis palabras le obligaron a reaccionar inmediatamente.
–¡No quiero soñar eso! –chilló, al mismo tiempo que abandonaba la cama–. ¡De prisa, alcalízame las ropas y mi caballo, que me voy de aquí! ¡No hay duda de que la posada está embrujada! Pero tienes razón, Ludwing, el mismo Belcebú vive en esta habitación... ¡Vayámonos lo antes posible!
Le dejé que se vistiera. Sin embargo, en el momento que terminó, le cogí por un brazo.
–¿Por qué debemos huir, Hippel? Son ahora las tres de la madrugada, la mejor hora para dormir.
Abrí la ventana, para que el aire fresco de la noche le ayudara a tranquilizarse. Esto sirvió para que se decidiera hablar, luego de apoyarse en el alféizar:
–Ayer estuvimos charlando sobre los celebrados viñedos de Rhingau. Yo nunca he estado en esa región, pero la conozco por referencias. Además, ese vino tinto que bebí ensombreció mis ideas. Lo más asombroso es que en mi pesadilla me vi convertido en el burgomaestre de Welche, que es un pueblo cercano a este lugar. Llegué a meterme con tanta fuerza en el personaje, que soy capaz de describirlo como si fuera yo mismo. Era un hombre de estatura mediana y de una corpulencia parecida a la mía. Vestía grandes faldones con botones dorados de cobre; también llevaba una hilera de botones a lo largo de las piernas; pero éstos adquirían una forma piramidal. Se cubría la cabeza con un tricornio. Vaya, era un tipo de una seriedad exagerada, que tenía la mala costumbre de beber nada más que agua, adoraba el dinero y su único sueño era incrementar continuamente sus posesiones.
»Con el simple hecho de llevar las ropas del burgomaestre, me dominó su personalidad. Creo que me hubiese odiado a mí mismo, querido Ludwing, de haberme visto bajo esas formas. ¡Me había convertido en un estúpido burgomaestre! ¿No es preferible vivir en medio de la diversión, riéndose de lo que ha de venir, antes que obsesionarse por ir amontonando escudos sobre escudos mientras se respira el veneno de la codicia? Vaya, la cosa es que no podía cambiar: yo era el burgomaestre.
»Nada más que salía de mi casa, mi primera preocupación era comprobar si los vendimiadores estaban trabajando en las viñas. A mi espalda había dejado un arcón lleno de monedas de oro, pero mi desayuno era un sólo mendrugo de pan. ¡Qué miseria la de ese avaro! Ya sabes que mi costumbre es la de dar cuenta de unas costillas de cordero, bien regadas con una botella de vino. Bueno, sigamos con mi mal sueño... Como burgomaestre me guardé otro mendrugo de pan en el bolsillo; luego, ordené a la vieja criada que fregase mi dormitorio y tuviese lista la comida para las once: carne de cocido y patatas. ¡El menú de un miserable! Vaya, ya me he vuelto a ir del tema. Salí de la casa... Ahora soy capaz de describir el sendero de la colina, pues lo tengo delante con la mayor claridad...
»¿Cómo es posible que en unos sueños se vean las cosas con tanta nitidez para dar forma a un paisaje que jamás se ha contemplado anteriormente? Tenía delante de mí campos, jardines, prados y viñedos. Y me decía: esto pertenece a Pedro; aquello a Jaime; y lo que hay más allá a Enrique. Cuando me quedaba parado ante alguno de aquellos terrenos, no dudaba en comentar: “¡Diablos, los tréboles de Jacobo están creciendo muy altos!” Y al dar dos pasos: “Tengo que buscar la ocasión para comprar esta fanega de viñas tan productivas”. Sin embargo, inesperadamente comenzó a entrarme un sopor, acompañado de un dolor de cabeza muy extraño. Aceleré el paso. En el momento que salió el sol, el calor se me hizo tan opresivo, que debí pararme. Había estado caminando por un sendero que serpenteaba en medio de las viñas, por la falda de la montaña. Al final del mismo se encontraban los restos de un viejo castillo, tras el cual se hallaban cuatro fanegas que eran mías. Nada más que me sentí recuperado, procuré llegar allí lo antes posible. Me notaba sudoroso y fatigado. Tuve que sentarme para respirar; al mismo tiempo, la sangre me golpeaba en los oídos y el corazón parecía estar a punto de escapar de mi pecho, se diría que era un martillo golpeando incesantemente sobre un yunque. El sol me amenazaba como una bola de fuego. Intente ponerme de pie; sin embargo, de pronto fui golpeado por una maza y me desplomé sobre un pedazo de la muralla... Entonces caí en la cuenta de que estaba sufriendo un ataque de apoplejía...
»Como me hallaba solo, la desesperación me llevó a pensar: “Voy a morir... El dinero que he amasado durante tantos años, los árboles que mis criados han cultivado, las casas que mandé edificar... ¡Todo quedará en las manos de mis herederos! Esos canallas, a los que en vida no los hubiese dado ni una moneda aunque me lo suplicaran de rodillas, se harán ricos... ¡Buitres, qué satisfechos os sentiréis al utilizar mis llaves, para abrir esos arcones donde he ido guardando mi dinero... Os lo repartiréis... Sin que yo pueda detener ese saqueo...! ¡Qué horrible suplicio imaginar que así será mi destino!”
»De pronto, me di cuenta de que mi alma abandonaba el cadáver, para quedarse de pie junto al mismo.
»El alma del burgomaestre pudo observar que el cuerpo tenía el rostro azulado y las manos amarillentas.
»Debido a que la temperatura se había elevado, con lo que el muerto no dejaba de sudar, llegaron cientos de moscas. Muchas se posaron en su cara, y algunas entraron por los orificios de la nariz... ¡El cadáver ni se agitó! Todo el cuerpo se vio cubierto de insectos, sin que el alma pudiera hacer nada para espantarlos.
»Se encontraba allí mismo... Inmóvil... Y los minutos transcurrían como si fueran siglos... ¡Todo un infierno!
»Una hora más tarde el calor ya era insufrible. No llegaba ni la menor brisa, y todo el cielo ofrecía un azul intenso; mientras, el sol parecía ir a incendiar los secos matojos.
»Por detrás de los restos del castillo apareció una cabra, que estaba mordisqueando las hierbas. Al pasar junto a mi cuerpo, brincó como asustada; luego, se dio la vuelta, inquieta, olfateó el suelo y continuó su camino por las ruinas de un torreón. Entonces llegó un joven pastor, que anclaba buscándola. Como avanzó para recogerla, al agacharse pudo ver el cadáver del burgomaestre, o el mío. Dio un chillido de espanto y corrió hasta el pueblo.
»Una hora más tarde, que se me hizo eterna, escuché el sonido de unos pasos, que venían del otro lado de las ruinas. Mi alma hizo intención de alejarse; pero no podía moverme... Vi llegar al juez de paz, al secretario y a otros muchos personajes. Los reconocí a todos, y sabía sus nombres. Al ver el cadáver exclamaron:
»¡Si es el burgomaestre!
»El médico se inclinó sobre mi cuerpo a la vez que espantaba las moscas. Éstas formaron un enjambre, que se quedó zumbando a poca distancia. Mientras tanto, el galeno me cogió un brazo, muy tieso, y comentó con la mayor frialdad:
»–El diagnóstico es sencillo: la muerte ha sido causada por un ataque de apoplejía. Debe llevar aquí desde primeras horas de la mañana. Hemos de trasladarlo, para que sea enterrado lo antes posible, porque este calor acelerará la descomposición.
»–Seamos sinceros –dijo el secretario–, el pueblo no ha sufrido una gran pérdida. Era un estúpido avaro. Tenía muy pocas luces.
»–En efecto –añadió el juez, que parecía ser de esos que todo lo ven negro.
»–No ha de asombrarnos su conducta, porque los ignorantes se creen los más inteligentes.
»–Hemos de avisar a los porteadores –aconsejó el médico–. Este cadáver pesa mucho, porque el burgomaestre tenía más barriga que cabeza.
»–Empezaré a escribir el acta de defunción. ¿A qué hora establecemos la muerte? –preguntó el secretario.
»–Puedes poner que a las cuatro de la tarde, ya que eso carece de importancia.
»–El avaro marchaba a vigilar a sus obreros –intervino un campesino–, con la idea de tener un motivo para quitarles algún dinero al final de la semana.
»Acto seguido, cruzando los brazos, miró descaradamente al muerto y prosiguió:
»–¿Qué puedes hacer ahora, burgomaestre? ¿Cómo te sientes luego de haber abusado de la gente? La muerte nos trata a todos por igual.
»–Algo guarda en los bolsillos –comentó otro y, luego, sacó el mendrugo de pan–: ¡Esto iba a ser su desayuno!
»Todos los presentes se unieron en una carcajada.
»Sin dejar de hablar de la misma forma, el grupo humano empezó a caminar hasta el otro lado de los restos del castillo. Mi infeliz alma los estuvo escuchando durante unos minutos. Lentamente, el ruido fue alejándose, hasta que quedé en medio de la soledad y el silencio.
»Mientras tanto, las moscas volvían a millares para posarse en mi cadáver.
»Ahora me resulta imposible calcular el tiempo que pudo transcurrir, debido a que en los sueños resulta imposible medir el paso de los minutos.
»Diré que un rato más tarde aparecieron los porteadores. Nada más levantar el cuerpo del burgomaestre comenzaron a maldecir porque pesaba demasiado. Yo los seguí como el alma, luego descendí por el mismo camino que antes había subido. Sin embargo, en esta ocasión estaba viendo mi cuerpo siendo llevado en una camilla.
»Ante mi casa se encontraban infinidad de personas, entre las que reconocí a mis primos y a mis primas, y otros familiares que alcanzaban hasta la cuarta generación.
»La camilla fue dejada en el suelo empedrado y la gente se acercó para observarme.
»–No hay duda de que es él –afirmó uno.
»–Está muerto del todo –añadió otro.
»Mi criada también llegó allí y, luego de juntar las manos con un ademán patético, dijo:
»–¿Cómo podíamos suponer esta tragedia? Un hombre tan gordo y fuerte, de tan buena presencia. ¡Qué poco somos!
»Aquello sonó como una oración fúnebre.
»Fui llevado a una estancia muy grande, donde me dejaron sobre una cama de paja.
»En el momento que uno de mis primos extrajo las llaves que siempre he llevado en el mismo bolsillo, intenté protestar lleno de ira. Por desgracia las almas carecen de voz. Como ves, mi querido Ludwing, asistí al desvalijamiento de mi escritorio, a la apertura de mis arcones... ¡Todos esos buitres sólo se preocuparon de contar mi dinero, calcular lo que valían mis pagares y examinar los otros documentos! También mis servidores vaciaron los armarios, para repartirse mis ropas. Y a pesar de que la muerte debería haberme librado de toda forma de codicia, no pude aguantar el deseo de gemir por aquel saqueo.
»Por último, mi cuerpo fue desnudado, me pusieron una larga mortaja y me introdujeron entre cuatro tablones miserables. Estaba asistiendo a mi propio funeral.
»En el momento que me bajaron a la negra fosa, me sentí dominado por la angustia... ¿Todo había acabado? Entonces me desperté, Ludwing... ¡Aún creo estar escuchando la tierra cayendo encima de mi féretro!»
Hippel se quedó en silencio y me di cuenta de que su cuerpo estaba siendo sometido a una serie de escalofríos.
Nos quedamos allí, sentados y pensativos, sin necesidad de hablar. Poco más tarde, el canto del primer gallo nos indicó que la noche estaba agonizando, y las estrellas fueron desaparecieron del cielo ante la llegada del amanecer. Nuevos gallos lanzaban al aire sus cacareos, como si se contestaran entre ellos. Vi a un perro dejando su caseta para iniciar su primer paseo de la mañana; poco más tarde, una alondra gorjeó algunas notas de su cantar.
–Amigo mío, ha llegado el momento de partir –dije, separándome de la ventana.
–Tienes razón; sin embargo, debemos desayunar antes. Bajamos al tosco comedor, donde vimos que el posadero se estaba poniendo sus últimas ropas. Luego de colocarse bien la camisa, nos dejó en la mesa los restos de la cena. Seguidamente, llenó mis cántaros: uno de vino tinto, y el otro de blanco. También examinó las herraduras de nuestros caballos. Le pagamos y salimos de viaje.
No debíamos encontrarnos a más de media legua de la posada, cuando mi amigo se echó al coleto un buen trago de vino tinto.
–Pero, ¿qué he hecho? –exclamó, asustado al mismo tiempo que hacia un gesto como si se estuviera cayendo–. ¡He recordado la pesadilla de anoche! ¡No quiero que vuelva!
Puso su montura al trote, como si pretendiera escapar de la visión, que se debía estar adueñando de su mente por las distintas expresiones de terror que componía. Le seguí a corta distancia, porque mi raquítico caballo no podía avanzar tan rápido como el suyo.
Cuando salió el sol, el horizonte se fue cubriendo de una coloración blanca y rosada, que vino a sustituir el negro azulado. Las estrellas terminaron por desvanecerse, lo mismo que una masa de perlas en las profundidades del océano.
Al recibir los rayos luminosos de la mañana. Hippel frenó a su caballo y me aguardó.
–¿Por qué han vuelto a mi cabeza esas trágicas imágenes? –me preguntó–. Pienso que este vino tinto debe causarme algún misterioso efecto. Es grato a mi paladar, pero aterroriza mi cabeza.
–Debes admitir que algunos licores alimentan la fantasía y, también, las alucinaciones, Hippel. Los dos hemos podido ver a personas que se ponían muy tristes al beber, cuando siempre habían sido alegres, mientras que otras que siempre habían pasado por inteligentes, se convertían en auténticos idiotas. Los efectos que causa el vino forman parte del misterio. ¿Quién sería el loco que se atreviera a poner en duda el poder asombroso del alcohol? ¿No llega a actuar como una fuerza superior, incomprensible, ante la cual a los hombres sólo nos queda agachar la cabeza mientras disfrutamos o sufrimos de su influencia?
Mi amigo se convenció de la fuerza de mis razonamientos; sin embargo, no dijo ni una sola palabra, acaso porque todavía le asustaban sus propios pensamientos.
Estábamos recorriendo un estrecho camino, que había sido trazado en las faldas de Queich. Las aves nos permitían escuchar sus gorjeos, alguna perdiz hacía sonar sus gritos guturales, sin dejar de ocultarse debajo de las grandes hojas de las vides. El lugar no podía ser más hermoso: un riachuelo susurraba cerca, aunque a lo lejos iba a hacerse muy sonoro al caer por una torrentera. A ambos lados la tierra se cubría de espléndidas cosechas.
Nos encontrábamos en la falda de una colina. De pronto, Hippel se detuvo, con la boca abierta y los brazos extendidos, debido a que algo le había dejado anonadado. Después, hizo que su caballo diera la vuelta con la intención de escapar de allí. Conseguí sujetar las riendas de su montura cuando pasó a mi lado, con tanta fuerza que le detuve.
–¡Suéltalas, Ludwing! –suplicó, muy angustiado–. ¡No quiero que vuelva la pesadilla!
–Tranquilízate, Hippel. Es posible que el vino tinto cause unos efectos malignos. Por eso es mejor que tomes un trago del blanco, para que te desaparezcan las ideas más sombrías.
Mi amigo bebió con ganas. Y pareció tranquilizarse, al menos le volvió el deseo de proseguir el camino.
Antes procuramos derramar todo el vino tinto, que se había vuelto tan negro como la pez. Vimos que formaba grandes burbujas antes de ser chupado por la tierra. Tuve la sensación de que mientras esto se producía, me llegaba una confusión de voces y gemidos, tan débiles que parecían venir de la lejanía, por eso apenas resultaban audibles, aunque si los captaba mi corazón. Como si fueran los postreros suspiros de Abel, antes de que su hermano Caín le arrojase sobre la hierba para que la tierra se bebiera su sangre.
Creo que Hippel se hallaba demasiado emocionado para advertir este fenómeno, que a mí me impresionó enormemente. A la vez descubrí un pájaro negro saliendo de unos matojos, y no pude contener un grito de miedo.
–Tengo la sensación de que dos fuerzas opuestas libran un combate en el interior de mi cuerpo: lo negro y lo blanco, el origen del mal y el origen del bien. ¡Vámonos de aquí!
Seguimos el viaje.
–Ludwing, en esta vida suceden unos hechos tan misteriosos, que nuestra voluntad debe mostrarse humilde al aceptar los temblores. Tú sabes, como yo, que nunca he pasado por este lugar. Pues, bien, lo que anoche soñé ahora lo tengo delante de mí. Observa este escenario, pues es idéntico al que apareció en mi pesadilla. Allí delante se encuentran los restos del castillo, donde sufrí el ataque de apoplejía. Este es el mismo camino que pisé; y allí debajo se ven mis cuatro fanegas de viñedos. Todos los árboles, los matorrales, el arroyo y lo demás corresponde a lo que pude ver con los ojos cerrados. Nada más que superemos esta cuesta, podremos contemplar el valle, donde se encuentra Welche. Pues el segundo edificio a la derecha perteneció al burgomaestre. Dispone de cinco ventanas en la zona superior de la fachada, y abajo hay cuatro más y la puerta principal. A la izquierda de mi casa, es decir, de la casa del muerto, encontraremos un hórreo y las caballerizas. En este lugar yo guardaba mis mejores monturas. Por la parte de atrás, en un patio no muy grande, se instaló un lagar debajo de una gran tienda. También hay allí dos rocines. Ya ves, querido amigo, aquí me tienes viniendo de entre los muertos. El infeliz burgomaestre te está observando con mis ojos, te comenta las cosas por medio de mi boca y, en el caso de olvidar que antes de convertirme en burgomaestre, tan rico y avaro, fui el vividor Hippel, enloquecería al no saber distinguir mi verdadera identidad. La verdad es que todo lo que me rodea me devuelve recuerdos de otra existencia.
En efecto, todo fue sucediendo como mi amigo lo había contado. Contemplamos el pueblo desde la distancia, al final de un espléndido valle, en medio de dos magníficos viñedos y las casas esparcidas en las orillas del río. Precisamente la segunda a la derecha había pertenecido al burgomaestre.
Hippel reconoció a todos los hombres que nos fuimos encontrando, cuyos nombres pronunció en voz baja. Algunos de ellos le resultaron tan íntimos, que casi intentó llamarlos; sin embargo, prefirió mantenerse callado, porque le inquietaban otras cosas. Al mismo tiempo, al comprobar que éramos tratados como unos desconocidos, volvió a ser el Hippel de siempre.
Detuvimos los caballos delante de una posada, porque mi amigo dijo que era la mejor de la comarca, ya que la conocía desde hacía muchos años. En el momento que entramos en este lugar, se produjo otra sorpresa: la posadera había sido pretendida por el burgomaestre como segunda esposa.
A Hippel le dominó el deseo imperioso de llegar al lado de aquella mujer, ya que le afloraron unas ocultas pasiones. Pero, al final, supo contenerse. El auténtico catador de vinos luchaba tenazmente contra las influencias del difunto. Por eso se conformó con solicitar, muy educadamente, una buena comida y el mejor vino de la región.
En el momento que nos sentamos en la mesa, Hippel no pudo contener su curiosidad, ya que necesitaba saber lo que había sucedido después de su fallecimiento:
–¿Conocisteis al burgomaestre de Welche, señora?
–¿Os referís al que murió hace unos tres años por culpa de un ataque de apoplejía?
–El mismo –contestó mi compañero, sin dejar de mirar atentamente a la posadera.
–Claro que le conocí. Era un viejo avaro que pretendió hacerme su esposa. Si llego a saber que moriría tan pronto, le hubiera aceptado como marido.
Estas palabras confundieron bastante a Hippel, acaso porque el orgullo del burgomaestre se había sentido herido. Sin embargo, procuró disimular.
–Debo entender que nunca le amasteis.
–¿Cómo podía yo amar a un tipo tan horrible, repugnante y roñoso?
Entonces Hippel se puso de pie y se miró en un espejo cercano. Al contemplar su rostro rollizo, formó una sonrisa y volvió a sentarse. Mientras despedazaba un pollo asado, se atrevió a comentar:
–El burgomaestre podía ser un adefesio, pero no significa que yo lo sea.
–¿Acaso es usted pariente del difunto? –preguntó la posadera, bastante asombrada.
–No, si jamás tuve la suerte de conocerle. Quiero decir que hay hombres feos y guapos. Siempre he creído que mi nariz está colocada en un lugar correcto, como le sucedía a vuestro burgomaestre. Quizá nos pareciésemos.
–¡Qué va! No hay en usted ningún rasgo de la familia de ese personaje.
–Además a mí nunca se me ha podido considerar un avaro. Esto demuestra que tengo poco del burgomaestre. ¿Podéis traer dos botellas del mejor vino que guardéis en la bodega?
La mujer se alejó. Aproveché la ocasión para recomendar a Hippel que no se metiera en más líos, ya que podía provocar un auténtico escándalo.
–¿Has olvidado que siempre he sido el hombre más prudente, Ludwing? –me preguntó enfadado–. Soy tan burgomaestre como tú, como lo demuestran mis documentos, que siempre llevo en regla.
Me mostró su pasaporte. En aquel instante regresaba la posadera.
–Decidme, señora –preguntó–, ¿coinciden con vuestro burgomaestre los detalles personales que voy a mencionaros: frente mediana, ancha nariz, labios gruesos, estatura alta y pelo castaño?
–Pudiera ser, excepto que el muerto era calvo.
Hippel se acarició los cabellos, a la vez que exclamaba:
–¡El burgomaestre era calvo, y nadie se atrevería a decir que yo lo sea!
La mujer compuso la misma expresión que si estuviera delante de un loco; no obstante, como Hippel pagó la cuenta, procuró no hacer ningún comentario. En el instante que ella había salido, mi amigo me dijo con cierta violencia:
–¡Vayámonos de aquí ahora mismo!
–Tranquilo. Antes desearía que me llevases al cementerio donde fue enterrado el burgomaestre.
–¡Nunca! –gritó–. ¿Es que pretendes arrojarme en las fauces del mismo diablo? ¡Verme ante mi propia tumba! Sería como ir en contra de todas las leyes de la naturaleza humana. ¿Acaso no lo comprendes, Ludwing?
–Sosiégate, Hippel. Ahora te encuentras dominado por una fuerza invisible. Te han atrapado con sus redes, que son tan transparentes que nadie puede contemplarlas. Debes esforzarte por escapar de ella. Te conviene devolver su alma al burgomaestre. Esto nada más que podrás hacerlo si llegas junto a su tumba. ¿Deseas seguir manteniendo secuestrada el alma de ese infeliz? Esto es peor que un robo. Te conozco lo suficiente para estar seguro de que nunca lo consentirás.
Unos razonamientos tan contundentes terminaron por convencerle.
–De acuerdo, me armaré de valor para encontrarme ante esos restos de los que yo cargo con la parte más pesada. Dios quiera que nunca se me impute un delito como el de apoderarme de un alma. Acompáñame, Ludwing, y te llevaré donde tanto me conviene.
Cuando nos pusimos de camino, pude advertir que sus pasos eran cada vez más rápidos. A pesar del mucho sol que caía sobre nosotros, se había quitado el sombrero. Sus cabellos estaban siendo agitados por un ligero viento y movía los brazos como queriendo darse impulsos, siempre con la idea de avanzar más de prisa.
Atravesamos un gran número de calles, para llegar al puente que llevaba al molino. Vimos la rueda gigantesca que espumeaba el agua. Por último, nos encontramos ante una pared muy alta, casi tapada por el musgo y las cremátides. Estábamos en el cementerio.
En uno de los extremos se había instalado el osario, y en el otro una casa circundada por un reducido jardín.
Hippel corrió hasta esta casa, en la que se encontraba el enterrador. En los muros había muchas coronas de siemprevivas. Encontramos al enterrador esculpiendo una cruz. Se hallaba tan absorto en su trabajo, que se sobresaltó al escuchar a Hippel; luego, se sobrecogió al verse observado con tanta atención.
–Señor, queremos visitar la tumba del burgomaestre –le dije.
–No necesitamos su ayuda –protestó Hippel–. ¡Yo sé dónde se encuentra!
Sin aguardar mi reacción, abrió la puerta del cementerio y se lanzó a correr demencialmente, saltando por encima de las lápidas, a la vez que chillaba:
–¡Ya nos encontramos donde querías... Es aquí...!
Estaba claro que se hallaba dominado por unas fuerzas malignas, ya que en su avance derribó una cruz blanca... ¡La cruz de la sepultura de un niño!
Mientras tanto, el enterrador y yo le seguíamos a mucha distancia.
El lugar resultaba enorme. Una gran cantidad de hierbas espesas cubrían los senderos con un manto verde oscuro. Cipreses gigantescos arrastraban sus cabelleras por la tierra; sin embargo, lo que más llamó mi atención fueron unas rejas que habían sido adosadas a una pared casi oculta por una espléndida parra, tan repleta de racimos de uvas, que se amontonaban unos sobre otros.
Sin dejar de avanzar comenté al enterrador.
–Esa parra debe proporcionaros una fuerte suma de dinero.
–Se equivoca, señor –dijo con un tono apesadumbrado–. Obtengo pocos beneficios de ella. Las gentes rechazan esas uvas, porque dicen que lo que proviene de la muerte siempre ha de ir a parar a los muertos.
Contemplé a ese hombre. Me pareció que sus ojos encerraban la mentira del hipócrita; además, pude percibir una media sonrisa satánica, que en seguida desapareció de su rostro. No le había creído.
Por fin nos hallamos ante la tumba del burgomaestre, que se encontraba cerca de la pared. Junto a la misma crecía una inmensa masa de viñas, repletas de unas uvas cuyo zumo era parecido al veneno que despiden las peores serpientes. Sus raíces debían hundirse hasta el fondo de las losas mortuorias, por debajo de los féretros, intentando robar la tierra a los gusanos. Por otra parte, los racimos ofrecían un llamativo rojo violeta; mientras que las otras viñas daban unos frutos más blanquecinos, sin dejar de ser colorados.
Hippel se mostró más tranquilo al apoyarse en una de las vides.
–Estoy seguro de que usted jamás come de estas uvas –dije al enterrador–; sin embargo, no tiene ningún escrúpulo en venderlas.
Se puso muy pálido y movió la cabeza negando.
–Las convierte en vino tinto, que le compran en Welche. Podría darle el nombre de la posada donde se bebe ese caldo maligno –le acusé–. Se llama la Flor de Liz. ¿Se atreve a negarlo?
Aquel canalla se puso a temblar. Entonces, Hippel hizo intención de arrojarse a por el cuello del enterrador. Consiguió apresarlo, y hasta le derribó en el suelo. Creo que le hubiese estrangulado de no haber intervenido yo con todas mis fuerzas.
–¡Maldito, me has obligado a beber el alma del burgomaestre! ¡Con ese envenenado tinto que bebí he perdido mi propia identidad!
Sin embargo, de pronto, una idea muy brillante se encendió en su cerebro. Giró para mirar a la pared y, luego, comenzó a orinar con la mayor fuerza.
–¡Bendito sea Dios! –exclamó con la voz del bromista que siempre había sido y, después, se giró para hablarme–: ¡Acabo de devolver a la tierra el alma del burgomaestre! ¡Ya estoy libre de ese peso tan inmenso!
Pocas horas más tarde continuamos nuestro viaje. Mi buen amigo Hippel había recuperado todo su optimismo habitual.
Fin
Emile Erchmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (1826-1890) nacieron en Alsacia; sin embargo, no se conocieron hasta coincidir en Phalsbourg, donde el primero estudiaba para convertirse en un abogado, mientras el segundo estaba repitiendo curso. A pesar de que sus caracteres eran diametralmente opuestos, al ser uno un soñador mientras el otro prefería vivir al día, descubrieron que eran capaces de entenderse, sobre todo por la necesidad de realizar unos trabajos cada vez más perfectos.
Debido a que ven más cuatro ojos que dos, cayeron en la cuenta que la observación de cualquier fenómeno resultaba más nítida al confrontar las ideas sin complejos, abiertamente. Comenzaron a escribir como un pasatiempo y, desde su primera obra, les acompañó el éxito. Por eso continuaron juntos durante más de cuarenta años, algo que no resulta nada anormal en la literatura alemana, francesa o inglesa, donde los autores buscan más el resultado final que el «prurito» de la obra individual.
En el cuento que acaba de leer, habrá observado como los autores saben construir una trama impresionante partiendo de un elemento clave: el vino. También sobre las ensoñaciones que éste produce. El final puede resultar algo cómico, debido al recurso utilizado; no obstante, como diría nuestro maestro: «¿acaso no viene bien reír luego de estar muchas horas temblando?».