CUANDO SE ABRIÓ LA TIERRA
Publicado en
agosto 19, 2015
Drama de la vida real.
Saint-Jean-Vianney era una espléndida y próspera aldehuela canadiense. Pero una noche se agrietó la tierra... y el villorrio empezó a desintegrarse.
Por Joseph Blank.
Los perros de Saint-Jean-Vianney fueron los primeros que reconocieron los signos del inminente desastre.
Marcel Riverin, de 11 años, no había visto nunca a su perrito en tan frenético estado: corría alocadamente, ladrando, aullando. El perro faldero de la esposa de Jacques Tremblay también se hallaba extraordinariamente nervioso. "Ladraba para que lo dejara salir", recuerda su dueña, "y en seguida volvía a ladrar pidiendo entrar. Tuve que acabar pegándole".
Laval Blackburn, superintendente de construcción del colegio local, salió a la calle detrás del perro de su padre y lo vio correr describiendo círculos y olfateando el suelo. Blackburn quedó perplejo, pero volvió a su televisor (aquella noche absorbía la atención de la mayoría de los hombres del lugar el partido decisivo por la Copa Stanley de hockey entre Montreal y Chicago). Pero la algarabía del perro ahogaba la voz del locutor.
Nadie del pueblo se dio cuenta de lo que los perros trataban de decir.
Saint-Jean-Vianney era una bien cuidada comunidad de tipo suburbano, de 1308 habitantes, situada 215 kilómetros al norte de la ciudad de Quebec (Canadá). La localidad, en otro tiempo formada por fincas de labranza, se había transformado en el último decenio con abundantes edificaciones. La mayoría de los varones trabajaban como obreros especializados o técnicos en dos fábricas próximas, una de aluminio y otra de papel. Los habitantes mantenían sus casas en impecable estado, y tanto un cónyuge como el otro pasaban la mayor parte de sus ratos de ocio arreglándolas y mejorándolas. Era un pueblo joven, un pueblo orgulloso. Según Harold Simard, era "un buen sitio donde vivir y criar hijos".
Nadie sabía (y el saberlo probablemente no hubiera inquietado a nadie) que el pueblo estaba edificado en el lugar donde había ocurrido un gigantesco corrimiento de tierras hace unos 500 años. Al ocurrir el deslizamiento, las tierras no se habían precipitado por la ladera de una montaña, sino que el fenómeno se había producido en terreno relativamente llano. Debajo de la capa superior del suelo, la tierra de esta parte de la provincia de Quebec está compuesta generalmente de arcilla, con bolsas de arena. La particular naturaleza de esta arcilla, que alcanza un espesor de unos 30 metros, provoca frecuentes deslizamientos. Cuando las bolsas de arena llegan a saturarse excesivamente de humedad, la presión sobre la arcilla hace que esta se disuelva y fluya libremente.
En Saint-Jean-Vianney ocurrieron antes del desastre varias cosas que se podrían haber visto, en conjunto, como una señal de alarma. En el asfalto de dos calles aparecieron algunas grietas. Dos sendas de entrada de vehículos en garajes se hundieron unos 13 cm. Un hombre pintó la parte visible de los cimientos de su casa; la primavera siguiente, la tierra que rodeaba los cimientos se hundió unos 20 cm. y sus vecinos le gastaban bromas a propósito de la faja que había dejado sin pintar. Y, a veces, el poste de energía eléctrica que se levantaba frente a la casa de Gilles Bourgeois se bamboleaba, aun cuando no soplaba viento alguno.
La noche del 23 de abril de 1971 muchos de los habitantes oyeron un fuerte golpe que parecía haber salido de debajo de su casa. La gente revisó los sótanos y miró a la calle por las ventanas, pero no pudo descubrir nada. Al día siguiente, Pitre Blackburn fue en automóvil al extremo oriental de su granja, donde debía trabajar. En aquel punto había una colina de 12 metros de altura que impedía ver desde Saint-Jean-Vianney la gran población de Chicoutimi, situada a diez kilómetros de distancia. "Cuando pasé alrededor del altozano vi, que su mitad posterior había desaparecido", dijo Blackburn. "En su lugar había un gran hoyo; en forma de V, quizá de unos 25 Metros de profundidad, 60 de ancho y 150 de largo. Mucha gente del pueblo fue a verlo".
Una semana más tarde, la esposa de Robert Paquette (el nombre es supuesto) estaba visitando a su vecina la esposa de Patrick Gagnon, y se lamentaba: "No sé lo que está pasando aquí. Oigo correr agua debajo de nuestra casa, pero mi marido me dice que estoy chiflada".
Como las lluvias habían sido muy copiosas en abril y un brusco aumento de la temperatura estaba causando un rápido deshielo, la señora Gagnon pensó que podría tratarse simplemente de un natural fenómeno de primavera. Nadie se daba cuenta de que no toda el agua de la lluvia corría, sino que se estaba filtrando lentamente en la tierra y licuando poco a poco los estratos de arcilla.
LA ARCILLA empezó a moverse por la noche del martes 4 de mayo, un día gris y lluvioso. A las 10:45, la esposa de Paul Laval (nombre imaginario) telefoneó a su íntima amiga Marcelline Fillion, que vivía a seis casas de la suya, anunciándole con voz trémula: "Algo extraño está sucediendo. El cerro de Blackburn ya no está allí. Alcanzo a ver las luces de Chicoutimi". Y colgó.
La señora Fillion le dijo a su marido: "Esto se está poniendo que da miedo". Él asintió distraídamente con la cabeza, los ojos clavados en la televisión. Pocos minutos más tarde se apagó la luz y la pantalla del televisor quedó a oscuras. "Algún coche debe de haber derribado un poste", comentó molesto.
Fillion le dijo a su esposa que encendiese unas velas y salió a la calle a enterarse de lo que había pasado. Oyó voces en el extremo este del pueblo. En la calle pudo distinguir un autobús con las luces encendidas; el vehículo había caído en un hoyo. Más allá sólo vio un hueco negro donde había estado la casa de los Laval. Volvió corriendo a su casa y gritó: "¡Marcelline! ¡La casa de los Laval ha desaparecido! ¡Tenemos que irnos! ¡AHORA MISMO!"
El derrumbe había comenzado en el cerro de Blackburn o cerca de él y había avanzado rápidamente hacia el oeste, en dirección a las casas de la sección oriental del pueblo. La tierra se disolvió sin más hasta una profundidad de unos 30 metros; por el cauce así abierto fluía un río de arcilla líquida (a veces hasta de 18 metros de profundidad) a razón de 25 kilómetros por hora, en dirección al río Saguenay, como a tres kilómetros de allí. En su parte más ancha, aquel cauce medía 800 metros de un lado a otro y se extendía algo más de kilómetro y medio.
Cuando el deslizamiento llegó a la casa de Laval, todo: casa, coche, triciclos, se precipitó como un veloz ascensor en el río de arcilla. Laval, su esposa y sus tres criaturas se encontraron sobre un gran terrón de arcilla resbalosa. Los azotaban oleadas de arcilla derretida. Los niños fueron desapareciendo uno a uno. Luego los siguió la señora Laval. El propio Laval fue lanzado contra las raíces de un árbol que quedaba en pie. Se aferró a ellas y logró salir a terreno firme. Totalmente desnudado por la corriente, aterrorizado, aturdido y sin poder dar crédito a lo que sucedía, se alejó tambaleándose por el borde del cráter hasta que lo encontró la policía, que lo llevó a toda prisa a un hospital.
En la casa contigua a la de los Laval, Robert Paquette estaba en el cuarto de recreo, situado en el sótano, cuando se apagaron las luces. Salió a la calle a ver qué sucedía. Su esposa se quedó en la casa con los cinco niños del matrimonio. Paquette oyó voces excitadas calle arriba y caminó a buen paso unos 60 metros para unirse al grupo. Al llegar a este, Patrick Gagnon exclamó con voz ahogada: "¡Mire!" Paquette volvió la vista hacia su casa; la vio girar un poco, inclinarse y desaparecer. Echó al correr hacia el hoyo que quedaba, pero Gagnon lo, sujetó mientras Paquette sollozaba, musitando: "¡No entiendo! ¡No entiendo!"
Huguette Couture vivía en la casa contigua a la de los Paquette. Hacia las 11 de la noche oyó un crujido y sintió que la casa se estremecía. Estaba sola con sus tres hijos (su marido trabajaba de las 4 de la tarde hasta medianoche en la fábrica de aluminio), y se aterrorizó. Por la ventana de la cocina vio que una casa cercana, con las luces aún encendidas, desaparecía de la vista. Corrió a recoger a Benoit, de tres años, a la vez que les gritaba a las niñas "¡Vámonos! ¡Es el fin del mundo!"
De un tirón abrió la puerta principal, pero no vio más que tinieblas. La escalera de cemento había desaparecido. Corrió a la puerta de la cocina, pero estaba atascada. Entonces abrió la ventana, y Martine, de 13 arios, se lanzó por ella a la calle; luego Huguette empujó también hacia fuera a Kathleen, de 11 años, en el mismo momento en que a lo largo de la casa se abría una grieta de un metro y medio de anchura. La niña cayó en ella, pero salió inmediatamente. La casa se movió y Martine gritó: "¡Los cimientos se están hundiendo! ¡El hoyo está cada vez más grande!"
La señora Couture, estrechando al niño contra el pecho, se sentó en la ventana y cayó de espaldas en la zanja. Sujetando a la criatura con un brazo, levantó el otro pidiendo auxilio. Martine, con una fuerza increíble en ella, logró sacar del hoyo a su madre y su hermanito. Cuando corrían por la calle Stanley en busca de sitio seguro, Benoit, que iba vuelto hacia atrás en brazos de su madre, exclamó: "Mamá, nuestra casa se ha ido".
Jules Girard, que proporcionaba servicio de transporte en autobús a los empleados de la fábrica de aluminio, pasó con el vehículo sobre una grieta de la carretera cuando la parte delantera del autobús se hundió en tierra. A través del parabrisas vio que la carretera que tenía delante se hundía. "¡Todos fuera por la puerta de atrás!" gritó. "¡Rápido!"
Girard, que fue el último en saltar a tierra, cayó en un agujero, del que logró salir a rastras. Junto con otros pasajeros corrió calle arriba tirando piedras a las casas y dando gritos de alarma. Cuando miró hacia atrás, sólo alcanzó a ver las luces rojas del techo de su autobús. Durante unos segundos vio horrorizado que un automóvil bajaba a gran velocidad por la calle Harvey, al otro lado del cráter. En seguida, los faros del coche desaparecieron en la sima.
Al propagarse la alarma, Georges Vatcher tomó su linterna de baterías de gran potencia y se acercó al cráter cautelosamente y allí se le unieron varios hombres. "El rayo de luz sólo dejaba ver el borde del hoyo", relató luego. "No alcanzaba a penetrar lo suficiente para juzgar el tamaño ni la profundidad del agujero. Oí voces que allá abajo pedían socorro. Del agujero salía una especie de ruido sordo, como de succión de un líquido. Luego los gritos se fueron debilitando y por fin cesaron, como si procedieran de una embarcación que se alejara por un río".
En toda la parte este del pueblo el derrumbamiento causó pánico, horror e incredulidad. La gente no sabía hacia qué lado correr o escapar en automóvil. Al huir de su casa, varias mujeres sólo se llevaron consigo sus pelucas. Una muchacha de 18 años no podía decidir qué cosa le era más preciosa y acabó por llevarse una estropeada muñeca de su niñez. Un hombre, al salir de su casa que se hundía, le dijo a su mujer: "Se me ha olvidado cerrar la puerta". A lo que ella contestó: "Ya la cerrarás luego".
Para medianoche, el deslizamiento y la licuación de la tierra habían terminado. Habían perecido 31 hombres, mujeres y niños, y 38 casas habían desaparecido. Los pueblos de los alrededores y el Gobierno provincial de Quebec reaccionaron prontamente ante la crítica situación. Se estableció una misión de socorro en el Kenogami Memorial Hall, y el Gobierno comenzó a llevar a la zona 131 viviendas móviles.
Seis días después del suceso, la esposa de Jacques Tremblay y su familia bajaron al cráter a ver su casa, una de las últimas que se habían hundido. Salvo por los cimientos, la casa estaba intacta. Ni siquiera la cristalería se había roto. La tortuguita de los niños seguía arrastrándose en su pecera. La señora Tremblay pasó dos horas en la casa que sabía que el Gobierno tendría que quemar. Hizo la limpieza, arregló las camas... y lloró.
A los 23 días de la catástrofe el Gobierno de Quebéc declaró a Saint-Jean-Vianney inhabitable por razones de seguridad. Antes de acabarse el año la aldea quedaría evacuada totalmente.
Los sobrevivientes examinaron varios sitios para establecer una nueva comunidad, y el 90 por ciento de ellos acabaron por escoger una extensión de terreno en la vecina Arvida. El Gobierno está reemplazando las viviendas destruidas por el corrimiento y trasladando al nuevo lugar las que no sufrieron daños. Un fondo de 850.000 dólares, formado con donaciones hechas por ciudadanos canadienses, permitirá a las familias reemplazar también todos los enseres domésticos perdidos. "Ninguno de nosotros perderá un centavo", dice Jean-Joseph Larouche. "Incluso tendremos cerca a nuestros antiguos vecinos en las calles de la nueva comunidad".
Saint-Jean-Vianney estará pronto vacía y desolada. Con el tiempo los matorrales y la maleza ocultarán los cimientos de las casas. Los curiosos irán a contemplar el enorme cráter, que irá haciéndose menos profundo de año en año a medida que las lluvias vayan llenándolo de tierra. El nombre del pueblo, borrado de los atlas y de los mapas de carreteras, sólo perdurará en la memoria de los que residieron allí.
Lo acontecido aquella noche terrible, les pareció algo irreal a la mayoría de las familias, y en la actualidad les parece aun más irreal. "A veces todo se me figura un sueño", comenta Leo Bourgeois, que perdió a su hijo, su hija política (que estaba encinta) y su nieto. "Muchas veces me sorprendo preguntándome a mí mismo: ¿Es que de verdad se abrió la tierra y se tragó a aquella gente? ¿Ocurrió tal cosa realmente?"