LAS AVENTURAS DE UN PETIRROJO
Publicado en
julio 03, 2015
He aquí la tierna historia de una madre y dos hijos que recogieron un pajarito moribundo, el cual, gracias a sus cuidados, recobró la salud. Después lo adoptaron... O, ¿sería al contrario?
Por Anne Marie Schilling.
UNA MAÑANA de principios de mayo, hace unos seis años, un petirrojo recién nacido yacía moribundo en un sendero, cerca de nuestra casa de Manchester (Nueva Hampshire). La noche anterior un chubasco, acompañado de fuerte ventarrón, lo había sacado de su nido, situado en las ramas del arce que sombrea el camino de entrada a nuestro hogar. Magullado y lastimosamente débil, el pajarito parecía agonizar cuando lo encontró David, mi hijo de 11 años, que lo llevó con sumo cuidado al interior de nuestra casa.
—No estoy segura de poder salvarlo —le advertí al muchacho, luego de haber examinado al animalito.
—Pero, ¡tú eres enfermera, mamaíta! —objetó David—; puedes curar a cualquiera.
Estimulada por su fe en mí, le abrí suavemente el pico al petirrojo y le eché unas gotas de agua tibia con un poquito de antibiótico. Luego, entre David y yo le arreglamos un nido, en una caja de zapatos que forramos con trapos y papel de seda suave. Kathy, mi hijita de 12 años, contribuyó con una cuchara de su casa de muñecas, que nos sirvió para el delicado trabajo de alimentar al minúsculo avechucho. Le dimos lo que parece sentar bien a la mayoría de los polluelos: huevo duro, previamente masticado y a la temperatura del cuerpo.
Los días que siguieron al acontecimiento fueron de grandes afanes. Los niños pasaban la mayor parte del tiempo atendiendo a su pupilo, que no tardó en darse cuenta de que el más ligero "pío" los hacía acudir a la carrera. El pajarito fue recobrando rápidamente las fuerzas, y ya al tercer día pudimos ponerlo en una jaula vieja, de loro, que Kathy había pedido prestada a una amiga suya.
A causa de un doloroso ataque de artritis en la cadera, aquel verano tuve que interrumpir mi trabajo de enfermera. El médico me aconsejó que fuera a Arizona; dijo que me convendría pasar unas cuantas semanas bajo el sol del desierto. Aunque a mi marido no le era posible pedir una licencia en su empleo, yo anhelaba tanto aliviarme, que resolví hacer el viaje con los niños, sin mi esposo. Por todo equipo llevamos un viejo y aporreado Chevrolet y una casa remolque de segunda mano; emprendimos el viaje una tarde de julio. Para entonces andaba yo ayudada de muletas, pero este problema no era tan grave como otro: ¿qué hacer con Don Gorjeo?
El petirrojo tenía ya nueve semanas de edad, y su tamaño era casi el de un adulto de su especie. Empezaban a formársele las plumas de la cola, y sabíamos que podía volar, pues ya había realizado varios ensayos de vuelo de la sala a la cocina, y había hecho cortas excursiones por los alrededores de la casa, siguiendo a los niños. Resolví que antes de que nos marcháramos lo pondríamos en libertad, en el jardín. Pero, pensando en la gran cantidad de gatos que había en la vecindad, los niños me rogaron que dejara que Don Gorjeo emprendiera el viaje con nosotros. Acepté. Pensé que bien podríamos soltar al pájaro en el campo, donde seguramente hallaría otros petirrojos y tendría mayores oportunidades de sobrevivir.
Mientras nos dirigíamos hacia el sur e íbamos pasando por muchos parajes ideales para poner en libertad a Don Gorjeo, David, desde su puesto en el asiento trasero del auto, anunció: "¡Mamá, tengo un hambre feroz!"
Kathy también tenía hambre. Con los febriles preparativos del viaje no habíamos tenido tiempo de comer como se debe. Sólo uno de nosotros se había alimentado hasta la saciedad: erguido en una pata, contemplando la campiña desde su jaula de viaje, Don Gorjeo parecía la imagen misma del contento.
Me pareció que una buena comida haría menos dolorosa a los niños la hora de la separación, y me detuve frente al primer restaurante que vi. Pero tuvimos la mala suerte de que allí el servicio fue desesperantemente lento. La comida se fue prolongando, y los muchachos se iban sintiendo cada vez más preocupados por Don Gorjeo, a quien habíamos dejado encerrado en el automóvil. Cuando por fin regresamos, lo hallamos parado en el volante. Nos dimos cuenta de que, quién sabe cómo, el petirrojo había logrado salir de la jaula. Al abrir yo la portezuela, Don Gorjeo voló y se posó en mi hombro.
¡Qué cuadro tan patético constituía el pajarito! Tenía las plumas en desorden, y en el pico se le veían hilos de sangre. Me trinaba en el oído casi como si estuviese reprendiéndome por el mal rato que le había hecho pasar. Me conmovió tanto el ave, que cedí a las súplicas de mis hijos de dejarlo viajar con nosotros todo el tiempo que a él se le antojara. Pero, ¡no más jaulas! resolví. Iría a sus anchas como pasajero hasta que se le ocurriera dejarnos.
TACTO DE PELIRROJO
LAS HORAS siguientes fueron felices. Cantábamos y reíamos, y Don Gorjeo trinaba, acompañándonos, mientras los niños le daban las migajas que habían sacado subrepticiamente de sus platos, allá, en el restaurante.
Yo seguía convencida de que Don Gorjeo iba a abandonarnos y, después de haber pasado la noche en una zona de descanso, a la vera del camino, estaba segura de que la hora de la separación había llegado. Era una mañana espléndida. Al despertar encontré a Don Gorjeo sacudiéndose las plumas y mirando por la ventana de la casa remolque hacia un prado lleno de flores y de mariposas. Cuando acudieron los niños, el petirrojo trinaba, ansioso, como si protestara. Estaba claro que quería salir del remolque.
Otra vez anticipé a quienes no querían escucharme lo que en seguida iba a suceder. Y nuevamente mi hijo repitió, con toda calma: "No nos abandonará". Hasta Kathy, que hasta entonces se había reservado su opinión, comenzaba a estar de acuerdo con su hermano. Me pareció mal que pensaran así. Tenía que desengañarlos.
—Muy bien, Don Gorjeo, puede usted salir —dije, abriendo la puerta del remolque. Hubo un agitado aleteo, y en seguida salieron los niños.
Entristecida, me quedé adentro para preparar el desayuno, pero no tardó en atraerme a la puerta un ruido de voces. David y Kathy estaban cazando mariposas, y Don Gorjeo los ayudaba. Primero iba de pasajero, posado en la cabeza de David, mientras el niño corría. Al acercarse a la mariposa, nuestro petirrojo se lanzaba en picado con entusiasmo, y volaba luego a la cabeza de Kathy. Me quedé mirándolos, pasmada, viendo al pajarito pasar de uno a otro niño. De repente los tres entraron en la casa, como un vendaval.
—Necesitamos redes, mamá —dijo jadeante David—. A Don Gorjeo le encantan las mariposas, pero no puede atraparlas... Y no le gusta comérselas con alas y todo.
Dejé escapar un refunfuño. El pajarraco siempre había sido melindroso. Había que cortarle en trocitos las lombrices; no le atraían las moscas, a menos que estuvieran trituradas. Y si le dieran a escoger, preferiría un trozo de queso o un diminuto emparedado con tocino, lechuga y tomate, a cualquier clase de alimento especial para pájaros. ¡Y el muy remilgado exigía mariposas sin alas!
Con bolsas de material plástico y un par de estiradores de pantalones, improvisamos dos redes. En lo sucesivo, tenía yo que hacer paradas frecuentes, para que los niños salieran con el petirrojo a coger mariposas. Cada vez creía yo que sin duda alguna el pájaro se iría volando, pero cuando llamaba a los niños, el primero que regresaba era siempre nuestro absurdo petirrojo. Llegaba al automóvil más pronto que sus compañeros, como era natural, y saltaba inquieto a lo largo del respaldo del asiento delantero. Inclinaba la cabeza, para mirarlos. Si tardaban mucho, volaba nuevamente hacia los muchachos.
Dondequiera que nos parábamos, otros autos se detenían haciendo cola, junto a nosotros.
—¿Qué clase de. pájaro es ese?
—¿Cómo lo amaestraron?
Un señor nos preguntó, muy en serio:
—¿Tienen ustedes algo que ver con un circo?
Aquella tarde el tránsito de vehículos era intenso, y me dolía la cadera. Me salí de la carretera en una zona para excursionistas. Don Gorjeo había estado durmiendo, pero en cuanto detuve el coche, despertó. Volando al asiento de atrás, comenzó a saltar, con la ilusión de poder hacer algún ejercicio.
Yo había parado impulsivamente y vi muy tarde que el lugar era demasiado pequeño para cazar mariposas. Había allí gente que descansaba o comía en las mesas de los merenderos rústicos, y muchos niños en los alrededores.
—Podríamos dar una caminata —propuso David.
—Sí —convino Kathy—; pero vamos a donde no haya tanta gente.
Me causó gracia aquella observación de mi hija, pues ni el mismo flautista de Hamelin tuvo tanto magnetismo "personal" como el petirrojo, que se había posado en el brazo de la niña. Primero los chiquillos fueron corriendo detrás de ella; luego, los adultos, y no tardó en formarse en torno a ellos un corrillo que me ocultaba a mis hijos. Se hizo un súbito silencio. Después, se oyó la voz de David:
—No lo asustes. ¡Ya te tocará el turno!
De pronto se hizo un claro y alcancé a ver lo que sucedía en el centro del círculo. Los espectadores, por turnos, iban estirando el brazo, y David ordenaba a Don Gorjeo que fuera a posarse en manos extrañas. , ¡Era increíble! ¡El petirrojo obedecía dócilmente! De la mano de David saltaba al dedo o a la palma extendida que estuviese de turno. David me contó después que hubo algunas personas a quienes el pájaro desdeñó, y que mostró predilección por una en especial: un caballero de cierta edad. Este señor le confió luego a David que durante toda su vida había sido aficionado a los petirrojos y a sus gorjeos, pero que nunca se había imaginado que algún día sentiría a uno de ellos en la palma de la mano.
Al salir del parquecito, le eché un último vistazo por el espejo retrovisor. Antes de la llegada de Don Gorjeo, el público allí congregado se había compuesto de extraños, divididos en grupos de familias que no se hablaban entre sí. Ahora todos formaban un solo grupo alegre, que nos hacía señas de despedida y reía. Nuestro petirrojito había llevado a esas vidas, por un instante, un rayo de sol.
REPRIMENDA Y SUSTO
PARA satisfacer el voraz apetito del pájaro, David había instalado un verdadero restaurante especializado en insectos en la repisa trasera del automóvil. Había llenado unos vasitos de material plástico con manjares exquisitos, como moscardones recién sacrificados, lombrices picadas en rebanadas diminutas, polillas trituradas, agua y limonada. Para no quedarse atrás, Kathy había acondicionado una despensa igualmente tentadora de golosinas, en el piso del asiento delantero. Su restaurante, además, se preciaba de tener una piscina, improvisada, por cierto, dentro de un florero.
Como el petirrojo gozaba de todas las comodidades del hogar y los niños iban distraídos con sus evoluciones, pude imprimir mayor velocidad al auto. Pero al caer la tarde, cambió el tiempo. Comenzaron a formarse grises nubarrones de tormenta, y el remolque se cimbraba con las súbitas ráfagas de viento. Eso, junto con las corrientes de aire producidas por los vehículos que pasaban en dirección opuesta, me hicieron concentrarme en el volante del coche.
Los niños comprendieron que necesitaba yo paz: David se dedicó a leer un libro de mariposas, y Kathy a escribir unas notas. En cuanto a Don Gorjeo, Kathy le leyó la cartilla: no debía bañarse, ni sacudirse, ni mojarnos a todos, hasta que el peligro pasara. Siempre que el petirrojo volaba hacia el asiento delantero en busca de su piscina, David lo llamaba.
Pero Don Gorjeo no tardó en descubrir una nueva ruta hacia su baño. David, absorto en su lectura, no se dio cuenta de que el petirrojo se deslizaba por el piso alrededor del asiento delantero. Kathy, igualmente abstraída, tampoco lo advirtió, hasta que inesperadamente comenzó el chapoteo.
—¡Tunante! —le gritó la niña—. ¡Sal de ahí inmediatamente! —y, señalando con el dedo la vasija, repitió—: ¡Pronto!
El petirrojo obedeció.
Don Gorjeo estaba empapado. La niña, en vez de dárselo a David por el espacio que quedaba entre nosotras, me dio la espalda y lo pasó cerca de la ventanilla. En ese instante una súbita racha de viento azotó el coche, de mi lado, y todo fue penetrar la corriente de aire en el automóvil y salir el petirrojo por la otra ventanilla.
Apenas alcancé a detener el auto con su pesado remolque a la orilla del camino, antes de que los dos niños saltaran afuera, dando alaridos. Como yo no podía andar sin muletas, no pude seguirlos: los vi desaparecer por la curva de la carretera. Tras una espera larga y angustiosa,
David volvió, por fin... pero completamente solo.
—¿Dónde está Kathy? —le pregunté—. ¿Qué pasó?
—Ya viene —respondió—. Pero, ¿no preguntas siquiera por Don Gorjeo?
Claro que sí me preocupaba también, pero, naturalmente, la niña era primero.
—¿Qué pasó con el pájaro? —pregunté, secamente.
—¡Pobre pajarito! —dijo el niño, con voz plañidera, pero en sus ojos noté un destello de picardía.
—¡Dílo de una vez!
Pero no pudo decir más que "¡Chispas!" pues en ese momento Don Gorjeo volvía volando al coche. Kathy venía detrás de él.
Después de aquel incidente permitimos a Don Gorjeo que se bañara y chapaleara cuanto le diese la gana. Los niños, entre tanto, me contaban con emoción cómo lo habían encontrado en la orilla de la autopista. ¿Por qué habría esperado, en vez de escaparse? —nos preguntábamos—. ¿Sería que estaba aturdido, o confundido por los autos que pasaban silbándole muy cerca? ¿Acaso porque acabábamos de reprenderlo y creía que lo estábamos castigando? Pero David no pensaba nada de eso: desde que había encontrado el pajarillo agonizante, estuvo convencido de que Dios había dispuesto que lo hallara.
—Si fue la voluntad de Dios que tuviéramos un petirrojo —discurría—, es imposible que Don Gorjeo se escape.
AL RESCATE
PENSÁBAMOS pasar el día siguiente (domingo) en las cataratas del Niágara. Por tanto, viajamos hasta más entrada la noche que de costumbre, para llegar cuanto antes a la zona de descanso más próxima a Buffalo. Eran cerca de las 10 cuando llegamos, y el patio de estacionamiento estaba atestado. No había más remedio que acomodarnos en medio de un sector reservado a los grandes camiones con remolque. No era lugar muy a propósito para dormir bien, pero me alegraba el solo hecho de salir de la carretera. Hasta el ruido constante de los pesados vehículos que entraban y salían del parque era preferible a la perspectiva de seguir conduciendo. Como la noche estaba fresca, y para amortiguar un poco el bullicio, cerramos todas las ventanas de la casa rodante, menos una.
Tras una cena fría, los niños se arrellanaron en sus literas y pronto se quedaron dormidos, sordos a todo ruido, por intenso que fuera. En cuanto a mí, que casi siempre tengo el sueño muy liviano, no sé cómo logré dormir en aquel lugar, pero lo cierto es que al fin quedé sumida profundamente en el más grato sueño, con acompañamiento musical. Pero, de pronto, la música fue interrumpida por los chillidos de un pájaro.
Al abrir los ojos vi a Don Gorjeo volando a tontas y a locas de un extremo a otro del remolque. Primero lanzaba trinos agudos desde encima de la cocina; en seguida pasaba a mi almohada y me chillaba al oído. Luego, volaba hacia el frente del remolque: algo muy grave estaba ocurriendo.
Ya totalmente despierta, vi de qué se trataba. Como había en aquella zona muchos camiones, estacionados sin ton ni son, uno de ellos se había acercado mucho a nuestro remolque. El chofer, que no aparecía por ninguna parte, había dejado el motor encendido, y el tubo de escape, colocado verticalmente en el costado de la cabina del conductor, estaba a escasos dos centímetros de nuestra ventanilla abierta.
¡Nuestra casa estaba llena de gases tóxicos!
El siguiente episodio fue una pesadilla en cámara lenta. No recuerdo cuándo ni cómo cerré aquella ventana, y abrí todas las demás y la puerta. Yo sabía que una concentración de monóxido de carbono de 0,4 por ciento es casi siempre mortal, en menos de 30 minutos. Vi con alivio que Kathy respiraba normalmente en su litera baja. Levanté la cabeza para ver en la alta a David, y pude cerciorarme de que estaba bien.
—¡Despierta, David! —le supliqué.
Por toda respuesta, salió de debajo de las mantas un gruñido. Oí entonces un trino de Don Gorjeo, que se había posado en la almohada del muchacho. Le divertía mucho ayudarme a despertar. a los niños por las mañanas. Si David no se incorporaba en el lecho, el petirrojo no tardaría en tirar de los cabellos del muchacho.
—¡Vamos, Don Gorjeo! —le dije, en un susurro—: es aún muy temprano para eso.
Con el avecilla posada en la palma de mi mano, me senté a esperar al chofer que había dejado su enorme camión junto a nuestro remolque. Transcurrió una hora sin que apareciera el hombre. Entonces, rendida por el sueño, me fui a la cama. Don Gorjeo se había posado en su estaca, y estiré la mano para acariciar su ala suave. Cuando lo hacía así, el pájaro dobló la cabeza, haciendo que mi dedo pasara rozándole el pico. Esta actitud me recordó la manera como un niño responde a las caricias. Cerré la puerta y las ventanas, y abrí la escotilla de ventilación del techo. En caso de que lloviera, con toda seguridad Don Gorjeo me lo comunicaría. Exhausta, me metí en la cama, confiada en la eficacia de aquel centinela.
EL PRIMER CANTO
PASAMOS la mañana haciendo un recorrido turístico por las cataratas del Niágara, pero el esfuerzo me resultó muy arduo; así pues, cuando terminamos de almorzar, mandé a los niños a hacer una excursión especial, mientras yo me preparaba a dormir la siesta. Me hacía falta dormir. Pero más aun —y no quería que los niños se enteraran de ello—necesitaba aliviarme del dolor. Saqué un frasquito de codeína que había tenido oculto en el remolque. Había pasado varios meses sin tocarlo. "Es preferible que vaya usted a Arizona y no que se exponga a adquirir el hábito", me había dicho el médico. Pero yo veía a Arizona muy lejos.
Me senté a la mesita del remolque y hundí la cara entre las manos, desconsolada ante el pensamiento de tener que recurrir a la droga, aguijoneada por el sufrimiento físico, que aminoraba mi fuerza de voluntad. De repente, y como en sordina, Don Gorjeo empezó a cantar.
Era la primera vez que cantaba. Estaba susurrando las notas de una melodía. Como si fuese maestro y discípulo a la vez, entonaba unas cuantas notas y luego, como insatisfecho, se reprendía a sí mismo con unos breves trinos. Tras una pausa, volvía a ensayar la tonada. Era a la vez bello y cómico; ¡un petirrojo que se enseñaba a sí mismo a cantar! Hipnotizada, me olvidé del dolor. Guardé el frasco de píldoras, todavía sin abrir, y me acosté a echar mi siesta.
No volvió a cantar más Don Gorjeo, hasta el día siguiente, cuando pasábamos por una parte del Canadá. En la radio estaban tocando El arrendajo. Apenas había comenzado la canción, cuando oí una serie de trinos de reprimenda. Bajé el volumen del aparato y ordené a los niños que guardaran silencio. Sí; nuestro petirrojo comenzó a acompañar la tonada del Arrendajo. Los chiquillos estaban alelados.
Más tarde, al entrar en Windsor, en la provincia de Ontario, tuvimos que hacer alto mientras lentamente atravesaba el camino un interminable tren de carga. En vez de quedarnos esperando en la larga fila de automóviles, me metí en una dehesa, para que David pudiera sacar a hacer sus ejercicios a Don Gorjeo, que había estado aleteando desde el momento de percibir el panorama.
Pero David, actor innato, resolvió organizar una función para aquel público de choferes y pasajeros aburridos. Trotando al lado de la fila de vehículos, el muchacho hizo que el pájaro le bailara encima de la cabeza. Era como si nuestro petirrojo estuviera interpretando una jota aragonesa. La gente se desternillaba de risa. Pero en esos momentos vi, horrizada, que Don Gorjeo se escapaba, al vuelo.
Aquella vez describió un gran círculo alrededor del sembradío, lejos de los coches, ¡lejos de nosotros! "Este es el fin", pensé. Se hizo el más absoluto silencio, mientras todos seguían con la vista la diminuta figura que se iba desvaneciendo en la distancia. Entonces, cuando el ave hubo llegado al extremo más lejano del sembradío, cambió de rumbo, y ¡volando tan recto como una flecha, volvió hasta nosotros, y entró directamente en el auto!
El público se quedó pasmado. Ninguna función bien ensayada hubiera podido sobrepasar aquel clímax electrizante. Para entonces el tren había acabado de pasar. El paso estaba franco. Pero ningún vehículo se movía. Nadie tocaba la bocina. Durante algunos momentos, todos esperaron para cerciorarse de que el espectáculo había concluido. Entonces, lentamente, casi a regañadientes, comenzaron a avanzar.
UN TALISMAN
COMO UN nene, Don Gorjeo vivía metiéndose cosas en la boca. En Ann Arbor (Estado de Míchigan), el pájaro saltó a mí con un cordel de unos cuantos centímetros en el pico. Estaba tratando de regurgitar, y necesitaba mis servicios. Tomé el extremo del cordel, y el pájaro dio unos pasos hacia atrás; luego se detuvo para que yo tomara el cordel otra vez, más cerca del pico. Volvía entonces a retroceder otro tanto, y se detenía. Cuando por fin terminamos, tenía yo en la mano casi un metro de cordel. "¿Se meterán todos los pajaritos en las mismas dificultades?" me preguntaba yo. ¡No envidiaba la vida de la madre petirroja!
A medida que iba alargándose el viaje, comenzábamos todos a sentir sus efectos. Kathy, la peor viajera del mundo, se sentía especialmente mal, y si no hubiera sido por Don Gorjeo, no habría podido soportar las constantes travesuras de David. Siempre que este hacía algo a su hermana, el petirrojo lo reprendía con airados trinos. Una vez que el muchacho estaba instando al pájaro a que tirara de los cabellos a la niña, el animalito le picó a él el dedo. Todos reímos, y al instante cesó la tensión nerviosa.
A veces los servicios que nos prestaba Don Gorjeo eran misteriosos. En Tejas, nos topamos con un letrero que decía: "Corrientes de aire peligrosas". Aceleré a la velocidad máxima, ansiosa de salir de aquella región lo más pronto posible. Don Gorjeo comenzó a volar dentro del auto. Primero se me posaba en la cabeza, luego sobre el tablero de instrumentos, y después en el volante; por último se posaba en mi cabeza.
—¿Qué le pasa al pájaro ? —grité. Un instante pensé que acaso estaba enloquecido por el calor. Pero cuando detuve el auto, voló afuera muy campante a través de la ventanilla, giró alrededor del remolque y volvió a entrar.
Algo molesta, pensé: "Este payaso sólo quería un poco de ejercicio", y lo reprendí:
—¡No vuelvas a hacer eso!
Mirándome con la cabeza inclinada, me contestó con un trino de los más tristes que he oído.
En otra ocasión los niños habían salido del remolque para examinar los neumáticos y el enganche, como solían hacerlo siempre que parábamos. Entonces oí que Kathy gritaba, muy emocionada:
—¡Mamá, ven acá, pronto! ¡Mira!
Parte del enganche del remolque estaba rota. Un perno se había mellado, menos de un centímetro de metal estaba sosteniendo la importantísima barra estabilizadora. Si hubiésemos seguido adelante y la pesada barra se hubiera caído, al embate de una ráfaga de viento, habría ocurrido un desastroso percance.
Tras unas reparaciones provisionales, proseguimos lentamente hasta Amarillo (Tejas), donde hallamos un taller. Mientras un joven mecánico arreglaba el enganche, los niños le hablaron de nuestro pájaro y le dijeron cómo nos había ayudado en varias ocasiones.
—Me gustaría muchísimo poder tener un talismán como ese —dijo el mecánico—. Si lo vende, señora, se lo compro.
—¡No lo vendo ni por todo el oro del mundo! —le contesté.
LAS OSCURAS ALAS DE LA NOCHE
EN NAVAJO (Arizona) se nos agotó el acumulador y el mecánico del lugar diagnosticó una avería en la dinamo. Agregó que no disponía de herramienta para arreglarla. Cargó el acumulador y, como no me atreví entonces a parar el motor, resolví completar nuestro viaje yendo directamente hasta Phoenix, distante 400 kilómetros de allí. Mi máxima preocupación era Don Gorjeo, que estaría privado de sus ejercicios al aire libre. Nuevamente me dejó asombrada. Anduvimos continuamente sin que él, ni una sola vez, ensayara siquiera un aleteo, ni se asomara a la ventanilla, como solía hacerlo cuando quería indicarme que me detuviera.
Para desgracia nuestra, nos topamos con una tormenta que me hizo reducir mucho la velocidad, de suerte que ya muy entrada la tarde no habíamos adelantado sino hasta Flagstaff, población enclavada en las altas montañas de Arizona. Nos faltaban aún más de 200 kilómetros por recorrer, cuando resolví parar en una estación de servicio, para que examinaran el coche de nuevo. Allí el mecánico declaró categóricamente que nos hacía falta una dinamo nueva. Pero no tenía yo con qué pagarla. Nos quedaban sólo cuatro dólares para llegar a Phoenix, donde estaría esperándonos el giro que nos enviarían de casa.
El empleado cargó nuevamente el acumulador. Nos aseguró que con eso podríamos bajar la montaña mientras durara la luz del día, pero me advirtió que no viajara de noche, pues los faros agotarían rápidamente la batería. No muy lejos había una zona de descanso, nos dijo, y nos aconsejó pasar la noche allí.
No bien habíamos salido de la estación de servicio, Don Gorjeo, que se había portado tan bien toda la mañana, comenzó a armar gran alboroto. Entendía yo su deseo de salir a hacer ejercicio, pero para entonces eran más de las 7, y el Sol estaba ya muy bajo en el horizonte.
—¡Paciencia, Don Gorjeo! —le dije—. Pronto llegaremos.
Pero mientras bajábamos por la cuesta, a baja velocidad, en busca de la zona de descanso, el Sol se ocultó tras las montañas. Aunque aún había luz, comencé a sentirme preocupada.
De pronto apareció un gran letrero: "Si va en camión, pare y examine los frenos. Próximos 27 kilómetros, cuesta abajo". ¡Veintisiete kilómetros! Si no llegábamos pronto a la zona de descanso, estaríamos en serias dificultades. Al borde del camino había un precipicio cortado a pico, así que sin luces sería imposible transitarlo después del anochecer.
Inicié el lento descenso, presa de nerviosismo, cuando los últimos rayos del Sol se desvanecían en el firmamento. Pronto unos cuantos vehículos que venían en dirección opuesta apagaban y encendían sus luces, haciéndome señas de que no podían vernos. Cuando por fin me vi obligada a encender las luces de estacionamiento, los conductores de los otros vehículos encendían sus potentes luces altas, para avisarme que las mías iban apagadas ... ¡Como si yo no lo supiera!
Ya entonces apenas podía divisar la carretera ante mí. Tenía constantemente el pie en el freno, para impedir que el vehículo tomara velocidad. Como el remolque pesaba dos veces más que nuestro cacharro, muy pronto comenzó a sentirse el exceso. Flotaba en el aire un leve olor a caucho quemado.
El precipicio me llenaba de pavor, pero trataba de ocultar a los niños mi angustia. Varias veces sentí que las ruedas tocaban el borde del pavimiento. Virar nuevamente hacia el camino requería más fuerzas de las que yo tenía.
Al borde del pánico, no podía pensar sino en nuestro inquieto petirrojo. ¿Por qué no me había detenido cuando él me lo había insinuado?
En aquel momento nos iluminaron las luces de un coche que venía, veloz, detrás de nosotros. Me puse a agitar el brazo desesperadamente, cuando pasaba, y grité "¡Auxilio!" El auto se detuvo al momento; nosotros le dimos alcance, y nos paramos detrás de él. Cuando el conductor se acercó a mi ventanilla, me encontró a punto de llorar de gratitud.
Al comunicarle nuestro problema, nos dijo:
—No se preocupen. No los abandonaremos. Seguiremos adelante, alumbrándoles el camino por la montaña. Siga en primera y quite el pie del freno.
Habían dado las 10 cuando llegamos a la zona de descanso. Los niños se quedaron dormidos de cansancio, pero yo estaba tan nerviosa que no lograba tranquilizarme. El silencio que allí reinaba comenzó a descontrólarme. Estaba a muchos kilómetros de la civilización, en el corazón de una desolada región montañosa. Me sentía absolutamente desvalida. Entonces, un ruido del exterior, no sé si real o imaginario, me paralizó de terror. Elevé mis plegarias como nunca antes lo había hecho.
En ese momento, Don Gorjeo abrió tamaños ojazos. Emitió un trino, voló de la estaca a mi hombro, y sentí la suave caricia de su cabecita, que frotaba contra mi cuello. Saltó a mi mano y se frotó el pico en mis dedos. Antes me había hecho reír la creencia infantil de David, de que Dios había querido que tuviéramos un petirrojo. Sin embargo, desde que el pajarito había entrado a formar parte de nuestra vida, todo había cambiado para nosotros. Experimentaba yo algo que jamás había sentido: de pronto, dejé de tener miedo, segura de que mis plegarias, en las que pedía fortaleza y calma, eran escuchadas. Y había sido un petirrojo el que me había enseñado la lección más hermosa de la vida: creer, ciegamente, como un niño.
¡A LAS COPAS DE LOS ARBOLES!
CUANDO por fin llegamos al estacionamiento de remolques en Phoenix, el motor dio un último resoplido y se paró. Pero ya no importaba. El sol del desierto y las largas horas de natación en la piscina me sirvieron muchísimo para aliviar mi padecimiento. Al poco tiempo había cesado el dolor, y comenzamos a hacer los preparativos para el viaje de regreso al hogar. Estaba ansiosa de retornar antes de que los parientes de Don Gorjeo emigraran hacia el sur, para que así él pudiera acompañarlos. Y, claro está, David y Kathy tenían que regresar al colegio en septiembre.
Pero cuando al fin llegamos a casa, comprobamos que Don Gorjeo no tenía la menor intención de abandonarnos. Muchas veces se le había ofrecido la libertad pero no había querido aceptarla. Ya formaba parte de la familia, y sin duda quería seguir siéndolo. Pasaron varios meses y lo más lejos que volaba era hasta nuestro auto: su manera de avisarme que tenía ganas de salir a pasear.
Pasaron dos años. Una mañana de abril, estando aún en la cama, me puse a jugar con él. Metí la mano dentro de una zapatilla vieja, que comencé a pasear por el suelo. Don Gorjeo acudió volando desde su percha, pero en vez de picar la zapatilla como yo esperaba, se puso a bailar. Describiendo un arco, dio unos pasos en torno de la punta, y los repitió, cada vez con mayor rapidez. Mientras bailaba, le salía del pico entreabierto un casi imperceptible gorjeo.
Cuando el fervor le había llegado al máximo, subió a la vieja zapatilla. ¡Sin duda alguna, había confundido el calzado con una compañera! Durante las dos semanas siguientes, por las mañanas, Don Gorjeo siguió haciéndole la corte a la zapatilla. No cabía ya la menor duda: nuestro petirrojo había madurado. Necesitaba una compañera.
El sábado 15 de mayo, a las 6 de la mañana el pájaro me despertó con una urgencia de la que nunca había dado muestra: podía yo oír el reclamo agudo de un petirrojo hembra. También Don Gorjeo lo había percibido, pues estaba contestando con toda la fuerza de sus diminutos pulmones. Antes de que yo pudiera abrir la ventana y quitar la tela metálica, la hembra había escapado. Pero aquello no fue obstáculo para Don Gorjeo. En cuanto quité la tela metálica, él voló hacia las copas de los árboles ... y desapareció. Tuve la sensación de que por fin había regresado a su mundo.
Sentada en el alféizar de la ventana, al contemplar el cielo límpido, me corrían las lágrimas por las mejillas. Más tarde, cuando conté lo sucedido a los niños, se sintieron desolados. Pero aunque Don Gorjeo dejaría entre nosotros un profundo vacío, por nada del mundo hubiéramos deseado que volviera. Estaba libre. Sabíamos que no podía haber habido un final más feliz para nuestra aventura en compañía de un petirrojo.