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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
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  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ----------------- GENERAL -------------------


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    EL ÚLTIMO DÍA DE LA CREACIÓN (Wolfgang Jeschke)

    Publicado en julio 31, 2015

    INTRODUCCIÓN

    En 1959, Steve Stanley tenía 16 años. Había pasado su infancia en París y Roma, donde su padre era representante de un consorcio farmacéutico estadounidense en el extranjero. Cuando regresó a los Estados Unidos asistió a la Universidad en Springfield, Ohio, y quiso estudiar construcción aeronáutica y convertirse en piloto. Después del examen se presentó ante las Fuerzas Aéreas.

    En 1959, los servicios secretos estadounidenses encontraron en los alrededores del Mediterráneo occidental ciertos vestigios que hacían referencia a un proyecto que podía modificar radicalmente la realidad tal como la conocemos.

    En 1968, Steve Stanley, a sus 25 años de edad, era uno de los mejores pilotos de las Fuerzas Aéreas estadounidenses.

    En 1968, bajo gran secreto y con las medidas de seguridad más estrictas, en los Estados Unidos se comenzó a preparar un proyecto que la Marina estadounidense planeaba realizar en colaboración con la NASA y que resultaría único en la historia de la humanidad. En 1977, Steve Stanley, que contaba ya 34 años de edad, trabajaba como piloto de pruebas en Rockwell. Perdió su puesto cuando el Presidente Cárter tomó la decisión de que el B-1 no debía ser fabricado en serie. Como resultado, Steve Stanley se presentó en la NASA, que buscaba pilotos experimentados para los vuelos planificados del Shuttle.

    En 1977, el proyecto secreto de la NASA/Fuerzas Aéreas ya estaba en pleno funcionamiento, aun cuando algunos de los científicos participantes ya venían advirtiendo desde hacía mucho tiempo sobre las consecuencias previstas. En ese momento, todos los que estaban al tanto del proyecto tenían claro que no todo estaba marchando de acuerdo a los planes. Los militares desecharon las advertencias y forzaron el proyecto con todos los medios a su disposición, aun cuando entre tanto incluso a los legos les llamó la atención que en la zona del mar al oeste de las Bermudas sucedían cosas extrañas. A la CIA no le venía mal todo ese cúmulo de especulaciones respecto al así llamado Triángulo de las Bermudas, y sin duda alguna aportó lo suyo para alentar los oscuros rumores, de manera que a ningún científico se le ocurriera ocuparse en serio de los extraños fenómenos.

    Poco después apareció el nombre de Steve Stanley entre los nombres de los candidatos finalistas para participar en el proyecto secreto. La lista mencionaba a especialistas de algunos ámbitos de la ciencia, la tecnología y la logística, así como a ex combatientes; todos cumplían con determinados requisitos muy específicos.

    En ese momento, Steve Stanley aún no podía saber lo que se requería de él, al igual que todos los que figuraban en la lista del jefe de proyecto, el almirante William W. Francis. Ninguno de ellos tenía ni la más mínima idea de que sus vidas tomarían un rumbo muy diferente al que hubieran imaginado en sus sueños más temerarios. Habían sido elegidos para entrar en el paraíso, pero no sería del Génesis de lo que serían testigos, sino del Apocalipsis.

    Un día, Steve Stanley desapareció sin dejar huella, y con él la mayoría de aquellas personas cuyos nombres figuraban en la lista.

    ¿Sin dejar huella?

    Dejaron huella.

    Sólo que era extremadamente difícil reconocerlas, y aún mucho más difícil interpretarlas... especialmente para aquellos que no eran sus contemporáneos.


    PRIMERA PARTE
    Huellas
    1 - Pozos


    Cuando el 13 de agosto de 1970 el Glomar Challenger abandonó el puerto de Lisboa para realizar perforaciones en el fondo del mar de la hondonada de las Baleares, los científicos no sólo esperaban poder aclarar los fenómenos misteriosos con los que se habían topado en los años cincuenta y sesenta. A los biólogos y oceanógrafos les interesaba aclarar un evento de gran importancia que debió haber tenido lugar hace aproximadamente cinco millones y medio de años y que marcó la transición entre Mioceno y Plioceno. Para la zona del Mar Mediterráneo, este suceso tenía que ver con una revolución biológica relacionada con cambios climáticos drásticos en Europa.

    La expedición del Glomar Challenger fue financiada por la National Science Foundation y se realizó bajo el control de la Scripps Institution of Oceanography. En la tarde del 23 de agosto, el barco de investigaciones fue anclado electrónicamente 100 millas al sur de Barcelona, y la primera perforación en el mar se realizó a 2.000 metros de profundidad. Otras perforaciones siguieron a ésta.

    Los resultados confirmaron las hipótesis de William E. B. Benson, de la Nacional Science Foundation, y de Orville L. Bandy, de la University of Southern California. Confirmaban también algunas suposiciones arriesgadas de militares de alto rango del Pentágono que estaban ocupados con un proyecto militar que se delineaba a fines de los años sesenta, en el punto culminante del programa Apolo. En las conferencias de prensa en París y Nueva York, durante las cuales se dieron a conocer los resultados de la expedición, parte de la información no fue revelada por precaución. Se trataba de un material encontrado durante las perforaciones que no pudo ser identificado al inicio, sin embargo, tenía que ver con el argumento más serio que podían presentar los defensores del proyecto. Este argumento llevó al presidente Nixon a mediados de febrero de 1971 (el vuelo del Apolo 14 acababa de finalizar exitosamente) a reducir drásticamente el presupuesto de navegación espacial de la NASA a fin de poner dinero a disposición del proyecto. Éste, que primero estuvo disfrazado como «Sealab», se preparó en colaboración de la Marina y de la NASA.

    Los resultados confirmaron algunos detalles misteriosos que había obtenido el servicio secreto. La primera referencia, del año 1959, provenía del Ministerio de Defensa francés y era muy alarmante, ya que no proporcionaba ningún tipo de explicación para lo sucedido. Se denominó «artefacto 1». Se encomendó la investigación al comandante Francis, un hombre con experiencia y miembro del departamento de desarrollo de técnica armamentística de la Marina estadounidense. Sin embargo, en 1969 encontró información que se adecuaba a este contexto especial: habían encontrado el «artefacto 2». Provenía de Suiza: en 1969 apareció una información que había hallado el servicio secreto del Vaticano. Se mantuvo bajo llave como «artefacto 3». El mosaico se iba armando pieza por pieza. El cuadro se cerraba y lentamente también adquiría forma la base científica del proyecto, tal como lo habían supuesto hace tiempo Francis y sus colaboradores. Con este objetivo hacía más de una década que se leían y evaluaban todas las publicaciones a nivel mundial del ámbito de la física teórica.


    2 - ARTEFACTO 3: La flauta de San Vito


    Los anacronismos son difíciles de reconocer. Hay que ser un contemporáneo de las cosas para poder clasificarlas en base a su función y aspecto, o alguien que ha nacido tardíamente y que ha oído hablar de ellas. A los nacidos tempranamente a lo sumo les parecerán objetos raros (u objetos mágicos o sagrados, todo depende de la ingenuidad, de la fe o del reconocimiento científico).

    De hecho, hace siglos que existen indicios de que en la zona del Mediterráneo occidental en algún momento prehistórico tuvo que suceder algo que se podría calificar de «fractura en el tiempo». Los objetos encontrados en la zona costera del sur de España y de Italia, en Malta, Cerdeña, Córcega y las Baleares, pero sobre todo en Sicilia, eran extraños, y debido a su constitución prácticamente indestructible y a su inexplicable existencia eran venerados por todas partes como reliquias, incluso son veneradas hoy día. Por lo general se trata de trozos de un material liviano de tinte entre blanco sucio y marrón amarillento que se puede considerar un marfil muy antiguo, o restos de cráneos y huesos que el mar y la arena alisaron en el transcurso de los siglos hasta quedar irreconocibles. Tanto más alientan la fantasía estos fragmentos cuando se les supone una forma, historia e incluso santidad; se les interpreta como partes del cuerpo salvadas milagrosamente y pertenecientes a todo tipo de santos que deambulaban por la Tierra antaño.

    Así, en San Lorenzo, no muy lejos de Regio, en Calabria, hace más de 500 años que una pieza de veinte centímetros de largo de este material se venera como el dedo índice del profeta Jeremías. En Algeciras, delante de Gibraltar, guardan como reliquia una pieza de forma cuadrada de alrededor de doce centímetros de longitud lateral que aparentemente representa la cubierta del cráneo de San Juan Bautista, cuya cabeza cortada fue arrastrada por las aguas de forma milagrosa hasta las costas españolas. Y en por lo menos 37 iglesias de Sicilia descansan huesecillos de dedos de las manos y pies, de la mandíbula superior e inferior, costillas y tobillos de por lo menos veintisiete santos, profetas y hombre y mujeres igualmente meritorios.

    Este objeto encontrado tan fuera de lo común descansaba entretanto en un ataúd de plata en Sta. Felicita en Palermo: lo más sagrado de San Vito, o Vitus, como se le llama allí. Hoy día se sabe que Vitus, considerado santo de los cerveceros, los alpinistas, los epilépticos, los caldereros, los actores, los farmacéuticos y los viticultores, entre otros, implorado en casos de incontinencia, celo, mordeduras de serpientes, rabia, coreico, epilepsia, excitación y castidad amenazada, provenía de Mazara del Valla, en la costa sudoeste de Sicilia y, según se sabe, sufrió bastantes horrores bajo los esbirros de Diocleciano alrededor del año 304 o 305 de nuestra era. Era el hijo de un gentil acomodado de nombre Hylas, y a la tierna edad de siete años ingresó ya contra su voluntad a la secta de los cristianos. A fin de escapar del castigo del padre enfadado, se fugó a Lucania con su nodriza Crescentia y su educador Modestus. Sin embargo, fue reconocido, apresado y llevado a Roma, donde se le quería llevar de la vida a la muerte de una forma especialmente cruel, metiéndolo en una caldera de aceite hirviendo. Los ángeles le salvaron en el último momento de la fritura y devolvieron al pobre muchachito a su patria lejana, donde, sin embargo, murió poco tiempo después.

    En el año 538 empezaron a separar las partes de los restos mortales del mártir. El cuerpo se trasladó a Italia, pero el miembro separado permaneció en Sicilia. El enérgico abad Fulrad de St. Denis hizo que trajeran el cadáver mutilado a su convento en el año 756, sin embargo, no todos sus seguidores parecen haber sentido el mismo respeto por el Vito empapado en aceite, ya que el abad Hilduino regaló el cadáver al convento del Wéser, Corvey, en el año 836. Allí, el mártir (convertido entretanto en patrono del imperio) fue desmembrado una vez más; en el año 922, el príncipe Wenzel recibió un brazo cuando hizo construir en Praga una iglesia en honor de Vito, justamente en el lugar donde hoy se eleva la famosa catedral de San Vito en el Hradschin (Castillo de Praga). En 1355 el emperador Carlos IV intentó reunir los despojos mortales diseminados a los cuatro vientos, sin embargo sólo pudo adquirir un par de huesecillos en Pavia, y su autenticidad jamás convenció del todo los teólogos. Actualmente hay más de 150 lugares en Europa Central y del Sur que creen poseer partes del cuerpo del santo.

    La reliquia más delicada, a la cual Vito debe el patronato sobre la castidad amenazada, apareció en Palermo en el siglo X. Es mencionada en documentos del año 938 con motivo de la construcción de la Iglesia de Sta. Felicita, donde encontró un refugio seguro. Las leyendas guardan silencio respecto a qué destino incierto ocupó durante los 355 años pasados, historias que por lo general se prenden voluptuosamente de la figura del joven mártir.

    Una tradición local asegura conocer su origen, y posiblemente se acerque bastante a la verdad: un pescador honrado de nombre Rosso fue sorprendido por una tormenta durante la noche y fue arrastrado muy lejos a mar abierto. Sufrió indeciblemente durante dos días y dos noches, hasta que por fin la tormenta se calmó, y a la mañana del tercer día volvió a avistar costas que le eran familiares. Cuando fue a recoger sus redes, junto a doce pescados (naturalmente se debe desconfiar de esta cifra, ya que seguramente se trataba de una referencia a los doce apóstoles) se encontró con un objeto extraño allí dentro: una forma torcida, parecida a una manguera acanalada, de un pie y medio de longitud y de un diámetro de medio palmo, de un material desconocido que aparentaba al mismo tiempo ser elástico y quebradizo, y de tinte gris pálido.

    Agradecido por su milagrosa salvación, el pescador entregó lo encontrado al prior de Sta. Felicita, que colocó bajo llave ese objeto peculiar y, sobretodo, lo sustrajo a las miradas de las damas, pues posiblemente hubiera podido dar motivo a pensamientos no castos. Así sucedió a mediados del siglo IX.

    Como por un milagro, sobrevivió en perfecto estado al incendio que convirtió en cenizas a la antigua Sta. Felicita. En el año 932 comenzó a construirse la nueva Casa de Dios, tal como se encuentra preservada en su casi totalidad hasta el día de hoy.

    En el año 1277, Ambrosio, un joven y ambicioso prior de Sta. Felicita, obtuvo el permiso del arzobispo de Palermo para solicitar al Santo Padre una certificación de la reliquia. El Papa Nicolás III no pudo decidir si enviar de inmediato dos comisiones de expertos a Palermo para que revisaran el objeto en el lugar mismo. Primero la solicitud quedó sin respuesta, hasta que Bonifacio VIII envió una tercera comisión de expertos en 1296; sin embargo, no fue hasta 1303, poco antes de su muerte, cuando el Santo Padre pudo decidirse a favor y concedió su bendición apostólica.

    Desde el siglo XIII, el extraño objeto, confirmado por la instancia superior de la Iglesia católica como símbolo de la castidad cristiana y testimonio de increíble pubertad siciliana, descansó en una tumba de plata, artísticamente biselada y revestida de seda, que sólo se abría y se exponía cada cien años para festejar el centenario de Sta. Felicita, de modo que todos pudieran ver el miembro del santo, milagrosamente salvado de la putrefacción.

    El Profesor Angelo Buenocavallo, profesor de medicina en Palermo, escribió en 1439 un tratado erudito sobre esta reliquia (comúnmente llamado «El innombrable de San Vito» o a veces muy ordinariamente: «Il gazzo di Santa Felicita») en el que negaba categóricamente que el mencionado objeto fuera un miembro humano, ni ése en concreto ni cualquier otro, fuera cual fuera la forma extraña en que se podía haber convertido por la fritura en aceite, ya que no tendría ni la menor similitud con uno así, ni siquiera en cuanto a longitud. Aun cuando en el caso de las colas de cerdo habría podido confirmarse que después de un tiempo en aceite hirviendo se hinchan y adquieren una costra espumosa por la que aparentan ser más grandes y duras. Pero en el caso del objeto mencionado no se trataría de carne muy frita, sino que probablemente fuera marfil. Todo parecía indicar que podría tratarse de uno de esos instrumentos de música paganos confeccionados en marfil de los cuales los músicos musulmanes sacaban esos lúgubres tonos que supuestamente gustaban tanto al rey de los Hohenstaufen en la corte.

    Buenocavallo no recibió autorización de su facultad para imprimir. Gente que le envidiaba le denunció ante la Iglesia, diciendo que había comparado de forma hereje el miembro del santo Vito con colas de cerdo fritas. Su obra fue confiscada y quemada públicamente. El valiente profesor se salvó por poco de ser acusado de herejía, y se le prohibió ejercer la enseñanza durante dos años. Se fue a Padua, donde sirvió como anatomista durante tres fructíferas décadas más. Su fama traspasó las fronteras de su patria por elección.

    Entre tanto, el instrumento de música de San Vito descansaba en su tumba de plata, resistía el desgaste del tiempo, perduraba a través de los siglos y cayó prácticamente en el olvido.

    Cuando en 1938 se volvió a abrir la tumba durante los festejos milenarios de Sta. Felicita y el santo miembro fue expuesto a las miradas del público, un tal Luigi Risotto, profesor de liceo en Tarento y herido durante la Primera Guerra Mundial en el mismo lugar que una vez el renombrado Abelardo de París, examinó detenidamente la reliquia. En 1939, en la publicación de enseñanza para los maestros de Tarento, apareció una composición en la cual Luigi Risotto dudaba decididamente de la autenticidad de la reliquia. Calificó de escándalo increíble el hecho de que la Iglesia católica se atreviera en el siglo XX a presentar un trozo de tubo, y peor aún, de esa longitud y constitución, como órgano genital de un santo, y además hacerlo venerar. Decía que el hecho en sí parecía provenir de la Edad Media más oscura, que se trataba de un embrutecimiento vergonzoso del pueblo creyente, y eso en un momento en que Italia, la gran nación cultural, hacía lo posible por convertirse también políticamente en una de las naciones más significativas del mundo. Añadió que sería una vergüenza. Se indignaba.

    El objeto podría describirse (continuaba Risotto) como nada más que una pieza acanalada de tubo, realizada con una resina de goma, quebradiza por acción del tiempo, y probablemente se trataba de la pieza de unión de una pipa de agua de origen moro. En su afán esclarecedor y su erudición anodina se le había escapado que esta pieza de goma ya se mencionaba en documentos del siglo X, y que en 1303 fue declarada reliquia. Sin embargo, el uso del tabaco para fumar comenzó en territorio musulmán a mediados del siglo XVI. Y en lo que se refiere a la pipa de agua, fue inventada en 1612 por un comerciante de café que procedía de Damasco llamado Ziad Kawadri. Éste, tras reflexionar larga e intensamente, ideó el narguile para proporcionar mayor bienestar a los huéspedes de su local. Desde Damasco, esta fuente de bienestar oriental realizó una marcha triunfal por los países musulmanes, hasta Budapest, y Casablanca, Dar-es-Salam y Hyderabad.

    Desde 1961, bajo instrucciones de Juan XXIII, una comisión de expertos del Vaticano actuó para investigar a fondo y con gran reserva la selva de reliquias. En primer lugar debían investigarse aquellos casos que no merecerían adoración por su mal gusto, o por resultar penosos o incluso ridículos. En el transcurso de algo más de cinco años, la comisión reunió 3.786 casos de ese tipo. De todos ellos, 1.284 debían ser eliminados lo antes posible; otros 1.544 casos se consideraron desaconsejados a largo plazo, por lo que se estableció la prohibición de que se nombrasen oficialmente; por último, se estableció que podrían ser tolerados en silencio los 958 restantes, pero sólo debían ser mencionados oficialmente en casos excepcionales.

    Un resultado inesperado de estas investigaciones fue que en más de mil casos la reliquia estaba hecha de un material de color entre blanco sucio y amarillo marrón que (como decía generalmente la descripción) se parecía a marfil muy viejo y resquebrajado.

    La comisión papal pidió muestras de este material y se las entregó al gabinete físico del Vaticano, donde fueron analizadas con los métodos más modernos, entre otros, con el método de radiocarbono. Durante esas investigaciones se pudo determinar algo más. Todas las pruebas realizadas según el método de radiocarbono dieron resultados negativos, y eso sólo podía significar una cosa: si se trataba de material orgánico, es decir huesos o marfil, goma o incluso ámbar, entonces todas las muestras debían tener más de 30.000 años de antigüedad, porque mediante este proceso no es posible datar una antigüedad mayor. Probablemente las muestras fueran más antiguas, incluso podrían tener más de 100.000 años de antigüedad. Eso significaba que no podía tratarse ni del dedo índice del profeta Jeremías ni de la tapa de los sesos de San Juan Bautista, ni del dedito derecho del pie de Santa Genoveva, ni del esternón de San Pablo.

    La flauta de San Vito (como no se podía esperar de otra manera) se incluyó en la lista de las reliquias que debían ser relegadas al olvido lo antes posible. Aunque se diferenciaba en el tinte y en la consistencia de los demás materiales, cuando fue incriminada e inspeccionada en un momento posterior presentaba la misma edad prebíblica, más aún, no bíblica. El verdadero miembro de San Vito debió figurar como perdido. De repente, lo que el pescador Rossi había sacado en su red con grandes esfuerzos de las profundidades del mar era mucho más interesante, también para los expertos del gabinete físico papal. Lo que en el horizonte aparecía como un supuesto enturbiamiento podía convertirse en una tormenta que podía sacudir los fundamentos de la historia sagrada. Si las suposiciones resultaban ciertas, este descubrimiento podía ser de gran trascendencia.

    Y demostrarían ser correctas.

    El 2 de marzo de 1969 llegó a Palermo una delegación de Pablo VI con una carta personal escrita a mano por el Santo Padre para el arzobispo de Palermo. En ella pedía a su eminencia, y por motivos sobre los cuales tendría suficientes razones para guardar silencio, trasladar sin demora a San Pedro la reliquia de San Vito guardada en Sta. Felicita. Con gran temor, había tenido conocimiento de señales que hacían suponer que el anticristo podría destruir milenios de la historia sagrada con una línea de su pluma, y que podía privar al mundo de su anhelada y sufrida salvación y tomarla en posesión después.

    Irritado por esa aparente falta de confianza del Santo Padre respecto a su persona, dado que no le había informado sobre la relación entre la caprichosa reliquia y la amenaza de dominación del anticristo, y por otro lado preocupado por la urgencia de la solicitud, su eminencia dio instrucciones de abrir la tumba en Sta. Felicita y de entregar a la delegación el objeto deseado bien empaquetado.

    Después de más de mil años de descanso, la flauta de San Vito, el trozo de tubo de una pipa de agua o el instrumento musical pagano, salió de viaje. A lo largo de un milenio sin haber sido reconocido como anacronismo, repentinamente agitaba a físicos, teólogos de la moral y políticos por igual.

    El 5 de marzo, la reliquia llegó a Roma y fue presentada sin tardanza al Santo Padre, quien la examinó con un malestar creciente. Poco después vio confirmadas sus suposiciones más terribles y se retiró a orar.

    En el gabinete físico, entre tanto, se habían analizado más muestras y se había llegado a la conclusión de que en el caso de este material no podía tratarse ni de algo orgánico ni de algo inorgánico, sino de algo sintético. Lo mismo fue confirmado en el caso del material un tanto diferente del cual consistía la reliquia de Palermo. Además, «Il gazzo di Santa Felicita» se parecía increíblemente al tubo acanalado de una máscara de oxígeno de las que usan los pilotos de aviones caza.

    Sin embargo, quedó sin aclarar la cuestión de cuántos siglos antes de la invención del plástico apareció un material de ese tipo, que además en esa época ya presentaba huellas de una antigüedad muy avanzada. Los eruditos del Vaticano se encontraban ante un acertijo. No había teoría científica, ni uno podía imaginarse una institución técnica con la que hubieran podido explicarse el trasfondo. Las consecuencias de esta posibilidad prácticamente impensable eran, sin embargo, extremadamente alarmantes.

    El Papa Pablo VI se reunió con sus expertos y sus asesores. Tras largas reflexiones tomó una resolución: todas las muestras disponibles y capaces de ser obtenidas de estos materiales misteriosos debían mantenerse in eternitatem bajo llave en los archivos del Vaticano, y debía guardarse el máximo secreto al respecto.

    Así, la flauta de San Vito terminó en el archivo del Vaticano, junto a la colección más grande de objetos curiosos, máquinas raras, escrituras y obras de arte reunidos en un milenio y medio.

    Sin embargo, lo que Pablo VI no había considerado en su sabia resolución era el hecho de que la CIA se interesaba por todo, y sus sabuesos estaban presentes en todas partes. Así, los servicios secretos tienen, por así decirlo, la nariz debajo de la Santa Sede continuamente, a fin de registrar cada pedo papal que podría soplar a la cara del Pentágono. Y así, en Washington pronto se enteraron de los extraños objetos encontrados y de la preocupación del Vaticano, y poco después recibieron enormes cantidades de fotos y algunas muestras del extraño material.

    El capitán Francis estiró combativo la barbilla cuando examinó con la lupa las fotos distribuidas sobre su escritorio. Lo que había llegado inesperadamente del Vaticano encajaba exactamente en el marco dibujado y concordaba con las dos piedras que provenían de los años 1959 y 1968 de Argelia y Gibraltar. El Glomar Challenger tuvo que conseguir las últimas piedras del mosaico con perforaciones en la hondonada de las Baleares.

    Los preparativos para el proyecto «Deep Sea Drilling» de la Nacional Science Foundation comenzarían pronto, el dinero para el proyecto de investigación ya estaba disponible.

    Francis echó una mirada a las tiras de capitán algo desgastadas de su chaqueta del uniforme. Era hora de dar un paso más, y sintió satisfacción por el empuje que había recibido el proyecto tras el envío de Roma. También supondría su ascenso. Ya no habría nada que se interpusiese en su camino hacia la promoción a almirante.

    Apuntó con la regla de plástico y mató una mosca que se había parado sobre una foto muy clara de la reliquia. Una mancha de sangre desfiguraba al impronunciable de San Vito, pero eso no molestaba al capitán Francis.

    Con el borde de la regla se rascó la nariz, sonrió, alzando el labio superior con su fino bigote, y deslizó la punta de la lengua entre sus grandes colmillos amarillos y el labio inferior. Gruñó satisfecho.

    Estaba muy, muy contento.


    3 - ARTEFACTO 2: El carro de guerra de Gibraltar


    Mientras austríacos y franceses se peleaban por el trono en la guerra de sucesión, los británicos, con su punto de mira siempre centrado en lo más esencial, se apoderaron del bastión más importante del Mediterráneo occidental. En la mañana del 4 de agosto de 1704, mercenarios alemanes invadieron Gibraltar, lo tomaron rápidamente e izaron la bandera de Gran Bretaña.

    El Dschebel al-Tarik, la roca de Tarik, llamada así por el famoso estratega árabe que permaneció allí con su tropa en el año 711 para arrasar la península, es un macizo de cal jurásica que junto con Dchebel Musa, que se encuentra del lado africano, al oeste de Ceuta, conformaba una franja fina que en el pasado separaba al Atlántico del Mediterráneo. Como en la cuenca del Mediterráneo se evapora más agua de lo que le llega desde los ríos, la consecuencia es una continua afluencia de agua proveniente del Atlántico. Estas grandes cantidades de agua serrucharon en el correr de millones de años una brecha de más de trescientos metros de profundidad y veinticuatro kilómetros de ancho: el estrecho de Gibraltar. En el flanco sur del macizo de roca de Gibraltar fresaron dos terrazas, el Windmill Hill y los Europa Fíats, que caen formando la Punta de Europa y poseen la forma ideal para albergar una fortificación. En 1714, confirmada su propiedad con el contrato de paz de Utrecht, los ingleses empezaron con la ampliación para hacer una base naval.

    Jamás faltaron voces en España pidiendo la devolución; incluso hubo algunos intentos de conquista que fracasaron estrepitosamente. Pero como Inglaterra en general era un aliado bienvenido contra Francia, por ejemplo durante las guerras napoleónicas, la posición británica, desde la cual podían vigilarse todos los movimientos de flota entre el Mediterráneo y el Atlántico, permaneció indiscutida.

    Cuando Napoleón abandonó el escenario de la historia volvieron a aumentar las voces en el país que estaban a favor de una «liberación» de la roca. Aunque las voces no tenían peso y los políticos estaban muy ocupados con la revolución liberal, con la intervención francesa y a continuación con una guerra civil sangrienta entre carlistas y seguidores de la regente (pues en España todo lo que suena remotamente a «Reconquista» suele encender las pasiones), los ingleses actuaban en Gibraltar con cuidado y sin llamar la atención. Cada enfrentamiento con los habitantes de la región podía conducir invariablemente a conflictos con las grandes potencias europeas, que envidiaban a los británicos la posición estratégica y que harían de cualquier brega entre los marineros de la Royal Navy y los pescadores españoles una «lucha de liberación». Por eso, en 1843, el comandante de la base, Sir Walter Griffith, resolvió reforzar las obras de fortificación por encima de la lengua de arena al nordeste del castillo Moorish Castle. En otoño de 1843 se iniciaron los primeros trabajos en las trincheras.

    En lo posible, el terreno debía ser modificado sin llamar la atención, para esconder la intención ante los nacionalistas y no estar expuesto a preguntas penosas en Madrid. La dirección de estas obras estaba en manos del coronel Frank Gilmore, un oficial con experiencia en construcción de fortificaciones que ya había trabajado en Egipto como asesor de Mohammed Alis antes de que éste se enemistara con Gran Bretaña y que se cerrara la Convención de Londres contra el gobernador insurrecto. Gilmore era un entusiasta arqueólogo aficionado y había participado en excavaciones en Nubia. Los demás oficiales le llamaban en broma «el pacha de Gilmore».

    Primero talaron el claro en el bosque y excavaron fosas (aparentemente para ampliar la zona de entrada del agua hacia la reserva del suroeste). Para poder fijar los fundamentos de las casamatas en la roca, el pashá de Gilmore hizo desenterrar los palos con raíz y retirar la tierra suelta, sobre todo marga y pizarra de arcilla. Aproximadamente a ocho pies de profundidad se encontró con una capa dura de arcilla. Gilmore hizo introducir un taco para determinar su grosor. Los trabajadores habían penetrado con sus picos a apenas tres pies de profundidad cuando apareció arcilla que parecía estar impregnada de herrumbre.

    El coronel hizo detener de inmediato los trabajos para inspeccionar el material. Realmente se trataba de hierro muy envejecido, pero también de huellas de otras sustancias, entre ellas trozos romos de un material granulado que probablemente fuese vidrio.

    Entonces Gilmore hizo excavar con cuidado horizontalmente pulgada por pulgada un área de veinte por veinte pies porque suponía, acertadamente, que había encontrado un artefacto. Aproximadamente a veinte pies de profundidad encontraron más huellas de herrumbre, y días después apareció en el lugar de la excavación el dibujo de un contorno rectangular de aproximadamente seis por doce pies de tamaño.

    El coronel Gilmore hizo un dibujo fiel a escala del contorno e hizo que continuaran retirando capa por capa. Aproximadamente a cinco pulgadas de profundidad volvió a medirse exactamente el contorno y se confeccionó otro esquema exacto a escala, para luego poder reconstruir verticalmente el objeto completamente desgastado por el tiempo. Después de otro pie de profundidad, Gilmore quedó totalmente convencido de que sólo podía tratarse de un artefacto. Cuando a dos pies y medio de profundidad el contorno rectangular comenzó a llenarse de huellas de herrumbre, primero de un lado y a tres pies y medio de profundidad en toda su superficie, Gilmore reconoció que tenía delante los restos de una forma tipo caja, probablemente un carro, posiblemente un carro de combate antiguo que se había hundido en el barro. El barro debió de penetrar en el interior del vehículo y llenó completamente el espacio interior como el núcleo de soporte de un molde. Por eso el vehículo se había conservado recto, por decirlo de alguna manera.

    Armado con espátula y pincel, Gilmore pacha revisó los flancos del «castillo» para encontrar restos de ruedas, pero no tuvo éxito al principio. Ya quería abandonar su búsqueda, porque suponía que el vehículo de hierro probablemente habría tenido ruedas de madera de las cuales ya no se podrían comprobar las huellas, cuando descubrió delante y detrás unas protuberancias laterales de naturaleza metálica y que bien podrían haber sido ruedas o rodillos. El vehículo había tenido originalmente cuatro ruedas, lo que en el caso de un carro de guerra antiguo hubiera sido una construcción inusual.

    Cuando el coronel Gilmore quiso reconstruir verticalmente el objeto encontrado mediante los croquis horizontales, apareció una forma extraña que se parecía más a un equipo liviano y de baja altura que al tipo de carro de combate tipo tanque que se conocía de representaciones de la antigüedad.

    Visto desde el lado que Gilmore denominó instintivamente «delante» parecía haberse encontrado un bloque de metal más grande, que debió haberse elevado hasta la mitad de la altura del revestimiento lateral por encima de la superficie básica del chasis. No se atrevió a afirmar si se trataba de una plataforma que ocupaba quien dirigía el carro, o si correspondía a la zona donde había arqueros, o si se trataba de un arma, una especie de espolón o algo similar. De todas formas, el vehículo parecía estar construido más bien toscamente, y aparentemente era poco práctico (innecesariamente grande en el chasis, y sobre todo en la «plataforma», y lo que significaba un descuido, muy débilmente acorazado en los flancos). Tal vez en esa zona habían existido defensas de madera o cuero de las cuales no restaba nada, dijo el coronel. Sin embargo, no quedó satisfecho con el resultado porque no podía clasificar bien el objeto encontrado.

    Por supuesto, Gilmore había informado al comandante sobre el asunto, y éste le había permitido (interiormente divertido, pero en apariencia, como siempre, muy formal) interrumpir durante algún tiempo los trabajos en las trincheras en el lugar correspondiente para que el capataz de la fortificación pudiera salvar su «caballito de batalla egipcio», como él lo llamaba. Sir Walter, sin embargo, opinaba que de la ominosa «mancha de herrumbre» sólo podía tratarse de un vehículo que se les había hundido a los musulmanes en el barro cuando conquistaron el Dschebel al-Tarik y cuando controlaron las tropas de refuerzo desde aquí.

    El coronel no contradijo la opinión del comandante, sin embargo, sabía lo suficiente sobre arqueología para saber que el artefacto de la mancha de herrumbre, teniendo en cuenta la consistencia del subsuelo y la profundidad del lugar donde fue encontrado, debía datar de una época precristiana, quizá cartaginesa, pero probablemente aún más antiguo.

    Esta suposición se corroboró cuando Gilmore pacha, al volver a inspeccionar el lugar de la excavación, encontró restos de huesos muy destruidos, y entre ellos un hueso de cráneo que presentaba un agujero del tamaño de un dedo pulgar. Aparentemente, el conductor del vehículo había sido víctima de una muerte violenta.

    Lo que irritaba al coronel era el hecho de que los restos de huesos estaban en un estado que hacía suponer una antigüedad mucho mayor a tres o cuatro mil años. Gilmore había visto en Egipto esqueletos encontrados que se habían mantenido prácticamente íntegros bajo circunstancias menos favorables durante por lo menos cinco mil años. La capa de arcilla en la que estaba el vehículo debería haber conservado el cadáver durante un período diez o veinte veces mayor.

    El coronel Gilmore no sabía qué hacer y pidió autorización a Sir Walter para enviar un mensaje con el próximo barco a la Royal Society, en Londres, a fin de que los especialistas se ocuparan del objeto encontrado.

    —Ni pensarlo, coronel —dijo Sir Walter directamente—. Totalmente impensable. No puedo hacerme responsable de que aparezca una horda de científicos que me impidan el cumplimiento de mis obligaciones militares. De todas formas, los trabajos en las trincheras al norte del Moorish Castle ya se ha retrasado demasiado para favorecer vuestros intereses egipcios. Debo insistir en que ahora se continúen y finalicen rápidamente.
    —Pero con su permiso, señor...
    —Es cierto. Sin embargo, debe entender, coronel, que no puedo permitirme que la prensa publique que durante los trabajos en las trincheras de Gibraltar se hayan encontrado objetos arqueológicos.
    —Durante los trabajos de canalización para el depósito.

    Sir Walter denegó impaciente mediante señas.

    —Yo no confiaría en que un arqueólogo, o como sea que llame a esa gente, sepa diferenciar entre trabajos de trinchera y de canalización.
    —Señor, posiblemente podría tratarse de uno de los descubrimientos prehistóricos más importantes en Europa, y eso en el territorio de Su Majestad.
    —En un territorio militar de Su Majestad, de cuya seguridad soy responsable, coronel Gilmore.
    —Por supuesto que estoy enterado de eso, señor. Pero, por favor, entienda también mí situación. No soy arqueólogo, me faltan los recursos y las posibilidades para realizar una investigación en profundidad, especialmente respecto a una datación exacta. La ciencia podría sufrir una pérdida insustituible. No quiero seguir corriendo yo solo con la responsabilidad...
    —La responsabilidad déjemela tranquilamente a mí, coronel. Además, tengo la impresión de que sobreestima su descubrimiento. Usted se comporta prácticamente como si hubiera descubierto la osamenta de un elefante del ejército de Aníbal. Probablemente un campesinito español borracho se salió del camino una noche de niebla y se hundió en el pantano con su carro de estiércol. No hagamos tanta bulla por esta mancha de herrumbre. No necesito ser más claro, ¿verdad coronel? Espero que me haya entendido.
    —Claro, señor.

    No tenía sentido. Sir Walter permaneció fiel a su decisión. Sin embargo, permitió que Gilmore pacha avisara a un amigo suyo que trabajaba como fotógrafo en Londres para pedirle que acudiera a Gibraltar a tomar algunas fotos del lugar del descubrimiento. Este fotógrafo había sido durante algún tiempo ayudante de Talbot en Reading y trabajaba en secreto según su nuevo procedimiento.

    Tres semanas después, Archibald Wesley llegó y tomó cerca de cuarenta placas que perpetuarían una imagen de la mancha de herrumbre para la posteridad y permitirían una evaluación posterior. Tanto a él como al coronel Gilmore se les exigió no publicar nada sobre el asunto por el momento. En consecuencia, continuaron con los trabajos en las trincheras y excavaron el resto de la capa de arcilla.

    Cuando el coronel Gilmore se jubiló en 1846, seguramente nadie le hubiera impedido informar sobre su descubrimiento, pero se abstuvo, extrañamente. Tal vez su contradicción interna entre sus intereses como investigador y la lealtad militar se había inclinado a favor de la última. Pero es más probable que llegase a la conclusión de que como aficionado no podía convencer a los expertos con sus esquemas y las tomas fotográficas técnicamente aún insuficientes, y que, por el contrario, se hubiera expuesto a una fuerte crítica por no haber sido capaz de aclararle a Sir Walter la importancia de lo encontrado y la necesidad de una profunda investigación científica por parte de especialistas. Lo raro es que jamás supo que dos años después de haberse retirado a la vida privada, en Gibraltar se hizo otro descubrimiento. Al realizar nuevos trabajos de trincheras se encontró un cráneo de un hombre prehistórico que durante decenios creyeron que era un hombre mono. Sir Walter Griffith ya no era comandante de Gibraltar en aquel entonces. El descubrimiento llegó a conocerse en círculos especializados, pero no fue hasta cien años después (después de las investigaciones de los Leakeys) cuando recibió el interés de los especialistas.

    Cuando Gilmore pacha, ya muy anciano, murió el 25 de diciembre de 1874 en su casa de campo en Chatham, cerca de Londres, sus documentos referentes al misterioso carro de guerra de Gibraltar cayeron en el olvido.

    Su nieto, Edward George Gilmore júnior, un joven y exitoso arquitecto, y un entusiasta automovilista, dejó la casa de campo en Chatham en 1898 para restaurarla y venderla a un rico fabricante de textiles de Manchester. Antes de mudarse al Westend en Londres, donde se había construido una casa, Edward Gilmore júnior se ocupó personalmente de revisar los viejísimos papeles y cartas que se habían amontonado en el desván de la casa de campo antes de quemarlos. Al hacerlo encontró un paquete con treinta y seis fotografías bastante amarillentas que llevaban en el dorso la letra manuscrita muy prolija de su abuelo, pero en las cuales no pudo reconocer otra cosa que la denominación de alto vuelo de la empresa «Archibald Wesley, Calotype Atelier, Chiswick» en la esquina inferior derecha. Además había un pequeño paquete de papel que sólo contenía polvo gris marrón con migas (aparentemente polvo de huesos, pensaría Gilmore jr. antes de tirarlo sin siquiera considerarlo) y un paquete de dibujos de mano de su abuelo, entre ellos un dibujo en el que se podía reconocer fácilmente un automóvil.

    Edward G. Gilmore jr. contuvo la respiración. La hoja llevaba la fecha 12 de marzo de 1844. Un momento, pensó. ¿Sería que el viejo coronel se había dedicado a inventar cosas en secreto? ¿Habría intentado construir un automóvil ya en 1844? Según lo que él sabía, el viejo Gilmore se habría interesado menos por la técnica que por las excavaciones.

    Gilmore miró el dibujo desde todos los ángulos con ojo experimentado. Los demás dibujos representaban proyecciones que mostraban al vehículo en diferentes cortes horizontales. De ninguna manera se trataba de una carroza, parecía más bien un coche, aun cuando tenía una forma bastante rara. Revisó toda la documentación de su abuelo para descubrir más referencias a su tarea de inventor, pero fue en vano. Posiblemente se había tratado de un aparato para remover tierra, o de un vehículo militar que debió ser utilizado en alguna intervención especial o en la construcción de fortificaciones.

    Gilmore jr. perdió el interés. De todas maneras, el objeto encontrado le pareció lo suficientemente significativo como para mencionarlo en su diario y guardar los dibujos y las fotografías y llevárselas a Londres cuando se mudó a su nueva casa algunas semanas después.

    Allí, los documentos de Gilmore pacha descansaron hasta que en una tarde lluviosa de sábado en septiembre de 1968, Patrick Geston, casado desde 1966 con Catherine Geston, apellido de soltera Gilmore, nieta del arquitecto Edward G. Gilmore jr. e hija del empresario de la construcción Arthur Edward Gilmore, en un ataque de nostalgia, tomó el diario del abuelo de su mujer y empezó a hojearlo. Y así dio con un registro sobre el vehículo parecido a un coche que su antepasado había dibujado supuestamente en 1844.

    Debajo, en la letra de imprenta muy prolija del exitoso arquitecto de estilo Art Nouveau decía: «Hay aún más planos y también 32 fotos que lamentablemente fueron mal fijadas. En ellas sólo pueden reconocerse manchas».

    Patrick Geston, maestro de alemán e inglés, también traductor ocasional, amante de la ciencia ficción y de la literatura que se ocupaba de los límites, de las ciencias y de las cosas que están más allá de estos límites permaneció pensativo. Terminó de beber su cerveza, se subió al desván y revisó las cómodas y las cajas de cartón, los cajones y los cestos. Por fin encontró algo.

    En un sobre duro marrón en el que estaba escrito con las mismas letras impresas de la escritura del arquitecto: «El automóvil del abuelo Gilmore Pacha» estaba el paquete buscado. Encima de todo se encontraba el dibujo del «automóvil».

    Geston se estremeció como si hubiera recibido un choque eléctrico.

    Era inequívocamente un jeep o un todoterreno, aun cuando la forma no era exactamente la misma. Faltaban los guardabarros y las ruedas, y la tapa del radiador estaba más abajo, como si se hubiera hundido.

    ¿En qué rincón del mundo el viejo coronel Gilmore había encontrado un todoterreno en el año 1844, cuando ni siquiera se había inventado el motor a gasolina?

    Geston inspiró profundamente y sostuvo las hojas con tanto cuidado como si amenazaran con deshacerse en polvo entre sus dedos. Ideas desvariadas de saltos en el tiempo y de viajes a través del tiempo le pasaron por la cabeza: la historia Halcón entre los Gorriones, de Dean McLaughlin, que había aparecido dos meses antes en Analog. Y la historia del viaje en el tiempo de un autor alemán, de cuyo nombre no podía acordarse, que había leído en un fanzine de ciencia ficción.

    Se apresuró a bajar a su escritorio y distribuyó con dedos temblorosos las fotos sobre su mesa de trabajo. Una desilusión amarga. Estaban completamente amarillas y presentaban manchas marrones. Algunas de ellas mostraban una estructura regular cuando se las miraba más detenidamente, pero no pudo descubrir qué representaban exactamente.

    A continuación colocó los veintiocho dibujos cronológicamente según las indicaciones de fecha, ordenados y del revés, uno tras otro. De inmediato le quedó claro que se trataba de cortes horizontales del «todoterreno», de arriba hacia abajo. Finalmente descubrió también similitudes entre la estructura de las manchas de algunas de las fotos y los dibujos, los que representaban los cortes horizontales más bajos. Todo esto hacía referencia al protocolo de una excavación.

    Geston se apresuró a salir de la sala de estar y, sin aliento, preguntó a su joven esposa:

    —¿Qué hacía el viejo Gilmore, el coronel Gilmore, tu tatarabuelo?

    Su esposa, asustada, levantó la mirada del libro que estaba leyendo. Un chaparrón golpeó los cristales de las ventanas.

    —¿Qué quieres decir?, ¿que qué hacía? Era oficial. Creo que era capataz de obras de fortificación o algo así. Pero ¿por qué quieres saber eso de repente?
    —¿Y por qué le llamaban pacha? —agregó Patrick, sin contestar a su pregunta.
    —Pues, qué sé yo. Pero... ¡Espera! ¿No estuvo en Egipto durante un tiempo? Creo que estuvo en Egipto.

    ¡Egipto! La palabra causaba un efecto de símbolo mágico en Patrick Geston. Fue a la cocina, sacó una lata de cerveza del frigorífico y la abrió con dedos temblorosos para bajar la arena de todo el oriente que repentinamente parecía haberse depositado sobre sus mucosas.

    —¿Y cuándo fue eso? —preguntó cuando volvió a la sala de estar.
    —No tengo ni idea, pero eso puede averiguarse.

    Era posible averiguarlo. El coronel Frank Gilmore no había estado en Egipto en el período en cuestión. En 1840 había vuelto de Alejandría a Londres y el año siguiente había sido enviado a Gibraltar, donde dirigió las obras de ampliación de la fortificación hasta su jubilación en 1846.

    ¿Gibraltar?

    Geston quedó desilusionado, sin embargo no cejó en su esfuerzo. Escribió a la Royal Society y a la National Geographic Society, preguntando si en Gibraltar o en algún lugar cerca de allí se habían realizado excavaciones arqueológicas a mediados de los años cuarenta del siglo XIX. De ambas instituciones recibió la respuesta de que no se sabía nada respecto a excavaciones arqueológicas en o cerca de Gibraltar, ni en el período en cuestión ni en un período posterior. Sin embargo, en 1848, al realizar trabajos de trincheras, se habrían encontrado restos del cráneo de un hombre mono que en épocas más recientes era considerado el de un antecesor del ser humano.

    El entusiasmo de Geston estaba bastante amortiguado en ese momento. En 1843, el viejo Frank ya no estaba en Gibraltar, sino en su residencia de descanso en Chatham. Geston no sabía cómo continuar. Sin embargo, conocía a un autor de lengua alemana que había publicado un libro muy exitoso sobre objetos misteriosos provenientes de la prehistoria y de la protohistoria. Geston lo había traducido al inglés, y era el motivo por el cual había mantenido una extensa correspondencia con el autor. Ahora le ofrecía el material, indicando que posiblemente estuviera tras la pista de algo muy grande, pero que no tenía ni la posibilidad ni los medios de hacer el seguimiento.

    El escritor, que al igual que el coronel Gilmore Pacha era arqueólogo aficionado, se mostró muy interesado en el descubrimiento y propuso publicar los dibujos y las fotos en su siguiente libro tras examinarlos detalladamente. Quizá durante ese tiempo fuera posible obtener otras indicaciones.

    Como Geston no quería confiar el valioso material al servicio de correos, eligió un camino que le parecía más seguro para hacérselo llegar al escritor. En el Club Alemán de Londres había conocido a algunas personas de la Embajada Alemana, entre ellos al empleado del embajador Werner Reichert, que iba y venía entre Bad Godesberg y Londres viajando con documentos importantes y secretos en su valija diplomática. Reichert se ofreció a llevar el sobre con el material a Alemania.

    Otro empleado de la Embajada Alemana que debía preparar la maleta del correo fotografiaba rutinariamente todo el material para Bad Godesberg y enviaba las copias a los servicios secretos norteamericanos.

    Tres días después, el Pentágono se había enterado del extraño descubrimiento en Gibraltar, que encajaba exactamente con la otra pieza misteriosa que provenía de Argelia y que había sido transmitida en 1959 por parte del Ministerio de Defensa francés.

    Como en las fotos apenas se podía reconocer algo, el capitán Francis decidió que debía obtenerse el material original para volver a tratar las calitipias y amplificar los contrastes con ayuda del ordenador. Además, bajo toda circunstancia debía evitarse la publicación del material. Tal vez podía tratar de impedir durante un tiempo que ese autor publicara. En el estado actual del proyecto, sería fatal si la contraparte recibiera siquiera una insinuación de las actividades de las que se estaba ocupando la Marina Estadounidense.

    El 16 de octubre de 1968 llegó a Bad Godesberg el sobre con las fotos y dibujos. Al destinatario no le era posible recoger personalmente de inmediato el envío porque se encontraba fuera asistiendo a unas conferencias, de modo que encomendó a su editorial que enviara a alguien para recibir el material.

    El lunes 21 de octubre, una correctora de la editorial fue a Bad Godesberg y recogió el paquete. El viernes de la semana siguiente fue entregada en Dusseldorf al verdadero destinatario, quien abrió el sobre y revisó por encima el material, ya que el tiempo apremiaba y llegaba tarde. Metió el sobre en la maleta y fue con el taxi a la estación de tren.

    Cuatro horas después, en el trayecto entre Karlsruhe y Basilea, el escritor dejó su compartimiento de primera clase, ocupado sólo por él, durante diez minutos.

    Cuando volvió del baño, su maleta había desaparecido de la red para equipajes. Avisó al conductor del tren, quien alarmó a la policía de la estación. Se realizó una revisión del equipaje en la estación de la frontera en Lórrach, pero sin éxito; otra en la estación central de Basilea tuvo igual resultado.

    Cuando esa noche llegó con retraso a su casa, encontró la maleta esperándolo. Un desconocido había utilizado su nombre y había encomendado a un conductor de taxi que la llevara a su casa y avisara a su esposa de que le habían retrasado un rato y llegaría a más tardar en una hora.

    La maleta contenía todo lo que había estado dentro, sólo faltaba el sobre con las fotos y los dibujos.

    Parece que la policía jamás encontró una pista, e interrumpió las averiguaciones en poco tiempo. Poco después detuvieron a la persona robada utilizando una excusa, y fue soltado año y medio después de la prisión preventiva.

    El capitán Francis miró la nieve que había fuera y que de vez en cuando, agitada por fuertes rachas de viento, volaba pasando casi horizontal delante de la ventana, pero no la veía. Más bien parecía como si sus ojos estuvieran fijos en un punto infinitamente lejano.

    —¿Por qué precisamente Gibraltar? —murmuró—. El lugar más débil. —Aplicó saliva a sus dedos pulgar e índice y, perdido en sus pensamientos, planchó su fino bigote de dentro hacia fuera con movimientos lentos—. El lugar más débil.

    Detrás de él, sobre el escritorio, se encontraban distribuidos los dibujos y calitipias de 1844. A su lado había un pedazo de metal muy herrumbrado. Parecía carbón de madera, pero brillaba mate en algunas partes, allí de donde se habían sacado muestras de material.

    «O sea que habrá pérdidas», pensó, «pues donde se barre, hay virutas». Y por Dios que habría que barrer. Estamos a punto de lograr el mayor golpe de la historia mundial, literalmente.

    El capitán Francis sonrió, pues, como siempre, estaba muy, muy seguro.


    4 - ARTEFACTO 1: El fusil de Tiefenbacher


    Axel Tiefenbacher, nacido en 1934 en Hanau, cerca de Francfort, era un loco de las armas desde muy joven. Robaba y compraba armas de fuego donde pudiera conseguirlas. Y finalmente se convirtieron en su perdición.

    En 1949 tuvo que cumplir una condena juvenil de dos años porque había disparado y herido considerablemente a un sargento de la Marina estadounidense durante una reyerta con soldados de la ocupación en un restaurante del barrio Bockenheim en Francfort. Al registrar la vivienda de los padres, la policía encontró un escondite de armas en la cocina sin usar del fondo de la casa, dañada por las bombas, y eran de un tipo que no se encontraba muy a menudo. Se hallaron más de cuarenta pistolas provenientes de varios países, pero especialmente armas de existencias del antiguo ejército alemán y del ejército norteamericano, así como una pistola automática de origen ruso; además de municiones de todos los calibres, el tubo de un lanzagranadas con propulsor y varias granadas manuales de origen norteamericano.

    Al ser interrogado sobre el origen de su arsenal, Tiefenbacher guardó silencio obstinadamente. En 1951, después de ser liberado de la prisión, le fue cada vez peor. No tuvo suerte, ya que la policía le tenía vigilado y cada vez tenían menos consideración si le encontraban en un asunto sospechoso.

    En 1952 estuvo nuevamente en prisión durante ocho meses por resistencia contra el poder del estado. La policía buscó a fondo y encontró dos fusiles de disparo rápido provenientes de existencias del ejército inglés y catorce pistolas de existencias del ejército norteamericano, partes de una pistola automática MG-34 del ejército alemán y un arma de defensa francesa antitanque que había sido robada en Rastatt dos meses antes.

    Después de haber sido detenido en el verano de 1953 por intento de robo de coche en el centro de Francfort, y por haber disparado a un peatón y a un policía de patrulla, le quedó claro que los jueces serían duros con él. Cinco años era lo menos que le esperaba.

    La misma noche se fue al sur, nadó cruzando el Rin al norte de Kehl, y llegó a Estrasburgo antes de que hubieran empezado a buscarlo en serio. Cuando el efectivo de que disponía se agotó (y eso sucedió pronto) se alistó en una oficina de reclutamiento de la legión extranjera en Estrasburgo.

    Después de un período corto de formación cerca de Perpignan y de Oran, fue embarcado a Vietnam. No hacía tres meses que estaba en el frente cuando un trozo de granada le arrancó el anillo y el dedo meñique de la mano derecha. De esta manera se ahorró Dien Bien Phu. Pasó dos meses locos y fantásticos de convalecencia en Marsella hasta poder volver a trabajar. Fue distinguido por su valentía ante el enemigo (Tiefenbacher se había destacado en Vietnam como tirador de precisión) y fue ascendido a cabo de escuadra.

    El resto de la tropa de Vietnam fue trasladado a Argelia, donde justamente en ese momento comenzaba el período en que la Grande Nation perdió parte de su gloire, un fracaso tras otro, y permitió que sus legionarios frustrados descargaran su cólera sobre la población civil. Tiefenbacher también se destacó esta vez, realizó algunas «acciones de pacificación» delicadas, y en 1956 fue ascendido de nuevo.

    Su unidad fue derivada a Quarglia, donde se les encargó asegurar la zona de petróleo de Hassi Messaoud y acompañar el transporte en la pista este por el Grand Erg Oriental hacia las zonas de perforación de Bourarhet en la frontera Libia.

    El 18 de enero de 1957, Tiefenbacher se encontraba con dos coches tanque de espionaje y dieciocho hombres en viaje de vuelta a Quarglia. Él y su gente habían acompañado a un convoy de camiones en dirección a Fort Flatters hasta Hi Bel Guebbour, y allí le habían entregado a otro grupo.

    Fue poco antes de oscurecer cuando cayeron en una emboscada al sur de Cassi Touil. El primer coche pisó una mina. La explosión fue tan fuerte que arrancó el eje delantero del vehículo, el conductor murió instantáneamente. Cuando los soldados saltaron de la superficie de carga, les dispararon desde una duna. Tiefenbacher perdió a uno más de sus hombres, e hirieron a tres más. El acompañante, a la explosión le había arrancado ambas piernas por debajo de las rodillas, murió poco después.

    Los rebeldes emprendieron la retirada sobre camellos, y no tenía sentido tratar de seguirlos en la oscuridad por el terreno intransitable. Era imposible transportar el resto de su gente, los tres heridos y las armas a Quarglia con el vehículo intacto que quedaba. Tiefenbacher supuso que los rebeldes lo sabían; no se perderían la oportunidad de atacar al convoy. Como el grupo de rescate de Quarglia no llegaría antes de que transcurrieran entre ocho y diez horas, buscó un terreno a una altura superior y ordenó a la gente que se atrincherara en la loma de una duna. Informó por radio al comandante de Quarglia sobre el incidente y pidió ayuda.

    La explosión de la gran mina, que probablemente había sido fabricada por ellos mismos, había provocado un enorme cráter en el suelo blando de arena. Tiefenbacher hizo que arrastraran a un lado el vehículo destruido con la ayuda del otro e inspeccionó el agujero. Al hacerlo, descubrió un objeto de metal pesado y muy herrumbrado; una parte había sido arrancada del suelo por la explosión. Tiefenbacher lo desenterró completamente y lo revisó con curiosidad. Tenía aproximadamente cuarenta centímetros de largo y alguna vez parecía haber representado un tubo cuya pared había sido carcomida por la erosión de un lado. Como experto, de inmediato le quedó claro que este extraño tubo no había tenido nada que ver con la mina, y que había aparecido a la luz del día y por casualidad. Pero Tiefenbacher vio también a primera vista que debía tratarse del resto de un arma muy pesada capaz de destruir tanques. Consideró que era parte de lo que había quedado de la campaña alemana en África, sin embargo, le llamó la atención el estado tan desgastado en que se encontraba el metal. Con la humedad del aire extremamente baja del ergio, por experiencia sabía que las piezas de acero enterradas en la arena permanecían limpias, sin siquiera una huella de herrumbre.

    Por orden del comandante, todas las armas y partes de armas que habían sido encontradas en la zona del levantamiento debían entregarse al gobierno en Argelia, donde serían analizadas respecto a su origen; por un lado, porque los árabes mismos reparaban fusiles para usarlos contra los odiados nacionalistas; por otro porque querían estar informados sobre las fuentes turbias de las que los hijos rebeldes del desierto obtenían sus armas.

    Tiefenbacher interpretó esta orden como le convenía: se quedó con el extraño objeto encontrado para su colección privada, lo envolvió en una manta y lo colocó sobre el asiento del conductor. Después subió a la duna en la cual se había atrincherado su gente. En ese momento preciso estaban colocando en posición las armas automáticas. El último ardor del día desaparecía en el oeste, por encima de ellos brillaban las estrellas. Fue una noche fría, y los heridos eran los que sufrían más. De vez en cuando se oía un quejido o una maldición contenida.

    Tampoco los hombres que hacían guardia cerraban los ojos; cada cierto tiempo, una figura se arrodillaba poniéndose a cubierto para encender un cigarrillo.

    Tiefenbacher estaba sentado con los dedos congelados tras uno de los MGs. Había evaluado correctamente la situación. Poco antes del amanecer escuchó a cierta distancia el típico sonido de los pasos de camellos marchando. Giró el MG en la dirección de la que provenía el ruido y escuchó. Pocos segundos después, su oído, muy habituado, escuchó el chasquido de pies apurados por la arena.

    Con voz baja dio la orden de disparar un proyectil luminoso. En la misma décima de segundo en la que cayó con un seco flopp y estalló un brillo blanco tiza por encima de las dunas, Tiefenbacher abrió fuego. En la luz incierta, creyó ver caer algunas figuras, y aproximadamente a cien o ciento veinte metros de distancia, pudo distinguir ocho o diez camellos que se encabritaron asustados y tiraron de sus riendas (manchas oscuras aparecieron en sus píeles blanco tiza, después se apagó la luz).

    Mientras la otra automática seguía disparando, Tiefenbacher dirigió el cañón de su arma en dirección opuesta para enfrentarse a un ataque del otro lado. Pero no ocurrió nada.

    Los atacantes no habían disparado ni un tiro. ¿No habían tenido la oportunidad de hacerlo? Tiefenbacher escuchó conteniendo el aliento en la oscuridad, pero no oía nada más que el castañetear de los dientes de su gente, que pasaba frío bajo el cielo brillante de estrellas, y las quejas de los heridos cuando cambiaban su postura incómoda. Y en el límite de lo perceptible podía oírse un susurro muy bajo (el viento de la noche que frotaba contra la duna y transportaba paciente grano de arena sobre grano de arena de barlovento a sotavento en el gran reloj de arena del tiempo).

    La mañana no parecía querer empezar. Después, por fin, apareció un brillo claro en el horizonte este. Tiefenbacher parpadeó con esfuerzo mirando al amanecer. Poco a poco podían distinguirse contornos, sin embargo, sólo pudo reconocer los flancos de las dunas. Tanto los camellos como las figuras nocturnas habían desaparecido como si fueran fantasmas. Cogió una pistola automática, salió del refugio trepando y se acercó cuidadosamente al terreno que habían tomado bajo fuego. Se veían los cráteres y hendiduras de los tiros, sin embargo, no se veían muertos, no había sangre a la vista, sólo las huellas de hombres y camellos.

    —¡Merde! —dijo Tiefenbacher. Hizo que cuatro hombres se quedaran y siguió con el vehículo intacto las huellas de aproximadamente seis kilómetros de distancia, después las perdió en terreno rocoso. Tomó un ángulo hacia el sur y después de aproximadamente tres kilómetros se encontró con dos tiendas negras de campaña. Nómadas. En un refugio de arbustos con espinas, cerca de una docena de ovejas y cabras tiraban de las muy finas y escasas briznas de pasto que crecían entre las piedras.

    Tiefenbacher se detuvo, hizo que desmontaran y rodearan las carpas.

    —¡Todos fuera! ¡Rápido! —gritó, levantó la pistola automática y disparó al aire para dar más intensidad a su orden.

    Se produjo un griterío fuerte y aparecieron dos mujeres de edad y una más joven, así como cuatro niños.

    Típico, se dijo. Ningún hombre. Probablemente estaban entre la tropa que los había atacado. Bueno, que no se sorprendieran cuando volvieran a casa.

    Tiefenbacher hizo que juntaran a las mujeres y los niños y se acercó con cuidado a las carpas para revisarlas en busca de armas escondidas. La primera carpa estaba vacía, sólo había un par de utensilios de cocina y recipientes de arcilla en el suelo. Tiefenbacher los echó a un lado con una patada. Cuando entró a la segunda carpa, en semipenumbra, pudo percibir un movimiento por el rabillo del ojo. Por reflejo, disparó en esa dirección. Cuando un segundo más tarde sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, vio que tenía delante a un hombre de edad que estaba agachado sobre el suelo en la parte posterior de la carpa, y que aparentemente ya no podía caminar.

    El viejo levantó su brazo marrón y flaco y estiró la mano como si quisiera pedir algo mientras con la otra sostenía delante del pecho el albornoz blanco y sucio, que rápidamente se inundó de sangre. Al mismo tiempo le miraba asustado con sus ojos azules lavados y con sus labios finos y arrugados formaba palabras inaudibles. De repente le salió un montón de sangre clara y espumosa de la boca, le corrió por la barbilla, tiñó su escasa barba y le goteó sobre el pecho mientras continuaba hablando y mantenía la mano estirada en posición de pedido.

    —¡Llévenselo de aquí! ¡Vamos! —gritó Tiefenbacher, y sintió que temblaba.

    Dos de entre su gente arrastraron al moribundo al exterior.

    —¡Dije todos fuera! —gritó a las mujeres, que ante la horrible visión que ofrecía el viejo, rompieron en fuerte llanto y lamentos, por lo que los niños comenzaron a llorar.
    —¡Silencio, maldición! —gritó Tiefenbacher.

    Hizo cargar dos de las ovejas en el vehículo y matar a los demás animales, después rociaron las dos tiendas de campaña con combustible y les prendieron fuego.

    Ya habían conducido medio kilómetro, y sin embargo el llanto y los lamentos de las mujeres se seguían oyendo.

    —¿Se supone que son personas? —preguntó Tiefenbacher—. Viven en la mugre como gitanos y gimen como coyotes. —Quiso reírse, pero se le cerró la garganta, ya que tenía el rostro del viejo delante de los ojos, mirándole fijamente y sin dejar de hacer preguntas inaudibles—. ¡Mierda! —decía una y otra vez, como si así pudiera deshacerse del fantasma.

    Cuando volvieron a su posición provisoria al borde de la pista, desde Quarglia habían llegado diez hombres de refuerzo con tres vehículos, entre ellos una ambulancia en la que ya se estaban ocupando de los heridos. Los cuerpos del conductor y del soldado caído yacían sobre el borde en ataúdes chatos de madera de pino sin decoración alguna.

    —¿Encontraron algo? —preguntó el comandante.
    —Nada —dijo Tiefenbacher lacónico.
    —Qué porquería —dijo el comandante, pero sonaba más bien indiferente.
    —Así es —respondió Tiefenbacher.

    Antes de sentarse tras el volante, comprobó si el arma antidiluviana que había encontrado en la arena aún se encontraba debajo de su asiento.

    Aún estaba. Nadie la había notado. Sin embargo, las cosas cambiarían bien pronto.

    En marzo del año siguiente, la unidad de Tiefenbacher fue trasladada a Oran para mantener la tranquilidad y el orden en la ciudad. Después de meses en cuarteles llenos de chinches en el desierto, Tiefenbacher disfrutó plenamente de la vida inesperada de la gran ciudad. Una noche (había comido bien, había bebido champaña, había ido con una prostituta entrada en carnes y le había dado con todo, después había tomado algo más para enfriarse, se sentía bien espiritual y físicamente, estaba satisfecho consigo mismo en su miseria y la del mundo) una emboscada le estaba esperando al dejar el burdel. El primer tiro le dio en el hombro, el segundo en el bajo vientre, y ése le tiró al suelo. Pero al caer sacó la pistola. Quiso colocarse sobre la barriga para poder enfocar mejor su objetivo, pero ya no pudo lograrlo. Acostado sobre la espalda, disparó sobre dos figuras que corrían atravesando la calle. Eran dos jóvenes árabes que, asustados por los disparos, abandonaron su escondite a la entrada de un portón e intentaron llegar al otro lado de la calle. Pero Tiefenbacher todavía disparaba demasiado bien. Después, un tercer tiro le arrastró benevolente hacia la oscuridad.

    Tiefenbacher yacía agonizante en un charco de sangre cada vez mayor, y cuando llegó la ambulancia ya estaba muerto, sin embargo, aún sostenía el arma tan firmemente que era muy difícil perderla.

    Cuando abrieron el baúl del caído en el cuartel descubrieron una colección de armas de botín que hubieran bastado para llevar al soldado ante un tribunal de guerra. Entre ellas estaba también esa pieza herrumbrada de un arma que había encontrado al sur de Cassi Touil. Tiefenbacher la había limpiado lo mejor que pudo con un cepillo de alambre de acero y la había librado de herrumbre suelta, después le había pasado aceite y la había envuelto en un trozo de manta de lana. Ahora tenía un aspecto negro mate y se parecía más bien a un pedazo de carbón.

    Presentaron el arsenal de Tiefenbacher a un especialista en armas de la prefectura, que identificó y ordenó las pistolas y armas automáticas. Lo último que estudió fue la pieza herrumbrada, a la cual al principio no había tenido muy en cuenta. Aparentemente se trataba de una parte de un arma, un lanzagranadas o algo parecido. Consultó algunos manuales; no parecía ser un arma alemana de la Segunda Guerra Mundial. Algo no le encajaba en un primer momento. Sin embargo, todos sus esfuerzos por lograr identificarla fueron en vano. Así, algunas semanas después envió la pieza a un departamento técnico especializado en armas del Ministerio de Defensa en París.

    Allí también quedaron desconcertados, sobre todo cuando pudo determinarse que se trataba de una aleación que además de vanadio y wólfram contenía cantidades muy grandes de titanio, un material caro con el que se tenía poca experiencia y que se utilizaba en aleaciones, especialmente debido a su resistencia a la corrosión.

    Después de mucho dudar, el ministerio decidió contratar a un especialista en armas estadounidense de la OTAN que en esa época residía en el Palais Chaillot. Éste se asombró cuando vio los resultados del análisis de materiales porque sabía que se habían realizado experimentos con aleaciones similares en relación a la técnica de cohetes. Pudo lograr que el fusil de Tiefenbacher volara atravesando el Atlántico. Llegó en setiembre de 1959 al departamento de desarrollo técnico de armas de la Marina en Oakland, California, donde desde la guerra en el Pacífico se elaboraban los materiales más modernos y se examinaban en cuanto a su utilidad militar.

    Allí, la pieza de metal poco vistoso despertó un gran asombro, ya que se parecía (más bien lo que restaba de ella) exactamente a la pieza de un arma de la Marina que justo entonces se encontraba en elaboración y de la cual sólo existían cuatro prototipos que estaban siendo probados: un lanzador portátil con el que se podían disparar granadas atómicas tácticas.

    Había llegado la hora del comandante Francis. Había servido en la flota del Pacífico y durante la guerra de Corea ya era considerado como uno de los mejores expertos en armas de origen ruso y chino. Se decía de él que podía reconocer desde qué arma habían disparado un proyectil en vuelo. Tenía un intelecto frío, aunado a esa especie de impertinencia, terquedad, saber quitar a alguien del medio e insensibilidad que en general se califica y distingue como capacidad de imponerse, y además siempre era optimista en lo que refería a su carrera (y a los proyectos en relación a ésta que perseguía con habilidad y astucia).

    Entre 1954 y 1958 estuvo ocupado investigando materiales con ocasión de las pruebas con bombas de hidrógeno realizadas por la Marina en el Atolón de Eniwetok y de Bikini. Durante estas pruebas, que se realizaban en barcos siniestrados cerca de los focos de explosión, varios materiales estuvieron expuestos a radiaciones extremas.

    La Marina hizo acudir al comandante Francis a Oakland y le pusieron al tanto del misterioso y aterrador asunto. También le ofrecieron un ascenso.


    * * *

    —¿No es posible tener dudas? —preguntó el comandante Francis mientras se rascaba el tabique de la nariz con la parte de latón de su lupa. Tenía el ceño tan fruncido que su pelo gris cortado a cepillo parecía que se levantaba hacia delante. Pasó las puntas de los dedos sobre la superficie muy herrumbrada, como si quisiera tantear la forma original del arma.
    —No hay duda, señor —dijo el ingeniero, y subió sus gafas de su rostro lleno pasando por la frente sudada, donde se sostuvieron sobre el abundante pelo gris que crecía floreciente entre las largas y brillantes entradas de su cabeza.

    Francis miró con desagrado los largos pelos blancos que sobresalían del escote de su interlocutor, miraba su túnica de laboratorio manchada que se tensaba sobre su voluminosa barriga y cuyos botones amenazaban con saltarse. Su mirada se detuvo sobre las manos rojas, increíblemente anchas, y los puños de las mangas demasiado cortas de las que salía una pelusa gris blanca como una puntilla. Un mono blanco, se dijo Francis, un animal majestuoso, con piel gris blanca y bien alimentado. Deberían existir disposiciones especiales de afeitado para tipos como éste. Veía delante una foto de su juventud: dos chicos campesinos que removían un cerdo recién carneado en un recipiente de madera lleno de agua hirviendo, antes de raspar con cuchillos las cerdas de la corteza de tocino.

    —Es una locura —resoplaba el ingeniero, y rompió en una risa fuerte que sacudió su poderosa barriga.
    —¿Y qué le lleva a esa conclusión, señor Manley? —averiguó Francis.
    —Hace cuatro años que estamos testeando los prototipos del lanzador. Aparecieron varios defectos que nos hacían pensar que era aconsejable utilizar otros materiales. Durante semanas hicimos cálculos respecto a qué aleación estaría a la altura de todas las exigencias, y encontramos una solución ideal. Y precisamente en ese momento... —Manley dejó caer su ancha garra recubierta de pelo gris sobre la tabla de la mesa-, es entonces justamente cuando nos ponen esta cosa sobre la mesa. Y consta exactamente de esta aleación que consideramos ideal, pero de la cual aún no se ha ordenado fabricar ni un gramo.
    —Aja. Resumamos pues: supuestamente se trata de...
    —¿Supuestamente? ¡Seguro, señor!
    —...de un arma de la Marina estadounidense que está siendo desarrollada actualmente aquí, y que en su opinión debe haber estado expuesta por lo menos durante diez mil años a la influencia del viento y del tiempo. Sin embargo no se ha construído ni un solo ejemplar en lo referente a este tipo y a la constitución del material. ¿Es así, señor Manley?
    —Absolutamente correcto. ¿Y no es una locura?
    —Sabe, señor Manley, Sherlock Holmes actuaba según una máxima que aplicó siempre con éxito. Dice así: «Si has excluido todo lo imposible, lo que queda, aun cuando sea imposible de probar, tiene que ser la verdad». En mi opinión esto es una máxima algo precipitada. No quiero ir tan lejos como para excluir algo por considerarlo imposible.

    Manley bajó su enorme cabeza y por un momento miró fijamente y algo desconcertado al oficial de la Marina.

    —Permítame una pregunta, señor —dijo entonces.
    —Por favor, pregunte, señor Manley.
    —¿Usted lee ciencia-ficción?
    —Usted lo dice casi como un reproche.
    —De ninguna manera, señor. Todo lo contrario.
    —A veces forma parte de mis obligaciones el ocuparme de asuntos que no están sobreentendidos.

    De repente, el ingeniero asintió y sonrió. El rostro del comandante Francis permaneció impasible.

    —Creo que eso es todo por ahora, señor Manley, ¿o tiene alguna otra pregunta?
    —No... no, señor —dijo el ingeniero. Cogió sus papeles y se apresuró a salir.

    Aproximadamente diez meses después, en otoño de 1960, en los Estados Unidos estrenaron la película The Time Machine, de George Pal, basada en una novela de H. G. Wells. El comandante Francis la había visto en Washington. Consiguió una foto y la colgó de la pared en su oficina en el Pentágono. Mostraba un cigarro doblado a ambos lados en el asiento de un modelo diminuto de una máquina del tiempo tras la cual giraba una placa de metal muy bien hecha que atraía mágicamente la mirada, como si lo importante fuera distraer de un truco de carterista.

    Los estadounidenses todavía se estaban recuperando del shock del Sputnik de 1957, cuando el 12 de abril a las 07:07 zona horaria de Europa Central, el comandante Gagarin circunvaló la tierra una vez a bordo del Wostok en 108 minutos y aterrizó sin problemas cerca del pueblo Smelowka, en el distrito de Saratov. La prensa occidental, aún programada con anuncios exitosos desde la época de la guerra fría, armó un escándalo; los militares en el Pentágono rechinaron los dientes. El Presidente John F. Kennedy se vio obligado a reunir a su alrededor una nación vencida en la competencia por el espacio mundial, y seis semanas después, el 25 de mayo de 1961, anunció: «Nuestra nación debería ponerse como objetivo llevar antes de fin de año a un ser humano a la luna y traerlo sano y salvo de vuelta».

    Los Estados Unidos apostaron a la luna.

    A mediados de noviembre de 1962, en Detroit se rea lizó un seminario en el que científicos y técnicos de las industrias de viajes aéreos y espaciales, así como especialistas de la Armada, Fuerzas Aéreas y de la Marina discutieron e intercambiaron experiencias sobre el comportamiento de materiales bajo cargas extremas. También el comandante Francis había acudido. Fue el encargado de pronunciar un discurso sobre los resultados que había obtenido la Marina durante las explosiones de bombas de hidrógeno en el Pacífico. Su tema se denominaba lapidariamente: «Comportamiento de superficies bajo la influencia de radiaciones extremas».

    El ambiente en el seminario era más que contenido. Dieciocho meses después de la exigencia programática de Kennedy, los Estados Unidos no tenían ni un éxito para presentar, es más, sólo podía hablarse de un revés tras otro. El Ranger 2 ni siquiera alcanzó en noviembre de 1961 una órbita en dirección a la luna; el Ranger 3 voló 36.000 kilómetros a finales del mes de enero pasando al lado de la luna; a finales de abril, el Ranger 4 por fin llegó a la luna y explotó, de acuerdo al programa, sobre su superficie, sin embargo, las cámaras fracasaron; y el Ranger 5 nuevamente no embocó su objetivo, aun cuando fue sólo por 720 kilómetros. La gente de la NASA parecía impresionada, los militares no ocultaron su insatisfacción y hubo algunas expresiones desagradables. Los representantes de la industria hicieron referencia a que los programas se realizaron demasiado atropelladamente, sin embargo se mostraron optimistas, con respecto a las posibilidades de éxitos futuros.

    Después de las digresiones especiales durante el día, por la noche las discusiones se centraban en temas más generales, lo cual era de agradecer. Se hablaba una y otra vez respecto a la «superación del espacio».

    —Dígame —preguntó Francis, estirando las palabras y como por casualidad, al físico que estaba sentado a su lado y a quien la tarjeta que colgaba de su cuello identificaba como un tal doctor Thomas Winter de la NASA-, ¿le parece posible que algún día también podamos superar el tiempo?

    Por un instante, el doctor Winter le miró despectivamente por encima de sus gafas sin montura, después miró también hacia la tarjeta de Francis y dijo con un tono de superioridad en la voz:

    —Sabe, comandante, la historia de las ciencias tiende a tratar cruelmente a todo aquel que utiliza la palabra «imposible» sin pensarlo demasiado. A mí, los viajes a través del tiempo me parecen teórica y prácticamente... improbables.
    —O sea que, si le he entendido bien, doctor, no es imposible, pero sí improbable.
    —Pues, incluso iría más allá. —Winter afinó los labios y sorbió de la pajita de plástico azul de su botella de Coca Cola. Después se quitó las gafas con un gesto significativo—. Simplemente lo considero impensable.

    Francis asintió.

    —Vea... —Winter volvió a colocarse las gafas sobre su nariz mientras miraba a su interlocutor con creciente interés—. Si usted le permite la entrada a esta posibilidad, entonces abrirá la puerta para las paradojas. A cada paso lógico entrará en contradicciones imposibles de negar. Los viajes en el tiempo eliminarían la lógica. La mera suposición de esta posibilidad sería ilógica.
    —Esto significa, entonces, que considera los viajes en el tiempo improbables, impensables e ilógicos. Sin embargo, no le parecen imposibles.

    El doctor Winter miró pensativo a Francis, después asintió en silencio.

    —Disculpe la pregunta, doctor —continuó Francis—. Pero ¿eso no lo hace por respeto exagerado ante un juicio futuro por parte de la historia de la ciencia?

    Winter sonrió. Ese hombre de la Marina, a quien en un primer momento había considerado un tonto algo creído, empezaba a gustarle.

    —Verá, comandante —dijo altanero—. En la constitución de las teorías de las ciencias naturales, las probabilidades y cosas poco imaginables en realidad no dicen nada. Son una expresión de experiencias empíricas y hábitos del pensamiento. Y en lo que refiere a la lógica, como mucho reflejan las leyes que regulan la capacidad de conocimiento del ser humano, no las del universo.
    —Entiendo.
    —Son precisamente estas imposibilidades, por así decirlo, las reglas de juego prohibidas, las que abren el espacio al espíritu humano para fascinantes juegos del pensamiento.

    Francis asintió muy pensativo. Decidió ordenar que después de su retorno a Washington parte de un equipo revisara inmediatamente toda la literatura buscando huellas de tales juegos fascinantes de pensamientos. Ya casi no prestaba atención cuando el hombre de la NASA levantó el dedo como un maestro y dijo:

    —Y los descubrimientos más importantes de la filosofía natural, ¿qué otra cosa fueron al principio sino juegos de pensamiento fascinantes?



    SEGUNDA PARTE:
    El Proyecto Cronotrón
    5


    Una tormenta cayó sobre Huntsville, Alabama. Los rayos temblaban, los truenos hicieron sonar los cristales empapados de agua. Fuera estaba oscuro, como si hubiera caído la noche, sin embargo, el reloj digital por encima de la puerta mostraba con señales luminosas la secuencia de cifras 14:47.

    En la sala de reuniones del «Círculo más estrecho» brillaban tubos de neón, pero ésos también estaban encendidos cuando fuera brillaba el sol. El débil hálito del aire acondicionado, con su permanente susurro leve, abstraía del calor agobiante del mediodía, así como el alivio del chubasco refrescante, que conformaba un ambiente glacial cuidadosamente humedecido que se asentaba en las mucosas y en los cerebros.

    El almirante William W. Francis levantó enérgicamente su destacada barbilla, como si con este gesto quisiera hacer a un lado como un bulldozer los argumentos de los científicos y poner simbólicamente un punto final a la discusión. Entonces dijo:

    —Señores, no entiendo... —Un rayo muy claro iluminó los rostros de los presentes, y el trueno que le siguió de inmediato hizo temblar los cristales. El almirante bajó la cabeza y esperó algunos segundos hasta que el ruido pasó, después continuó:—No entiendo sus objeciones. Tarde o temprano también otros científicos descubrirán que existe una dependencia entre gravitación y dimensión del tiempo. Lo más cercano es la suposición de que existen interdependencias entre el espacio de cuatro dimensiones en el que aparecen los efectos de la gravitación de las masas y la dimensión del tiempo. Bien, podemos evitar que otros se ocupen del tema demasiado en profundidad, pero ¿por qué no aprovechar la ventaja que tenemos? Señores, aquí se trata de la supervivencia de nuestra nación. ¡Qué digo, de la supervivencia de la civilización occidental! Estamos aquí y ahora, y deberíamos aprovechar esta oportunidad que se nos ofrece. Tenemos los medios para sentar las bases del bienestar de la civilización occidental, o sea que haremos exactamente eso antes de que los demás tengan los dedos sobre la palanca. ¡Éste es el único argumento que cuenta, señores!

    El profesor Samuel Fleissiger (un hombre alto que causaba una impresión algo torpe, de casi cuarenta años, pelo oscuro rizado, con un inicio de calva en la frente, un suéter no muy blanco ya, una chaqueta de pana marrón desgastada con bolsillos deformados y un pantalón de gabardina marrón claro, también algo deformado) levantó la mirada de los papeles que tenía delante, sobre la mesa, y observó al almirante con sus ojos gris claro por encima de sus gafas de montura de níquel, como si tuviera delante un candidato a examen con dificultades de comprensión.

    —De ahí mi objeción, Almirante Francis —dijo, subrayando su sorpresa y con un dejo de burla irónica en su voz—. Porque se trata de la continuidad de la civilización occidental y porque se trata del bienestar del mundo occidental es necesario sobre todo planificar cuidadosamente los proyectos referidos a este tema. Es un error apresurarse demasiado, ya que cualquier «adelanto», tal como usted lo llama, es ilusorio. Estaría persiguiendo un fantasma, y le iría como al conejo que hace carreras con la tortuga y apuesta contra ella. Da lo mismo cuan rápido corran, cuando llegue a la meta, la tortuga ya estará allí.
    —Entonces tendremos que ser la tortuga —dijo el almirante, que no entendió la alusión. Se reclinó y echó una mirada exigente a ambos directores técnicos de la NASA.

    Herbert H. Hollister presentó solícito una sonrisa despectiva y giró la cabeza en dirección de Fleissiger, mientas que Walther W. Berger miraba fijamente sus documentos con una expresión afligida; a él sólo le interesaban los aspectos técnicos del proyecto, los hechos; las divagaciones teóricas de los académicos las consideraba una mera pérdida de tiempo.

    —Como si eso fuera tan fácil —contravino Fleissiger mientras unía las puntas de sus dedos, largos y finos, casi feos, en un gesto resignado—. ¿O qué opinas, Nobuyuki?

    El profesor Nobuyuki Kafu, un hombre pequeño y gordito de origen japonés, con cráneo redondo, pelo negro brillante e hirsuto, aquí y allá entreverado con blanco, tenía aproximadamente la misma edad que Samuel Fleissiger. Llevaba una camisa blanca como la nieve y un elegante traje azul oscuro a rayas que atenuaba un poco su robustez de piernas cortas. Sin embargo, más que un profesor de física en una reunión de trabajo, daba la impresión de ser un campeón de boxeo de peso mediano que había sido invitado a un banquete y que con este fin se había forzado a usar un traje poco habitual. Había trabajado en el Caltech junto a Fleissiger en un proyecto para la investigación de los campos de fuerza de gravedad y de las ondas de gravitación. Al hacer los cálculos de los modelos de relaciones extremas de la fuerza de gravedad, tal como aparecen en los pulsares y agujeros negros, habían encontrado dependencias entre este tipo de campos, así como extraños fenómenos cronométricos en la frecuencia de los pulsares, que permitieron llegar a una conclusión singular: en los campos de gravedad extremadamente fuertes es posible que desaparezcan partículas de masa en dirección al pasado.

    Partiendo de los resultados habían elaborado conjuntamente las bases teóricas del cronotrón, un aparato hipotético con cuya ayuda se podrían fabricar artificialmente campos de gravedad con gran gasto de energía. Estas investigaciones databan de ocho años atrás.

    El profesor Kafu, quien a pesar del frío casi desagradable de la habitación tenía gotas de sudor sobre la amplia nariz y el labio superior, pestañeó como si le hubieran sacado de un sueño bien merecido. Miró primero a su amigo y colega de hace años y después a los demás, uno tras otro, antes de decir con su voz algo nasal:

    —Creo que primero deberíamos hablar sobre los problemas de lo técnicamente factible y dejar las consideraciones teóricas para más adelante, para que los señores de la NASA no se pongan impacientes.

    Berger le lanzó una mirada agradecida.

    —Yo no pienso lo mismo en absoluto —opinó Fleissiger—. Todos los aquí presentes deberían tener bien claro las consecuencias del proyecto antes de forzar el examen técnico y de que se inyecten más miles de millones en el proyecto del cronotrón.
    —Permita que yo me preocupe de eso —le interrumpió el almirante Francis.
    —Aja, sé que los militares son cualquier cosa menos tacaños si se trata de subir un poco los gastos para armamento, con tal de tener una base aún más amplia para justificarlo; pero también es mi dinero, de los impuestos que yo pago, almirante, lo que se malgasta —dijo Fleissiger acalorado.
    —¿Usted insiste en este punto, aunque en realidad no forma parte del orden del día, profesor? —preguntó paciente el almirante. Hollister se rió bajo, Fleissiger le lanzó una mirada venenosa y se concentró aún más en sus papeles, sin dignarse a responder al almirante.
    —El hecho es que —continuó Francis—hace años que recortamos otros proyectos para hacer fluir dinero al cronotrón. Con el pretexto de la NASA, estamos iniciando una cosa muy importante, mantenemos los viajes espaciales tripulados con grandes ahorros y dejamos el proyecto de Marte en el cajón, aunque con cada ventana de lanzamiento que se abre, los soviéticos nos podrían sacar del escenario. Y ellos están a favor de que dejemos el proyecto para más adelante y perdamos el tiempo.
    —Tal vez los soviéticos tengan los mismos problemas que nosotros y estén pensando en algo que vaya también en esa dirección —se animó a intervenir Berger.

    El almirante perdió visiblemente el habla por un momento, después sacudió decidido la cabeza.

    —No hay ni el más mínimo indicio de que alguien esté investigando en este ámbito concreto.
    —¿Quiere decir con eso que usted puede vigilar y manejar la totalidad de las investigaciones? —quiso saber Fleissiger.

    El almirante se reclinó hacia atrás, sonriendo complaciente. Su bigote blanco y fino formaba una línea horizontal perfecta.

    —Profesor, usted debería saberlo. Hace más de quince años que sé exactamente quién se ocupa de los asuntos de este tipo y quién tiene acceso al material que podría conducir a la solución a la que llegaron usted y el profesor Kafu.
    —¿También en el este?
    —También en el este. Al menos en gran parte.
    —Pero no puede evitar que la gente siempre vuelva a ocuparse de este tipo de problemas.
    —¿Y por qué no, profesor? —El almirante sonrió triunfante, y cuando notó la expresión asustada de Fleissiger prosiguió rápidamente:—Tampoco es necesario temerse lo peor por eso. En realidad necesitamos gente nueva. O el mencionado es nuestro hombre, y Dios sabe que hacemos todo lo posible para facilitarle la decisión, o... —Francis castañeteó el dedo—no lo es. Tan fácil como eso.
    —Vaya —gruñó Kafu—. Lo que a mí me llama la atención es el comportamiento de los rusos. Ellos no construyen su gran estación espacial, no van a Marte, pero de repente están otra vez muy interesados en retomar las conversaciones SALT. Me pregunto: ¿Qué diablos hacen con su dinero?
    —Lo necesitan para comprar nuestro trigo año tras año —intervino Hollister.
    —Así es —asintió Francis aliviado—. Tienen una cosecha mala tras otra. Pero si hubiera algo cierto tras las suposiciones, en contra de lo esperado, deberíamos darnos prisa. Por eso no entiendo sus dudas, señores. «El que llega primero se lo lleva».

    Fleissiger echó una mirada impotente al japonés y apenas sacudió la cabeza, antes de decir:

    —Lamentablemente, este viejo dicho no vale en nuestro caso. Más bien se podría decir: Si el primero hizo su jugada, el segundo ya sabe a qué atenerse.
    —Jamás nos dejaremos llevar a la defensiva ni que nos digan qué debemos hacer.
    —Sin embargo, así será finalmente. Esto no es como en el juego del parchís, donde puedes salir corriendo si tienes la primera tirada y vía libre. Es más bien como en el ajedrez, con jugadores en igualdad de condiciones: hay que reaccionar a la jugada del contrincante. Sólo que en su proyecto, almirante Francis, a diferencia del ajedrez, ya la primera jugada puede ser fatal.
    —¿Cómo debo entender esto? —preguntó el almirante impaciente. Un trueno ruidoso reforzó su pregunta; la lluvia golpeaba contra las ventanas. Fleissiger se encendió un cigarrillo antes de responder.
    —Verá, señor, la cuestión es: supongamos que en el siglo XVI usted dirige una empresa tipo comando que debe ir desde Alaska hasta Kamtschatka y asegurar para los Estados Unidos una gran parte del este de Siberia, tan rico en riquezas del subsuelo, antes de que los oficiales del Zar aparezcan allí y tomen posesión de ella.
    —La historia mundial tomaría un curso muy diferente. ¿Y cómo quedarían parados estratégicamente los soviets en relación a la actualidad? —dijo triunfante el almirante—. ¡Eso es, profesor! ¡Es exactamente eso!
    —Pero permítame, señor, eso es una tontería total —dijo Berger impaciente—. En el siglo XVI había unos cuantos colonos ingleses, franceses y holandeses en la costa este que casi se mueren de hambre y apenas podían defenderse de los pieles rojas. ¿Cómo quiere hacer valer derechos de propiedad en Siberia en nombre de los Estados Unidos que sólo existirán doscientos años después? ¡Son quimeras!
    —Un momento, Berger. Derechos territoriales de propiedad los puede hacer valer cualquiera, si los puede defender —contrapuso Fleissiger—. Y si unos futuros Estados Unidos hubieran tenido la capacidad ya en el siglo XVI...
    —Así me gusta mucho más, profesor —dijo Francis conciliador.

    El japonés examinó curioso al almirante bajo sus pesados y arrugados párpados, después se dejó caer en el sillón resoplando con desprecio. Su rostro no dejaba entrever si hablaba sarcásticamente, cuando dijo:

    —El asunto tiene sólo un inconveniente, y es que la gente que representa los intereses de los demás puede tomarse prácticamente 500 años y después enviar con toda tranquilidad una compañía de infantería al pasado, de tal manera que el día que su gente se dispone a aterrizar, estén allí para darles una gran bienvenida. Y la bienvenida sería tan buena como una compañía de Leathernecks de los Marines podría prepararla a un grupito de cruzados, es decir, les llevarían 500 años de adelanto en desarrollo técnico de armas. Su tropa de ataque, almirante Francis, sería un grupo perdido. ¿Ahora entiende lo que quiere decir Fleissiger?

    A Francis la sonrisa victoriosa se le enfrió en sus mejillas delgadas y lisamente afeitadas; Hollister bajó los ojos ofuscado; Berger tenía un aspecto más malhumorado que nunca.

    —Y hasta ahora ni siquiera tomamos en consideración el efecto Aloísio —repitió Fleissiger, y miró a Francis con mirada de desaprobación por encima de sus gafas—. Así llamado según Raphael Aloysius Lafferty, el descubridor de la fantástica máquina Ktistec.
    —Un autor de ciencia ficción de los años sesenta y setenta —agregó Kafu a modo de explicación cuando percibió la mirada irritada que el almirante echó a los dos científicos de la NASA—. Lafferty, se ocupó, entre otras cosas, del fenómeno de los viajes a través del tiempo y de las consecuencias de fracturas del tiempo.
    —¿A qué vienen esas tonterías? —se enfadó Berger—. Tengo la impresión de que nos quieren tomar el pelo, señores.
    —De ninguna manera, Berger —dijo Fleissiger—. No son tonterías. Con una argumentación totalmente lógica, Lafferty decía que se puede empezar con el pasado, sea lo que fuera que se desea: los que viven en el presente envían a alguien o algo al pasado para que allí se haga algún cambio, jamás podrán determinar si este cambio se realizó o no, porque en el momento del cambio, la alternativa que se produce a través de éste se convierte en realidad histórica. Esto no quiere decir otra cosa que lo que sabe cualquier contemporáneo, que las cosas han sido siempre así y no de otra manera. Si usted envía de vuelta a alguien al año 1755 para que mate a George Washington antes de que el Congreso Continental le nombrara comandante máximo de las Fuerzas Armadas, entonces figurará en todos los libros de historia que George Washington, posiblemente un general fantástico, que posiblemente hubiera podido hacer algo en contra de los británicos, fue asesinado en 1755. ¡Así es! Y ustedes, señores, tampoco conocerían otra cosa, porque lo hubieran aprendido así en la escuela y no de otra forma.
    —¿Estamos hablando sobre la loca idea de un autor de ciencia ficción o sobre el proyecto Cronotrón? —resopló irritado el almirante.
    —Sobre el proyecto Cronotrón, señor —respondió Fleissiger inmutable.

    Hollister rió bajo y sacudió la cabeza.

    —Verá, almirante Francis —continuó Fleissiger—. Usted quiere obtener ventajas para su nación con la ayuda del cronotrón. Lo único complicado en esto, sin embargo, es que nadie se lo agradecerá. Ningún coetáneo, incluyéndolo a usted, notará alguna vez que algo ha cambiado para bien. Y si usted realmente tuviera éxito y pudiera contribuir a mejorar la situación de los Estados Unidos y de sus aliados desde el punto de vista estratégico, económico, político, etcétera, entonces todos dirán simplemente: Aja, qué bien nos va. ¿Pero qué diablos querrá este Francis? Meter miles de millones de dólares en este proyecto tan caro que no sirve para nada, que no puede presentar un sólo éxito. ¿Y para qué tira todo ese dinero por la ventana? ¿Para que nos vaya aún mejor?.

    »En realidad es una lástima que nos vaya tan bien y a los demás tan mal. ¿No se ayudaría más con el dinero a los pobres Muschiks que se quejan bajo la dominación del Zar, o a los millones de chinos que viven como esclavos y de los cuales cada año mueren cientos de miles por hambrunas, mientras que a los que detentan el poder en San Petersburgo y Pekín les va bien? Eso si es que logran hacer una zancadilla a Lenin y Mao, lo cual sería parte de los intereses más vitales del mundo occidental, por como conozco a nuestros cazadores de brujas.

    —Se equivoca —saltó Hollister—. Se trata de algo diferente.
    —¿Ah sí? ¿O sea que ya existen planes concretos? —preguntó Fleissiger sorprendido.

    El almirante apretó fuerte los labios y echó una mirada tenebrosa al ingeniero, después se dirigió al profesor y dijo:

    —Tampoco puede seguir así, de lo contrario a la corta o a la larga limpiaremos los zapatos a los Jeques del petróleo, o los comunistas toman todo el país porque caemos en una crisis económica. Aquí, los antienergía atómica y los ecologistas protestan en contra de cada torre y de cada plataforma de perforación en la costa, y allí enfrente se ríen y se ponen cuartos de baño de oro en el desierto. ¡Eso no lo permitiremos, de ninguna manera!

    Hollister asintió. Fleissiger miraba irritado a uno y otro. Nunca antes habían visto a este frío Francis actuar de forma tan temperamental. ¿Habría tocado una vieja herida del almirante, o era simple entusiasmo por el asunto?

    —De ahí sopla el viento entonces —dijo inseguro.
    —Lo que estamos dispuestos a iniciar aquí, señores —intervino Kafu—es un tornillo sinfín, y los costos para una empresa de ese tipo superarán todo lo imaginable.
    —¿Y? —objetó Francis enfadado—. La nación hará el sacrificio si su seguridad y bienestar están en juego.
    —Y los réditos serán considerables —opinó Hollister, pero nadie tomó en serio su objeción.
    —Pues eso no significa otra cosa —resopló Kafu—que prolongar cada conflicto al pasado, y reducir cada decisión a una provisoria. Cualquier victoria correría peligro de ser convertida a posteriori en una derrota. Esto es una ecuación, casi un «juego», con infinita cantidad de variables. Ninguna nación soporta eso, y menos en lo económico. Probablemente nuestra civilización, tal vez todo el mundo tal como lo conocemos, esté en franco deterioro.
    —Ya hace mucho tiempo que estamos ante un peligro así en otro ámbito —denegó Francis—. También sabremos cómo afrontarlo, profesor, aunque tengamos que instalar bases militares a lo largo de la línea del tiempo hasta entrado el Precambrico.
    —¿Cada cien, cada mil o cada diez mil años una base? —opinó sarcástico Fleissiger—. Sólo pregunto porque para eso va a necesitar una cantidad ingente de personal.
    —Me gustaría ver quién aguanta más —gruñó el almirante.

    Kafu sacudió la cabeza.

    —Eso no le sirve de nada. Es suficiente con que los demás lleguen sólo un día antes que usted.
    —Entonces el conejo vio que la tortuga ya había llegado —citó Fleissiger.
    —Entonces estaremos otro día antes —dijo Francis molesto, y pegó con la mano plana sobre el montón de papeles que se encontraban sobre la mesa—. Y si para ello tenemos que enviar de vuelta una flota de portaaviones y submarinos nucleares al Algonquio y hacerlos navegar por el océano original...

    Fleissiger le miró afectado.

    —Por Dios —murmuró—. Usted sería capaz.
    —Gracias, profesor, lo tomo como un cumplido —dijo el almirante.
    —Tal vez sería mejor que nos dedicásemos a los detalles técnicos —propuso Hollister, y echó una mirada incómoda al almirante—. En realidad, ni siquiera estamos cerca de eso aún.
    —Pero tenemos pruebas irrefutables de que este proyecto tendrá éxito —chispeó Francis. El hombre de la NASA se estremeció y asintió cumpliendo con su deber—. Tenemos... —continuó el almirante, que contaba las piezas del botín con los dedos—el lanzacohetes de Argelia, este jeep de Gibraltar y las piezas de plástico que juntó el Papa.
    —Y las muestras de perforaciones del Glomar Challenger —se apresuró a agregar Hollister.
    —Y las muestras de perforaciones del Glomar Challenger —asintió el almirante.

    Fleissiger denegó por señas.

    —De todos modos no comprendo que saque la conclusión de que la empresa tendrá éxito —dijo—. Pero adelante.

    Berger vio que por fin había llegado su momento y quiso empezar, pero en ese momento se levantó el profesor Kafu, se sirvió agua en un vaso de plástico en el expendedor, y lo vació ruidosamente.

    Cuando había vuelto a sentarse, Fleissiger dijo:

    —Ahora le toca a usted, Berger.
    —Pues... —comenzó Berger, irritado porque el japonés giraba el vaso de plástico de un lado a otro entre sus fuertes dedos, hasta que hizo un ruido fuerte—. Lo mejor es que resuma nuevamente. Hasta ahora, contando la pequeña jaula 1, hemos realizado en total 38 intentos, todos con éxito. Con ella enviamos relojes nucleares en bolsas de plástico soldadas a través de períodos de tiempo entre 500 y 5000 años. Todos pudieron ser localizados cerca del Instituto y ser extraídas de poca profundidad. Con la jaula 2, más grande, en Arizona pudimos atravesar distancias entre 1000 y un millón de años. De catorce sondas de tiempo han podido recuperarse doce hasta ahora. Sin embargo, en el caso de la jaula más grande, la 3, que al igual que la 2 se encuentra en Arizona y que pusimos en funcionamiento hace seis meses, aparecen anchos de dispersión inhabitualmente altos.
    —¿Alcance? —resopló Kafu, y aplastó inconmovible su vaso. Hollister miraba la forma de plástico como si pudiera derretirla con su mirada para que el japonés la dejara tranquila de una vez, pero el profesor continuó con su ruidosa obra de destrucción.
    —El mayor hasta ahora —dijo Berger-, 60 millones de años. Dos sondas, y aunque exactamente iguales en construcción, forma y masa, y con exactamente la misma potencia de campo de la anomalía gravitacional al despegar, estaban distanciadas exactamente siete millones de años.
    —11,6666 por ciento —murmuró Kafu—. ¿Qué entiende usted por «exactamente la misma intensidad de campo»?
    —Referido a un millonésimo de la energía total.
    —¿Y eso asciende a cuánto?

    Berger dudó un momento y lanzó una mirada interrogativa al almirante. Como éste no reaccionaba, dijo:

    —Apenas 900.000 megavatio/hora.

    El japonés asintió sonriendo. Fleissiger silbó entre los dientes.

    —Qué bonita factura de electricidad.
    —Sólo pudimos recuperar ambas sondas después de una búsqueda de semanas —siguió informando el ingeniero—. Para ello tuvimos que considerar todos los factores orogenéticos y calcular un simulacro del movimiento de los continentes. No es igual en todas las épocas, y se lentifica por el congestionamiento del plegamiento de las montañas en el ámbito de prueba. Una sonda la desenterramos a 158 metros de distancia, la otra se había desplazado 182 millas, ambas estaban a aproximadamente 80 metros de profundidad.
    —Impresionante —exclamó Kafu.
    —Sí, impresionante —confirmó el almirante Francis, y estiró su barbilla desafiante en dirección de Fleissiger.
    —Dígame, Berger —dijo Fleissiger estirando las palabras—. ¿Alguna vez ha intentado desenterrar alguno de sus huevos-relojes nucleares antes de haberlos metido en la jaula y desengancharlos?

    Berger frunció la cara como si hubiera mordido un grano de mostaza sin saberlo.

    —Pues... no sé... —opinó incómodo, y se dirigió buscando ayuda a Hollister, que miraba fijo a Fleissiger sin comprender.

    El profesor alzó el dedo índice, miró a Berger por encima del borde de sus gafas de forma reprobatoria y dijo significativamente:

    —Aloísio.
    —Ése es de hecho un aspecto interesante —intervino Francis—. De hecho deberíamos... intentarlo alguna vez. Tal vez...
    —... el huevo esté antes de que la gallina lo haya puesto —asintió Fleissiger sonriendo.

    Berger lanzó una mirada al almirante, después dijo, levantando los hombros de mal humor:

    —Si le parece... —Hojeó sus papeles hasta volver a encontrar el hilo y prosiguió:—Nuestro objetivo más importante es bajar drásticamente el ancho de dispersión en el ámbito entre cinco y seis millones de años por debajo de los cien años obtenidos hasta ahora, en lo posible hasta cinco o como máximo diez años.
    —Y confío en que será posible —intervino el almirante, inclinándose hacia delante y golpeando significativamente con la parte trasera de su lápiz, como si así pudiera dar más peso a sus palabras.
    —¿Por qué precisamente entre cinco y seis millones de años? —preguntó Fleissiger sorprendido—. ¿Eso significa que se persiguen objetivos concretos con este proyecto?
    —Por supuesto, señores. De hecho, con su ayuda ya hemos podido iniciar una fase del proyecto, que... eh... tiene muchas expectativas de éxito —explicó el almirante sonriendo—. La jaula 4 ya está en construcción, y su campo, Kafu, será lo suficientemente potente para trasladar al pasado a personas y material al período de tiempo mencionado.
    —¿Ha dicho personas? —preguntó Fleissiger estupefacto—. Usted sabe muy bien que para esta gente no habría vuelta al presente. Nos encontramos en la etapa de prueba de una teoría cuyas consecuencias aún son imprevisibles, ¿y en esa etapa quiere poner en juego vidas humanas? Espero no haber oído bien.
    —Bueno profesor, ve las cosas con demasiado pesimismo. Verá, profesor... —dijo Francis, e intentó poner un tono conciliador-, por lo general no acostumbro llamar la atención de la gente respecto a contradicciones en su...
    —¿Me permite, señor? —interrumpió Fleissiger enfadado.
    —... respecto a contradicciones en su argumentación. Usted mismo dijo, Profesor Fleissiger, no necesitamos apresurarnos demasiado. Incluso si aún no disponemos de la posibilidad de traer algo del pasado al futuro, en diez, en veinte, a más tardar en cincuenta años seremos capaces de hacerlo. Y entonces la gente volverá de todas partes, sea donde sea que se encuentre en el pasado.
    —¿Entiende completamente lo que está diciendo, almirante Francis?
    —¡Pero claro, profesor! Para el intelecto humano nada es insuperable, ustedes mismos, señores, lo han probado convincentemente. Hace diez años, cualquiera hubiera dicho sin más que viajar en el tiempo era una quimera. Y si ahora y hoy yo le permitiera publicar sus resultados, cosecharían burlas y risas. Y la prueba de su teoría sólo la podría demostrar si encontrara un loco que le pagara la cuenta de consumo de electricidad.
    —A ése ya lo encontramos —intervino Fleissiger.
    —Si se cuenta con las cabezas y el capital necesarios, cualquier problema, cualquiera, es solucionable.
    —Que Dios le oiga —dijo Fleissiger seco.
    —Pues yo estoy muy, muy seguro de esto, profesor —aseguró Francis.
    —Señor Francis —dijo Fleissiger muy serio. El almirante frunció el ceño. No estaba acostumbrado a ser llamado «Señor», y no podía soportarlo—. Usted me recuerda a un hombre optimista que está sentado en un restaurante sumamente caro, sin un centavo en el bolsillo, pidiendo una ración de ostras tras otra porque cree firmemente que alguna vez tiene que encontrar una perla en una de ellas con la que poder pagar todo. Este hombre también está muy, muy seguro, ¿no es así? ¿Comprende de verdad que encara este asunto con un alto coste para el futuro? ¿Qué adelanto pide?

    Fleissiger había subido el tono de voz cada vez más, y prácticamente le había gritado las preguntas a la cara del almirante. Al terminar, surgió una pausa molesta. Finalmente, Francis carraspeó y dijo:

    —Parece ser que no me perdonará jamás, señor Fleissiger, el que yo le... le haya desaconsejado publicar los resultados de sus investigaciones.
    —¡Puf! —resopló Fleissiger.
    —Usted y el profesor Kafu seguramente hubieran recibido el premio Nobel por su descubrimiento.
    —Señor, nos indemnizaron generosamente, si se refiere a eso —dijo Fleissiger sarcásticamente al tiempo que se inclinaba—. Podría jubilarme de inmediato y escribir mis memorias, sólo que no obtendría permiso para publicarlas. Tengo ante mí la última etapa segura de mi vida, bajo la protección de la CIA, se entiende.
    —Usted comprenderá, espero, que corremos un riesgo de seguridad...
    —Por supuesto que lo entiendo, almirante.
    —Supongo que las pruebas con «Jaula 4» no deben realizarse en territorio de los Estados Unidos, sino en el océano —dijo Kafu para volver a conducir la conversación hacia vías objetivas.
    —¿Por qué lo supone? —preguntó Francis desconfiado.
    —Bueno —dijo el japonés con una sonrisa inescrutable-, donde quiera que miro veo a la Marina vinculada al proyecto. ¿Qué otra cosa puede significar?

    Francis le miró durante algunos segundos frunciendo el ceño, después su rostro se iluminó.

    —Tiene razón, profesor. Habrá algunas jaulas del tipo 4 y encontrarán aplicación en diferentes ubicaciones de aguas internacionales.
    —¿Y cómo soluciona el problema de la energía?
    —Este mismo mes se harán a la mar dos barcos con reactores disfrazados de barcos de aprovisionamiento. Ocho más se están preparando y estarán listos para mediados o finales del año que viene. Cada uno de ellos llevará una jaula del tipo 4.
    —¿Y la zona de utilización? —preguntó Kafu.
    —Se enterarán a tiempo, señores —dijo el almirante altanero—. No podemos ni queremos prescindir de su colaboración.
    —Pobres tipos —dijo Fleissiger en voz baja.
    —Son todos voluntarios, sin excepción —dijo el almirante—. Permita que el uso de seres humanos y material sea preocupación mía, profesor. Por lo demás, no entiendo sus reparos. No escatimaremos esfuerzos y costos para hacer regresar a nuestros chicos, donde y cuando sea que se encuentren en el pasado, después que hayan cumplido con su trabajo. Y ustedes nos ayudarán en eso, señores. Se lo pido. La Marina está estableciendo un gran emplazamiento dentro del marco del proyecto. Se hará en el agua, a cuarenta metros de profundidad, cerca de nuestra base en la parte noreste de las Bermudas. Está lo suficientemente alejado de tierra firme para que las anomalías más grandes de la gravitación no produzcan terremotos. El emplazamiento tendrá exclusivamente el objetivo de dar marcha atrás al efecto del generador Fleissiger para producir un campo Kafu negativo, de manera que podamos transportar masas del pasado al presente.
    —¿En realidad sabe qué es un campo Kafu? —preguntó Fleissiger perplejo.
    —Se supone que eso no es de mi competencia —dijo Francis asombrado, y miró a Hollister y a Berger buscando ayuda.
    —Un campo Kafu es una anomalía gravitacional artificialmente producida que expele de nuestro universo una masa que se encuentra en su centro y la mueve a través del tiempo, cuando se ha alcanzado la así llamada intensidad de campo máxima. Y el exceso de energía gravitacional producido por la anomalía se iguala en el continuo espacio-tiempo en dirección al pasado como una onda longitudinal. Y dependiendo de cuan grande sea este excedente en relación a la masa existente, tanto más será transportada hacia el pasado, y allí vuelve a entrar en el universo, donde la onda transportadora se extingue porque su exceso de energía ha sido consumido. Y lo decisivo en este proceso de equiparación es que transcurre en dirección contraria, y sólo en dirección contraria, a la dirección del flujo del tiempo. ¿Le queda claro?
    —Entonces dé la vuelta a este maldito efecto —gritó el almirante disgustado.
    —Sí, bueno... —dijo Kafu lentamente—. Eso sería como si colocara una olla con agua sobre un fuego caliente de la cocina e intentara convertir el agua en hielo.

    Fleissiger empujó su silla hacia atrás y se levantó de un salto. Se dirigió rápidamente hacia el expendedor de agua, se sirvió un vaso de plástico con los dedos temblando y lo vació ávidamente como si se estuviera muriendo de sed.

    Por un momento creyó que iba a vomitar.

    Fuera salió el sol de repente y las gotas de lluvia que estaban adheridas al cristal de la ventana dividían la luz en cientos de fragmentos brillantes.



    TERCERA PARTE:
    La empresa Hondonada Occidental
    6 - Voluntarios


    Steve Stanley no sabía por qué pero tuvo un mal presentimiento cuando el General Snydenham le llamó por teléfono a última hora de la tarde.

    —Tengo que hablarle, comandante. Venga enseguida a verme.
    —Sí, señor.

    Steve se puso la chaqueta del uniforme, se peinó y emprendió el camino hacia la barraca del Gran Jefe. El sol ya estaba muy bajo en el oeste, pero todavía seguía calentando sin tregua. En alguna parte de la salas de montaje, pintadas con pintura de camuflaje rechinaban los propulsores de un caza-bombardero en su etapa de prueba. Una racha de viento fuerte atravesó la pista gris, perdió rápidamente fuerza y la volvió a adquirir cuando volvió a encontrar nuevo alimento en el desmonte. El aire caliente y seco del desierto olía a queroseno quemado y goma fundida. Al otro lado de la pista había cinco helicópteros en fila que dejaban colgar tristes sus finas hojas de rotor, basculando al viento rígidamente como plumas abstractas y de acero.

    Steve golpeó la puerta de la barraca y entró.

    —Hola, comandante —dijo Snydenham, mostró sus prótesis amplias ya demasiado claras y señaló algo dominante el sillón de cuero verde desgastado delante de su escritorio. El general era un hombre muy alto y delgado de unos cincuenta y cinco años aproximadamente; de pelo abundante y blanco, y llamativamente largo para tratarse de un militar de su rango; un bigote pequeño y cuidado, también blanco, que en la cara fina y muy bronceada parecía pegado, y una boca inhabitualmente ancha. A juzgar por sus labios carnosos, casi abultados, era un sibarita, sin embargo, los surcos muy profundos que se extendían desde el flanco de su fuerte y muy saliente nariz hasta la comisura de los labios revelaban que las úlceras gástricas le arruinaron más de un placer opíparo.
    —Pero tome asiento, comandante Stanley —dijo sonriendo, y se quitó el grueso rizo de pelo de la frente.
    —Gracias —dijo Steve al tiempo que se dejaba caer en el enorme sillón. Se sentía minúsculo, cuando colocó sus antebrazos sobre el poderoso y grueso brazo del sillón. Las partículas de cuero verde medio sueltas que una vez habían formado la parte inferior de la superficie lisa se sentían blandas al tacto, como manchas de hollín.
    —Parece que vuelve a haber uso para ustedes los astronautas —dijo el general mientras movía un documento de forma significativa.

    «No lo hagas tan excitante», pensó Stanley, e intentó echar un vistazo al membrete, pero fue en vano. El chirrido de los propulsores se había moderado a través de las ventanas aislantes, pero como piloto, el sonido bajo le pareció más molesto que si se encontrara al aire libre. A lo lejos, más allá de la pista, un rebaño de ovejas pastaba pacíficamente. No se avistaba a ningún pastor.

    —O nos vemos la semana que viene nuevamente, o dentro de cinco años —anunció Snydenham—. Así dice por lo menos en la carta de la NASA.

    ¿Querría decir eso que estaban preparándose para una misión tripulada a Marte? Los rumores de que los soviéticos preparaban una expedición jamás se habían acallado, y eran promovidos conscientemente por la NASA. Pero el gobierno no se decidía a tomar una resolución; se dudaba, y los indecisos parecían tener razón, ya que se abría una ventana de lanzamiento tras otra y se volvían a cerrar sin que en Baikonur hubiera despegado una nave con la intención de dirigirse fuera de la órbita terrestre. ¿Sería que quienes dudaban se habían equivocado?

    Dos máquinas de práctica entraron oscilantes, se prepararon para aterrizar muy cerca la una de la otra, pasaron como una sombra delante de la ventana y despegaron de nuevo con motores gimientes. Por un momento, los helicópteros más allá de la pista parecieron derretirse por el rayo de los propulsores.

    —Eso es todo lo que puedo deducir de la invitación por escrito, comandante Stanley —dijo Snydenham—. También hay un billete de avión a Miami.
    —Gracias, señor —asintió Stanley, aunque en realidad no sabía bien por qué debía dar las gracias.
    —La NASA busca voluntarios, parece que para algo muy grande. Usted ya es el noveno piloto que es solicitado de mis unidades.
    —Aja —dijo Steve algo decepcionado.
    —Espero que nos veamos nuevamente la semana próxima, comandante.
    —Si usted lo quiere así, señor, entonces rechazaré la oferta —dijo Steve.

    El general le miró durante unos segundos y consiguió sonreír, al tiempo que fruncía el ceño desaprobando levemente.

    —No, no. Usted haga lo que se le pide, a no ser que tenga motivos de fuerza en contra. Aun cuando me cuesta mucho prestarlo, ya que es uno de los mejores con los que cuento, se ha cualificado como astronauta, y su formación ha costado un montón de dinero. Si se le necesita, debería ponerse a su disposición.

    Snydenham se puso de pie. Stanley se apresuró a levantarse del sillón y a hacer un saludo militar, pero el general no hizo lo mismo, sino que alargó amistosamente por encima del escritorio su mano derecha bien bronceada. Stanley la tomó y la sacudió calurosamente.

    —Que le vaya bien, Steve.
    —Lo intentaré, señor.

    Cuando hubo vuelto a su dormitorio, Steve tiró el billete y los papeles del viaje sobre el pequeñísimo escritorio recubierto de plástico y los miró fijamente. Puso la chaqueta del uniforme sobre la cama y se sentó bajo el reparador aire del ventilador que de madera pintado de blanco que colgaba del techo y mantenía el aire caliente en movimiento.

    Steve no había contado con volver a ser activado como astronauta. Tenía apenas cuarenta años, estaba muy entrenado físicamente, pero sus mejores años pertenecían al pasado, de eso se había dado cuenta hacía tiempo sin que le llenara de amargura. Sabe Dios que siempre había tenido suerte, aunque nunca había sido especialmente feliz. Había sido formado como piloto siendo muy joven, finalmente había sido trasladado a Guam cuando los argumentos desesperados de Johnson en contra de Vietnam del norte adquirieron tanta importancia que sólo podía cargar con la B-52, y justamente iba a ser cargada, cuando Tricky Old Henry {H.Kissinger} desenterró el cuerno maravilloso y sopló a Tricky Old Dicky {R.Nixon}, y sonó muy mal. Poco después tuvo lugar la gran retirada llena de remordimientos, y los chicos fueron enviados a casa diez años irrecuperables demasiado tarde, al menos aquellos que pudieron lograrlo.

    Steven B. Stanley (no le gustaba su segundo nombre, Benedikt) lo logró. Pilotó los prototipos B-1 de Rockwell, pero en la primavera de 1977 los Estados Unidos, bajo el mando del Presidente Cárter, iniciaron un aumento de la carrera armamentista después del fracaso de las negociaciones SALT II, apostaron al misil crucero sin tripulación y renunciaron a los caros B-1. Así que se enroló voluntariamente en la NASA, que precisamente en ese momento estaba buscando pilotos experimentados para la cuarta generación de astronautas. «Astronautas» era un eufemismo puro, la NASA formaba pilotos del Shuttle, que apenas metían la nariz 100 kilómetros fuera de la atmósfera terrestre, sin embargo, mantenían a la gente de buen humor con referencias constantes a una expedición a Marte, ya que los soviéticos también parecían estar preparando una misión tripulada al planeta rojo.

    Ya en 1977, los servicios secretos norteamericanos señalaban que el gobierno soviético estaba dando órdenes de gran alcance a la industria pesada y electrónica que no podían estar directamente en relación con el armamento y con el «Backfire» producido a gran escala. Desde ese momento, a intervalos regulares aumentaron los rumores en torno a una expedición soviética a Marte cuando se abría una ventana de despegue o volvía a cerrarse. Como ambos Viking Lander de los Estados Unidos no habían traído ningún dato claro sobre huellas de vida en Marte en el año 1976 (al contrario, presentaron muchas más incógnitas para los exobiólogos, químicos y geólogos de las que resolvieron), una serie de científicos de renombre solicitaron una expedición tripulada al planeta vecino. La NASA estuvo muy dispuesta a aceptar sus argumentos, y se encargó de darlos a conocer públicamente.

    Siempre había un par de directores de la NASA que a la menor indicación por parte de la industria tiraban de los hilos, y sus marionetas en Washington saltaban enseguida y volvían a presentar las viejas consignas: «El prestigio de los Estados Unidos», «el honor de la nación», o lo que fuese. Habían sacado del cajón los planes del fallecido von Braun, pero sólo se habían dedicado a realizar a medias los proyectos. No valía la pena ni mencionar las órdenes otorgadas a la industria: estudios de proyectos, soluciones alternativas, facturas. El Congreso escatimó medios. Nadie creía verdaderamente en la carrera al planeta rojo, pues ni siquiera se podía averiguar con seguridad si los rusos estaban haciendo sus preparativos en serio. Y el Congreso no era tacaño sin motivo; sin embargo, sólo pocos iniciados (los pertenecientes al «círculo más estrecho» sabían) que el dinero hacía mucho que fluía a otros canales que demostraron ser insaciables.

    En 1982 comenzaron los vuelos Shuttle regulares, y el Spacelab inició su trabajo. Cuando, poco después, cada vez se acercaba más la autorización de partida a Marte y los soviéticos no hacían ni el menor intento de dar luz a una misión tripulada, los Estados Unidos enfriaron de momento completamente sus planes de misiones tripuladas interplanetarias. La inactividad de los soviéticos en ese ámbito era inexplicable. Los militares encargados del proyecto Cronotrón evaluaron la situación como crecientemente preocupante, y urgieron a que se apresuraran. La construcción de los barcos-jaula se aceleró, el equipo científico se amplió.

    Claro que Steve B. Stanley no tenía ni idea respecto a esta evolución. Sólo percibía que el gobierno había perdido todo interés en los viajes espaciales y que continuamente retiraban personal técnico. Había ascendido a la órbita media docena de veces con científicos y su frágil equipaje para viaje, había hecho contacto con el Spacelab y había vuelto a la Tierra con otros científicos y su equipaje de viaje. En 1983 dejó la NASA; ese trabajo no le gustaba. Realizar largos tests y controlar todos los aparatos e instrumentos de medición para la preparación del despegue durante veinte horas, y después de apenas una hora de vuelo la primera parte de la misión había terminado. Durante dos horas el mismo procedimiento paralelamente a controles de la estación y de suelo, después nuevamente vuelta a la Tierra, soltar los recipientes de basura al volver a entrar a la atmósfera terrestre, aterrizaje.

    Después del tercer vuelo, Steve ya se sentía como un conductor de carrozas que debía dejarse aterrorizar por metalúrgicos, biólogos, geógrafos, meteorólogos y astrónomos nerviosos, la mayoría de los cuales estaban demasiado preocupados por ellos mismos y le echaban la culpa a él cuando algo no funcionaba perfectamente. Cuando durante el sexto vuelo volcó al mar de aire la letrina, probablemente llena, y ésta estalló como fuegos artificiales, ya hacía tiempo que había tomado una resolución. Volvió a las Fuerzas Aéreas como instructor de aviación, y no fue el único.

    Así había llegado aquí, a Nuevo México, hacía dos años.

    El billete de avión había sido extendido para el viernes. O sea que Steve tenía dos días más de tiempo para arreglar sus asuntos. Sus pocas pertenencias las guardó fácilmente en dos maletas de metal y en un saco de marinero. La tarde del día siguiente llamó a Lucy, con quien tenía una relación desde hacía medio año aproximadamente. Era una mujer inteligente de casi cuarenta años, con cabellos pelirrojos cobrizos y ojos verdes desafiantes que estaban un poco separados. Trabajaba como secretaria en la oficina de un abogado en Albuquerque.

    Después de haber buscado sus documentos militares con las órdenes e indicaciones, Steve hizo que le llevaran con un todoterreno desde la base aérea al centro de la ciudad, y desde ahí en un taxi hasta cerca de la oficina.

    Como la mayoría de los hombres de baja estatura, a Steve le gustaban las mujeres altas, y Lucy, con sus 1,79 m, cumplía perfectamente con su ideal. Ella le llamaba en broma Frankieboy, por su lejano parecido con Frank Sinatra en sus primeras películas, como El hombre con el brazo dorado, y decía que debía de tener sangre italiana en las venas. Sin embargo, Steve no podía imaginarse cómo un italiano hubiera podido acceder a la familia Stanley, bautistas muy creyentes, aunque a la vista todo hablaba a favor de esta teoría, eso había que reconocerlo.

    Apenas podía recordar a su madre, y la conocía prácticamente únicamente de los cuentos de su padre. Había muerto en un accidente cuando él tenía dos años. De alguna manera había guardado en la memoria su voz, una voz clara y melódica que en él se relacionaba extrañamente con la sensación de hojas otoñales en tardes soleadas sin viento.

    Steve había querido invitar a Lucy a comer y después a tomar una copa, sin embargo, ella insistió en cocinar algo. O sea que fueron de compras en el VW de Lucy, y Lucy preparó algo terriblemente picante de su repertorio mexicano. Cuando estaban sentados delante de la segunda botella de Los Reyes, ella le miró con sus ojos verdes brillantes y dijo:

    —Benedikt. —Siempre le llamaba Benedikt cuando se ponía formal-, tú tienes que saber lo que quieres. Es tu trabajo, y tiene que gustarte. De ninguna manera debes sentir que te perdiste algo importante por mi culpa. Eso sería horrible para los dos.
    —Escucha, Lucy. No quiero tomar la decisión sin hablar contigo sobre...

    Ella había colocado su mano sobre su antebrazo y le miraba sonriendo. Él creyó descubrir un tono de tristeza en su sonrisa.

    —En realidad hace tiempo que te has decidido, Steve. Aun cuando no quieras reconocerlo.
    —Pero Lucy, yo...

    Cuando él la miró, impotente, ella prosiguió:

    —Pero llámame por teléfono desde allí. Dime lo que sucede, para que yo esté enterada.

    Cuando por la mañana estaban acostados, agotados, uno junto al otro, Steve Benedikt se preguntó seriamente si no sería mucho más importante para él planificar un futuro en común con Lucy que todo lo que le pudiera ofrecer la NASA. Y después todavía pudieron dormir un poco antes de que despuntara el día.

    Cuando Steve se despertó, Lucy ya se había ido a la oficina. Ella se lo ponía fácil, quería ponérselo fácil, era su manera de ser. Él desayunó con lentitud, fumó (muy en contra de su costumbre) uno de los cigarrillos de Lucy, puso un disco con música italiana de laúd que se encontraba encima de un montón y se puso cómodo en la sala de estar decorada con buen gusto, volvió a levantarse, miró las postales de Méjico y de Europa, de Sicilia, Creta y Rodos que Lucy había pinchado en la pared con chinchetas. Sus pensamientos daban vueltas en círculo; una intranquilidad muy extraña le había invadido, y no podía explicar el motivo. Era casi como cuando fue trasladado a Guam. Poco antes había muerto su padre, carcinoma pulmonar.

    Asqueado, Steve apagó el segundo cigarrillo que se había encendido, recogió los platos usados la noche anterior y los lavó. Después se vistió, cogió sus dos maletas y su bolsa, y se puso en camino hacia el aeropuerto.

    Llegó demasiado temprano. El vuelo proveniente de Miami tenía más de dos horas de retraso debido a una tormenta sobre el Golfo. Tampoco el viaje de vuelta pasaría por Houston, sino que sería desviado por Memphis.

    Llamó a Lucy y se despidió. Estaba muy ocupada y a él eso no le entristeció.

    A eso de las 16:00 el avión despegó por fin. Cuando aterrizó en Miami ya oscurecía. Después del aire seco y polvoriento de Nuevo México, la atmósfera calurosa y húmeda de Florida le pegó como una toalla húmeda y caliente en la cara cuando bajó del avión.

    —¿Comandante Stanley? —preguntó un hombre de civil cuando se acercaba a la salida.
    —Sí, soy yo —dijo.
    —Por favor, sígame.
    —Mi equipaje está aún...
    —De eso ya se encargarán. Si por favor me da su ticket, comandante.
    —Pero...
    —Mi nombre es Walton, comandante Alan S. Walton de la Marina, de momento trasladado a la NASA. Hace más de dos horas que le estamos esperando.
    —El vuelo tenía retraso.
    —Lo sabemos, comandante. —El comandante parecía ser uno de los más despiertos. Steve se dio cuenta de que no le agradaba el hombre de la Marina. Como si éste hubiera leído sus pensamientos y quisiera cambiar la impresión desfavorable, se dio la vuelta y le sonrió, pero era una sonrisa pobre.

    Ese tipo tenía el encanto de un congelador, se dijo Steve enfadado, y a continuación se preguntó qué habría ocurrido para que la Marina colaborara con la NASA. Era cierto que hacía tiempo que sacaba del agua cápsulas de aterrizaje, y en los últimos tiempos Shuttle-Booster, y se lo hacía pagar bien, pero que pusiera guías de viaje para astronautas que llegaban a la NASA era nuevo. Si la Marina buscaba gente para sus experimentos Sealab, se habían equivocado en su caso. Tomaría el próximo avión a Albuquerque, se juró a sí mismo.

    Fue conducido a una habitación en la parte antigua del aeropuerto que normalmente estaba reservada para los pasajeros en tránsito de aerolíneas de segunda y tercera categoría. Un camarero algo mayor y de pelo gris, que con su chaqueta color vino, sus pantalones de gabardina y sus zapatos de charol parecía más bien un maestro de ceremonias muy pulcro, despejó botellas de coca-cola vacías y latas de cerveza, y vació ceniceros repletos en una gran lata de chapa.

    Steve miró a su alrededor para ver si descubría alguna cara conocida, cuando oyó una voz que le era familiar decir:

    —Tenía que haber imaginado que también querrían tener al viejo Steve en esto.

    Ése era sin duda Jerome Bannister, con el que se había formado en la NASA, un hombre alto y de espaldas anchas de cuarenta años recién cumplidos, con huesos maxilares prominentes, ojos negros brillantes y un bronceado como el de los modelos de los anuncios de Marlboro. Le dio unos golpecitos cariñosos a Steve en el hombro. Hacía ya dos años que no se veían. Bannister se había licenciado en la NASA al mismo tiempo que Steve y había comenzado como instructor de vuelo en una escuela privada en Tucson. Quería ganar suficiente dinero allí para poder abrir por su cuenta una escuela de aviación.

    Bannister estaba acompañado de un hombre joven un poco grueso, de pelo rubio y fino, sonrisa divertida y casi tonta en su rostro de mejillas coloradas, y bigote rojizo doblado hacia fuera del cual estaba visiblemente orgulloso, ya que lo toqueteaba continuamente. Parecía estar pendiente de Jerome como si fuera su sombra.

    —Harald Olsen —le presentó Bannister—. El mejor ingeniero de vuelo que jamás he conocido. Si le pones una caja de herramientas en las manos y le das algo de tiempo, hace volar hasta a un avión.

    El jovenzuelo rubio asintió entusiasmado y se rió divertido. Steve quedó tan sorprendido ante esta reacción que miró algo extrañado al ingeniero de vuelo durante unos segundos antes de asentir amablemente. A Steve el tipo le parecía bastante llamativo, e incluso algo loco. Extraño, pues Jerome solía elegir a sus amigos muy cuidadosamente, y era más bien reservado en cuanto a las alabanzas. Tal vez habían bebido un poco.

    Sólo entonces notó la sed que tenía, pero no le dieron la oportunidad de pedir algo. Los allí presentes debían haber estado esperando que llegara, ya que apenas tres minutos después se dirigieron a dos autobuses del aeropuerto que les condujeron a un viejo 737 que estaba estacionado a cierta distancia, una máquina charter de la Eastern Airways.

    Iniciaron de inmediato el despegue y poco después podían ver debajo las cadenas de luces coloridas de la ciudad de Miami, profusamente iluminada; a continuación la máquina giró hacia el norte.

    —¿Tienes alguna idea respecto a lo que tienen pensado hacer con nosotros? —preguntó Steve a Jerome, que estaba sentado a su lado.

    Bannister frunció los labios, sacudió lentamente la cabeza y dijo:

    —Ni con la mejor de las voluntades puedo entenderlo.
    —¿Marte? —En el mismo momento en que Steve hizo esta pregunta le quedó claro lo absurda que parecía esta idea. De eso ya se hubieran tenido que enterar.

    Jerome le examinó con una mirada de reojo.

    —¿Lo dices en serio?
    —En realidad no —confesó Steve.
    —Mira toda esta gente —dijo Jerome en voz baja—. Conozco a algunos. Un par de pilotos, con y sin experiencia de batalla. Algunos con formación de astronauta, la mayoría sin ella. Gran cantidad de técnicos, y muy buenos la mayoría de ellos, sin embargo, no tienen ni idea de cohetes, ni hablar de la navegación espacial. Además, la Marina parece tener bastante que decir, hay varios pilotos de la marina entre ellos, buena gente. Hasta ahora la Marina simplemente pescaba del agua las cosas para la NASA, pero esta vez todo hace suponer que ella es la verdadera organizadora. ¿Puedes imaginar un sólo motivo, Steve, por el cual la Marina pudiera interesarse por Marte?
    —Quizá quiera hacer cruzar algunos botes Torpedo por los canales en Marte —opinó Steve.

    Jerome no hizo caso al chiste. Sólo sacudió la cabeza y miró hacia delante, perdido en sus pensamientos. En el Cabo fueron recibidos por un montón de asistentes, y conducidos a un espacio sobrio, iluminado por tubos de neón de tono amarillento; les dieron primero bonos de comida y bebida, y luego les indicaron sus habitaciones. Finalmente tuvieron que dejarse fotografiar con una cámara polaroid que escupió en segundos una tarjetita plástica impresa y con retrato a color en la cual se inscribió el nombre y rango militar. Al final todos recibieron una carpeta pequeña de cuero con utensilios de escritura, en cuya parte anterior y por debajo del emblema de la NASA estaba grabado en oro «SIMPOSIO: NUEVOS OBJETIVOS DE LA NÁUTICA».

    Steve se preguntó sorprendido qué diablos tendría él que decir sobre los nuevos objetivos de la náutica, y se dirigió a su apartamento. Era uno de los alojamientos de entre tantos estilo bungalow del que sobresalían árboles de Eucalipto, con un vallado cortado con esmero, césped bien cuidado, y jardines de flores separados los unos de los otros. Por encima del mar se podían ver relámpagos. Las antiquísimas y enormes rampas de despegue del programa Apolo se elevaban oscuras contra el cielo. Monumentos de la ruptura, ya medio reconquistados por la selva. El aire estaba caliente y húmedo; no se movía ni una hoja. Muy cerca, las ranas hacían ruido.

    Steve se sentía muy cansado. Se dio una ducha caliente, se acostó desnudo en la cama y en pocos segundos se había dormido.

    La tarde del sábado se encontraron los participantes del «simposio» en la gran sala de reuniones del centro de navegación espacial. En esa sala normalmente se reunían los grupos de trabajo cuando un gran proyecto entraba en su fase técnica final, a fin de controlar la coordinación antes de empezar el montaje.

    A Steve le sorprendió la gran cantidad de participantes que habían sido invitados a este «seminario»; estimaba que se habían reunido alrededor de 160 a 180 personas. También cerca de dos docenas de mujeres se encontraban entre ellos.

    Un hombre alto, delgado y de pelo blanco, de aproximadamente sesenta años y de nombre Francis, con imponente uniforme de almirante, entró orgulloso, flanqueado por otras eminencias de la Marina y sus oficiales adjuntos. Algunos civiles entraron también, aparentemente gente de la NASA. Se comportaban como si todo fuera un gran secreto. A continuación entraron un par de hombres del servicio secreto que se mostraron marcadamente distendidos y desinteresados. Tomaron asiento en la cabecera de la sala en una mesa larga. Miraban de vez en cuando con curiosidad al público, y se entretuvieron con los documentos que extendieron sobre la mesa.

    —Parece una función de gala —gruñó Jerome, que se había sentado al lado de Steve; una silla delante de ellos estaba Olsen.
    —Me pregunto a dónde nos llevará esto —dijo Steve en voz baja—. Con esta presentación...
    —La cosa no me gusta —respondió Jerome sacudiendo la cabeza, y la expresión de disgusto en su rostro se agudizó cuando Francis subió al podio con elasticidad juvenil, se sujetó con ambas manos al atril entre la bandera de los Estados Unidos y la banderita de la NASA, saludó a los presentes con una sonrisa ganadora que quedó como una sonrisa algo torcida, y les dio la bienvenida en nombre de la Marina y de la NASA. A continuación se inclinó encima del micrófono y pronunció un discurso que duró casi treinta minutos, pero del cual no se pudo desprender nada concreto aparte del hecho de que se trataba del «honor de la nación» y que habían llamado a reunirse a «las mejores cabezas de la nación», para «dar lo mejor de sí», a fin de asegurar el «futuro de la nación». Sólo en un momento se refirió de modo concreto a que la «misión a la que estaban llamados» duraría previsiblemente cinco años, y que durante este período no sería posible mantener contacto con el «mundo de la patria».
    —Disculpe, señor —preguntó alguien del público—. ¿Debemos entonces entender con eso que durante el período mencionado tampoco habrá contacto por radio con la Tierra?
    —Sin comentarios —respondió el almirante—. Repito: durante el tiempo que dure la misión, que será de aproximadamente cinco años, no habrá contacto con el mundo donde vivimos.
    —Señor, ¿este contacto se interrumpirá —seguía averiguando sin dejarse amilanar el que planteaba la pregunta—porque técnicos...?
    —Sin comentarios —respondió el almirante Francis, un poco más irritado ahora—. Comprenderán seguramente, damas y caballeros, que a estas alturas del proyecto no estoy en la posición de dar ninguna indicación concreta. El proyecto está sujeto al más estricto secreto. Sólo cuando ustedes se hayan decidido afirmativamente podré proporcionarles más información sobre su participación. Tienen tiempo hasta mañana para tomar una decisión.

    Se alzaron murmullos de indignación, y hubo algunos gritos como: «Saltar al agua fría» y «gato encerrado».

    —Señoras y señores... —El almirante levantó la voz—. ¡Señoras y señores! Reconozco que los estoy poniendo ante una decisión muy fuera de lo común. Pero no tienen por qué temer por los riesgos, exceptuando aquellos normales en una misión de técnica espacial. Se hará lo humanamente posible por su seguridad. Yo se lo garantizo. —Esperó hasta que la inquietud de la sala se calmó, y después continuó:—Todos los aquí presentes desempeñan las profesiones técnicas y científicas más variadas, es decir, trabajan en unidades técnicas de las Fuerzas Aéreas, la Marina, la Armada y los Marines. Sin embargo, hay algo que tienen en común: no están casados, o son divorciados y no tienen familia, o sea, que en lo que respecta a su decisión tienen amplia libertad.

    Sonrió triunfante, como si hubiera revelado un secreto de estado, y después prosiguió:

    —Pero hay algo que quisiera añadir aún. —Bajó el cráneo de pelo cano y cortados al ras, como si quisiera dirigirse sin temor a su público—. Hemos solicitado mucho más personal del que podemos utilizar. Al menos al principio. Por eso, cualquiera de ustedes que tenga aunque sea la más mínima sensación de no poder decidirse por esto de todo corazón y alma, devolverá su identificación. Nadie se lo tomará a mal, nadie le preguntará sus motivos. La decisión es totalmente libre, señoras y señores.

    Francis levantó la barbilla y miró desafiante a los presentes. La expresión de su rostro no hacía dudar de la veracidad de sus palabras.

    —Sin embargo, si finalmente se decidieran a aceptar, señoras y señores —continuó-, y se presentan aquí mañana por la mañana a las 10:00 horas, entonces se convertirán automáticamente en portadores de un secreto y estarán sujetos a las más estrictas disposiciones de seguridad, y a la vigilancia y limitaciones consiguientes. De alguna manera tendrán que ver con el proyecto, sea como... personal de vuelo o personal de tierra. Y... —alzó la voz para una apoteosis final—. Llegarán a conocer la sensación sublime de pertenecer a una tropa de élite que realizará algo inimaginable hasta ahora. Con su participación, ustedes garantizarán la seguridad y el bienestar de nuestra nación, sentarán las bases para un futuro mejor, para un futuro glorioso de este país, del mundo occidental, de la tradición cristiano-occidental, de toda la civilización. Muchas gracias, señoras y señores.

    Jerome miró a Steve con una expresión consternada en el rostro, como si se hubiera partido un diente.

    —Por Dios —dijo Olsen—. ¡Si esto no era una prédica de las cruzadas! San Bernardo no la podía haber pronunciado mejor.

    Jerome miró a Steve cuestionando.

    —¿Quién?
    —Bernhard von Clairvaux. Algún señor cristiano del siglo XII que movilizó ejércitos enteros de caballeros contra los sarracenos —explicó Steve.
    —Lo oigo rechinar —dijo Jerome, y asintió compungido—. Un ruido familiar desde Teherán y las crisis anuales del petróleo.
    —¿Crees que se refiere a eso?

    Jerome alzó los hombros.

    —¿Alguien tiene alguna idea de hacia dónde se dirige este proyecto? —preguntó Steve cuando estaban sentados juntos en el apartamento de Bannister con algunas botellas de whisky.
    —¿Crees que soy conductor de ferrocarriles? —preguntó Geoffrey Moses Calahan, que estaba apoyado con la espalda contra la puerta, mientras agitaba los cubos de hielo en su vaso de whisky. Era uno de aquellos negros altos como un árbol que en otra vida probablemente habían sido estrellas de béisbol.

    Aparte de él, Jerome, Steve y Olsen, también Paul Loorey estaba allí. Había llegado con un bolso de viaje lleno de whisky porque conocía el Cabo de su época de astronauta y tenía experiencia.

    —Chicos, aquí no sólo se secan pantanos —había dicho cuando les invitó a tomar una copa—. ¡Aquí a veces hay que conducir cien millas para conseguir una copa como la gente normal!

    Al igual que Steve y Jerome, había sido piloto del shuttle y había aguantado un año más antes de volver a las Fueras Aéreas.

    Steve levantó la mirada y miró a los ojos color ámbar de Calahan, a quien había conocido hacía sólo algunos minutos. Moses bajó su cráneo afeitado al rape, dejó de masticar su chicle y tomó unos tragos de su vaso con un rápido movimiento de cabeza.

    —¿Y a dónde deberá ir este viaje cuando estas pautas secretas sean sentadas? —preguntó Steve.
    —Hombre —dijo Moses. Sus pupilas oscuras temblaron de un lado a otro antes de mirar fijamente a Steve—. ¡Siempre mejor, siempre mejor, siempre mejor! ¿Qué otra cosa iba a ser? ¿Qué dices, Paul?

    Paul Loorey, un hombre de aspecto afligido, mediando los treinta, un par de centímetros más bajo que Steve, pero grueso y fornido, que por su aspecto exterior más bien parecía un simple empleado o un maestro de escuela, alzó los hombros, giró indeciso su vaso y se dejó caer sobre la cama.

    —He estado tratando de averiguar un poco lo que se dice por ahí —dijo Jerome con cuidado—. El dato más caliente podría ser un asunto por el cual la Marina hace años investigó algún oscuro misterio en las Bermudas. Alguno de esos proyectos complicados con ondas de gravedad, anomalías de gravitación artificiales y algo parecido.
    —¿Anomalías artificiales de gravitación? —preguntó Moses sin comprender—. ¿Qué se supone que es eso?

    Jerome alzó los hombros.

    —Nadie lo sabe con exactitud. No hay forma de averiguarlo.
    —Entonces seguro que hay algo de eso —intervino Moses.
    —Fuerza de gravedad perturbada, eliminación de la fuerza de gravedad, anomalías de la fuerza de gravedad, interferencias de las ondas de gravedad... —reflexionó Steve en voz alta, y sintió el agradable calor que producía el whisky en su interior. Toda la tarde había estado tirado al sol en el jardín de su bungalow, hasta que el cielo se había cubierto. Tenía frío, y la bebida le sentaba bien—. Y la NASA es parte de eso —opinó, y silbó entre dientes.
    —¿Y qué significa eso? —preguntó Harald Olsen.
    —La gravitación significa masa —dijo Loorey, y levantó el dedo índice como un maestro ante sus alumnos-, y la masa significa gravitación. ¿Qué significa una «anomalía de gravitación» para la correspondiente masa?
    —¿Qué sucede con la masa correspondiente? —preguntó Harald.
    —¿Cuan anormal es esta anomalía? —intervino Moses.
    —Considerable —respondió Jerome-, teniendo en cuenta las cantidades de energía que se utilizan en el proceso. Se dice que se encuentran en el ámbito de los gigavatios.
    —¿Qué? —preguntó Harald helado.
    —Una anomalía de gravitación significa para masa correspondiente —continuó Loorey sin dejarse impresionar—que en casos extremos crece hasta el infinito o desaparece del todo.

    Harald Olsen, que había estado bebiendo continuamente de su vaso, había jugado febrilmente con su calculadora de bolsillo y de vez en cuando tomaba notas en su bloc de la NASA, levantó la cabeza pasmado.

    —¿Hacia dónde? —preguntó.
    —Sí, ¿hacia dónde? —preguntó también Loorey.

    De repente todos callaron. El equipo de aire acondicionado parecía tener un defecto y zumbaba en un tono tan alto que no parecía natural. —Aja. Sí... bueno, pues de eso se tratará probablemente —dijo Jerome, y repartió el resto de la botella en los vasos—. ¿Y quién participa? —Yo —dijo Harald Olsen como un disparo de una pistola—. Por una vez algo nuevo.

    —Ya que de todas formas pertenezco a la élite de la nación —explicó Moses al tiempo que imitaba el tono de voz de Francis-, será difícil no responder a la llamada de la patria.
    —Algo así no se les puede pasar de ninguna manera a los tontos de la Marina —dijo Loory con desprecio—. Además, tengo demasiada curiosidad.
    —¿Y tú, Steve? —preguntó Jerome.

    Steve alzó los hombros.

    —¿Tú? —devolvió la pregunta.

    Jerome le puso la mano sobre el hombro.

    —No creo que pueda dejarlos solos en este proyecto. Puesto que se trata de la tradición occidental cristiana, si es que podemos confiar en las palabras del almirante.
    —¡Me cago en ella! —dijo Moses furioso.
    —O sea, que todos arriesgamos nuestros pellejos —opinó Loorey, y asintió de mal humor—. Por el honor de la nación.

    Jerome resopló despreciativamente.

    —Para sentar las bases de un futuro mejor y lleno de gloria para este país —dijo Moses, después apretó la lengua contra los dientes, formó un globo con su chicle y lo infló hasta que explotó con ruido.
    —Pero los cabeza-hueca de la Marina que se vayan a la mierda —exclamó Jerome con la lengua gorda, y terminó el resto del whisky.
    —Y toda esta civilización cristiano-occidental —exclamó Moses Calahan, y, como reforzándolo, escupió su chicle en la mano y lo tiró a un cenicero repleto—. ¡Lo juro!
    —La Marina y el occidente cristiano. —Loorey reía sin parar—. La sagrada flota papal. ¡Esto es demasiado!


    * * *

    Steve estaba acostado en la oscuridad y se rompía la cabeza en las brumas causadas por el alcohol. Trataba de descubrir a dónde iría a parar la masa perteneciente a la gravitación en el caso de una anomalía gravitacional, pero sus pensamientos corrían por laberintos tenebrosos sobre los cuales se había posado una niebla impenetrable, y cada vez que creía reconocer un brillo de luz y trataba de alcanzarlo, se daba contra una pared. Su cabeza y sus piernas parecían tan pesadas como si fueran plomo.

    Después soñó con un cuento que había leído muchos años antes. Trataba de un viajero del tiempo que había vuelto a la Inglaterra de Shakespeare, pero que había caído en un mundo de pesadillas. Él era ese viajero. Delante del albergue donde pensaba encontrar alojamiento, en el barro de la calle, entre la basura y la chatarra, había una mano cortada medio podrida sobre cuya superficie interna, gris y arrugada, se abría un ojo que le miraba con atención.

    En la gran antesala revestida de madera en el primer piso del albergue, que sólo estaba iluminada por una estrecha ventana y desde la cual unas puertas extrañamente estrechas conducían a las habitaciones lindantes, un hombre alto, delgado y de cabellos blancos, vestido totalmente de cuero oscuro y con una máscara de cuero agrietado, como la que acostumbraban usar los enfermos de lepra en el pasado, estaba sentado en un escritorio macizo y oscuro. Sus ojos brillaban a través de las finas ranuras, y delante de la boca tenía un cierre de cremallera grande que otorgaba al rostro sin vida la expresión de una calavera sonriente. Delante de él, sobre el escritorio, había un florero de cristal veneciano con un ramo de flores tipo lilas que en lugar de estambres tenían ojos que miraban curiosos en su dirección. El hombre le hacía señas para que fuese hacia la parte trasera de la habitación oscura, y cuando Steve se dio la vuelta para determinar qué le quería decir el hombre de la máscara, vio que en la semioscuridad se había abierto una puerta. Desde la semioscuridad, que no era más profunda que una tumba, salió una mujer. Cuando dirigió el rostro en su dirección, la reconoció.

    ¡Era Lucy!

    Rápidamente se acercó a ella. Las baldosas viejas y desgastadas bajo sus pies resonaron muy fuerte y cedieron de tal manera que por un momento creyó que caería al piso de abajo.

    —¡Lucy! —gritó, y extendió los brazos para saludarla. En ese momento de su escote salió una de estas plantas tipo lila y le miró fijamente.

    Steve saltó aterrado hacia atrás, pero el hombre de la máscara se había parado imperceptiblemente detrás de él, le abrazaba y le apretaba el pecho de tal manera que Steve apenas podía respirar.

    —¡Lucy! —resopló mientras el implacable hombre de la máscara le sujetaba y el fantasmagórico ojo de flor sobre su cabo carnoso crecía en su dirección. Steve notó que el pecho semidesnudo de Lucy estaba cubierto totalmente de perlas de sudor, pero aun cuando hacía todo lo posible, en la creciente oscuridad ya no podía reconocer su rostro. Y en el trasfondo, un sonido crepitante que ya había percibido hacía tiempo y cuyo origen no se podía explicar se volvía cada vez más fuerte y penetrante.

    Pasó un rato hasta que Steve se las arregló para poder encender la luz. El aire en la pequeña habitación era sofocante y caliente. Antes de acostarse había apagado el equipo de aire acondicionado porque a causa de la corriente de aire frío siempre tenía dolores de garganta.

    El ruido continuo y crepitante que había acompañado su sueño continuaba. Llovía. Steve abrió la puerta. Una espesa lluvia tropical, una cascada como de millones de cuerpos de peces pequeñísimos y plateados brillantes caía estrepitosamente y tamborileaba sobre los arbustos de grandes hojas que bordeaban el camino delante del bungalow, y que bajo la fuerza del choque se estremecían como si sintieran dolor. Muy pegado a la pared de la casa, una tropa de grandes sapos oscuros había buscado refugio. Parecían grandes piedras negras del tamaño de un puño, sólo sus ojos fijos brillaban atentos. Muy lejos, por encima del mar, un relampagueo de color rojo fuerte temblaba en las entrañas de las nubes como magma.

    Rápido como un rayo, a Steve le quedó clara la decisión que había tomado y una sensación de angustia le apretó por unos momentos el pecho, como si el hombre de la máscara aún estuviera detrás de él y le mantuviera agarrado. Inspiró profundamente el aire nocturno fresco, lleno de humedad, hasta que la presión cedió.

    Antes de volver a dormirse se acordó de que todas las lilas con las que se había encontrado en el sueño le habían mirado con los ojos de Lucy.


    7 - Proyecto hondonada occidental


    Cuando a la mañana siguiente fueron al centro de conferencias, el sol ya casi había absorbido la humedad de la lluvia nocturna, los caminos estaban secos y sólo aquí y allá resplandecían algunas gotas en el pasto, en las flores y en los arbustos. El aire estaba claro y era fresco, e iba cargado del aroma de las flores.

    En la sala de reuniones, la misma formación, el mismo grupo, el mismo orden para sentarse de los oficiales. El almirante Francis se subió al podio bajo la enorme pared para proyecciones, se presentó entre las barras con estrellas y bandera de la NASA y sostuvo triunfante un pequeño montón de tarjetas de participantes en lo alto.

    —No esperaba otra cosa, señoras y señores —anunció sonriendo ampliamente—. Se lo agradezco. Sólo dieciocho de nuestros invitados no pudieron decidirse a colaborar en nuestro proyecto. Supongo que tendrán sus razones para rechazarlo, y prometí respetar estas razones y no preguntarles por ellas. Se trata de las siguientes personas... —Empezó a leer los nombres en las tarjetas de plástico entregadas, y hacía una pausa significativa después de cada uno, como si les cubriera con una mácula imborrable.

    A Steve ese estilo le pareció barato. Eran dieciséis hombres y dos mujeres que no se habían apuntado voluntariamente y habían devuelto sus «identificaciones del seminario».

    —Les hago notar, señoras y señores —continuó el almirante—que desde ahora están sujetos al deber más estricto de guardar secreto, y que las correspondientes medidas de seguridad serán aplicadas en caso necesario. La información que recibirán ahora no está destinada a gente de fuera, y les aseguro, señoras y señores, que tomaremos todas, repito, todas las medidas para evitar que esta información llegue al exterior.

    Estiró la barbilla y dejó vagar su mirada vigilante sobre los presentes, como si tratara de desenmascarar al último agente enemigo y liquidarlo al instante. La tensión en la sala creció.

    —Ustedes, señoras y señores, iniciarán un grandioso proyecto que garantizará la continuidad del mundo occidental y el bienestar de todas las naciones aliadas con nosotros. Su tarea será... sentar a tiempo las pautas para un futuro tal como lo deseamos. Ahora les hablará el comandante Walton, que les explicará los detalles técnicos. Gracias a todos.

    Steve no reconoció al principio al joven oficial que ahora se dirigía al podio y se inclinaba por encima de los micrófonos. Sólo cuando escuchó la voz le quedó claro que se trataba del tipo antipático que le había esperado en el vestíbulo de llegadas en Miami.

    —La evolución técnica de los últimos años, basada en la investigación de las bases físico-matemáticas desde mediados de los años sesenta, ha logrado un progreso decisivo que, literalmente, puede calificarse de descubrimiento único en su género.

    Dudó durante un instante y observó los micrófonos frunciendo el ceño, como si desconfiara de las medidas de seguridad. En la sala había un silencio expectante.

    —No soy amigo de grandes palabras —prosiguió-, pero la invención del fuego, el descubrimiento de la teoría de la relatividad y las primeras excursiones a la luna son progresos inofensivos en comparación con lo que hemos logrado ahora.

    El ambiente en la sala había alcanzado un punto en el que la tensión exaltada no pocas veces se convierte en alegría y soltura y se expresa a gritos de chistes, generalmente tontos, pero bienvenidos con risas agradecidas.

    Delante de la gran pared de proyecciones desenrollaron un mapa que bajó lentamente. Era un mapa en relieve de aproximadamente ocho metros de ancho y tres y medio de altura que representaba la zona del Mar Mediterráneo.

    —Para que no sea necesario que intenten recordar dónde está el Mar Mediterráneo, hemos hecho confeccionar un mapa que muestra la zona en su estructura física.
    —¡Eh! —gritó uno de los oyentes—. ¿La Marina quiere bombear el Mar Mediterráneo?
    —«In the Navy...» —Alguien entonó el viejo éxito de los Village People.

    Risas.

    —No es necesario —dijo Walton imperturbable—porque siempre hubo épocas en las que la hondonada del Mar Mediterráneo estuvo seca. El Mar Mediterráneo es una cuenca de evaporación; eso quiere decir que pierde más agua de la que recibe por afluentes. Si el estrecho de Gibraltar está bloqueado, y eso sucedió algunas veces en otras épocas de la historia de la Tierra, la hondonada del Mar Mediterráneo se convierte en un desierto atravesado por lagos de sal y pantanos de entre dos y tres mil metros por debajo del nivel del mar, especialmente en esta zona... —Señaló el foso delante del bloque perpendicular de la pendiente empinada al sur de Creta, en la que entre un cañón profundamente metido entre Wadi Halfa y Alejandría fluía el Nilo—. Y aquí. —Señaló el ampliamente extendido delta del Ródano, aproximadamente a la altura de Barcelona, donde el río bajaba por una profunda garganta de más de dos mil metros y desembocaba en un lago con forma de hoz que comenzaba cerca de doscientas millas al sur de Niza, y cuya costa este transcurría paralela a la costa oeste de Córcega y Cerdeña, serpenteaba alrededor de las Baleares hacia el oeste y, estrechándose cada vez más, se extendía hasta el sur de Cartagena.
    —Supongo que les resulta interesante, pero pensarán ¿a qué viene todo esto? ¿Por qué nos interesa un desierto que se encuentra hace sabe Dios cuántos años en el fondo del mar?

    Murmullos...

    —Hace exactamente 5,3 millones de años quedó destruida, probablemente por un terremoto, la conexión de tierra entre la península Ibérica y África. El agua del Atlántico penetró y llenó la cuenca.
    —¿Y qué? —gritó alguien. Algunos se rieron.

    Walton miró atentamente al que hizo la pregunta, y su mirada expresaba infinita indulgencia por tanta lentitud de comprensión.

    —Que podemos llevarlos a esa zona antes de que se convierta en el fondo del mar —dijo Walton lapidariamente—. Tenemos una máquina capaz de hacerlo: el cronotrón.

    Por un instante, Steve creyó que el corazón se le detenía. Echó una mirada inquisitiva a Jerome, que estaba sentado a su lado, como si tuviera que cerciorarse de que no soñaba. Jerome le miró fijamente, con los ojos abiertos como platos del susto. Repentinamente hubo un silencio tal que hubiera podido oírse el ruido de un clip al caerse al suelo, después un ruido atravesó la sala, parecía una tos, casi un quejido doloroso, y era la expresión de una sorpresa casi incrédula.

    —La hondonada occidental —continuó Walton, y señaló con un amplio gesto la zona entre Sicilia y Gibraltar—será su base de operaciones. Les enviaremos al pasado cinco millones de años, y ustedes resolverán allí algunos cometidos que por motivos incomprensibles parecen habérsele escapado a la previsión de Dios.

    Walton sonrió. Una pequeña rata, pensó Steve, una rata asquerosa, pequeña y mordaz, ávida de poder, ávida de (cueste lo que cueste) autoafirmación.

    —Pero tal como dice la expresión —continuó el comandante, y una pizca de cinismo se deslizó en su voz-, ayúdate a ti mismo y Dios te ayudará. —Levantó la mirada de sus papeles y sonrió triunfante—. Y eso es exactamente lo que queremos hacer. Acudiremos a la autoayuda, señoras y señores. Y ustedes serán el grupo principal de la operación planificada. Serán los encargados de vigilar las tareas logísticas y técnicas, y de asumir las tareas naturales de seguridad.
    —¿Seguridad ante qué?
    —Pues... naturalmente en general. Ustedes protegerán a las tropas encargadas de construir frente a los ataques de animales salvajes y de nuestros ancestros, los hombre-mono. Junto con el personal técnico serán los primeros seres humanos en esa época. Con ustedes serán trasladados también geólogos, geofísicos, especialistas en oleoductos de petróleo y taladros. Sus tareas serán las siguientes —El comandante cogió un puntero y lo dirigió hacia el mapa. Una línea roja que se bifurcaba al sudoeste de Trípoli en dos brazos, de los cuales uno transcurría al este sudeste, el otro al sur sudoeste, atravesaba en diagonal la hondonada occidental—. Tenemos pensado bombear el petróleo de los jeques antes de que se apoderen de él.

    El atrevimiento de la idea dejó sin habla por un momento a los presentes. A continuación se alzó una confusión de voces acaloradas.

    —Increíble —murmuró Jerome.
    —Es una locura total —dijo Steve.
    —Pero aun cuando parezca cosa de locos, de alguna manera el plan me parece genial —dijo Jerome, y sacudió la cabeza riéndose.
    —Es un asunto totalmente justo. Corregiremos únicamente un error en la Web de la creación —continuó Walton con una sonrisa de autosuficiente—. De forma menos eufórica se podría denominar esta empresa también como operación de cirugía estética geofísica. —Se dirigió nuevamente al mapa—. La empresa hondonada occidental se ocupará del yacimiento de petróleo en el norte de África, la actual Libia y Argelia. Las zonas principales de extracción se encuentran aquí... —Con el palo siguió la derivación de la línea que seguía hacía el Este—. Y entre la gran Sirte y Al Harüj al-Aswad alrededor de Beda, Waha y el oasis Jalo en el sur de Bengasi. Las demás fuentes se encuentran aquí... —El palo rodeaba la zona en la que terminaba la derivación sur—. Al este del valle de Tinrhert en Erg Bourarhet, en la actual frontera entre Argelia y Libia. Las oleoductos de estas dos zonas de extracción se unen aquí, en Bi'ral Ghanam. El camino continúa desde allí al nornoroeste, llega a la costa cerca de Zuwarah, tal como transcurre hoy, después sobre el terreno chato entre Malta y la costa de Túnez, hasta aquí al noreste de Cap Bone. Allí da una vuelta con un ángulo al oeste noroeste, se estira al sur de la actual isla San Antíoco alrededor de la pendiente en caída de las montañas que conforma la isla de Cerdeña, y se curva al borde de la hondonada de las Baleares hacia el norte, sigue un poco el transcurso de la costa oeste de Cerdeña, y a la altura de la pequeña isla de Mal du Ventre da una vuelta al noroeste, traspasa el norte de la hondonada y conduce a la zona de desembocadura del río Ródano, que en aquella época se encuentra doscientos Kilómetros más al sur, aproximadamente a la altura de Barcelona. El trayecto prosigue por el cañón del Ródano hacia el norte y sigue al río hasta la desembocadura en el Saone, después siguiendo al Saone por el valle atravesando el portal borgoñés, el recorrido del Maas por el norte de Francia y Bélgica, entrando a los Países Bajos. Allí previsiblemente alcanza la costa a la altura de Maastricht, ya que en esa época, el nivel del agua del Atlántico debería haber sido mucho más alto que actualmente. Los científicos no están de acuerdo acerca de la línea exacta de la costa. Por un lado, el clima era bastante más cálido, o sea que producía menos hielo en los glaciares y capas polares, y el nivel del mar por eso estaba por encima del promedio; por otro lado, las placas teutónicas que bordean el Mediterráneo, la eurásica, la adriática, la egea, la turca, la árabe y la africana, debían de estar a mayor altura en esa época. Más tarde fueron aplastadas hacia abajo por el imponente peso de las masas de agua que constituyen el Mar Mediterráneo, lo que debe de haber llevado a fuertes movimientos teutónicos en las zonas limítrofes. En la zona de la costa alrededor de Lüttich, Maastricht, Aquisgrán, Bonn y Coblenza, nuestra cañería de petróleo se encontrará con una segunda que lleva del Golfo Pérsico y Arabia pasando por Anatolia, después a lo largo de la costa del Mar Negro y siguiendo el transcurso del Danubio atravesando Europa. Ambas zonas se unen y son llevadas a la zona de tierra firme del Mar del Norte. Allí algunos cronotrones disfrazados de plataformas de perforación bombearán trayendo a la actualidad el petróleo del pasado según la demanda.
    —¿Y los jeques lo permitirán? —preguntó alguien.
    —No existe ningún indicio —dijo Walton—de que jamás alguien hubiera podido averiguar algo sobre el proyecto. Sea sobre las condiciones científicas o sobre la realización técnica.

    El comandante no decía toda la verdad. De hecho hubo momentos en que se sospechó que los soviéticos estaban realizando un proyecto similar. Desde mediados de los años setenta, el portaaviones soviético Kiev navegaba en el Mar Mediterráneo oriental. Entre tanto, cuatro unidades similares más se habían sumado a esa misión sobre cuya finalidad y uso conjeturaban los expertos militares.

    —Sin embargo —prosiguió Walton—no correremos ningún riesgo y nos prepararemos para cualquier eventualidad. Además de las medidas de seguridad mencionadas, también se preparará una defensa contra enemigos potenciales. Equipos militares, también pesados, estarán disponibles. También será parte de vuestras tareas abastecer al personal técnico con carne fresca —agregó rápidamente—. Para aquellos de ustedes que sean aficionados a la caza se abren posibilidades inimaginables. Encontrarán un verdadero mundo salvaje aún sin tocar.
    —¿Hay también un equipo disponible capaz de traernos de vuelta de ese mundo salvaje? —gritó Moses, que estaba sentado dos filas detrás de Steve y Jerome, junto a Loorey y Olsen. Steve se dio la vuelta. Loorey parecía que ya se había acercado a una de las mujeres jóvenes de la NASA. Ella estaba sentada a su lado, tenía aspecto joven y despreocupado, a lo sumo veinticinco años, nariz respingona, pelo castaño claro recogido en una cola de caballo alta y corta, bronceada y llena de pecas que le llegaban hasta el escote, algo abierto, de su vestido blanco de verano. Loorey admiraba sin vergüenza lo que se le ofrecía, no tenía ese aspecto malhumorado de siempre, y parecía encontrar mucho más interesante lo que había descubierto que las palabras del comandante. Steve sonrió y cuando sus miradas se encontraron, Loorey le devolvió la sonrisa y alzó las cejas con admiración.
    —Una cosa detrás de otra —rechazó Walton la pregunta de Calahan, y levantó una mano—. De ese problema hablaremos más adelante.
    —Usted dice «problema», señor —insistió Olsen—. ¿Hay problemas respecto a este punto?
    —De ninguna manera —aseguró Walton—. Sólo hay algunas... series de pruebas que aún no están del todo terminadas. Pero respecto a eso estamos... —bajó la mirada a sus papeles—muy, muy confiados.
    —¿Qué significa eso, señor? —siguió insistiendo Harald testarudo—. ¿Ya han enviado gente y la han traído de vuelta o no?
    —Escuche, teniente Olsen —dijo Walton irritado-, si me dejara continuar con mi exposición, este punto se aclararía satisfactoriamente para usted.
    —Eso espero, señor.
    —Ocho barcos nucleares pertenecientes a la flota estadounidense están «disfrazados» de unidades de abastecimiento, pero en realidad llevan los equipos técnicos con los que les trasladaremos a ustedes y a su equipo al pasado: son los denominados cronotrones, en el lenguaje especializado llamados «jaulas».
    —Eso tiene mucho sentido —gritó alguien.
    —Estos portajaulas hace bastante tiempo que operan desde la costa del sur de Cerdeña... —Señaló un campo rectangular con trasfondo rojo que se extendía aproximadamente cuarenta millas al sureste—. Aquí poco antes de la costa oeste... —Señaló un segundo cuadrado de aproximadamente cuarenta millas de longitud que empezaba al noroeste de la isla San Pietro y alcanzaba hasta la altura de Oristano—. Como aquí y aquí. —Señaló un tercer y cuarto rectángulo rojo, uno se encontraba alrededor de veinte millas al sur de Toulon y se extendía en dirección sudeste, el otro en la zona noroeste delante de las montañas que representaban las Islas Baleares orientales, Mallorca y Menorca, aproximadamente cien millas al sur de Barcelona—. A través de estas zonas ya hace tres años que se ha bajado material al pasado a intervalos regulares: tuberías para oleoductos de petróleo, máquinas, combustible, maquinaria geológica, alimentos, medicamentos, tiendas de campaña, alojamiento inflable, armas, municiones, artículos de uso diario, etcétera. —Echó una mirada en dirección a Olsen y continuó:—En lo que respecta al retorno, no hay ni el más mínimo motivo para preocuparse. En las Bermudas orientales se instaló un instituto de investigación que está equipado con las instalaciones más modernas de cronotrones. Ya hemos enviado allí a una serie de científicos y técnicos al pasado. Están planificando una superficie de varios kilómetros cuadrados, preparándola como zona de acceso, así como las instalaciones correspondientes. Desde allí les traeremos seguros de vuelta en cuanto hayan cumplido con su cometido.
    —Pero no han traído de vuelta a ninguno aún —intervino Olsen—. O sea, que esta cosa, esta «zona de acceso», como la llaman, debe de estar lista hace más de cinco millones de años.
    —El traer de vuelta es en principio el mismo procedimiento que el traslado al pasado —opinó Francis—sólo que simplemente de signo contrario. —El almirante se mostró alabador y paternal—. Los mejores cerebros de la nación están trabajando para perfeccionar los equipos y traerlos de vuelta seguros a la patria. Yo estoy muy seguro de ello. En cinco años estarán nuevamente en sus casas, señoras y señores. Se lo garantizo.
    —De hecho, aún no hemos podido solucionar todos los problemas del retorno —concedió Walton, sin entrar en más detalles sobre el comentario de Olsen—. Sin embargo, esto no tiene ninguna importancia. Ustedes deberían considerar que es suficiente si uno de nuestros equipos funciona en el futuro. Traídos de éste, desde allí podrán volver con cualquier cronotrón a su época. Teóricamente, después de transcurridos los cinco años para los cuales se comprometieron, con cinco años más de edad y más sabios, podríamos traerlos este mismo día de vuelta, o incluso aún más atrás en el pasado. Esto último, sin embargo, es imposible por motivos de seguridad, como comprenderán. Lo primero sería, como opinan nuestros psicólogos, fatal para su desarrollo psíquico. La subjetividad y el tiempo real, si es que ya marchan asincrónicamente, por lo menos deberían tener más o menos la misma duración. Si no se cumple con esto, se darían además de ello problemas sociales y jurídicos en los cuales no quiero detenerme ahora.
    —La Marina realmente se preocupa por nosotros de forma conmovedora —exclamó Moses.
    —¿No lo hemos hecho siempre, comandante Calahan? —contrapuso el comandante sonriendo.
    —Un tipo inteligente este Walton —dijo Jerome en voz baja—. No me sorprendería si conociera a todos los presentes en la sala por su nombre, para distribuir sus puntos a favor y en contra.
    —Es una rata —gruñó Steve—. Arremete contra cualquier obstáculo para lograr su objetivo.
    —¿Alguna pregunta? —gritó Walton.
    —Hace un rato usted ha dicho que nos buscarán desde las islas Bermudas —dijo un hombre con inconfundible acento de los estados del sur—. Yo tenía entendido que el asunto debía tener lugar en la Riviera. —Algunos se rieron—. ¿Cómo atravesaremos el Atlántico? Supongo que todavía no existirán conexiones por avión.
    —Pero sí conexiones por barco —contrapuso Walton inconmovible—. Pensamos establecer un puerto en la zona de la actual Cádiz y una conexión por ferry de todo el año entre Europa y las Bermudas. Estamos construyendo una jaula con la que se pueden expedir objetos del tamaño de unidades capaces de navegar en alta mar para organizar recarga de combustible y tripulación. Quiero mencionar un punto más —continuó Walton—. En las conversaciones con cada uno de los grupos que participen todavía volveremos a tratar el tema en detalle, pero deberíamos encarar este problema desde el principio. Los cronotrones para llevarles al pasado tienen anchos de dispersión que pueden reducirse a un mínimo, pero no se pueden eliminar del todo. En la zona a la que nos dirigimos son de aproximadamente seis a ocho años. Esto significa que dos envíos que se hacen en el mismo segundo y por exactamente la misma distancia, podrían llegar allí con seis u ocho años de diferencia de tiempo. Esto trae consigo algunos problemas logísticos, que, sin embargo, no son insuperables. Pero, una consecuencia de ello es que crearemos grupos llamados mixtos. Jamás irán técnicos solos, y siempre les acompañará un hombre armado con experiencia militar. Serán grupos de dos y cuatro, según el tamaño del equipamiento, totalmente motorizados y autosuficientes para poder operar por sí mismos durante años, si fuera necesario. Pues cada grupo podría ser el primero, y, aun cuando la probabilidad es muy baja, tener que esperar durante meses el siguiente.
    —Esto promete ser un juego de la gallina ciega muy interesante —murmuró Steve. Jerome asintió.
    —Ustedes aterrizarán aquí —dijo Walton. Señaló con el bastón un rectángulo estrecho y cubierto de verde que transcurría aproximadamente a treinta millas al norte del Cap de Fer paralelamente a la costa de Argelia y que se extendía aproximadamente cuarenta millas en dirección este-oeste.
    —Elegimos esta zona entre la planicie del norte de África y la hondonada de las Baleares porque allí se cumplen tres requisitos importantes: el terreno es relativamente regular, o sea que cae suavemente del sur al norte hacia el mar de las Baleares; se encuentra entre mil y quince mil metros por debajo del nivel del mar, o sea que es adecuado para un aterrizaje con aviones anfibios que se lanzan ahora sobre la superficie actual del mar; y se encuentra en aguas internacionales hoy día. Ustedes, cuando lleguen allí a la hora del objetivo, y con la condición de que no formen parte de los primeros grupos que aterricen en el lugar, encontrarán bases ya creadas. La próxima debería estar más o menos por aquí. —Señaló la pendiente en caída al sur del Golfo de Palma en la punta sudoeste de Cerdeña—. Probablemente ya les esperen en la zona de aterrizaje. Si no reciben ayuda y sus pedidos por radio permanecen sin responder, no entren en pánico. Piensen siempre en que podrían ser los primeros, ocúpense de sus tareas y encárguense de los preparativos para el aterrizaje del próximo grupo. Lo pueden hacer con la conciencia orgullosa de que serán los primeros en tomar posesión de una tierra virgen que jamás ha pisado un ser humano.
    —¡Qué conmovedor! —gritó alguien.
    —¡Escucha eso! —gruñó Steve.

    Jerome se rió.

    —No te enfades —dijo—. Ese tío hace su trabajo.
    —Gracias por todo, señoras y señores —concluyó Walton.

    El almirante Francis se levantó y se acercó al podio.

    —¿Saben qué es esto? —Levantó triunfante una mano llena de formas amarillentas que parecían fichas de casino sobredimensionados—. Esto es plástico —anunció, y puso ojos santurrones de niño-, y plástico de 5,3 millones de años. Exactamente el mismo material que utilizamos para los oleoductos que vamos a hundir en el pasado. En 1970 el Clomar Challernger los sacó del agua a dos mil metros de profundidad, cien millas al sur de Barcelona, y justamente en el lugar en el que ahora tiraremos el material. Vean, señoras y señores, ésta es la mejor prueba de que nuestro proyecto tendrá éxito.
    —Disculpe, señor, pero no me parece precisamente alentador —dijo Calahan—si las cosas se encuentran exactamente en el lugar en el que fueron tiradas hace cinco millones y medio de años. Si la Glomar Challenger hubiera perforado una cañería, donde no se tira material, entonces la cosa me parecería más comprensible.

    La sonrisa triunfante del almirante pareció congelarse en las comisuras de sus labios. Walton acudió en su ayuda rápidamente.

    —Por supuesto hundiremos mucho más material del que precisaremos, comandante, para tener suficiente material disponible en cualquier momento. Es absolutamente normal que en la zona del objetivo aún haya material tirado por ahí, precisamente porque no fue utilizado todo. O sea que no sé qué hay de extraño al respecto.

    La sonrisa triunfante de Francis había vuelto.

    —Tenemos aún más pruebas del buen resultado del proyecto, y eso hace bastante tiempo —anunció—. Es decir, tenemos todos los motivos para emprender el proyecto con confianza. Juntos iniciaremos algo que hará aparecer nuestro futuro en una luz prometedora. Que Dios nos...

    Steve ya no escuchaba lo que el almirante decía al micrófono. Cuando algunos minutos después abandonó la sala sin ventanas se asustó, no esperaba salir a la luz fuerte del sol. Por algún motivo inescrutable, había creído que sería noche oscura. Estaba como drogado y tenía dolor de cabeza; por eso renunció al almuerzo y se acostó un par de horas. Descansó con los miembros pesados como plomo debajo de las sábanas frescas y observó durante un rato el ventilador azul pálido protegido por una reja de cromo que viraba su cara con paciencia, como un robot, 90 grados en una y otra dirección. Después de un rato se había dormido.

    Unos golpes en la puerta le despertaron. Jerome estaba fuera con Harald y Moses detrás.

    —Estamos inaugurando nuestra tarea como «tempo-nautas» —dijo Harald Olsen guiñando los ojos. Sus cabellos rubios y escasos estaban mojados de la ducha, pegados a la cabeza, y el bigote parecía recién recortado. Parecía una foca joven y curiosa, y realmente había logrado quemarse al sol en los pocos minutos que había pasado expuesto al sol de Florida.
    —Lo que más tenemos que practicar es el... —dijo Jerome.

    Steve se dio una ducha fría, se vistió y salió con los otros. Tenía un hambre de oso y una sed aún mayor, pero sólo había cerveza en lata congelada que tenía un sabor espantoso. Más tarde pudieron convencer a Paul Loorey para que sacase el resto de sus reservas de whisky. Con eso quedó liberado, porque quería pasar la noche con la joven de la NASA. Se llamaba Jane Brookwood y trabajaba en la sección logística del «proyecto hondonada occidental». Sabía exactamente qué material iba a ser hundido y dónde, sólo que Loorey quería saber algo muy diferente, y a ella no parecían faltarle ganas.

    Harald, Jerome, Moses y Steve se retiraron al apartamento de Calahan y se emborracharon, y del todo. Ninguno de ellos supo después cómo había llegado a casa.


    8 - Desacoplados


    Después de diez días de clases teóricas en el Cabo y en Houston impartidas por diferentes especialistas, sobre todo geólogos, geofísicos, especialistas en petróleo y oleoductos, maestros e ingenieros, pero también biólogos, botánicos, paleontólogos y antropólogos, el grupo fue trasladado a Arizona para su capacitación. Allí se familiarizaron con nuevos equipos militares: con el «gato», un vehículo de orugas liviano que había sido desarrollado especialmente para moverse en el desierto y la sabana, pero también para poder superar ascensiones extremas y operar en terreno pantanoso; y con el fireflash, un lanzacohetes de la Marina de mediano peso con el que también se podían disparar granadas atómicas tácticas.

    Practicaron conducir en terreno empinado y poco transitable, aprendieron trucos con los cuales liberarse de agujeros pantanosos y superar dunas de arena, construyeron bases en terreno blando y excavaron pozos en zonas ultrasecas, fueron de caza con trampas tras pequeños animales, y se tragaron como pudieron lagartos fritos en pinchos.

    En general, la caza de lagartos tenía éxito. Los animales eran lentos, ya que en esta época del año solía soplar el viento helado del norte. Aunque el sol quemaba fuerte, el termómetro pocas veces excedía los quince grados. El año 1985 se acercaba a su fin, el invierno comenzó temprano. En las montañas ya había nevado.

    Steve volaba cada fin de semana que podía tomarse libre de Tucson a Albuquerque para visitar a Lucy. De alguna manera tenía mala conciencia por haberse inscrito en el proyecto y por eso la trataba con un cariño especial. Ella lo disfrutaba y sonreía.

    —No pienses tanto al respecto, Frankieboy —le dijo—. En el fondo de tu corazón eres un aventurero, y amo eso en ti. Yo soy más bien de tipo sedentario, mantengo en orden las cosas de O'Nooly desde hace casi veinte años, envío las facturas a sus clientes y cobro su dinero, y me da miedo pensar en el día en que esto se acabe. Por Dios, me pongo muy mal sólo de pensar en ello. En cinco años probablemente me haya convertido en una vieja aburrida, ¿quién sabe? Si tienes ganas, pasa por allí. Me alegraría, aunque fuera solamente para tomar una taza de té. Y escribe desde donde estés.

    Steve apretó los dientes. No se sentía bien dentro de su piel, pero no podía decirle que no sería posible. Se sentía bastante mal, como un amante a medias que se toma los vientos en secreto después de una furtiva noche de amor.

    A finales de marzo de 1986 fueron trasladados a un centro de ejercicios de tropas de las Fuerzas Aéreas al sur del lago de Utah. Allí se entrenaban unidades de aterrizaje aéreo bajo condiciones difíciles. Practicaban el desacoplado, primero a partir de dos mil metros de altura, después desde mil quinientos y finalmente desde mil. Primero sin equipo, para lograr percibir la característica de vuelo del planeador, más adelante con equipo completo y tripulación. El dragón, como se llamaba el planeador de doce metros de largo, era un objeto en forma de raya, de metal liviano y revestido de láminas de plástico en cuya parte trasera se encontraban un gato con sus remolques y una cantidad enorme de objetos de equipamiento y armas. Un viejo Sikorski S-64 «Skycrane» los llevó a tomar altura y los voló a la zona de aterrizaje.

    Después siempre lo mismo: las palabras atormentadas y torturantes de una voz en el receptor de cabeza, cantos alternos del siglo XX, difícilmente comprensibles bajo los golpes rítmicos de látigo de las superficies de carga del helicóptero de carga, la breve liturgia de una cuenta atrás, después de repente la falta de gravedad. Poco a poco, los remos señalaban resistencia, el ruido de los rotores se acalló, silencio; un gemir bajo se acrecienta, el aire frota la piel externa del planeador. Se abre la amplitud a la distancia, montañas oscuras y con cumbres blancas a lo lejos, debajo un recipiente resplandeciente, sostenido para recibirlos de forma segura. Sensación de vuelo. El canto de cuerdas de metal, tensiones, amarras con las que se mueven los remos; después nuevamente el ladrido ronco en el aparato de radio, la jauría de la tripulación de tierra se ha puesto tras su pista. Apretar a fondo los pedales para sacar fuera los patines de aterrizaje y colocarlos en el ángulo correcto; el recipiente se desvía hacia abajo, el cielo se desborda dentro; la nariz aún más alta con un tirar fuerte de la palanca de mando, un torrente de sol, contacto con el suelo, el rasgar agudo de los patines, después el apoyo oscilante, bombeante, como un leve graznido, de la gran rueda con radios de la parte delantera, claridad salpicada, pasaje de trozos de ramas y arbustos, el ruido tambaleante de los patines y de las ruedas de los patines, que muere lentamente.

    Abrir los cinturones. Esperar. Diálogos cortados por chillidos de los cambios, fragmentos de cifras. Silencio profundo. Son echados impacientemente del aparato aterrizado como moscas molestas, trepan saliendo del pulpito con las piernas rígidas y se dirigen a un todoterreno que espera a la luz del mediodía. Olor a aceite caliente y goma quemada. Viento frío de primavera que tira de arbustos pobres, aún quemados del último verano. El chirrido de metal recalentado que se enfría y descansa.

    Jerome Bannister y Steve Stanley debían formar juntos un grupo de dos. Su equipaje constaba de un gato con el tanque lleno y un remolque, quince bidones de combustible, un aparato de radio, una tienda de campaña para dos con sacos de dormir, farmacia de campo y WC de camping, bolso para la ropa, recipiente de agua, dos trajes livianos más para batalla, manutención para noventa días y concentrados secos ricos en vitaminas; además llevaban armas: una ametralladora pesada, dos pistolas automáticas, dos fusiles de fuego rápido que podían modificarse para caza y en total aproximadamente 10.000 balas de munición. Las reservas debían completarse en caso necesario en los depósitos que hacía meses se habían desacoplado por parte de la sexta flota estadounidense a lo largo de la costa norteafricana, de la costa occidental de Cerdeña y Córcega y al norte de las Baleares. Los contenedores de equipamiento fueron catapultados al pasado y bajaron en paracaídas en las zonas del borde de la hondonada occidental.

    Harald Olsen, Moses Calahan y Paul Loorey debían formar una de las unidades de base móviles y técnicas que estaban equipadas cada una con un todoterreno y su remolque. Como cuarto hombre se les sumó el capitán Salomón Singer, un psicólogo y antropólogo de la Universidad de Harvard que en sus años jóvenes había estado en Vietnam y era una de las pocas personas del proyecto que tenían experiencia en el frente de batalla. Rondaba los cuarenta, tenía pelo rizado casi rubio, que no pegaba bien con su tez oscura, y el rostro levantino, carnoso, siempre fruncido por la preocupación. Era de estatura mediana y bastante delgado, pero solía consumir grandes cantidades de comida y bebida, sobre todo cuando estaba invitado en alguna parte. Las malas lenguas decían que en esas ocasiones podía comer y beber como un camello, a modo de reserva, por motivos de ahorro, y que así después durante semanas no necesitaba nada.

    Salomón Singer tenía una tarea adicional de tipo militar muy extraña, y Steve no podía creer lo que oía cuando oyó hablar de ello por primera vez: el veterano de Vietnam y especialista demostrado para la investigación de la vida espiritual de los contemporáneos y de sus lejanos antepasados debía ponerse en contacto con los hombres mono de esa época de la especie de los Australopithecus, poner a prueba su inteligencia y controlar su aplicabilidad militar para capacitarles eventualmente como una especie de tropa de protección.

    Jerome y Moses lloraban de la risa cuando se enteraron. Se imaginaban un grupo de hombres mono armados con unos palos y con uniformes de la Marina que se pegaban sobre el pecho, tanto que las condecoraciones tintineaban.

    Harald Olsen se sostenía la barriga de la risa, y las lágrimas le corrían por las mejillas.

    —Tienen cada ocurrencia —gimió—. ¡Eso no puede ser verdad!

    Salomón miró afligido a uno y otro y dijo finalmente, en tono de reproche:

    —Tan descabellada no es la idea.

    En consecuencia todos rompieron en risas aún más fuertes, y Jerome exclamó:

    —En la Marina no van a tener más remedio que cambiar las normas sobre el afeitado.


    * * *

    A mediados de junio de 1986 habían terminado con los preparativos. Disfrazados de turistas, una sección de vanguardia de ochenta hombres fueron enviados en un vuelo a Madrid. Llegaron a últimas horas de la tarde, y llovía a cántaros. Dos funcionarios de la Guardia Civil, armados con automáticas y con esas cajitas chatas y de charol negro tan raras que se parecían más a implementos de cocina que a sombreros sobre la cabeza, controlaron sus pasaportes. Uno insistió en que Moses abriera su maleta de aluminio.

    —Miren a este nariz de oveja católica —gruñó Calahan. El funcionario revisó la maleta a fondo, observó al comandante con ojos oscuros y atentos que parecían un poco simples, pero siguió siendo correcto. Posiblemente no había entendido el comentario.

    Fueron conducidos por la ciudad al Hotel Escorial. Llovía sin parar. Steve siempre se había imaginado Madrid como una gran ciudad polvorienta, con un cielo plateado encima y hundido en una claridad sombría que ahogaba todos los colores, los envolvía en un velo de gris, tal como se encuentra sobre las imágenes de El Greco; pero la honorable metrópoli española se mostraba al brillo fresco de los colores, y las luces se reflejaban en el asfalto mojado.

    Al día siguiente Steve fue al Museo del Prado. Salomón Singer fue con él.

    La impresión que la famosa galería provocó en Steve fue paralizante. A él le gustaba el arte y amaba la pintura, sin embargo, la sombría galería de potentados católicos le impresionó; cretinos, todos muy vestidos, con hidrocefalia, sosteniendo el cetro como una matraca infantil, la tortura apenas escondida de sus deformidades físicas y espirituales; muchas veces la locura escondida con esfuerzo, envuelta en púrpura real. Tras grupos de rostros desconcertados, bien alimentados más allá de balaustradas de piedra, por encima de entradas a puertos abandonadas de prisa, signos de tormenta, horizontes oscurecidos, nubes amenazantes; infantas con túnicas valiosas y amplias, tan anchas como máquinas de barrido de calles. Entre ellas, un Arquímedes, sonriendo en su simpleza silenciosa, un deplorable Eureka alrededor de su boca sin dientes, rodeada de una barba oscura, dando lugar a pensamientos enfermizos. Y siempre repetidos los cuerpos horriblemente mutilados de los santos, cabezas cortadas servidas sobre bandejas de plata y cuellos almidonados y plisados; el Salvador crucificado cientos de veces, la carne maltratada y despedazada, el martirio.

    El éxtasis incomprensible de algunas representaciones le dio escalofríos. La fe extática le asqueaba; y con la palabra «fervor» se imaginaba ropa interior pocas veces cambiada de mujeres creyentes, envejecidas en castidad. Todo esto tenía para él algo profundamente inquietante, algo animal carente de gracia, como es el caso de algunos necrófagos. Y de hecho, ante alguna pintura muy antigua creía percibir el olor a muerte y descomposición. Agradecido, permaneció delante de cada Rubens y estaba encantado con la desnudez plena de sus representaciones vivaces de una sensualidad divertida. Al diablo con el carácter transitorio de la carne mientras se pudiera hacer uso de ambas manos y sentir la plenitud de la vida, se dijo Steve. Al diablo con todo este mundo occidental cristiano que se pudría hacia su destino misterioso como un Lázaro al que no se le aparecía ningún Salvador. Probablemente eran necesarias un par de correcciones bien diferentes en la historia de la humanidad para hacer de la Tierra un mundo habitable, para otorgar a este planeta aquella alegría brillante que prometía su vista desde el Universo: ser oasis, un solaz en los espacios del infinito universo.

    —Muchas veces me pregunto —dijo Salomón con el ceño muy fruncido y la nariz carnosa arrugada—a qué opinión llegarían visitantes extraterrestres si se les presentaran estas horribles imágenes de la crucifixión de Cristo, de Juan decapitado, de las terribles torturas de los santos cristianos.
    —Probablemente a la correcta —dijo Steve sarcásticamente, y levantó el cuello de su saco, como si quisiera protegerse detrás de él.
    —¿Nos considerarían caníbales?
    —¿No lo somos? —preguntó Steve—. De alguna manera seguimos siendo caníbales. Sólo que refinamos decididamente nuestras costumbres al comer, como es habitual en los pueblos civilizados.

    Después de una pausa, con la frente atravesada por profundas arrugas de preocupación, Salomón dijo:

    —También ellos, vinieran de donde vinieran, cargarían con sus dioses y demonios que les habrían perseguido a través de los milenios y hasta en sus sueños. Tal vez también ellos esperaran la salvación, conocerían demasiado bien todo esto y lo entenderían.

    Steve alzó los hombros y se dirigió a la salida. Cuando salieron a la calle por el portón, el sol salió de entre las nubes y los colores eran mucho más brillantes que antes. Steve tenía la sensación de que tras él se cerraba para siempre un altar móvil oscuro, confuso, con imágenes muy crueles. De repente tenía ganas de tomas un café fuerte y muy caliente, e invitó a Salomón a ir a una terraza.

    Encontraron un café que daba a la calle, abierto a pesar del tiempo frío, y tomaron asiento. Aún goteaba de los toldos coloridos, y sobre la superficie de las mesas de chapa pintadas de blanco había charcos de agua. La calle delante del local estaba recubierta de corchos, plenitud profusa, horneados en el asfalto en días cálidos de verano, pero más recuerdo que promesa. Mujeres reían, y el aire nocturno estaba lleno de frescor picante.

    Más tarde esa noche escribió una carta larga a Lucy en la que le confesaba que durante los cinco años de su ausencia no iba a recibir noticias suyas. Y le decía que la amaba por encima de todo.

    Dos días después los dividieron en dos grupos, y al finalizar la tarde dos grandes y nuevos autobuses turísticos los pasaron a buscar. «Málaga» decía en grandes letras sobre el parabrisas, incluso había un guía turístico que hacía algunos chistes en inglés duro, pero como nadie le hacía caso, pronto perdió toda su vivacidad. Después de alguna parada corta había desaparecido. La mayoría de los viajeros dormían. Los cristales oscuros falseaban el blando cielo de la tarde, haciendo de él un frente de tormenta amenazante. Entre La Roda y Albacete se hizo de noche, la zona más montañosa, Altos de Chinchilla, Sierra del Carrascal, después parada en Almansa, una cena completa; el estilo del hotel moderno y totalmente vacío intentaba evocar sin suerte el pasado moro; dos horas más tarde, Alicante, olor a mar. Los carteles a Málaga señalaban el sur. El autobús tomó la carretera al norte, de repente, en el cartel del autobús ponía «Barcelona». En un cartel al borde de la calle, iluminado brevemente por los faros, ponía «San Juan de Alicante», después «Campello», finalmente «Villajoyosa».

    El autobús se detuvo en un puerto minúsculo. Descendieron. Sólo había unas pocas luces encendidas. Los autobuses desaparecieron a través de calles estrechas, resonaron nuevamente subiendo las montañas, dejaron silencio detrás.

    El agua negra, recubierta de basura, pegaba con poco sonido contra el muelle. El viento que soplaba desde tierra, bajando de las montañas invisibles, llenas de alcornoques nudosos, era caliente, olía a roca muy soleada y salvia en flor. Barría trozos de papel y hojas caídas demasiado temprano hacia el puerto oscuro. Aunque era principio del verano, la atmósfera tenía algo de otoñal, algo definitivo, irrecuperable. Steve inspiró profundamente, sin embargo, no sintió alivio. También los demás callaban, como si sintieran el mismo hechizo.

    Desde un local turístico más atrás, en la playa, llegaban trozos de melodías de éxitos musicales. Un burro gritaba gimiendo desde lo más profundo de su pecho. Un gallo gritaba fuera de hora; todavía faltaba bastante para ser de día, la noche era como un trapo oscuro y caliente.

    En algún momento de los próximos días desaparecerían de este mundo sin dejar rastro y se hundirían en este enorme espacio oscuro, lleno de miles de millones de toneladas de agua y más millones de toneladas de vida, y penetrarían a través de ella en otra dimensión, en un desierto de sal clara por el sol sobre el fondo del mar, cinco millones y medio de años en el pasado.

    Steve intentó superar su angustia. Sobre las poderosas y desgastadas baldosas de piedra del muelle yacía una paloma muerta. Reprimió el impulso de empujarla al agua cubierta de basura. A alguna distancia había dos barcazas amarradas, y de alguna parte salieron repentinamente un par de marineros de la Marina y les ayudaron a subir a los botes. Minutos después se hicieron a la mar y dejaron atrás las luces del puerto, rastros finos de luz sobre las olas.

    Fuera del muelle del puerto, el mar estaba embravecido y la barcaza comenzó a oscilar. De vez en cuando a los hombres el agua les salpicaba el rostro, y el ruido de los motores cambiaba continuamente, dependiendo de cuan profundamente se hundía la hélice en el agua.

    Estaban sentados muy apretados sobre los bancos revestidos de plástico blanco. Nadie hablaba, sólo se oía la voz proveniente de la radio que un marinero sentado en la popa llevaba colgada del cuello, y su propia voz cuando alzaba el aparato y respondía.

    Después de quince minutos aproximadamente, vieron luces delante. Era la Fellow, que estaba anclada y protegida por la isla de Benidorm. Al amanecer se acercaron dos helicópteros de gran espacio. Mientras el primero se amarraba a cubierta tras descender con faros de búsqueda muy brillantes, el otro volaba en círculos encima del barco y con el fack-fack de las palas fustigantes de los rotores formaba arrugas en las ondas grises.

    Steve y Jerome, junto a dieciocho miembros más del grupo de operaciones, subieron a bordo del primer helicóptero, que emprendió vuelo de inmediato, mientras que el segundo bajaba. Después de dos horas de vuelo aproximadamente, aterrizaron sobre la cubierta del Thomas Alva Edison, que navegaba setenta millas marinas al sur de Mallorca.

    Steve estaba cansado y se sintió muy agradecido de que les indicaran de inmediato los camarotes. Sin embargo, tardó mucho en dormirse porque había tomado demasiado café para mantenerse despierto. Cuando por fin se durmió, soñó con una hilera de altares en los cuales las imágenes habían sido pintadas con pintura negra y ahora parecían pizarras recién limpiadas. Alguien a su espaldas decía impaciente que empezara de una vez. Steve miraba confuso el trozo de tiza en su mano y no tenía ni idea de con qué debía empezar, aunque reflexionaba febrilmente. Tampoco sabía quién se encontraba detrás de él, pero no se decidía a darse la vuelta por miedo a que pudiera ser el hombre de la máscara de cuero. Sentía miradas en el cuello, y su desesperación aumentó. Pero sus pensamientos daban vueltas en círculo sin sentido. De repente, detrás de él se oyeron risas variadas, como si se hubiera reunido un grupo de escolares, pero no eran risas claras de niños, sino risas descaradas de adultos. Steve intentó en vano reprimir las lágrimas, y sintió, avergonzado, que le corrían por las mejillas. Entonces reunió todas sus fuerzas y se giró de golpe. Creyó haber visto de pasada unos rostros de viejos sin dientes sonriendo, pero en ese momento se despertó.

    Steve sintió cómo la angustia y la profunda tristeza que le habían llenado le abandonaban y eran reemplazadas por un gran alivio. Se había despedido. Y poco después se había dormido profundamente, sin más sueños.

    El Edison era uno de los portajaulas camuflado como barco de suministros más moderno. Steve y Jerome, la unidad técnica básica bajo el mando de Calahan y cinco grupos más de dos y cuatro debían ser hundidos al pasado desde este barco.

    Como el reactor tardaba aproximadamente cincuenta horas en armar el campo artificial de gravitación de la jaula y los técnicos precisaban aproximadamente veinticuatro horas para bajar la jaula vacía, hacer el mantenimiento del generador y volver a cargar la jaula, sólo se podía bajar la jaula cada cuatro días. Esto sucedía siempre en las primeras horas de la mañana, cuando había suficiente claridad, de manera que el rayo de luz producido al soltarse la burbuja de gravitación se iluminara por el brillo del sol y no pudiera detectarse por satélite, pero también a tiempo para que la niebla de la mañana ocultara el vapor que pudiera aparecer.

    Para armar el campo Kafu, la jaula con su carga útil se bajaba con unos cables aproximadamente veinte metros por una esclusa en el casco del barco. Allí colgaba durante dos días y dos noches, hasta que se obtenía la potencia de campo necesaria y el ordenador del cronotrón producía el GO en la milésima de segundo exacta. Entonces se volvía a subir la jaula, se hacía el mantenimiento y se volvía a cargar. Durante todo el procedimiento había alerta máxima. El Edison estaba flanqueado continuamente por dos destructores que llevaban medios para asegurar submarinos, y por lo general había más unidades cerca en calidad de escolta.

    Steve y Jerome iban a bajar como tercer grupo; el grupo de Calahan, Olsen, Loorey y Singer debía seguir como cuarto. Esto significaba que tenían más de una semana de tiempo. Steve la pasó leyendo y jugando a las cartas. Podían beber alcohol (muy en contra de las costumbres por lo general tan severas en las instalaciones de la Marina) a voluntad, como si tuvieran delante una operación de aterrizaje difícil y rica en pérdidas.

    Steve pensó en Norman Mailer y en todo lo que había leído sobre la guerra en el Pacífico, cuando repentinamente se le ocurrió que había olvidado preparar material de lectura para los cinco años en el pasado. Aprovechó especialmente los días que le quedaban para revisar todo el barco en busca de libros. Pidió, tomó prestado y robó lo que pudo y de alguna forma le parecía útil. Al hacerlo descubrió que en un barco como éste nadaba junto a él una colección de literatura de lo más increíble. Su biblioteca, la que pudo reunir a muy corto plazo, naturalmente contenía fascículos de Cassius Low, Barry Rauhsack y Billy Hammock, pero también cosas exigentes, el viejo Bellow estaba representado, un par de Hemingways e indestructibles Henry Millers, e incluso algo del legendario Silverberg, de Hesse, Dostojewskij, Tolstoi, Flaubert, una selección de las obras de Mark Twain, el primer tomo de En busca del tiempo perdido de Proust, Los miserables de Víctor Hugo y un tomo con una selección de dramas de Strindberg con el título «Un sueño». Steve metió cuanto pudo en la profundidad del saco de marinero (tan largo como un hombre) que había sido permitido a los participantes de la expedición para sus cosas personales.

    En sus incursiones por el barco, Steve pudo determinar que el Edison albergaba menos personal militar que científico y técnico. Allí donde fuese se encontraba con batas blancas y monos color azul claro, pocas veces uniformes. Las conversaciones con esas personas eran poco productivas; entre ellos discutían en su jerga técnica: se hablaba de «equivalentes de potencia de campo», de «pulsaciones de gravitación en el ámbito de los gigavatios» y de «anchos de dispersión cronotrónicos en el sector de tiempo objetivo», de «emisiones temporales» y de «relación masa-recorridos de tiempo». Para ellos, los miembros del grupo de operaciones parecían representar conejillos de indias, se interesaban sobre todo por su peso corporal y por el peso del equipaje de sus candidatos. Consideraban a los temponautas como «carga útil» para sus jaulas, cuya masa debía ser determinada exactamente hasta las milésimas de gramos para poder ubicarla en lo posible exactamente en el «sector de tiempo» y mantener los «anchos de difusión cronométrica» tan bajos como fuera posible.

    Steve notó también que el Edison y sus barcos escolta navegaban continuamente en círculo. Mientras cargaban la jaula, tomaron rumbo este y siguieron casi exactamente el grado 38 de latitud hasta llegar 8°30' de longitud este, después tomaron rumbo al Sur y hacia la costa africana, dejaron las islas de La Galite a su izquierda y prosiguieron rumbo oeste. Después navegaron a aproximadamente treinta millas marinas de distancia de tierra firme paralelamente a la costa de Argelia. En este trayecto la potencia de campo de la jaula había alcanzado la altura requerida, y su contenido fue desacoplado. Esto sucedía por lo general a la altura del cabo Rosa, a veces también más al oeste, en dirección al cabo Bougaroun. Una mirada al mapa mostró a Steve que al norte de El Kala, Annaba, Chetaibi y Skikda, el fondo del mar descendía bastante plano a 1200 metros de profundidad presentaba pocas irregularidades. Inmediatamente después del desacople, los barcos se dirigieron al noroeste, dieron la vuelta aproximadamente después del tercer grado de longitud, que corresponde a la altura de Argelia, y el procedimiento empezó de nuevo.

    En la noche en la que el segundo grupo debía ser bajado, Steve despertó asustado. Creía haber oído un grito horrible en la profundidad del barco. Contuvo el aliento y escuchó en la oscuridad. Algunos momentos después oyó un ruido, como si golpearan con una llave inglesa pesada contra planchas de acero. Por un momento le vino a la cabeza la idea espantosa de que al construir el barco podría haber quedado encerrado por error en el laberinto de apuntalamientos y cuadernas un trabajador del astillero, y que ahora intentaría hacerse notar durante la noche por medio de señas de golpes. Naturalmente eso no tenía mucho sentido; el hombre ya haría mucho que estaría muerto (a no ser que viviera de ratas y lamiera el agua condensada de las planchas de acero). Pero Steve creyó oír que todos los barcos habían sido gasificados en el astillero para controlar la plaga de ratas. O sea que era impensable que durmiera pared contra pared con la momia de una rata. Encendió la luz y se levantó. Jerome, que compartía con él la cabina, dormía profundamente en su compartimiento. Steve se vistió y subió.

    Sobre cubierta soplaba un viento frío. El día amanecía, y el cielo al este parecía una laguna verde clara en la que flotaban oscuras un par de balsas de nubes delgadas. El Edison navegaba con toda su fuerza con rumbo oeste, y en popa el agua parecía hervir. Subía vapor que cubría el mar como un banco de niebla bajo. Steve se dirigió a la borda y miró hacia abajo.

    En ese momento creyó volver a oír el grito de horror que le había despertado. Durante un rato, un rayo de color rojo oscuro tembló por debajo del casco de la popa del barco y tiñó el agua, como si un cruel arponero hubiera encendido una carga de pólvora en el corazón de una ballena y ésta explotara en un torrente de sangre.

    Acababan de desacoplar, de popa salía vapor en abundancia y cubría el sol saliente. Steve se apresuró debajo de la borda y bajó al cronotrón para mirar cómo los técnicos recibían la jaula vacía.

    La subida de la jaula pareció durar una eternidad. Steve estaba en la galería enfrente de la gran central de mando acristalada que colgaba oscilante por encima del portón interno y transparente de las esclusas, y en la que el equipo de control del cronotrón estaba sentado a sus aparatos. Por los gestos y movimientos de la boca se veía que los técnicos transmitían instrucciones, sin embargo, no se podía escuchar ni una palabra, ya que la central de mando estaba aislada por completo contra sonidos.

    El viento gemía. Cables de acero chorreantes y brillantes de grasa se envolvían en tambores. Un árbol de cables, grueso como un hombre, revestido de material impermeable, desaparecía en el techo como una serpiente de otro mundo con manchas de color gris oscuro. Por fin apareció una sombra larga y oscura por debajo de la esclusa. El gemido de los motores de cabria sonaba como el canto de una ballena jorobada, y por fin el poderoso animal se levantó solo de las aguas oscuras, brillantes a la luz de los faros, y pareció doblar la espalda negra como el terciopelo, como si quisiera volver a tratar de dar un salto a las profundidades. Con un clic metálico ronco, el capullo de aproximadamente treinta metros de largo de la jaula de transporte encastró en su anclaje. Sonó una sirena. Se extrajo agua de la cámara de esclusas, después se abrieron los portales internos. Olía fuerte a sal y algas quemadas. Debajo de ellas estaba la superficie negro mate con estructura alveolar del aparato, un elipsoide delgado con un enorme bulto que sobresalía por detrás, donde desembocaba el árbol de cables. Allí se encontraba el grupo electrógeno del cronotrón, el generador de fuerza de gravedad.

    Se abrieron las válvulas y el aire entraba con fuerza a la celda evacuada de la jaula. Tuvo que esperar más de media hora hasta que los técnicos soltaron los tornillos; después subieron la tapa con una grúa y la giraron a un lado.

    Steve miró fijamente al espacio interior totalmente vacío. Hacía poco menos de una hora había cuatro hombres y un montón de material allí dentro. La noche siguiente, Jerome y él bajarían al cuerpo de la ballena y esperarían a que los técnicos cerraran la tapa, a que la jaula fuera retirada de las esclusas y bajada a veinte metros de profundidad. Y después tendrían que seguir esperando otras cincuenta horas mientras el generador, alimentado por el poderoso reactor del barco, cargaba el campo del cronotrón, hasta que llegara el momento decisivo y ellos enviaran a la ballena a la profundidad del tiempo para que les escupiera en una zona lejana.

    La grúa bajó un nuevo suelo de rejas que fue incorporado a la jaula que se encontraba dentro del campo, dentro de la burbuja de gravitación, una piel fina de energía que se conformaba en la parte interna de la jaula. Eso significaba que también soportes, suelos y aire eran trasladados por la anomalía gravitacional hacia el pasado cuando se lograba la potencia crítica de campo.

    Steve fue a desayunar, y encontró a Jerome sentado disfrutando de una doble porción de huevos fritos con panceta.

    —El último desayuno como la gente normal de los próximos cinco años —aseguró, masticando con placer—. Te hago una apuesta. —Sirvió a Steve una taza de café humeante—. Sería mejor que nos dieran gallinas y cerdos en lugar de estos concentrados de furcio de astronauta.

    Steve ordenó huevos revueltos con jamón y pinchaba sin ganas la comida. Tenía hambre, pero no apetito.

    Cuando terminaron, Jerome bajó para mirar cómo cargaban la jaula. Steve estuvo durante un tiempo dando vueltas por el barco. El sol brillaba con fuerza, y el Edison se movía con viento oeste fuerte en dirección noroeste, de tiempo en tiempo tomaba un poco de espuma y lo lanzaba a sotavento. Muy lejos, al sur, podía reconocerse, aunque no claramente, la costa africana. Al este se podían ver tres barcos más de la Marina con el mismo rumbo que el portajaulas.

    Prometía ser un hermoso día. Steve se buscó un libro, colocó una silla de cubierta en un lugar protegido por el viento e intentó leer, pero no podía concentrarse. Las gaviotas volaban por encima de él y dirigían la vista hacia abajo con una mirada sin vida. Él devolvió la mirada e intentó echarlas con la fuerza de su voluntad, sin embargo, sus pequeños cerebros perezosos no reaccionaban a sus impulsos de pensamiento y recibían sus intenciones a su manera. Maldiciendo, se limpió la caca asquerosa de pájaro de la manga de su cazadora.

    Al finalizar la tarde, Steve y Jerome acudieron a una revisión médica (un ritual superfluo, pero en cierto modo tranquilizador). Después, de pronto se dijo que la subida iba a retrasarse veinticuatro horas. El submarino atómico El este es rojo, que hacía varios días se había detenido en el puerto de Valletta de visita amistosa, había partido con destino desconocido. La prisa que dominaba el puente del Edison se difundió a todo el barco. Palabras en código por radio pasaban entre los portadores de la jaula y el barco con bandera, el crucero con cohetes USS Albany, y entre el almirantazgo y el equipo de operaciones en la base principal de Rota en la bahía de Cádiz. A eso de las 18:00 horas parecía que el submarino chino había sido descubierto de camino a Trípoli. Pero pasó una hora más hasta que se confirmó el anuncio y el Edison recibió el GO transitorio.

    Steve y Jerome, que durante todo ese tiempo estaban sentados en la enfermería en ropa interior y esperaban una resolución, se pusieron su ropa de viaje: un traje liviano especialmente elaborado con varios bolsillos, botas, capa de cuero y casco de acero, cinturón para armas con sostén para pistola, y paracaídas, por si al desacoplar sucedía algún imprevisto. A continuación recibieron las últimas instrucciones.

    —Dentro de sesenta horas estaremos por encima de la zona roja, el lugar de aterrizaje previsto. —Dijo el primer oficial del Edison, quien dirigía las operaciones del cronotrón, un hombre de casi cincuenta años, bajo, grueso y de espaldas anchas. Unos escasos cabellos grises bordeaban su calva bronceada. Tiraba continuamente de sus orejas grandes y salientes y masticaba su chicle con decisión furibunda, sin embargo, no lograba encubrir su nerviosismo. Los músculos de sus mejillas temblaban traicionándole. Con gestos remarcadamente distendidos señalaba las distancias y la posición del barco:—De momento nos encontramos 38°6' de latitud norte y 4°15' de longitud este. Zona de aterrizaje: entre 37°15' y 37°30' de latitud norte y entre 6°30' y 8°15' de latitud este, zona roja.

    Se interrumpió y se peleó a grito pelado por el intercomunicador con los técnicos de la jaula, que parecían ignorar sus órdenes porque consideraban una impertinencia su autorización a dar órdenes en asuntos técnicos.

    —La zona de aterrizaje se encuentra aproximadamente a tres millas de ustedes, según la fuerza y dirección del viento, y según la rapidez con la que bajen. El suelo es plano, desciende lentamente de sur a norte. Los suelos salinos prácticamente no permiten vegetación más alta, sin embargo, si de vez en cuando aparece algún árbol, ya hace tiempo que habrá sido derribado, a no ser que de hecho sean ustedes el grupo de aterrizaje que llegue primero. Probablemente encuentren un terreno aplanado en el que pueden aterrizar sin problemas también a oscuras.
    —¿Y le ha gustado el sitio? —preguntó Jerome.
    —¿Cómo? —preguntó el primer oficial irritado.
    —Bueno, habla como si ya hubiera estado allí —opinó Jerome alzando los hombros.
    —Existen descripciones indirectamente investigadas de los hechos que son de una probabilidad que limita en la seguridad, comandante —dijo venenoso el hombre de la Marina.
    —Tranquilícese. —Hizo señas negativas Jerome—. No lo decía en serio.
    —Lo mejor es que primero permanezcan en la zona roja, hasta que entren en contacto con la base, especialmente si aterrizan a oscuras. Las posibilidades son del 50 por ciento.
    —Lógico —suspiró Steve.
    —Después intenten establecer contacto con la base. Ésta se encontrará más o menos aquí. —Señaló la punta sur de Cerdeña y miró el reloj—. El tiempo apremia. En aproximadamente cuarenta y cinco minutos deberían estar en la jaula. Ordenen todavía un buen menú. Se les llevará antes de que cierren la jaula. Les deseo mucha suerte. —A continuación se dio mucha prisa en desaparecer en dirección al puente.

    Con una plataforma móvil fueron bajados a la jaula. El planeador cargado, el mecanismo de patas altas asegurado con bloques, estaba sobre la rejilla del suelo móvil, que caería hacia abajo al desacoplar.

    Poco antes de que colocaran la tapa a la jaula y ésta fuera cerrada herméticamente, les sirvieron la última comida. Steve sólo había pedido un montón de sandwiches y dos termos llenos de té, para estar equipado para los siguientes dos días y noches; Jerome tragó una porción doble de boeuf stroganoff y también recibió sus sandwiches y té. Su petición de una botella de ron y un paquete de seis cervezas fueron ignorados, al igual que sus protestas. Tuvo que conformarse con una lata de cerveza. Jerome se la tomó de mal humor y se puso cómodo en el asiento posterior del gato. Apenas habían colocado la tapa ya estaba dormido.

    Un talento admirable, se dijo Steve, que estaba acostado en la estrecha cabina del planeador, con el respaldo trasero tan inclinado hacia atrás como le era posible. Pero así había sido siempre. Si en el Cabo una partida había sido postergada por mal tiempo, Jerome dormía tranquilamente en su camastro hasta que había clareado nuevamente. A él nada parecía sacarle de quicio, mientras que Steve después de media hora ya tenía que luchar con ataques de claustrofobia. Sabía que las siguientes cincuenta horas serían las peores de su vida, y que cuando el momento decisivo llegara, estaría muerto de cansancio y sueño.

    Durante este tiempo estaban en contacto por radio con la gente de la tripulación de servicio, pero con la creciente energía del campo Kafu el contacto se volvía cada vez más débil, y aproximadamente cinco horas antes del desacople se interrumpiría por completo. Después estarían aislados, encerrados en un muro de tiempo que habían montado capa por capa a su alrededor, y no podrían decir con seguridad si tras este muro aún existía el presente, o si ya estaban cayendo por el vacío.

    No, no, se decía Steve, mientras la pared de la jaula aún pueda verse, estamos en el presente, colgamos aún seguros debajo de la quilla del Edison como la cría de un mono bajo la barriga de la madre, y sin embargo, encendió uno de los faros buscadores del deslizador, para asegurarse. Lo volvió a apagar y escuchó los ruidos provocados por la salida de las esclusas y el sonido cuando la jaula fue soltada. Poco después lo volvió a encender, y le dio vueltas porque creyó escuchar el sonido de agua. Trepó hacia fuera y observó atentamente la pared interna alveolar de la jaula. No se podía encontrar ni una gota de agua.

    Por un momento sintió claustrofobia. Rápidamente trepó de vuelta a la cabina, se colocó rápido la máscara sobre la cara y abrió la entrada de oxígeno. Inspiró algunas veces profundamente hasta que la sensación asfixiante pasó, después se reclinó.

    La voz del primer oficial le despertó. Miró el reloj. Sólo habían transcurrido seis horas. Aún faltaban cuarenta y cinco horas hasta el desprendimiento. Jerome estaba sentado silbando contento sobre el baño de campaña, que había descargado y armado sobre la reja al lado del morro del planeador.

    El primer oficial quería saber si todo estaba en orden.

    —Nos va fantástico —aseguró Steve mientras tapaba el auricular del aparato de radio porque Jerome le acababa de gritar que a la Marina le costaría un montón de dinero enviartambién al mioceno el montoncito que estaba haciendo a través de cinco millones y medio de... años.
    —Tendrán que pesarlo con oro —chilló.
    —¿Quieren que les pongamos un poco de música? —preguntó el primer oficial.
    —Nada en contra.

    Dos minutos después pudieron recibir el programa nocturno de radio Argelia a través del auricular.

    Jerome insistió en jugar un par de rondas de ajedrez, después de ponerse cómodos en el gato. Steve perdía cada juego porque no podía concentrarse. Jerome comía casi sin pausa. Su manera de manejar la situación, se decía Steve.

    Escucharon el programa matinal de la radio italiana, después el programa de la tarde de emisora Palermo. Finalmente estaban lo suficientemente al este para recibir a través del portaaviones impulsado por energía nuclear Richard G. Colbert y del viejo Chester W. Nimitz el programa emitido por AFN para el sur de Europa, sin embargo, la recepción empeoraba de hora en hora.

    También la voz del primer oficial, que se hacía oír a intervalos regulares, se volvió más débil poco a poco y quedó envuelta en un chasquido fino como el de un fantasma acústico.

    El día siguiente pasó con una lentitud torturante. A su alrededor crecía el puño poderoso de energía que les lanzaría más de cinco mil millones de años al pasado lejano.

    Jerome estaba sentado en el asiento del conductor y examinaba atentamente un mapa de la zona oeste del Mediterráneo que había extendido sobre el cuadro de mando. Quería grabar en su mente puntos destacados del paisaje. Steve estaba en el asiento trasero y volvía a leer a Proust después de mucho tiempo. Arriba probablemente ya estaría oscuro, delante de su ojo interior se abrió el paisaje inundado por el sol de Combray: el cielo como paralizado de Normandía; el silencio rodeado de insectos; aguas durmientes en jardines repletos de vegetación y atravesados por un silencioso deterioro; las pendientes inundadas de flores de amapola a ambos lados del camino; las rosas en su simpleza campesina, y el esplendor luminoso de los arbustos del espino, con un velo rosa pálido, de efecto casi ingrávido... Por un momento, Steve se hundió en su interior y cerró los ojos. Tenía todo exactamente delante de él: los arbustos, que formaban una secuencia interminable de capillas y ofrecían su decoración de capullos como en altares; la corteza rojiza de las ramas, rasgada por la antigüedad; el gris claro liso de ramas con pinchos; las jóvenes hojas peludas en su verde fresco, y la plenitud explosiva de las estrellas de las flores en blanco tierno, de las cuales sobresalían los estambres rojos como protuberancias. Sin embargo, algo no estaba del todo bien. En su memoria no lograba recordar el perfume. La sensación quedaba tapada por algo que era imposible de asir.

    La voz chirriante de un técnico, que parecía venir del otro lado del mundo, le sacó de sus pensamientos y anunció triunfante que su masa había sido determinada exactamente. Que ascendía en cien milésimas de exactitud a 5,38972833244 toneladas.

    Jerome señalaba hacia abajo, donde estaba el baño de campaña.

    —Valen oro, nuestros chicos de la NASA. —Cogió un sandwich y lo mordió—. Nada se pierde. Sistema cerrado.

    Radio Palermo emitía el programa nocturno, pero Sicilia parecía más alejada que Plutón. El chillido se volvió inidentificable otra vez, bajó a un puré de ruidos, y finalmente se convirtió en tortura. El susurro, producido por la creciente energía del campo de gravitación artificial se volvió más duro. Sonaba como si toneladas de pequeñísimas bolas de acero llovieran sobre una superficie de hormigón.

    Jerome se acostó sobre el asiento trasero del gato, y Steve trepó nuevamente a la cabina, donde permaneció dormitando. Algunas veces se despertaba bruscamente cuando oía un ruido como si apretaran y rasgaran una gran extensión de chapa de acero. La tensión entre el campo de gravedad artificial y el de la Tierra crecía. La materia que cargaba el campo de la jaula fue exigida hasta llegar al ámbito subatómico, y hasta que la burbuja de energía con su masa encerrada ya no lograba sostenerse en el continuo normal de espacio-tiempo.

    De repente, a Steve le llamó la atención lo que le estaba molestando hacía bastante tiempo, un olor aromático dulce como a vainilla o canela que se volvía cada vez más intenso. Recordó haber oído hablar de eso durante su formación teórica: un misterioso fenómeno concomitante del campo Kafu. Ya los primeros grupos que habían sido enviados al pasado habían informado sobre esto poco antes de desacoplar.

    Hacia la medianoche volvió a anunciarse el primer oficial. Su voz parecía venir de otra galaxia. Chillaba que todo estaba en orden y que la cuenta atrás iba de acuerdo a los planes. Calahan y Olsen estaban con él, pero sus voces apenas podían identificarse ya. Deseaban «buena caída».

    —A vosotros también —gritó Steve al micrófono. Pero no parecieron entenderle, ya que una voz llena de perturbaciones preguntó:—¿De verdad están ahí todavía?
    —Diles que traigan algo de beber —gritó Jerome desde la zona de carga—. Para que podamos celebrar el volver a vernos. Entretanto buscaremos un lugarcito cómodo para hacerlo.

    Poco después se interrumpió el contacto por radio. Se extendió el silencio, el olor dulce a canela se volvió más intenso y la temperatura comenzó a aumentar notablemente. Un rato después apareció un fenómeno que Steve conocía demasiado bien como astronauta: un temblor irregular de la gravedad, como si un impulsor de los cohetes no funcionara del todo bien. La burbuja de energía producida por el cronotrón comenzó a vibrar. Pronto alcanzarían la potencia de campo crítica.

    Jerome cerró bien todas las aberturas y llegó trepando a la cabina. Controlaron juntos los aparatos; todo funcionaba a la perfección. Cerraron la escotilla, se ajustaron los cinturones, apagaron los faros y esperaron.

    La temperatura continuó creciendo. Comenzaron a sudar y se soplaban oxígeno al rostro. Poco a poco, las paredes de la jaula parecían arder al rojo vivo. Respirando con dificultad, Steve luchó contra un nuevo ataque de claustrofobia. Al borde de su campo de visión aparecieron diseños coloridos de luz. Por un momento pensó que ya habrían pasado y que veían las estrellas, sin embargo, cuando alzó la cabeza, veía solamente los reflejos distorsionados del cuadro de instrumentos sobre el vaso de plástico del pulpito por encima de ellos, y detrás un brillo difuso.

    A lo lejos se percibía un tronar que se acercaba rápidamente y amenazaba reventar la jaula con su vibración.

    —¡Creo que ahora llegó el momento! —gritó Jerome tras él.

    El tronar aumentó. Períodos cortos alternos de sacudidas de gravedad y falta de gravedad se siguieron como el golpear de un carnero que lucha contra la presión del agua que fluye sobre él. La burbuja artificial de gravitación tiraba, se desgarró y se partió.

    ¡Jesús!, pensó Steve.

    Y nuevamente reventó el corazón de la ballena. Un momento de obnubilación.

    Y cayeron.

    ...cayeron por humo sangriento y trozos de nubes directos hacia el sol, un sol rojo profundo que tocaba el borde del horizonte occidental.

    Steve vio caer el suelo desmontable de la jaula tropezando hacia el vacío, empujó instintivamente el palo de mando hacia delante para estabilizar el vuelo del planeador; el impulso de movimiento que el Edison le había impuesto no era suficiente.

    Atravesaron un manto fino de nubes. Por debajo de ellos se extendía un paisaje increíble: planicies blancuzcas, con un halo rosa de la luz del atardecer, con manchas de vegetación y largas rayas de sombras, zonas montañosas, cuyas cimas aún se encontraban bajo la luz solar, mientras que sus flancos ya estaban envueltos en la oscuridad que ascendía de las planicies. Delante de ellos, en el noroeste, una gran superficie de agua se extendía hacia el oeste hasta donde llegaba la vista, y su ribera estaba mucho más al sur de lo que mostraban los mapas. El cielo púrpura de la tarde se dejaba iluminar como un recipiente de cobre. Una cadena de montañas, oscura y larga, se elevaba cada vez más hacia el sur: la costa del norte de África.

    El sol bajaba rápidamente por debajo del horizonte, las sombras se agudizaron. Descendían penetrando el atardecer.

    —Tenemos que darnos prisa con el aterrizaje, pronto estará oscuro —dijo Jerome. En ese momento les llegó el eco del estruendo de su materialización, que rodaba por los flancos montañosos de la costa como un poderoso retumbar.

    Steve bajó aún más la nariz del deslizador. Las superficies de carga ampliamente expuestas se batían en la turbulencia. La ribera del lago que se veía a la derecha transcurría en una curva que terminaba plana al suroeste hasta entrar a la zona de aterrizaje. Como la base podía ser pantanosa, Steve dejó caer el planeador más hacia el sur, para aterrizar a suficiente distancia de la costa.

    Entretanto, Jerome había puesto en funcionamiento la emisora y estaba transmitiendo la señal acordada.

    —La boya llama al ancla, la boya llama al ancla, por favor, venid. Corto.

    Escucharon atentos.

    Y no olviden que cada uno de los grupos podría ser el primero...

    De repente se oyó un crack en el receptor, después una voz gritó:

    —¡Apagad el transmisor! Si queréis salir vivos, guardad silencio, por Dios! ¡Manteneos sin falta a la escucha!

    Jerome había vuelto a apagar de inmediato el transmisor y dijo consternado:

    —Qué tono más cortés tienen por aquí. Pero ¿qué querrá decir con «Si queréis salir con vida...»?
    —Bueno, parece que las cosas no van tan bien como la Marina imaginó. Ya lo suponía.

    Steve espió hacia la creciente oscuridad y determinó que había algunos árboles en la zona de aterrizaje.

    —También tendrán sus motivos para no mantenerse demasiado tiempo en transmisión —gruñó. Acercó el palo de mando, cuando vio delante de sí una palmera en solitario cuya copa faltaba, detrás de ella arbustos, superficie vacía. Encendió los faros de aterrizaje maldiciendo. Se encontraban aproximadamente a veinte metros por encima del nivel. El terreno era bastante uniforme, pero cicatrizado por cráteres, como si le hubiera disparado la artillería: aquí y allá pasto quemado y arbustos carbonizados, entre manchas claras de arena. Steve levantó el morro del planeador y colocó los patines en posición vertical, aproximadamente cinco metros por encima del terreno. Después, primero posó el primer patín sobre el suelo, y después el otro. El morro se sacudió con fuerza hacia abajo, la rueda de atrás se posó suavemente, las ruedas de los patines tropezaron y frenaron el recorrido rápidamente, pasaban ramas rápido a lo largo de la cabina. Un par de veces el planeador osciló de un lado a otro, después arremetió contra algo elástico y quedó colgado allí.

    Steve apagó los faros de aterrizaje, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la escotilla. El aire nocturno era increíblemente caliente y olía a sal. Los grillos hacían ruido. Jerome, que había trepado a la zona de carga por el agujero y allí buscaba con la linterna, gritó que todo estaba bien. Algunos minutos después volvió a la cabina armado con dos pistolas automáticas.

    —¿Crees que nos están tomando el pelo? —preguntó Jerome.
    —No es mi impresión en absoluto —dijo Steve con decisión—. Tampoco quiero intentar averiguarlo ahora —agregó con rabia.
    —¿Quién podría ser nuestro atacante?
    —Lo averiguaremos muy pronto seguramente.

    Steve escuchó hacia fuera en la oscuridad.

    Ramas crujiendo; en alguna parte, muy lejos, le pareció escuchar el ruido de un motor, un vehículo pesado. Parecía alejarse, y poco después ya no se oía nada.

    ¿Estarían realmente en el pasado? Steve se sentía igual que cuando iba en un vuelo de prueba con una máquina 4-Mach por encima del Atlántico y volvía después de cargar combustible. Por la tarde no podía quitarse la sensación de que no había estado realmente en Europa, sino que había vivido todo en una especie de simulador. Le parecía haber medido el trayecto en un mapa. La verdadera distancia permanecía tan abstracta como un dato de distancia astronómica. Su espíritu no había viajado junto con el resto, sólo había reaccionado a reflejos condicionados que le habían sido inculcados en años de capacitación; se percibía a sí mismo, sin embargo, como si apenas se hubiese movido del lugar. Así debe sucederle a un árbol que se trasplanta, se dijo Steve. Con sus sentidos limitados determina que el aire tiene otro gusto, el suelo se siente diferente, sin embargo, la distancia que le separa entre su lugar de emplazamiento anterior y el actual es inimaginable para él.

    Seguro que se encontraban en la cuenca del Mediterráneo. Las señales del paisaje eran las correctas. Y como esta cuenca no estaba llena de agua, no era posible que siguieran en el presente. Hace aproximadamente cinco millones y medio de años en esta cuenca no había agua. Ergo...

    —Hemos bajado sin problemas y nos hemos puesto bajo cubierta de inmediato —informó Jerome, que había trepado fuera y recorrido el planeador con una linterna—. Hemos tenido suerte. También aquí hay árboles.

    Iluminó delante de ellos. El planeador había atravesado arbustos livianos y tenía el morro enterrado debajo de unos matorrales espesos con enredaderas espinosas y hojas secas y duras que sólo cubrían la mitad.

    —Creo que lo mejor es que nos quedemos donde estamos. Por lo menos hasta la mañana o hasta recibir nuevas instrucciones —dijo Steve.

    Jerome asintió.

    —De todas formas no podemos hacer nada durante la noche. No quiero encender los faros antes de saber qué sucede aquí en realidad.

    Steve le dio un manotazo a un mosquito que había metido el aguijón en su frente.

    —Estas bestias parecen haberse acostumbrado rápidamente a nuevas costumbres alimenticias —refunfuñó—. Todavía no hay seres humanos en esta época, pero estos bichos ya tienen todos los recursos listos para recibirlos como corresponde cuando pongan sus pies en el escenario del mundo, para jorobarlos, diezmarlos por las enfermedades y hacer de sus vidas un infierno.
    —Increíble que todo esté listo y sólo falte el ser humano.
    —Y vio Dios que era bueno, pero después se puso grandilocuente y dijo: Hagamos el hombre a nuestra imagen y semejanza...

    De repente, en dirección sur, a quince o veinte kilómetros de distancia se oyó un disparo de artillería. Escucharon conteniendo el aliento, después oyeron un golpe. Parecía provenir de algún lugar aproximadamente a dos kilómetros al noroeste de ellos. Un rayo de luz muy claro desgarró la oscuridad.

    —Sin embargo, no parece que hayamos llegado al paraíso —dijo Jerome—. Esto promete ser más bien una cálida bienvenida.
    —Si no hubiéramos bajado tan rápido y en vertical, y si yo no hubiera guiado al planeador un poco hacia el sur, posiblemente ahora estaríamos exactamente en el lugar de donde procede el disparo —dijo Steve—. Probablemente han descubierto el ruido de la materialización y en base a él calcularon nuestro probable punto de aterrizaje.

    Aguzaron el oído preocupados, pero los disparos habían cesado.

    De pronto, el receptor volvió a revivir.

    —Bienvenidos al infierno —dijo una voz en inglés, con un acento apenas audible, pero duro—. ¿Habéis tenido un buen aterrizaje?
    —¡No contestéis! —gritó una voz más lejana—. No os dejéis confundir. Quieren descubrir vuestra posición para pegaros un tiro en la cabeza.

    El dedo índice de Jerome, que había oscilado doblado sobre el conmutador, se ablandó y cayó atrás.

    —De todas maneras es mejor que os rindáis lo antes posible, como han hecho la mayoría de vuestros camaradas. Estáis en peligro. La zona en la que habéis aterrizado está radiactivamente contaminada. No tenéis ninguna oportunidad. En tres o cuatro horas estaréis liquidados. Avisad para que os podamos sacar lo antes posible. Cada minuto cuenta, si no queréis morir.
    —Sed razonables —prosiguió otra voz—. No tenéis ninguna oportunidad. No existe un proyecto hondonada occidental, no lo hubo nunca. A vuestros predecesores les dimos un ultimátum. Un par de fanáticos realmente creyeron que podrían pasar por encima de nosotros. Hace tiempo que están muertos. Hemos hecho explotar el estrecho de Gibraltar. El agua sube. Vuestras reservas se encuentran en el fondo del mar. Estáis bloqueados y sin refuerzos. Avisad. Os sacaremos.
    —¡No permitáis que os convenzan para responder! —gritó una voz—. Os localizarían en segundos.
    —Se burlan de vosotros. Ninguno volverá al futuro.
    —Quieren desmoralizaros. No hagáis caso. No creáis ni una palabra.
    —¿Quiénes son ellos? —preguntó Jerome.

    Steve alzó los hombros.

    —Probablemente los jeques dormían menos profundamente de lo que nuestra Marina creía.

    La emisora de propaganda calló. La voz más lejana daba órdenes.

    —Descargad antes del amanecer y salid cuando la luz os lo permita. Nada de focos. Conducid en dirección norte, después noreste. Tan rápido como sea posible. Aprovechad cualquier cobertura. Poned atención a huellas frescas de camello. Si encontráis una tropa montada, disparad. Los bandidos quieren vuestra carga. Os sacaremos en cuanto podamos. Mantened recepción. Corto.
    —¿Sabes cómo son las huellas de camello? —preguntó Jerome.
    —Ni idea. No sabía que en esta época había camellos aquí.
    —Deben haberlos traído. Buena idea. No hay problemas de combustible.
    —O sea que son árabes.
    —Es muy probable. Y deben ser muy buenos si pueden debilitar tanto a nuestra gente que no consiguen asegurar la zona de aterrizaje.

    Del noroeste, donde había sonado el proyectil, ahora llegaba el sonido de trompetas que protestaban. ¿Mastodontes? Pájaros asustados chillaban. Después volvió la tranquilidad.

    Steve miró arriba, hacia las estrellas, pero no pudo encontrar ninguna constelación conocida. Habían aterrizado en el pasado realmente, habían traspasado un período de tiempo en el que la luz mide el abismo entre las galaxias. El sol aún tenía por delante más de cuatro mil años luz en su órbita alrededor del centro de la Vía Láctea antes de que surgieran las primeras pirámides.

    Como al día siguiente tenían un viaje agotador por delante, intentaron dormir un poco alternadamente, pero no tuvieron mucha suerte.


    9 - El calvario


    Steve se encargó de la primera guardia. Venus se veía brillante y claro en el cielo occidental, y bajaba lentamente hacia el horizonte. Una media luna finita y frágil parecía acercársele como una barca de vidrio. Cuando miraba hacia el sur, vio un cometa muy cerca por encima de las líneas de las montañas africanas. Su cola señalando rígidamente el Este hacía el efecto de una lluvia de chispas de una fragua. Era un cielo extraño y amenazante el que se les presentaba, el cielo de un mundo que aún no estaba organizado para los humanos, un cielo que aún mostraba las constelaciones confusas de una creación sin terminar. Y sin embargo, poco a poco le invadió la sensación de la realidad de este mundo, de su sustancia sensible. Adquirió forma, ya no era pasado abstracto, sino que se convirtió en un ahora, en el presente, que se dejaban respirar, gustar y tocar. Era como si se abriera un poro en el cuerpo poderoso del tiempo y que él penetrara allí como un microbio, como si recibiese de nuevo la corriente vital que había abandonado en otro lugar pero que llevaba consigo en dirección al futuro, allí donde su propio presente se encontraba en alguna parte como una galaxia lejana, separada de él por eones, como una isla cuya costa uno recuerda.

    Un ruido le despertó de golpe de sus pensamientos. Ramas que crujían, después se oyó un resoplido, como de un gran animal. Algún monstruo atravesaba muy cerca el matorral. Steve destrabó el seguro de la automática y de repente le pareció que estaba muy pobremente armado. ¿Sería un saurio? Tonterías. Para enfrentarse a un gran lagarto deberían haber sido catapultados diez veces más lejos al pasado. Probablemente era un mastodonte u otro mamífero enorme. La mayoría de las especies habían desarrollado formas grandes en el mioceno.

    Despertó a Jerome. Escucharon. Algo tocaba el planeador, lo rozaba, volvió a alejarse. Después el fantasma nocturno desapareció. Poco tiempo después la emisora volvió a sonar.

    —Parece que por ahora no podremos sacaros. Pero los ayudaremos en cuanto podamos. Salid rápido de la zona roja. Dejad el vehículo si es absolutamente necesario. La zona de aterrizaje está radiactivamente contaminada en parte. Volveremos a ponernos en contacto. Corto.

    Jerome cerró la escotilla maldiciendo y la atrancó.

    —Esos idiotas nos lo podrían haber dicho antes. ¡Maldita sea! Nos dejan aquí hervir en la sartén caliente sin saber nada.

    Steve intentó dormir un poco, pero en la estrecha cabina hacía demasiado calor y se asfixiaba. Se despertó cubierto de sudor. Se apretó la máscara de oxígeno contra la cara e inspiró profundamente algunas veces. Todavía faltaban aproximadamente dos horas para que despuntara el día.

    —¿Descargamos? —preguntó Jerome.

    Montaron los aparatos y accesorios y los guardaron en el gato. Después soltaron la parte trasera del planeador, liberaron el gato y el remolque de sus soportes, encendieron el motor y salieron fuera.

    Las estrellas se habían apagado. Durante la noche se había formado niebla. Al este ya aclaraba. Los contornos de los alrededores empezaron a destacarse.

    El deslizador había hecho un surco estrecho a través de los arbustos y de euforbios bajos, después se había metido en un matorral de espináceas y mimosas, y se había quedado ahí. No hubieran podido encontrar mejor escondite. Sólo la escotilla de la cabina y el timón lateral se veían.

    —Parece que tenemos suerte —opinó Steve—. Quizá podamos escabullimos sin ser vistos.

    Jerome pisó el acelerador. El terreno era bastante uniforme, tipo sabana, con pequeños arbustos de pasto duro, arbustos crecidos y grupos separados de árboles, en general euforbios; aquí y allá también palmeras. El gato avanzaba bien, pero era agotador conducir allí porque constantemente había que eludir arbustos que no se veían hasta el último momento.

    No habían avanzado ni quinientos metros, cuando oyeron el ruido de una explosión tras de sí. Steve miró hacia atrás y vio la zona donde habían aterrizado hundida en un torrente de luz color naranja. Sintió un temblor y vio, fantasmagórica en la niebla, la nube de explosión extendiéndose en forma de hongo.

    —¡Están disparando con granadas nucleares! —gritó.

    Jerome aceleró instintivamente para volver a frenar de inmediato porque casi choca contra un arbusto con espinas. El gato oscilaba bastante. Steve miraba fascinado hacia atrás, esperaba el próximo rayo que les destruiría y volaría formando polvo radioactivo. Sin embargo, no llegó.

    —¡Conduce más despacio! ¡Nos oirán a cien millas, maldición! —le gritó irritado Steve, y en el mismo momento lamentó haberse dejado ir. Jerome le echó una mirada enfadado, pero no dijo nada. Sudaba mucho por el esfuerzo de conducir. Tenía perlas de sudor en la frente y entre los pinchos oscuros de barba de tres días.
    —Para ellos los refuerzos parecen funcionar mejor que para nosotros si pueden disparar granadas atómicas así sin más —opinó Steve después de un rato—. No me sorprende que nuestra gente haya quedado tan a retaguardia. Será difícil bombear el petróleo de los jeques si están sentados sobre él.
    —Pues entonces, el golpe más osado y probablemente más caro de la historia de la humanidad sería una triste caída al agua, literalmente —dijo Jerome.
    —¿Crees que es verdad que han bombardeado el estrecho de Gibraltar?
    —Con esas cargas de explosivos que tienen a su disposición es totalmente imaginable —dijo Jerome alzando los hombros—. Pero tan rápido no se desborda el recipiente. Tendrán que hacer un agujero enorme para que se llene si las corrientes como el Nilo y el Ródano, así como un par de cientos de otros ríos pequeños, no pudieron evitar que se secara.
    —Cuando descendimos me pareció que la línea de la costa del mar de las Baleares estaba mucho más al sur que en los mapas de la reconstrucción topográfica.
    —Lo que me preocupa más son los rumores de que no hay posibilidades de volver al futuro.
    —¿Crees realmente que es posible que se hayan burlado de nosotros? —preguntó Steve estupefacto—. Eso significaría que... —Interrumpió cuando Jerome pisó el freno con todas sus fuerzas e hizo parar el gato de golpe.

    Steve miró por el retrovisor para tratar de descubrir el inesperado obstáculo, y miró fijamente. Entonces vio la cara más horrible que jamás había tenido delante. Sobre un caño de acero de aproximadamente cinco centímetros de diámetro que alguien había metido en el suelo había una cabeza humana cortada. Era la cabeza de un hombre joven; la boca abierta como para gritar mostraba una dentadura intacta. Llevaba una gorra de cuero de aviador que le quedaba justa, como se ve a menudo en los astronautas rusos. Al lado había sujeta una máscara de oxígeno cuya pieza de manga acanalada aparentemente había sido separada junto al cuello.

    Jerome había detenido el motor. Como fascinados, examinaron el terrible objeto encontrado. Debía de haber muerto hacía poco. La piel pálida no mostraba ni la más mínima huella de descomposición; la sangre en el caño revestido de acero había corrido formando coágulos y parecía herrumbre. A pesar de la niebla, ya habían llegado las primeras moscas. Steve miró a su alrededor, pero no pudo descubrir en ninguna parte el resto del cadáver. De repente, el silencio tenía algo amenazador. En alguna parte a lo lejos se oía una risa clara y estridente que también podía haber sido un ruido producido por un mono o el grito de un gran pájaro desconocido, o la risa triunfante de la bestia que había cometido esa atrocidad.

    Steve respiró aliviado cuando Jerome volvió a encender el motor. Dejaron la horrenda marca en el camino tras de sí. Cada vez que se presentaba alguna sombra en la niebla y él creía que el hombre de la máscara de cuero les bloqueaba el camino, con la espada de la justicia amenazadoramente levantada, agarraba el arma con más fuerza, pero eran sólo euforbios que estiraban sus ramas oscuras.

    Los árboles se volvieron más espesos y pronto encontraron un río que siguieron en dirección norte. Buscaron un lugar por el que cruzar a la ribera oriental, y sólo lograban avanzar a paso lento. Los arbustos en la orilla eran casi impenetrables, y continuamente había árboles caídos que les impedían el paso. Más de una vez tuvieron que dar un rodeo. Finalmente encontraron un lugar que parecía ser adecuado para pasar.

    Jerome apagó el motor cuando vio un movimiento en la orilla de enfrente. Un rebaño de mastodontes atravesó el monte y trotó hacia el abrevadero. Los animales enormes y de hasta seis metros de altura, con sus colmillos cortos, casi de aspecto subdesarrollado, y la trompa corta y torpe parecida a la de un tapir (que en el mamut y en el elefante se desarrollaría hacia un órgano hábil de sujeción), parecían todos muy cansados y sin fuerza, la piel oscura y peluda parecía caérseles a pedazos y en los flancos enmagrecidos donde sólo aparecía la piel gris se mostraban heridas y rasgaduras recién hechas de las que salía sangre color rojo claro. Uno de los animales jóvenes tenía una trompa deforme que se movía de un lado a otro como una pierna manca quemada entre los pequeños colmillos recién salidos.

    Uno de los machos más viejos había sido herido por piezas de granada o disparos en la cabeza. Ciego por la sangre que le corría, levantaba desconfiado la trompa en su dirección, y exhaló un tono de trompeta encolerizado que murió en un sollozo más ronco. Los flancos del poderoso macho temblaban de debilidad. Su aspecto era tristísimo. El animal debía encontrarse muy cerca cuando explotó una granada atómica y ya no le quedaba mucha vida. Las hembras protegían a los animales jóvenes, como si presintieran algo terrible, y le empujaban a un lado.

    El macho guía marchaba con pasos oscilantes hacia el río, cayó sobre sus rodillas cuando se deslizó por el borde lleno de barro. Hundió la trompa en el agua y se salpicó antes de empezar a beber a grandes tragos. El agua se enrojeció. Sólo cuando el macho hubo saciado su sed y asumió de nuevo la vigilancia, el resto del rebaño atinó a acercarse al abrevadero.

    —Es terrible lo que han hecho en este lugar —susurró Jerome.
    —Temo que sólo sea el comienzo —dijo Steve amargamente—. Allí donde sea que llega el hombre, domina sin preocuparse y a costa del medio ambiente.

    Esperaron a que el rebaño hubiera saciado su sed y se hubiera retirado de la orilla, comieron entretanto los restantes sandwiches y tomaron de los termos lo que quedaba del té. Observaron cómo los mastodontes se iban dando pasos pesados por la niebla; se ayudaban a levantarse con paciencia amorosa si uno de ellos perdía el equilibrio, o amenazaba con quedar metido en el barro y pedía ayuda con sonidos temerosos. Todos ellos estaban marcados por la muerte debido a la radiación.

    Steve se encargó del volante y Jerome se sentó a su lado, con la pistola automática preparada sobre su regazo. Después de atravesar el paso, el paisaje se volvió nuevamente tipo sabana. Crecían menos árboles, los arbustos eran más livianos. Ahora se dirigían exactamente al noreste y avanzaban bien. El terreno ascendía poco a poco; titubeante y pálido como la luna, de vez en cuando el sol lograba verse entre la niebla. El gato trepaba y, de repente, como si ellos surgieran de las aguas, el mar de niebla se encontraba por debajo de ellos y se extendía hasta el horizonte. En el sur se levantaban terrenos cónicos que en algún momento en el futuro lejano formarían las islas de La Galite. Y detrás, como una mole oscura contra la que tocaba el blanco de las dunas de niebla petrificadas, el borde de la costa africana. Desde allí les habían disparado. Jerome se llevó los prismáticos a los ojos y revisó las alturas arboladas. No se podían distinguir detalles.

    Debajo de ellos destacaban aquí y allá las hojas de las palmeras a través del techo de nubes, como plantas acuáticas, raras y sobredimensionadas, bañadas con humo. Jerome señaló al norte, donde ascendía una planicie elevada y salvajemente escarpada que en algunos millones de años conformaría la isla de Cerdeña.

    —Allí es donde tenemos que ir —dijo—. Pero yo preferiría volver un tramo hacia atrás y esperar el fin de la tarde antes de empezar con el ascenso.

    Steve pensó con horror en la cabeza cortada del piloto que les había mostrado el camino. ¿El camino hacia dónde?

    —No estoy de acuerdo contigo —dijo—. No conocemos el alcance de sus municiones, pero cuanto más lejos lleguemos al norte, más seguros estaremos de ellos.

    Jerome miraba las laderas de Cerdeña.

    —Quién sabe —dijo alzando los hombros.
    —La zona de aterrizaje está contaminada radiactivamente —le dio a pensar Steve—. Es posible que ya estemos calientes como los soles. Deberíamos tratar de encontrar ayuda pronto, antes que sea demasiado tarde. —Ya creía sentir una picazón insoportable en las zonas desprotegidas de su piel, la señal más segura de una dosis excesiva de radiación—. No nos abandonarán —agregó esperanzado—. Prometieron sacarnos.
    —Si pueden hacerlo. De lo contrario nos sacará el diablo. —Opinó Jerome, y después de un rato agregó sarcásticamente:—Si es que ya está trabajando. Pero no tengo ni la menor duda al respecto.

    Era pronto por la tarde, cuando Jerome volvió a acceder al volante. Entretanto estaban a gran altura por encima del mar de niebla, pero la planicie sarda sólo parecía haberse acercado imperceptiblemente. El tipo de árboles cambiaba poco a poco, entre las palmeras y los euforbios aparecían aquí y allá acacias y pinos, e incluso algún gingko.

    Poco después se toparon con los restos carbonizados de un todoterreno. Era un grupo de cuatro el que había muerto.

    Los esqueletos aún llevaban restos de sus uniformes. Uno de los hombres no parecía haber muerto de inmediato. Se había arrastrado unos sesenta metros antes de quebrarse y de que los buitres se hubieran ocupado de él. Según mostraban las entradas de los disparos, había sido un ataque aéreo con cohetes. O sea que sus enemigos también gozaban de superioridad aérea. Steve oteó el cielo con mirada incómoda.

    —No parece verdad que se ayude a los que se pierden —gruñó Jerome—. ¿O qué opinas tú?

    Steve no respondió. Atravesaban una zona en la que parecía que habían tenido lugar luchas severas. El suelo estaba recubierto de restos de bombas, la vegetación quemada, y troncos de árboles carbonizados destacaban contra el cielo. Jerome condujo más lentamente; las cadenas levantaban nubes de polvo y cenizas. Tomó una curva entre cráteres e intentó mantener el rumbo, después volvía a bajar nuevamente; un bosque claro bordeaba el lecho seco de un arroyo que siguieron hacia el norte. El calor dentro del vehículo cerrado se hizo insoportable.

    —Esta zona parece estar limpia —dijo Jerome, y guió el vehículo por debajo de un techo oscuro hecho de ramas de pino estrechamente entretejidas que les daba sombra. En un pozo se había juntado agua; la luz del sol caía a través del ramaje y brillaba en la superficie. Jerome se quitó las botas y dejó colgar las piernas en el agua mientras Steve trepaba hacia arriba por el declive de la ribera para vigilar. Mientras allí, al pie de la planicie, el sol aún quemaba fuerte, las laderas verticales de la costa sur de Cerdeña ya estaban atravesadas por las sombras. Arriba, en algún lugar debía encontrarse la base a la que debían llegar. Allí estarían seguros.

    De repente Steve notó un ruido áspero y bajo. Al principio creyó que Jerome estaba jugando con el motor, después le quedó claro con horror que tenía que tratarse de un animal depredador grande que se encontraba muy cerca, un gato montes, un león o algo parecido. Se dirigió rápido pendiente abajo y le gritó a Jerome, que sacó asustado sus piernas del agua y tomó la automática:

    —¡Un león! ¡Un león!

    Jerome jugaba con el arma, sin embargo, no podía encontrar un objetivo. Durante su capacitación les habían enseñado una cuantas cosas poco útiles, el comportamiento en caso de encontrarse frente a frente con un gato montes no había formado parte de ella.

    —¡Sé un poco más cuidadoso, maldición! —le ordenó Jerome—. Aquí puede haber machairodus que pueden atacar a un mastodonte. ¿Por qué andas sin armas?

    Steve tiró el casco de acero en el asiento trasero, enfadado por su descuido. Se sentó al volante y encendió el motor. Condujo hasta que hubo oscurecido y después otro tramo a la luz de los faros, hasta que no pudo continuar. Comenzó a llover. Durante toda la tarde se habían formado nubes de tormenta sobre el altiplano, por encima de los picos al este se veían relámpagos y rápidamente la tormenta cayó sobre ellos. Steve condujo el gato por una pendiente empinada, dejando atrás el lecho del arroyo que habían seguido hasta entonces porque podía cambiar en muy poco tiempo y convertirse en una catarata. Agotado, frenó. Gotas de lluvia del tamaño de un puño parecían golpear el parabrisas, en segundos no pudieron seguir ni dos metros más. Rayos color rojo oscuro temblaban, los truenos reventaban contra las gargantas cercanas a la roca y rodaban hacia el valle. Los árboles se quejaban bajo el ataque del viento y se sacudían el agua de las frondosas hojas.

    Cuando dejó de llover, armaron la tienda debajo del ramaje protector. Apenas habían terminado, cuando el receptor volvió a despertarse. Una voz que debía estar muy cerca dijo:

    —Ancla a boya. Durante la noche intentaremos ponernos en contacto directo. Enviad una señal para que podamos averiguar vuestra posición. Escuchamos. Cambio.
    —Un momento —dijo Steve a Jerome, que jugaba indeciso con la emisora—. Podría ser un truco.

    Jerome asintió.

    Y cómo si la emisora hubiera estado encendida, la voz en el receptor dijo:

    —Tenéis toda la razón, chicos. Siempre intentan este truco. Si tienen éxito, es nuestra misión enviar de inmediato una advertencia y hacer todo lo posible para que podáis salir sanos y salvos. No tenemos un código común, pero nuestra tarea es verdadera. Seguro que estáis muy cerca de nosotros. Corto.

    Jerome apagó brevemente la emisora.

    —Entendido. Corto.
    —Suficiente. Corto.

    Steve se encargó de la guardia mientras Jerome intentaba dormir. De cuando en cuando un relámpago rojo sangre bañaba las masas de nubes en una claridad sombría, de vez en cuando un chubasco que el viento desprendía de las coronas de los árboles caía con fuerza sobre el techo de la tienda.

    Poco después de medianoche se escuchó el ruido de los motores de un helicóptero. Cuando el ruido ya estaba prácticamente encima de ellos, Steve dijo en voz baja al micrófono:

    —Aterrizad. Quitó el seguro de la automática.

    Jerome salió arrastrándose de la carpa con el arma en sus manos y se fue a poner a cubierto.

    Steve esperó durante algunos segundos que el fuego de una ametralladora o el encendido de un cohete brillara por encima de ellos, sin embargo, no sucedió nada de eso. La pequeña máquina de dos asientos encendió los faros de búsqueda y descendió. Dos figuras bajaron. Steve pudo reconocer a la luz insegura que se trataba de dos hombres que llevaban trajes de guerra bastante desgarrados y desteñidos, así como cascos de acero.

    —Murchinson —dijo el más pequeño de los dos, y extendió la mano. Tenía cerca de cincuenta años, por lo que Steve podía distinguir de su rostro en la oscuridad.
    —Ruiz —se presentó el otro, más fornido. Debía rondar los cuarenta. Los iluminaba con una linterna.
    —De más allá del Missisipi, pero cien por cien uno de los nuestros —aseguró Murchinson. Ni Steve ni Jerome entendieron este comentario. Como los recién llegados no parecían dar importancia a los rangos militares, Jerome dijo sólo sus nombres. Los demás asintieron.
    —Creo que vi vuestros nombres en la lista. En la lista de aquellos que aún están en camino —dijo Ruiz, y sonrió—. Habéis tenido suerte.

    Steve asintió.

    —Podía haber sido peor.
    —¿De cuando venís? —quiso saber Murchinson.
    —1986 —dijo Steve—. ¿Qué sucede aquí?
    —El diablo —dijo Murchinson—. Pero eso ya lo habréis notado, supongo.
    —¿Cuántos están aquí ya? —preguntó Jerome.
    —Oh, bastantes —dijo Murchinson dudando—. Hace cuarenta años que aterrizaron los primeros. Y algunos volvieron a... la patria entretanto.
    —¿De vuelta al futuro? —preguntó Jerome.

    Steve notó que los dos intercambiaron una mirada rápida.

    —Este asunto en realidad no forma parte de nuestras tareas —dijo Ruiz, y removió incómodo la tierra húmeda con la bota—. Os daremos algunos consejos útiles y un mapa para que mañana podáis llegar seguros a la fortificación. No queremos adelantarnos al comandante. Él responderá a todas vuestras preguntas de forma satisfactoria.
    —¿Qué pasa con el oleoducto? —preguntó Jerome—. Si la Marina ya opera hace cuarenta años aquí, debería...
    —Escucha —dijo Ruiz con expresión de preocupación-, mejor olvidarse de eso. Esa idea loca costó la vida a un montón de gente. Y nosotros perdimos más de veinte años de nuestras vidas con esta mierda, con muy malas expectativas de poder salir de este lío.
    —¿Quiere decir eso que en cuarenta años no se ha podido hacer nada, y que nuestra gente se encierra en fortificaciones mientras el material que se transporta con grandes gastos hasta este lugar se descompone en el fondo del mar? —preguntó Jerome agitado.
    —Escucha... —se acaloró Ruiz.
    —¡Comandante Jerome Bannister, señor!
    —Por todos los cielos, calma —dijo Murchinson, y rió—. Recibiréis respuesta a todas vuestras preguntas, si no basta lo que les hemos contado hasta ahora. —Extendió un mapa dibujado a mano sobre el capó mojado del gato y sostuvo la lámpara por encima. El papel absorbió rápidamente el agua. Murchinson señaló con el dedo índice su posición y de forma indeterminada en dirección norte—. La posición exacta de la fortificación no está marcada, por razones inexplicables —dijo—. Si os encontráis con unos caballeros algo pequeños que parecen una bola de pelo y hablan un inglés extraño, entonces acudid a sus pechos peludos. Allí estarán seguros. Si por lo contrario encontráis un grupo de gente montada en camellos, entonces disparad sin dudar y aniquiladlos. Son gentuza mercenaria que originalmente estuvo al servicio del jeque, pero que ya hace tiempo que va a la guerra por iniciativa propia. También sienten que los han vendido por tontos. Seguramente no son todos malos, pero impera la ley no escrita de que no deben tocar a los recién llegados, por interesados que estén en su carga. ¿Todo claro?
    —Nada está claro —dijo Jerome indignado.
    —Parece que todo este te sorprende —dijo Ruiz conciliador en un ataque de pacifismo.
    —Por supuesto.
    —Habrá algunas cosas que te sorprenderán más, Comandante.
    —Hemos venido aquí a corregir determinadas cosas —prosiguió Jerome sin dejarse irritar—. Si las cosas no suceden tal como esperábamos, entonces también tendrán que dejarse corregir. La Marina seguro que estará enterada por grupos de operaciones que hayan vuelto...
    —Disculpe, comandante Bannister —le interrumpió Murchinson—no acostumbro a ser pesado, pero allá en las Bermudas hay alguna gente que va a cumplir setenta y todavía espera su vuelta de parte de la Marina para pasar la última etapa de sus vidas. Y están allí esperando gracias a que han tenido suerte, y gracias a nosotros, que tenemos el horrible trabajo de transportarlos allí, de lo contrario ya tendrían la última etapa tras de sí, como alguno al que no pudimos ayudar más, comandante, y... —señaló al sureste en la oscuridad—que quedó por ahí. Llevamos literalmente nuestra piel al mercado, y estamos tan contaminados que no queremos molestarlos más con nuestra presencia. ¿Entendido?
    —Disculpa —murmuró Jerome—. No sabía...
    —No es culpa tuya —dijo Ruiz-, sólo que no puedo soportar cuando alguien que no tiene ni idea se hace el gran macho aquí. Lo hemos vivido demasiadas veces.
    —¿Y por qué no habéis vuelto al futuro? —preguntó Jerome—. Si estáis tan hartos.
    —¿Quieres saberlo exactamente? —suspiró Murchinson.
    —Porque nos engañaron, comandante —dijo Ruiz bruscamente—. ¡No hay vuelta al futuro!

    Steve sintió como si una mano helada le agarrara el corazón. Un único pensamiento se le agolpó tras la frente, explotó como si le volara las sienes.

    ¡Se terminó todo!

    Así debía sentirse un delincuente cuando ve la boca del arma de su pelotón de fusilamiento, la espada del oficial de ejecución levantada en alto. Steve se apoyó en la chapa mojada de la tapa del radiador. El agua debajo de la palma de su mano parecía evaporarse al momento.

    —Lo suponía —susurró Jerome. Mantenía mucha sangre fría, pero de todos modo sonaba como un quejido torturante.
    —Seguro que no sucedió adrede —dijo Ruiz consolador-, pero algo tuvo que ir mal.
    —¿Conocéis el acuerdo de Miami entre Castro y Maximiliano V? —preguntó Murchinson escuchando. Jerome le miró sin comprender. Ruiz asintió significativamente y dijo:
    —¿Lo ves?


    * * *

    Después de que el helicóptero despegó y se alejó, Steve se metió en la carpa. Jerome se encargó de la segunda guardia y se agachó entre los árboles, donde había encontrado un lugar seco. Un rato después entró a la tienda a buscar algo. Steve se hacía el dormido. Le pareció oír sollozar a su amigo, pero podía haberse equivocado. Jerome volvió a salir y cerró desde fuera.

    Steve se sentía muy cansado, pero no podía dormir. De vez en cuando, cuando un golpe de viento se metía entre las ramas, caían gruesas gotas de lluvia sobre el techo de la tienda, como si se abriese sobre ella una mano llena de ciruelas maduras. Se sentía como si la columna de aire de una chimenea de altura hasta el cielo estuviera sobre su pecho, le pesaba como una montaña de tiempo. Sabía que de forma inalcanzable para él existía una salida hacia fuera, pero no la posibilidad de alcanzarla jamás, que todo lo que amaba y tenía valor para él se encontraba más allá de este corredor inconmensurable que conducía hacia el futuro.

    —Jesucristo —gimió mientras el temor y la carga del tiempo le apretaban el pecho. Y entonces se dio cuenta de que toda criatura en la tierra tendría que esperar más de 50.000 siglos por su Salvador.

    La pobre criatura, sola en su miedo. Steve daba vueltas y pensaba en el rebaño destinado a morir con el que se habían topado en la zona de aterrizaje; el animal joven, incapaz de vivir con su trompa deforme, temblando como un muñón de pierna quemada. «Hemos modificado la Tierra con la benevolencia de Dios, la hemos subyugado; a Su imagen» pensó Steve malhumorado. «Y ahora esta imagen viva se ha vuelto eterna como su Creador».

    Las emanaciones descienden paralizantes a los océanos, penetran en la Tierra, modifican el gusto del aire; marcas de orientación de millones de años de edad callan, pronto morirán los gusanos en las profundidades, las aves de paso buscarán nuevas rutas en la confusión de calles y pasillos aéreos. Eso se filtra en el tiempo, se filtra penetrando en los sueños de la criatura que se asusta por el olor metálico del miedo, que repentinamente está en todo, le hace olvidar las señales del camino; sombras de humo que oscurecen las estrellas. Una picazón como de cenizas calientes en la piel, luz negra que difunde putrefacción; de repente, temporales en la claridad del mediodía, inesperados, oscurecen el sol como un coágulo y tiñen de forma extraña el clima del bebedero, hasta que el suelo se hunde bajo la pisada tanteadora, los flancos temblorosos dejan de cumplir con su cometido. Steve se doblaba, como si sintiera dolor físico. Se despertó asustado cuando Jerome cogió su tobillo para despertarlo.

    La mañana era todo olor a resina y claridad. El cielo estaba brillante y claro, y se doblaba como una vela azul. Águilas volaban en círculos por encima de las cumbres iluminadas por la primera luz solar, sentían los vientos dudosos que comenzaban a moverse. En alguna parte en la cercanía gritó un pájaro. Después sonó el disparo de un arma; su eco rodó por las gargantas de roca.

    Jerome ya había preparado el desayuno. Tenía aspecto cansado y sombras profundas alrededor de los ojos.

    Comieron sin apetito, escuchaban atentos, sin embargo sólo se oía el canto de los pájaros. Sin hacer mucho ruido, desmontaron la tienda y la guardaron.

    Aunque Steve encendió el motor muy cuidadosamente, pareció hacer un ruido infernal. Jerome miraba a su alrededor con malestar. Después salieron. El terreno se hacía cada vez más intransitable y montañoso. Nuevamente llegaron al lecho pedregoso de un arroyo.

    —Deberían habernos dado mulas en lugar de esta caja —gruñó Steve.

    Jerome, que de tiempo en tiempo echaba una mirada al compás, señaló el mapa manchado de agua y dibujado a mano.

    —Este Ruiz habló del valle de un río. Podría ser éste. Sólo que tengo la sensación de que ya estamos demasiado al este. Si estas alturas forman el futuro cabo Teulada, deberíamos mantenernos más a la izquierda, ya que la fortificación se encuentra aquí, en Porto Pino.

    Steve siguió el lecho del arroyo un par de metros, pero, se dirigía cada vez más al este. Dio la vuelta, deshizo parte del trayecto y dejó trepar el gato la costa occidental hacia arriba. Atravesaron los arbustos y alcanzaron una planicie que caía suavemente al sur y en la que casi no crecían árboles.

    —Cómo máximo pueden ser cuatro a cinco millas más.

    En ese momento se oyó un ruido fuerte, como si un avión hubiera traspasado la barrera del sonido, e inmediatamente después el chirrido de motores de reacción. Un bombardero caza volaba bajo a lo largo de los flancos de las montañas, y se dirigía hacia ellos. Steve abrió la puerta, corrió un par de pasos lejos del gato y se tiró al suelo. En pocos segundos la máquina había pasado por encima de ellos. Era un MIG 25.

    En ese primer momento, Steve abandonó el vehículo para salvar el pellejo, pero después trepó deprisa y se puso tras del volante.

    —¡Ahora salgamos, rápido! —gritó Jerome. Steve condujo por una curva estrecha hacia la derecha y mantuvo el máximo de velocidad mientras se dirigía hacia una pared de roca baja. Jerome inspeccionaba el cielo. Steve se puso el casco de acero sobre la cabeza, condujo el gato a lo largo de la pared de roca hasta que se detuvo y salió fuera para ponerse a cubierto tras unas rocas. Al hacerlo, asustó a algún animal que se fue amedrentado, y se arañó la cara en alguna enredadera. Escuchó el típico sonido, cuando dispararon dos cohetes aire-tierra, y al mismo tiempo el eco de una cañón antimisiles. Eso significaba que el ataque no iba dirigido a ellos.

    Steve corrió de vuelta al gato y vio a Jerome sentado, inmóvil, tras el volante. Sus ojos, normalmente tan claros, estaban muy oscuros, por el miedo, y el sudor le perlaba el rostro sin afeitar.

    —¿Qué te pasa? —le dijo Steve en tono fuerte.
    —¿Qué clase de idiotas somos? —gritó Jerome y pegó con el puño contra el volante—. ¿Qué clase de idiotas ciegos sin esperanza somos para aceptar hacer algo así? —Abrió de un tirón la puerta y se abalanzó fuera. Steve escuchó cómo corría atrás y vomitaba. «Cada uno tiene que lidiar con el shock a su manera» se dijo. «En el caso de Jerome se presenta un problema físico. Mientras él vomita o se baja los pantalones porque los cólicos le revuelven los intestinos, en mi mente se meten arañas que cuelgan redes grises encima de mis pensamientos».

    El MIG volvió del este puntual. Nuevamente podía verse cómo salían dos cohetes y, casi al mismo tiempo, las detonaciones de las cabezas de explosivos. En el mismo momento también empezó el fuego de defensa. El MIG se acercaba y pasó por encima de ellos. Dibujó un hilo de humo en el azul del cielo. El piloto intentó volver a subir la máquina defectuosa para ganar suficiente altura para saltar, después dejó de intentarlo. En un flanco de montaña al oeste, un rayo color naranja. Una nube de humo ascendió sin hacer ruido por encima del lugar del choque. El globo blanco pendía sin ruido, saliendo del azul del mediodía, y daba al silencio un tono casi alegre, después fue arrancado por la fuerza de la explosión.

    De repente a Steve le sobrevino una gran tranquilidad. Era como si el ataque de debilidad de Jerome le hubiera quitado lo terrible a la situación. De pronto tenía la sensación de que aquí y ahora, al otro lado del terrible corredor, se le necesitaba para apoyar a los suyos. Y esta sensación le dio satisfacción. La pesadilla de milenios que había pesado la noche anterior sobre su corazón se había alejado.

    Steve bajó y puso en funcionamiento el calentador a gas. Cuando el café estuvo listo, llenó dos vasos y se fue atrás con Jerome. Sentados juntos, a la sombra de la pared de roca, tomaron el brebaje caliente sin mirarse.

    —Gracias —dijo Jerome, se quitó el sudor de la frente y de los ojos y dejó caer el casco de acero en el pasto.

    De vez en cuando se oían gritos raros que eran respondidos desde alguna distancia y luego transmitidos. Sonaban contentos, como si un sátiro comenzara a reír después de sus juegos amorosos al mediodía, y la alegría se difundió a través de las cadenas montañosas, que parecían estar llenas de nidos de amor invisibles. Steve levantó la cabeza y escuchó asombrado, pero no podía interpretar los gritos. «¿Algún tipo de pájaro extinguido?», se preguntó. Sin embargo, a pesar de la extrañeza, le resultaba a conocido, y por poco les hubiera respondido a su manera torpe.


    10 - La fortificación


    Habían descansado durante aproximadamente una hora, cuando escucharon el ruido de un motor proveniente del suroeste. Steve y Jerome cogieron sus pistolas automáticas y se pusieron a cubierto. El ruido se acercaba rápidamente y poco después, un poco más abajo, entre las piedras sueltas y los arbustos, apareció un todoterreno, un vehículo muy antiguo, con abolladuras y con costras de barro, con el parabrisas roto y sin tapa. El hombre que lo conducía era pequeño y apenas resultaba visible tras el volante. El vehículo se acercó a toda velocidad, se detuvo con frenos chirriantes a cerca de diez metros de distancia de ellos. Apagó el motor de inmediato.

    No daban crédito a sus ojos cuando vieron al ser increíblemente ágil que saltó del coche. Tenía como máximo un metro cincuenta de altura y brazos proporcionalmente demasiado largos que por su postura agachada le llegaban hasta el suelo. Llevaba un casco de acero que le quedaba demasiado grande y un pantalón corto color caqui desteñido y desgarrado en varias partes que debió haber heredado de un oficial colonial inglés con muchos años de servicio. Las partes desnudas de su cuerpo estaban totalmente recubiertas de pelo, incluso el rostro estaba cubierto de una piel gruesa color arena. Las piernas peludas que sobresalían de los pantalones color caqui eran delgadas, pero sorprendentemente musculosas; los dedos de los pies, casi tan largos como los de la mano, tenían garras fuertes de aspecto peligroso. El extraño ser tenía una mano cerrada en puño con la que se apoyaba sobre el suelo, en la otra sostenía un fusil estadounidense de ataque.

    «Un mono», pensó Steve en un primer momento, «tenemos que quitarle el arma al bicho antes de que haga algo peligroso».

    El ser levantó la cabeza, un gruñido amenazante rodó por su garganta, después mostró unos dientes de aspecto peligroso que sobresalían puntiagudos y con un blanco perfecto de unas encías rojo claras, probablemente como sonrisa invitadora, porque con la mano en la que llevaba el arma hizo un gesto que sólo podía significar: salgan, no les voy a hacer nada.

    Steve y Jerome salieron de su escondite y bajaron sus pistolas automáticas. El ser movió la barbilla y aguzó con esfuerzo los labios oscuros y carnosos, como si tuviera dificultades con la articulación.

    —Goodluck —dijo finalmente con una voz oscura y ronca, y se pasó la mano nervuda, color arena y peluda por el rostro, antes de alcanzársela con soltura y con los dedos doblados hacia dentro para saludar. La mano era delgada y fuerte, y se sentía dura y fría. Steve tembló interiormente cuando sus dedos tocaron la piel gruesa en el dorso de la mano, pero una mirada a los ojos marrón oscuro que le observaban despiertos y con sorna le indicó que tenía delante un ser inteligente, pensante, que se parecía sólo exteriormente a un mono como los que conocía de su época. Era una criatura que ya no era animal, que ya había iniciado la evolución hacia una forma de vida inteligente, sin haber abandonado sus instintos. Steve estaba fascinado por la criatura. Era extraña, y al mismo tiempo lo más parecido a un hombre que jamás había visto. Era atractivo en su gracia suave y natural, y al mismo tiempo repugnante en su animalidad, obsceno en su falta de vergüenza natural, y peligroso en su salvajismo. Todas estas impresiones parecían estar acumuladas en las emanaciones de animal depredador que le rodeaban: un olor agrio, indefinible, fascinante, al cual reaccionaban incluso sus sentidos abúlicos. «Es carnívoro», se dijo Steve, un cazador peligroso y que no perdona. El animal depredador más horrible que la Tierra haya producido. Y está a punto de perder su paraíso.
    —Goodluck —dijo Steve, que había pensado que las palabras del hombre-mono eran de saludo. Pero el ser comenzó a reír divertido, tembló con las orejas y dijo con los labios en punta:
    —Goodluck es mi nombre. —Se rascó el pecho peludo mientras mostraba los dientes—. Ustedes son los dos nuevos. —A continuación asintió con la cabeza significativamente y agregó:—Lo tengo.

    En ese momento Steve vio que atravesado sobre los asientos traseros del todoterreno yacía una figura, un chico de apenas veinte años, de piel oscura y pelo muy corto y rizado. Debía ser el piloto del MIG que habían disparado. Estaba atado como un paquete con cuerdas de paracaídas y sangraba en la frente. Su tez color oliva se había teñido de color cera por el horror. El chico temblaba como una hoja. Steve podía entenderlo: ante este enano musculoso ni siquiera un hombre adulto tenía alguna oportunidad. Tenía la impresión que este paquete de energía acumulada podía saltar del vehículo de un salto.

    —Mosquito —dijo Goodluck alegre, y se pegó con la mano plana sobre el antebrazo peludo. Aparentemente se refería con eso despectivamente al MIG 25—. Money —dijo después, e hizo un gesto con el pulgar y el dedo índice que hubiera entendido cualquiera en todo el mundo, también en el siglo XX. Probablemente se prometían sumas de dinero por llevar a los pilotos a los que disparaban, pensó Steve, sin embargo, ahí se dio cuenta de lo que quería decir el hombre-mono—. Tuvo suerte —dijo Goodluck—. No se rompió las piernas. Puedo venderle. De lo contrario... —Colocó su dedo índice en el cuello e hizo un movimiento inconfundible. Steve recostó la cabeza sobre el caño de hierro. No hacen prisioneros si no se pueden vender como esclavos. ¿Pero quién mantenía esclavos? ¿La Marina?

    Goodluck se llevó las manos a la boca y exhaló el grito tipo sátiro que ya habían escuchado varias veces. Pronto respondieron dos voces desde las laderas de la montaña por encima de ellos.

    —Síganme —dijo Goodluck en su inglés brusco, y trepó a su vehículo. Jerome se puso al volante del gato y siguió al todoterreno. Goodluck conducía como un loco en el terreno difícil, pero aparentemente lo conocía de memoria.

    Después de aproximadamente media hora atravesaron un lecho de arroyo seco. Goodluck se detuvo. Subiendo el río se elevaba en la cumbre una forma muy rara. Tubos de plástico de aproximadamente treinta metros de largo estaban anclados entre las paredes de roca y amontonados conformando una especie de pirámide. El terreno a su alrededor estaba lleno de cráteres y perforado por agujeros de balas; el bosque estaba quemado en amplios tramos.

    Goodluck apagó el motor y le hizo señas a Jerome para que hiciese lo mismo. Gritó hacia arriba en dirección a las montañas, pero no recibió respuesta.

    —Parece ser la fortificación —dijo Jerome, pero Goodluck no hacía ningún intento por dirigirse hacia la pirámide.
    —Trampa —gritó Goodluck, y señaló la obra—. Muchas trampas. —Señaló con el dedo por encima del hombro—. ¡Caer dentro! —rió contento, después, de pronto, la risa murió en sus labios oscuros—. Mucha muerte —dijo triste, y mostró con un gesto a su alrededor—. Mucha muerte. —Se rascó con señales de asco debajo de los antebrazos. Después le pegó a su preso rápido como un rayo con el dorso de la mano en la cara—. Mucha muerte —gruñó y gimió. Era como si de repente le hubiera invadido una tristeza inexplicable, como si de pronto se hubiera quedado sin valor y toda alegría hubiera desaparecido.

    Goodluck condujo lentamente de nuevo en dirección este. Rodearon zonas montañosas con bosques, después doblaron en dirección norte y alcanzaron una confusión de gargantas cuyas pendientes caían abruptamente. Debajo de ellas fluía agua salvaje. Entre los árboles, que crecían muy apretados, había un camino en el que se podían ver huellas de neumáticos y vehículos con cadenas. De tiempo en tiempo, Goodluck paraba, apagaba el motor y profería uno de esos gritos extraños que eran respondidos regularmente. Sin embargo, ninguno de los que gritaba se dejaba ver. Siempre estaban por encima de ellos, escondidos en copas altas de los árboles o tras las salientes de de las rocas.

    —Vigilantes —explicó Goodluck. El ejército de mercenarios de la Marina parecía funcionar muy bien.
    —Eso debe ser la confusión de gargantas por debajo de Porto Pino en el Golfo de Palmas —dijo Jerome—. Hemos llegado.

    Sólo entonces Steve se dio cuenta de que el valle estrecho que tenían delante de ellos tenía un techo artificial. A ambos lados habían hecho explotar algunas paredes de roca, formando retablos donde, como si se tratase de un techo de paja, se habían dispuesto en capas tubos de oleoductos. Por encima, y a modo de camuflaje, había tierra amontonada, y arbustos y árboles plantados.

    Condujeron dentro de la garganta oscura y se encontraron en una cueva muy amplia en cuyo centro espumeaba un arroyo. En todas partes había maquinaria pesada: bulldozers, excavadoras, grúas y remolques. Había barracas y cabañas a ambos lados del camino, entre ellas tanques de combustible de plástico, pero ni un alma a la vista.

    De repente entró luz del sol desde arriba, una parte del valle había quedado sin techar. Luego el techo estaba plantado de verde nuevamente, después una barrera de sacos de arena y un guardia armado. Finalmente se encontraron a dos hombres viejos con pantalones caqui, uno con el torso desnudo, muy bronceado, el otro con una camiseta agujereada y un sombrero de ala ancha. Estaban sentados sobre el resto de un vehículo que anteriormente pudo haber sido un gato y jugaban a las cartas. Uno alzó la mano saludando y les dejó pasar sin problema.

    —Probablemente no somos los primeros —dijo Jerome de mal humor.

    También Steve tenía la sensación de haber llegado a una función de teatro en la que los tramoyistas ya estaban desarmando los bastidores. Después pararon delante de una barraca que necesitaba una capa de pintura y Goodluck les condujo hacia donde estaba el comandante.


    * * *

    —Bienvenidos a la fortificación «Future One» —dijo el comandante—. Llamamos a este lugar Maledetta. Así se llamará en el futuro una nuraghe de forma característica... Howard Harness —se presentó y les extendió la mano. Era un hombre de espaldas anchas, de aproximadamente 65 años, con ojos oscuros y enérgicos, y pelo blanco y ralo. Su tronco desnudo estaba bronceado; estaba vestido solamente con un par de pantalones cortos desteñidos y sandalias hechas por él mismo cuyas suelas habían sido cortadas de neumáticos de coche. Jerome registró todas estas señales de deterioro militar con creciente horror.
    —Yo era el oficial de rango más alto aquí en la hondonada occidental —prosiguió el comandante después de haberles ofrecido sentarse en un banco muy artesanal—. Pero ahora hace tiempo que hemos eliminado los rangos militares, el puesto de comandante es lo que me quedó.

    Steve miraba sin poder despegar su mirada del brazo izquierdo de su interlocutor. Había sido amputado aproximadamente a diez centímetros por debajo de la articulación del codo, y el muñón ofrecía un aspecto terrible. Parecía como si un carnicero lo hubiera separado de un hachazo y después lo hubiesen mal cosido. La herida debió tardar mucho en curar, ya que presentaba agujeros profundos de costra gris, como cemento mal fijado.

    —Al comienzo, en lo que respecta a la atención médica, las cosas estaban bastante mal —dijo Harness, que había notado la mirada de Steve—. A ustedes les irá mejor en ese aspecto.

    Steve miraba con esfuerzo las puntas de sus botas y murmuró:

    —Disculpe, señor.

    Harness no le hizo caso.

    —Si no cogen malaria. Con los medicamentos la cosa anda mal. —Escuchó lo que sucedía en la habitación de al lado, desde donde se oía débilmente un aparato de transmisión de radio—. ¡De ninguna manera deben hacer explotar el contenedor! —gritó con voz fuerte interviniendo en el intercambio de palabras—. Mientras no podamos determinar qué hay dentro, de ninguna manera... ¿Cuántos años? ¿Doscientos años? Entonces debe de haber sido uno de los primeros que bajó. Para nosotros siempre es un evento alegre cuando en alguna parte de la hondonada desenterramos un contenedor que aún no ha sido expoliado por los mercenarios comerciantes.
    —¿Dijo doscientos años, señor? —preguntó Jerome.
    —Dije doscientos años.
    —Se habló de anchos de difusión de seis a ocho años.
    —Eso puede haber valido para los hermosos huevos redondos de prueba. Aquí hace doscientos años que cae material del cielo. Cuando aterrizaron las primeras tropas, gran parte de las cosas estaban degradadas sin esperanza e inutilizables. —Tomó una lista, la sostuvo a cierta distancia y leyó sus nombres—. Comandante Steve B. Stanley y Comandante Jerome Bannister, desacoplados del USS Thomas Alva Edison el 30 de enero de 1986. Mi Dios, cuánto tiempo hace.
    —Ni dos días —dijo Jerome.
    —Sí —dijo Harness con una risa amarga. Sostuvo con fuerza la lista sobre la mesa con el muñón de su brazo, tachó prolijamente con un pedazo de lápiz sus nombres y escribió las cifras detrás.
    —¿Alguno de ustedes sabe fabricar lentes? —preguntó. Steve y Jerome se miraron sin comprender.
    —N... no, señor —dijo Steve.
    —Me lo imaginé. Deberían haberme fabricado unas lentes, mis ojos están causándome problemas en los últimos tiempos. Espero que tengan conocimientos útiles a nivel militar, con eso pueden hacerse muy deseables aquí. Sin embargo, lo que no faltan son petroquímicos, especialistas en oleoductos y geólogos. —Agregó. Después levantó la mirada y opinó:—La fecha que escribí detrás de sus nombres en la lista no es tan ficticia como parece ser. De todas formas, es más realista que cualquier otro cálculo de tiempo que yo conozca, y probablemente experimentarán esta realidad por ustedes mismos y de forma amarga en sus propios cuerpos. Se encuentran en el año 47 después del primer aterrizaje registrado. Nuestros enemigos llevaban ya algunos decenios aquí, y estaban mejor equipados. Ésa es nuestra mala suerte, de lo contrario hubiéramos logrado más. Éste es un hecho que tendría que haberse previsto y considerado si no se hubieran mostrado tan confiados.
    —¿Entonces todo es en vano? —preguntó Jerome—. ¿Y varios miles de millones de dólares y un par de cientos de personas fueron literalmente tirados por la ventana?
    —Se trata de algunos cientos de miles de millones de dólares y de alrededor de 3000 personas, de las cuales aproximadamente 280 murieron en acciones de batalla y por enfermedades causadas por la radiación.
    —¿Y dónde está toda esa gente? —preguntó Steve.
    —La mayoría ha sido trasladada a las Bermudas. Sobre todo las mujeres y los niños. Entretanto hay una colonia muy floreciente allí. Sus habitantes le llaman eufemísticamente «Atlántida», como el legendario continente. Ahora ya hay más de 4000 personas que esperan su retorno al futuro.
    —Entonces es cierto que no hay vuelta al futuro —dijo Jerome.
    —Yo no lo diría tan categóricamente —dijo el comandante, abrió un cajón de su escritorio, echó una mirada dentro y volvió a cerrarlo. Asintió—. Ruiz y Murchinson los sacaron, ¿no es así?
    —Más o menos —dijo Jerome—. Nos dieron algunos consejos, eso es todo.
    —De ninguna manera deben hacer peligrar el helicóptero. Es el último. Y sólo lo tenemos porque el buen viejo Harry siempre lo arregla. Si lo derribaran, podríamos hacer muy poco por nuestra gente cuando cae del cielo. Pero ellos no deberían haberles dado esta información. El impacto es demasiado grande. Tuvimos algunos casos trágicos en los que los recién llegados se volvieron locos, cogían la emisora y se descargaban con insultos terribles. El resto es cuestión de minutos. O una granada de mano o un misil con explosivos nucleares, o desde en África despega un MIG que les llevará muy rápido al Más Allá.
    —¿Quiénes son en realidad nuestros enemigos? —preguntó Steve—. ¿Son árabes o soviéticos?
    —Un grupo muy variado. Principalmente mercenarios, franceses, italianos, alemanes, un par de así llamados asesores militares del bloque oriental, todos originariamente al servicio de los jeques, pero ya hace mucho que libran batalla por cuenta propia, comercian, también con esclavos. Les llamamos mercenarios comerciantes. Hay algunos tipos terribles entre ellos para los cuales una vida humana no vale nada, pero a pesar de ello son los coterráneos más inofensivos. Algunos trabajan con nosotros, para comprarse un traslado a la Atlántida. Los peores son los fanáticos, sobre todo los del Islam. Llegan aquí como pilotos kamikaze. Los soviéticos venden a los jeques sus viejos MIG 25 y se declaran dispuestos a enviarlos al pasado junto a los pilotos instruidos en la URSS con sus cronotrones (a cambio de los correspondientes barriles de petróleo crudo, se entiende). Esos chicos permaneces cincuenta horas solitos debajo del Kiev o de otro cronotrón disfrazado de portahelicópteros, presas del pánico y ávidos de sangre. Después los llenan de combustible para cuatro o cinco horas y los largan con cohetes y ganas de actuar. Andan como locos por aquí, por la depresión. Son como avispones, y disparan sobre todo lo que se mueve, a veces incluso sobre sus propios compatriotas, hasta que se les puede convencer, hablándoles bien, de que por lo menos miren los lugares de aterrizaje en la planicie africana antes de caer a causa de falta de combustible y estrellarse con ganas de morir sobre un supuesto oleoducto. Tienen una buena cantidad de máquinas en los hangares, pero gracias a nuestra defensa son cada vez menos, y despegan cada vez menos. Están sentados sobre el petróleo y tienen falta de combustible. Tampoco en su caso las cosas van como imaginaron.
    —¿Pero cómo fue posible esta derrota? —preguntó Jerome.
    —¿Derrota? —opinó el comandante—. Bueno, comandante Bannister, tuve mucho tiempo para reflexionar. Ustedes vienen frescos del futuro, y piensan de forma muy diferente sobre esto. Yo ya llevo tiempo suficiente aquí como para poder entender ciertas cosas. He visto demasiado. Lo diría de esta manera: la fe en el dólar y en la posibilidad de hacer cualquier cosa es una ilusión como lo es la teoría del mundo hueco. El que quiere hacer especulaciones de futuro con el interés de ayer no es mejor que el loco que quiere disparar desde tacones torcidos y puntas de zapatos desgastadas en dirección al espacio interior del mundo. El que cree que la realidad debe adaptarse a sus ideas, fracasa. O se destruye él mismo, o a la realidad, o a ambos.

    En ese momento entró una mujer de aproximadamente cuarenta años que vestía un sencillo vestido con bordados. Llevaba entró con una bandeja con tres vasos en los que había cucharas de madera, finas y hermosamente talladas, de las que colgaba una masa blancuzca y parecida a chicle, y una jarra de cristal con un líquido turbio. Colocó vasos delante de Steve, Jerome y del comandante, y puso la jarra de cristal en el medio.

    —Ella es Nina —dijo Harness—. Se quedó aquí y se ocupa de nosotros.

    La mujer hizo una señal amistosa con la cabeza a Steve y Jerome y volvió a salir fuera sin decir una palabra. Harness les sirvió.

    —¿Qué es eso? —preguntó Steve con curiosidad, y señaló su vaso.
    —Es melaza con jugo de limón y agua —dijo el comandante—. Intentamos arreglarnos con los productos locales. —Sonrió—. ¿He podido responder a sus preguntas más urgentes?
    —Sí —dijo Steve, y tomó unos sorbos de su vaso. La bebida tenía un gusto levemente agridulce y era muy refrescante—. ¿Pero qué ha querido decir con «la realidad que fue destruida»?

    El comandante dudó, se frotó la barbilla con el muñón y dijo:

    —Seguro que se actuó con descuido. No deberían haber enviado a nadie al pasado antes de asegurarse de forma experimental que se podía volver a traer a las personas de prueba. Sin embargo, todo se hizo de buena fe. Lógicamente, ya que ¿qué sentido tendría todo el proyecto si no se pudiera llevar el petróleo al futuro y a la gente que trabaja en él? Todas las objeciones se respondieron con el argumento de que en algún momento en el futuro el problema sería resuelto, como hasta ahora pudieron resolver todos los problemas. Un cambio con apuesta al futuro, como siempre era habitual hasta ahora con los optimistas del progreso. Sin embargo, en algún momento este cambio debe de haber explotado. Aquí los especialistas tienen una explicación plausible para el aspecto técnico del problema. Dicen que en el caso de un evento al revés también aparece algo parecido a los anchos de dispersión. La energía con la que se actúa no permite concentrarse en un momento determinado. Se dispersa a través de un gran período de tiempo y se descarga en tormentas que se desencadenan constantemente por encima de la zona de acción. Pero las masas que los científicos colocaron allí no se mueven del sitio. Sin embargo, los especialistas están de acuerdo en que este problema es solucionable en principio. No tengo ni idea de qué les proporciona esta seguridad. Pero si aún no se ha colocado ninguna burbuja de energía alrededor de la masa que la haya arrancado al futuro, eso sólo puede significar que los Estados Unidos no tienen tiempo suficiente para solucionar este problema.
    —¿Cómo se entiende esto? —preguntó Jerome irritado.
    —Pues, ése es el punto principal. Eso es exactamente lo que entiendo por destrucción de la realidad. Ellos modifican continuamente la historia mediante algún tipo de acciones y acciones en contra, sin darse cuenta. Sólo nosotros aquí en el pasado determinamos con consternación que provenimos de futuros bien diferentes.
    —El contrato de Miami —intervino Steve.
    —Ése es el futuro de Murchinson —asintió el comandante—. Los Estados Unidos jamás adquirieron Florida de los españoles, sino que Fidel Castro la vendió en el contrato de Miami de julio de 1969 al emperador de México, o mejor dicho, a Pemex, el mayor imperio petrolífero entre el Missisipi y el Río de la Plata. Maximiliano V sólo es el mascarón de proa. Es muy interesante conversar con Murchinson sobre eso. Y así, hay un futuro Jerome Bannister, que es idéntico al futuro Steve Stanley, y por el contrario, un futuro Howard Harness muy diferente, tal como lo conozco y lo he vivido.
    —¿Y cómo es? —preguntó Jerome desconfiado.
    —En «su futuro», el estado de Israel probablemente controla la zona entre el Nilo y el Eufrates.
    —Eso es algo exagerado —dijo Steve—. Pero sí la zona entre el paso de Mitla y las alturas del Golán.
    —Cuando vine del año 1989, oí hablar por primera vez del estado de Israel. Las personas que fueron desacopladas primero, como ustedes, hablan sobre este hecho. A mí, por el contrario, en la escuela me hablaban sobre los asesinatos que provocaron tanto escándalo en el cambio de siglo, el asesinato de Leo Pinsker en 1882 en Odessa, de Theodor Herzl en 1896 en París y el de 1897 del Barón von Hirsch-Gereuth, así como sobre el incendio del congreso sionista en Basilea el mismo año; sobre las horrendas masacres en Palestina durante la Segunda Guerra Mundial por parte de mercenarios árabes que luchaban del lado alemán en África y en el Cercano Oriente. Desde el contrato sagrado de Medina, entre el Océano Atlántico y el Indico, entre la bahía de Aleppo y el Golfo de Aden se encuentra uno de los estados más poderosos de la Tierra: las Repúblicas Nacionales Árabes Unidas.
    —Una locura —dijo Jerome, y sonaba como si tuviera el pecho comprimido.
    —No, una realidad histórica. Una de muchas. Y más sorprendido quedé cuando llegó aquí un contingente de tropas de élite excelentemente equipadas. Provenían del año 1992 y decían que el estado de Israel, junto a la Sexta Flota, tendría la parte principal de la protección del flanco sur de la OTAN. Eso fue hace casi veinte años. Estos israelíes dieron a los árabes una batalla dura por Gibraltar, hasta que aquellos hicieron realidad su amenaza y volaron el estrecho.
    —O sea que es verdad —dijo Steve.
    —Sí. Explotaron un poderoso agujero que se está ampliando poco a poco. Con eso crearon uno de los espectáculos naturales más impresionantes, una catarata de cuatrocientos metros de altura, por la cual cae cien veces más agua que por las cataratas del Niágara. Pero el nivel del mar apenas sube un metro por año. Probablemente pasen mil años más antes de que el Mediterráneo esté lleno.
    —¿Se abandonará la fortificación? —preguntó Jerome.
    —Por ahora no. Pero ya no puede haber muchos grupos de vuelta. A lo sumo uno o dos más de los primeros de 1986. Tenían los mayores anchos de dispersión. Los posteriores (los últimos provienen del otoño de 1996) estaban todos casi exactamente en el medio del período elegido como objetivo. La seguridad de acertar en la fecha había mejorado.

    Moses y su grupo, le vino a Steve a la mente. ¿Estarían en camino todavía?

    —En otoño de 1996 también se acabaron los suministros de material. Jamás encontramos un contenedor que hubiera sido enviado más tarde.
    —Entonces el proyecto probablemente se dejó porque era un fracaso —opinó Jerome, y vació su vaso.

    «No quiere aceptarlo», se dijo Steve. «Jamás supieron qué fue lo que pasó porque faltaba la retroalimentación. Sólo nosotros podemos decírselo. Sólo nosotros sabemos que el futuro se ha puesto en movimiento, que siempre ofrece nuevas variantes. ¿Pero por qué nadie lo tuvo en cuenta, nadie lo previo? Volaron el futuro en pedazos. Ahora los futuros se separan como galaxias». Aun cuando volvieran alguna vez al futuro, ¿cuál era la galaxia de su lugar de origen? Tal vez aquí se encontraba el motivo por el cual el cronotrón sólo funcionaba en una dirección, la principal dificultad que se les había escapado a los especialistas.

    —Es muy posible —dijo el comandante, y miró fijo a Jerome, como si quisiera paralizarlo en su lugar, para que lo que iba a descubrir de inmediato no le barriera del lugar—que después del otoño de 1996 ya no existan los Estados Unidos de Norteamérica. —Le llegó como un golpe. Harness observó a Jerome como un boxeador que ha enviado a su contrincante a las tablas.
    —Eso es pura especulación —intervino Steve. De repente tenía mucha sed y vació el vaso, sintió cómo el sabor del limón le constreñía el paladar.
    —De acuerdo —dijo el comandante mientras volvía a llenar los vasos-, aunque existe una probabilidad avasallante. Los Estados Unidos parecen haber tenido un poco menos de suerte en el póquer por el futuro. Hemos manejado el asunto con demasiado altanería, eso nos hizo descuidarnos. Ahora nos hemos jugado hasta la camisa.

    Jerome miraba hacia algún punto delante de sí mimo fijamente y en silencio. Sus ojos estaban ensanchados por el horror. Steve siguió su mirada. En la pared colgaba un calendario lujoso, ya algo amarillento y lleno de mugre de mosca de la empresa Pemex del año 1992, allí se veía un mapa de Norteamérica. El territorio perteneciente a los Estados Unidos alcanzaba desde Maine en el norte hasta Georgia, Alabama y Missisipi, sin acceso al golfo. Más allá del río comenzaba una superficie enorme cubierta de un color dorado, que alcanzaba hasta el Pacífico y muy al sur: el imperio de México. Arriba a la izquierda dominaba el escudo pomposo de los Habsburgo, a la derecha el aún más pomposo de la empresa petrolera.

    Steve notó que se mantenía aferrado a los brazos de madera de su silla, como si estuviera sentado en un asiento que sería lanzado en la próxima milésima de segundo. Exhalando con cuidado, se dejó caer hacia atrás.

    —Volvamos a nuestro presente común —dijo el comandante—. Hoy es 26 de julio. La fecha la calcularon nuestros astrónomos aficionados. Ahora son... —miró su reloj pulsera—las 16:12 horas. Si, por favor, ponen sus relojes de acuerdo con esta hora... Sólo por el orden común, del cual no podemos ni queremos prescindir aquí. —Jerome y Steve, obedientes, pusieron sus relojes de pulsera en hora—. Por lo demás, todas las noches, a las 11:58 horas tienen que ponerlos en medianoche. El día es aproximadamente dos minutos más corto que en nuestro cálculo horario habitual. La Tierra gira un poco más rápido. Frotamiento de la marea, ya saben.

    En alguna parte sonaba un motor diesel, y su latido metálico atravesaba la tranquilidad de la tarde, que sólo era interrumpida de vez en cuando por el crujido y una llamada áspera y chirriante de la emisora.

    —Como ni con la mejor voluntad representamos ya a una organización militar, no quiero darles órdenes. Somos unas treinta personas aquí, a las que se suman además unos cincuenta miembros locales comandados por sus jefes de tribu. A Goodluck ya lo conocieron, a Blizzard ya lo conocerán. Algunas personas, como Murchinson y Ruiz, deben ser suplantadas urgentemente del servicio exterior. Ambos prestan servicios desde hace más de seis años en los puestos de vigilancia, o sea que tienen que estar continuamente dispuestos a entrar en acción, aun cuando pasen meses hasta que llegue el próximo grupo. Si se oye un estallido de materialización, de inmediato tienen que ponerse en contacto con los recién llegados, advertirlos y sacarlos de la zona de aterrizaje antes de que los jeques los encuentren. Ambos están enfermos por la radiación porque han permanecido demasiado tiempo en zonas calientes. No tenemos suficientes medios de protección. Ustedes se comprometieron por cinco años. Teniendo en cuenta el cambio de circunstancias, por supuesto quedan liberados de ese compromiso. Sin embargo, quiero pedirles que nos apoyen para sacar de allí a los pobres diablos que caen sin saber del cielo y a traerlos aquí. Hay que decir que las cosas no siempre salen tan bien como en su caso. A menudo precisan ayuda médica de inmediato, de la cual de todas formas no disponemos aquí. A veces también llegarán demasiado tarde y se habrán expuesto al peligro en vano. Piénsenlo. A finales de verano, antes de que comiencen las tormentas de otoño, un barco viene todos los años por el Atlántico. Tienen la libertad de utilizarlo y ayudar a construir Atlántida. La vida allí seguramente es más fácil y mucho más divertida que aquí.
    —Yo me quedo —dijo Jerome.
    —No tienen que decidirse de inmediato —dijo Harness.
    —No hay nada que decidir —dijo Steve.
    —Su todoterreno, sus reservas de combustible, armas y municiones las tengo que confiscar. Los alimentos los donarán voluntariamente. Nosotros, cuando alguien ha llegado sano y salvo, organizamos una especie de... noche típica en la que hay conservas para comer. Recuerdos del futuro, por decirlo así. No es que nuestra alimentación aquí sea mala, todo lo contrario, pero es una costumbre. Su ropa y sus implementos personales por supuesto los pueden conservar. Sus botas tienen valor de oro. No permitan que les tomen el pelo. Consigan ropa más cómoda, tal como requiere el clima aquí. La mayoría usa pantalones cortos, como yo, o un albornoz. Hay algunas personas que comercian con telas de la Atlántida. Es de una calidad inmejorable. Dinero no tenemos. Intercambiamos. Esta forma de comercio hace que la gente sea consciente de las habilidades manuales y las desarrolle, que aprendan a reflexionar e inventar todo tipo de cosas útiles. También pueden regatear con los mercenarios y adquirir objetos de la Marina que han robado de nuestros contenedores de repuesto. Sin embargo, la venta de armas y municiones está prohibida con la pena de muerte. Lo mejor es que hagan...
    —¡Ey! —gritó una voz desde la puerta—. No crean ni una palabra que el viejo Howard les cuente. Trata de vender futuros prestados y le gusta oírse hablar.

    Steve se volvió indignado. En el umbral había un hombre bajo de alrededor de setenta años. Estaba completamente calvo, y su rostro arrugado estaba muy bronceado y recubierto de manchas de edad. Su boca sin dientes estaba abierta en una risa de viejo sin sonido, de manera que se podía reconocer la carne color rosa claro de su mandíbula desnuda, y se limpiaba continuamente las manos en su camiseta manchada y agujereada.

    —Corrí como un boisei perseguido por los hombres-mono cuando Ruiz me dijo quién había llegado —graznó encantado y se les acercó—. ¡Jerome! —gritó, y le abrazó. Las lágrimas le vinieron a los ojos azul claro y le corrieron por las mejillas. Jerome estaba parado rígido y algo penosamente conmovido—. ¿Ya no reconoces a tu viejo amigo Harald Olsen?
    —¿Hal?

    «¡Bendito Dios!», pensó Steve, que se quedó parado como un buey al que el hacha del carnicero ha dado entre los ojos. «Sólo hace cuatro días que estuvimos sentados juntos y no tenía ni treinta años». La rigidez no se le había pasado todavía, cuando los brazos delgados de viejo le abrazaron. Sintió la mejilla enmagrecida y húmeda en la suya, y escuchó a la voz llorona decir:

    —¡Que pueda vivir esto todavía! Cuánto os esperé. Dios, cuánto os esperé todos estos años! —Steve de repente comprendió algo de lo que hasta entonces no se había caído en cuenta. De pronto supo lo que significaba el tiempo.
    —¡Cómo os buscamos! Salíamos lloviese o tronase, incluso cuando había tantos esclavos del petróleo dando vueltas por ahí abajo, en la zona de aterrizaje. Pensábamos que hacía tiempo que deberíais haber llegado, ya que habíais bajado antes que nosotros. ¡Sí que os tomasteis tiempo! Nosotros fuimos de los primeros. Aparte de los jeques, claro, pero eso entonces no era tan terrible. De vez en cuando un par de jinetes a camello, de vez en cuando un MIG que volaba por aquí, no muy excitante. Todavía lanzaron algunas granadas atómicas, nos querían vivos para algún proceso de exhibición en el futuro. Hasta que se dieron cuenta de que también a ellos les habían engañado. Entonces descargaron su ira contra nosotros y las cosas se pusieron terribles. Fueron tiempos difíciles, hasta que Salomón entrenó a los hombres-mono y pudimos sentirnos un poco más seguros.


    * * *

    Se habían afeitado, duchado y cambiado, y estaban sentados al aire libre debajo de las hojas de los castaños, al borde del techado. El sol había descendido. Olía a fuego de madera, cuyo humo se iba por el valle. Para los demás había conservas, para Jerome y Steve una comida caliente que habían consumido junto al comandante y alrededor de diez personas más de la fortificación, así como media docena de luchadores de Goodluck, en la barraca de la cantina. Los «pequeños», como se denominaba a los caballeros de color arena a rojizo y «sin afeitar», estaban locos por las conservas y el paté de hígado.

    —No me sorprende, ya que lo que más les gusta es comer el hígado de sus contrincantes muertos. —Steve casi se atraganta con el pedazo de carne de cabra que quería tragar—. No se asombren. Son todos caníbales. Hemos hecho todo lo posible por quitarles la costumbre. Sin éxito. Sólo pudimos convencerlos de que vale más la pena dejar con vida al enemigo y venderlo.
    —¿Entonces la Marina apoya la trata de esclavos aquí? —preguntó Jerome horrorizado.
    —Llámelo como quiera —dijo el comandante—. Es la única posibilidad indirecta de intercambio de presos. Nuestros enemigos rechazan todo contacto directo.
    —No penséis que traen los cadáveres de sus enemigos hasta aquí para que sean preparados en la cantina —dijo el viejo Harald riendo—. Lo hacen entre ellos, permanecen desaparecidos un tiempo. Y en alguna parte aparece sobre uno de los árboles de cráneos, que se encuentran aquí y allá en sus lugares sagrados, una cabeza nueva. Sí, Jerome, las costumbres son rudas por estos lares.

    Después se habían sentado al aire libre. Hal y otro viejo que tenía un pie destrozado y andaba con una muleta trajeron una jarra con un líquido indefinido que tenía gusto a miel fermentada y hierbas.

    —Esto es aguamiel —aseguró Harald—. La mejor bebida que hemos conseguido producir aquí.

    Jerome le echó una mirada disgustada y pensó con añoranza en una lata de cerveza que había dejado correr sin pensar por la garganta. Sin embargo, poco a poco se familiarizaron con la bebida levemente embriagante.

    Entretanto casi había oscurecido, y el viejo Trucy (o Elmer de la pierna rota, como le llamaban) pegaba una vela gruesa de cera de abeja sobre la tabla de la mesa rudamente confeccionada.

    —Aquí estamos seguros —dijo cuando notó la mirada interrogativa de Steve—. Tan seguros como en el regazo de Abraham.
    —¿Y qué sucedió con los demás? —preguntó Jerome—. ¿Paul y Salomón? ¿Y dónde está Moses?
    —¿Ay, por dónde empezar? —se preguntó Harald—. Ya son casi historias olvidadas. Han pasado más de cuarenta años ya. Moses está arriba, en el norte, donde más adelante estará Suiza. Cría camellos. Antes bajaba cada año para vender animales y pieles, ahora envía a sus hijos. Él mismo ya debe tener más de ochenta años. Se tomó una mujer cuando aún era cazador, y ella se fue con él. Entrenó a algunos boisei que trabajan para él. Siempre se las arreglaba bien con estos muchachos, los conoció en sus incursiones por la garganta del Ródano y en los Alpes marítimos, donde viven retirados.
    —¿Boisei?
    —Sí, los hermanos grandes de los pequeños, el Anthropus Africanus Boisei, tipos peludos con piel roja o negra, de hasta dos metros de altura. Parecen salvajes con sus cráneos chatos cuadrados, pero son tiernos como ovejas y no son capaces de matar ni a una mosca. Son herbívoros, viven principalmente de bananas y bayas, y cosas similares. Los pequeños los reprimirán totalmente y algún día los exterminarán del todo, ya que no los pueden soportar. Sólo el olor de un boisei hace que uno de los otros se sienta ávido de sangre, y eso que los gigantes son completamente inofensivos. Resultan un poco tontos y de difícil entendimiento, pero siempre me gustaron mucho.
    —¿Y qué pasó con Paul Loorey?
    —Se fue hace algunos años a Atlántida. Aún se encuentra muy bien para la edad que tiene. Primero quería verlo de cerca antes de retirarse del todo, pero parece que le gustó aquello. La gente de las Bermudas fue durante mucho tiempo un montón de gente aburrida y triste que miraba como atontada las masas de prueba de la zona mientras escribía a la Marina reclamos de restitución de daños y perjuicios, pero desde hace aproximadamente quince años un par de tipos inteligentes tomaron las riendas. Intentan entusiasmar a la gente con su lema: «Construimos la Atlántida», y desde entonces apuestan mucho a la civilización, están construyendo una nueva ciudad, capacitan artesanos, han creado moneda propia e incluso ya nos suministran cosas: telas, vasos, papel, equipos para el hogar, herramientas, de todo. Sí, y eso quiso ver Paul antes de decidirse. Muchos de nosotros ni siquiera queremos ir allí, ¿verdad, Elmer? Estamos contentos de habernos desacostumbrado a la civilización. Aquí hemos vivido como un grupo de salvajes y nos hemos habituado a ello. ¿Qué más queremos?

    La vela fluctuaba y dibujaba sombras fantasmagóricas en las caras de ambos ancianos, que por un momento parecían cráneos de muertos. Steve temblaba de frío. El agua del arroyo estaba helado, y el frío había carcomido sus tobillos en cuestión de segundos. Agarró fuerte el vaso de madera y lo vació. Elmer volvió a servirle.

    —¿Y Salomón Singer?
    —Ésa es la historia más triste y alegre al mismo tiempo —dijo Harald—. Él consiguió establecer una verdadera relación con los seres pequeños. Al principio todos se reían de él, pero no se dejó confundir y pronto a todos se les quitaron las ganas de reír.
    —De todas formas fue el primero en atreverse a acostarse con una de sus hembras —se reía Elmer, y apoyó su muleta en el borde de la mesa—. Desde atrás, claro, como están acostumbrados. Pues suelen dar mordiscos terribles si les entran ganas. Y a veces tienen un olor que quita el aliento, ¿verdad Hal?
    —Sí, le pareció importante para ser aceptado en el clan. Los observó durante meses, cada gesto, no se dejó echar y los seguía como una sombra. Algunas veces lo dejaron tan mal que pensamos que ya no podríamos salvarlo. Y un día lo logró. Fue aceptado en el clan por el padre de Goodluck, le llamábamos Lázaro.
    —Si se puede hablar de padre —intervino Elmer—. Ellos acostumbran a satisfacer todos a sus hembras.
    —Y entonces le tocó a Salomón. El jefe insistió, aun cuando tuvo que convencer a la hembra. Y Richard no tuvo más remedio, de lo contrario el trabajo de meses no hubiera servido de nada.

    Jerome se doblaba de la risa.

    Steve intentó en vano imaginar el rostro siempre triste de Singer con la frente arrugada de preocupación, mirando por encima del hombro peludo de una hembra de hombre-mono mientras realizaba una copulación, por así llamarla, de interés científico.

    —Y de alguna manera parece que encontró la fuente original del placer, pues no pudo separarse de los seres de ojos tiernos, con sus músculos duros como hierro bajo una piel suave como la seda. Las hembras también estaban encantadas, estaban locas por él, sentadas noche tras noche gimiendo en el dintel de la barraca dormitorio, y agarrando entre las piernas a cualquiera que iba a mear. Los hombres naturalmente no tenían nada en contra. ¡Muchas veces había cada orgía, hombre! —reía Harald—. Los guerreros sí tenían algo en contra, y hubo bastantes roces. Las hembras andaban a menudo con las narices sangrando. Pero Salomón tenía al jefe bien dominado. El diablo peludo descubrió pronto que había bastante conocimiento que heredar de nosotros, comidas regulares, equipos, armamento, etcétera, lo que les procuró una superioridad enorme en comparación con los demás clanes entre el Atlas y los pantanos del delta del Ródano. Hubiera preferido cortarle la cabeza con sus propias manos a uno de sus hijos que negarle un deseo a Salomón. Él puso a los hombres jóvenes de la tribu que había enviado Lázaro bajo sus órdenes en pantalones caqui y los entrenó como en un cuartel. «¡Erectus! ¡Erectus!» gritaba, y les daba con un palo en la piel hasta que salía polvo, cuando se dejaban caer a cuatro patas y arrastraban tras de sí el rifle descuidadamente. «¿Queréis ser representantes del Pitecanthropus erectus y camináis a cuatro patas?», pronto los muchachos habían comprendido de qué se trataba. Son increíblemente inteligentes e imitan cada movimiento que uno hace, también aquellos que sería mejor que no aprendieran, y con sus sentidos son ideales para vigilar la zona. Son invisibles y omnipresentes, y cuando en África un jeque tose, ya lo tienen en el telescopio. Pero estos petroleros tienen ellos mismos la culpa. En el inicio, y por ser tan tontos, organizaban verdaderas cacerías de estos pequeños; los echaron con bombas incendiarias de sus zonas, hasta que aparecieron cada vez más cabezas marrones y blancas en los árboles de calaveras. Al principio era nuestra tarea principal aclararle a los pequeños que entre los de allá y nosotros había un acuerdo igualmente amistoso, como entre ellos y los boisei. Que los de allá eran los peores lo habían demostrado ellos mismos. Hicimos los mayores esfuerzos por ser los buenos. Pero un día hubo una especie de revolución en el palacio. El viejo Lázaro tenía una herida de bala fea en la barriga y estaba en el lecho de muerte, y de repente Goodluck se encontró al mando de la tribu. Y alguien debió pensar que podría pagar una vieja deuda con Salomón sin ser castigado. Probablemente estaba celoso de él, porque su hembrita preferida andaba demasiado a menudo por su barraca dormitorio y no hacía caso a sus servicios amorosos. Le mordió la garganta a Salomón. Y nuestro viejo mierdoso, nuestro Walton de seis estrellas, quiso saber exactamente qué había sucedido.
    —¿Qué? ¿El capitán Walton también está aquí? —preguntó Steve sorprendido.
    —Estuvo aquí. Ya no está. Gracias a Dios. Fue un período terrible cuando fue comandante —dijo Harald—. Precisamente en el momento en que la relación con los aborígenes estaba más tensa, hizo de la historia un caso para la jurisdicción militar, mandó arrestar al pobre tipo que había matado a Salomón y lo colocó ante el tribunal de guerra. El chico reconoció su delito sin problemas y sin comprender de qué se trataba, pues para él no había sido más que una lucha entre dos de la que él había salido vencedor. Walton hizo juntar todas las armas, pero naturalmente nadie sabía ya cuántas armas habían conseguido y guardado los hombres-mono, y juntó un piquete de ejecución. Cuando algunos de la fortificación se negaron a participar en esta locura, gritaba: falta de disciplina, negarse a cumplir órdenes, y amenazaba con más ejecuciones si no le hacían caso. Cuando estuvo con nosotros, los viejos que ya estábamos aquí diez años antes de que viniera el tipejo, encontró rechazo y extrañeza, por lo que creyó conveniente dar un escarmiento. Tomó su pistola automática y disparó con sus propias manos al «asesino» juzgado, quien no comprendió para nada lo que quería el capitán de él. A la noche siguiente, todos los hombres-mono habían desaparecido de la fortificación, y con ellos el Walton de seis estrellas. No puedo creer que nadie de la tribu de Goodluck haya comido ni un bocado de ese tipo malvado, pero no se le vio. Nadie le echó de menos. Después de algunas semanas apareció en un árbol de calaveras sobre el altiplano una cabeza fresca que tenía un lejano parecido con la cabeza del oficial de la Marina, pero no se pudo determinar con seguridad si realmente era la del Walton de seis estrellas, pues los buitres ya habían estado allí. Fuera como fuera, no debió tener una muerte fácil.

    El aire nocturno era frío. Uno de los pequeños que había vuelto de la guardia se había sentado con ellos y escuchaba en silencio pero atentamente. La llama fluctuante de la vela se reflejaba en sus ojos. Su nariz ancha se ensanchaba al grabarse el olor de los recién llegados.

    —Empleamos mucha convicción y un montón de regalos para que Goodluck se mostrara conciliador por fin.

    El hombre-mono puso el dedo índice derecho en la llama de la vela. Los pelos de la parte de arriba comenzaron a arder y olía a pelaje quemado. Retiró el dedo y lo olió, después se lo metió en la boca.

    —Bajo el mando de Walton se construyeron alrededor de veinte kilómetros de cañerías de petróleo en la zona de Túnez. Eso le costó sesenta vidas humanas en tres meses, pero le dio igual. Quería forzar el proyecto, aunque vio que casi todo el material sólo era chatarra ya, o estaba destruido por decenios de estar tirado por ahí o se había vuelto inservible por las tropas de mercenarios. Se llamaba el «deadline de Walton», y los jeques la cubrieron de hormigón y la borraron del mapa con verdadera entrega.

    A través de las hojas del castaño brillaban estrellas. Habían vaciado la jarra.

    —Será mejor que deje estas historias —dijo Harald, y bostezó—. Mañana antes del amanecer tengo que ensillar a los camellos y cargarlos para el mercado. Si queréis, podéis venir conmigo. En doce o quince días estaréis de vuelta.
    —Le prometimos al comandante relevar a Ruiz y Murchinson para buscar al próximo grupo que aterrice.
    —¿Creéis que caen como manzanas maduras? Probablemente pasarán semanas o meses hasta que llegue el próximo. Incluso en los mejores tiempos venían dos por mes, a lo sumo tres. Ya no hay muchos en camino.
    —Yo prefiero quedarme aquí —dijo Jerome.
    —Bien, entonces yo iré con vosotros —opinó Steve.
    —Te despertaré —dijo Harald.

    Elmer, con la pierna rota, juntó los vasos de madera y los metió en la jarra. Tomó su muleta.

    —Buenas noches —dijo. Las luciérnagas brillaban intermitentemente como pulsares perfectamente encendidos de forma sincronizada, enviando intermitentemente sus mensajes de luz misteriosos desde las galaxias del microcosmos.
    —Buenas noches —dijo el hombre-mono, y tocó con las puntas de los dedos de la mano derecha rápidamente y de pasada sus frentes, antes de desaparecer en la oscuridad.
    —¿Dónde duerme él? —preguntó Jerome.
    —Tiene su sitio para dormir en los árboles —dijo Elmer, y señaló con la muleta un lugar indefinido arriba—. Está acostumbrado de esa manera. Se alejó rengueando.

    Cuando Steve se metió debajo de las mantas en su cama de campaña, el USS Thomas Alva Edison ya estaba a más años luz de distancia detrás de él que Sirio. Pensó en el oficial inteligente que le había esperado en el aeropuerto de Miami, y la idea de ver pinchada su cabeza en un árbol de calaveras le dio una cierta sensación de satisfacción. Le dio vergüenza, pero poco después se había dormido y yacía envuelto en el mundo de Goodluck como una piedra meteorito que después de caer infinitamente por una constelación favorable a las profundidades del universo había alcanzado la paz y la órbita que le había sido asignada.


    11 - La barca oscura


    Por encima de ellos despuntaba la mañana. Sobre los techos de la fortificación aún era totalmente de noche. Steve tropezó medio dormido al lado de Harald.

    Después escuchó voces bajas, el resoplar de los animales, olió sus excrementos y sus emanaciones. Sombras a media luz, el chirrido de cuero, gritos tranquilizadores, el ruido de las pisadas de herraduras sobre suelo duro. Agua chapoteando; bolsas de piel húmedas amarradas, llenas de agua que se derramaba sobre las sillas; el cencerreo de las armas. Alguien le alcanzó un bol de arcilla con té de menta caliente cuyo intenso aroma le reavivó al instante; lo inspiró profundamente y bebió a sorbos el líquido.

    Cuando dejaron la fortificación del valle ya se hacía de día. Se ascendía en zigzag por senderos hacia la altiplanicie. En el oeste estaban las alturas cubiertas del bosque de San Antíoco y San Pietro, llamadas así por el santo, y que aún se encontraban en la profundidad del regazo de la historia, detrás las profundidades llenas de vapor de la hondonada de las Baleares, el mar creciente.

    Los doce camellos de carga transportaban sobre todo sacos de agua, armas y municiones. Aparte de Steve y Harald había seis hombres más y cuatro de los pequeños, dos del clan de Blizzard y dos del de Goodluck. Iban a pie por bosques de alcornoques, el aire de la mañana estaba lleno del aroma de mirto y laurel que aquí arriba florecía blanco, rojo y de color rosado, y que en su mayor parte ya estaba perdiendo sus flores. A paso regular, los camellos se movían con su gracia de patas rígidas y seguridad de sonámbulo por el suelo de roca atravesado como venas por raíces nudosas.

    Steve tenía hambre, pero no faltó mucho para que hicieran el primer descanso. Comió un tira de carne seca, un puñado de dátiles secos y bebió del té de menta amargo y sin azúcar.

    Mientras el sol estaba en lo alto, descansaron largo rato, los animales se habían quitado las sillas y pacían en la cercanía con las patas atadas. Después siguieron, continuamente al norte, pasando por el monte Linas. Armaron el campamento nocturno al pie de éste, y a la tarde siguiente llegaron a un río, que más adelante se llamaría Tirso, y se quedaron en su ribera. Comieron trucha, que asaban en pinchos encima del fuego.

    Al sexto día habían llegado a la precordillera de Asinara y comenzaron a descender a la hondonada. Debajo de ellos, el mar creciente. Por la noche habían llegado a sus orillas y escuchaban sus olas, que rompían contra bosques semihundidos. En la profundidad, clara como el cristal, se veían las precordilleras inundadas; los árboles ya estaban envueltos en el blanco fantasmagórico de su muerte, y sobre las últimas copas visibles los pájaros marinos se peleaban por las presas. Cabalgaron a lo largo de la costa hacia el norte hasta que se hizo la noche. Después, armaron el campamento en una bahía y escucharon el ruido del mar, de donde debía venir la barca.

    Algunos hombres habían juntado caracoles en el camino durante el día. Ahora se echaron al agua hirviendo, rompieron pinchos de una rama y les sacaron la parte tierna de dentro para comerla. De acompañamiento había Lamponi, una cebolla silvestre y dulce que crecía en grandes cantidades por todas partes sobre el suelo rocoso.

    En medio de la noche, Steve se despertó de repente cuando creyó haber oído que los hombres cambiaban el campamento a un lugar más alto porque el agua subía rápidamente. Sin embargo, todos dormían, excepto dos de los pequeños, que estaban sentados junto al fuego, casi apagado, que ardía entre las piedras amontonadas. Le miraban en silencio.

    Las aguas eran negras. Las dunas planas se perdían en helechos y malezas bajas. Los árboles ahogados se habían retirado para morir a profundidades mayores a las que no llegaba ni siquiera el grito de un pájaro. Un halo frío de sal y el olor a lejanía, en el cielo una media luna muy cerca del horizonte borroso.

    Luego Steve soñó que era un pájaro de muchos colores que ardía en llamas y que arrasaba los bosques de las profundidades, encendiendo con un golpe de sus alas calientes los pálidos esqueletos de los árboles, desplegando chispas como un duende. Pero entonces se dio cuenta de que su grito sonaba sin que nadie lo oyera, que el agua salada ahogaba las brasas, y que alrededor todo fuego moría.

    Poco antes del amanecer se oyeron gritos, Steve se despertó y miró hacia el agua, vio una luz intermitente a intervalos irregulares. Harald respondió tapando la luz de una linterna con su sombrero de cuero de ala ancha, al mismo tiempo que Steve deletreaba. Era un código. Harald volvió a colocarse el sombrero que le proporcionaba un aspecto de capitán grandevo de ladrones y dijo:

    —Les he enviado el mensaje de que el aire está limpio. —Steve notó que los hombres habían aparecido y estaban asegurando el lugar previsto para atracar.

    Poco a poco aclaró, pero por más que Steve forzara sus ojos, no podía descubrir ningún barco en el agua aunque, proveniente del mar y a alguna distancia oía claramente balidos de cabras. Después, repentinamente, como un cuadro enigmático, le saltó a los ojos el contorno de un vehículo que comenzaba a destacarse en la niebla. No era raro que no hubiera podido verlo antes, ya que tanto el casco como todos los elementos de la parte superior, la verga y el mástil estaban pintados con pintura azul oscura casi negra, y también la vela estaba teñida con índigo azul negro. Jamás había visto con anterioridad una embarcación tan triste, un velero de poca profundidad, chato y tosco, y con una vela latina primitiva en un mástil corto. La vela acababa de ser arriada, y la verga bajada; poco a poco el barco se deslizaba hacia la costa. Los gritos iban y venían.

    «Es la barca del Aqueronte», se dijo Steve, ¿por qué la habrán pintado de un color tan horrorosamente oscuro?

    —No es bonito —dijo Harald, como si hubiera oído la pregunta muda-, pero sí muy práctico. Tampoco de día se distingue desde el aire, ni siquiera con radar, porque es todo de madera. Los jeques ya nos dispararon dos. Hemos aprendido de eso. —Asintió malhumorado—. Sí, es feo —reconoció entonces—. Pero ¿tienes alguna idea de cuánta gente de la Marina entiende algo de construcción de barcos? Tampoco me pareció posible. ¡Nadie! Algunos carpinteros que en realidad deberían armar barracas lo clavetearon. Y no permitiremos nunca más que nos lo hundan. De ahí el color de camuflaje.

    Lanzaron cuerdas a la costa y las ataron a árboles, se deslizaron planchas por encima de la borda. La tripulación estaba vestida con albornoces azules, llevaban pañuelos en la cabeza y turbantes negros y azul oscuro. Tanto la carga como los pasajeros estaban escondidos debajo de un toldo negro contra el sol.

    —Hacen regularmente su ronda y atracan aquí cada noventa días aproximadamente. Nos comunican con las bases en España, desde donde recibimos alimentos y sobre todo animales. De lo contrario tendríamos que llevarlos por los pantanos del delta del Ródano. También trae a la gente que viene de la Atlántida, y lleva a aquellos que quieren ir allí en otoño.

    Recipientes de gasolina rodaron por las planchas haciendo ruido. Descargaron de una en una aproximadamente dos docenas de cabras salvajes domesticadas, también canastos con dátiles comprimidos y atados de pescado seco. Sacos de agua que la noche anterior se habían llenado de agua fresca del arroyo se transportaron a bordo para equipar al barco para su largo viaje de más de mil kilómetros hasta la desembocadura del Almanzora. En el caso de vientos contrarios, la barca precisaba hasta treinta y cinco días para recorrer esa distancia. Un mes bajo un cielo sin tregua, en contra de un viento que en general soplaba del oeste, y luchando contra la corriente de agua que entraba con mucha fuerza por el estrecho de Gibraltar, que se comenzaba a notar poco a poco al sur de las Baleares y que se volvía más fuerte cuánto más se llegaba al oeste.

    Algunas figuras oscuras descendieron, antiguos mercenarios. Habían cazado en el valle del Ródano y llevaban paquetes con pieles de boisei sobre los hombros. Los hombres pequeños presentes sentían las pieles y se inquietaron.

    —Preferiría dejarlas aquí abajo —les gritó Harald, y señaló las pieles—. Si uno de los hijos de Moses está en el mercado, entonces la cosa se puede poner difícil para vosotros. Y él es el único que también puede vender animales para montar y de carga.

    Los tres cazadores intercambiaron miradas indecisas, después tiraron sus paquetes con pieles sobre el suelo.

    —¿No nos pueden vender animales? —preguntó uno.
    —¿Qué queréis hacer con eso? —preguntó Harald, y señaló con desprecio las pieles polvorientas y de pelambre roja.
    —Los Jeques pagan un buen precio por ellas.
    —¿Y con qué queréis pagar los camellos?
    —También tenemos pieles y dientes de tigre. Éstas rinden cada vez más en la Atlántida.
    —Se podría hablar de eso —murmuró Harald. Entretanto, Steve sabía que no se podían esperar limosnas de las Bermudas. Ya la conexión a través del Atlántico costaba gran cantidad del valioso combustible y era un gesto generoso. Las reservas que la Marina había enviado allí en el pasado eran grandes, pero no inagotables. En la hondonada occidental, el aceite diesel era una rareza porque la mayor parte de los contenedores o habían sido detectados por los mercenarios y explotados sin sentido, o se encontraban en el fondo del mar. Los vehículos sólo se utilizaban ya en situaciones extraordinarias, cuando se trataba de la salvación de vidas humanas o de la defensa de la fortificación. Si obtenían combustible de la Atlántida tenían que pagarlo, al igual que todos los bienes y mercancías. La joven colonia no regalaba nada.
    —¡Dejen paso! —escuchó Steve gritar a alguien. Se volvió y vio a Blizzard, que había bajado con la barca desde el norte. Era difícil calificarle como uno de los hombres mono pequeños. Era un ejemplar de su raza inhabitualmente grande y tenía una piel sedosa y casi blanca. Su aspecto exterior, que imponía, y sus movimientos medidos le otorgaban un porte aristocrático. Daba sensación de dignidad. Si Goodluck era un buen luchador, un jefe con experiencia en la batalla, Blizzard era un príncipe. Sus ojos color gris claro miraban con sensibilidad y sin consideración, con ellos dominaba en silencio y categórico. También a los seres humanos; se sometían a él inconscientemente. Con la seguridad de un gran señor, dictaba el protocolo y determinaba las jerarquías. Nadie en la fortificación se hubiera sorprendido demasiado si un día le hubieran visto tras del escritorio de Harness dirigiendo las operaciones con gestos tranquilos. Sus hembras, cinco o seis pertenecían a su escolta permanente, estaban preocupadas por su bienestar físico y espiritual. Le veneraban casi. Se disputaban el lugar por cuidar aún más su piel ya tan cuidada, meterle en la boca bocados exquisitos y servirle al menor arrebato de placer.

    Bajó como un pacha con su séquito y saludó a los presentes con una inclinación honorable de su cabeza. Sin querer, Steve también inclinó la suya.

    El «mercado» estaba a medio día de viaje al este del atracadero, sobre la cima de una montaña que ofrecía una vista de todos los alrededores. Aquí se encontraban en territorio neutral gente de la fortificación, mercenarios comerciantes, cazadores y antiguos miembros de los grupos de aterrizaje que habían dejado su servicio en la fortificación y ahora intentaban, como Moses, crear su propia existencia en una región despoblada del sur de Europa. Aquí intercambiaban sus productos: pieles, cuero, objetos de uso de la Atlántida o de contenedores de la Marina robados, animales del desierto que habían intentado domesticar o criar. La oferta era muy pobre y al mismo tiempo conmovedora, y a Steve le hacía recordar los mercados de Navidad en los que los niños ofrecen objetos hechos por ellos mismos para fines caritativos, sólo que aquí el fin era la supervivencia, así como un poco de lujo y comodidad que hiciese que valiera la pena vivir esta vida sostenida con esfuerzo.

    Steve quedó asombrado por la variedad de pieles y cueros que ofrecían los cazadores.

    —¿Quién necesita todas estas pieles? —preguntó a Harald.
    —Con esto intercambiamos todo lo que necesitamos.
    —Pero si en las Bermudas hace calor todo el año.
    —Eso no importa. Es simplemente cuestión de prestigio. Una moda y nuestra suerte —se rió—. En cierto modo ayudamos a que sea así —aseguró guiñando los ojos—. Nuestros comerciantes se visten allí cubiertos de pieles como grandes príncipes rusos.

    Repentinamente a Steve le llamó la atención un joven que se parecía mucho a Moses, a quien había conocido hacía apenas diez días.

    —Ése es Rubén, uno de los hijos de Moses. El segundo. Trajo los caballos de un año para venderlos. Moses mismo ya es demasiado viejo para la larga cabalgata desde el Tesino hasta aquí. Y el muchacho que está allá con los animales es un boisei crecido.

    Por primera vez en su vida, Steve vio uno de estos hombres-mono tímidos e inofensivos de los que había oído hablar tanto. Era un hombrecillo de cerca de dos metros de altura, de espaldas anchas como un orangután, con frente amplia, una raya en el cabello, piel rojo herrumbre y grandes ojos de mirada temerosa. Había venido como arriero en compañía del joven Cala, estaba sentado entre los camellos jóvenes atados y comía pacíficamente un puñado de cebollas silvestres que pelaba con movimientos cuidadosos, casi tiernos, de sus enormes manazas antes de empujarlos en su boca.

    En ese momento le descubrió un guerrero de la escolta de Blizzard. Se puso en cuatro patas y se arrastraba sin hacer ruido. Su instinto de caza se había despertado. El boisei le notó cuando ya era demasiado tarde. Gimió porque vio que había caído en una trampa, e intentó en vano pasar entre las piernas de los camellos, pero el chico ya le había agarrado de las orejas. Le bajó con violencia brutal la cabeza hacia abajo y le dio un par de golpes contra las costillas con sus patas con garras. Empezó a correr sangre. Los camellos se movían de un lado a otro agitados, con las patas amarradas. El boisei chillaba de miedo y se orinó.

    Steve quedó paralizado del susto y no sabía qué hacer. No comprendía el motivo de la salvaje reyerta, ya que el gigante peludo realmente no podía haber provocado al otro.

    Rubén acudió rápidamente, cogió al agresor por las orejas para que el cuello del boisei estuviera fuera del alcance de sus dientes. Al hacerlo, el pequeño quedó debajo del chorro de orina del grande, y gimió como si hubiera sido herido. Rubén lo soltó y dio unos pasos atrás. El pequeño se limpió con fuerza el pecho, como si quisiera borrar las manchas de su piel color arena. Estaba fuera de sí de rabia, y se inclinó como para dar un salto; se alzó dos metros por el aire, y casi hubiera golpeado a Rubén en el bajo vientre con sus oscuras y afiladas garras, que brillaron como vidrios oscuros, y con sus dientes puntiagudos en el cuello si éste no se le hubiera tirado encima y le hubiera dado un puñetazo asesino sobre la nariz chata. El pequeño dio medio salto hacia atrás y cayó al suelo. El golpe hubiera tirado a un toro, sin embargo el muchacho se levantó muy rápido. Tan ágil como un gato, quedó de pie enseguida y se agachó. Rubén se puso en posición de boxeador. El chico inició una nueva defensa con un golpe de puño, e intentó engañar a Rubén. Esta vez saltó más alto para llegar con las garras de las manos traseras al cuello de su agresor. Pero inesperadamente, Rubén dio un paso atrás y cuando toda la carga de músculos con los brazos en alto y las piernas separadas y estiradas hacia delante se le vino encima, le dio una patada terrible en los testículos. El chico cayó, se dobló y perdió el conocimiento, pero volvió en sí en un período sorpresivamente corto, y antes de que Steve se diera cuenta, estaba nuevamente de pie.

    Rubén, a quien una de las garras peligrosas y afiladas le había rozado en el antebrazo y sangraba bastante, le dio la espalda y trataba de tranquilizar al boisei temeroso y a los camellos. Steve dio un grito de advertencia, pero no le oyó, pues no mostraba reacción alguna. Steve se disponía a abalanzarse sobre la maldita bestia para evitar un ataque alevoso, cuando sucedió algo muy extraño. El pequeño se dirigió tranquilamente hacia Rubén y le dijo:

    —¿Es tuyo? —refiriéndose con un movimiento de la cabeza al boisei, que volvió a abrir los ojos asustado.

    Cuando Rubén asintió sin palabras, el chico dijo:

    —Lo siento. —Tocó con el dedo la camisa empapada de sangre por encima de la herida de Rubén, se chupó el dedo y salió trotando como si no hubiera sucedido nada.
    —¿Por qué las dos razas se odian mutuamente? —preguntó luego Steve al joven Calahan, cuando estaban sentados a la sombra de un techo de juncos y esperaban a que se hiciera la cabra asada en el pincho.

    Rubén, que con su pelaje crespo y espeso parecía tener sobre su cabeza un gran nido hecho por pájaros tejedores, levantó el hombro recién vendado.

    —Tienen una relación misteriosa entre sí. Los boisei normalmente descubren a los otros a una milla de distancia y literalmente se lo hacen encima del miedo. Es imposible detenerlos. Y si se les encierra, se vuelven locos y del pánico arman un jaleo bárbaro. Los pequeños disfrutan este miedo, les engañan con trucos, pues son mucho más inteligentes, y torturan a estos torpes inofensivos cruelmente hasta la muerte. Después se los comen, como hacen a menudo con sus enemigos. Pero en alguna ocasión he visto también que los amortajaban ceremoniosamente, los cubrían de flores y ponían piedras encima, como hacen solamente con sus jefes de tribu preferidos. Aquí en las montañas hay uno de estos lugares de enterramientos. De alguna manera, los pequeños parecen venerarlos a pesar de todo ese odio. Sienten que están más emparentados con ellos que con todos los demás seres vivientes, que son sus antecesores, y al mismo tiempo sienten la falta de capacidad de supervivencia. Esto parece ser un desafío especial para ellos. Y los torpes no tienen la más mínima oportunidad ante estos diablos vivos, aunque les superan en fuerza física. Se meten en cualquier trampa que les ponen, corren hacia cualquier cuchillo que los pequeños tienen. Un día los habrán relegado y exterminado. Hemos hecho todo lo posible para apoyarlos y darles más autoestima, pero cuando se ven enfrentados a un pequeño, fracasan por completo. Tal vez tenga que ver con su alimentación. Incluso es casi seguro que sea así. No comen carne, tienen una vergüenza casi sagrada de hacerlo.
    —La raza humana no podría haber evolucionado de ellos —dijo Steve—. Para ello se requirieron monos asesinos, de sangre fría, imprevisibles y despiadados.
    —No hace mucho que están —dijo Rubén—. Tenemos el futuro por delante. Todavía todo está en nuestras manos.

    Steve sacudió la cabeza. «No somos más que una boca llena de agua que escupes al mar», pensó, «no sirve de nada». Sin embargo, no lo dijo en voz alta.

    En el camino a casa el tiempo cambió. Las cimas de las montañas se envolvieron en nubes. Refrescó y comenzó a llover; una lluvia fina pero continua que caía sin hacer ruido y mojaba todo.

    Los fuegos del campamento humeaban, pero ya no calentaban. Las noches eran húmedas, los días cubiertos. El bosque, aireado y lleno de luz camino al norte, ahora estaba tenebroso y lleno de niebla. Las ramas peinaban las nubes bajas y sacudían el agua de los helechos. La piel brillante de los animales estaba dura de la humedad y erizada, sus flancos parecían hundidos. Su pisada sonaba roma sobre el musgo húmedo y los almohadones de agujas de pino caídas. El ambiente agobiante hacía que hombres y animales enmudecieran.

    Arroyos de montañas de los cuales hacía pocos días apenas se podía sacar bastante agua con los baldes de cuero, corrían ahora marrones al valle para caer por gargantas empinadas a la hondonada occidental, arrastraban piedras y arrancaban árboles. Continuamente alguno de los animales, al cruzar las aguas turbulentas, perdía el equilibrio, quedaba apretado bajo troncos atravesados y amenazaba con ahogarse. Los hombres, sumergidos hasta las caderas en el agua, intentaban sacarlos con cuerdas y levantarlos.

    Para los pequeños era mucho más fácil. Se balanceaban livianos sobre árboles caídos sobre los vados o se colgaban de rama en rama, con el arma y el equipo colgados sobre el pecho y la espalda. La piel mojada de la cara les daba una expresión muy triste, como si hubieran estado sentados juntos llorando amargamente. Sin embargo, sus ojos brillaban de vivacidad, y de vez en cuando también de burla por tanta falta de destreza de parte de sus lejanos descendientes.

    Aunque todos estaban muy cansados, de noche no podían dormir, y Harald quedó ronco, tanto se había resfriado debido al agua helada de la montaña.

    Una vez descubrieron huellas frescas de camello, y también de cabras silvestres. No encontraron a nadie. La tierra era amplia y estaba vacía. Pertenecía a los árboles y a los pájaros.

    Llegaron a la fortificación al finalizar la tarde. Debajo de los techos en forma de tubo y con plantas estaba más oscuro que nunca. Alguien había encendido un fuego para ensillar y había puesto trapos secos. Los recién llegados los recibieron agradecidos y se frotaron, pues todos estaban helados y desde hacía días llevaban la ropa empapada.

    Steve se secó los cabellos y el rostro con una toalla caliente que alguien le alcanzó, y bebió un té de menta fresca caliente y aromático de un bol de madera. Después ayudó a desensillar y a frotar los animales, que apenas podían tenerse en pie por el cansancio. Tomó un brazo lleno de hojas secas de encina que olían al calor del sol de un día templado de otoño y las frotó sobre un joven camello que, parado con los flancos temblando, olisqueaba sin ganas un trozo de paja.

    El arroyo espumaba hacia el valle; de muy lejos llegaba el sonido del motor de una apisonadora.

    Se distribuyeron las cargas que debían ser llevadas al depósito. Steve hizo que pusieran sobre sus hombros uno de los bultos de cuero resbaloso en el que habían cosido carne seca. Metió los dedos en las costuras gruesas para que la carga no se resbalara. El sendero oscilaba hacia abajo en dirección a las barracas del sector intermedio de la fortificación. El calor del té y del esfuerzo le invadió y le hacía sentirse mareado.

    Por todas partes había hombres con apisonadoras y palas bloqueando el arroyo, que amenazaba con desbordarse por encima de la ribera e inundar las barracas. Tronaba tanto, que sólo era posible entenderse en voz alta.

    —Desde que estamos aquí no hemos tenido lluvias de tal magnitud —dijo el comandante—. El tiempo, sin embargo, parece cambiar más rápido de lo que habíamos supuesto hasta ahora. Con el muñón de su brazo hizo una señal al conductor de la apisonadora, que estaba dando curvas por el lecho del arroyo, levantó del agua una pala de piedras y la echó sobre el talud. Steve tomó una pala para ayudar a los hombres a distribuir las piedras en un dique bajo. Se dijo que le sería más fácil entrar en calor al hacerlo.
    —¿Cómo ha ido todo por aquí? —gritó Steve—. He conocido a uno de los hijos de Moses en el mercado. Un buen tipo. Parece ser que Moses tiene una gran cantidad de hijos y una hacienda en el Tesino.
    —¿Un negro en el Tesino? —Jerome se rió a viva voz—. Inimaginable.
    —A él le pertenece prácticamente toda Suiza y el resto de Europa además. Al norte de los Alpes viven solamente algunas tribus de boisei. Siempre huyendo de los pequeños.

    Jerome asintió.

    —He oído hablar de eso. Siempre fue así. Y eso que hay suficiente sitio en estos terrenos inexpugnables.

    De repente ambos tiraron lejos sus palas y salieron corriendo. Dos hombres que habían estado en el norte traían a Harald. Se había quebrado bajo su carga y había perdido el conocimiento. Ayudaron a llevarle y le condujeron al lazareto detrás de la cantina.

    —Desvístanlo —dijo Nina, que puso una sábana nueva a una de las cuatro camas. Después llevó agua caliente de la cocina y la sacudió dentro de una bañera de campo hecha de tejido sintético gomoso. Metieron a Harald dentro, con lo que éste volvió en sí de inmediato.
    —Ey, ¿qué quiere decir esto? —chilló, aún algo ido, mientras Nina le enjabonaba la espalda y la cabeza—. ¿No tenéis respeto por un hombre de edad? —Apretó los ojos cuando el jabón le corrió por el rostro—. Eres la última de la que hubiera esperado esto, Nina. Siempre te consideré una persona correcta.

    Su rostro muy rojo apareció por encima del borde de la bañera y miró a los que estaban alrededor con la amargura de un anabaptista que durante su negocio sagrado casi se hubiera ahogado en el Jordán.

    —No estoy enfermo —dijo—. Dejadme en paz. Tengo cosas que hacer.
    —Tú cierra el pico, Hal, y acuéstate a dormir —rezongó Jerome—. Tienes fiebre.

    Harald le miró con cara de desgraciado.

    —¿Eso crees?
    —Eso lo veremos enseguida —dijo Nina—. Nos ocuparemos de ti. Dentro de unos días estarás de nuevo en pie.

    Harald miraba desconfiado a uno y otro, y cada uno de ellos le hacía una señal alentadora. Le masajearon bien y le metieron en la cama, se dejó hacer y se entregó a su destino.

    Todos venían a ver a Harald para saber cómo estaba, también el comandante, Blizzard y Goodluck, sin embargo, debido a su agotamiento hacía mucho que dormía como una piedra.

    Después de comer estaban sentados muy juntos alrededor del fuego, que no conseguía disipar el frío húmedo que lo penetraba todo. Entre los caños, el agua caía del techo; el arroyo bramaba hacia el valle, corría imperturbable como el tiempo que ellos habían creído vencer por siempre. Las preguntas y respuestas eran monosilábicas. Quién iría la próxima primavera a la Atlántida; qué se contaba en el mercado; cuántos de los mercenarios árabes se podían haber unido a los comerciantes y guerreaban por cuenta propia y cuántos estaban dispuestos a hacer las paces y buscar una solución común...

    Incluso los pequeños tenían un aspecto decaído, con los rostros apoyados en sus puños oscuros y peludos. También ellos sentían de alguna manera que el tiempo estaba cambiando, que algo se había roto. Las luces del día y las lámparas de petróleo sobre las mesas dibujaban sombras bizarras en las paredes de pintura descascarillada.

    Uno tras otro los hombres se despidieron con un saludo pronunciado en murmullos y desaparecieron en la oscuridad, se metieron en sus camas húmedas y en sus sueños miserables.


    * * *

    Harald estaba mal. Steve suponía que se trataba de una pulmonía. Jerome acudió al comandante y le pidió antibióticos, pero Harness sacudió la cabeza.

    —Hace ocho años que no conseguimos ningún contenedor con medicamentos de la hondonada. Y los demás tampoco. De lo contrario, por lo menos hubieran aparecido partes de la carga en el mercado. La Marina cree que todos gozamos de muy buena salud. Francis es muy optimista, como siempre, y el transporte cuesta dinero. Lo lamento. No podemos ayudarle. Tenemos que intentar que lo logre solo.

    Se alternaban para hacerle compañía si no estaban en el puesto de vigilancia, patrullando la hondonada u ocupados con trabajos en la fortificación: Steve, Jerome, Charles Murchinson, Ricardo Ruiz, un hombre pequeño y tímido de casi cincuenta años de nombre Leonard Rosenthal, Elmer Trucy, apoyado en su muleta, aguantando durante horas, y naturalmente Nina, que cuidaba del enfermo.

    Steve se pasaba las noches sobre uno de los camastros en el lazareto, escuchaba con paciencia los relatos confusos del anciano, controlaba su respiración ruidosa, le limpiaba el sudor de la frente con manchas marrones. A ratos le parecía que Harald no dormía, sino que escuchaba divertido algún diálogo muy antiguo del pasado que tocaba como una ola el borde de su conciencia, que ya no era totalmente la suya.

    Y de pronto a Steve se le presentó la idea angustiosa de que la muerte podría ser una especie de falta de pensamientos, una especie de desorientación de anciano, la imposibilidad de la conciencia de arreglárselas en el tiempo, no poder ya volver a tientas al presente; una conciencia que daba vueltas por los corredores del pasado, que escuchaba diálogos fantasmagóricos del recuerdo mientras el cuerpo, dejado sin cuidado a las leyes de la materia, se pudría en las catacumbas del tiempo e iba en dirección al futuro como una escoria quemada. Steve apartó esos pensamientos tan oscuros. Después de haberse adormecido durante un momento, alzó la mirada. Harald estaba despierto y le miraba atento.

    —No quise despertarte, Jerome —dijo—. Pero ahora que estás despierto, te lo puedo preguntar: ¿Alguna vez viste antes esta señal? Un pendón con una cruz que cuelga de una barra horizontal en un mástil de bandera. Este mástil lo sostiene una oveja que envuelve de forma tonta su pata delantera a su alrededor y lo sostiene con el hombro.

    Steve sacudió la cabeza sin entender.

    —Agnus Dei —dijo Harald, y alzó significativamente el dedo índice y mostró al sonreír una mandíbula sin dientes—. El cordero de Cristo que nos salva.

    Steve intentó sobreponerse a su sueño.

    —Puedo recordar que estuve muy indignado cuando vi esta señal por vez primera. —Harald tosió, inspiró con ruido unas veces y prosiguió:—Era un niño pequeño aún, estaba en segundo o tercer año. Teníamos vacaciones de Pascua, y mi padre, que entonces daba clases de vuelo en el aeropuerto de Copenhague y tenía un taller de reparaciones para máquinas privadas, me llevaba a Alemania cuando tenía que hacer negocios por allí. Estábamos en Munich, y era un día increíblemente cálido, casi primaveral, con un cielo azul como apenas hay en julio en Dinamarca. La gente estaba sentada al aire libre y bebía cerveza de gigantes jarras de cristal. Entonces vi en una panadería un rebaño entero de estas ovejas, este Agnus Dei, grandes, medianas, pequeñas, con azúcar impalpable encima, una junto a la otra, y cada una tenía su patita delantera alrededor de un palo, del que colgaba un pendón con la bandera danesa. «¿Qué significa eso?», pregunté a mi padre. Puso una cara muy seria y preocupada y dijo: «Se ríen de nosotros, Harald. Quieren decir que a nosotros los daneses nos gobiernan cabezas de ovejas. Y tal vez incluso tengan algo de razón». Me guiñó un ojo. Recordé más tarde que vi la burla en sus ojos pero no pude interpretarla. Jamás dudé de las palabras de mi padre. Me enfadé, y mi relación con los alemanes permaneció bastante enturbiada durante años. —Harald se rió, y su alegría provocó nuevamente un ataque de tos torturante. Su rostro estaba caliente y tenía lágrimas en los ojos por el esfuerzo.

    «Está hablando así por la fiebre», se dijo Steve cuando le sacudió la almohada y volvió a colocársela en la espalda.

    —¿Y sabes, Jerome, dónde volví a encontrar esta señal? —preguntó Harald, y miró a Jerome intensamente—. ¡Aquí! ¡Sí aquí! —dijo Harald—. Yo me encontraba con el todoterreno bastante lejos, al sudeste, me dirigía a las montañas de Sicilia y me había detenido en una altura desde donde tenía una vista amplia de la depresión del Tirreno. Allí escuché en el este un estallido de materialización y vi minutos después un vehículo oscilando al que en nuestra juventud tal vez hubiéramos llamado platillo volante. Estaba pintado de un exquisito color azul cobalto y poseía un cañón saliente de aspecto peligroso que más bien parecía una antena de onda corta y que estaba montado sobre en el techo de este extraño vehículo. Y delante, en proa, estaba esta señal, muy hermosa, en oro sobre base azul cobalto, el corderito con la bandera. Yo conducía directo hacia el objeto aterrizado y no podía creer lo que veía. Un tipo enorme, de dos metros y pico de altura, salió trepando con un traje protector de color cobalto y un casco tipo astronauta. Detrás de su visor con capa dorada apenas se podía distinguir la cara, y en la manga de su traje nuevamente esta señal. Ahora también participa una asociación en este poker horrible, pensé, bajé y me dirigí hacia él, el MP lo dejé por suerte sobre el asiento del conductor. «Ey», le dije, pero el tipo no entendía ni una palabra de inglés, ni hablar del danés. Hablaba una lengua que me recordaba lejanamente a mis clases de latín, pero no era ni latín ni italiano, algo intermedio. No sabía qué pensar del tipo, pero remarqué asombrado que el cañón sobre el techo de su máquina le seguía sin esfuerzo a cualquier movimiento de la mano que hacía. Claro que tuve cuidado de no darle ninguna oportunidad de señalarme a mí. «¿Láser?» le pregunté haciéndome el bobo. Él señaló un grupo de árboles, quizá a seis o setecientos metros de distancia. El cañón dio un salto, escupió fuego y los árboles saltaron prácticamente por el aire cuando la luz les dio, antes de caer en llamas. Yo asentí admirado, y miré de reojo con sentimientos encontrados el cordero en su manga. Él murmuró algo en su latín cómico, y yo pedí a los dioses que el humanista armado futurísticamente no estuviera al servido de los jeques. Pero la preocupación resultó ser infundada. Después de haber desenterrado parte de mi formación ya olvidada y de haber hecho acopio de mi agudeza, la cosa resultó ser como sigue: que era de la flota papal del Mediterráneo, fuera lo que fuera esto, y que tenía la tarea de prepararle el camino al Señor, significase lo que significase. De todas maneras, los jeques descubrieron en poco tiempo al cruzado. Fue poco después de la batalla por Gibraltar, y nuestros amigos africanos tenían muchas ganas de disparar en esa época. Comenzaron a disparar, y yo me fui lo antes posible, ¿de qué podía haberle servido? La batalla duró días. El azul cobalto no se dejaba vencer. Prendía fuego con su cañón láser las a posiciones, hasta que toda África estuvo en llamas. Los MIGs ardían como luciérnagas y caían como ceniza del délo, pero en algún momento debieron darle pues los disparos acabaron. Lo llenaron de golpes atómicos, tanto que me quedé sin aliento en mi escondite. En aquel entonces recibí una cantidad grande de radiación, me sentí mal durante semanas, exhalaba tal cantidad de luz que podía haber leído en la oscuridad... Pues sí, Jerome, eso fue lo que pasó con el tipo de la Flota Papal. En cierta forma me impresionó. Él solo en contra de toda esta superioridad de fuerzas, sin dejarse achicar. De repente, ese símbolo no me pareció ya tan tonto, si entiendes lo que quiero decir.
    —Sí, entiendo —dijo Steve—. ¿Aparecieron más de estos cruzados?

    Pero Harald no respondió. En un instante se había dormido. Su boca muy abierta respiraba con dificultad. Más tarde Jerome fue a relevarle. Junto con Ruiz había estado sentado la mitad de la noche en puestos de vigilancia, y aunque estaba muerto de cansancio no se dejó convencer de no hacer vigilancia de Harald. Steve fue a la barraca dormitorio y se acostó en su litera. Se durmió de inmediato. Poco tiempo después (a él le pareció que fueron sólo algunos minutos) alguien le cogió del tobillo y le sacudió.

    —Harald ha muerto —susurró Jerome.
    —Oh, Dios mío —dijo Steve. Se sentía imposibilitado de levantarse, hasta que notó que Jerome lloraba—. Acuéstate un poco —le dijo—. Me encargaré de todo.

    Se levantó. De repente sintió frío, aunque hacía calor en la barraca.

    Seguía estando oscuro fuera.

    —Maldición, sólo me dormí un momento —dijo Jerome—y cuando levanté la vista, ya estaba muerto. Le dejé solo en sus últimos minutos.
    —No te preocupes, Jerome, no lo notó. Él pensó toda la noche que estabas junto a él. Siempre me llamaba por tu nombre.

    Steve salió fuera a la noche. En el lazareto se encontró con Nina y Goodluck. ¿Le habría atraído el olor de la muerte?

    —Se ha ido —dijo Goodluck con su voz gutural.
    —En nuestro mundo hubieras podido ser cura —le dijo Nina sarcástocamente.

    Harness entró a ver qué pasaba.

    —Acabo de oír...
    —Sí, dijo Nina. —Tenemos que lavarle. Se ensució.
    —Déjame hacerlo a mí —dijo Steve en voz baja. Colocó la sábana sobre el muerto y se lo puso en brazos. No pesaba más que un perrito.
    —Ocúpate —dijo Nina al comandante—de que Alfaro le haga un ataúd. Lo mejor es que lo preparemos aquí.

    Steve se fue con su fardo en dirección al arroyo. El día despuntaba. Steve colocó el cadáver en el agua baja de la orilla y abrió la sábana. La boca de Harald estaba tan abierta como si hubiera cantado en un coro que sólo él podía oír. Steve rasgó un trozo de tela y le ató la mandíbula, antes de que la alegría quedara petrificada en un grito torturante, después lavó al muerto. El cuerpo pareció cambiar de constitución con el agua helada; de repente, la piel azulada se sentía en sus manos como metal, lisa y redondeada, rígida.

    —Le enterraremos arriba, al sol —dijo Elmer Trucy. Steve levantó la mirada. No había oído acercarse al viejo. Estaba allí parado con la pierna mutilada alrededor de la muleta—. Allí arriba, donde los pequeños entierran a sus guerreros, es donde él prefería estar. Es un lugar más hermoso que el cementerio de los héroes que Walton hizo construir debajo de la fortificación.

    Steve no respondió. Envolvió al muerto en la tela empapada y le llevó de vuelta al lazareto.

    «Qué pequeños son los muertos», pensó. «Es como si con la vida hubieran perdido tamaño».

    Había dejado de llover. A través de los espacios intermedios en los techos se filtró luz clara. Por encima de las montañas en el este estaba el sol.


    * * *

    Al día siguiente le enterraron en la cima de la montaña, encima de la fortificación, donde desde tiempos inmemoriales descansaban ya grandes jefes y guerreros debajo de sus árboles de calaveras. Grandes encinas crecían allí, además de árboles de canela bien formados y acacias. Entre las ramas inquietas caían círculos de sol sobre la tierra recién sacada, y sobre las caras de los reunidos. Todos sentían las miradas de los grandes muertos que descansaban aquí dirigidas sobre ellos mientras enterraban a Harald a cinco pies de profundidad entre sus esqueletos. El aire cubierto de niebla y la luz como humo dorado.

    El comandante leyó algunas palabras en voz alta, los demás guardaron silencio. Blizzard estaba parado, inclinado, apoyado sobre sus poderosos puños, y miraba a lo lejos.

    El ataúd simple estaba tan recubierto de flores que la tierra que debía cubrirle cayó casi sin hacer ruido en el pozo.

    El viento siseaba entre las ramas, y en alguna parte, cerca, un grillo cantaba continuamente y con una precisión casi mecánica. El sol ya estaba casi al mediodía.


    12 - Un grupo perdido


    El «puesto de guardia» era un podio en la roca al oeste de la fortificación. Ofrecía una vista amplia hacia el sur y suroeste, y constaba de un promontorio con arbustos bajos que ofrecía seguridad ante miradas desde abajo y desde las alturas vecinas. Detrás había una cueva seca en la que era posible resguardarse cuando hacía mal tiempo, o si aparecía un avión enemigo en el cielo. Aquí también había un aparato de radio y un equipo de baterías que podían cargarse con células solares, así como una conexión telefónica con la comandancia en la fortificación.

    En las semanas siguientes, Steve estuvo haciendo guardia varias veces junto a Charles Murchinson. Prefería el servicio de guardia por las mañanas, donde diariamente se ofrecía un espectáculo grandioso. El cometa que habían visto en la noche de su llegada ya se había movido por el cielo diurno y por las mañanas comenzaba a alejarse del sol. Poco antes del amanecer, por encima de las montañas del este, subía un geiser de luz, como si soplara el sol naciente como una ballena; después emergía la cabeza brillante del cometa, mientras la cola entraba en brasas hacia las estrellas que se apagaban, para después desaparecer ella también, y la luz de la mañana llenaba el cielo. Día a día subía más temprano y perdía luminosidad, la cola se acortaba y poco a poco desapareció la cuchilla que les había asustado en la amplitud y oscuridad del universo.

    Pasaron meses, pero ningún otro grupo de viaje apareció en el cielo. Cada tanto se oían explosiones en el oeste que provenían de materializaciones, pero siempre se trataba de cañerías o máquinas de excavar. Charles podía identificar los envíos por la explosión, y con el tiempo Steve también aprendió a hacerlo, pero siempre oteaba nervioso con los prismáticos en la niebla de la zona de aterrizaje, para estar del todo seguro. Charles, en cambio, ni siquiera levantaba la vista de su lectura. Le gustaba leer, y Steve le prestaba los libros que había traído consigo.

    Las explosiones cuyo eco traía el viento de África eran mucho más numerosas que las del borde occidental de la isla, en las regiones de lanzamiento de la Marina.

    —Vuelven a recibir refuerzos —remarcó Charles enfadado. Quisiera que hubiera un futuro en el que la Marina de los Estados Unidos fuera tan inteligente como para enviarles a los tarados de allá un par de bombas atómicas directamente en el regazo. Eso nos ahorraría muchos problemas. Pero los científicos de la Marina de todas maneras se esforzaron poco por reflexionar a fondo como los de vuestra NASA.
    —¿Qué quiere decir vuestra NASA?

    Murchinson se rió seco.

    —En nuestro tiempo jamás existió una NASA, ni hablar de navegación espacial. Estados Unidos era un país pobre. Jamás hubiera podido permitirse este lujo. Pero era un país valeroso. Nuestros soldados ganaron la guerra contra Alemania y Japón cuando Hitler ocupó las tierras de los Habsburgo y se burló del coloso de Panamá. Qué promesas nos hicieron los enviados del emperador cuando nos pidió que nos uniéramos a la alianza panamericana para reconquistar, junto a las repúblicas leninistas y Gran Bretaña, las ocupadas Francia y España, para destruir las potencias de los ejes y lanzar a los japoneses al mar, cuando éstos ya estaban a las puertas de Los Angeles y realizaban ataques aéreos sobre Ciudad de México y Pueblo.

    »¿Y qué sucedió después de la guerra? Se olvidaron de todo. Incluso el emperador se negó a pagar las pensiones de guerra a los veteranos que habían puesto sus cabezas para el grupo petrolero Pemex en Okinawa y en el Algarve. De repente se habló de la unidad de los países productores de petróleo, y Maximiliano se juntó con los jeques y con el Shah, y después con los Ayatolaes. El precio del petróleo subió y subió, y en nuestro país las cifras de desempleo también. Y así siguió la cosa hasta las leyes de energía de Cárter, según las cuales cada norteamericano que quería comprar una bombilla de 100 vatios debía probar que la necesitaba para fines comerciales. No llama la atención que hayamos apostado todo al as que este Fleissiger se sacó de la manga, con su fantástica máquina de tiempo y la acción en la noche de un par de unidades especiales de la Marina en el Mediterráneo. Era nuestra única posibilidad de sacar algo de los jeques para obtener también un pedazo de la gran torta y de defendernos contra el agarrotamiento por parte del Imperio. Por eso invertimos todos nuestros recursos en este proyecto de locura. Queríamos tener Florida y un acceso a la Bahía de México. Claro que a los Estados Unidos les hubiera gustado comprar la península a Castro. Hace cien años podrían haber adquirido el trozo de pantano a los españoles por un pedazo de pan con manteca, pero Castro pedía un poco más por ello, quería industrializar su isla y Washington no podía competir con la Pemex. Jamás alguien había estado demasiado interesado por nuestros dólares, pero después del contrato con Miami la cotización cayó increíblemente. A cualquier parte del mundo que llegaras como ciudadano estadounidense, si ponías dólares sobre la mesa fruncían la nariz. «Lo lamento, señor, todo completo. No, tampoco hay dormitorios libres, todos están ocupados». Ni siquiera te limpiaban los zapatos. Si ponías pesos o dirhams, ¡ábrete sésamo! Y las puertas se abrían. Y yo sé de qué hablo, amigo mío. Estuve allí, al otro lado del Missisipi, en Texas, como trabajador extranjero. Al igual que tantos de los Estados Unidos, recogí algodón e intenté ser perforador en la Pemex, con prima por éxito: nada de petróleo, nada de pesos. Vivíamos en barracas llenas de chinches, y cuando enfermaba, te echaban rápidamente. Y cuando te habían echado fuera, nadie se ocupaba de ti, excepto los de la policía del Imperio, naturalmente.
    »Esos siempre fueron rápidos con sus palos y sus pistolas a mano para darte en la cabeza y enviarte de vuelta a casa. Te vaciaban los bolsillos y te tiraban al Missisipi. ¿Sabes cómo se llegaba a pronunciar la palabra yankee? Es como si te escupiera en la cara. Así es.
    «En mi mundo era completamente al revés», pensó Steve. Pero los hechos habían sido exactamente los mismos. Sin embargo, no dijo nada.

    —Entonces apareció ese capitán Francis, que venía de algún centro de pruebas de armas de la Marina en Boston y dijo: «Las cosas no pueden seguir así». Muchos tenían la misma opinión, yo también. Además de este Fleissiger también había un japonés experimentando con el arma milagrosa, se llamaba Nobodaddys Coffee o algo parecido: su padre había huido de la prisión en México, simplemente atravesando a nado el Missisipi, como Tom Sawyer y Huckleberry Finn en la novela de Mark Twain. Y este objeto milagroso, este cronotrón, funciona en serio, aunque sólo en una dirección, al menos eso parecía. Pero nadie podía suponer eso. «¡Se acabó!» dijo este Francis. «Las cosas no pueden seguir así. No besaremos más los pies de los jeques por cada barril de petróleo y tampoco permitiremos más al Imperio que bombee agua del Missisipi para regar sus zonas secas en el sureste, para además escupirnos en la cara cuando protestamos en contra. Ahora daremos la vuelta a todo para bombear el petróleo por debajo del trasero de los jeques antes de que ni siquiera puedan sentarse encima. Lo bombeamos por el Mediterráneo resecado y atravesando Europa hasta el Mar Británico...»
    —Al Mar del Norte —le corrigió Steve. Charles le miró sin comprender.
    —«Allí hace algunos años que se encontró algo de gas y de petróleo. Pero se ha hecho demasiado alarde del asunto. Sullum Voe está siendo ampliado a un puerto enorme de petróleo, las islas Shetland y Orkney las están llenando de refinerías para recibir el oro que burbujea abundante en el Mar Británico, para elaborarlo y embarcarlo. Pero cada segunda plataforma perforadora entre el Ekofisk y la costa escocesa será una máquina del tiempo disfrazada que bombee el material desde el pasado. En algunos años, la Pemex, junto a su torpe emperador como mascarón de proa, irán vendiendo petróleo casa por casa. No les compraremos ni un barril más. Junto a BP y a los demás europeos que no están aliados con los Habsburgo, "juntaremos" reservas inimaginables en el Mar Británico». —Charles alzó los hombros—. Así lo imaginó Francis, y yo también, antes de enterarme de que las cosas eran diferentes. Por eso me alisté en la Marina, para ayudar a nuestro país a salir de ese lío sin perspectivas. Quizá estaba desilusionado cuando llegué aquí y vi lo que sucedía. Podría haber llorado, Steve, cuando me quedó claro la forma diletante en que se había hecho todo, como si el fracaso estuviese programado.

    Callaron por un rato. A Steve ese hombre ágil le cayó bien, aun cuando tuviese algo de amargura. A pesar de toda su obstinación, era un camarada incondicional, y Steve tenía la sensación de que había hecho un nuevo amigo. Para distraer del tema que agitaba tanto a Charles, Steve dijo:

    —Hace un rato dijiste que en la novela de Mark Twain Huckleberry Finn y Tom Sawyer habían nadado cruzando el Missisipi.
    —Exactamente. Lo hicieron.
    —Creo conocer bastante bien a mi Mark Twain. Ellos jamás nadaron atravesando el río. Fueron hacia esa isla...
    —Escucha bien, Steve. Yo también conozco muy bien a mi Mark Twain, leí todos sus libros. Conozco sus novelas, su autobiografía y sus relatos de viajes, he leído tanto su Como gringo atravesando el Imperio, en el que le toma el pelo a Maximiliano II, como su Yankee en la corte del Rey Arturo, en el que pasa por encima tanto de los monárquicos como de los clérigos subalternos de los Habsburgo.

    Steve miró a Charles estupefacto, cuando se dio cuenta de la terrible verdad.

    —¿Dónde nació Mark Twain? —preguntó.
    —Si eso lo sabe cualquier niño —dijo Charles—. En Thebes, Illinois.
    —¿Alguna vez has oído hablar de la ciudad Aníbal?

    Charles reflexionó un momento. Después sacudió la cabeza.

    —Jamás. Tal vez el pueblo se encuentre en alguna parte del otro lado del río.

    Steve asintió.

    —A ese Mark Twain no lo conozco —dijo—. Pero si quieres conocer a mi Mark Twain tengo una edición de sus principales obras en mi bolso de viaje.

    Por la noche le entregó el ejemplar en mal estado de una edición de bolsillo de las obras de Mark Twain. Murchinson seguía desaparecido; durante todo el día siguiente nadie le vio en el campamento. A la mañana siguiente apareció en el promontorio de roca, donde Ricardo Ruiz y Steve estaban haciendo guardia. Devolvió el libro sin decir palabra. Estaba pálido, como si no hubiera dormido nada, y visiblemente trastornado.

    «Debe sentirse como si hubiera mirado a un abismo de repente», pensó Steve.

    Murchinson miró durante un largo rato hacia la hondonada occidental. Soplaba un viento fuerte, lo suficientemente fuerte para que le lagrimeasen los ojos. Charles se las secó de los ángulos de los ojos y dijo con voz ronca:

    —Increíble. —Y después de un rato—. No sabía que fue tanto lo que se perdió. —Después se dio la vuelta de golpe y miró a Steve a los ojos, con una mezcla de curiosidad, angustia y miedo. Sí, Steve creyó descubrir incluso un poco de temor.
    —Te veo, Steve —dijo—. Veo tu rostro bronceado, las pequeñas arrugas secas alrededor de los ojos color avellana, como si hubieras reído demasiado y mirado excesivamente al sol. Veo tus labios llenos y oscuros, tus entradas ya grises, tus orejas un poco salientes. Eres conocido para mí. Eres verdadero y estás cerca de mí. Y sin embargo, más lejano que otra galaxia, de alguna manera eres como un monstruo para mí, como tu extraño Mark Twain. Jamás me hubiera encontrado contigo si me hubieran dejado en mi mundo. En mi mundo probablemente jamás habrías nacido. ¿Dónde naciste, Steve?
    —En Los Ángeles.
    —En Los Ángeles —dijo Charles, y pronunció el nombre de la ciudad a la manera dura y ronca de los españoles—. En Los Ángeles nacen pocos yanquis. Los Ángeles es una ciudad de conventos y de santos. Allí, en los años veinte de este siglo quemaron libros y personas alabando a Dios. En Los Ángeles reina la Inquisición, reinan las túnicas rojas que juzgan sobre los vivos y los muertos, sobre sus pensamientos y sueños. Pero supongamos que tú hubieras nacido en Los Ángeles de mi mundo: ¿Qué habrías sido? Piloto en los Diablos de los Aéreos, que matan el tiempo en Manila y echan napalm sobre las selvas de Zamboanga y Basilan para eliminar a los moros no creyentes. O que bombardean en Brasil a los «nidos de resistencia» de los indios que se cruzan en el camino de los perforadores de la Pemex, y sólo porque en el entorno de estos pobres analfabetos aparentemente se encontraron folletos de instigación leninista provenientes de las imprentas de Castro. —Se alejó violentamente—. Disculpa, Steve. No quise herirte. Ha sido una experiencia espantosa para mí.
    —¿Por qué la amargura? —preguntó Steve—. ¿Echas de menos tu mundo? Servía tan poco como el mío.
    —Quisiera haber crecido en tu mundo. Era más grande de lo que yo pensaba, del que nos prometió el almirante Francis. Y eso que ese lunático se jugó uno mucho mejor, y ni siquiera se dio cuenta.
    —Eso está en la naturaleza de las fracciones cronotrónicas —dijo Steve—. Sólo hubiera podido notarlo si hubiera venido aquí.
    —Yo le hubiera pegado un tiro —aseguró Charles Murchinson de mal humor—. Le hubiera enviado al infierno.
    —Seguro que hace tiempo que él mismo se creó uno.
    —¿Qué tipo de infierno es uno que ni siquiera se nota?

    Steve alzó los hombros.

    —Posiblemente el peor.
    —Me he preguntado muchas veces —agregó Ruiz—si un futuro borra el otro, o si de alguna manera siguen existiendo de forma paralela.
    —De alguna manera sí —dijo Steve-, por lo menos en nuestros recuerdos. Dudo que existan en la realidad. Pero sabemos demasiado poco sobre eso.
    —Eso querría decir que el futuro, tal como lo recuerdo, muere conmigo —dijo Ruiz.

    Steve asintió.

    —Entonces debería escribirlo.
    —¿Para quién? —preguntó Charles.
    —Para los Goodlucks y Blizzards de los siguientes cinco millones de años. Para los descendientes de los atlántidas.

    Charles rió.

    —Deja, Ricardo. Nuestro mundo tampoco era tan deseable. Encontrarán uno mejor.
    —Nuestras anotaciones podrían ayudarles en ello.
    —Subestimas los espacios de tiempo —dijo Steve—. Entre este día y la época que se denomina la cultura humana hay páramos indescriptibles en los que el polvo de la historia es recolocado constantemente. Incluso las pirámides no aguantarían períodos de tiempo así. ¿Para qué dejar un par de papelitos, que informen sobre un futuro lejano que incluso a nosotros nos parece irreal? Mejor enseñarles un par de trucos inteligentes para que puedan desenvolverse mejor. Eso es todo lo que les puedes dar en el largo camino.


    * * *

    Fue sólo algunas semanas después, Steve había cabalgado junto a Jerome y Leonard Rosenthal al norte para inspeccionar la costa, que Steve vio por primera vez. Era un cargamento de tubos para tuberías de cincuenta metros de largo. El eco de la explosión de materialización rodó por las laderas occidentales de las montañas; a ambos extremos de la carga se desdoblaban racimos enteros de paracaídas, florecían en un blanco primaveral, después la forma descendió majestuosamente, cayó como en cámara lenta sobre la superficie del mar, fuentes de agua saltaron, subían cada vez más alto, caían nuevamente sin hacer ruido. Los paracaídas perdieron fuerza y se extendieron, mientras que los tubos se hundieron lentamente. Se juntaron a ambos extremos como colonias de aguas vivas grises antes de seguir a su carga a las profundidades.


    * * *

    En la primavera siguiente, Steve fue a cazar cabras junto a Charles a las montañas al este de la fortificación. Llevaban botas y pantalones de batalla porque en esa zona había bastantes serpientes, chaquetas sin mangas de cuero de cabra encima de sus camisetas rotas y descoloridas, y sombreros anchos de paja, por el sol. Cazaban con arco y flecha, para ahorrar municiones y no tentar a invitados no deseados.

    Charles le había dado a una cabra joven, pero no mortalmente. Huía montaña abajo, y ellos la seguían trepando por los escombros, por malezas de cactus y arbustos con espinas, respirando con dificultad, la huella de sudor claramente demarcada. Entonces descubrieron delante al animal herido. Había quedado enganchado en enredaderas muy tupidas y se había caído; cuando ellos se acercaron estaba intentando levantarse, en vano. Se quejaba balando tristemente. Charles se tiró de un salto sobre la cabra y le pasó el cuchillo por la garganta. De la herida salía sangre color claro y le corría a chorros por el antebrazo derecho, con el que sostenía el cuello lentamente sin fuerza del animal moribundo. Alzó la cabeza, la luz del sol le cayó sobre el rostro fino y bronceado debajo del ala amplia de su sombrero. Tenía salpicaduras de sangre sobre las mejillas y frente. Frunció los ojos y sonrió feliz, limpió el cuchillo y se levantó. Steve le ayudó a sacar al animal de las enredaderas.

    En ese momento se oyó una explosión de materialización proveniente del sur. Charles daba vueltas como si le hubiera picado una tarántula, y revisaba con esfuerzo el cielo del sur. Después, su mirada cayó sobre las manos y brazos cubiertos de sangre. Los miró horrorizado y miró preocupado a Steve.

    —Esto es una mala señal —resopló—. ¡Oh, maldición!

    Con movimientos rápidos intentó limpiarse en el pasto corto y fino que crecía entre las piedras, pero la sangre ya comenzaba a secarse y le colgaba en pedazos oscuros hasta los codos.

    Steve le alcanzó su arco y sus flechas, y se puso el botín sobre los hombros. El cadáver estaba caliente todavía y comenzaba a sangrar nuevamente. Rápidamente, comenzaron el descenso y corrieron en dirección de la fortificación.

    —Enseguida empezarán los fuegos artificiales —gritó Charles.

    Diez minutos después aparecieron dos MIG que chirriaban por la hondonada.

    —¡Maldición! —gritó Charles, sin aliento—. ¡Y ni una nube en el cielo! ¡Pobres diablos!

    Cuando por fin llegaron a la fortificación, Steve tenía la sensación de que le habían pasado papel de lija por la garganta. Sin cuidado, tiró la cabra al polvo entre las barracas, se quitó el sombrero de la cabeza, se colocó el casco de acero y buscó su pistola automática.

    —¿Está herido? —gritó Harness.

    Steve le miró un momento sin comprender, hasta que notó que su hombro estaba recubierto por completo de sangre de la cabra. Sólo sacudió la cabeza porque no conseguía pronunciar ninguna palabra.

    —Coged el helicóptero. Los otros ya han salido. La gente de Blizzard y Goodluck y cada hombre que podía ir. Tened cuidado, en el suroeste, en el agua, se han visto mercenarios comerciantes, por lo menos una docena. Si es posible, manteneos lo más posible al sur.
    —¿Dónde aterrizaron? —preguntó Charles.
    —No lo sé aún. En cuanto tenga la información os la transmito por radio. ¡Vamos!

    Corrieron por el campamento en dirección al lugar de aterrizaje. El viejo Trucy ya estaba quitando el camuflaje. Le ayudaron a despejar para el despegue de la máquina. Steve encendió el motor. Dos minutos después, ascendían y volaban bajo por encima de las copas de los árboles hacia el sur. A algunas millas, dos MIG 25 iban a poca distancia uno tras otro en dirección este.

    —Permaneced abajo —dijo Charles—. Son demasiado rápidos. Hasta que nos descubran, no somos objetivo para sus armas dirigibles. Pero hay que hacer un arco y desaparecer antes de que hayan girado y vuelvan.

    Steve manejaba el helicóptero en dirección sureste hacia la zona de aterrizaje. Lejos de ellos había algunas columnas de humo por encima de la hondonada, probablemente de bombas. Charles, a su izquierda, miraba hacia atrás con esfuerzo por encima del hombro.

    —Ten a la vista el terreno. Te aviso cuando los pájaros estén nuevamente en vuelo.

    La voz del comandante salía del aparato de radio.

    —Deben haber bajado bastante lejos al noroeste, más cerca del agua que los últimos. ¿Escuchas, Stanley?
    —Sí, entendido. —Steve corrigió el rumbo.
    —Pon atención en mantenerte sobre terreno claro, así el brillo del rotor no llama tanto la atención. Pronto estarán de vuelta por aquí.

    Dos minutos después ambos jets tronaban en vuelo bajo hacia el oeste. Esta vez más al sur.

    —Tuvimos suerte —dijo Charles respirando aliviado—. Ahora ya no puede estar lejos.

    En ese momento sucedieron varias cosas a la vez. Steve creyó percibir un brillo delante de ellos, parecía fuego de boca. Una milésima de segundo después oyó un ping, y a la izquierda de su campo de visión, el cristal de la escotilla se enturbió con un tiro del tamaño de la uña de un dedo; al mismo tiempo, la luz que entraba por la izquierda de la escotilla se tiñó de color púrpura, y, en segundos, el rojo se volvió más intenso.

    Steve movió instintivamente la máquina hacia la derecha, poniéndola en una posición muy inclinada, y la subió apenas por encima de las copas de los árboles, casi en el mismo lugar dando vuelta 180 grados.

    —¿Qué sucede? —preguntó asustado cuando volvió a tener el volante seguro en sus manos. Echó una mirada a la izquierda porque Charles no respondía. Entonces vio que la mitad izquierda de la escotilla estaba totalmente llena de sangre. Charles había caído con los ojos muy abiertos sobre su cinturón hacia delante, y de su cuello salía un chorro difuso de sangre como humo rojo que cubría el cristal de la escotilla con millones de gotas rojas brillantes.

    Steve gritó y casi pierde el control de la máquina. Cerró un momento los ojos y vio cómo Charles se limpiaba rápidamente los brazos y manos para quitarse la sangre de cabra. Aterrizó el helicóptero y apagó el motor, trepó por la escotilla, tropezó algunos pasos, se dobló y vomitó. Estuvo arrodillado algunos minutos sin moverse, no atinaba a abrir los ojos y mirar a su alrededor. Del oeste se oían disparos.

    Se levantó y volvió a la máquina, liberó a Charles del cinturón, le levantó del asiento, le cargó un par de metros más lejos y le colocó sobre el suelo. La terrible fuente debajo de su oreja izquierda había parado.

    Steve arrancó algunas ramas y camufló la máquina. Después tomó su MP y se dirigió al oeste. El mar no estaba lejos ya, podía oler el frescor. A doscientos metros aproximadamente se encontró con un chico muerto, era uno de la tribu de Blizzard. Poco después vio el planeador. Al aterrizar había abrasado algunos árboles y se había dañado considerablemente, sin embargo, estaba abierto y habían sacado fuera el vehículo.

    Steve vio a un mercenario comerciante correr agachado por el claro. En el mismo momento, un MP martilleó y el hombre se quebró y cayó.

    Apoyado contra el tronco de un árbol, Steve intentó sondear la situación. Los tiros debían venir de la derecha, allí seguro que se habían escondido los recién llegados o gente de la fortificación. Avanzó de cubierta a cubierta, hasta llegar al borde de otro claro. Allí vio el todoterreno. Había volcado y estaba acostado del lado derecho. El parabrisas estaba destruido y en el asiento del conductor colgaba una figura sin vida. A apenas cinco pasos del vehículo yacía otro muerto, ambos del grupo de aterrizaje. Por el equipamiento debían ser cuatro. ¿Dónde estaban los otros dos? Steve se agachó e intentó seguir avanzando bajo la protección de los arbustos bajos.

    —¡Cúbrete, hombre! —gritó una voz, y como para dar más fuerza a sus palabras, Steve sintió un golpe en el hombro, dio una vuelta y quedó tirado en los arbustos. Quedó acostado junto a una figura en traje de batalla que le agarró del cinturón y le arrastró de un tirón aún más profundamente dentro de la maleza. Un rostro lleno de mugre se dirigió hacia él.
    —Bailey —dijo el rostro—. Rick Bailey. —Frunció la boca formando un ancho rectángulo y mostró una dentadura envidiable—. Déjame ver.

    Entonces Steve notó que había comenzado un dolor ardiente en su hombro izquierdo. Hizo un movimiento torpe en esa dirección.

    —¡Aparte los dedos! —ordenó Bailey, que revisaba la herida—. Sólo un rasguño. Ha sido un muchacho que está sobre el árbol. Con el MP no le podemos alcanzar, para eso precisaría una carabina.

    Steve rodó sobre el estómago y se mordió los dientes.

    —¿Qué tipo de gente hay aquí? —quiso saber Bailey.
    —Le tienen muchas ganas a su carga. Especialmente las municiones.
    —Lo imagino. ¿Pero qué son? ¿Rusos o qué?

    Steve sacudió la cabeza.

    —Tardaría demasiado en explicártelo. Pero son por lo menos una docena.
    —De esa cifra puedes restar cuatro o cinco. Ya no están. Es bueno que nos hayan advertido por radio. Todo eso no hubiera sucedido si hubiéramos podido sacar el todoterreno de inmediato del maldito planeador. Así pudieron rodearnos con toda tranquilidad. Una suerte que los MIG no nos hayan disparado también.

    Steve asintió.

    —¿Dónde está vuestro cuarto hombre?

    Bailey hizo una señal con la cabeza en otra dirección. Steve se dio la vuelta y vio a dos pasos de distancia a una mujer acostada encorvada entre los arbustos. Gemía bajo. A su lado un chico muerto de espaldas, otro de la tribu de Blizzard. Un tiro le había dado en la sien derecha.

    —Pensé que no veía bien cuando de repente apareció este chimpancé con casco de acero a mi lado y me pidió en inglés que le cubriera. Pero sólo pudo dar algunos pasos, después el francotirador le disparó. Acudí de inmediato, pero ya no pude ayudarle.

    Steve tuvo que luchar contra un nuevo ataque de dolor. Después dijo:

    —Lo intentaré. Yo...
    —Ni pensarlo. No lo lograremos si son tantos. ¿Dónde está nuestra gente?
    —No pueden estar lejos. Si los guerreros de Blizzard están aquí...
    —¿Los guerreros de quién?
    —De Blizzard. Es el jefe de esta gente. —Señaló el chico muerto.
    —¿De los monos?
    —No son monos.
    —¡Escuche! Yo puedo diferenciar un ser humano de un mono.
    —¡No, no puede hacerlo! —dijo Steve con fuerza. Bailey le miró sorprendido. Después sacudió la cabeza como si quisiera echar fuera un mal... sueño.
    —De acuerdo, ¿acaso cuida de las cabras?
    —¿Por qué?
    —Porque huele a eso, hombre. ¡Mantenga la vista a la derecha! Yo me encargaré de la izquierda. Después esperaremos a ver quién es más rápido. Su gente o la de allí. Tal vez tengamos suerte.

    Dos veces pasaron raudos los bombarderos caza por encima de ellos, después giraron y desaparecieron. Una vez oyeron gritos hacia el norte, y cuatro o cinco disparos de armas, por lo demás todo permaneció tranquilo. Insectos zumbaban. Steve miró entre los arbustos. De vez en cuando creyó percibir un movimiento, pero no encontró ningún objetivo. El dolor en su hombro se hizo cada vez más insoportable. Algunas veces oyó a una mujer sollozar bajo.

    —Contrólate, Jane —dijo Bailey sorprendentemente tierno—. No nos lo hagas aún más difícil.

    Algunos minutos después se acercó a gatas y se colocó entre ellos. Steve le echó una mirada rápida de reojo. Era una mujer pequeña y frágil. La nariz respingona muy cerca del casco de acero demasiado grande estaba bronceada por el sol y tenía pecas. El rostro le parecía conocido. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Un año, diez años? ¿Un milenio? En Madrid la había visto por última vez. Jane... Jane Brookwood. Loorey había estado con ella. ¡Dios mío, claro! También ella había pertenecido al grupo de aterrizaje. Había estado previsto que saliera en la segunda ola que debía seguir a su sección de vanguardia.

    Escondía la cara en sus manos, cuando vio a los muertos que yacían junto al todoterrreno.

    De pronto, en el claro, frente a ellos, pudo percibirse algo de inquietud, se oyeron gritos, disparos, y ellos apretaron sus rostros contra el pasto. Después se oyó el fragor de la pistola automática de Bailey.

    —¡Maldición! —dijo—. Cómo me gustaría haber tenido a ese tipo a tiro. Ha bajado posición.
    —Huelo fuego —dijo Steve, y alzó la cabeza. En el norte había nubes gruesas de humo, se oían gritos y un rugido extraño. Después la tierra empezó a temblar.
    —¿Qué es eso? —preguntó Bailey—. ¿El acceso a la cueva?
    —No —dijo Steve mientras observaba la nube de polvo que se acercaba—. Es nuestra gente.
    —Diablos —dijo Bailey cuando vio aparecer los primeros monstruos marrones—. La Marina parece tener todo un zoológico aquí en contra de sus... enemigos.

    Desde... el norte se acercaba una manada de seis a ocho paraceratherios, unos seres parecidos a rinocerontes, con un cuello parecido al de una jirafa y enormes cráneos de caballo, el animal mamífero terrestre más grande que haya vivido jamás en la tierra. Con sus cabezas bajas amenazantes atravesaban resoplando y rugiendo como apisonadoras vivientes. Sobre los muslos poderosos del macho guía estaba sentado Blizzard. Se sostenía con una mano de la cola corta del monstruo y azuzaba al animal amedrentado pinchándole la espada en el trasero. La piel blanca de Blizzard estaba desordenada; mostraba los dientes, tiraba la cabeza estáticamente hacia atrás y emitía gritos fuertes de alegría. De los animales siguientes colgaban como sanguijuelas sus hombres y los de Goodluck. Azuzaban a los animales como una manada de demonios.

    Cuando el barullo hubo pasado, Steve y Bailey fueron hacia el todoterreno, pero para ambos hombres toda ayuda llegaba demasiado tarde.

    De los mercenarios comerciantes no se veía nada ya. Habían dejado seis muertos tras de sí; cuatro los había matado Bailey y otros dos no habían podido retirarse a tiempo y habían sido aplastados por los paraceratherios.

    Descargaron el todoterreno y lo volvieron a levantar con todas sus fuerzas, ataron a sus muertos sobre el remolque y se dirigieron hacia el helicóptero. Minutos más tarde apareció Ruiz con Goodluck en un todoterreno.

    Steve informó sobre lo que había sucedido. El rostro de Ruiz se puso gris ceniza cuando vio el cadáver de Murchinson.

    —¡Esos perros! —sollozó, y descargó su rabia impotente con las puntas de las botas sobre la rueda delantera de su todoterreno.
    —Toma el helicóptero y vuela a Brookwood, a la fortificación —le dijo Steve—. Yo me encargo del coche.

    El mexicano sacudió la cabeza sin palabras, cargó al muerto hacia su vehículo y colocó la cabeza de su amigo sobre su regazo. Miraba fijamente hacia delante y lloraba con ojos secos. Los demás se quedaron parados en silencio durante algunos minutos. Todos estaban agotados y deprimidos. Steve tomó un brazo lleno de pasto y comenzó a limpiar la cabina del helicóptero. Bailey le ayudó. Mojó el pasto seco con agua de una botella de campaña y le pasó lo que pudo al montón de sangre coagulada de las ventanillas y de la cubierta de plástico de los asientos.

    —¿Era su amigo? —preguntó.
    —Aquí lo somos todos, en realidad —dijo Steve—. Llegaron aquí juntos hace doce años, del mismo futuro.
    —Me quedaré cinco años aquí, ni un día más. No se habló nada de que debíamos poner en juego nuestra vida.

    Steve miró al recién llegado y dijo:

    —No le quedará más remedio que quedarse más tiempo, al igual que a todos nosotros. Pues nos han engañado.

    Los ojos marrones y vivaces de Bailey le miraron, examinándole.

    —¿Qué es lo que está diciendo?

    Steve le explicó la situación. Los músculos de la mandíbula de Bailey temblaron. Sacudió ligeramente la cabeza, como si estuviera algo borracho, se sentó sobre el patín de aterrizaje del helicóptero y miró sus manos cubiertas de sangre, después se quitó el casco de acero de la cabeza y se frotó la frente y el cráneo rapado con el antebrazo.

    —¿Se encuentra bien, Bailey?
    —Intento despertar, hombre. ¡Despertar!
    —Lamentablemente no es un sueño, Bailey.

    Blizzard apareció desde el sur con alrededor de veinte de los suyos y con los guerreros de Goodluck. Habían dispersado a los mercenarios comerciantes y obtenido algunos de sus camellos de montar como botín. Tenían ganas de celebrar la victoria y miraban asombrados cuando notaron las caras tan serias.

    —Charles ha muerto —dijo Goodluck.

    Blizzard, su piel normalmente blanca como la nieve sucia y manchada de sangre, puso a un lado a sus hombres y se abrió paso hacia delante. En sus ojos oscuros brillaba un fuego peligroso, aún estaba muy agitado por la caza y su enorme pene estaba erecto. Se dirigió hacia el todoterreno en el que estaba sentado Ruiz y miró al muerto, levantó las manos y tocó la frente y las mejillas de Charles como un ciego que quiere grabarse su rostro. A continuación giró, se alzó en todo su tamaño y levantó los puños, como si quisiera golpearlos contra su pecho, después se dejó caer hacia delante sobre sus puños y lanzó un gruñido dolorido que parecía salir de lo más profundo de su pecho.

    —Tenemos que irnos de aquí antes de que el fuego nos corte el camino —advirtió Steve.
    —Vuela con la hembra —dijo Goodluck—. Nosotros llevaremos los vehículos a casa. Y a los muertos.

    Bailey le miraba asombrado.

    —¡Ey! —le dijo—. ¿Es que él manda aquí? Que me lleve el diablo, pero... —Calló cuando Goodluck le miró y con un movimiento hábil empujó el cartucho disparado de su MP y colocó uno nuevo.
    —Venga, Brookwood —dijo Steve—. La llevaré a lugar seguro.

    La ayudó a subir a la cabina, bloqueó la puerta y trepó al asiento de piloto. Cuando encendió el motor, vio que el aparato de radio aún estaba encendido. Oyó la voz de Jerome. Éste había buscado más al este junto a Leonard. Steve le dijo en pocas palabras lo que había sucedido. Jerome maldijo.

    Cuando levantó vuelo, notó que cuatro o cinco de los hombres pequeños estaban sobre los patines de aterrizaje. Querían ahorrarse el camino a casa. Apenas pudo subir la máquina y de repente sintió una rabia injustificada contra estos pasajeros. La reprimió y se dijo que ellos probablemente les habían salvado la vida cuando pusieron en movimiento a los paraceratherios y los dirigieron como tanques vivientes hacia las posiciones enemigas.

    Apartó la mano derecha del volante y la miró. Temblaba como una hoja.

    —¡Maldición! —dijo—. Oh, disculpe, Brookwood.

    Pero ella no le prestaba atención, estaba sentada inclinada sobre la silla que estaba a su lado y tenía las manos delante de los ojos. El hombro le dolía terriblemente y comenzó a sangrar de nuevo. Abajo vio el todoterreno con Jerome y Leonard que llegaban del este. Les transmitió la posición aproximada de los otros y vio como el vehículo cambiaba de dirección para cortar el camino al convoy.

    Fue una triste llegada a casa. El día más sangriento desde hacía muchos años.

    Nina tomó a la joven mujer bajo su cuidado. Después le vendó el hombro mientras informaba a Harness.

    El verano fue muy caluroso. Nuevamente algunos se despidieron en el campamento. Alfaro estaba entre ellos, carpintero de profesión y una especie de chico para todo en la fortificación, quería probar suerte en la Atlántida, abrir un taller, dijo. Así, el personal de la fortificación se había reducido a unos pocos hombres y dos mujeres.

    Durante todo julio padecieron una fiebre infecciosa, todos sufrieron de diarreas y debilidad.

    Por el oeste llegaron cantidades enormes de meteoritos de envíos de material que se hundían en las aguas crecientes.

    Steve se curaba de la herida en el hombro. Había estado purulenta durante bastante tiempo, y había permanecido semidormido y afiebrado durante algunas semanas que estaban separadas de su recuerdo, como si perteneciesen a otra conciencia que estuviese unida a la suya sólo a veces, enviando imágenes vagas como tomas momentáneas medio disipadas.

    Cuando volvió a tener las fuerzas suficientes como para andar por el campamento, buscó a Jane Brookwood para conversar con ella. Tenía la sensación poco clara de recordar un mundo a través de ella que cada vez se volvía más irreal para él. Le parecía como si ella todavía tuviera algo de aquella lejana realidad en la que vivía Lucy; como si fuera la huella que él necesitaba seguir para volver a encontrar el lugar a través de un portal secreto, lugar que sólo era necesario tantear y atravesar, y que más allá se le abriría el pasado perdido para volver a recibirle como al hijo perdido.

    A veces su memoria le fallaba y llamaba Lucy a la chica. Ella le ponía el brazo sobre los hombros, y una mano pequeña y pecosa se posaba sobre la suya. Eran momentos que recordaba claramente porque le proporcionaban satisfacción.

    Un día se dio cuenta de que debía dejar en paz a la joven. Fue cuando Nina entró sin avisar a su dormitorio, él se vio en la necesidad de hablarle a solas porque tenía la sensación de que ella había malinterpretado sus intenciones. Se dio cuenta de que ella habría sufrido un grave shock por lo sucedido al aterrizar y que no había podido superarlo del todo. Pensó que lo mejor para ella sería que se la enviara con el próximo barco a la Atlántida, para que por lo menos pudiera tener la ilusión de escapar del infierno y de haber vuelto a la civilización.

    Steve miró el rostro inexpresivo y envejecido de Nina, vio las arrugas profundas que empezaban a formarse alrededor de los ojos y las comisuras de los labios, después asintió en silencio.

    —Estás muy enfermo, Steve —dijo sollozando, se volvió y se fue rápidamente.
    —¿Por qué llora? —preguntó Steve en voz alta, y alzó la mano en un gesto de indefensión. Se dirigió lentamente a la barraca dormitorio. Se detuvo delante del espejo por encima del lavabo de plástico. El hombre que le miraba le recordaba lejanamente a su padre. La parte superior de la cabeza estaba casi pelada, una barba escasa y atravesada por hilos grises enmarcaba las mejillas hundidas, en su palidez casi gris. Los ojos tenían un brillo no natural, como bajo la influencia de alguna droga.

    Levantó la camiseta agujereada y desteñida hasta los hombros. Su pecho estaba flaco, la piel se tensaba sobre las costillas y mostraba debajo de la clavícula y alrededor de las caderas pústulas de color rojo oscuro y manchas blancuzcas de aspecto húmedo del tamaño de la uña del pulgar.

    —Peste por radiación —murmuró. Los mismos síntomas que había observado en Harald y Harness. Había recibido algunas dosis de más. Con movimientos lentos volvió a bajarse la camiseta, metió los dedos en dos agujeros y tiró. Con un ruido chirriante, la tela tan desgastada y descolorida cedió.

    Después Steve se acercó mucho al espejo y observó fascinado el fantasma plateado del espejo que comenzaba a mostrar el inicio de la ceguera. Creyó ver diseños que se ordenaban conformando un paisaje amplio. Durante días le persiguió la idea de que se trataba de un espejo mágico a través del cual podría ver otra realidad. Quizá podría tener acceso a ella si lo rompía, tal vez se abriría un paisaje inundado por el sol delante de él, ciudades que él sobrevolaba, autopistas, enormes campos de trigo, represas, ríos con vapores de excursión, una pista en la que podría aterrizar.

    Miró fijamente los añicos que se encontraban delante de sus pies, un par de ciempiés grises buscaban despacio protección en las grietas de la madera húmeda y enmohecida de la que colgaban ganchos medio arrancados con los que había estado sujeto el espejo. Con manos temblorosas, Steve metió los pedazos en el lavabo de plástico.

    Cuando había logrado sentirse más fuerte, subió arriba, donde habían enterrado a Harald y a Charles. Muchas veces pasaba horas sentado allí y sin moverse miraba por encima de las montañas hacia el sur. A veces, en días claros, podía reconocer a lo lejos, en el sudeste, el borde de la costa africana. Había oído decir a hombres que habían viajado lejos hacia el sur que todavía no existía el Sahara, que en su lugar se extendía una amplia sabana en la que pastaban manadas inimaginablemente grandes, y que las alturas estaban pobladas de alerces y encinas y la tierra era atravesada por ríos bordeados de abedules y álamos negros. De allí habían venido los hombres pequeños, desde las profundidades del corazón de África, y habían extendido su zona vital más allá del ámbito del Mediterráneo hasta los Alpes.

    Steve se sintió arrastrado por la corriente, iba por aguas de desembocadura, rodeado del olor a podredumbre de tiempos muertos. Pero también sentía cómo el volante poco a poco respondía, comenzó a apoyarse sobre él y a tratar de mantener la dirección. Cuando levantaba la mirada para buscar señales, veía delante de sí mismo sólo una tranquilidad vaporosa sobre la cual la luz resonaba como una campana, tierra que se acercaba a su punto de fusión y comenzaba a disolverse en un halo de incandescencia que ennegrecía la piedra, y buitres oscuros que oscilaban en los vientos terribles por encima de los depósitos de sal. Otras veces veía pieles pesadas de nubes, charcos de luz sobre aguas gris acero, y también las trompas de chubascos que caían, agua refrescante que le pegaba contra el rostro y le corría dentro de los ojos.

    A veces, en noches claras, muy lejos en el noreste, más allá del Mar Tirreno, se podían distinguir las cumbres de la planicie italiana: bordes finos, de brillo rojizo a la luz de la tarde, atravesados por ríos que caían en la depresión de más de tres mil metros de profundidad. Y un par de veces le pareció que percibía allá unas apariciones raras de luz, como las señales de un faro que se encendían y volvían a apagarse a intervalos regulares. Pensó en el arcángel de Harald con el Agnus Dei en la manga y el cañón láser que le hacía caso a una señal de su mano, como una espada en llamas, y sonrió.

    Entretanto, desde las profundidades, que ya estaban cubiertas de oscuridad, subía el bramido de los mastodontes, manadas sin fin de animales prehistóricos que iban por la hondonada hacia el sur, como si sintieran el cambio de épocas de los períodos terrestres. ¿Un cambio apenas notable de la presión del aire? ¿Del campo magnético?

    Por encima de África, el gran osario de la antigüedad de la Tierra, las cosas estaban tranquilas. ¿Era un silencio mortal? Ya no llegaban refuerzos. También la gente de la fortificación esperaba en vano la llegada de otro grupo.

    El invierno llegó temprano y empezó a hacer frío. De noche se envolvían en los cueros mal curtidos y eran atacados por pulgas que traían regularmente la gente de Goodluck y Blizzard.

    Una mañana encontraron muerto a Harness en el sillón de su oficina. Había entregado su comandancia en total silencio y se había ido sin estridencia.

    Cuando abrieron el escritorio, descubrieron sobre algunos metros de papel (pensados para un aparato especial que nunca llegó y que probablemente se había perdido en los eones, donde esperaba olvidado en un contenedor especial el momento de ser despertados nuevamente) cientos de futuros alternativos. Con una acribia increíble, el comandante había ajustado el papel a su escritorio con el muñón, y en su letra minúscula había hecho croquis de redes de líneas sincronópticas de períodos de tiempo alternativos, elaborado los puntos de intersección y derivación importantes en los que, con un mínimo de esfuerzo, eran posibles intervenciones de trascendencia histórica. Cruces pequeñísimas marcaban la muerte de Colón, antes de haber partido hacia nuevas riberas, de Cortés y Pizarro, de Napoleón, Maximiliano de México y de Hitler; las cruces de Lincoln, Kennedy y Martin Luther King habían sido tachadas prolijamente; flechas marcaban la batalla en los campos cataláunicos y la batalla de Gettysburg, de Cannae y Stalingrado, la de Little Big Horn y en Liegnitz, de Tours y Poitiers, y del Guadalquivir, de Waterloo y Chikamauga.

    —Muchas veces tenía dolor en su muñón y no podía dormir —dijo Nina. Había vivido más de veinte años con él.

    Con los dedos imaginarios, descompuestos hace mucho tiempo ya, alcanzados por fuego imaginario, aplastados por témpanos de hielo mientras que por debajo del calor ardiente la piel se desprendía y al mismo tiempo entraba el frío por debajo de las uñas, los extremos cortados de los nervios transmitían mensajes torturantes a la corteza cerebral bajo las oscilaciones eléctricas del aire, él había apoyado el muñón gris y con costra sobre el papel, marcando los puntos de incisión de la historia.

    —Hace años que vi un análisis de una interacción con la matriz del Instituto del Futuro —dijo Jerome—. Estaban estructuradas de forma similar. Este método debió haber sido utilizado en relación al pasado. Estaban muy seguros de lo que hacían, y por eso se descuidaron, con culpa. Y eso que hubiéramos tenido los recursos. Con los ordenadores de la NASA hubiera sido fácil hacer el seguimiento de las cadenas causales de las alternativas históricas hasta sus interconexiones con otras realidades. Él lo intentó sin ayuda técnica, apoyado en su memoria y unas pocas obras de consulta.

    Steve observó el enorme gobelino de posibilidades logradas y no logradas, victorias y fracasos de los hombres y de la humanidad.

    —Habría que construir un enorme palacio y guardar estas líneas de tiempo en relieves indestructibles. La historia de los futuros posibles de este mundo.
    —O tirar todo esto al fuego —dijo Leonard con su voz baja—. ¿O alguno de vosotros cree que la historia de este planeta alguna vez tomará este curso, después de que nosotros hayamos intervenido de tal manera en la evolución?
    —¡Jamás! —dijo Trucy con fuerza—. Es la voluntad de Dios que el espíritu se sobreponga al tiempo, hasta que la totalidad de la materia del universo se haya transformado en espíritu al que la entropía ya no le puede hacer nada.

    Leonard le miró, examinándole por encima de las gafas. Jerome se daba golpecitos furtivos en la frente.

    —Antes de que en otra línea de tiempo Moisés ascienda el monte Sinaí para recibir las Tablas de la Ley, mucho antes de que se ponga la piedra fundamental a las pirámides egipcias, habremos poblado la galaxia y habremos llegado muy lejos en el pasado —explicó Trucy acalorado—. Ése es nuestro destino.
    —Disculpadme si me retiro de este circo metafísico de monos —dijo Bailey—. Me juntaré con Blizzard y Goodluck para tener la sensación de estar con gente sensata.

    Trucy levantó indignado su mano izquierda en un puño y levantó con la derecha la muleta.

    —¿Qué puedes entender tú? —gritó—. ¡Nada!

    Habría caído si Jerome no le hubiera atajado.

    —¿Cuánto tiempo llevas aquí, Elmer? —le preguntó Steve.
    —Treinta y tres años —dijo Trucy—. Y creedme, tuve suficiente tiempo para pensar en ello. ¿Pensáis que se puede vivir treinta y tres años sin un objetivo? ¿Sin un ideal?
    —Está bien, Elmer —dijo Jerome.
    —Todos moriréis inútilmente si no tenéis ideales —dijo Trucy—. ¿Será que las vidas y las muertes de tantos hombres buenos han sido en vano? Debemos asumir nuestro desafío. El futuro del mundo nos pertenece, si lo tomamos en nuestras manos de forma correcta. Con la ayuda de Dios...
    —Está bien, Elmer —dijo Jerome.
    —¡Suéltame! —le gritó Trucy enfadado, y salió cojeando fuera.

    La noche siguiente, Steve soñó el sueño de Harald, sólo que no se encontró con el arcángel, sino que él mismo era el arcángel, constreñido en un traje espacial horriblemente incómodo en el que apenas podía moverse. Pero igualmente tenía muchas ganas de hacer cosas, se sentía llamado a señalar con el dedo sobre las manchas vergonzosas de la historia humana y quemarlas. Intentaba continuamente levantar el brazo para dirigir el rayo fulminante del cañón láser a su objetivo, sin embargo, su brazo le colgaba sin vida del costado, como un palo, como una pieza de hormigón crudo que era imposible mover.

    Al día siguiente votaron quién debía convertirse en comandante de la fortificación.

    Jerome propuso a Bailey.

    Siete votos a favor, entre ellos los de Blizzard y Goodluck.

    Un voto en contra: Trucy.

    Dos abstenciones: Nina y Bailey.


    * * *

    Era un día soleado de invierno cuando llegó Snowball, el hijo de Blizzard, a ver a Steve. Le dijo que en el valle sobre el campamento, una cabra salvaje se había entreverado en sus cuerdas. Se pusieron en marcha de inmediato, para que no se les adelantaran ni ladrones ni comedores de carroña. Mientras subían a lo largo del arroyo por el sendero pisado por las caravanas, Snowball miraba a ver si había truchas, que se paraban en las zonas de sombra como espadas de plata oscurecida, y de vez en cuando daba la vuelta a alguna piedra en el fondo húmedo de la ribera, ya que ahí abundaban los cangrejos. Rápidamente pudo cazar algunos, los mordió con su dentadura increíblemente potente, y soltó con la lengua rápida la carne de los miembros con armadura, mientras los animales aún se defendían un poco con sus pinzas.

    La cabra (más bien parecía una oveja de pelo corto, porque las líneas de la evolución de estas dos especies animales empezaban a separarse) era joven aún. Balaba quejosamente, un par de buitres ya habían llegado, muñidores de entierros feos en traje de plumas descuidado y con ojos terriblemente indiferentes. A Snowball se le erizaron los pelos blancos del cuello, mostró los dientes y les gruñó, sin embargo, no pudo impresionarlos mucho. Un marabú se retiró ofendido algunos pasos, extendió las alas por precaución y le miró acusadoramente.

    La cabrita pareció aceptar agradecida el haberse salvado de los picos de los come carroña y se dejó llevar sin resistencia hacia el arroyo. Un horror incrédulo apareció en sus ojos color ámbar cuando Steve le clavó el cuchillo en la garganta. El balido claro y quejoso pasó a ser un suspiro agonizante mientras el cuerpo se hinchaba como en un ataque de tos sin sonido. Sangre color rojo claro salió en burbujas y cubrió la mano de Steve y las piedrecillas de la ribera. Snowball le miraba y observaba con mezcla de horror y admiración cómo la mano de Steve sacaba el cuchillo de la herida mortal. Jamás se perdía un carneo; el matar parecía ejercer una fascinación increíble sobre él.

    Steve ató al animal con las patas traseras a dos ramas fuertes, usó el lado cortante y le hizo un corte vertical del bajo vientre al cuello. Después metió los dedos potentes por debajo de la piel y arrancó con los bordes de las experimentadas manos el cadáver de la piel, hasta que sus brazos habían desaparecido hasta el codo por debajo de la manta y parecía como si sostuviera abrazado el cuerpo desnudo en una posición obscena. A continuación cortó la piel y la extendió sobre las piedras para secarla.

    Snowball estaba agachado algunos pasos detrás de Steve y registraba atento cada uno de sus movimientos. Cuando Steve volvió a colocar por segunda vez el cuchillo y cortó el cuerpo con un corte fuerte y chirriante, comenzó a gruñir con sonido amenazante. Steve se dio la vuelta.

    —¿Qué te pasa?

    Snowball intentó hablar, pero sus mandíbulas parecían estar paralizadas, como si hubiera mordido en una víctima. Sólo le salía un gemido desarticulado y gruñón.

    —De alguna manera nos parecemos —dijo Steve mientras sacaba las entrañas del cuerpo de la cabrita en cortes breves, hasta que la osamenta bajó y le cayó a los pies—. Me enseñaron un arte de matar que más bien tenía que ver con la eliminación de mis semejantes y no se parece en lo más mínimo con esto. Tuve que aprender lo que mis semejantes dominaban durante cientos de miles de años, hasta hace poco como algo cotidiano, y a mí me da escalofríos. Y a ti te enseño cómo puedes destruir seres vivos con un trozo de metal o una piedra en la mano, y como lo puedes elaborar para comértelo, aun cuando sea superior a ti en cuanto a dientes y garras, fuerza y rapidez. Y me dan escalofríos.

    Snowball miraba un intestino gris azulado que colgaba en el arroyo, donde se movía lento como una serpiente y vaciaba excremento verde amarillo en el agua, examinaba interesado las entrañas y tocaba tímidamente con su dedo índice el hígado y el bazo. Cuando notó que Steve le miraba, apartó deprisa la mano, como si le hubieran descubierto en un acto no permitido. Steve le pasó la mano por el grueso pelaje del cuello y le rascó suavemente.

    —Algún día incluso aprenderás a leer tu futuro de eso. —El chico le miró preguntando. «Espero no estar iniciando una idea metafísica», se le pasó a Steve por la cabeza. «Me refiero al dios de cabeza de cabra, el que conoce el futuro»—. Lavaremos la carne —agregó.
    —Carne —dijo Snowball, y mostró sus dientes cortantes.

    Entonces Steve vio que en el otro lado del arroyo había una enorme salamandra, un monstruo gris y negro de más de un metro de largo, con la cabeza chata tipo tiburón y ojos muy separados que miraban de forma misteriosa y que se movían uno independiente del otro.

    «¿Cómo este cerebro minúsculo puede hacer algo con ambas miradas y unirlas conformando un mundo?», se preguntó Steve. Pero funcionó perfectamente, porque cuando Snowball levantó ambos brazos en un gesto de amenaza, el animal desapareció en la maleza de la ribera como un rayo oscuro.


    * * *

    En la primavera surgió el rumor de que Paul Loorey habría vuelto de la Atlántida. Que se le había visto en Cádiz, en otoño, que se había ido a bordo de una barca, pero nadie conocía ningún detalle sobre el lugar en que se encontraba.

    —Paul era muy escéptico cuando fue para allá —dijo Elmer Trucy—. Formaba parte de una especie de delegación que debía reunir información sobre las circunstancias de vida allí. Y como no le daba ninguna oportunidad al proyecto Atlántida, nos pusimos de acuerdo en que fuera él. Veía las cosas críticamente.

    Steve estaba acostado sobre el promontorio de roca en el pasto alto y seco del otoño anterior, disfrutaba del sol primaveral y escuchaba sólo a medias. Estaban de guardia, pero nadie contaba seriamente con que llegarían más grupos de viaje. Según las listas de Walton y Harness de los futuros en los que había sido realizado el proyecto hondonada occidental habían llegado todos los que habían sido desacoplados. Pero eso por supuesto no ofrecía garantías de que en otras variantes del futuro se hubieran hecho proyectos parecidos que hubieran tenido como objetivo el mismo período de tiempo.

    —Paul decía que eran pocos para construir una civilización que de alguna manera pudiera mantener un estándar que estuviera por encima del de los cazadores de la Edad de Piedra. Para lograr la división del trabajo, la condición para una cultura evolucionada, por lo menos de veinte a treinta mil individuos deberían pertenecer a la comunidad, además de tener las condiciones ideales alrededor que hicieran posible la agricultura y ganadería.
    —Pero sí cuentan con recursos de ayuda técnica.
    —Que no tienen ningún valor, según manifestó Paul. En una generación, chatarra, en tres, olvidados por completo.
    —Pero el conocimiento está.
    —Pero no el que realmente se necesita. Fabricantes de hoces, zapateros, constructores de barcos, cordeleros, curtidores, molineros, herreros.
    —Tendrán que aprenderlo. También nosotros estamos elaborando nuevamente técnicas antiguas, por más insatisfactorios que sean los resultados.
    —Pero allí se suma algo más esencial. Una gran parte de la población es indiferente al movimiento «nosotros construimos la Atlántida» o están en contra, porque muchos esperan aún llenos de nostalgia a que aparezca el Salvador en forma de una máquina de tiempo, como lo anuncian los profetas de la santa Marina. Y estos creyentes deben buscarse sobre todo entre los técnicos de la NASA y entre los altos oficiales. No ponen su inteligencia al servicio de esa idea.
    —Dudo que sea necesaria una inteligencia de este tipo para construir una cultura. Lo que se necesita es fantasía... e ideas, disposición al riesgo y coraje civil. Éstas no son precisamente virtudes con las que estén bendecidos los técnicos, encargados de logística, los funcionarios o incluso los militares.

    Elmer alzó los hombros.

    —Puede que tengas razón. Ni siquiera comprenden qué oportunidades les ofrece esta evolución. La humanidad podría ganar seis millones de años de tiempo. Este salto...
    —No empecemos de nuevo, Elmer. Ten claro lo que significan seis millones de años. Aun cuando la Atlántida tuviera esta oportunidad, nuestros genes desaparecerían en algún momento de este gigante desierto de tiempo. Los pequeños lo lograrán. No somos más que una luna llena de agua con la que alimentas el océano. Esta continuación artificial de un gusano de la evolución se secará como tantos gérmenes del árbol de Darwin. No te hagas ilusiones. Incluso si la Atlántida sobreviviera algunos milenios, ni siquiera seguirá siendo leyenda, ya que le seguirán eones oscuros.
    —No lo creo.
    —Alrededor del cambio de milenio aterrizaron los botes de dragones de Leif Eriksson en el Nuevo Mundo. Los normandos llegaron hasta las profundidades del continente y colonizaron en las costas de los grandes lagos y en la zona de las fuentes del Missisipi. No todos fueron asesinados por los indios, eso es una tontería, fueron absorbidos. En 1738 y en 1840, es decir, apenas un milenio más tarde, Sieur de la Verandrye y Maximiliano, Príncipe de Wied-Neuwied, visitaron y estudiaron a los así llamados «indígenas blancos» y tuvieron dificultades para precisar en qué se diferenciaban éstos de los aborígenes de América. Los descendientes de los vikingos se habían convertido en indígenas, uno u otro tal vez de piel algo más clara, de ojos azules y muy alto, pero en lo que respecta a la lengua, las costumbres y las técnicas de supervivencia se habían adaptado totalmente. Un proceso que aquí en la zona del Mediterráneo puede comprobarse media docena de veces.
    —O sea que crees que degeneraremos en hombres como los que hemos encontrado aquí.
    —Elmer, en realidad ya hace bastante tiempo que estás aquí para saber que ahora has utilizado la palabra equivocada.

    Trucy mordía una hoja de pasto y no respondía. De pronto sonó el teléfono. Bailey estaba al aparato.

    —Algo se está tramando —dijo—. Desde esta mañana no he visto a ningún miembro de la tribu de Goodluck o de Blizzard. Es como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra. Manteneos alerta. He enviado a Jerome y Ricardo con el todoterreno para averiguar qué ha pasado. Creo, Steve, que es mejor que bajes y prepares el helicóptero con Leonard. Corto.
    —Entendido —dijo Steve. Tomó los prismáticos y observó la hondonada. El sur y el suroeste se encontraban en la niebla de la luz del mediodía. No percibía ningún movimiento.

    Cuando se dirigía hacia la fortaleza le pareció oír tiros en el este, bastante lejos, cerca del cabo Malfatano. Era la zona donde las tribus de Goodluck y de Blizzard tenían los árboles para dormir. Probablemente los pequeños y los mercenarios comerciantes habían chocado, como sucedía a menudo cuando no podían ponerse de acuerdo respecto al precio o intentaban arrebatarse gratis las cosas deseadas.

    Leonard ya estaba esperando al helicóptero. Precisamente en el momento que querían despegar, un todoterreno subió el camino a la fortificación a una velocidad alucinante. Era Ricardo, junto a él estaba sentado Blizzard. El jefe de tribu les miraba con ojos vacíos. Sangraba de varias heridas y se sostenía el pecho con su poderosa garra. El mexicano conducía como un loco, el vehículo chocó y se bloqueó. Leonard y Steve les siguieron deprisa al campamento.

    Bailey, Nina y Jane se ocuparon del herido, pero ya no pudieron hacer mucho por él. Como de la nada aparecieron dos hembras y empezaron un gemido de lamentos cuando vieron a Blizzard. Él las miraba haciendo reproches y les hizo irse con un movimiento de la mano. Se sentó, tosiendo, mientras la vida se le iba de las manos. La gente estaba parada a su alrededor sin saber qué hacer, intentaban darle alivio con gestos mudos. Él los miraba uno a uno desde sus ojos oscuros y dominaba hasta su fin, en silencio.

    Sólo poco a poco lograron salir del estado de estupefacción. Ricardo informó en voz baja sobre lo que había sucedido. Días antes, en un punto de encuentro en el este, los pequeños se habían puesto en contacto con los mercenarios comerciantes para hacer comercio de intercambio con ellos. Fue ahí seguramente donde algunos sobrevivientes de la batalla en la zona de aterrizaje debieron reconocer a Blizzard y le dispararon para vengarse de la derrota. Encontraron el árbol de los que usaba para dormir, los rodearon por la noche y cogieron a dos hembras con tres pequeños presos. Blizzard estaba dispuesto a pagar con pieles por la liberación de los rehenes, pero los secuestradores pidieron armas y municiones. Cuando eso les fue denegado, ahorcaron rápidamente a una de las hembras para reforzar su solicitud. Se sentían lo suficientemente fuertes como para poder dictar las condiciones, ya que eran un grupo de veintidós hombres armados hasta los dientes y en su mayor parte mercenarios con experiencia.

    Blizzard intentó entretenerlos mientras reunía a su gente y a la de Goodluck, pero los secuestradores notaron lo que tenía pensado hacer, masacraron a sus presos y abrieron fuego. Blizzard, fuera de sí de rabia, intentó llevarse por delante a sus contrincantes antes de que hubieran llegado suficientes refuerzos, y fue herido gravemente en ese intento. Fue en ese momento cuando llegaron Ricardo y Jerome al lugar de la batalla. Mientras Jerome se encargó de dirigir a los guerreros de ambas tribus junto a Goodluck, Ricardo intentó salvar la vida de Blizzard llevándole lo antes posible a la fortificación.

    —¿Por qué no llamaste al helicóptero? Hubiéramos podido estar allí en pocos minutos —dijo Steve.

    El mexicano mostró los agujeros de bala en el vehículo.

    —Los aparatos no funcionan. Tuvimos suerte de que no le dieran al tanque.

    A últimas horas de la tarde, Jerome vino con seis de los hombres pequeños, todos heridos, pero ninguno grave. Llevaban consigo dieciocho camellos que cargaban armas, material de equipamiento y bienes comerciales. Habían eliminado a la totalidad de sus enemigos.

    Jerome estaba pálido.

    —Nunca había vivido algo así —dijo en voz baja, y echó una mirada tímida a los heridos, que estaban delante de la barraca de enfermos donde se les atendía—. Lucharon como guerreros furibundos, sin consideración por las pérdidas. Fue horrible. Caían llenos de furia gritando sobre sus contrincantes, y los liquidaron. Les mordían las gargantas si se acercaban demasiado.
    —¿Hay muchos muertos?
    —De los otros, todos. De los pequeños seguramente diez o doce.

    Cuando comenzó a oscurecer llegó Goodluck con doce camaradas más. Traía a los muertos de ambas tribus, a las hembras y la cría. Bailey hizo que se distribuyera comida. Más tarde, Goodluck fue con su gente y los supervivientes de la tribu de Blizzard hacia la montaña para montar un campamento en el lugar para enterramientos en la altiplanicie. Las quejas de las hembras y el lloriqueo de los niños se oyeron toda la noche.

    A últimas horas de la tarde, Bailey, Jerome, Ricardo y Steve ascendieron al lugar de enterramientos. Ante sus ojos se presentó un espectáculo fantasmagórico. Los guerreros se habían teñido las pieles del rostro de blanco y estaban agachados en un semicírculo alrededor de los muertos. Habían excavado un foso chato y largo. En el medio yacía la figura poderosa de Blizzard, algo elevado, a su izquierda y derecha cinco de los guerreros caídos. Los cadáveres estaban totalmente recubiertos de ramas verdes y flores. Mientras las hembras y los pequeños se mantenían callados en segundo plano, los guerreros comenzaron con el ritual de los muertos. Con jadeos rítmicos lanzaban todos al mismo tiempo la parte superior del cuerpo hacia delante; las manos colocadas sobre la espalda, bajaban la frente de golpe hasta casi tocar el suelo. El ritmo se hizo más rápido, los jadeos se volvieron gemidos; los rostros teñidos, casi imposibles de diferenciar, se distorsionaron por el dolor y mostraban los dientes. Las frentes iban arriba y abajo más rápidamente, los quejidos aumentaron hasta llegar a un grito agudo y doloroso que moría repentinamente como el movimiento. Silencio. Sólo se percibía la fuerte respiración y el sonido de las hojas al viento. Y de repente las hembras comenzaron unos sollozos penetrantes mientras los niños, que se aferraban temerosos de la piel del pecho buscando protección, rompieron en un llanto fuerte.

    Después de largo tiempo de inmovilidad sin sonidos, los guerreros, parados como fantasmas a la luz del mediodía, comenzaron a cargar piedras y a apilarlas sobre los muertos.

    —¿Alguna vez has visto un árbol de cráneos? —preguntó Elmer a la mañana siguiente.

    Steve sacudió la cabeza.

    —Entonces ven arriba conmigo.

    Subieron en dirección al arroyo, pasando por el lugar de ensillar, hacia la cumbre en la que descansaban los guerreros, y entre ellos Charles y Harald. El lugar ofrecía un aspecto terrible. Encima de la pila de piedras que se había armado sobre Blizzard y sus compañeros, se elevaba una rama vacía, desteñida por el mar y el sol, que sobresalía de la tierra como una mano de hueso. Y en las extremidades en punta de las ramas había veintidós cabezas cortadas. En una Steve creyó reconocer al piloto que Goodluck había apresado en su momento al aterrizar y vendido a los mercenarios comerciantes, pero no estaba seguro. Entre ellos había muchos rostros jóvenes de ojos azules en los que aún se reflejaba el dolor de la herida mortal. Acompañaban a Blizzard en su larga marcha y le servirían más allá de las Grandes Aguas.

    Las moscas zumbaban; un buitre volaba bajo y les examinaba con ojos fríos, las alas aún semiabiertas. El primer halo de putrefacción teñía el olor fresco del día; pronto sería asfixiante.

    Desde ese momento evitaron el horrible lugar. Blizzard reinaba sobre los muertos, inmóvil y en silencio.


    13 - Hacia la Atlántida y otra parte


    Más tarde, en primavera, cabalgaron hacia el mercado, Ricardo, Jerome y Steve. Llevaron a Jane a la barca. El barco que llegaría de las Bermudas a comienzos del verano debía llevarlos a la Atlántida.

    El lugar de atraque se encontraba algo más al sur. Las aguas subían. Los bosques descendían aún más en las profundidades.

    Acamparon no muy lejos del lugar de atraque, al borde de un arroyo, y fueron de caza. Esta vez tuvieron que esperar cuatro días hasta que llegó la barca y atracó en la bahía. Había muchas personas a bordo, y por su equipaje se diría que se disponían a atravesar el Atlántico.

    —Allí está Paul Loorey —dijo Ricardo, e hizo señas—. O sea que volvió.

    Steve echó una mirada por encima del hombro en dirección de Jane, que estaba parada a cierta distancia con Jerome. No había oído la conversación, los gritos de los marineros que ajustaban las cuerdas, el griterío de la gente que se apresuraba a llegar a borda y los balidos de las cabras eran lo suficientemente fuertes. No hubiera reconocido a Loorey. El hombre algo malhumorado que había conocido en el cabo no se parecía en nada al señor mayor que estaba parado a bordo y levantaba un bastón como saludo. Más bien parecía un predicador ambulante, con una túnica tipo toga de tela marrón con bordes de cuero y un pantalón negro ancho que estaba atado por encima de los tobillos con cintas. En la cabeza llevaba un turbante de color amarillo azafrán debajo del cual sobresalían cabellos blancos y abundantes que le caían hasta los hombros. Una barba blanca cortada enmarcaba el rostro bronceado. Sus pies, igualmente bronceados, iban en sandalias cómodas de cuero; de un lado colgaba un bolso enorme de tela tejida rústica, a su lado un cesto de viaje hecho de mimbre.

    —Paul Loorey, como siempre —dijo Ricardo riendo—con un gran bolso de compras lleno de cositas y un cesto lleno de dichos. Apuesto a que sólo ha vuelto aquí porque allí ya no encontró a nadie que le escuchase y porque está lleno de novedades.

    Steve contuvo el aliento.

    Jane estaba parada con Jerome al final de la barra por la que los pasajeros bajaban. Cuando Paul pasó a su lado y puso los pies sobre la tierra, quedó sorprendido un momento, como tocado por un rayo, después siguió sin darse la vuelta. Miraba fijamente hacia delante y sacudía imperceptiblemente la cabeza, afectado por el encuentro con una realidad que creía pasada hacía mucho tiempo, después plantó con fuerza el bastón en el suelo, como para demostrar su decisión de poner un punto final tras ese pasado, y fue a su encuentro.

    —¡Paul! —gritó Ricardo.

    Paul bajó la cabeza, como si quisiera hacerla desaparecer entre sus anchas espaldas y colocó el dedo sobre su boca.

    Jane se dio la vuelta, sonrió y les dijo adiós, después volvió a dirigir su atención sobre los hombres que cargaban cestos y bultos y los descargaban sobre animales de carga. No le había reconocido.

    Paul daba la impresión de haber engordado, con espaldas anchas y casi un poco corpulento. Tenía la cara de un campesino viejísimo y divertido que gozaba de una salud excelente, con mejillas coloradas y ojos brillando despiertos.

    —Si mis ojos no me engañan —resopló y colocó su cesto de viaje en el suelo-, ésa era Jane Brookwood en persona, del departamento de matemática y logística de la NASA, recién llegada, vaporosa y rica como un croissant de manteca. —Afinó placenteramente los labios y se pasó la mano por la barba blanca cuidada.
    —Tus ojos no te engañan —dijo Ricardo, abrazó al recién llegado y le besó en ambas mejillas.
    —Entonces, por Dios, desaparezcamos de aquí, Ricardo. Me da vergüenza mi edad y mi lujuria, la que siento al verla. Después de tantos años la recuerdo perfectamente. Fue en Madrid. Justo habíamos... —Se interrumpió y echó una mirada por encima del hombro—. Vámonos antes de que me reconozca y sufra un shock del que no se recuperaría jamás.
    —Exageras.
    —¿Quién está a su lado? —preguntó, y señaló con un movimiento de cabeza a Jerome, que justo llevaba a bordo el equipaje de Jane—. Ya le he visto alguna vez. Y también a ese, maldición. —Señaló a Steve con el bastón—. Me viene el recuerdo de un whisky riquísimo que entregué por una noche aún más valiosa en los brazos de esta belleza. —Cerró los ojos y puso la mano sobre el pecho. Después señaló sin llamar la atención con el pulgar por encima del hombro y dijo:—Si no me equivoco, ese héroe del oeste en proceso de envejecimiento es Jerome Bannister, y tú... —tocó a Steve con el índice en el pecho—eres nuestro astronauta Steve Stanley. ¿Es cierto? Vosotros habéis permanecido jóvenes. ¿Dónde estuvisteis todo este tiempo?
    —También hace ya casi tres años que estamos aquí —dijo Steve.
    —¡Tres años! —dijo Paul despectivamente—. ¿Dónde anda el viejo diablo? ¿No trajeron a Hal? Siempre estaba cuando llegaba la barca.
    —Hal murió —dijo Ricardo—. Charles también, y Howard, y Blizzard...
    —Muerto, muerto —dijo Paul, y pegó con reproche con el bastón sobre el suelo—. He visitado a Moses.
    —Hemos oído que ya hace bastante que volviste de la Atlántida. Te han visto.
    —El mundo es pequeño. Todos se conocen. Tengo mucho que contar, del otro lado, sobre Moses y su familia. Estuve todo el invierno con él. Teníamos tanto que hablar que no terminamos antes.
    —Tú tenías mucho que contar —le corrigió Ricardo.
    —Yo tenía mucho para contar —reconoció Paul-, pero él también tenía algunas cosas que decir.

    Entretanto, los pasajeros habían subido a bordo, había agua potable fresca en pieles de cabra a bordo, brillando negra, unas sobre otras como cadáveres hinchados dé animales mutilados.

    Se lanzaron las cuerdas, la pesada verga fue izada, la madera resonó, chirriaban las cabrias, después se abrió la gran vela latina oscura, la barca se deslizó hacia fuera por las aguas de brillo plateado.

    Estuvieron largo tiempo parados diciendo adiós mientras los arrieros arriaban sus animales con gritos y golpes de látigo con los que llevaban su mercadería al mercado.

    —Allí va, mi juventud —dijo Paul, y se sonó la nariz muy fuerte con un paño rojo no muy limpio que sacó de las profundidades de su bolso colgante. Steve le echó una mirada de reojo y notó que Paul se limpiaba los ojos a escondidas.

    Tomó el cesto de viaje para llevarlo a los camellos y lo volvió a colocar rápidamente sobre el suelo cuando oyó un gruñido amenazador desde el interior.

    —Tranquilo, Davy —dijo Paul-, nadie quiere robarte. Estamos con amigos aquí. —Abrió la tapa del cesto de mimbre y sacó agarrándolo de la piel del cuello un perro joven, un montoncito rojo herrumbre con cola peluda, hocico negro y orejas cortas y levantadas que recordaban lejanamente a un Chow-chow. El perro iba de uno a otro para inspeccionar a cada uno, olfateándolo, para luego retirarse entre las patas de Paul, donde aparentemente se sentía más seguro.
    —Viene de América —dijo Paul—. Los cazadores han cazado algunos de tierra firme y los han domesticado. En la Atlántida ya se han convertido casi en una plaga nacional. He traído algunos aquí y se los regalé a Moses. Subí a bordo con unos cuantos, pensé que sólo algunos iban a sobrevivir el largo viaje. Pero cuando bajé en Cádiz su número se había triplicado y el capitán hizo tres cruces cuando por fin se deshizo de nosotros. ¿Verdad, Davy? La mitad de la tripulación estaba día y noche ocupada cazando pescados para alimentar a los insaciables. Y cuánto tiempo los científicos trataron de averiguar cómo llegó el perro del Nuevo Mundo al Viejo. ¿Quién hubiera pensado que yo, Paul Loorey, soy la solución del misterio?
    —¿Cómo está Moses? —preguntó Jerome.
    —No anda bien. El verano pasado se peleó con un machairodus. Eso no le hizo bien. Le pudieron salvar, y eso debe agradecérselo sobre todo a los boisei. Trajeron hierbas de las montañas y parece que hicieron milagros, me contó su mujer. Camina con muletas y se pasa casi todo el día en la baranda. Los hijos e hijas hacen el trabajo. Moses se construyó una casa de piedra como para que durara una eternidad. Y tiene una herrería, hace excavar hierro de la montaña y ha entrenado a un boisei como Efestos, le fue posible quitarle el miedo al fuego. Yo no soy antropólogo, pero no me sorprendería si la cría de Moses pudiera acoplarse con el boisei y durar cinco millones de años. Sería una raza que podría resistir a los pequeños, sin correr la suerte de los Neandertal.
    —Tiene una docena de hijos, oí decir —dijo Jerome.
    —Tiene ocho hijos y cuatro hijas. Algunos de ellos salen a él, otros más a la madre. El mayor, Algis, recorrió toda Europa, llegó hasta bien arriba en el Mar del Norte y descubrió cosas extraordinarias allí que yo mismo hubiera querido ver. Pero ya estoy demasiado viejo para viajes tan pesados.
    —No habrá descubierto el otro extremo de los oleoductos Francis —dijo Steve.
    —No. Dijo que más bien parece un gigante sistema de refugios. Le pareció que era una fortificación. Se encuentra en la costa y la mitad se encuentra en el agua. Tierra adentro está completamente cubierto de vegetación. Las obras de construcción deben tener varios milenios. También contó de vías de algún material que no envejece. Dijo que cabalgó durante horas a lo largo de las vías, hasta que éstas desembocaron en el mar. Y muy lejos, en las aguas, se han visto más de estos refugios, carcomidos por la marea y las conchas, y con costra de otra vegetación marina.
    —¿Qué puede ser? —preguntó Steve.

    Paul alzó los hombros.

    —Vosotros sois jóvenes. Cabalgad hacia allí y podréis verlo. Según las descripciones se trata de rampas de despegue para naves espaciales. Un enorme complejo desde el cual se ponen en camino naves espaciales. Tal vez fueron seres humanos que salieron hacia las galaxias, tal vez visitantes desde las estrellas que establecieron una base allí. Quién sabe. El joven habló también de inscripciones que había descubierto, relieves en el hormigón desgastado. Pero ya no se puede reconocer mucho. Son tierras donde hay bastantes tormentas.
    —¿Y si el viejo Trucy tuviera razón? —se preguntó Steve—. El ser humano hace tiempo que se ha puesto en camino a las galaxias.
    —¿Y qué dicen las inscripciones?
    —Eso lo saben los Dioses. Los hijos de Moses saben usar arco y cuchillo, pero nadie les enseñó a leer y escribir. ¿Para qué? Pero si el bastardo hubiera tenido un poco más de cabeza, se hubiera sentado y por lo menos copiado los signos. Es una gran pena, así tanto Moses como yo podríamos haberlos descifrado. —Paul suspiró y bebió de un bolso de agua que le alcanzó Ricardo. Se limpió la barba—. Sé lo que dicen las inscripciones desgastadas por el tiempo. Dibujó con su bastón un rectángulo sobre el suelo, al lado del fuego apagado del campamento—. «Aquellos de vosotros que pisáis este mundo... —dijo—olvidad toda esperanza. No tiene futuro».

    Se miraron con signo de pregunta.

    ¡Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza!
    Estas palabras de color oscuro
    vi escritas en lo alto de una puerta.
    y yo: «Maestro, es grave su sentido.»
    Y, cual persona cauta, él me repuso:
    «Debes aquí dejar todo recelo;
    debes dar muerte aquí a tu cobardía.
    Hemos llegado al sitio que te he dicho
    en que verás las gentes doloridas,
    que perdieron el bien del intelecto».


    —De alguna manera me suena conocido —dijo Steve.
    —Así o de forma parecida lo expresará algún día un poeta en esta zona —dijo Paul, y levantó el dedo índice, guiñando sus ojos burlonamente.
    —Siempre fuiste un tipo muy vivo —dijo Ricardo riendo.

    Paul alzó los hombros.

    —Pues sí. ¿No tengo razón?
    —Eso debes saberlo mejor que nosotros —dijo Jerome.
    —Estuviste en la Atlántida —dijo Ricardo—. ¿Están muy mal las cosas?
    —Os hablaré de la Atlántida —dijo Paul.


    * * *

    —La Atlántida —dijo.

    Después del mercado habíamos cabalgado hacia el sur y estábamos sentados ahora alrededor del fuego nocturno, los grillos hacían su característico sonido.

    —Es un continente extraño. En ninguna otra parte ves audacia y desencanto tan juntos como allí. Si estás sentado en la terraza de Dudleys Future en St. George, el local al que se atribuye el haber fabricado y servido la primera cerveza del mundo, que por cierto tiene un gusto horrible pero mejora año a año, puedes distinguirlos por su vestimenta. Los atlántidas con turbante y toga hecha por ellos mismos, los demás con uniformes desteñidos y en mal estado. Unos parecen locales, acomodados y satisfechos consigo mismos; los demás, turistas, impacientes y un poco desconfiados. Todos miran al sudoeste a la así llamada zona de acceso, unos divertidos o un poco aburridos, los otros nerviosos y malhumorados como pasajeros que hace días esperan sus aviones y que los consuelan de una hora a la siguiente.

    »Rellenaron la bahía de Castle Harbour y una gran parte de la laguna al oeste de St. George hacia el arrecife del norte, se eliminaron todas las irregularidades del terreno con aplanadoras y el terreno fue nivelado exactamente. Tiene una extensión de aproximadamente ocho kilómetros de largo y cinco de ancho. En el medio se encuentra una plataforma en la que están armadas las masas de prueba que hace decenios se intentan «agarrar» en vano. Nadie sabe a ciencia cierta cuál es el motivo. Hay cantidad de expertos en este tema, e igual cantidad de teorías. La más plausible parece ser la que dice que es difícil determinar el campo de retorno con igual exactitud en cuanto a espacio y tiempo. Se pierde en cientos de kilómetros cuadrados y espacios de tiempo largos. ¿Recordáis el lío que hubo a mediados de los años setenta respecto al así llamado triángulo de las Bermudas? No era tan absurdo como querían hacerlo parecer los científicos. Y los rumores seguramente volvieron a ser estimulados continuamente desde arriba, para hacer la historia aún más oscura y con eso, poco creíble, porque se empezaba a suponer con cierta preocupación qué podría suceder en esa zona geográfica si en la base de la Marina se ponían en funcionamiento máquinas de tiempo poderosas y se enviaba energía de una magnitud de millones de megavatios/hora de forma incontrolada al pasado. Así, incluso con campos de gravedad abiertos, era posible enviar masas enormes a través del tiempo, y misericordia con el barco o avión que entrara en el remolino de una burbuja de gravitación artificial que se moviera de forma recursiva a lo largo de la línea de tiempo para traer una masa desde el pasado más lejano. Es un espectáculo muy excitante cuando los restos de estos frentes de tormentas cronotrónicas llegan a la Atlántida. La gente queda fascinada mirando la enorme planicie artificial de hormigón. La luz aún clara se enturbia, el aire se carga eléctricamente de repente. Desde las masas de prueba llamean las lenguas de rayos de fuegos de San Telmo en el cielo que se está oscureciendo. Las tormentas se descargan con golpes fuertes. Por encima del mar ascienden chorros de agua, y a veces llueven lejos en el interior del país cuerpos de pescados agitándose que ascienden muy alto en la atmósfera. A veces el cielo se tiñe de negro, y una respiración caliente y seca del infierno, que parece venir de otros eones, atraviesa la ciudad. Después, en medio del verano cae un chubasco de nieve y granizo en forma de piedras grandes. Algunas veces, después de una tormenta así, he salido fuera, a la zona de acceso. Uno siente angustia al hacerlo. La gente evita esta superficie. Es como si en cualquier momento pudieses ser lanzado a un abismo oscuro. Está cubierta de polvo y arena, y allí se pueden encontrar los objetos más extraños.

    Paul daba vueltas a un bolso de cuero que llevaba al cuello colgado de una cinta y vació el contenido en la mano vacía.

    —Aquí un anillo de matrimonio R.F. 16.1.1873. Pero lo más extraño es que la parte interna, plana, se encuentra hacia afuera; la interna redondeada está como deformada por fuerzas topológicas. Aquí parte de una placa de aluminio: arriba dice «...RAY», probablemente la última sílaba de un nombre, encima «773», y debajo «...ORCE». Seguro que se trata de una marca de perro de un piloto de las Fuerzas Aéreas que se llamaba Murray o algo similar. Aquí: dos dientes molares con corona de oro, con un puente de dos partes entre medio. Eso es claramente un pulgar humano, totalmente deshidratado y momificado. Aquí un tornillo, de un cuarto de pulgada, deformado por una fuerza increíble. Este pedacito de latón debe provenir del armazón de un barco, ya que aquí de lado está grabada una escala Nonius y las cifras siete y ocho. A veces se encuentran otras cosas muy diferentes. Piezas de máquinas destruidas, deformadas hasta quedar irreconocibles, trozos de chapa de aluminio y acero, material plástico carbonizado, metal granulado que ha sido fundido y nuevamente rígido, pero también partes de cadáveres, miembros humanos arrancados, en general totalmente deshidratados, en algunas partes se encuentran manchas oscuras, como si hubiera caído un montón de sangre o petróleo.

    Paul volvió a meter los objetos en el bolso de cuero.

    —Objetos a la deriva por el tiempo. Traídos por el oleaje que fue producido por las máquinas de los años ochenta, acarreados al pasado y lavados en la orilla. Algunas cosas no parecen funcionar como uno se lo ha imaginado —dijo Paul alzando los hombros—. A los atlántidas se les han ocurrido muchas cosas para enviar buenos consejos al futuro, anacronismos llamativos, cápsulas de tiempo indestructibles con correo cronológico por botella, por así decir, pero ninguno parece haber llegado. Quizá fueron acarreados a costas extrañas en las que no vive nadie, o la Tierra las lleva en la profundidad de su regazo y no las revela.


    * * *

    Cuando llegaron a la fortificación y la rutina comenzó, la presencia de Paul Loorey tuvo el efecto de una lluvia fresca de verano. Todos revivieron, volvieron a tener coraje.

    Nos contó que el proyecto Atlántida encontraba cada vez más seguidores y que tendría algunas posibilidades de éxito si las bases en tierra firme norteamericana seguían desarrollándose tan bien como para garantizar un abastecimiento con los bienes necesarios para vivir y más tarde también con materia prima.

    Paul Loorey estaba decidido a volver a cruzar el Atlántico.

    —El único lugar civilizado en este mundo enorme y nada cómodo —aseguró.

    Después de siete meses en los que no hubo ninguna materialización más y cuando el último aterrizaje databa de diez meses atrás, resolvieron unánimemente disolver la fortificación.

    Era el 18 de agosto del año 50 después del primer aterrizaje registrado.

    Pusieron la resolución por escrito, sus nombres y la fecha en el libro de a bordo; después se soldó en una caja de plomo, se fundió dentro de una sonda de tiempo de plástico indestructible y se enterró a la altura del monte Lapanu.

    Con eso se declaró oficialmente fracasado el proyecto más ambicioso y costoso de la historia de la humanidad.

    Todos lo hicieron de buen ánimo, pues ya no les unía nada más al período de tiempo del que provenían, que podría haber sido un período de florecimiento de la cultura humana si hubiera estado bajo otras estrellas distintas de aquéllas bajo las que se encontraban las hombreras de generales ambiciosos.

    Dejaron la mayor parte del equipamiento a las tribus unidas bajo Senegal, el hijo de Goodluck. Quería ir en dirección al este para buscar nuevas tierras de caza en la hondonada del Tirreno y en la altiplanicie siciliana.

    Jerome habló de ir a ver a Moses, y Goodluck y Snowball querían acompañarlo. Steve estaba indeciso aún.

    Se fueron hacia el norte con algunos camellos y con sus objetos personales. Esperaron a la barca, que llegó el 2 de setiembre al sur del que más adelante sería el Capo dell Argentiera.

    Subieron a bordo: Ricardo Ruiz, Nina Jamisson, Leonard Rosenthal, Elmer Trucy, Jerome Bannister, Paul Loorey, Goodluck, Rick Bailey, Snowball y Steve Stanley además de un todoterreno con remolques, catorce camellos, y naturalmente Davy.

    Desde el norte vinieron colonizadores independientes que habían oído hablar de la fortificación y que ahora ya no se sentían lo suficientemente seguros. También subieron a bordo algunos mercenarios comerciantes que habían bajado de África. Pagaron el traslado con pieles y garras valiosas de tigre que en la Atlántida traerían una fortuna, con sables encorvados de la mejor artesanía árabe, con joyas de oro y plata de formas raras y con trabajos escogidos de cuero.

    —¿De qué época vienen estas cosas? —preguntó Steve a uno de los comerciantes. Este alzó los hombros y respondió en árabe. Steve no le entendió.
    —Dice que son atemporales —respondió otro, y frunció su rostro oscuro formando una sonrisa—. No entiende su pregunta.

    Steve asintió.

    La barca se deslizó hacia el noroeste por la claridad deslumbrante del mediodía, la poderosa vela hinchada por un fuerte viento del sur. Los conductores con túnica y turbante oscuros se apoyaban dormitando sobre el remo al calor del mediodía. La mayoría de los pasajeros habían buscado protección bajo el toldo o se habían retirado debajo de cubierta y dormían la siesta.

    Steve buscó las anotaciones de Howard Harness y las hojeó. Davy le hacía compañía y olfateaba curioso el papel grueso verde y blanco a rayas.

    Un recorte de periódico cayó fuera. Del Newsweek del 17 de octubre de 1983. Impreso sobre un papel de mala calidad, bastante amarillento, mostraba la foto de un hombre mayor vestido de forma pomposa, y debajo decía lo siguiente:

    ATENTADO CONTRA MAXIMILIANO V.
    Ciudad de México, AP: La noche de ayer, el anciano de Habsburgo se salvó milagrosamente de las balas del autor de un atentado que estaba esperando al monarca cuando éste abandonó la Catedral en la Plaza del Imperio después de las vísperas para dirigirse al Palacio Nacional. Ningún miembro de la familia imperial fue herido. Uno de los guardaespaldas del Emperador murió durante el tiroteo. El autor del atentado pudo ser apresado. Según informes de la Guardia Nacional, niega pertenecer a cualquier grupo de las guerrillas trotzkistas, sin embargo, sus declaraciones son contradictorias. Aun cuando parece ser de ascendencia latinoamericana, el autor parece haber residido en el extranjero durante mucho tiempo. Esto se desprende de su acento extranjero, así como de algunos objetos que llevaba consigo.


    «¡MAL TRABAJO!», había escrito Harness en letra imprenta al borde, y debajo: «según Murchinson lo decapitaron».

    Steve dejó correr entre sus dedos las bandas de la cinta sinfín, y miró la red de probabilidad de las líneas de tiempo. Algunos puntos habían sido destacados.

    Marzo de 1867: Victoria de los rebeldes mexicanos contra las tropas de invasión francesas. 19 de junio de 1867, Querétaro: Fernando Maximiliano, archiduque de Austria, desde 1863 Emperador Maximiliano I de México, fusilado por un Pelotón Benito Juárez.
    Al borde: Evolución altamente improbable. ¿Cambio de curso exitoso?
    Más arriba: 1519, Hernando Cortés.


    Steve cerró los ojos. El 16 de agosto habían emprendido la retirada en Zempoala 400 hombres con quince caballos y seis cañones; 200 tamenes llevaban los arcabuces y otras armas pesadas, así como provisiones. Los equipos los llevaba solamente la gente a caballo y los capitanes. Durante tres días habían luchado por atravesar las calientes y húmedas tierras profundas y las tierras bajas y pantanosas contaminadas por mosquitos de la tierra caliente. Al cuarto día comenzó el ascenso a las pendientes cubiertas de niebla del Cofre de Perote. El camino se volvió más empinado, a través de escaleras recortadas en la roca llegaron agotados a Jicochimalco. A la luz de la tarde vieron el macizo de Sierra Madre al sur, superado por la impoluta Pirámide del Orizaba. Tras esta cadena montañosa se encuentra el altiplano, la Tierra Prometida, la ciudad dorada de Tenochtitlán.

    La noche es amargamente fría. Los soldados, en sus jubones acolchados con algodón, empapados de sudor, pasaban un frío terrible. Antes del primer amanecer recogieron el campamento, después subieron al paso que llaman el Puesto de Nombre de Dios. A los portadores les costaba subir, los caballos debían ser conducidos de las riendas; el aire se volvió más escaso, helado, la respiración de personas y animales conformaba nubes volátiles mientras tras ellos el sol ascendía rojo del vaho de la costa. Delante de ellos brillaba el pico cubierto de nieve del Orizaba, las gargantas cubiertas de niebla. El camino llevaba en zigzag pendiente arriba, el valle se estrechaba.


    CORRECCIÓN

    Repentinamente, desde la pendiente de enfrente se oyó un ruido extraño, como de fuegos artificiales explotando, de los que se colocan en hilera durante carnaval uno junto a otro delante de los escalones de la catedral. Rayos de luz salen de los arbustos en dos lugares, entre ellos explosiones sordas como de arcabuces disparados.

    Un caballo salta asustado relinchando, cae de espaldas al abismo, arranca consigo al hombre que le conducía de las riendas. Alrededor se abren cráteres que escupen fuego y siembran la muerte, cuerpos temblando tirados unos sobre otros, los haces de los cartuchos recubiertos de acero destruyen los jubones de cuero rellenos de algodón, cortan los equipamientos como cartón, abren cuerpos de caballo, perforan la roca, tiros de rebote suben silbando al cielo de la mañana, Cortés en la mira del blanco de un tirador de precisión, cómo se dobla sobre sí mismo y cae, la mano sobre la espada, la hoja cincelada sólo medio sacada de la vaina, sangre que hierve de uno de los jubones, un ojo que mira horrorizado, atravesado por un proyectil y en sólo la milésima de un segundo disgregado en sus componentes moleculares, un casco que se llena de sangre, albúmina corriendo por trozos de hueso, y por encima de todo el ritmo del golpetear incesante, la cadencia de esta terrible danza de la muerte.

    A los diez minutos todo ha pasado. Las cosas cambiaron. La muerte viniendo de la nada, la venganza sin compasión a causa de una historia largamente trágica que justamente empezaba a tener lugar. Ahogada desde el inicio.

    Harness había anotado después del punto:

    Fecha: 29 de agosto de 1519, a las 9:00 horas locales.
    Lugar: Cofre de Perote
    Misión: 4-5 hombres, dos ametralladoras pesadas, lanzagranadas, tiradores de precisión. Los participantes motivados por la anticolonización, con inclinaciones románticas hacia la cultura azteca.
    Realización: B747 reconstruido con piezas incorporadas (jaula), camuflado como equipo de radar. Desacople combinado con salto en paracaídas.
    Objetivo: debe evitarse que este grupo católico fanático se establezca en Centroamérica y elimine las antiguas culturas allí existentes.


    Cruzados, se dijo Steve. Como si la gentuza reformada que obligatoriamente vendría después de ellos fuera mejor. Como si no hubiera sido hora hacía tiempo de que el régimen sangriento de los curas de las dictaduras militares indígenas fuera arrojado a la basura de la historia mundial.

    Pero tal vez América no haya sido descubierta y colonizada por blancos. Tal vez Colón navegó sin saberlo hacia el fuego de las baterías costeras de Ahuizolt, que le había prometido un poder benévolo en el futuro, un pequeño equipo de asesores militares desde Japón o China en la corte del cacique. El navegante se perdió mientras buscaba un camino marítimo hacia las tierras tentadoras de la India y las islas de especias, tragado por el mar de los Sargasos. Ningún cliente de las tierras nuevas en el océano pudo llegar alguna vez a Europa, no tentaban tesoros inconmensurables de oro. ¿Quién hubiera pagado la próxima expedición?


    CORRECCIÓN

    Fecha: 12 de octubre de 1492, a las 2:00 horas locales
    Lugar: Guanahani


    Una llamada desde la cofa. Voces preguntando en la oscuridad, se enciende una antorcha. Hombres que durmieron sobre cubierta se frotan los ojos y trepan a medias a los cabos para descubrir la costa. No se ve nada. Todavía hay estrellas en el cielo, brillan a través de agujeros en las nubes. Jarcias gimiendo, el agua susurra lento a lo largo de la pared de a bordo.

    Nuevamente un grito desde la atalaya.

    —¡Tierra!

    Se dan órdenes, un cañón se desata. Señales van de un barco al otro, los remeros se comunican.

    ¡Sí! Se puede oler. Es tierra. Claramente el olor como de especias y podredumbre que trae el viento, el ruido del oleaje.

    Se arrizan velas, se lanza una sonda. Están parados con el torso desnudo sobre cubierta, al fresco, por la mañana temprano. Poco a poco las estrellas palidecen en el atardecer color plomo. Delante una costa. Todos miran fascinados, se tocan, como para asegurarse de que no sueñan. Han dominado lo ilimitado, no han navegado más allá del borde de la circunvalación de la Tierra y no se han caído a un abismo. Han alcanzado Tierra, como lo ha prometido el almirante.

    En la costa, brillo de luz. ¿Fuego? Un grito en la lejanía. ¿Gente?

    India. ¿Les recibirán amistosamente? Las manos pegajosas, quemadas por la sal y el sol, hacen una cruz. Aquí y allá uno busca secretamente un amuleto, murmura: «Salvador» y escupe porfiado sobre las planchas. Alguno cree oler ya especias exóticas, el aroma benigno de la canela y la vainilla, el aroma excitante de té prensado que se amontona en fardos sobre el muelle, las emanaciones frías de maderas valiosas. El día revelaría aquello sobre lo que el veneciano venido de lejos había informado: el reino de Cathay y la isla Zipangu, las ciudades construidas en altura hechas de mármol; los palacios dorados por encima de los cuales ondean las banderas de dragones de seda del gran Khan y los puertos, en los que abundan los grandes barcos que recorren miles de millas por las costas.

    El delegado del emperador les hace una reverencia y se les acerca. Su dragón de montar se detiene, bate el aire como con hojas de acero, el escudo de su cuerpo brilla a la luz de la mañana, su cola está levantada y decorada con un disco plateado y deslumbrante, sus gruñidos se oyen a millas de distancia, cómo recorre su órbita majestuosamente y se dirige hacia ellos, su voz como un trueno, su boca se abre y escupe fuego. Encima de ellos cae luz, pero no las llamas de la iluminación de Pentecostés, sino del napalm.

    De pronto reina el infierno sobre cubierta: rostros que se funden; bocas que se deforman en un grito sufriente en el montón de cenizas de barbas quemadas; aparejos que caen, arrancando pedazos de vela ardientes; personas prendidas fuego que saltan al agua por encima de la borda. Y el dragón escupe sin cesar, hasta que sólo hay cosas flotando en el mar, objetos mecidos por unas ondas planas.

    Después, los proyectiles atraviesan la alfombra de muerte, hasta que ninguna mano se mueve ya en una plancha o se aferra de un trozo carbonizado de mástil.

    —¿Duermes? —le preguntó la voz de Paul Loorey.

    Steve abrió los ojos.

    —Sueños de día —dijo—. Cosas inservibles. Míralo. Notas marginales para una historia del futuro.
    —¿La Summa de Howard Harness?
    —Sí. ¿Estabas enterado?
    —Hace veinte años que la estaba escribiendo. A veces hablamos sobre eso.

    Paul se sentó a la sombra junto a Steve.

    —¿Y qué quiere decir todo eso?
    —Es la historiografía más encantadora que uno pueda imaginarse, Steve. Los sueños son importantes. Las impresionantes posibilidades jamás realizadas de la historia. En aquellos puntos en los que la realidad se abre en un momento sorprendente y libera la mirada a un paisaje de una realidad diferente, allí se encuentran las minas de la fantasía humana. Y si algún día este mundo realmente se hunde, entonces será por la falta de fantasía de sus habitantes.

    Cierto, la realidad también es importante; no deberíamos haber dejado que los burócratas la gestionaran, ni que los militares se encargaran de ella. ¿Pero qué es ella para el espíritu humano? Un gueto con el cual tal vez se den por satisfechos los espíritus sencillos que sólo confían en lo que pueden tocar, un pequeño extracto extraído del amplio espectro de la existencia humana.

    El viento se había paralizado prácticamente. La gran vela oscura colgaba sin vida y proyectaba una sombra fina que atravesaba la cubierta. El remero dormía. Muy cerca saltaban delfines.


    14 - Saludo a Leakey


    Los delfines los acompañaron. Su placer al conquistar un nuevo espacio vital les ponía en movimiento, con una soltura alegre. No eran aún los seres elegantes y suaves que recordaba Steve, sino animales con una piel gris de pelo corto tipo terciopelo y cabezas afiladas de las cuales salían pelos de barba. Eran tipos alegres y juguetones con rostros divertidos y remos con garras; eran muy rápidos en las corrientes, resoplaban con desprecio al ver el vehículo torpe y volvían a sumergirse en su elemento.

    La barca marchaba lentamente. Un viento sur somnoliento y cálido jugaba sin ganas con la vela. El capitán mantenía rumbo oeste-noroeste. Al séptimo día de su viaje apareció el macizo de las islas Baleares en el horizonte. El cielo se cubrió, el viento giró al oeste. La lluvia golpeaba el mar agitado de color gris pizarra; el barco se quejaba.

    Paul, Jerome y Steve permanecieron a bordo protegidos por un toldo resistente al agua. Snowball y Goodluck estaban agachados entre ellos, miraban el mar creciente con sentimientos encontrados y buscaban en los rostros de la gente si el final no estaba muy cerca.

    No tenía sentido luchar contra el tormentoso viento oeste; por la tarde temprano, el capitán ya hizo que se dirigieran muy cerca de tierra y buscó un lugar adecuado para atracar. El agua se filtraba por el techo, la lluvia caía sobre las planchas y golpeaba el toldo debajo del cual se encontraban. Se dieron órdenes. Marineros en túnicas empapadas y turbantes goteando maniobraban las jarcias para guardar la vela. Un bote fue descendido al agua y amarrado a proa. Bajaron cuerdas. El capitán hizo que la barca se arrastrara contra el viento.

    —¿Qué es eso? —preguntó Steve. Señaló una extraña formación de roca del lado del timón que se destacaba entre dos chubascos delante del cielo oscuro.
    —El hombro de Hércules —dijo Paul.

    De hecho, la roca tenía la forma de un hombro que sobresalía vertical del agua. El antebrazo y su redondez podían reconocerse claramente, el inicio de un cuello, encima oído y barbilla, el inicio de una boca en un rostro recortado y sin forma. Y el hombro se apoyaba contra el macizo de montañas, como si tuviera que soportar el peso de la tierra contra el mar.

    —Parece creado artificialmente —dijo Steve sorprendido.
    —Lo es. Un grupo de viaje que llegó mucho más atrás en el pasado intentó dar testimonio de sí mismo mediante una obra de arte mucho más visible.
    —¿No fue examinado más en detalle? —preguntó Steve.
    —Para la gente de mar es un lugar malo. No podrás convencer a ninguno de atracar aquí cerca —dijo Paul—. Mira cómo reman. Como si temieran por sus vidas.

    La barca pasó muy lentamente por el hombro de roca. De ese momento parecía desprenderse una amenaza extraña; causaba un efecto de fuerza y obstinación y, sin embargo, era como un reproche convertido en piedra. «¿Cómo se sentirían las personas que fueron lanzadas a este mundo y no encontraron nada ni nadie aquí?» pensó Steve. Adán en el paraíso incompleto. Inimaginable por lo que debe haber pasado esta gente. Cuánto más admirable la capacidad de este artista, que además de su trabajo diario encontró la fuerza de comenzar con este gigante, muriendo al querer terminarlo.

    —Entre la gente de mar corre la leyenda —continuó Paul—de que ya no habrá gente cuando este Hércules se haya ahogado en las aguas crecientes.
    —Eso podría suceder hoy, si continúa lloviendo así —opinó Jerome, y se limpió la humedad de rostro y barba.

    Después de la llegada de la oscuridad atracó la barca. Había troncos bordeando la costa que tuvieron que ser apartados a un lado. Se lanzaron cuerdas. La madera chirriaba contra madera. La lluvia batió toda la noche. A la mañana siguiente, los animales fueron conducidos a tierra y guiados a la pradera bajo vigilancia. Rick Bailey y Jerome salieron de caza; dos mercenarios comerciantes y un antiguo colonizador se les unieron. Mataron a un pequeño animal parecido a un tapir y a un enorme ciervo de tres metros de altura. Jerome disparó a un par de patos salvajes e intentó enseñar a Davy a traerlos, pero el perro tenía su propia voluntad y no hacía caso a sus órdenes.

    La barca estaba amarrada. El capitán hizo llenar las mangas con agua potable fresca y asar carne como reserva.

    Se quedaron bajo la protección de techos de hojas, y miraban al fuego que se iniciaba y sobre el cual colgaban trozos de carne que se cocinaban muy lentamente.

    Dos días después, el viento cambió de dirección, y el cielo se aclaró. Llevaron a bordo los animales y las provisiones, soltaron las cuerdas.

    Entonces apareció una figura de entre la maleza de la costa. Tenía piel clara, rostro barbado y el pelo le llegaba hasta los hombros. La criatura tenía piernas cortas, muy peludas, y brazos inhabitualmente largos. Poseía una constitución mucho más fuerte que cualquiera de los hombres pequeños, y era casi tan alto como un hombre adulto. Alrededor del cuerpo llevaba una piel de cabra curtida en bruto, sostenida debajo del brazo por una pinza de hueso, encima del hombro un saco de agua y un bolso de colgar, también de piel de cabra; en el cinturón había un cuchillo largo y fino, que se parecía lejanamente a la hoja de una bayoneta. Era la hoja de una bayoneta, reconoció Steve, sólo que muy vieja, y llevaba decenios sin afilar. En la mano derecha el chico extraño sostenía un látigo de cuero trenzado enrollado.

    Se dirigió hacia el portalón que aún no habían recogido del todo, lo sostuvo y lanzó un grito inarticulado.

    —¿Qué quieres? —le preguntó el capitán en tono brusco, sin embargo, el ser no parecía disponer del habla, y respondió en sonidos esforzados e inarticulados:
    —¡Kammon boi! ¡He, kammon boi!

    Goodluck se acercó e intentó hacerse comprender con sonidos guturales y gestos, con poco éxito.

    —No pertenece a ninguno de nosotros —dijo Goodluck finalmente—. Es uno de los últimos Fohst —dijo-, y quiere ir con sus hijos al oeste, a tierra firme. Aquí la caza es cada vez peor año tras año.

    El capitán sacudió la cabeza. Dos marineros intentaron quitar el portalón al Fohst, pero él lo sostenía con sus brazos fuertes, y casi arrastró a los dos hombres al mar.

    —Kammon boi. He, kammon boi —gritaba pidiendo.
    —¡Déjenlo subir! —dijo el capitán.

    El Fohst profirió un silbido agudo. En el mismo momento salieron dos niños de entre los arbustos y pasaron rápidos como una comadreja. Antes de que los marineros pudieran reaccionar, los tres estaban a bordo. El Fohst le extendía al capitán una mano llena de garras extremadamente largas con bordes de sable, para pagar por su viaje.

    —Valen una pequeña fortuna en la Atlántida —murmuró Paul.

    Steve observó a ambos niños. Iban sin ropa y para su edad (el varón tendría ocho o nueve, la niña uno o dos años menos) eran extraordinariamente peludos, aun cuando la piel era sólo una pelusa blanda y sedosa. Se escondieron apretaditos en una esquina, miraban tímidamente a su alrededor y de inmediato comenzaron a interactuar sexualmente. El látigo del viejo Fohst cayó entre ellos. Se separaron.

    —¡Kammon boi! ¡He, kammon boi! —gruñó. Apenas diez minutos después estaban juntos de nuevo.
    —¡He, kammon boi! —gruñó el Fohst y movió el látigo.

    Una boca llena de agua en un océano, se dijo Steve y le echó una mirada compasiva a Elmer Trucy. «¿Nuestros descendientes se llamarán los Sakends y lucharán igualmente sin habla por la mera supervivencia, como los descendientes de los llamados Firsts que pertenecían aún más lejos al pasado? Elmer, la galaxia permanecerá sin poblar aún durante mucho tiempo más, tal vez el ser humano jamás tenga acceso a ella».

    Salieron y se deslizaron por las aguas. El mar fresco era azul, con espuma, uno con el viento, la vela embarazada. Y las noches, hacia las que iban entrando eran lavanda y cobre.

    El doceavo día de su viaje apareció al oeste la planicie de la península de los Pirineos. Iban delante de un viento del noreste frío y seco e iban bien encaminados a pesar de la contracorriente cada vez mayor del agua que entraba con mucha fuerza en Gibraltar. Navegaron muy cerca de la costa, continuamente con rumbo oeste suroeste, hasta que, lejos al sur, después de la circunvalación del Cabo de Gata, llegaron a la desembocadura del Almería. Entre la niebla del suroeste se podían reconocer las montañas masivas del Alborán, que destacaba más de mil metros saliendo del mar casi en vertical.

    La barca había alcanzado su último objetivo. También el capitán y su tripulación estaban decididos a ir más allá del Atlántico.

    —¿Qué piensa hacer con el barco? —preguntó Steve al capitán, un hombre de la Marina de sesenta y pico que durante treinta años había navegado por la hondonada. Sus ojos gris claro en el rostro muy bronceado debajo del turbante azul desteñido miraron despectivamente a Steve.
    —Lo dejaré donde está —dijo. Tal vez alguien lo encuentre y le de uso.

    Steve asintió.

    —¿Por qué lo pregunta?

    Steve levantó los hombros.

    —Podría ser que lo necesitase.
    —¿Usted no cruzará con los demás?
    —No lo sé aún. No estoy seguro.
    —Está en sus mejores años. Todavía puede construirse un futuro. Allí tiene una oportunidad.

    Steve miró sonriendo a sus ojos gris claro. El capitán bajó la mirada y se quitó el turbante de la frente.

    —Como quiera —dijo—. Ate el remo cuando duerma, y sólo coloque siempre una parte de la vela. Mientras vaya delante del viento, lo logrará solo. Si salta, lo mejor es bajar la verga, ya que no puede navegar contra el viento. Si viene una tormenta, rece. No puedo decirle nada más. No puedo ponerle a disposición un yate. Esto no es mucho más que una balsa. Pero es una buena balsa. Odiseo no tendría un barco mejor. Mucha suerte con él. —Se alejó y dio instrucciones a su gente. Los pasajeros bajaron de a bordo, los animales y bienes fueron llevados a tierra, Jerome condujo el todoterreno hacia la costa por encima de tablas de madera que se movían. Después del largo silencio, oír el tronar de un motor fuerte le pareció raro. Los camellos se asustaron. Los hombres que los ensillaban tenían dificultades para tranquilizar a los animales asustados.

    Dos horas después, la caravana emprendió camino en dirección a Cádiz.

    Primero siguió el curso del Almería río arriba, pasando por sus gargantas, después tomó rumbo oeste, paralelamente a la cadena muy boscosa de la Sierra Nevada. Con el correr de los decenios habían ampliado el sendero un camino bastante utilizable para poder transportar también bienes desde la costa del Atlántico hacia la hondonada.

    —He oído que no quieres cruzar con nosotros —dijo Jerome mientras descansaban. Habían adelantado un poco con el automóvil. Goodluck, Snowball y Ricardo estaban con ellos. Preparaban el fuego del campamento para la caravana, juntaban ramas secas y piedras.
    —La pradera me tienta —dijo Steve—. La distancia inconmensurable de este mundo incompleto. El ser humano vendrá algún día desde África. Allí comenzó el sexto día de la creación. Quizá tenga la suerte de vivir y contemplar un par de segundos de ella.
    —Te comerán antes de que puedas echar una mirada. Y estarás solo.

    Steve alzó los hombros y levantó las manos sonriendo.

    —Y Dios el Señor habló: No es bueno que el hombre esté solo; le daré una compañera que se ocupe de él.

    Jerome resopló despreciativamente.

    —¿Has visto a esos chicos peludos que teníamos a bordo?
    —Están mejor que nosotros. Andan desnudos.
    —Aún crees que puedes entrar al paraíso de contrabando y sin llamar la atención, ¿verdad?
    —Eso tal vez no sea tan difícil, Jerome. Sólo es necesario saber dónde se encuentra. —Y después de una pausa preguntó:—¿Y cómo te imaginas tu futuro?
    —A mí me tienta la amplitud, como a ti —dijo Jerome en voz baja, y colocó el brazo alrededor de Steve—. Iré al norte y visitaré a Moses. Tal vez le encuentre aún con vida. Goodluck y Snowball me acompañarán. ¿Tienes ganas de unirte a nosotros?

    Steve sacudió la cabeza.

    —Tengo que buscar mi propio futuro —dijo firme.
    —Iré con uno de los hijos de Moses al norte para ver esas antiguas ruinas en el mar, buscaré las costas del legendario Lac Mer, tras del cual se abren las amplitudes de Asia, donde se desarrolla el Himalaya. Tal vez encuentre el camino por tierra hacia América y...
    —Como veo, tienes un programa amplio.
    —En una isla me ahogaría.
    —¿Ya no crees en un retorno al futuro?
    —Sería absurdo —dijo Jerome.


    * * *

    Después de veintiún días llegaron a Cádiz. El New Atlantis ya estaba anclado, un barco de tres mástiles especializado para alta mar hecho de piezas prefabricadas que provenían del futuro.

    —¿Por qué nunca nos enviaron un barco tan hermoso a la hondonada?
    —Porque nadie pensó que podrían navegar allí —dio como respuesta Ricardo.

    Elmer, que estaba sobre la silla con el rostro distorsionado por el dolor, siseó:

    —¡En realidad pensaron muy, muy poco!

    Por encima de las miserables barracas en el puerto circulaban gaviotas y se peleaban a gritos por los residuos que flotaban en el agua de la bahía. Fuera, en el mar brillante, se veían botes de pescadores.

    Cuando estudiaba, Steve había estado en Europa un par de días, en el sur de España. Recordaba Cádiz como una ciudad clara y aireada, el olor picante de los recipientes de sal al lado de la calle de acceso, donde el sol engrosaba el mar y hombres con las caras cubiertas juntaban con palas sal húmeda y de color gris blanco en montones. Recordaba una casa de comidas antigua en cuyas bóvedas altas resonaba excesivamente fuerte el ruido de los cubiertos y las voces de los huéspedes, y cuyas paredes incluso en días calientes de julio exhalaban una frescura que parecían haber almacenado en siglos. Con nostalgia, había mirado en Algeciras hacia la costa africana, tras cuya línea se escondían ciudades cuyos nombres hacían recordar al oro y al marfil, como la piel color caoba de hermosas esclavas y trajes costosos de brocato y seda. En aquel entonces se había jurado no entrar jamás a estos lugares de la fantasía, para mantenerlos intactos en su brillo rodeado de leyendas y en su maravilla. Ahora los buscaría. Estaban tan lejos de esa realidad como aquéllos, pero tenían la ventaja de dormir aún invisibles en el regazo del futuro, de ser cadáveres aún no deteriorados de una grandeza perdida en un pasado brillante.


    * * *

    Hacía mucho que el New Atlantis había salido, había colocado sus velas blancas en dirección a la noche y había desaparecido tras el horizonte.

    Estaban parados sobre la espalda rocosa del bloque de Gibraltar, que una vez había protegido a la hondonada contra el agua del Atlántico. Steve llevaba cinco animales de cabalgar y de carga de las riendas; Jerome había equipado su todoterreno con remolque para el viaje, lo había llenado hasta los topes de bidones de reserva y provisiones, armas y municiones.

    En una amplitud de más de ocho kilómetros tronaban las aguas en las profundidades. A veces se veía el brillo de miles de cuerpos plateados de peces que la poderosa corriente arrastraba por encima del borde, vida que fluía de un recipiente al otro, exceso de la creación. En dirección este, el humo del agua estaba por encima de los rápidos de la corriente. Había tal ruido en el aire fresco, lleno de humedad, que apenas se podían entender las propias palabras.

    Steve se despidió de Snowball y de Goodluck, acarició el pelo grueso del cuello de Davy y abrazó a Jerome. Después montó sobre la silla. Alzó la mano.

    —¡Saluda a Leakey! —gritó Jerome, y encendió el motor—. Te deseo una larga vida, Steve. Pero cuando haya llegado el momento, acuéstate de modo que te encuentre.
    —¡Que te vaya bien! —gritó Steve una vez más, y animó a andar a su camello. No se dio la vuelta, cabalgó a lo largo de las aguas bravas hacia el valle, para seguir la corriente hasta llegar a la bahía de Almería, donde se encontraba amarrada la barca.

    No pudo oír la explosión.

    Jerome no había conducido ni trescientos metros cuando sucedió. Un soldado valiente durante la batalla por Gibraltar se había encargado de la heroica tarea de enterrar una mina en el camino que formaba el acceso a la antigua pendiente de la montaña.

    Jerome murió instantáneamente. Una astilla le penetró debajo de la barbilla, le atravesó el paladar, luego la parte derecha de la frente y volvió a salir por el parietal. Snowball, que estaba sentado en el asiento del acompañante, fue prácticamente acribillado por astillas y lanzado fuera del vehículo. Murió algunos minutos después. Goodluck, que estaba sentado en el asiento trasero, también salió disparado, perdió la conciencia y permaneció tirado gravemente herido.

    La fuerza de la explosión había arrancado el remolque y lo había tirado. La parte trasera había salido disparada hacia lo alto, pero el vehículo había aterrizado sobre las ruedas nuevamente. Con Jerome muerto al volante, saltaba lentamente a la izquierda sobre los neumáticos destrozados, se salió del camino hacia el valle en un montón de barro y aterrizó en el medio de éste, donde quedó parado. Después el vehículo comenzó a hundirse lentamente.

    Davy ladraba como loco a las burbujas que ascendían de las profundidades. Cuando se acabaron, dio la vuelta con un gemido de miedo y trotó pendiente arriba. Sangraba por la nariz y temblaba en todo el cuerpo.


    15 - El encuentro con el ángel


    Esa tarde, Steve se encontró con el lecho de un arroyo y descansó para dejar abrevar a los animales. Mientras los camellos tiraban de las hojas jugosas de los arbustos de la costa, se sentó a la sombra y comió pescado frito frío.

    De repente creyó oír ladridos de perro entre las pisadas y resoplidos de los animales. Levantó la vista. Segundos después apareció Davy, ladraba agitado. Trotó al arroyo para saciar su sed con avidez y después volvió a salir muy inquieto, ladrando a Steve como pidiéndole algo.

    —Ven, Davy. ¿Qué sucede?

    Gimiendo, el perro se acercó y guardó la cola con miedo. Steve le cogió del pelo del cuello y le revisó. Determinó que tenía una herida en la mejilla, como si una bala le hubiera rozado. En el pecho, muy cerca de la pata delantera derecha, descubrió otra herida, apenas cerrada, también como del roce de un disparo.

    Davy se soltó inquieto y volvió a trotar en la dirección de la que había venido. Allí permaneció gimiendo y ladrando.

    —¿Quieres que te acompañe, Davy? Entiendo.

    Steve juntó sus cosas, desató a los animales y se subió a la silla.

    —Espero que seas lo suficientemente inteligente como para no tomarme por tonto —dijo. El perro siguió su huella volviendo atrás. Steve comenzó a sentirse inquieto. Hizo que los animales caminaran rápido a pesar del calor del mediodía. Al llegar a una altura se detenía brevemente y miraba por los prismáticos en dirección oeste, pero no podía percibir ningún movimiento.

    «¿Habrán tomado otra decisión? ¿Me habrán seguido con el todoterreno?» se preguntaba a sí mismo. Improbable. El sendero construido en la altiplanicie hacia el valle del Almería era un rodeo, pero incluso para un vehículo todoterreno era mucho mejor seguirle que bordear la costa. ¿Habrían tenido un accidente? Impaciente, metió los tacos de sus sandalias en los flancos los animales. Después de dos horas tenía tras de sí las alturas desde las que había partido por la mañana. A la izquierda tronaban las aguas del Atlántico. El aire estaba lleno de niebla. La sal quemaba sobre la piel.

    Repentinamente, Davy salió corriendo. A los pocos minutos Steve había alcanzado al perro. Estaba parado junto a Goodluck, que estaba tirado sobre el rostro y miraba hacia el oeste resoplando, hacia donde a apenas tres kilómetros de distancia se ofrecía el grandioso espectáculo natural.

    Steve saltó de la silla, dio la vuelta a Goodluck sobre la espalda y le revisó a fondo. Tenía dos heridas de aspecto feo en los muslos, dos más en la cadera izquierda y una en el hombro. Aparentemente astillas de granada. Había perdido un montón de sangre, y sin embargo había seguido hasta quebrarse físicamente. ¿Quería buscar ayuda? Steve colocó la cabeza de Goodluck sobre una manta enrollada, le dio a beber agua y le lavó las heridas tan bien como pudo. El herido despertó de la inconsciencia por el dolor y, gimiendo, apoyaba los codos contra el estómago y llevaba las rodillas a la barbilla.

    —Goodluck, soy yo, Steve. ¿Qué ha ocurrido?

    El chico le miró con los ojos oscuros de miedo, se mojó los labios con la lengua y comenzó a contar. Steve quedó paralizado.

    —Vuelvo cabalgando —dijo.

    Goodluck sacudió la cabeza, cansado.

    —Enterré a Snowball —dijo—. Jerome cayó en un agujero de barro. Pero probablemente estuviera muerto antes.

    Steve miró largamente y en silencio las aguas en movimiento.

    —Escucha, Goodluck —dijo entonces—. No puedo sacarte las astillas del cuerpo. O salen por la infección, o se encapsulan y permanecen en tu cuerpo. Si tenemos suerte, te puedo curar. No parece estar tan mal. Has perdido mucha sangre, pero ninguno de los órganos vitales está herido. De lo contrario no hubieras llegado tan lejos.

    Goodluck asintió.

    Steve le cargó hacia la sombra de una acacia y le preparó un lugar para descansar, luego encendió un fuego y preparó una comida para él.

    A la mañana siguiente tumbó algunos árboles jóvenes, construyó un travail con el que podía llevar a Goodluck y lo ajustó a la silla de uno de los animales de carga. «A bordo de la barca tengo más posibilidades de cuidarle», se dijo. No puedo dejarlo solo cuando voy de caza. Pero tal vez tenga una mínima posibilidad de salvarle si lo alimento con pez crudo.

    Después emprendió la marcha en dirección este.

    Avanzaban muy lentamente. Steve vigilaba de noche y dormía muchas veces de día sobre la silla. Sentía el movimiento del camello, que buscaba resoplando y con paso seguro su camino hacia las salinas de la hondonada occidental. Las pendientes, que en una época estuvieron quemadas por el sol y con arbustos polvorientos con espinas, ahora sólo mostraban un verde claro hasta donde llegaba la vista. Si soplaba viento sur, las nieblas se marchaban al norte y cubrían las pendientes de la planicie de la península de los Pirineos.

    La mayoría de las plantas que originariamente habían crecido aquí en la sequedad sobre el suelo salado del antiguo mar morían bajo el halo de la humedad; aparecían nuevas y se establecían.

    Toda Europa mostraría pronto otra cara. En las plantaciones de palmeras al norte de los Alpes caería nieve, las enormes manadas de antílopes y de ñus de Europa emigrarían al sur, y con ellos los leones, los tigres, los leopardos y otros depredadores, si es que ya existían en la paleta de Darwin. Sólo quedarían los mastodontes, hasta que atravesaran bosques que se ahogaban por la nieve, desesperados buscando alimentos, porque el camino hacia las praderas de África les estaría vedado por las masas de agua del Mediterráneo. Y alguna primavera, después de un invierno implacable, se extinguirían.

    También los predecesores de los hombres permanecerían, tanto los boisei como los demás, y aprenderían a sobrevivir en el hielo y el frío. Y cuando emigraran al sur, siguiendo la huella de los rebaños migrantes, aprenderían a superar obstáculos. Y al hacerlo desarrollarían habilidades cada vez mayores. Finalmente ya no existirían obstáculos insuperables: medio ambiente hostil, montañas, arroyos desbordados, grandes fríos, superficies de agua, enemigos de dientes y garras, carne y pierna, después el espacio, finalmente el tiempo; pero siempre el hombre, allí donde llegara, encontraría un obstáculo que representaría un desafío que le sacaría de quicio.

    Steve levantó la mirada, se colocó el paño para la boca lateralmente debajo del turbante. Cabalgaban desde hacía dos semanas, ahora con un otoño que se mostraba como un verano sin fin. Goodluck dormía su sueño inquieto; Davy trotaba por delante, siempre paralelamente a la ribera de las aguas que alguna vez se convertirían en el Mediterráneo y que cada año aumentarían en un metro y luego más rápidamente. De todos modos pasaría todo un milenio hasta que se llenara la enorme cuenca, y en dos siglos más todavía habría pasajes por tierra al sur de Cerdeña y de Sicilia hacia África por los cuales los animales podrían salvarse hacia zonas más cálidas antes de que llegaran a Europa las épocas glaciales de millones de años de duración cuyas poderosas lenguas de hielo paralizarían prácticamente toda vida al norte de los Alpes.

    Steve sintió cómo el animal de carga quedaba un poco atrás con el travail, y tomó con más firmeza las riendas con las que estaba atada a su silla.

    —¡Ven! —dijo. No se dio la vuelta, sino que cabalgó derecho al este, en dirección al sol naciente.

    Por la noche del día número dieciocho llegaron a la desembocadura del Almería. La barca aún se encontraba bien amarrada a los árboles que se hundían, tal como la habían dejado. Steve condujo a los camellos a la pradera, para que se llenaran de comida.

    Con cuerdas armó unos platos provisorios, ató uno de los camellos a la cuerda sostén de la barca y la acercó más a la costa. Después preparó sobre cubierta un lecho cómodo con esteras y lonas y llevó a Goodluck a bordo.

    Su estado era triste. Una de las heridas en su muslo tenía muy mal aspecto y había empezado a supurar. La pierna estaba hinchada. Ya no podía caminar, apenas arrastrarse.

    Después de que Steve había llenado todas las mangas disponibles con agua fresca, trajo a los animales a bordo uno por uno, los ató y soltó las amarras. Después izó la vela, que se inflaba poco con el débil viento del oeste, y timoneó hacia fuera en la corriente. Ató el remo tal como le había dicho el capitán, lanzó amarras de popa y se sentó al lado de Goodluck. Revisó la herida, que tenía mal olor, lavó el pus y le levantó la pierna para que la hinchazón cediera.

    El chico tenía fiebre, a veces pegaba a su alrededor con sus pequeños puños fuertes, gruñendo. Steve reflexionó si debía atarlo, pero no pudo decidirse a hacerlo. Tenía claro que no podría salvarlo, pero quería intentar todo lo posible para darle alivio en sus últimos días.

    Cada par de horas controlaba las redes, traía a bordo cuerpos de peces temblando, los mataba para utilizarlos de cebo, o los preparaba, raspaba la carne cruda con el cuchillo, soltaba las espinas.

    Era trabajoso dar de comer a Goodluck, pero Steve nunca perdía la paciencia. Davy le miraba y gruñía cuando el chico volvía a vomitar la comida.

    Después de haberse ocupado de Goodluck, Steve yacía dormitando debajo del toldo contra el sol. El viento dormía a veces por completo, el aparejo chillaba al ritmo de las olas suaves que pulseaban la amplitud brillante, un mediodía caliente por encima, el día echado sobre el mar como una catedral de luz. En esos espacios intermedios inconmensurables en los que el tiempo parecía quedar inmóvil y el sol como fijo en el cénit, le venían a la mente palabras que creía haber olvidado hace siglos, de ángeles que volcaban recipientes de rabia sobre la Tierra. A veces la angustia le tocaba el corazón, de tal manera que le dolía el pecho. Subió a, borda y vomitó, se colgaba resoplando del borde, hasta que por fin encontraba la fuerza para echarse agua a la cara y mojar su frente. Y después, cuando secaba la sal de su frente, a veces tenía la sensación de que había arañas caminando por sus cavidades oculares para hacer nidos en la oscuridad de su conciencia.

    Una y otra vez le venía el mismo sueño. Desde un promontorio bastante alto (nunca supo qué había en realidad debajo de sus pies, sin embargo, le parecía un árbol, enraizado fuertemente sobre una roca) miraba hacia una ribera en la que flotaba una mancha oleosa y oscura, una sopa lenta y hedionda en la que todas las aguas de la tierra habían entrado y toda vida muerto. Tras la línea de la costa se extendían hasta el horizonte dunas que estaban iluminadas por una luz pálida como la tiza y demasiado clara. Por encima amenazaba un cielo terriblemente negro, como si un viento soleado increíble hubiera soplado haciendo desaparecer la atmósfera y la Tierra hubiera sido abandonada sin protección a las tormentas cósmicas. Y de pronto, la tierra entró en movimiento, levantada y bajada por los movimientos de un poderoso terremoto que entraba por el horizonte, alisaba dunas y subía los valles formando olas. A pesar de la falta de atmósfera, podía percibirse claramente un sonido caliente y seco, y la arena volaba desde las dunas como pedazos de espuma, como si el viento solar sacara fotones de los flancos de los cristales y se convirtiera en pura luz. Y como siempre, también esta vez Steve se despertó con el sentimiento paralizante de haber visto aquella tierra sin futuro de la cual había hablado Paul.

    Era de noche cuando despertó. El sol había bajado. Estaba empapado en sudor y agotado. A cuatro patas se arrastró hasta donde estaba Goodluck, con la certeza de que el chico había muerto. Sin embargo, Goodluck vivía. Su respiración era superficial pero regular. Dormía profundamente.

    En el ángulo de la costa africana colgaba un banco de nubes oscuro, inclinado y apoyado contra los flancos de las montañas, los bordes de claridad amarillo pálida.

    Respiró profundamente y se pasó la mano por la frente. El calor le atontaba. Miró hacia la noche que se acercaba.

    «¿Esta pieza de obra es lo que se supone que ha sido mi vida?», se preguntó preocupado. De alguna manera siempre había pensado que debía tratarse de una especie de ensayo general, y que después de haber finalizado se levantaría el telón para el acto en sí. Todos los papeles habrían sido distribuidos de forma óptima y cada uno dominaría el suyo a la perfección. Nadie puede ser obligado a tropezar totalmente desprevenido en el escenario, a participar sin saberlo en una pieza que no conoce, cuyo tema, sin embargo, hace tiempo que ya estaba determinado.

    Sin embargo, con certeza paralizante, le quedó claro que ésta era su vida, que ya no se levantaría ningún telón, sino que pronto caería sobre su pieza. Comprendió que todo esto que aprehendía con esfuerzo en su memoria era su vida, y que se le iba entre los dedos, que ningún segundo podía echarse marcha atrás, que las pautas que había realizado con mano descuidada, en la creencia irreflexiva de que las decisiones tomadas serían corregibles alguna vez, demostraron ser irreversibles, y esta certeza le pesaba como una cadena de montañas, como estas montañas de tiempo que habían amontonado sobre su pecho, sólo porque en esa mañana (aún borracho por el whisky y de forma ligera, como tantos otros) no había devuelto su tarjetita de plástico cuando le invitaron a esta aventura.

    Le parecía estar sentado en un traje espacial demasiado estrecho cuyos sistemas de abastecimiento vital sólo funcionaban de forma insuficiente; al mando de una consola de un Spaceshuttle, debajo la Tierra muerta, una escoria quemada como él, que flotaba sin vida al futuro. El aparato de radio callaba, sólo oía el canto electromagnético de las estrellas, el eco de la creación, devuelto desde el borde del universo como el susurro del oleaje a una costa lejana, y sus propias respiraciones en la pieza para la boca del equipo de oxígeno.. Y muy profundamente por debajo de él, el halo de la atmósfera terrestre flotaba sin sonido encima del abismo, como un ligero empañamiento al borde, en el choque de la luz un movimiento ligero y difuso de fotones.

    Entonces apareció temblando el primer brillo del sol naciente por encima del horizonte ¡y volvió a caer! Examinó febrilmente las luces de control, pero se habían apagado. Los instrumentos de aviso estaban en cero.

    En el aire había un olor de podredumbre. Una respiración negra llenaba sus pulmones. Tenía la sensación de que la Tierra ya no podía sostenerle en su muerte, que subía hacia la medianoche en dirección a las estrellas.

    —¿Y qué pasa contigo, Goodluck? —resopló y miró asustado la figura oscura y levantada que estaba parada delante de él y tapaba las estrellas. Olió la podredumbre de sus heridas, la piel empapada de sudor mortal.

    Los animales atados sobre cubierta se pusieron inquietos, se pararon. Davy fue hacia él con sus patitas haciendo ruido por encima de las planchas, le olfateó y le dio un golpecito con el hocico para que se despertara. La luna atravesaba las nubes.

    Steve miró fijamente el mástil que le había asustado haciéndole imaginar que era una figura de pie. A lo lejos, en el este, se veían relámpagos rojo sangre, pero no se formó tormenta alguna. Por la mañana sólo algunos bancos de nubes vaporosos y finos testimoniaban la batalla de las capas de aire, fundidas rápidamente por el día que se iniciaba.

    Goodluck vivía. Steve le lavó y le dio de beber, sació su hambre y su sed.

    Continuaron dirección este. El cielo estaba borracho de sol y lleno de alegría; el mar de fondo pinchado a contraluz por lanzas plateadas. Así navegaban día a día, se dejaban llevar por un atardecer infinito hecho de claridad envuelta en niebla sobre la cual se ponía la noche estrellada como leves nubes.

    Bandadas de pájaros se les cruzaron. Volaban muy alto. Steve no podía reconocer de qué pájaros se trataba.

    —Les seguiremos al sur, Goodluck —le dijo.

    De noche podía oír sus gritos entre las estrellas. La costa pasó junto a ellos, bosque moteado de otoño. Entre gingkos siempre verdes relucían dorados los alcornoques, ardía el arce; entre árboles de canela verde pálido, las llamas negras de los cipreses, arbustos amarillo pálido con ramaje de cedros oscuros por arriba y protegido por pinos.


    * * *

    En la desembocadura del Soumman, Steve se dirigió a la costa. En medio de la niebla del este se encontraba la antigua zona de aterrizaje, y detrás, a lo lejos, La Galite. Allí había empezado todo una vez, había explotado el corazón de la ballena y la había marcado con su sangre, las galaxias de la realidad se habían disipado.

    Condujo a Goodluck a tierra, después los camellos y el resto de sus provisiones y efectos personales, y armó un campamento.

    Llevó a los animales hambrientos a la pradera, dio de comer a Goodluck y se acostó a descansar. Durmió como una piedra y se despertó por un zumbido en el aire que resonaba en sus oídos. Davy gruñía y Goodluck, inquieto, movía la cabeza de un lado a otro.

    Steve levantó la mano y se tapó los ojos, vio un brillo claro como el cristal a aproximadamente diez metros de altura. Era una forma tipo gota, prácticamente transparente, de aproximadamente cinco o seis metros de largo, en la que, de barriga, como descansando sobre una cama de agua, oscilaba una figura vestida con una mochila-aparato blanca sobre la espalda, las manos sobre instrumentos que estaban incorporados como un líquido plateado petrificado en el material transparente en el extremo anterior de la especie de camilla.

    Se levantó polvo, sin embargo, Steve no pudo reconocer grupos electrógenos. Con un claro ping de la parte inferior se desprendieron tres piernas telescópicas finas de sus soportes y se separaron. En el momento en el que la nave aterrizó, se volvió invisible, mostraba en la parte superior un tinte amarillo, y por debajo de las alas en forma de flecha, que sólo podían servir para estabilizar durante el vuelo de ultrasonido, un tinte blanco. Claramente pudo distinguir en proa las insignias sobre las cuales había hablado Harald.

    Sobre el techo salió un cañón láser que se dirigió hacia Steve con un suave movimiento.

    Él levantó las manos para protegerse.

    —¡No dispare! —gritó.

    La parte inferior de la gota se abrió, y de la grieta salió una escalera corta sobre la que aparecieron un par de botas color rojo escarlata.

    Davy mostró los dientes y gruñó. En ese mismo momento el arma láser se dirigió hacia él.

    —¡No dispare! —gritó Steve a la figura que apareció debajo de la barriga del vehículo y que se dirigía hacia él.
    —No tenga miedo —dijo el piloto en un italiano extrañamente duro. Su voz salía baja del casco. Levantó la derecha escondida debajo de un guante, y entonces el arma apuntó al cielo y permaneció así cuando volvió a bajar la mano.

    El piloto era un hombre extraordinariamente alto y de espaldas anchas. Debía medir por lo menos dos metros, pensó Steve, e intentó en vano reconocer la cara tras la visera de tono dorado. Por un momento creyó percibir un rostro hermoso y de piel oscura entre los reflejos, el rostro orgulloso de un nubio, sin embargo, pudo haberse equivocado.

    Steve observó las insignias en las mangas del traje protector: en el lado derecho estaba el cordero; en el izquierdo, una llave, cruzada por un arma láser; CHRISTO SALVATORI decía encima.

    —¿Quién eres? —preguntó Steve en un italiano malo.

    El piloto accionó un interruptor en su casco y contestó por el micrófono externo:

    —¿Hablas nuestro idioma?
    —Lamentablemente muy poco.
    —Vienes de un futuro que no está en las manos de Dios.

    «Su mano estaba posada con bastante fuerza sobre mi mundo», pensó Steve.

    —¿Quién eres? —le preguntó por segunda vez.
    —Soy un preparador del camino del Señor —dijo el piloto—. Busco a uno de nuestros soldados que operaba en este período de tiempo y que no volvió.
    —¿Eso significa que vosotros podéis volver al futuro? —preguntó Steve sin aliento.

    El piloto dudó.

    —Ciertamente —dijo entonces—. A mi futuro. Al del Señor.
    —¿Podrías llevarnos?
    —Podría llevarte, pero no lo puedo decidir yo solo. —Señaló a Goodluck—. Ese hombrecito tiene que quedarse aquí.
    —Precisa ayuda médica urgente.

    Goodluck se había despertado y miraba fijamente al piloto, como si encontrara un fantasma.

    Éste se dirigió hacia él y se arrodilló a su lado. Modificó algo en su guante y tocó con las puntas de sus dedos el antebrazo de Goodluck. Pelo color arena voló y en una superficie del tamaño de una mano apareció la piel oscura. El piloto buscó algo en su mochila de abastecimiento, soltó un objeto con forma de semicono y parecido a una tortuga y lo apretó contra la superficie. Quedó pegado y comenzó a zumbar. Goodluck miraba el aparato con una mezcla de curiosidad y horror. Mostró los dientes, sus labios oscuros temblaban, pero no profirió sonido alguno. Tampoco se estremeció cuando después de unos minutos se lo quitó. En tres lugares salían gotas de sangre de la piel.

    El piloto se paró y se dirigió hacia Steve, tocó con las puntas de los dedos del guante su antebrazo desnudo. Se sentían ásperas y difundían un frescor agradable sobre la piel, después la tortuga se sujetó, pero el dolor apenas se sentía.

    —Hace casi cuarenta años —dijo Steve—. Su camarada cayó en el medio de una disputa entre nuestras tropas y las del otro lado. Habrá muerto. Lo sé por un testigo presencial. —No pudo determinar reacción alguna. La visera permaneció oscura e impenetrable. Sólo veía el reflejo de su propio rostro, distorsionado por la curvatura.

    Se frotó el antebrazo cuando le quitó el aparato. La piel picaba, miró las tres minúsculas marcas donde las sondas habían penetrado su cuerpo.

    —Veré qué puedo hacer por ti —dijo el piloto—. ¿Te volveré a encontrar aquí?

    Steve asintió.

    —Entonces espérame. Volveré.

    Trepó nuevamente a su vehículo. Los equipos electrógenos invisibles distribuyeron polvo, el cuerpo en forma de gota se volvió transparente y ascendió rápidamente inclinado hacia el cielo del mediodía, con un gruñido amenazador, como si se abriera el portal del infierno en la capilla de bautismo de Lateran.

    Steve levantó involuntariamente la mano, como si quisiera demorar el vehículo brillante, pero después la dejó caer y se dirigió a Goodluck. Vio que el chico se había dormido. Entonces también él se acostó a la sombra fresca de las acacias y cayó de inmediato en un sueño profundo.


    * * *

    Steve despertó cuando Davy le tocó con su hocico. Se desperezó. Se sentía descansado y fuerte, internamente distendido y lleno de ganas de hacer cosas. ¿Cuánto tiempo había dormido? Este sueño extraño... recordaba el encuentro con un ángel, exactamente como le había sucedido a Harald, un tronar en el cielo como si...

    Se sentó de golpe y miró su antebrazo. Con movimientos apurados se rascó la costra. Los pequeños cortes debajo ya estaban curados y apenas se veían.

    Goodluck había encendido un fuego y sostenía un pincho sobre el que había colocado un pedazo de carne encima de las llamas.

    Steve se levantó, se dirigió hacia donde estaba y le miró sorprendido por encima del fuego. Goodluck tenía un aspecto horrible. Su cuerpo había enmagrecido hasta quedar casi un esqueleto, la piel se tensaba sobre sus costillas, las clavículas sobresalían como corchetes, los pelos habían desaparecido a trozos de su gruesa piel que se mostraba sin brillo. Sobre el antebrazo izquierdo tenía una superficie desnuda del tamaño de una mano...

    Como si hubiera sentido la mirada de Steve, se rascó en ese lugar.

    —Davy mató una serpiente —dijo.

    Las ramas crujían al fuego. Steve sacudió la cabeza imperceptiblemente y buscó la mirada de Goodluck, hundió la suya en los ojos color avellana en los que brillaba nueva vida.

    El chico frunció los labios y sonrió, y Steve le devolvió la sonrisa.

    Qué es la realidad para el espíritu humano, había preguntado Paul. Un gueto. Y como si Goodluck hubiera entendido sus pensamientos, se pasó con un movimiento leve la mano sobre la frente y los ojos, como para quitar los hilos de la virgen.

    Steve se paró y comenzó a ensillar los animales. Goodluck le miraba sorprendido.

    —¿Vamos a cabalgar? —preguntó.
    —¿Te sientes lo suficientemente fuerte?
    —Soy fuerte.
    —¡Entonces ven! —Con una sacudida decidida apretó el cinturón de la silla—. No puedo dejarte aquí, ya que eres lo que más necesito.

    Goodluck miraba al oeste, hacia el sol inclinado.

    —Hoy no llegaremos lejos.
    —Entonces cabalgaremos toda la noche. ¡No puedo quedarme en este lugar, me da miedo!

    Goodluck miró a su alrededor tímidamente y asintió. Cortó la serpiente asada en tres pedazos y la distribuyó. Después apagó el fuego.

    El sol bajaba, incluso mientras ascendían el valle del Soumman. Después de medianoche habían llegado al borde de la planicie. Dejaron descansar a los animales.

    La media luna iba en dirección a las alturas lejanas del oeste y vertía su luz sobre los pastos ondulados del Sahara, que se extendía hasta el horizonte bajo un cielo sin límites.

    —Tendría muchas ganas de abrir mis alas y echarme a volar —dijo Steve.

    Goodluck le miró pensativo, mostró los dientes y lanzó un gruñido. Las estrellas brillaban como la noche en sus ojos oscuros.

    Steve se unió a su risa, clavó los talones en los flancos del animal sobre el que cabalgaba y le azuzó. Le parecía que le esperaban más allá del horizonte, más allá de la oscuridad, más allá del brillar de las estrellas, y se llenó de alegría.

    Cuando salió el sol, el amplio y claro corazón de África lo había recibido.


    FIN



    1981, 2005, Der Letzte Tag Der Schöpfung Traducción: Ilana Marx

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