DONDE LA UNIDAD DE LA IGLESIA ES UNA REALIDAD
Publicado en
julio 30, 2015
Un hecho palpable para los peregrinos que visitan el sereno y moderno monasterio de Taizé, en Borgoña.
Por Arthur Gordon.
LAS COLINAS de Borgoña están llenas de viejas aldeas de color ocre, a punto de desmoronarse ahogadas por el tiempo. Nada perturba el silencio milenario de la mayoría de ellas, con una excepción: Taizé.
En los últimos diez años ha surgido allí un fulgurante movimiento espiritual. Cristianos de todas las confesiones acuden a ese lugar atraídos por su fama. Hay entre ellos profesores y teólogos, pero abundan más los jóvenes: obreros, estudiantes, matrimonios con hijos pequeños. Suman decenas de miles los que llegan de los cinco continentes, y lo hacen a pie, en bicicleta o en automóvil. Casi todos regresan a sus hogares con una sensación de paz y plenitud, y con la certeza de que han vislumbrado el futuro de la fe.
En el centro de toda esa atención un grupo de 70 jóvenes lleva una existencia tranquila y fecunda. Visten simples suéteres y pantalones, y se ganan el sustento vendiendo vidrieras y objetos de cerámica que ellos mismos fabrican, trabajando en alguna granja, o escribiendo libros que ellos mismos imprimen. Tres veces al día, al sonar un carillón, entran pausadamente en una maciza iglesia de cemento, moderna como el mañana. Se ponen ropajes blancos, se arrodillan ante un altar austero y oran por la unidad cristiana en un servicio religioso breve y de sencilla belleza.
Estos hombres son monjes; han hecho votos perpetuos de castidad, pobreza y obediencia. Protestantes y católicos, han hecho caso omiso de todas las barreras sectarias. Están convencidos de que es menester salvar el abismo que durante siglos ha separado a protestantes y católicos, pues de lo contrario la cristiandad correrá peligro en un mundo en el que la explosión demográfica anula los esfuerzos misioneros de una iglesia dividida.
Las grandes empresas suelen comenzar con el sueño de un solo hombre. Ésta comenzó en el verano de 1940 cuando Roger Schutz, estudiante de teología de 25 años, llegó en bicicleta a la olvidada aldea de Taizé, comunidad aislada que entonces tendría unos 60 habitantes. Francia pasaba por una época amarga. El país estaba dividido en dos: en el norte imperaban los triunfantes nazis; en el sur languidecía el gobierno de Vichy. La línea divisoria de ambas zonas pasaba justamente encima de Taizé.
En el cercano pueblo de Cluny, que fue durante la edad media el principal centro monástico de Europa, Schutz se enteró de que en Taizé estaba en venta una antigua mansión. Él ansiaba encontrar un lugar donde unas cuantas almas valerosas pudieran dedicar su vida y sus oraciones a la unidad cristiana.
Durante muchos años Schutz había acariciado el sueño de una iglesia cristiana unificada. Hijo de un pastor suizo protestante y de una francesa, lo enviaron de niño a la escuela y le hospedaron en casa de una familia católica que vivía en las cercanías de Lausana. Le impresionó la devoción de sus huéspedes, pero al mismo tiempo le asombró y afligió el muro de silencio e incomprensión que los separaba de los protestantes. Más tarde decidió dedicar su vida a derribar ese muro. Parecía imposible que la voluntad de un solo hombre, por muy fuerte que fuese, pudiera lograr algo en este sentido. Pero no ignoraba que el esfuerzo individual inspirado en altos ideales había modificado, a menudo, el curso de la historia.
Una vez en Taizé, Schutz se detuvo, indeciso, ante la mansión cerrada. Al ver acercarse una anciana, le preguntó dónde podría conseguir algo de comida, pues al parecer no había allí posadas ni tiendas de comestibles; nada. La viejecita lo invitó a compartir su frugal cena, y cuando oyó que pensaba comprar la casa, le rogó con lágrimas en los ojos que la adquiriera. "¡Estamos tan solos aquí!" agregó. Schutz decidió quedarse.
Durante dos años vivió entregado a sí mismo, pero no solo del todo, pues de la zona ocupada llegaban numerosos fugitivos: judíos aterrados y refugiados políticos que huían de la Gestapo. Schutz acogió a esos hombres acosados y hambrientos, les dio asilo y comida, y trató de encontrarles algún lugar donde dirigirse. Ellos, en pago, le ayudaron a reparar la casa y a cultivar un pedazo de tierra. Tres veces al día Schutz oraba a solas; nunca pidió a nadie que le acompañara en sus rezos, aunque algunos lo hicieron espontáneamente.
Después de la liberación de Francia, tres amigos suyos fueron a vivir con él. En 1948 ya eran cinco. Poco a poco sus estudios monásticos les persuadieron de que las iglesias reformadas habían cometido el error de desechar un tipo de vida capaz de generar tanta energía espiritual. En consecuencia, el día de Pascua del año siguiente siete hermanos hicieron votos perpetuos, y la comunidad de Taizé comenzó a existir como tal, con Roger Schutz (llamado desde entonces el hermano Roger) como prior.
La sencilla regla de Taizé es prueba elocuente del espíritu que anima a los hermanos. No tiene nada de severa; por el contrario, previene contra el "inútil ascetismo". Es una guía simple impuesta por el prior que los invita a convertirse en "ejemplo de amor y de alegría entre los hombres".
Este amor ha tomado muchas formas tangibles. Hasta entonces los campesinos de los alrededores apenas habían logrado subsistir de los productos de la tierra; los hermanos les enseñaron a emplear nuevas semillas y abonos químicos, a compartir la maquinaria agrícola y a mejorar las cosechas con la rotación de cultivos. Algunos hermanos han sido estibadores en Marsella, albañiles en Argelia o lavaplatos en Chicago. No hacen proselitismo ni pretenden convertir a nadie; sólo tratan de imitar a Cristo, creando un ambiente de cordialidad en los lugares donde viven y trabajan.
Taizé se ha convertido paulatinamente en una especie de punta de lanza del movimiento ecuménico. En 1958, a los tres días de su coronación, el papa Juan XXIII concedió una audiencia al hermano Roger. Dos años más tarde el Vaticano autorizó a nueve obispos católicos a que se reunieran con 65 pastores protestantes en aquella aldea borgoñona. Al año siguiente 11 obispos católicos y 80 pastores protestantes celebraron allí mismo una conferencia acerca de los mejores medios para que las iglesias se pusieran a tono con las necesidades del mundo,moderno.
Para los laicos de todas las confesiones, Taizé se está convirtiendo también en un lugar de retiro, intercambio de opiniones y encuentro con otros hombres y mujeres que anhelan la unificación de los cristianos. Son los jóvenes quienes más se interesan por la iniciativa, pues, como lo expresó uno de ellos, encuentran allí "nuevas ideas para un mundo nuevo".
El número cada vez mayor de jóvenes de todas nacionalidades y denominaciones que llegaban a Taizé convenció al prior de que debía hallar un medio para que pudieran contribuir a la causa de la unificación cristiana. El domingo de Pascua de 1970 anunció su proyecto, que consistía en llevar a cabo un concilio ecuménico de la Juventud en Taizé. En los dos años siguientes acudieron más de 70.000 jóvenes a discutir esta posibilidad. Otros 16.000 se congregaron en Taizé en la Pascua de 1972, y en esa ocasión el hermano Roger anunció el concilio para el verano de 1974.
|
El hermano Roger, prior de Taizé. Foto: Ciric (Ginegra).
|
Además de congregarse para orar tres veces al día, los jóvenes se reúnen en grupos de siete todas las tardes y, tres veces por semana, bajo grandes tiendas, organizan sesiones para debatir temas cómo "la política", "la oración y el silencio", "la fe y la vida profesional". Al caer la noche encienden una fogata, y en torno de ella celebran conciertos, recitaciones, cantos y representaciones teatrales. Cuando regresan a sus, hogares, continúan la obra. Por eso han surgido "células de ecumenismo"<.comi> en Roma, Recife, Stuttgart, Bombay y Niamey.
En los últimos años ha aumentado continuamente el número de visitantes, afluencia que ha planteado ciertos problemas a la comunidad. La Iglesia de la Reconciliación, por ejemplo, construida por un grupo de jóvenes alemanes como un monumento expiatorio de la violencia nazi, no podía contener más de 2500 personas. En 1971 se echó abajo la fachada y se amplió el templo con un gran anfiteatro de lona.
Fui a Taizé en plena primavera. Llegué al anochecer al monasterio. Allí el hermano Thomas, joven cordial con gafas de montura negra y acento escocés, me condujo a mi habitación, pequeña, aunque cómoda. Se me dijo que todos los hermanos poseían celdas parecidas, que pueden decorar como más les agrade, con libros, cuadros o flores. Al sonar el carillón descendí a la iglesia, donde me uní a una congregación formada por visitantes, aldeanos, monjas, curas y turistas con cámaras fotográficas.
Las ceremonias del culto en la Iglesia de la Reconciliación cambian continuamente, pero siempre son serenas y sencillas. Los hermanos entran vestidos de blanco, y se arrodillan. El prior, el único que ostenta una cruz, toma asiento en el centro, generalmente acompañado por dos o tres niños. Cuando se pone en pie, todos hacen lo mismo, y el servicio comienza con un coro de hermanos; luego se lee un pasaje de los Evangelios, a veces en dos o tres idiomas, y se canta un salmo. Después se guarda silencio. El prior termina la ceremonia con la plegaria de Cristo por la unidad: "Que ellos sean uno, Padre, como nosotros somos uno, para que puedan creer".
De regreso en la casa de huéspedes, 17 personas nos sentamos a cenar en torno a una mesa redonda de madera. Yo me encontré al lado de un ingeniero del sur de Francia, hombre de gran voluntad e inteligencia despierta.
—¿Así que esta es su primera visita a Taizé? —me preguntó—Apuesto a que no será la última; yo he estado aquí por lo menos seis veces. Mi mujer es protestante, y yo católico. No tenemos discusiones serias con este motivo, pero... Un día oí hablar de esta Iglesia de la Reconciliación. Vinimos, y seguimos viniendo. A veces mi mujer se persigna, y otras veces yo me olvido de persignarme. Naturalmente, sigue siendo protestante y yo todavía soy católico, pero por alguna razón nos sentimos más cerca uno del otro, y también más cerca de Dios.
El día siguiente pasé una hora con el prior de Taizé en la casa que compró hace años a instancias de la anciana aquella. El hermano Roger es un hombre delgado, de rostro apacible y luminoso, sincero y cordial. Todo en él resulta acogedor: hasta sus ademanes. Le hablé del futuro. Le pregunté si creía posible que el acercamiento de las diversas confesiones cristianas llegara a un punto en que se estableciera una amable tolerancia, y no se pasara de allí a la verdadera unidad.
—No —repuso el prior—, no creo que eso ocurra. Los jóvenes lamentan demasiado la división de la Iglesia. Muchas personalidades religiosas vienen aquí, ven a esos jóvenes, sienten su impaciencia, su necesidad de identificarse con todos los hombres. Y se marchan con la impresión de que es urgente hacer algo. Tenemos que hallar una forma de restablecer nuestra unidad sin negar la fe de nuestros padres. Nadie sabe exactamente cómo ni cuándo llegará esa unidad, pero está en camino. No nos cabe la menor duda.
La última tarde di un paseo a pie por las inmediaciones de Taizé. Me alejé a propósito de la multitud y me esforcé en ordenar mis sensaciones y captar la esencia del lugar. Era la hora del crepúsculo y me rodeaba la exquisita sencillez de la tierra. Un anciano con boina negra y un bigote formidable me dio las buenas noches. Parecía deseoso de hablar y, después de intercambiar unas cuantas frases triviales, le pregunté:
—¿ Cuál es, en su opinión, el significado de Taizé?
—Taizé —respondió sin sorprenderse— no era nada. Pero ahora, como usted habrá advertido, está exactamente en el centro de algo muy importante: arriba está Dios; abajo, el mundo de los hombres. A un lado, pero no demasiado lejos, están los católicos; al otro, tampoco demasiado lejos, están los protestantes.
Hizo una pausa y me miró atentamente para cerciorarse de que lo había comprendido.
—Ahora, si trazamos dos líneas rectas, una de arriba abajo y otra de izquierda a derecha, ¿qué tenemos?
—Una cruz —contesté en voz baja.
—¡Ah, señor, eso es Taizé!