APROVECHE LOS RATOS PERDIDOS
Publicado en
julio 14, 2015
¿Por qué seguir desperdiciando los ratos libres de que disponemos todos los días?
Por Jean Bradford (Condensado de CONTEMPORARY).
EL TIEMPO no espera a nadie. Tal dicen, y quizá sea verdad, pero todo el mundo tiene que esperar, ya sea a una mujer, a un niño o a que vuelva el perro. Esperamos solos o en compañía de una muchedumbre; esperamos con el propósito de ir a alguna parte, y esperamos la oportunidad de regresar a casa. ¿Y qué hacemos la mayoría de nosotros mientras esperamos? ¡Nada!
Hace poco me dediqué a matar la hora y media de retraso que traía el avión en que debía llegar mi marido, recorriendo, en círculos concéntricos, un espacioso aeropuerto. Cuando por fin llegó mi esposo, seguía yo uno de los círculos más alejados, así que no me di cuenta de su llegada. Durante algunos días nos hablamos lo menos posible, pero en ese lapso, y en el tirante silencio que reinaba en casa, estuve reflexionando largamente, y llegué a la conclusión de que ya era tiempo de que aprendiera yo a aprovechar los momentos o las horas de espera.
Me figuro que nadie de nosotros sería capaz de tirar las monedas de escaso valor que se nos acumulan en los bolsillos. En cambio, casi todos desaprovechamos los pocos ratos ociosos que acumulamos durante el día: cinco minutos por aquí, 15 por allá. Calculo que probablemente derroché lo que sería toda una jornada de trabajo, en las veces que tuve que esperar en el consultorio del dentista, en el curso del año pasado; veces en que pasé el tiempo hojeando, sin verlas, una pila de revistas viejas.
Me inicié modestamente en esto de aprender a aprovechar los momentos de espera, metiendo en la bolsa de mano un bolígrafo y una libreta. Me sentí feliz al comprender que, poco menos que de la noche a la mañana, me había convertido en una de esas personas aficionadas a escribir cartas. No sólo escribía largas misivas a antiguas amistades a quienes me había propuesto seguir cultivando, sino también breves billetes garrapateados impulsivamente para expresar mi estimación a alguna persona que había hecho algo en bien de la ciudad. Llegué incluso a componer cartas para nuestros representantes ante el Gobierno, en favor o en contra de algún proyecto de ley.
Sintiéndome terriblemente orgullosa de mi persona, empecé a jactarme en todas partes de mi inteligente manera de emplear los ratos libres de que disponía, pero no tardé en descubrir, como le ocurre a casi todos los jactanciosos, que no pasaba de ser una aficionada. Otros habían discurrido formas mucho más ingeniosas de aprovechar sus momentos de ocio.
Cierta amiga mía lleva siempre consigo hojas de papel en que toma nota de cosas por comprar y encargos por cumplir. Pero también lleva un cuaderno para hacer listas de esas que crecen poco a poco y que aumentan de valor con el tiempo, como la lista de regalos para las personas que han mencionado casualmente el deseo de algo. Por esa primavera, su marido, al sacar del garaje la segadora de césped, había gritado con desesperación que lo único que deseaba en la vida era una piedra de amolar. Mi amiga tomó cuidadosa nota de ello, y de esta manera pudo hacer a su esposo un regalo de Navidad que fue recibido con beneplácito.
Una vecina nuestra me dijo que el invierno pasado debió vérselas inesperadamente con la ortodoncia. Dos veces por semana tuvo que esperar durante media hora, y aun más, mientras a su hijo le ajustaban los alambres. Por tanto, dio principio a un cubrecama de punto increíblemente suntuoso, con 367 margaritas entretejidas a mano, en colores amarillo y blanco. La vecina ha pasado ya de la número 200 y calcula que para la próxima Navidad no sólo su vástago tendrá unos dientes preciosos y regulares, sino que su suegra recibirá un regalo del que no se olvidará jamás.
Estimulada por esos triunfos, me hice un resistente saquito de mano y me dediqué a reunir los materiales para un equipo de "espera" que me acompañara a todas partes. Lo llené de cuadernos de apuntes, lápices, una libreta y utensilios de costura. Eché luego una mirada a mi agenda, ya maltrecha y atestada de nombres y direcciones inservibles, y la agregué a mi equipo. Antes de que hubiera transcurrido una semana, regresaba a casa, tras de un día de hacer las obligadas esperas de costumbre, con una libreta de direcciones flamante y bien ordenada.
Ahora mismo mi saquito contiene un abultado sobre de papel de Manila con todas las recetas que he arrancado de las revistas, a partir de mi matrimonio. Me propongo hacer de esta mescolanza una cuidadosa colección de tentaciones para el gastrónomo, al mismo tiempo que iré seleccionando entre aquellas recetas (el postre de malvavisco que de recién casada cautivó mi atención, por ejemplo, no es cosa que vaya a probar, ahora que soy ya matrona). Y, a la vez que me ocuparé en ello, haré una lista de los amigos y amigas que armonizarían entre sí en las cenas que por fin tendré tiempo de ofrecer.
No había caído en que mi esposo ensayaba algo parecido, hasta el otro día, en que encontré en uno de los bolsillos de un traje suyo, que llevaba yo a la lavandería, El arte de envidar en el bridge. Sin embargo, ya había notado que últimamente cobró desenvuelta confianza en sí mismo cuando se sentaba a la mesa de bridge, así que tomé prestado aquel manual, para no ser menos que mi marido cuando hiciéramos pareja en la mesa de juego. A cambio de ello, le di una tarjeta en la que se describía un novísimo sistema de sencillos ejercicios que cualquiera puede hacer sin que nadie lo observe.
Sin duda habrá algún hombre de negocios que quiera llevar en su cartera de papeles una carpeta con las cosas que le serían de utilidad para aprovechar el tiempo en que lo hagan esperar. Otros habrá a quienes les baste uno de los bolsillos del traje. Cierta vez me encontré al lado de un amigo nuestro que viaja mucho por avión. Nuestro amigo se sacó del bolsillo una hoja de papel en la que, durante los inesperados minutos de ocio, había dibujado un rompecabezas que pensaba regalar a su hija cuando cumpliera 14 años de edad. "No me falta más que una figura", me dijo alegremente. "Llevo una semana dibujando esto".
Al dirigirnos apresuradamente a cumplir las diversas tareas de nuestra existencia, como al volver a casa después de ellas; todos tendemos a emplear los momentos intermedios en pensar en las personas queridas y en cosas que quisiéramos hacer por ellas. Mi amigo el del avión había hallado la forma de demostrar lo mucho que tenía presente a los suyos. Mi vecina, la del cubrecama de margaritas, acomodó su cariño hacia su madre política a las horas de espera que de otra suerte habría desperdiciado.
Sin duda el lector querrá ensayar algo semejante en sus momentos de ocio. Nada cuesta "hacer" algo en bien de una persona querida en vez de limitarnos a "pensar" en ella. En lugar de esperar que algo suceda, resulta mucho más divertido hacer algo.